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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.74 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2025  Epub 27-Ene-2025

https://doi.org/10.24201/hm.v74i3.4654 

Reseñas

Sobre Luis Aboites, Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991. Una historia política desde el noroeste

Emilio Kourí1 

1The University of Chicago

Aboites, Luis. Los últimos años de la reforma agraria mexicana, 1971-1991. Una historia política desde el noroeste. Ciudad de México: El Colegio de México, 2022. 333p. ISBN: 978-607-564-319-9.


La reforma en 1991 del artículo 27 constitucional puso fin al reparto agrario que a partir de la Revolución había transformado la tenencia de la tierra en el campo, creando más de 30 000 ejidos y comunidades en posesión formal de gran parte del territorio nacional. Contra explicaciones genéricas de esta histórica reforma del 27 como un simple reflejo de la ideología neoliberal en ascendencia y hecha gobierno en aquella época, este potente libro de Luis Aboites propone una genealogía más concreta. Analiza la historia de los conflictos agrarios (de 1971 a 1976) entre el gobierno federal y los grandes agricultores en los distritos de riego de los valles del Yaqui/Mayo y de Culiacán, en Sonora y Sinaloa, y sus graves consecuencias a mediano plazo, argumentando que la firme oposición a la reforma agraria y a los poderes presidenciales organizada y politizada (a través del PAN) a raíz de esas disputas de tierras es un (¿el?) factor clave para entender cómo y por qué se acabó la reforma agraria en 1991.

Al enfocar su lente en los fértiles distritos de riego del Noroeste, Aboites nos recuerda que, en paralelo a la extensa reforma agraria ejidal, el gobierno federal auspició también lo que yo llamaría la reforma agrícola, invirtiendo grandes sumas en infraestructura y otros apoyos para modernizar la agricultura privada al estilo farmer. Serían políticas públicas en contradicción perenne, pero lo cierto es que casi ninguno de los presidentes entre 1917 y 1991 fue realmente partidario del ejido, y si bien todos terminaron abrazándolo por diversos motivos políticos, desde los sonorenses en adelante los farmers a la mexicana fueron casi siempre (aunque sotto voce) los verdaderos hijos predilectos de la política económica rural posrevolucionaria, su prosperidad alimentada por obra y omisión del Estado. A Cárdenas se le recuerda por su gesta ejidal, pero fue él también quien impulsó las grandes obras de irrigación en los valles del Noroeste, así como los certificados de inafectabilidad agrícola que sirvieron para proteger a las “pequeñas” propiedades privadas.

Aboites describe con precisión la “geografía divina” de los valles del Noroeste, con su enorme potencial económico, y relata el surgimiento hacia finales del siglo XIX de una agricultura comercial controlada por un puñado de empresarios y facilitada por el desplazamiento violento de las antiguas poblaciones indígenas. Entre 1930 y 1970, las inversiones en irrigación, transportación y nuevas tecnologías transformaron este espacio en uno de los polos más dinámicos y económicamente importantes de la agricultura mexicana: algodón, maíz, arroz, trigo, soya, tomates, etc. Y aunque los empresarios locales siempre han querido pensar que el mérito de tal gesta fue sólo suyo, Aboites muestra claramente que sin el enorme apoyo del Estado poco de esto habría sucedido.

Antes de 1975, la reforma agraria ejidal en los valles de Sonora y Sinaloa fue bastante limitada. A pesar de los esfuerzos de organizaciones agraristas, la oposición de los gobernadores y la obstrucción de las autoridades locales y las burocracias agrarias restringieron la dotación ejidal. La excepción fue un gran reparto empujado por Cárdenas en 1937-1938, en el que se otorgaron miles de hectáreas irrigadas a docenas de ejidos y a los yaquis, pero luego volvería en general a imperar la sequía redistributiva, que en el Valle del Yaqui perduraría por más de 30 años. Llama la atención además que buena parte de las tierras irrigadas expropiadas para las dotaciones ejidales cardenistas terminaran con el paso del tiempo siendo rentadas por los empresarios agrícolas. Valdría la pena preguntarse por qué. En fin, a pesar de estas acotadas reformas a la tenencia de la tierra, la agricultura privada siguió dominando los valles y procurando toda la mano de obra necesaria para trabajar sus campos. Pero éstas no eran nuevas haciendas porfiristas, sino fincas modernas de mucha menor extensión, aunque comúnmente más grandes de lo que la ley permitía.

Aboites identifica dos procedimientos -ambos abiertamente ilegales, pero largamente solapados por las autoridades- esenciales para entender la prosperidad hegemónica de los grandes agricultores par ticu la res. Uno es la renta de parcelas ejidales, expresamente prohibida, por parte de los empresarios, y el otro el fraccionamiento simulado (generalmente entre miembros de una familia) de propiedades rústicas que excedían el máximo de extensión permitido por ley. Las convertían, en papel, en una serie de propiedades individuales más pequeñas, ya no expropiables, pero que seguían siendo administradas como unidades productivas. Ambas prácticas, pero sobre todo la segunda, serían motivo de conflicto con el gobierno de Luis Echeverría.

Una compleja serie de cambios en el curso de los años sesenta alteró notablemente el panorama, tanto para el gobierno federal como para los empresarios y campesinos. Aboites menciona múltiples factores, locales, nacionales e internacionales: la creciente desigualdad rural, el aumento poblacional y migratorio, el estancamiento de la agricultura de temporal, la crisis del algodón, el activismo y las demandas de organizaciones agrarias independientes, la menguante contribución de la agricultura al producto nacional, los incipientes problemas fiscales del Estado, las reverberaciones de la revolución cubana y las diversas protestas sociales con su desenlace en 1968. Díaz Ordaz respondió no solo con represión, sino también con un reparto agrario ejidal mayor aún que el de Cárdenas; tierras pobres, muchas de ellas, pero maiceadas incesablemente y con gran pompa, observando el precepto ya bien probado de que nada como la aplicación de la reforma agraria para consolidar el poder y la legitimidad del Estado (y del PRI). Aboites argumenta que Echeverría llegó a la presidencia en una situación de gran debilidad e inestabilidad y se lanzó a expropiar a los empresarios agrícolas en los distritos de riego de Sonora y Sinaloa, señalando que los fraccionamientos simulados violaban las leyes agrarias, lo que había sido cierto desde siempre, aunque al gobierno nunca le había importado.

Aboites analiza con gran destreza el conflicto político que la presión gubernamental desató, así como su desenlace y consecuencias a corto y mediano plazo: nuevas leyes, argumentos y contraargumentos, negociaciones, incipientes alianzas políticas en oposición al régimen, invasiones de tierra (casi siempre inducidas, para presionar) y violencia. Aboites sugiere que Echeverría no quería expropiar, sino obligar a los empresarios a donar tierras, pero los del Yaqui/Mayo se negaron, y a pocos días de dejar la presidencia, en noviembre de 1976, firmó la expropiación de 75 000 hectáreas en esos valles, la mitad de riego, para crear nuevos ejidos. Viendo esto, los de Sinaloa, más cercanos al PRI, acordaron una donación y evitaron la intervención del Estado. Las profundas consecuencias de este choque no se hicieron esperar, y Aboites muestra que las diversas posiciones que de allí surgieron se conectan directamente con la reforma constitucional de 1991 que acabó con el reparto agrario.

El análisis de tales “secuelas”, como las llama Aboites, es quizá la mejor parte de un libro muy bueno. Los agricultores agraviados politizaron su descontento, primero en asociaciones empresariales ya en pugna con el gobierno y después a través del PAN, donde el repudio a la reforma agraria presidencialista se tornó en rechazo y combate al presidencialismo priísta. La trayectoria del farmer sinaloense Manuel J. Clouthier captura bien la secuencia: presidente de la COPARMEX en 1978, del CCE en 1981, miembro del PAN a partir de 1984 y candidato a la presidencia en 1988. López Portillo, por su parte, se alejó prontamente de las posturas de su predecesor y propuso negociar una gran indemnización para apaciguar a los sonorenses; su gobierno terminó comprando a muy buen precio una parte de las tierras que habían sido ya “expropiadas” por decreto, le aplicó los frenos a la maquinaria del reparto agrario y empezó a contemplar lo que significaría acabar con ella. Ése fue, dice Aboites, el principio del fin, todo esto antes del auge del neoliberalismo. La debacle económica y social de los ochenta desmanteló los apoyos y la inversión para el campo, y tras la controvertida elección de 1988 el PRI y el PAN se aliaron para extinguir el reparto agrario. Casi todas las organizaciones agrarias apoyaron la iniciativa y las protestas fueron mínimas. En lo sucesivo, las fincas privadas podrían expandirse legalmente, comprando y rentando tierras, o en asociación con otros poseedores de terreno.

Las fuentes para este estudio son en su mayoría gubernamentales, pero Aboites las maneja con pericia. Sus argumentos generales son persuasivos, y otros, porque hay muchos, cuando menos muy sugerentes. Como toda buena historia, este libro genera interrogantes que van más allá de lo analizado. Menciono sólo tres. Primero, se extraña la perspectiva desde los ejidos y de los ejidatarios, protagonistas mudos en este relato. ¿Por qué no logran prosperar también ellos? Se mencionan la falta de crédito y la “desagrarización” del campo, pero seguramente es un asunto mucho más complejo. Segundo, ¿qué explica el dócil apoyo de las organizaciones agrarias, de la CNC y del PRI, a la iniciativa de reforma, o la nula protesta de los muchos miles que se quedaron esperando ejido? Aquí hay otras historias políticas por contar. Todo esto importa porque la reforma de 1991 acabó con el reparto agrario, pero no con el ejido, aunque eso es lo que no pocos de sus promotores habrían deseado. Y más de 30 años después, ahí sigue.

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