Hablar de Inquisición implica una variedad de perspectivas y temáticas, ya que hay que tomar en cuenta tanto los espacios y los tiempos, así como la mirada de quienes formaron parte de esta institución (ya sea como víctimas, como autoridades o como testigos). Además, también hay que considerar las diferentes posturas en que el Santo Oficio operó durante sus tres siglos de existencia (1479-1834). Por otra parte, desde el presente, también interviene el enfoque del investigador que interpreta los documentos, aportando sus propias ideas al enfrentar los expedientes del pasado. El libro Santo Oficio Imperial. Dinámicas globales y el caso siciliano de Fernando Ciaramitaro es un acercamiento a la edificación de la Inquisición desde sus orígenes hasta su ocaso, deteniéndose, en su último capítulo, en el contexto siciliano como estudio de caso en torno a la instauración del poder en territorios aledaños. Las bifurcaciones de su estudio abren un panorama extenso en el que se corresponden, tanto los aspectos religiosos, los políticos, culturales y sociales, así como lo simbólico en una transformación constante.
Al explorar entre las páginas de este libro, descubrimos que, no obstante la Inquisición en sus inicios estaba latente en Aragón desde el siglo XIII a cargo de los dominicos y avalada por Roma, fue con Fernando II que revivió como instrumento para acrecentar su poder. Al respecto, el autor menciona que:
Fernando II sabía perfectamente, y su empeño implacable en imponer el Santo Oficio lo prueba, que con la extensión de este nuevo cuerpo total a todos sus reinos habría tenido en sus manos un medio de acción privilegiado para el gobierno, imponiendo una nueva forma en la que el papel de la corona se hacía preponderante. Era una nueva “conquista del territorio”, de manera que a su cobertura geográfica por los jueces inquisidores correspondería una más estable cobertura sociopolítica (p. 72).
En 1478, el papa Sixto IV concedió a los reyes de Aragón y Castilla la autoridad de nombrar y destituir a los inquisidores amalgamando el poder de la Iglesia con el del Estado. De hecho, el Tribunal dependía mucho más del rey que del papa. El autor expresa que “cuando el papa delegó a Fernando e Isabel la potestad de nombrar, en cualquier urbe de sus dominios, a jueces inquisidores versados en teología y derecho, para enjuiciar herejes y apóstatas” (p. 35), derivó su propia autoridad hacia la monarquía, convirtiendo al rey no sólo en soberano político con una fuerte autoridad jurídica, sino también religiosa. Fernando de Aragón fue, por tanto, el inquisidor de toda la hispanidad (p. 36), cuya empresa y objetivo fue, según él, el “bien común” avalado por la verdad divina. Su postura tenía una justificación mesiánica e imperial que lo perfiló como el monarca salvador, según menciona Ciaramitaro (p. 73). Así, el rey, por derecho sagrado, debía censurar la alternancia y la diversidad bajo la convicción de su absoluta legitimidad. Los reyes católicos dominaban las esferas de lo civil, la perspectiva criminal y la religiosa, promoviendo en la conciencia de la población una mirada unívoca y homogénea. El autor afirma que:
[…] el rey de España, en la época de Fernando el Católico, suma al imperium originario, el poder ejecutivo militar, las otras potestades de gobierno, la legislativa y la judiciaria. Finalmente logra también el ejercicio de la eclesiástica a través de su poder inquisitorial, como supremo juez por delegación en las materias religiosas, sin conflicto alguno con las superiores capas de la iglesia ibérica. La justicia, ya menos fragmentada en comparación con el siglo anterior, se confirmó como función esencial del gobierno: sin ella, el reino no podía prosperar (p. 41).
La “normalización” de los prejuicios, que enfatizaba la discriminación y la exclusión, estaba avalada oficialmente por leyes que condenaban la herejía. La Inquisición, como se mencionó, era la herramienta de control del régimen, que implementaba el miedo y la desconfianza entre los pobladores. Todo ello hundió a la sociedad en una serie de comportamientos vigilados y controlados en todos los niveles. El análisis preciso de Ciaramitaro acerca de la conjunción entre el poder religioso y el político para procurar el dominio social al servicio de la monarquía abre cuestionamientos en torno a las minorías. Así, nos podemos cuestionar: ¿es la exclusión un elemento inseparable del poder?, ¿la conformación de la identidad “unívoca”, promovida por los monarcas, implica necesariamente la anulación del “otro”?, ¿por qué Isabel y Fernando II no plantearon las condiciones necesarias para asimilar a los rechazados que finalmente accedieron a la conversión? Es decir, ¿qué pasaba con quienes no estaban de acuerdo, los que intentaron ajustarse a las normativas impuestas, pero seguían siendo perseguidos?
Tanto los judeo-conversos como los mahometanos, las brujas, protestantes y demás individuos “transgresores” de la ley se vieron posicionados como enemigos del régimen por profesar otras ideas. Es cierto que toda norma posee su contraparte, es decir, su desorden y desavenencia que la valida. La construcción de la discordia se enfocó, desde la plataforma religiosa, en los que no profesaban el cristianismo. La pregunta inmediata que surge es: ¿se puede romper con toda una herencia milenaria a partir de un decreto?
En la España de los siglos XV al XVII, la mentalidad cristiana estaba en cada acción y cada pensamiento de la sociedad. La Iglesia promovía modelos de comportamiento en que, desde la dimensión sobrenatural, se justificaban las injusticias. Las leyes establecían, así, tanto lo moral como su contraparte. Es decir, los que atentaban contra esta “forma de pensar” debían ser perseguidos y rechazados. El “deber ser” monárquico se planteaba (en cuestión de religión) para unos y no para otros. De esta manera, la prohibición de sus creencias los obligó a adecuarse al secreto y a la clandestinidad.
Una de las leyes inquisitoriales establecía, por ejemplo, que: “deb[ía] castigarse a los judíos por sus muchas culpas y para ganarse el galardón de la vida eterna”, librándose del mal implicado; y finalizaba la ordenanza diciendo: “Assi con la virtud de Dios los desmenuzaremos, assi cuemo el viento faz al polvo ante sí, e los de[s]aremos, como el lodo es deò[h]echo en el campo; e ganaremos dellos por la eglesia de Dios e por la feé de los cristianos”.1 La exclusión se volvía un deber sagrado, pues el cristianismo, en esta lógica, era la verdad inviolable.
Como estrategia de control, el sistema inquisitorial adoctrinaba a los pobladores cristianos para mantenerse al acecho y proceder a la denuncia, fomentando el miedo y rompiendo con el capital social. La eficacia de la Inquisición regularizó la censura y las prácticas de represión, la traición y la desconfianza. Sólo hay que detenerse en el siguiente mandato, que casi no tuvo cambios desde 1480 a 1820, según el autor, para constatar la misión del inquisidor frente a la herejía:
Nos, N, por la miseracioón divina […] Inquisidor General […] confiando de las letras y recta consciencia de vos, N, […] por la auctoridad apostoólica a Nos concedida […] vos facemos, constituimos, creamos e deputamos inquisidor apostólico contra la hereética pravedad y apostasia en la inquisición de N, y su distrito y jurisdiccioón; y os damos poder y facultad […] para que podades inquirir e inquirades contra todas y qualesquiera personas, ansí hombres como mugeres, vivos y defunctos, absentes e presentes, de qual quier estado, condición, prerrogativa, preeminencia y dignidad que sean, exentos y no exentos, vecinos y moradores que son o han sido en las ciudades, villas y lugares del dicho distrito que se hallaren culpantes, sospechosos e infamados en el delito y crimen de heregia y apostasia, y contra todos los fautores, defensores y receptatores de ellos; y para podáis facer y fagais contra ellos y contra cada uno de ellos vuestros procesos en forma debida de derecho según los sacros cánones lo disponen.2
Para los grupos minoritarios perseguidos, sin embargo, el pecado estaba en “los otros”. A pesar de su conversión obligada, los cristianos los sometían a hostigamientos, discriminaciones y amenazas de muerte: eran sospechosos de no ser del todo fieles a Cristo. La “pureza de sangre” fue la disposición que, después de la conversión forzada, fomentó las diferenciaciones, utilizando ahora la distinción entre “cristianos viejos” y “nuevos”. Detengámonos en un testimonio de dos mujeres judeoconversas que revela la perspectiva alterna:
[…] viendo pasar por la calle cierta judía a los señores virrey, arzobispo, sacerdote y otras personas ricas, católicas, y preguntándole la dicha doña Margarita que: ¿cómo daba Dios tantos bienes a aquellos?, le respondió la dicha judía: déjalos a éstos, que no tienen más bien que en esta vida, que nosotros (hablando de los judíos) nos iremos al cielo, que lo hizo Dios para nosotros.3
La cita, además de mostrar la ideología impuesta, evidencia cierta solidaridad que los mantenía unidos por la ley mosaica.
Para los reyes católicos, desde otra mirada, la problemática no residía tanto en individuos, sino en el poder político y religioso de toda la población, como menciona el autor: “en el monarca residía la suprema justicia, sustento del pueblo, una justicia aumentada por unas bulas papales […]” (p. 42). Utilizando a la Inquisición como su instrumento más eficaz, la estrategia de los reyes, lo sabemos, fue la amenaza y la obediencia.
Así, a lo largo de los siglos, la consigna que prevaleció fue la de extinguir la herejía; no obstante, las autoridades se tuvieron que adecuar a las circunstancias y a las corrientes ideológicas que prevalecían en cada época. Cada monarca y, en una jerarquía menor, cada inquisidor, imprimía sus directrices e intereses en torno al poder, al control y a sus conveniencias.
Por ello, es incierto referirnos a la Inquisición en forma singular y unívoca. La historia se percibe desde lo diacrónico y lo sincrónico, desde lo general o lo individual; desde el poder o desde los testimonios de las víctimas; finalmente, es el historiador quien parte del presente hacia el pasado para rehacer las narrativas de quienes existieron realmente. Cada mirada es una verdad parcial que va armando el rompecabezas interminable de los hechos.
Pero más allá de dar un panorama de las múltiples modalidades y vertientes de la Inquisición, el autor se detiene, en el segundo capítulo de su libro, en el caso de Sicilia, que plantea el “establecimiento, el desarrollo y la extinción” de la Inquisición en esa isla. Su objetivo, como bien lo expresa, es:
[…] mostrar el peculiar papel jurídico-político-religioso que desempeñó el Santo Oficio en Sicilia -modelo efectivo de autonomía y poder de la corona en la esfera de la administración del brazo eclesiástico, de las creencias, las metodologías de culto y la persecución de las desviaciones-, en su marco local e internacional, empezando por la historia de la historiografía y concluyendo con la historia fáctica, desde la instauración hasta su desaparición (p. 150).
Así, Sicilia se presenta como un estudio de caso que deriva en características propias: desde su fase fundacional, durante el siglo XVII; el cambio dinástico de los Saboya, en 1713; hasta el siglo XVIII, que evidenció su decadencia y extinción. Al principio, expresa el autor:
La Inquisición siciliana tuvo una doble función regalista de barrera insular de la cristiandad: primero, frente al adversario interior, en la lucha contra las desviaciones en el seno del cristianismo siciliano (la presencia judía, conversa, protestante, cripto-musulmana, etc.) y la infidelidad política de los traidores de la unidad con España; segundo, frente al oponente exterior, como tribunal que garantizó hasta el siglo XVII un obstáculo efectivo para la posible avanzada del Islam en el Mediterráneo, vigilando y castigando a moros, moriscos y renegados (p. 20).
De 1490 a 1565, en Sicilia, la Iglesia dependía del rey, y el “Santo Oficio” era un “instrumento económico” (p. 162), como bien dice el autor. Ya en el siglo XV, hubo ciertas deficiencias en el funcionamiento del Tribunal, pues los ministros cometían fraudes y robos y no había control de los documentos o los juicios arbitrarios. Con Carlos V, la Inquisición de Sicilia se tornó más autoritaria y su presencia “se promovió como cuerpo ya no sólo santo, sino también al servicio de Dios y de la monarquía.” (p. 163). El deber mesiánico del rey justificaba toda exclusión.
Para los judíos, como era de esperarse, se enfatizó la persecución en el interior, que empezó en 1487-1488 y concluyó en 1540-1560 con el decreto de su expulsión. Algunos sicilianos, sin embargo, defendieron a los israelitas, por lo que surgieron actitudes de apoyo, es decir, algunas concesiones para su exilio. En realidad, en un sector de la sociedad se percibían deseos contrarios a los gobernantes; su rebeldía incluía la supresión del Santo Oficio. Sin embargo, aunque hubo resistencia de los pobladores, la colectividad judeo-conversa desapareció en el transcurso de cincuenta años. El autor menciona que, a diferencia del contexto español,
[…] los estamentos altos y buena parte del patriarcado urbano estaban en contra de la persecución de los neófitos. Además, en el virreinato nunca se puso el acento en la cuestión racial; no existían estatutos de limpieza de sangre o linaje como en los reinos ibéricos y no se dieron las numerosas conversiones que caracterizaron al siglo XV español (p. 168).
Pese a todo, los conversos, al intentar asimilarse, fueron una herramienta contra sí mismos, es decir, en la búsqueda de identidad entre ser judíos o cristianos, se posicionaban afines a la autoridad y delataban a sus conocidos. La paradoja fue que, desde la misma colectividad surgió la semilla de su propia destrucción, como suele pasar. Aun así, se determinó posteriormente que se dejara en pausa el funcionamiento del Santo Oficio durante diez años aproximadamente, misma que, con desilusión, se reinstauró en 1546. El nuevo inquisidor (Bartolomé Sebastián y Valero) perseguía, sobre todo, a luteranos, que huyeron ante el endurecimiento de las leyes.
Entre tensiones y distensiones, el libro nos lleva hacia el final de la Inquisición, en el siglo XVIII. Sabemos que Carlos III no tenía herederos directos, por lo que, a su muerte, Sicilia se encontraba bajo el control de tres familias: Saboya, Habsburgo y Borbón. La inestabilidad política e institucional evidenció los antagonismos inquisitoriales, por lo que se conformaron dos supremas, una española y otra austriaca. Las luchas de poder derivaron en la ruptura definitiva entre la Inquisición y la aristocracia siciliana. El poder de la primera fue disminuyendo hasta la decadencia. Ciaramitaro afirma que “el golpe de gracia llegó en la década de 1780, con el virreinato de Domenico Caracciolo (1781-1786), amigo de los ilustrados franceses, quien decretó la desaparición del tribunal por voluntad regia” (p. 205).
De esta manera, el libro que reseñamos abarca un amplio panorama acerca de las múltiples vertientes y perspectivas del sistema inquisitorial. Sin embargo, la que más llama la atención es la línea política de la Iglesia, es decir, la búsqueda obsesiva por el poder que arrasó con individuos e ideologías. El Santo Oficio en Sicilia era una herramienta de control que infundía miedo y que se tornó casi autónoma en relación con la Suprema española. Las minorías fueron víctimas de una mentalidad en que se requería de enemigos para justificar su “deber ser”.
Así, los invito a leer este extraordinario libro que nos sumerge en una mirada alternativa del sistema inquisitorial y su derivación en Sicilia, y nos brinda un nuevo examen de los contextos y las actitudes humanas en torno al poder.