Introducción
En los últimos años, la historiografía ha analizado el mundo conventual femenino desde ópticas muy dispares demostrando que tuvieron gran poder de adaptación a su entorno y a las diversas coyunturas socioeconómicas con el fin de garantizar la supervivencia del colectivo.1 Los conventos, tanto masculinos como femeninos, fueron hijos de su tiempo, siendo fundamentales en la reproducción social y económica de las clases privilegiadas. En el medievo, la nobleza feudal los utilizó para la consolidación de su poder en un territorio, el cual se manifestaba mediante la posesión de grandes extensiones de tierras, señoríos, patronazgos y rentas procedentes de donaciones y privilegios. Por el contrario, los conventos que surgieron en plena Con trarre for ma estuvieron inspirados en un modelo de pobreza evangélica que rechazaba la acumulación de grandes propiedades, aunque acabaron administrando un importante patrimonio mobiliario.
La transición de un modelo conventual basado en la renta patrimonial a otro basado en rentas monetarias se produjo entre finales del siglo XV y comienzos del XVI, en un proceso estrechamente vinculado a la monetización de la economía y al triunfo de la teoría del Purgatorio, que propugnaba la salvación a través de la oración y de las limosnas.2 Por una parte, el descubrimiento de América, con sus grandes yacimientos de plata, aceleró la circulación monetaria en España provocando un alza generalizada de los precios y la depreciación del valor de la renta de la tierra. Los propietarios fueron sustituyendo los contratos a perpetuidad pagados en especie por otros de duración determinada con rentas en dinero, a la par que se fueron abriendo nuevas posibilidades de inversión, vinculadas al mantenimiento de la política imperial o de las necesidades de crédito de una sociedad en plena transformación. Por otra parte, la abundancia de capitales y la posibilidad de financiar la propia salvación, provocó un fortísimo incremento de la demanda de servicios religiosos financiados con capital mobiliario, que constituyeron un inesperado ascensor social para aquellos que disponían de dinero y fortuna. En América, conquistadores, funcionarios, mercaderes y pequeña nobleza invirtieron en sagrado para visibilizar su nueva posición económica y arrogarse los atributos del poder propios de las clases privilegiadas -especialmente, enterramiento y asiento preferente en la iglesia-. Esta inversión había de ser de doble flujo: en sus lugares de residencia, para consolidar su estatus social y el de su familia; y, en los de origen, para hacer saber a sus paisanos que la aventura americana había sido todo un éxito.3
Iglesias y capillas, capellanías, memorias de misas, obras pías y conventos contribuyeron a consolidar los vastos territorios de la monarquía confesional y abrieron nuevas posibilidades de expansión para las órdenes mendicantes, sin las limitaciones derivadas de la competencia con otros elementos del estamento eclesiástico. Además, los conventos femeninos resultaron ser esenciales en la articulación social del virreinato, ya que permitieron dar protección a las mujeres, consideradas vulnerables en las nuevas circunstancias sociales, a la vez que conferían un distintivo espiritual y social a sus fundadores y benefactores.4
En la historiografía no abundan los trabajos sobre conventos en perspectiva comparada, siendo aún más escasos los de índole económica.5 Los estudios de caso realizados han mostrado que los conventos tuvieron una enorme capacidad de adaptación a las coyunturas, articulando códigos diferenciadores de reproducción social y económica.6 Cabe preguntarse, por tanto, si esta capacidad de adaptación también se dio en los claustros novohispanos y si desarrollaron rasgos específicos en lo que respecta a la gestión de sus recursos. Para ello se han elegido dos conventos de carmelitas descalzas, pioneros en la expansión de la orden y ubicados en dos ciudades muy populosas y con un papel central en la desarrollada a partir del descubrimiento de América:7 San José de Sevilla y su homónimo en la ciudad de México, conocido como Santa Teresa la Antigua. De esta manera, se busca contribuir a la mejora del conocimiento de la gestión de los recursos en este tipo de instituciones, desde su fundación hasta su consolidación.
El trabajo está estructurado en dos grandes bloques. En el primero, se comparan sus respectivos procesos de fundación a través del relato de las propias fundadoras, atendiendo especialmente a los obstáculos institucionales y económicos que debieron superar.8 En el segundo, se analiza la gestión económica de ambos conventos, utilizando sus libros de ingresos y gastos.9 Se debe tener en cuenta que sus temporalidades no son completamente coincidentes, ya que sus fundaciones corresponden a dos momentos distintos de la expansión de la orden: el sevillano, fundado por la propia Teresa de Jesús en 1575; el mexicano, en 1616 como segundo convento de carmelitas descalzas de Nueva España. A pesar de ello, ambos son plenamente equiparables puesto que se trata de dos iniciativas pioneras en la expansión del Carmelo descalzo. Respecto al análisis económico, la cronología ha estado condicionada por las limitaciones de la fuente y sólo coincidentes en el periodo comprendido entre 1620 y 1634.
Los aparejos de fundar
La fundación de un convento era un proceso complejo en el que entraban en juego una multiplicidad de intereses y factores que determinaban el éxito o el fracaso del proyecto. Si además el convento en cuestión perseguía ser punta de lanza de una renovación espiritual y vivir de limosna, entonces conseguir lo que Teresa de Jesús llamaba “los aparejos de fundar” -permisos, una casa adecuada, donaciones y apoyos sociales- se convertía en una verdadera proeza.10
La fundación de San José de Sevilla
Teresa de Jesús había iniciado uno de los procesos de renovación espiritual más exitosos de la reforma descalza con la fundación de conventos basados en la pobreza evangélica y sustentados por limosnas. En la Castilla del siglo XVI, era habitual realizar transferencias de capital a religiosos de toda condición, lo que permitía mantener en una misma población a varias comunidades religiosas sin estar sometidas a los intereses propios del patronazgo. Teresa sólo aceptaba las fundaciones con renta en aquellas localidades rurales en que pudieran ofrecer su servicio espiritual sin ser gravosos para los vecinos. En este sentido, Sevilla se perfilaba como un lugar idóneo: puerto de Indias, todas las mercancías y pasajeros con destino al Nuevo Mundo debían embarcarse en esta ciudad, convirtiéndola en punto de interconexión de las rutas marítimas que unían Europa con América, África y Asia.11 Sus más de 100 000 almas12 y una rica tradición limosnera prometían una sólida base material que garantizaba, a priori, el abastecimiento de bienes materiales. Además, mantenía intensas relaciones comerciales con otras urbes destacadas del interior peninsular -Medina del Campo, Valladolid, Burgos o Toledo- en las que ya existían conventos carmelitas, facilitando la labor de control de los prelados y la solidaridad interconventual.13
Sevilla no entraba en los planes inmediatos de Teresa de Jesús, pero el retraso de la fundación de Caravaca (Murcia), debido a un problema jurisdiccional, la llevó a aceptar el consejo del padre Gracián de dirigirse a la capital hispalense. Al parecer “se lo habían pedido algunas personas que podían y tenían muy bien para dar luego casa”.14 Sin embargo, al llegar, nada fue como tenía que haber sido: la casa designada para albergar la fundación era de alquiler y no tenían la licencia del arzobispo, ya que éste “era muy enemigo de monasterios de monjas con pobreza”15 y exigía una renta que garantizara la viabilidad de la fundación. Los más de 35 conventos femeninos que albergaba la ciudad competían por el fervor de los fieles, haciendo muy difícil reunir el capital necesario para una orden incipiente y poco conocida.16 Teresa pudo conseguir 391 ducados,17 prestados por los conventos de Malagón y Ávila, y por algunos padres carmelitas a título particular; cantidad insuficiente para poner en marcha una fundación. Sólo la presión ejercida sobre el arzobispo por los provinciales del carmelo descalzo y varios jesuitas hizo que éste claudicase y diera la necesaria autorización en junio de 1575.
Con el capital inicial tan sólo pudieron hacer frente al alquiler de la casa y su equipamiento (rejas, cerraduras, camas, paja para los jergones, jarras y ollas, cucharas, escobas y jerga para sábanas), así como la compra de algunos materiales para realizar trabajos de costura para el exterior. A pesar de la inversión realizada, este emplazamiento era totalmente provisional ya que no cumplía con los requisitos mínimos establecidos por Teresa para sus fundaciones. La casa debía ser austera, pero de calidad para evitar los excesivos gastos en reparaciones; con amplitud suficiente para albergar celdas, sala común, capilla, refectorio, cocina, locutorio… además de una pequeña huerta y un pozo de agua.18 La búsqueda de un inmueble de estas características resultaba muy difícil por la escasez de medios económicos. La fundación hubiera fracasado en este punto de no haber sido por la ayuda de su hermano, Lorenzo Cepeda, recién regresado de América. Fue él quien negoció la compra de una casa con los hijos del mercader Tomé García y pagó la entrada de 400 ducados (que suponían 6.6% de los 6 000 ducados que costaba en total), firmando un reconocimiento de censo en favor de los vendedores hasta liquidar el resto del importe.19 Eso sí, Teresa se preocupó de que el porcentaje sobre el valor de compra que se debía pagar a la Hacienda Real (alcabala) no la abonase también su hermano, sino que saliera de las arcas del convento.20 A partir de entonces, la prioridad para la comunidad fue liquidar la deuda que obligaba a Lorenzo, utilizando incluso el dinero de las dotes si fuese necesario.21 No hizo falta, puesto que en 1581 pudieron saldar la deuda con el importe de varias donaciones particulares.22
Fundación de San José (Santa Teresa la Antigua) de la ciudad de México
En el caso de Santa Teresa la Antigua, las dificultades no fueron tanto económicas como de índole administrativa, aunque ambos aspectos estuvieron estrechamente relacionados. La ciudad de México era una de las ciudades más importantes y pobladas del mundo y, al igual que Sevilla, estaba totalmente inserta en una compleja economía mundial. Antes de la gran inundación de 1629, se calcula que la ciudad tenía una población de 80 000 indígenas, 50 000 negros y mulatos, y 16 000 españoles;23 es decir, se trataba de una urbe densamente poblada, compleja y mul tirra cial, en la que los españoles eran minoría. En este contexto, las órdenes religiosas desempeñaron un papel fundamental en la consolidación del poder episcopal y la articulación de la vida urbana.24 Además, para las familias criollas supusieron un medio para incrementar el prestigio social inherente al patronazgo o al ingreso de cualquiera de sus vástagos en religión.25 En este sentido, las órdenes con un modelo comunitario basado en la pobreza y en la espiritualidad de la vida interior tuvieron muy difícil su consolidación ante la dificultad de competir con otras menos austeras, con cabida para un mayor número de mujeres, y que daban la posibilidad de fundar patronazgos con privilegios personales y sociales.26
Santa Teresa la Antigua responde a este modelo de convento de pobreza que, además, tuvo que hacer frente a la resistencia de las autoridades eclesiásticas y del propio carmelo descalzo para materializarse. Fue un proceso largo y complicado en el que los acontecimientos fueron sucediéndose de manera aislada y discontinua hasta lograr el reconocimiento formal en 1616.27 La crónica escrita por una de sus fundadoras, Mariana de la Encarnación, nos permite conocer en detalle las resistencias, los conflictos y los intereses económicos que confluyeron en este proyecto.28
La iniciativa partió de Inés de la Cruz, monja profesa desde 1588 en el Real Convento Concepcionista de Jesús María en la ciudad de México que acogía, como tantos otros, a mujeres de un alto estatus social mayoritariamente criollas, y que la cronística describe como “elitistas” y dadas a la “comunicación asidua e infructuosa”. Inés, hija de un mercader de Toledo y nacida en España, era gran admiradora de Teresa de Jesús. Alenta da por su confesor, inició prácticas penitenciales acordes con el postulado teresiano, a las que pronto se unirían otras monjas con inquietudes espirituales, entre ellas la superiora. El intento de introducir “estos santos exercicios y mortificaciones en la comunidad” provocó un rechazo frontal hacia las “amigas de las sirvientas” y especialmente hacia Inés de la Cruz por su condición de española.29 Consideraban que la introducción de nuevos modos de espiritualidad y penitencia obedecían a la ambición y el afán de poder de Inés, y que lo que pretendía en el fondo era gobernar el convento.30 En vista de la gran resistencia y el malestar que había originado este proceso de renovación, Inés de la Cruz y sus compañeras resolvieron buscar los apoyos y medios materiales para fundar un convento carmelita en la ciudad.
A partir de ahí se pusieron en marcha los mecanismos que permitían articular intereses particulares y espirituales que intervenían en cada nueva fundación. Lo primero era buscar un patrocinador que solucionase las necesidades materiales -casa y renta-. Este punto no debería resultar especialmente difícil puesto que en México abundaban personas con fortunas recientes deseosas de obtener el reconocimiento social que conllevaba el patronazgo. Lo complicado era que lo pudieran hacer con religiosas mexicanas. Para obtener el permiso de fundación, era necesario que carmelitas profesas se ocupasen de la instrucción de las novicias y de la organización del nuevo establecimiento, de acuerdo con la norma común. Por ello, se buscaban monjas en España que quisiesen embarcarse en la aventura americana, lo que tampoco era fácil. En esta empresa se hallaban empeñados Juan Luis de Rivera y su esposa, Juana de Abendaño, que llevaban varios años solicitando a España religiosas carmelitas para fundar, ya que tenían “casas compradas y rentas situadas, pero siempre se lo dificultaban […] y que si no se las enviasen se determinaría luego a enviar por breve para fundarlo con religiosas de esta ciudad”.31 El hermano de Inés de la Cruz, conocedor de esta situación, las puso en contacto con este matrimonio para que pudieran aunar intereses. La sintonía fue inmediata, pero debían esperar a que llegara la confirmación desde España de que no había nacionales dispuestas a iniciar la fundación para obtener la autorización de la orden.
Tras ocho años de larga espera sin que llegase la tan ansiada respuesta, y en vista de la avanzada edad del matrimonio Rivera, Inés de la Cruz y sus compañeras pidieron al carmelita fray Pedro de San Hilarión que hiciera las gestiones oportunas para que las señalara en su testamento como “capellanas y fundadoras”, de tal manera que sus herederos tuviesen que cumplir con el legado. Una vez que hubieron fallecido, se supo que el matrimonio había nombrado como albacea al arzobispo García de Mendoza, lo que complicó sobremanera el proceso. Por una parte, éste denegó el permiso para que Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación realizasen el noviciado en el recién fundado convento carmelitano de Puebla. Por otra, ni él ni sus sucesores dieron a conocer el testamento, probablemente con objeto de retrasar una fundación que contaba con numerosos detractores, entre ellos la propia orden.32 El provincial carmelitano había manifestado que “mientras él fuese prelado, no consentiría, fundasen convento de religión […] criollas regalonas y chocolateras, que trairíamos tres o quatro criadas cada una que nos sirviesen”, haciendo alusión a su condición de concepcionistas y las condiciones de vida del Jesús María. En los mismos términos se manifestaban las carmelitas de Puebla “pues no era cosa decente que, habiendo [sic] monjas carmelitas, quisiesen fundar las de la concepción de diferente ábito y regla, que era contra su honor de ellas y mucha presumpción [sic] y poca humildad”.33
Tras años de espera, la llegada del nuevo virrey, Diego Fernández de Córdoba (1612), el nombramiento del arzobispo Juan Pérez de la Serna (1613) y la beatificación de Teresa de Jesús (1614) permitieron desbloquear la situación. La marquesa de Guadalcázar, esposa del virrey, con ayuda del doctor Quesada, fabriquero de la iglesia mayor, y de varios jesuitas, todos ellos devotos de la recién beatificada Teresa, presionaron al nuevo arzobispo para que ejecutase el testamento y se pudiera dar inicio a la fundación. Sin embargo, en el testamento no había nombramiento alguno de fundadoras y los bienes reservados para este fin habían sido vendidos por el hijo y heredero, Juan Luis de Rivera. Ante esta situación se interpuso pleito ante la Audiencia que falló en favor de las monjas, reconociendo la propiedad de las casas y un legado de 4 000 pesos para la sacristía. El arzobispo y el doctor Quesada también consiguieron que se las incluyera en el testamento como fundadoras, tal y como era voluntad del matrimonio Rivera. Sin embargo, la fundación necesitaba como mínimo los 20 000 pesos que marcaba la ley, y que debidamente invertidos garantizarían la supervivencia de las religiosas. Inés de la Cruz recurrió a su hermano, Juan de Castillet, quien le hizo un regalo envenenado: un censo consignativo de 16 000 pesos de principal, “que no se ha cobrado hasta hoy un solo real, ni hay esperanza de cobrarle”.34 A pesar de ello, la cesión de este capital sirvió para obtener el permiso del virrey al poderlo incluir en la relación de bienes que certificaba la renta exigida por ley.35
La penuria económica a la que se vieron abocadas por el impago de esta renta quedó en evidencia ante la incapacidad de hacer frente al gasto de acondicionamiento de las casas. Sin embargo, gracias a la generosidad de sus benefactores, la construcción del convento pudo hacerse realidad. El doctor Quesada aportó los obreros y oficiales para derribar paredes y “hacer la iglesia y lo demás”; el oidor Longoria donó toda la madera necesaria para acondicionar la casa como convento, y la marquesa de Guadalcázar los muebles y los hábitos. El milagro se había obrado: en pocos meses “acabaron iglesia y sacristía, confesionarios, los coros alto y baxo, locutorio, puerta y tres o quatro celdas […] No había quando nosotras venimos, más que sitio y paredes viejas”.36 Esta rapidez sólo fue posible gracias al uso intensivo de mano de obra procedente del repartimiento de indios, del trabajo esclavo y de limosnas por menudo que permitieron pagar los salarios de los oficiales españoles o abastecerse de materias primas.37
A partir de aquí, todos los actores del relato actuaron como solía hacerlo Teresa de Jesús en sus fundaciones, con rapidez y en el más absoluto de los secretos. El arzobispo disfrazado de sirviente se fue al convento “a las cinco de la mañana, […] con dos o tres criados llevando una campanilla, que gustaba mucho del orden y gracia con que Nuestra Santa Madre tomaba posesión en los conventos que fundaba; y estando secretamente en la pieza se bistió para decir misa […]”.38 La razón de este proceder no era otro que la falta de monjas carmelitas que se hiciesen cargo de la fundación. Así que, una vez consagrado el oratorio, no quedaría más remedio que buscar una solución satisfactoria. Roma emitió un breve por el que autorizaba que llevaran a cabo su noviciado bajo supervisión del arzobispo, del provincial del Carmen y de la propia virreina que, al haber estado viviendo durante un tiempo en un convento de la orden “entraba cada tercer día a hacer oficio de priora, visitándonos la ropa, tocado, gergones y la disposición de las camas”.39
Durante el primer año, sin rentas ni dotes que invertir, las monjas se mantuvieron gracias a las donaciones de “tenderos y oficiales que se obligaron a dar todo lo necesario de semillas, pescado y otros géneros para el sustento de las monjas, unos por seis, cuatro y dos años y algunos para toda su vida”.40 Con la profesión solemne de las novicias y el nombramiento de Inés de la Cruz como primera priora, San José de la ciudad de México se convirtió en una realidad.
La gestión económica de los conventos
Tanto en Sevilla como en México, la ausencia inicial de rentas condicionó el desarrollo preliminar de ambos conventos. Como en todos los claustros postridentinos, las dotes constituyeron su principal bien de inversión, y éstas dependían de la capacidad de atracción de novicias y de las posibilidades económicas de sus familias. Mientras llegaban las dotes, la captación de limosnas y donaciones fueron determinantes.
Limosnas, novicias y dotes
Según el ideario de la descalcez, las limosnas debían constituir el grueso del ingreso de un convento para garantizar una vida evangélica plena. Sin embargo, este principio no podemos tomarlo en su literalidad, ya que era económicamente inviable, tal y como lo muestran las cuentas sevillanas.
Teresa de Jesús organizó personalmente la administración económica de sus conventos, dividiendo el gasto ordinario en tres partidas (alimentación, vestido y casa). Éstas debían ser cubiertas con las limosnas entregadas libremente en el torno, ya que estaba prohibido hacer una petición activa, aunque se hiciera sin romper la clausura.41 En el caso sevillano, pronto se puso de manifiesto la incapacidad de las limosnas para cubrir los gastos, por lo que la propia Teresa autorizó el trabajo manual para completarlas, aunque ello implicara una desviación de la vida contemplativa. La venta de trabajos de costura y bordado sólo consiguió incrementar en un 5% los ingresos, cada vez más afectados por la inflación y la depreciación de la moneda.42 No se trataba sólo de una disminución del poder de compra del dinero obtenido, sino de una reducción progresiva de las dona ciones que se empezó a manifestar en el quinquenio de 1605-1609 y se hizo imparable en la década siguiente, cuando la presión fiscal, la sucesión de malas cosechas y el encarecimiento de productos básicos deterioró el nivel de vida y la renta de los sevillanos.43
En conjunto, entre 1590 y 1619, el convento hispalense no fue capaz de generar los ingresos suficientes para cubrir los gastos, acumulando un déficit de 20.8%. Esta incapacidad de los conventos de limosna para hacer frente a las necesidades básicas ya se había puesto de manifiesto en varios lugares desde la década de 1580 -como Valladolid o Medina del Campo-. Se buscó la inversión de las dotes en activos que proporcionaran una renta garantizada, a salvo de los embates de la inflación y de la injerencia que suponía un patronazgo particular. Como resultado, el peso porcentual de las limosnas y las labores en el conjunto de los ingresos se redujo hasta 10 o 20% del total (véase la tabla 1).
Tabla 1 Limosnas, ingresos y gastos en los conventos de carmelitas descalzas, 1590-1634
Sevilla* | Ciudad de México | ||
1590-1619 | 1620-1634 | 1620-1634 | |
Limosnas sobre los ingresos | 64.0% | 15.8% | 19.5% |
Limosnas sobre el gasto | 50.7% | 17.4% | 33.7% |
Ingresos/gastos (superávit o déficit) | -20.8% | 10.6% | 70.7% |
Fuente: elaboración propia. AGN, RPI, México, vol. 97, exp. 1 y AMCD, Sevilla, Libros de cuentas 313/106; 238/33. * En Sevilla las limosnas incluyen los ingresos por labores de costura.
Por tanto, en esta nueva estrategia económica, el ingreso de novicias con sus dotes era una pieza fundamental para garantizar la continuidad del convento, aunque no a cualquier precio. Teresa de Jesús dejó bien claro que se debía evaluar la cualidad moral de la aspirante por encima de cualquier otra consideración, contemplando la posibilidad de que se admitieran novicias incluso sin dote. Advertía también sobre la tentación de admitir un número elevado de monjas para compensar las dotes no recibidas ya que era “peligroso cargar sobrado de monjas en los conventos”.44 El número máximo establecido quedó fijado en 21, cifra que ambas instituciones respetaron a lo largo de su historia.45
Los libros de profesiones de los conventos de Sevilla y de la ciudad de México ponen de manifiesto que ninguno de los dos estuvo sobrado de vocaciones, e incluso registraron varios años en los que no profesó ninguna monja.46 La contabilidad de ingresos por alimentos, ajuar y dotes revela que en ambos hubo un elevado número de postulantes que no llegaron a emitir sus votos por fallecimiento o, más frecuentemente, por abandono ante la incapacidad de las familias para hacer frente a los gastos derivados del noviciado. A finales del siglo XVI, las sevillanas desembolsaban 112 ducados en cuatro plazos por los alimentos durante el periodo de formación y entre 200 y 300 en el momento de la profesión solemne, además de la ropa que componía su ajuar. En 1620, el coste de los alimentos se había multiplicado por 2.8 y el de las dotes por cuatro, hasta los 1 100 o 1 300 ducados. Este incremento se explica por la relación existente entre el coste anual de manutención de una monja y el tipo de interés de los censos consignativos, elementos que se utilizaban para calcular el importe de la dote.47 La fuerte inflación provocada con la llegada de la plata americana y la reducción de los tipos de interés oficiales en 1608 de 7 a 5% obligaron a elevar su cuantía para poder hacer frente a los gastos alimenticios y de mantenimiento del convento. A partir de 1620, también se empezó a pedir al menos un tercio de su importe en moneda de plata, para compensar la pérdida de valor del vellón y obtener un beneficio extra al efectuar el cambio de moneda.48
El elevado coste económico del año de noviciado y de la dote tuvo que suponer un freno para las hijas de hidalgos, comerciantes o funcionarios, cuyas posibilidades de tomar estado eran inversamente proporcionales a la inflación, la contracción del comercio o la devaluación de los títulos de deuda. Aunque durante los primeros años se registraron ingresos a cargo de mandas testamentarias y obras pías, la mayoría desembolsó el importe de la dote en efectivo (71.4%) y sólo algunas familias realizaron la cesión de algún inmueble o de censos consignativos ya establecidos.49
En la ciudad de México, el importe de la dote se situaba entre los 3 000 y 4 000 pesos, muy por encima de lo exigido en España y lejos del alcance de cualquier fortuna, por lo que el convento se pobló con las hijas de las familias más distinguidas del virreinato, tanto criollas como españolas.50 La forma de pago también difirió de la sevillana ya que en México se prefirieron los reconocimientos de censo y las obligaciones (70%) al pago en metálico.51 Se debe tener en cuenta que, en Nueva España, no siempre se disponía de dinero en efectivo suficiente debido a que la mayor parte de la producción de oro y plata tenía como destino la Península.52
Los reconocimientos de censo no implicaban la transferencia de dinero, por lo que se revelaron como una herramienta idónea para negociar las dotes: el valor de la misma (principal) quedaba garantizado por una propiedad -trapiches, fincas y propiedades urbanas- sobre la que se calculaba 5% de interés anual (renta) que se pagaba durante la vida de la monja o hasta que la familia pudiera satisfacer su importe completo o cediera al convento el inmueble que lo había avalado. Sin embargo, sobre todo en los primeros años, las monjas necesitaban liquidez. Por ello, alentaron en lo posible el pago en metálico mediante una reducción significativa en su cuantía o suscribiendo una “obligación de pago”.53 Ésta implicaba el desembolso de unas cuotas anuales, más el interés oficial de 5%, durante un periodo corto de tiempo (no más de nueve años) hasta completar el importe total. Las obligaciones respondían a una lógica económica más dinámica que los censos, herramientas eminentemente rentistas. Ambos garantizaban la renta anual, pero en la obligación las posibilidades de reinversión se multiplicaban ya que el capital sólo quedaba inmovilizado durante un breve espacio de tiempo. Ambas herramientas fueron utilizadas por el convento mexicano de manera indistinta, incluso en una misma operación: el contrato inicial podía ser de reconocimiento de censo, y cuando la familia disponía de liquidez, negociarse la obligación hasta completar la deuda pendiente.
Diferentes modelos de gestión: mercantilización vs. renta
Recordemos que la fundación sevillana fue posible gracias a un reconocimiento de censo que firmó el hermano de Teresa de Jesús para poder adquirir el inmueble. Sin embargo, no permitía habilitar un espacio como capilla. Por ello, y a pesar de la precariedad económica en la que vivían, compraron un solar contiguo en 1603, obligándose con otro censo de 3 600 ducados de principal, a los que había que sumar el importe de las escrituras y la alcabala de la compra-venta. El pago de los intereses y los gastos derivados de la obra superaron durante varios años los aportes de las rentas, generando, como se ha visto, un déficit de 20.8%. Durante este periodo, las monjas sólo pudieron sobrevivir gracias a donaciones particulares que, en palabras de Magdalena de Jesús, fueron “auténticos instrumentos de la Providencia”.54 Entre éstas, cabe destacar la renta mensual que estableció el arzobispo de Sevilla de 3 ducados y 3 fanegas de trigo destinadas a la venta, o para consumo propio en momentos de especial necesidad.
A medida que el convento se consolidaba en el entramado social y espiritual de la ciudad, fueron llegando nuevas vocaciones con sus dotes y la administración de capellanías, obras pías o testamentarías, que incluían algún inmueble, censos ya instituidos y derechos de cobro de rentas de la Corona. A pesar de esto, el balance económico no mejoró sustancialmente, ya que en los conventos españoles empezaba a ser frecuente que los poseedores de juros depreciados55 o de censos de difícil cobranza los utilizaran en su valor nominal para pagar dotes o asignar una renta para un capellán o una obra pía. Esta operación era sumamente ventajosa para los oferentes, ya que la institución religiosa los aceptaba por el valor de su principal, que era el que cubría el importe de la dote. Sin embargo, en la práctica, la renta anual que generaban estaba depreciada o era muy difícil de cobrar, comprometiendo seriamente las fundaciones a las que se les asociaba.
Durante estos años, el mantenimiento del culto fue especialmente oneroso, llegando a alcanzar 70% del gasto de la década de 1595-1604 y en torno a 44% entre 1605 y 1634.56 Sin embargo, no era una partida superflua. En una sociedad como la barroca, tan dada a la representación simbólica y la opulencia, los ornamentos debían reflejar toda la magnificencia, no sólo de la propia iglesia sino por extensión de la orden carmelitana, por más que se tratara de un convento de pobreza. Imágenes revestidas con lujosas telas, dalmáticas y casullas bordadas en hilos de oro y plata; cálices, candelabros, patenas y demás elementos de culto en plata o plata dorada; cuadros, imaginería, altares y retablos al gusto barroco fueron formando el ajuar del convento entre 1600 y 1620, a costa de incrementar el endeudamiento. La llegada de la madre Juana de la Santísima Trinidad en 1619 cambiaría por completo la suerte del convento y la fisionomía de su iglesia, que fue abastecida con relicarios e imágenes de gran valor artístico y religioso.
Juana de Mendoza, Duquesa de Osuna, ingresó en San José a los pocos días de enviudar del Duque de Béjar y tomó profesión solemne en 1624 bajo el nombre de Juana de la Santísima Trinidad. Entre la aristocracia era bastante frecuente que una viuda acabase tomando los hábitos en alguna institución vinculada a la familia, pero lo que no era normal era la decisión de hacerlo en un convento de pobreza, ya que esto implicaba la pérdida del control familiar sobre los bienes adscritos a su dote. Las negociaciones respecto al reparto de su herencia fueron largas y prolijas. Finalmente la duquesa acabó por renunciar a todos sus derechos a cambio de un capital de 55 000 ducados y una pensión vitalicia de 5 000 ducados, de los que podía disponer libremente.57 Para administrar este capital, confió en un primer momento en jesuitas sevillanos, pero con el paso de los años fue delegando la administración de su fortuna a seglares vinculados de una manera u otra con el convento de San José. De esta manera, estableció una red informal de conocidos y clérigos que reforzó por medio de donaciones específicas, regalos y favores que le permitían mantener su posición e influencia desde la clausura. Así cumplió con el deseo de su marido de fundar un convento de mercedarias en Cartaya (Huelva); pagó las deudas de las dominicas de Gibraleón (Huelva); estableció capellanías y obras pías distribuidas por todos los estados del Duque, garantizando el mantenimiento de lealtades señoriales derivadas de su posición en el mundo seglar. Para el convento de carmelitas descalzas de Sevilla, su casa, estableció una renta anual de 2 000 ducados mientras ella viviese, aunque acabó convirtiéndose en una renta perpetua. En su testamento estipulaba que, si llegara a morir en el plazo de 3 años -momento en el que sólo se habrían repartido 6 000 ducados-, se les debía compensar con otros 4 000 ducados. Las cuentas muestran que ordenó otras donaciones de menor cuantía vinculadas al mantenimiento del culto, como el aceite de la lámpara del Santísimo Sacramento, y a sufragar memorias de misas y aniversarios por su alma.
La inyección monetaria de la renta de Juana de la Santísima Trinidad cambió por completo la estructura económica del convento sevillano (véase la tabla 2). Se liquidaron las deudas pendientes, se impusieron capitales a censo -especialmente en establecimientos religiosos, cofradías y hermandades vinculados de una u otra manera con la duquesa-, se deshicieron de juros y rentas depreciadas y, sobre todo, adquirieron varias fincas urbanas destinadas al alquiler. Todo ello permitió que los ingresos se duplicaran en una década desde su llegada.
Tabla 2 Estructura de las rentas de los conventos de carmelitas descalzas de Sevilla y la ciudad de México
Sevilla | México | ||
Rentas | 1590-1619 | 1620-1634 | 1620-1634 |
Réditos censos/obligaciones | 7.5% | 17.0% | 32.8% |
Rentas de la Corona | 1.9% | 1.0% | — |
Bienes inmuebles | 2.7% | 8.3% | 6.1% |
Limosnas | 64.0% | 15.8% | 19.5% |
Testamentarias/donaciones | 13.6% | 47.6% | 23.5% |
Capellanías/capillas/ misas/sepulturas | 1.2% | 2.7% | 15.0% |
Noviciado | 7.4% | 3.5% | 2.1% |
Otros | 1.7% | 4.1% | 0.8% |
Fuente: elaboración propia. AGN, RPI, México, vol. 97, exp. 1 y AMCD, Sevilla, Libros de cuentas 313/106; 238/333.
A pesar de la espectacular remontada del convento hispalense, éste quedó lejos de obtener un balance tan positivo como el de sus homólogas de la ciudad de México, quienes alcanzaron un superávit de 70% entre 1620 y 1634 (véase la tabla 1). ¿Cuál fue entonces el secreto de las mexicanas?
En realidad, la dinámica económica de Santa Teresa la Antigua no difirió sustancialmente de la de cualquier otro convento mendicante. Tuvieron la suerte de recibir donaciones en su etapa fundacional, que les permitieron construir el convento y cubrir los gastos ordinarios hasta la llegada de nuevas novicias sin tener que endeudarse. Posteriormente, las monjas invirtieron el importe de las dotes, y aceptaron como pago de éstas algo tan habitual en todos los conventos como eran los censos consignativos y las obligaciones de pago. En el periodo comprendido entre 1620 y 1634, se impusieron capitales por valor de 74 990 pesos que deberían haber generado anualmente en intereses 4 203.5 pesos, lo que supone una rentabilidad de 5.3% anual.58 Sin embargo, sólo se cobraron 2 704 pesos, así que, con los retrasos e impagos, la rentabilidad real quedó reducida a 3.6%. Con este desajuste en las rentas, es difícil de entender cómo lograron un balance positivo, máxime cuando durante este periodo tuvieron que hacer frente a un incremento de los gastos por la construcción de la iglesia.
Probablemente fue determinante la decisión de mercantilizar el espacio sagrado, antes de concluir las obras de la iglesia, vendiendo las capillas laterales a particulares para que fundaran capellanías. Esta operación les permitió externalizar parte de la construcción que corría a cargo de los nuevos propietarios, quienes se encargaban de equiparlas con todo lo necesario para el culto. Pero, además, les cobraban una cuota anual por el uso del templo por valor del 10% de la renta con la que se había dotado a los capellanes que las servían.59 Este llamémosle “diezmo de capellanes” no tuvo gran peso en la estructura del ingreso (apenas 1%), pero es un elemento totalmente original puesto que, hasta la fecha, no se ha constatado que en los conventos españoles se cobrara este tipo de gravamen y desconocemos si era habitual entre los conventos novohispanos. Las capellanías tenían otro valor añadido y es que daban prestigio a las instituciones que las acogían y ejercían un importante efecto de llamada para que otras personas realizasen donaciones en forma de dinero, bienes muebles e inmuebles, que sí permitieron acrecentar la renta anual del convento sin necesidad de comprometerse en un patronazgo particular, como sí sucedió en España. La venta de capillas no fue la única mercantilización del espacio sagrado. Las monjas también rentabilizaron el interior del templo por medio de la venta y alquiler de sepulturas cuyos precios oscilaban entre los 12 pesos de una tumba infantil y los 300 pesos de una familiar.
En la gestión económica de Santa Teresa la Antigua, llama la atención la manera en la que integraron la donación de un esclavo por manda testamentaria.60 Las monjas no podían venderlo porque, automáticamente, hubiera adquirido su libertad. Así que decidieron costear su formación como oficial ensamblador, un oficio especializado que requería mucha precisión y estaba muy bien retribuido. Los 300 pesos invertidos fueron amortizados rápidamente desde el momento en que comenzó a prestar sus servicios a particulares y debió ser rentable para el convento ya que, pocos años más tarde, compraron otro mulato por valor de 200 pesos. Como se ve, las monjas no tuvieron ningún problema en integrar la esclavitud en su modelo económico por más que en la iglesia se alzaran voces contra esta práctica.
Conclusiones
La religiosidad barroca y la monarquía confesional alentaron la expansión de las órdenes mendicantes a ambos lados del Atlán ti co. Los procesos fundacionales respondieron al anhelo de renovación espiritual basados en los principios de la pobreza evangélica, el sacrificio y la oración como vía de purificación interior. Sin embargo, para todos ellos las necesidades terrenales fueron las que marcaron el devenir de los primeros años. El medio urbano era idóneo para acoger estas instituciones debido a la necesidad de población y capitales que permitieran sustentar una vida de pobreza basada en las limosnas. La abundancia de este tipo de conventos acabó lastrando la supervivencia de aquellos que ofrecían pocos beneficios sociales para las familias de las aspirantes. Sólo las relaciones personales y clientelares generadas en torno a ellos permitieron canalizar los permisos y recursos necesarios para llevar adelante la fundación.
La historia de los dos conventos analizados avala la capacidad de adaptación de estas instituciones con el fin de garantizar su continuidad. Evidentemente, la estructura del ingreso y el gasto era muy similar para ambos, ya que compartían las directrices emanadas de la propia orden y se desenvolvían en el mismo marco jurídico e institucional que afectaba a los territorios de la corona de Castilla. Sin embargo, cada uno supo adaptarse a las diferentes coyunturas económicas. En España, la monetización de la economía, la fuerte inflación y la devaluación de la moneda comprometieron desde el inicio el ideario carmelitano de vivir de limosna, generando un fuerte endeudamiento. La inversión de las dotes y mandas testamentarias en activos que generaran una renta segura y garantizada tampoco proporcionó un desahogo, debido a la reducción del tipo de interés y la depreciación que sufrieron estos títulos en la primera mitad del siglo XVII. En este contexto, había que ser hábil renegociando las deudas y las dotes para evitar que las alteraciones monetarias y los impagos afectasen al flujo de entrada de novicias y arrastrasen al convento a la bancarrota. Muchos conventos sólo encontraron remedio a la precariedad económica aceptando el patronazgo de un particular para poder sanear su economía.61 Por el contrario, en América, la escasez de numerario y los fuertes requerimientos de capital de las familias de las aspirantes condicionaron la negociación y el pago de las dotes, aceptando transferencias de censo (sin dinero) y obligaciones de pago a corto plazo. La diversificación en la estructura del ingreso por medio de la mercantilización del espacio sagrado permitió superar la pérdida de rentabilidad de los títulos de deuda y alcanzar un balance positivo.
En definitiva, se puede afirmar que los conventos “sin renta” tuvieron que desarrollar una gran capacidad de adaptación al medio para garantizar su supervivencia. Si bien la estructura económica de todos ellos se basaba en la inversión de las dotes para obtener una renta segura, cada uno buscó alternativas factibles para hacer frente a la depreciación de los títulos de deuda (pública y privada) a lo largo del siglo XVII. En España, la opción más generalizada fue la de aceptar un patrocinio particular a la vez que se iban canalizando las inversiones hacia la propiedad inmobiliaria. En el virreinato, al menos en el caso analizado, la escasez de numerario favoreció la transferencia de materias primas, alimentos y fuerza de trabajo forzoso y esclavo, lo que permitió minimizar el coste inicial sin recurrir al endeudamiento. Con esta ventaja inicial, supieron rentabilizar la necesidad de la sociedad mexicana de acrecentar su capital social y diversificar sus ingresos mediante la mercantilización del espacio sagrado