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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.68 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2018

https://doi.org/10.24201/hm.v68i2.3591 

Reseñas

Rosalba Piazza, La conciencia oscura de los naturales. Procesos de idolatría en la diócesis de Oaxaca (Nueva España), siglos XVI-XVIII

Antonio García Espada1 

1 Universidad de las Ciencias y Artes de Chiapas

Piazza, Rosalba. La conciencia oscura de los naturales. Procesos de idolatría en la diócesis de Oaxaca (Nueva España), siglos XVI-XVIII. México: El Colegio de México, 2016. 302p. ISBN: 978-607-462919-4.


Rosalba Piazza nos regala en este estupendo libro un fino estudio sobre un profundo y duradero conflicto social. Se ubica para ello en un contexto particularmente complejo: una serie de pueblos de la Oaxaca bajo la dominación castellana de los siglos XVI a XVIII. Dicho contexto se caracteriza por una convivencia ciertamente compleja. A la población autóctona se añadieron rápidamente elementos demográficos procedentes tanto de Europa como de África. Los blancos por su parte contaban con derechos y prerrogativas (ciertamente feudales) derivados de la conquista militar de las primeras décadas del siglo XVI. Sin embargo, tales derechos no sólo eran contestados por la población nativa, sino también por una política imperial diseñada en tierras lejanas, en respuesta tanto a las necesidades financieras de la corona como a sus negociaciones con el protestantismo alemán, e incluso a la balanza de pagos con la China Ming, y que a menudo era abiertamente contraria a los intereses específicos del poder temporal y espiritual representado por los españoles en América.

Para profundizar aún más en la complejidad del panorama estudiado, Piazza se sitúa en el más polémico de los escenarios generados por este nuevo imperio: el de la religión. La novedad de dicho imperio no estaba en la conquista de un verdadero Nuevo Mundo, sino más bien en su naturaleza política, ciertamente atípica si la miramos desde una perspectiva medieval. Se trata, junto con el coetáneo imperio portugués, de los primeros imperios desprovistos de continuidad territorial (algo que la historiografía clásica, de manera un tanto apresurada, solucionó denominándolos imperios coloniales), en los que se da una complementariedad discursiva inédita entre la dimensión comercial y la confesional. Se trataba de generar riqueza aquí en la tierra para conquistar el Reino de los Cielos, es decir, recuperar la Tierra Santa en torno a Jerusalén, erradicar el Islam y cristianizar a la humanidad entera. De ahí que los historiadores, un tanto a la ligera también, hayan identificado un supuesto doble propósito en la conquista española del Nuevo Mundo: una conquista material, por una parte, y, por otra, una espiritual.

Por lo tanto, el armazón del discurso histórico levantado por la autora está constituido por “enfoques globales y actuaciones locales” (p. 11). Dicha opción metodológica, propia de la nueva historia global, no presupone la supeditación de los procesos históricos identificados a nivel local a dinámicas impuestas desde lejanos centros de poder. Por el contrario, la autora se sirve de esta perspectiva para crear nuevas reservas de sentido desde las que plantear nuevas interrogantes y someter las fuentes disponibles a nuevas preguntas. Esto hace que la categoría de análisis matriz de este estudio, la religión, funcione en este libro de una manera un tanto diferente a como estamos acostumbrados.

Siguiendo las estelas abiertas en este arriesgado campo de estudio por autores como Michel de Certeau y Clifford Geertz (podríamos incluir también lo más reciente de Peter Sloterdijk), Piazza libera el concepto de religión del eurocentrismo y modernocentrismo que de manera masiva todavía domina su caracterización. Lo define como una “bestia proteiforme” (p. 24) que cambia constantemente en función de su aplicabilidad a los distintos contextos y que por tanto “pone en escena los elementos de continuidad y ruptura característicos de la búsqueda de los caminos hacia lo sagrado” (p. 26). Religión designa tanto una perspectiva individual como colectiva, apela a la vez a la conciencia y a la conveniencia, y se hace a veces completamente indistinguible de la ciencia (sobre todo en lo referente a la astronomía y la medicina) o de la ley (las nociones de pecado, crimen, traición, ofensa o prueba judicial en la forma de ordalía o de juramento, etcétera).

Esta sustancial ampliación semántica del concepto de religión es fundamental en la investigación de Piazza. La caracterización de la religión como ante todo un “entramado de relaciones” (p. 26) convierte esta categoría de análisis en una perspectiva privilegiada para observar la complejidad social en que se desenvuelve la dominación castellana sobre la población natural. Por una parte, esta ampliada acepción del termino religión es el punto de contacto entre los supuestos dos propósitos del Imperio hispánico, material y espiritual, que en la obra de Piazza dejan de ser dos para convertirse en una cuestión de equilibrios cambiantes que unas veces hacen de impulso y otras de freno a la creación de las sinergias globales imprescindibles para la consolidación de un imperio de la magnitud del hispánico. Pero, por otra parte, la religión como “entramado de relaciones” es la llave maestra de la autora para abordar el meollo de la cuestión social en los casos de estudio propuestos, estableciendo con meridiana claridad la dificultad de establecer claras líneas divisorias o de identificar alianzas que, a menudo, se renuevan rápidamente y generan círculos de intereses de acuerdo a lógicas cambiantes, a veces, según criterios muy dispares y poco o nada previsibles. Desde esta plataforma analítica, hábilmente construida por la autora, se muestran con un cuidado extraordinario “las especificidades de las relaciones entre los naturales y el poder español, más allá de la genérica adscripción a las categorías propias de las relaciones asimétricas que caracterizan una situación de dominio” (p. 11).

La obra que nos ocupa es por una parte una poderosa caracterización del poder (que en algunos aspectos pudiera parecer gramsciana) llena de matices que la alejan definitivamente de las nociones simplistas y los atajos mentales típicos de los esencialismos binarios y partidistas. Esto permite a la autora realizar apreciaciones aún más elaboradas y sensibles respecto al vasto cosmos popular de los sometidos, y sacar adelante una sutil crítica a las nociones todavía predominantes de “religión autóctona” o “religión de los vencidos” de Pierre Bourdieu. No se trata sólo de superar la espuria pretensión de dar voz a los “sin voz”, sino sobre todo de dar cuenta de la continua y densa circulación de prácticas y símbolos entre las voluntades populares y los discursos oficiales del poder. Sin esta referencia es imposible entender la meritoria expresión cultural que en tierras americanas se caracteriza y distingue por ser matriz y laboratorio de una hibridación y un mestizaje únicos en el mundo por su amplitud y profundidad.

Y ¿cómo consigue la autora sacar adelante tan ambiciosa agenda de estudio? Pues bien, lo hace regresando a la esencia del oficio del historiador y su compromiso primero con el archivo. El ejercicio crítico llevado a cabo por Rosalba Piazza tiene el mérito extra de estar hecho desde una lectura acuciosa del documento, leyendo entre líneas y a contrapelo, pero evitando forzarlo en lo más mínimo. La cantidad de documentos utilizados por la autora es impresionante y se atreve con todo, tanto con registros inéditos como con fuentes muy conocidas y ampliamente citadas. La exploración incluye varios casos, como el de los procesos de Yanhuitlán de 1544 a 1547, que constituyen “el último ejemplo de la intervención de la Inquisición apostólica frente a la idolatría indígena” (p. 109). Sin embargo, el centro de gravedad de la obra gira en torno al rico expediente comenzado en 1700 en San Francisco Cajonos de la Villa Alta de Oaxaca. La secuencia iniciada con la delación instigada por caciques rivales, seguida por la airada reacción popular, la brutal represión por parte de la autoridad y la pragmática rectificación impuesta desde cotas más elevadas del poder, es continuada por la autora hasta llegar al siglo XIX y la versión apologética construida por el obispo de Oaxaca, que culminaría con la beatificación de los mártires delatores en 2002 por el papa romano. Esta libertad de la autora para moverse temporalmente, haciendo catas selectivas a lo largo de más de cinco siglos, logra confrontar exitosamente hechos históricos y filtros interpretativos que le permiten deshacer bloqueos y abrir nuevos frentes de investigación.

Si bien nada en la obra de Piazza sugiere la necesidad de catalogación, cabría situar su propuesta metodológica en el ancho marco de la escuela italiana de la microhistoria, también referida como microhistoria global. Se trata de una perspectiva predominantemente local, pero no porque sus hallazgos se circunscriban a un ámbito reducido y política o culturalmente acotado, sino, más bien, porque la mayor parte de su energía está orientada hacia una dimensión de lo observable, fuertemente incardinada en la realidad tangible de unos actores sociales bien definidos. Es a partir de esta autocontenida perspectiva del drama humano concreto y singular que la autora propone elucidar importantes conexiones culturales e, incluso, transformaciones globales. La microhistoria de Piazza es específica, concreta, rica en detalles y atenta tanto a las grandes dinámicas políticas como a la más mundana cotidianidad de gestos en apariencia insignificantes y anecdóticos. Se trata de una perspectiva propia, en buena medida ajena a la verticalidad totalizante que constituye una las prerrogativas clásicas del historiador. En su lugar la autora opta por un ángulo más horizontal, contrario a la linealidad del tiempo y favorable a la inclusión de matices y contradicciones.

Esta rica textura dada a la realidad por la reconstrucción historiográfica entra necesariamente en conflicto con las generalizaciones, los grandes modelos explicativos y las doctrinas departamentarias que distinguen nítidamente entre, por ejemplo, lo medieval y lo moderno, lo económico y lo cultural, la antropología y la historia, entre otras. La horizontalidad metodológica elegida por Rosalba es más eficaz para reconstruir la unidad (a veces incoherente) de las diferentes facetas de un sujeto dado que para realizar afirmaciones tajantes sobre las causas o efectos de las supuestas fuerzas ocultas que rigen el destino de la humanidad. En un alarde de honestidad científica, la autora se muestra en extremo cautelosa respecto a las grandes construcciones teóricas y muy precavida ante la deriva especulativa de la historiografía. Esto puede llevar a algunos lectores a creer ver en este trabajo un mero ejercicio de revisionismo o contrahistoria. Una lectura en este sentido, en cambio, no permitiría apreciar la importancia esencial de la crítica para el avance de disciplinas como, precisamente, la historia conceptual e incluso la filosofía de la historia. En el libro de Piazza esta alerta antiespeculativa funciona de hecho como reconocimiento de la imposibilidad última de situar el ejercicio historiográfico mas allá de un paradigma dado. De ahí la necesidad de aumentar su refinamiento, la calidad de sus términos y de su capacidad denotativa. Además, con su firme apuesta por situarnos del lado más empírico posible del ejercicio historiográfico, la autora no hace otra cosa que devolver a nuestra disciplina uno de sus principales atributos científicos, esto es, su carácter evolutivo y concatenado, su condición de piedra angular, estímulo y precursor de nuevas y mejores investigaciones.

Esto queda claro en la obra de Piazza con la elección del concepto de idolatría como auténtica espina dorsal de sus pesquisas. Una categoría que no es externa a los documentos estudiados, pero que a lo largo del tiempo y el espacio experimenta profundos cambios semánticos. El concepto surge como seña de la oposición al pasado imperial romano y, al menos al principio, se caracteriza por el rechazo a la representación física de la divinidad (p. 17). La mayor definición conseguida a este respecto por el islam y la condición periférica y subalterna del cristianismo latino a lo largo del medievo hizo del termino idolatría una categoría amplia, difusa e imputable tanto a los paganos del norte como a los budistas, encontrados por primera vez en el siglo xiii, e incluso, en el colmo de la incongruencia, a los iconoclastas sarracenos. Con la ruptura protestante, la propia tradición católica recibió, en forma aún más violenta, la misma acusación y a partir de aquí comienza su zigzagueante andadura en el contexto americano.

En los diferentes casos de estudio escogidos por la autora se deja ver una fuerte tensión en la lenta conformación del término idolatría en la Nueva España que, por ejemplo, hizo factible su aplicabilidad tanto a contextos jurídicos específicos como a meras catalogaciones etnográficas. Si bien en un principio pudo designar el culto a la falsa divinidad o la trampa hermenéutica tramada por el propio diablo, sirvió también a la autoridad imperial para reconocer el derecho positivo sobre el que se fundaba el dominio político de los naturales (p. 20). Idolatría en los casos estudiados por Piazza denota ámbitos de la máxima abstracción (como la naturaleza de lo divino y su encarnación, la multiplicación del uno y la correcta orientación de la energía devocional) y, a la vez, objetos de la mayor concreción (como los objetos usados en las ceremonias, las vestimentas, los instrumentos musicales o determinados ingredientes culinarios y estupefacientes).

La autora se pregunta si tal dispersión de significados pudo ser producto de cierta pereza conceptual, que unas veces la hacía sinónimo de apostasía, otras de herejía y aun otras de cierto paternalismo condescendiente hacia el sometido. Pero en línea con su actitud analítica, Rosalba evita decantarse o simplificar en exceso y se inclina por una definición amplia y polisémica. Define idolatría como un delito propio de los naturales, aunque aplicable también a negros, mulatos, mestizos y españoles, y que cubre un campo semántico amplísimo que abarca desde la resistencia a la rebelión hasta la superstición y la hechicería (p. 21).

A partir de aquí cabe preguntarse si esta indefinición teórica del término pudo tener cierto valor táctico, como salvaguardia del valor empírico de una determinada definición de la colectividad con fines eminentemente pragmáticos y expeditivos. De ser así, nos encontraríamos ante la curiosa paradoja de un concepto nacido en la lejana antigüedad de una Europa convertida aquí en implacable imperio, pero que adquiere su verdadero contenido gracias a la creatividad y capacidad impositiva de la población autóctona sometida. Podríamos estar en la senda adecuada para profundizar en ese lacónico “algo más” con que Serge Gruzinski reconocía su incapacidad para atrapar elementos constitutivos esenciales de las sociedades iberoamericanas o, mejor aún, en esa “conciencia oscura de los naturales” que decía Robert Ricard y que, con el más explícito de los propósitos, ha sido elegido por Rosalba Piazza para dar título a su libro.

Pero, insisto, la autora no llega a estas conclusiones ni desde la filosofía ni desde la poética. Su investigación de la idolatría se limita al estudio de la “historia de las personas que quedaron atrapadas en su red” (p. 23) mediante el análisis de casos concretos, desprovistos en la medida de lo posible de todo idealismo y filtro especulativo. Dicha escala de observación, la de “las personas”, impone otra dificultad epistemológica de primer orden en el discurso historiográfico.

Probablemente, el reto primero del historiador sea atrapar una realidad siempre en movimiento. La escala de observación adoptada por Rosalba Piazza es un firme testimonio de su predisposición a afrontar enteramente esta redoblada dificultad epistémica de la historiografía. Ante tal reto, la única manera que tiene el historiador de hacer frente a la dificultad para fijar un objeto en continua transformación es mediante la narración, pues la descripción sólo puede dar cuenta de una parte de los resultados de la investigación; la otra parte sólo puede ser comunicada acompañando al objeto de estudio en su continuo devenir, mediante la caracterización de objetos y la construcción de personajes. Éstos pueden ser de lo más variado. De campesinos de una remota aldea a dinastías de reyes, naciones o pueblos enteros; también ciudades o paisajes e incluso estados mentales o profundas fracturas sociales como la que nos ocupa en este libro.

Esta propiedad quasi novelesca de la historia lejos de ser disimulada es, de nuevo, plenamente abrazada por la autora y aprovechada para incrementar la efectividad de su método de estudio. Mediante un magistral dominio de los tiempos narrativos Piazza va estimulando preguntas en el lector que son fundamentales para abrir nuevos y más audaces frentes de conocimiento. El efecto resultante es muy similar al suspense y, sin embargo, la estrategia ocupa un lugar central en el método investigativo adoptado por la autora: crear nuevas reservas de sentido desde las que plantear nuevas interrogantes y someter las fuentes disponibles a nuevas preguntas. Así que sin desentrañar la trama ni desvelar el sorprendente final que nos tiene reservado el libro de Rosalba Piazza, cabe concluir este comentario con una reflexión de la propia autora al principio del libro cuando dice que detrás de la idea de idolatría parece esconderse cierta “incomprensión epistemológica que no deja espacio a la curiosidad y al deseo de entender el mundo natural y moral del indio” (p. 22). La advertencia no sólo anima el apasionado relato de la historia colonial de pueblos como Yanhuitlán y San Francisco Cajonos en la Mixteca y la Villa Alta de Oaxaca, sino que se proyecta más allá en el tiempo y el espacio hasta apelar a todos los que de una manera u otra estamos interesados en hacer explícito lo implícito de esa conciencia oscura de los naturales.

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