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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.36 no.106 Ciudad de México ene./abr. 2018

 

Reseñas

Andrea Mutolo y Franco Savarino, El fin del Estado papal. La pérdida del poder temporal de la Iglesia católica en el siglo XIX

José A. Alonso Herrero1 

1iCGDE-BUAP, alonsher37@gmail.com

Mutolo, Andrea; Savarino, Franco. El fin del Estado papal. La pérdida del poder temporal de la Iglesia católica en el siglo XIX. México: Ediciones Navarra, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2015. 127p.


Dos historiadores italianos, Andrea Mutolo y Franco Savarino, ambos docentes en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, acaban de publicar un breve pero denso análisis del fin del Estado papal en el siglo XIX. El documento es hoy pertinente, en primer lugar para los ciudadanos italianos, porque Italia surgió como nación unificada gracias a la derrota del Estado papal. En segundo lugar, el libro constituye un título imprescindible para los ciudadanos latinoamericanos, católicos o no, que a diario reciben noticias sobre la actuación del papa y de sus colaboradores en cada uno de nuestros países.

Con razón afirman los autores en la conclusión que, “a pesar de la estatura imponente de Pío IX, del piamontés Cavour y de Garibaldi, lo que realmente importa son las consecuencias de sus decisiones que repercuten fuera de Italia y permanecen hasta nuestros días”. Porque hoy, como entonces, existen católicos liberales empeñados en construir una alternativa católica liberal y moderna, pero también persisten los intransigentes opuestos al avance de la modernidad. En la Italia decimonónica perdieron ambos bandos, como explican los historiadores, porque el modelo final triunfante fue “un Estado laico y secularista que dictó la dirección que habría de tomar el Estado italiano en las décadas siguientes”.

Para los lectores actuales en los países hispanos, tan entreverados con Italia y la Iglesia vaticana desde hace muchos siglos, la pregunta definitiva es si la pérdida del poder temporal fue un mal o un bien para la Iglesia. Quizás ambas cosas -reconocen los autores-, aunque la herida abierta en la Iglesia italiana del siglo XIX quedó parcialmente restañada en 1929 con el tratado firmado por el papa Pío XI y Mussolini. No obstante, todavía debemos preguntarnos en América Latina si los hechos ocurridos en Italia en el siglo XIX tuvieron repercusiones indelebles en nuestros países. Para responder es indispensable analizar con toda precisión los cuatro capítulos del libro. Compartimos la opinión de ambos historiadores de que “entender críticamente lo que fue la Iglesia católica en el siglo XIX es muy relevante para comprender lo que es la Iglesia católica hoy”. La razón definitiva, también innegable, es que “el catolicismo romano es la única religión en el mundo que dispone de un Estado propio gobernado por sus clérigos desde 1929” (p. 15).

El capítulo primero se centra en la evolución de los diversos Estados italianos entre la Reforma y la Revolución (1820-1850). El reformismo que tuvo lugar en esas décadas generó un proceso de secularización que implicaba para Italia “la separación del Estado de la Iglesia, la libertad de cultos y la creación de un sistema civil de administración (hospitales, escuelas, etc.)” (p. 17). Se trataba de cambios estructurales que adquirieron en Italia el carácter de necesidad histórica. Sin embargo, enfatizan los autores, las implicaciones laicistas de este reformismo liberal fueron rechazadas por la Iglesia católica. No todos los papas decimonónicos, sin embargo, reaccionaron de la misma manera. Gregorio XVI (1830-1846) fue muy intransigente. Su sucesor, Pío IX, según el historiador jesuita Giacomo Martina, fue un pastor comprometido que adoptó posiciones ambiguas ante el reformismo liberal, porque Pío IX nunca fue un pontífice liberal. Durante su largo reinado no concedió nada al laicismo y mantuvo la primacía del clero en el gobierno del Estado pontificio. A partir de 1820 surgieron en Italia diversos movimientos reformistas (la Carbonería, Mazzini, etc.) o proyectos federalistas. Entre todos destaca el Resurgimiento, creado por dos sacerdotes católicos: Rosmini y Gioberti. Estos movimientos fueron vistos con suspicacia por las autoridades eclesiásticas, aunque ambos sacerdotes “defendían la idea de que el catolicismo era el fundamento de la unidad italiana […] y defendían la idea de una nación católica que dictaba a los católicos liberales el intento de conciliarla libertad de conciencia con la exigencia de un Estado neutral en materia religiosa” (p. 29).

Lugar aparte merece Gioberti, clérigo piamontés que soñaba con una unión ita liana a través de la alianza perpetua, con el papa como presidente natural y perpetuo (p. 30). Estas ideas utópicas y abstractas, en definitiva, fueron derrotadas en 1848 y 1849 por el pragmatismo de los nacionalistas que apuntó a la monarquía piamontesa de los Saboya, cuyo ejército fue la única fuerza unificadora de los Estados italianos. Esta reacción pragmática se tornó anticlerical a partir de 1860.

El capítulo dos comienza con un título llamativo, porque para los autores la bomba de tiempo no es el Estado vaticano, sino Italia. Hoy día, cuando el pontífice reinante en la Iglesia católica es un jesuita, merece la pena subrayar que Pío IX promovió la revista La Civiltá Cattolica, todavía en manos de los jesuitas. Uno de ellos, Carlo Curci, junto con Pío IX, defenderá durante décadas la tesis de que el Risorgimento italiano alberga “un objetivo común, en la idea de una gran reforma cultural que desemboca en un proyecto mesiánico de laicización temporal”. Según esta revista, la masonería se encontraba detrás de todas las revoluciones decimonónicas, tesis que sirve a los jesuitas, subrayan los autores, para defender “la opinión de que estamos hablando de una pequeña minoría antitética a la verdadera identidad de los pueblos italianos”.

Pío IX, por su parte, culpó al diablo que actuaba utilizando “la perversidad humana para impulsar la pérdida del poder vaticano” (p. 47). Sin embargo, para comprender el significado de la creación de un Estado laico es preciso recordar que su más firme promotor fue el piamontés Cavour. La posición de este político modernizador es una de las claves indispensables para vislumbrar el éxito de los revolucionarios italianos. Mientras el papa Pío IX se aferraba en sus encíclicas al rechazo de “una visión materialista e inmanentista del mundo” (p. 57), Cavour maduró la concepción del Estado laico según el modelo del catolicismo francés y del liberalismo inglés. En el resto del artículo, los autores describen minuciosamente el caso de Edgardo, un niño judío que, por haber sido bautizado como católico con el desconocimiento de sus padres, desató una complicada red de idas y vueltas en la que se vieron involucrados arzobispos, inquisidores, trabajadoras domésticas y la misma comunidad judía de Roma que, durante siglos, había desarrollado una fina diplomacia para evadir los frecuentes conflictos. En definitiva, la lección en nuestros días es que “un grupo influyente en Roma eran los Rothschild, una familia de judíos banqueros que habían prestado mucho dinero a la Santa Sede”, situación en abierta contradicción con los judíos de Roma, que no podían tener propiedades.

Después de una prolija discusión de lo acontecido al niño judío, que acabó sus días como sacerdote en Bélgica, los autores concluyen (p. 84): “Claramente se trata de un caso que se enlaza con casi todos los principales episodios de la unificación italiana. Esto lo vuelve interesante y es por esta razón que este ‘secuestro’ ha tenido mucha resonancia”.

En el capítulo tercero se analiza el despojo sufrido por el papa y su dura reacción. La mejor síntesis de la postura papal es el famoso Syllabus (1864), escrito que no es fruto de un día, sino de un largo proceso de 15 años en el que se aprueban 84 tesis. Como es sabido, el Syllabus es “una acusación de todas las doctrinas de la civilización moderna”. Los autores sintetizan en cuatro densos párrafos el mensaje central del documento pontificio y obtienen una conclusión muy congruente: “La Iglesia misma se condena al rechazar definitivamente los muchos avances políticos y sociales de los últimos años”.

No obstante, la situación de rechazo generada por el Syllabus se profundizará en 1870 cuando el Concilio Vaticano I defina la infalibilidad pontificia, doctrina impuesta por el papa Pío IX. Se analizan con sumo cuidado los avatares que tuvieron lugar durante meses hasta que, al final, la mayoría de los obispos católicos aceptó el nuevo dogma. El tema es tan relevante que se dedican las páginas siguientes (pp. 90-94) a profundizar en las diversas etapas que exigió la concepción y redacción final del Syllabus. Este largo proceso es el preámbulo indispensable que desembocará en la idea de la infalibilidad, madurada por Pío IX entre 1865 y 1867. En la primavera de 1870 los problemas se acumularon por la actuación de una aguerrida minoría ultramontana que pretendía extender la infalibilidad a las relaciones administrativas con los obispos (p. 92). En el ángulo opuesto, el papa Pío IX se muestra intransigente con un pequeño grupo de obispos alemanes que rechazó el dogma de la infalibilidad.

En la última sección del capítulo (pp. 94-104) se analiza la consecuencia lógica de este proceso que culminó con la pérdida del poder temporal de la Santa Sede, resultado que sería incomprensible si sólo se tomara en cuenta la intransigencia papal, porque en el lado opuesto estaban los políticos piamonteses encabezados por Cavour. Ya en 1861, el estadista defendió la separación entre el ámbito eclesiástico y el civil mediante la fórmula “libera Chiesa in libero Stato”. La respuesta papal en 1860 fue la excomunión.

A continuación, los autores describen puntualmente las incidencias políticas que tuvieron lugar dentro y fuera de Italia. Mientras que en 1866 la Iglesia y el clero veneciano exultaron por su anexión a Italia, el papa “predispuso la defensa militar del Estado pontificio” (p. 98), aunque sin confiar en la ayuda francesa. Las consecuencias de estas pérdidas territoriales fueron económicas, debido también a los ataques de Garibaldi. Los autores no olvidan mencionar otro dato que involucra directamente a México (p. 101), país que apoyaba al papa, porque la ambición francesa fracasó en su intento de crear un imperio mexicano ligado a Francia. Los momentos finales avanzaron incontenibles cuando el ejército de Garibaldi dispuso el asedio de Roma. El 20 de septiembre, subrayan los autores, la artillería italiana apuntó a la Muralla Aureliana “que había resistido 1 600 años y que después de tres horas de bombardeo abrió un boquete”. La suerte estaba echada. Pío IX se encerró en el Vaticano cuando un oficial le dio la noticia de que los italianos habían penetrado la muralla y se retiró a sus habitaciones para dar la orden de capitular. Luego anunció la rendición a los diplomáticos extranjeros. Pocos días después se celebró en Roma un plebiscito -manipulado, confiesan los historiadores- que dio como resultado 40 835 votos a favor y solo 46 en contra. El comentario final (p. 104) es muy iluminador: “Sí existía un sector de la población romana favorable a Italia, especialmente entre la burguesía y la aristocracia de tendencias liberales”.

El capítulo cuarto sintetiza, en 15 densas páginas, las consecuencias previsibles en ambos lados de la contienda. En definitiva, las dos partes de la sociedad italiana actuaron según la lógica ideológica y política que se había decantado en las últimas décadas. La cruda realidad era que Pío IX perdió su Estado y fue un monarca sin trono, como otros príncipes italianos y alemanes. Pero, insisten los historiadores, Pío IX prefirió ser un prisionero antes que un fugitivo. La pérdida del Estado vaticano no significó el cese automático de las hostilidades, porque ambos contendientes mantuvieron sus posiciones ideológicas. Así, por ejemplo, si los “invasores” promovieron la laicización de la Universidad de Roma, la respuesta papal fue crear una nueva universidad paralela bajo control eclesiástico para facilitar la salida de los estudiantes de la institución laica.

El paso más importante para promover la buena voluntad del papa fue la “Ley de Garantías” aprobada en 1871. No se le reconocía ninguna soberanía al pontífice, pero se le atribuyeron ciertas prerrogativas reservadas a los soberanos. El papa rechazó de antemano los esfuerzos conciliadores de los piamonteses (p. 109); por el contrario, publicó la encíclica Ubi arcano dei Consilio para establecer su postura negativa. Sin embargo, insisten los historiadores, el regreso a la situación anterior a 1870 se volvió quimérico ante la consolidación del Estado italiano, para el cual la destrucción del poder temporal de los papas se convirtió en un símbolo del Risorgimento.

En las décadas siguientes tuvo lugar una escisión perceptible en la población católica italiana: mientras el clero bajo y mediano aceptaba la tendencia nacionalista del pueblo católico, la alta jerarquía eclesiástica se mantuvo fiel a la línea intransigente del Vaticano que pretendió impedir que los católicos participaran en la vida civil y política del nuevo Estado italiano. Por su parte, el boicot del Vaticano se complementó con una activa acción social al promover la expansión del asociacionismo católico, tendencia que se fortaleció a partir del papa León XIII mediante la propagación de la “Doctrina social de la Iglesia”.

Tras la muerte de Pío IX, Roma comenzó a cambiar gradualmente debido a la llegada de los burócratas procedentes del norte de Italia al nuevo gobierno (p. 118), aunque persistió la intransigencia en ambos bandos al momento de solucionar los problemas relacionados con el naciente Estado italiano. Al final, explican los autores, dos episodios sirven para ilustrar las tensiones que florecieron en aquellas décadas. Se trata de los generados por dos jesuitas: Carlo Curci y Carlo Passaglia. El teólogo Passaglia abandonó a los jesuitas, en 1859, después de acercarse al liberalismo, mientras que Curci, fundador y editor de la revista La Civiltá Cattolica, reconoció la irreversibilidad de los acontecimientos ocurridos en los últimos lustros, y en 1877 también abandonó a los jesuitas.

Por su parte, el papa Pío IX publicó diversos escritos entre 1870 y 1878, año de su muerte, cuyas tesis básicas son:

  • a) El enemigo verdadero es interno y son los católicos liberales.

  • b) Una severa denuncia del Resugimiento, donde puntualiza los sujetos y las causas.

  • c) Un análisis puntual de las consecuencias: la más grave es la ocupación de Roma.

En conclusión, podríamos preguntarnos si hoy día en México estas tesis pontificias han cambiado o persisten. ¿El papa Francisco subscribiría estas tesis básicas o sería capaz de encontrar algún subterfugio jesuítico frente a los problemas que actualmente enfrenta la Santa Sede? Para evaluar la posible respuesta papal, es imprescindible tener en cuenta la capacidad “cantinflesca” del papa argentino que acaba de describir acertadamente Roberto Blancarte.

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