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Ciencia ergo sum

versión On-line ISSN 2395-8782versión impresa ISSN 1405-0269

Cienc. ergo-sum vol.29 no.1 Toluca mar. 2022  Epub 22-Ago-2022

https://doi.org/10.30878/ces.v29n1a11 

Ensayo

Prácticas y narrativas de la crisis económica. Un ensayo sobre el tercer sector

Practices and narratives of the economic crisis. An essay on the third sector

José-Luis Anta Félez1 
http://orcid.org/0000-0001-7063-5288

1Universidad de Jaén, España


Resumen

Se trata de manera ensayística la idea de que vivimos en un mundo que ha hecho de la crisis económica, por extensión social y política, su principal característica. Se pretende reconocer sus prácticas y narrativas, esas formas de construir concretamente imaginarios y símbolos que naturalizan el sentido de que la sociedad posfordista es la única posible a pesar de su gestión del riesgo o su enorme capacidad de ocasionar precariedad y discriminación. En este contexto, se plantea el papel que juega el tercer sector, concepto que amalgama ideas, empresas y gentes que funcionan en la economía social a medio camino de las políticas públicas y de las empresas, corporaciones y sistemas financieros que caracterizan el mundo global.

Palabras clave tercer sector; estado; crisis; discurso; economía; neoliberalismo

Abstract

The idea that we live in a world that has made the economic crisis, by a social and political extensión and its main characteristic is dealt with an essayistic manner. It is intended to recognize their practices and narratives, those ways of concretely constructing imaginaries and symbols that naturalize the sense that the post-Fordist society is the only one possible, despite its risk management or its enormous capacity to generate precariousness and discrimination. In this context, the role played by the third sector is raised, a concept that amalgamates ideas, companies and people that operate in the social economy halfway through public policies and the companies, corporations and financial systems that characterize the global world.

Keywords third sector; state; crisis; speech; economy; neoliberalism

1. El nuevo orden derivado de la crisis del Estado de Bienestar

En este artículo de corte ensayístico se plantea que vivimos en una crisis que proyecta una nueva realidad: tanto el Estado como el mercado no tienen capacidad, ni acaso voluntad, para proponer soluciones y nuevas formas de realidad. La realidad empresarial y los Estados confunden sus límites y en muchos casos vinculan sus intereses y en otros se dan la espalda. El nuevo orden mundial, basado en un furibundo interés por globalizar las mercancías en un mundo de férreas fronteras para las personas, ya no atiende razones: millones de personas viven en un estado deplorable, precario y vergonzante, el mundo a grandes rasgos está más vigilado y controlado y los lujos y los excesos están a la orden del día y ya no escandalizan a nadie. En este panorama, complejo, esperpéntico y apocalíptico, no hay razones directas ni explicaciones fáciles; la causalidad está rota y las ideas que contrastan entre el mundo real y la verdad y la ciencia y la simple razón ya no valen como explicación.

Desde esta perspectiva tan general y provisional hay que considerar que muchas de las estructuras sociales, incluso gran parte de las instituciones de producción y reproducción social, ya no son capaces de dar cuenta del lugar que ocupan y el desmontaje. En este caso, el modelo europeo de Estado de Bienestar vino de la mano de una crisis que era tanto su consecuencia como su causa. La aparición de la llamada economía social, que tenía como principal referente las empresas del tercer sector, una amalgama heterodoxa y poco definible de cooperativas, ONG, iniciativas culturales, de emprendimiento, nuevas formas de colaboracionismo e iniciativas de carácter basadas en el bien común al igual que con ideologías varias que van desde posiciones cercanas a los nuevos movimientos religiosos, posiciones de izquierdas más clásicas y, cómo no, hasta nuevas formas empresariales basadas en el comunalismo, el federalismo o las formas de entender la movilidad o los enunciados críticos de género y de empoderamiento políticos. Lo interesante es que no es algo que haya nacido como solución de la crisis, sino que es un nuevo orden que, adherido a los planes globales del neoliberalismo de los años ochenta del siglo pasado, surgió como la solución del desarme y privatización del Estado de Bienestar. Al respecto, esta economía social venía, por decirlo de una manera rápida, en el mismo paquete de construcción del neoliberalismo.

El tercer sector se contrapone formalmente al mundo de las cuestiones estatales y de las empresas y corporaciones privadas. Es parte del discurso que establece quiénes son y cómo se sitúan los diferentes actores, pero no en una realidad como tal. De hecho, en el mundo de las precariedades laborales el tercer sector tampoco es el refugio de aquellos que nos saben, pueden o quieren plegarse a los espacios tradicionales. Su discurso, que deviene en una práctica empresarial, se contrapone a lo corporativo en la medida que es heredero del cooperativismo social del periodo de entreguerras que, en términos prácticos, persigue la idea de democracia participativa y la descentralización de los órganos de poder, al igual que la redistribución de los beneficios. Por último, se diferencia con la lógica del Estado al separarse de los intereses inmediatos del ejercicio político y al mantener criterios independientes de las fuerzas empresariales más poderosas. Este discurso ha dado como resultado diversos ejercicios sociales que cumplen un papel determinante al situar y fijar la economía en modelos equilibrados respecto al mercado.

Desde una perspectiva crítica, que destaca el papel determinante de las fuerzas económicas sobre la estructura social y los periodos de crisis sistémica a los cuales ha dado origen, se interpretan diversas prácticas, discursos y narrativas vinculadas con el tercer sector y su proceso histórico de establecimiento en el mundo occidental. Entonces, el tercer sector se entiende como una economía social o como una economía paraestatal en un mundo en constante crisis (Alberich Nistal, 1996). Presenta un buen número de inquietudes y es sin duda un lugar estratégico para observar el mundo del poscapitalismo y neoliberalismo actual, a lo que se suma la idea de ruina y crisis con la que residimos desde hace unos años tanto en los discursos cuanto más en las narrativas y en las formas en que deriva en ciertas prácticas (Harvey, 2014). Todo ello es sin duda un universo concreto de preguntas generadas hacia al objeto de estudio que nos ocupa como a la realidad particular de la temática político-económica actual. Sin duda, no es posible responder a más a más con la amalgama de conceptos propuestos si no es teniendo en cuenta que hay algo que une todo aquello que la contiene, así el mínimo común denominador se basa en la idea de economía que el capitalismo, más bien el tardío o el poscapitalismo, ofrece al respecto.

La idea de crisis no es nueva; si acaso la forma en cómo se está viviendo y explicando sí que lo sea. Al día de hoy sólo se sabe que es producto de la desaceleración de los mercados financieros internacionales y que se ha paliado de una manera bien curiosa con la ayuda de los Estados nacionales a las grandes corporaciones internacionales –se habla de una crisis en tres oleadas: primero de orden contable, segundo de carácter financiero y por último del sistema fiscal–. De esta manera, todo ha revelado la mejor de las caras del capitalismo: el Estado parece ser sólo una fantasía jurídica que actúa según los intereses de las trasnacionales. La idea de crisis no es tanto una idea cuanto más un hecho provocado y convocado. La crisis es un producto más del capitalismo, como lo son los automóviles, la familia nuclear y el cine; sin embargo, a diferencia de las crisis anteriores, no ha producido un momento revolucionario. Ahora que vivimos en apariencia otra crisis, una pandemia que tiene como resultado millones de infectados y muertos por el COVID-19, y que se suma a la crisis natural del sistema, parece que el colapso es inevitable; sin embargo, las soluciones fuera de lo propuesto desde el mundo biocientífico parecen las viejas recetas de producir más ayuda a las grandes empresas y dejar lo social en manos de la economía colaborativa y social –una evidencia más de que no estamos viviendo en un mundo que tenga una solución única a los problemas que se construye desde sí mismo–. Esta crisis del COVID-19 ha puesto encima de la mesa una clara evidencia: el planeta no tiene la capacidad de soportar más un desarrollo depredatorio, constante e insostenible.

Cuando Marx y Engels presentaron su primer Manifiesto comunista pensaban que el mundo burgués necesitaba de una revolución permanente, estructural, para acabar con las condiciones del mundo tradicional –en realidad, habría que hablar de las condiciones feudales– del que era originario y del que se quería despegar-traicionar. Para ello la revolución permanente tenía que poner sobre la mesa las condiciones de producción, lo que significaba, decían Marx y Engels, poner en suspenso las condiciones sociales y que hoy llamaríamos los derechos de los trabajadores. Y así toda revolución (burguesa y, por extensión, social) era ante todo una cuestión de clase, por encima del acontecimiento económico. En efecto, durante buena parte del siglo XIX, y al menos en el primer tercio del XX, todo el proyecto social fuera cual fuera se veía en función de la clase (social) y no iba a ser a menos la permanente idea de revolución. Por consiguiente, nadie duda hoy que la Gran Guerra o la Segunda Guerra Mundial se concibieron en la idea de que la economía es revolución y no tanto una crisis; más bien, todo acontecimiento social era una oportunidad para establecer un criterio social. De este modo, por contradictorio que parezca, el mecanismo de lo social es el gran productor de elementos asociales, violentos e injustos.

Así pues, se ha dejado que lo social sea negociado por el Estado, que ha sido en el siglo XX el intermediario, juez y parte de unos intereses que le mantenían y cuanto más, le hacían crecer. La revolución ha sido una idea permanente y nadie niega hoy que ciertos elementos ideacionales y objetuales del mundo contemporáneo –la de comunicación (y la implementación del teléfono), la información (con el objeto radio-televisión), el movimiento (automóvil), la representación (la moda), la salud (la sanidad y la farmacia), el ocio (el turismo) o la propiedad privada (la casa)– son parte de un esquema que tiene un doble juego de ser tan socialmente “universales”, como entenderse en función de las restrictivas reglas de la sociedad basada en ideales de clase. El Estado fue gestionando todo este mundo al tiempo que puso en marcha un proyecto que traspasaba a sus “legítimos” dueños, las empresas privadas. Este juego de pactos, negociaciones y transferencias ha dejado de forma permanente en la cuenta a un buen número de personas, “grupos” sociales y culturales diferentes que si bien en líneas generales estaban en lugares lejanos, acaso exóticos cuando no bajo la idea de ser parte de la colonia, sus condiciones de existencia no resultaban en una preocupación directa.

Tanto el New Deal estadounidense de los años treinta como el Estado de Bienestar de Europa de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, fue el más importante momento de esta revolución del capitalismo (Martínez Rodero, 2018). No se dieron las condiciones de mejoría social por una idea, hasta entonces muy común, de proveer, de ofrecer una cierta idea de caridad, sino por el contrario en un verdadero sentido de la justicia –un sistema jurídico penal muy preciso–, basada, eso sí, en los ideales de la revolución del capital. En este sentido, lo interesante es que se sentía como conquista social lo que era acaso sólo una nueva propuesta de crear un concepto de ciudadanía basado en el consumo. Es decir, el sector que había de ser el receptor de las ayudas era, en última instancia, el principal receptor de las nuevas ideas revolucionarias de hacer del mundo algo más móvil, más comunicado, informado, divertido, sano y mejor vestido de todos los posibles. Toda ayuda del Estado, fuera para lo que fuera, se proyecta sin tapujos como un caramelo envenenado pero inevitable y por ello es importante significar que fue en connivencia de todos los implicados que se estableció esta sociedad que durante más de medio siglo no se cuestionó en ningún momento qué estaba pasando.

Así pues, se dio un juego realmente paradójico: los modelos desarrollistas y los sistemas encaminados a consolidar el Estado del Bienestar, en cualquiera de sus versiones y entendido como una revolución permanente, estaban proponiendo una serie de elementos que dejaban fuera de juego a otro buen número de gente, pero esta vez, más que en lugares lejanos, acaso exóticos, era en nuestras propias realidades locales (Homs, 2009). Al respecto, al final de los años noventa y en el cambio del siglo, la realidad era la descomposición y desmantelamiento del Estado de Bienestar, donde miles de personas empezaron a vivir con carencias básicas y un buen número de grupos sociales, incluso, no sabían hacer otra cosa que vivir del Estado. Es evidente que para entonces existían tres situaciones claras: a) la sociedad civil se estaba descapitalizando; significa que las conquistas sociales se ponían en entredicho –sobre todo en su parte más débil, es decir, con las mujeres, los marginados y los “desadaptados”–, lo que era parte del juego revolucionario más clásico. b) El Estado era el ejecutor de la idea de control. c) Que las empresas ya no son productoras, sino las gestoras de realidades para el creciente consumo de ideas-objetos y que, por su efecto de clase, se ven como la tabla de salvación ante la ruina que nos rodea, la cual ya era evidente para finales de los noventa. Si bien todo esto es parte de un ejercicio revolucionario, la crisis no había entrado aún en escena.

2. El relato de una crisis

Lo mostrado hasta ahora es que el Estado y las empresas privadas durante los dos últimos siglos han apuntalado lo social como una revolución, con un sentido de clase, y que se ejercita como el momento cero de la política –en cierta medida como el periodo de lo posible– que les ha servido como el marco de la negociación con el que se ha creado una cierta idea de conquista, casi violenta de lo que es una realidad. Hasta ahora forma parte de un mundo que tiene como principal juego el dejar de lado a los sujetos que usa. De esta manera, es posible entender que se da una cierta idea de la sectorización de la realidad económica, política y social. Por un lado, se encuentra el Estado, con sus intereses basados en el control, tanto policial cuanto más jurídico, y, por otro, al mundo empresarial, basado en la acumulación de capital económico de manera general y simbólico en lo particular y, por último, un sector social que se sitúa permanente en la idea de precariedad (Roitter, 2005; Smulovitz, 1996).

Podría pensarse que la idea de crisis es la causa de esta revolución permanente de los grupos sociales que promueven la gestión del capital y la mediación del Estado. Muy por el contrario, la crisis, y esta que se vive en especial, nace de la idea de ajustar, de situar la ruina que rodea a todo cambio. La realidad de la revolución es que no es evidente, no se hace patente, acaso en ciertos momentos de cierta violencia, pero de hecho los cambios no se producen sino en la premisa de que “todo cambia y cambia”. Sin embargo, la crisis es el momento del “parón”, el reajuste y la inversión de los elementos revolucionarios. De hecho, esta última crisis ha revelado que el mundo laboral de los individuos cambió desde las últimas décadas del siglo XX: se pasa del modelo fordista de obrero en una fábrica-empresa al posfordista de empleado precario en una red donde se instaura la amenaza, la precariedad y la indefensión, con la consiguiente pérdida de derechos, intermitencia, realización de trabajos no remunerados (becarios y personal en prácticas), la movilidad sin producción y la vulnerabilidad vital. Se da por consiguiente, un desafío para los sindicatos, que no encuentran que el contrato laboral, su principal reivindicación, sea determinante y una clara contraposición entre el modo de producción y los asalariados. De esta manera, la crisis, esta crisis (como las del capitalismo), ha revelado que de lo que hablamos es de trabajos en precario y, ante todo, de vidas en precario.

Ha sido Ulrich Beck (2006) uno de los autores que más esfuerzos han hecho en los últimos años para entender todo esto y quién ha mostrado que nuestra sociedad tiene tres caras que la definen: a) La primera, la idea de vivir en una sociedad del riesgo. b) La segunda, la forzosa implosión a ser individuales y asumir como natural la desigualdad social. c) La tercera, observar que todo es parte de una modernidad flexible y con unos contornos que se escapan de toda mirada directa. Para él esta sociedad se basa en la gestión y administración del riesgo, pues mientras que la sociedad clásica industrial intentaba dominar la naturaleza, en cuanto que objeto externo, la sociedad contemporánea trata de crear un mundo donde dominen los problemas que ella misma crea. En este sentido, la crisis actual es algo fabricado por la propia sociedad del riesgo como paliativo del problema creado por su intento, revolucionario, de dominar el mercado mundial bajo un único modelo (la globalización). También hay algo imprevisto, ya que las crisis no están en las agendas de nadie, aunque cuando aparecen son parte del pago que las conquistas sociales tienen que abonar. De hecho, una de las cosas más interesantes del cambio de la sociedad industrial en esta red es que no es producto de una revolución violenta, ni acaso el triunfo de la democracia de corte liberal, sino como parte de un ejercicio de azar, desgaste de las políticas totalitarias, descuido de los mercados y reubicación de los procesos productivos y de maquilación.

De esta manera siempre se había entendido la modernidad como un mundo democrático, relativamente feliz, culto, urbanita e industrial, donde los peligros, fueran cuales fueran, eran consecuencias que acompañan de forma inevitable a los avances en ese proceso de irrevocable e imparable industrialización universal. En esta segunda modernidad, sin embargo, el peligro del riesgo pasa de ser una consecuencia secundaria de aquello que es imprevisto a convertirse en elemento central del desarrollo social. El riesgo es, de esta manera, un ejercicio de planificación tecnológica y un cálculo científico y se ve, claro está, como algo positivo y central. Se entenderá, en consecuencia, por qué las agencias e instituciones encargadas de gestionar el riesgo han crecido de manera espectacular y las antiguas instituciones del Estado son, en este momento, sistemas apelativos que se ven o como un lastre –léase la sanidad pública– o como ineficaces –véase el sistema policial o la escuela–.

Lo interesante es que a la vez que las “antiguas” instituciones prestadoras de los servicios, ofertadas en el marco de la sociedad del bienestar o en cualquier caso por instituciones públicas, se debilitan o desaparecen su puesto, misión y conceptualización se veían ocupados por una empresa de carácter privado que terminaban por dar forma y establecer una práctica a toda la realidad social bajo su modelo empresarial, lo que significó y significa que el trabajador ya no tenía las mismas prestaciones que circularon en torno al modelo del bienestar y que aplicaron su lógica de mercado, de empresa y de competencia que, en definitiva, abrieron el mundo a la precariedad.

3. La transpolítica y la búsqueda de un estado económico ideal

La crisis actual se puede pensar ya como algo permanente, al menos instalado estructuralmente, y es también el reflejo de un modelo fallido, junto con la idea de lo que se nos viene encima, con unas corporaciones empresariales muy poderosas y unos Estados muy debilitados, inoperantes, lentos y, en cierta medida, descapitalizados. Por ende, por encima de tres sectores se tiene uno sólo con una compleja fisonomía, estructura y polaridad. De hecho, es claro que vivimos en un mundo que es más parecido a una red, que cuenta con uniones (nexos) más o menos juntas o estar en unos sitios más rota o gastada, capaz de tomar una forma u otra, pero que a fin de cuentas es una para todos, donde ciertos “valores” son muy discutibles cuantos más que están en un circuito muy corto; todo en suma, está integrado por esa red, o al menos en el discurso que establece todo cabe. Es seguro que, como dice Zygmunt Bauman (2008), en Occidente las gentes bien pensantes llegan a la conclusión de que en los países del llamado primer mundo, y en todos sus lugares-paraíso-reserva satélite, sobran más de quinientos millones de personas y del tercer mundo la cifra se multiplicaría por diez. En pocas palabras, hay toda una corriente de opinión que piensa que en el mundo pueden estar sobrando dos tercios de la humanidad. Ante esta premisa se contraponen las miradas sobre-humanista que opinan que el problema es otro, no que sobre/falte gente, sino que las economías no están en equilibrios que permitan el desarrollo armónico de todo el planeta por igual. No es cuestión de que yo haga una gráfica con las diferentes contradictorias y diversas cosmovisiones del mundo, pero sí de dejar patente que en este mundo hay una variedad de posturas enormes que en general todas ellas se mueven en esquemas de economía muy parecidos, en donde la inclusión-exclusión se da según procesos y patrones muy desarrollados.

En tal caso, pensar que el tercer sector se contrapone formalmente al mundo de las economías estatales, o a más a más a la de las empresas y corporaciones privadas, es parte de un discurso, interesante en la medida que da una idea muy acertada de quiénes son y cómo se sitúan los diferentes actores, aunque no en una realidad económica como tal (Donati, 1997; Gui, 1991; Monzón, 2006). De hecho, en el mundo de las precariedades laborales es obvio que el tercer sector tampoco es el refugio de aquellos que no saben, pueden o quieren plegarse a los espacios más tradicionales que ofrecen las carreras funcionariales o las dramáticas condiciones del mundo empresarial. Ese discurso, que de alguna manera deviene en una práctica empresarial –y no sólo por el afán recaudador de las administraciones públicas–, se contrapone a lo empresarial en vista de que es heredero del cooperativismo social del periodo de entreguerras y donde de una manera práctica se busca la idea de democracia participativa y la descentralización de los órganos de poder y decisión, la redistribución de las ganancias y el retorno de los beneficios (Delgado, 2004).

De la misma manera, el tercer sector se contrapone también a las prácticas sociales al intentar que las actividades se vinculen con la sociedad y con quienes más lo necesitan, y cumple, además, con un papel que llevaban a cabo ciertas organizaciones de beneficencia, por un lado, y con los organismos de control y ayuda del Estado, por otro. Por último, se confronta con las lógicas del Estado al buscar separarse de los intereses inmediatos que representa en su ejercicio político, así como el verse independientes de los criterios que en la sociedad tienden a aliarse con las fuerzas empresariales más poderosas. Este discurso, tomado en unos casos de una manera y en otras de otra, da como resultado una serie de ejercicios sociales que cumplen un papel determinante al situar y fijar la economía en modelos muy equilibrados respecto al mercado.

Este equilibrio de mercado que ofrece el tercer sector lejos de hacerlo necesario, lo convierte en imprescindible, claro está, siempre que se comprenda que todos los sectores forman parte de una enorme red con muchas dimensiones, tensiones y posibles discursos y prácticas (Marbán Gallego, 2018). Autores como Jean-Louis Laville (2015) recuerdan la capacidad del tercer sector en equilibrar el sistema económico al poner el acento en los inputs de información necesarios para mantener el ideal de mercado o en las posibilidades que le da al Estado al llegar a sitios que su financiación permite conseguir niveles de producción social que no serían o admisibles o rentables desde el punto de vista político. Incluso, el equilibrio se da con base en el buen número de organizaciones empresariales pertenecientes al tercer sector que buscan su rentabilidad en el prestigio que les da el “estar presentes”. De hecho, estos empresarios más que personas individuales son grupos animados por motivaciones de orden religioso o ideológico que buscan maximizar los beneficios por medio del número de adhesiones o extender su poder de influencia (Levitt, 1973; Jerez, 1998). Y es seguro que estas asociaciones tenderán a ofrecer bienes y servicios allí donde ni el mercado ni el Estado están presentes. Se recrea, de esta manera, que el equilibrio no viene dado por los criterios reguladores del Estado o por lo sistemas de estocaje de las empresas en el mercado, sino por las garantías del tercer sector en la creación de dinámicas productivas que garantizan el mínimo, cuando menos informativo, de los recursos pareto-óptimos a todos los niveles sociales (Espadas Alcázar, 1998; Jeantet, 2006).

Es de llamar la atención que estamos ante un discurso experto que se da tanto en lo social como en lo institucional y también en lo académico y que se plantea cómo se sitúa cada sector, sea cual sea, ante sus prácticas, sus objetivos y narrativas frente a los demás, y también al interior, y que genera un saber que deviene en cifras, en modelos y en muchos discursos, por lo que cabe decir que todo está muy pensado, muy estudiado, muy concentrado –hay expertos que lo hacen todo, lo saben todo y lo definen todo– y que deviene en lo que Jean Baudrillard (2000) llama la transpolítica, una obesidad de los sistemas de información, de memoria y la adquisición de una cantidad de datos que ya no son manejables y que por ende se utilizan de manera parcial y partidaria.

La crisis, en este sentido, se ha convertido al mercado en la medida que se ha hecho un espacio conceptual donde se intercambian, almacenan y distribuyen cantidad de materias –incluidas gentes y cosas, por parte de actores que viven de manera determinada y donde todos se ven influidos por todos– que desembocan en discursos cambiantes y narrativas diferenciadas. Es aquí donde el tercer sector entra en juego al dar determinismo y equilibrio a la voluntad social y política de la economía (Lemus Pool y Cogco Calderón, 2019). De hecho, aunque en su concepto el tercer sector tiende a sumarse a múltiples movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales, proyectos solidarios, asociaciones de corte social y sistemas de ayuda, la realidad es que es una fuerza económica diferente e independiente que funciona para y por el mercado con muchas de sus ventajas (equilibrio, competitividad y ganancia) y no pocas de sus desventajas (proletarización, precariedad, competencia y verticalidad) al tiempo que construye un discurso que sirve de base a realidades mercantiles y empresariales muy alejadas en sus formas (fundaciones, formas jurídicas de patrocinio social y cultural). Al final, “lo social” como la ecología o la creencia en el consumidor, son elementos conceptuales transversales a los que se apela de manera constante ya sea para sumarse al paradigma, ya sea para dejarse ver, ya sea porque está en su voluntad política.

Conclusiones: el tercer sector como solución, mediación y problema

La importancia de las empresas del tercer sector radica, entonces, no en que estén preocupadas por lo social, sino en que estén insertadas en el mercado con dicha preocupación. Como ya se dijo, el mercado es un sitio concreto que conceptualiza mucho de lo social: como espacio es algo muy diferente del mercado y donde, en definitiva, el tercer sector no es el único que lucha con sus actitudes y discursos por su dominio. En cuanto a eso, autores como Mario Roitter (2005) o el “activista” José Antonio Rubio García (ACSUR-Madrid) proponen diferenciar a los sectores y a sus actores por las palabras que usan y por el marco último en el que éstas se mueven. En conclusión, no es sólo una cuestión de palabras, sino también de lo que tienen de narrativa y de práctica. De hecho, cada vez hay más actores sociales pidiendo una nueva fortaleza de la democracia, un nuevo marco social y cívico y un mayor protagonismo de los ciudadanos (Espadas Alcázar, 2007a). Por ejemplo, todo el proyecto neoliberal, basado en las ideas neocon –por conservadoras, una cierta posición política de derechas y que tienen sus grandes teóricos en revistas como Journal of Intellectual Capital–, reclaman un repliegue del Estado y un retorno a las posiciones de una sociedad civil fuerte y consolidada. Por su parte, los grandes teóricos del tercer estado (Taco Brandsen, Laurent Gardin, Jean-Louis Laville, Victor Pestoff o Richard Steinberg) reclaman algo muy parecido, pero con el matiz nada baladí de que el Estado, por su parte, tome su papel tradicional de ser el mediador y el valedor de los intereses de todos. De este modo, grupos extremos se disputan sin reservas palabras como sociedad civil, democracia, ciudadanía y participación. La diferenciación, en consecuencia, está en los significados, y no en el discurso tal cual, en muchos casos perversos que promueven y dan lugar a una narrativa concreta que se resuelve en la idea, lugar y tiempo que se ocupa en el mercado.

Estas narrativas no son algo baladí y parten de una idea clara: estamos en una crisis permanente que se representa en una bancarrota social, económica y sobre todo política. Todo en la desesperante representación de la ruina, de la idea de que no hay solución, de que los elementos tradicionales no pueden, no quieren o no saben qué hacer, por lo que sólo hay una oportunidad en el mercado, en ese lugar casi mágico donde la oferta y la demanda se dan la mano muy independiente de quién sea el que induzca cada una de ellas. El mercado es, en el desarrollo de la narrativa, el nuevo oráculo y a su vez su ágora. Por eso son de nuevo tan importantes ciertos momentos señalados por el tercer sector, porque esbozan críticamente que la ruina se enfrenta con ciertos modelos morales: que no puede ser un todo vale en función de la oferta-demanda (Alberich Nistal, 1999; Ariño Villarroya, 2008). Está claro que esto es en cierta medida una ingenuidad porque se contrapone al discurso experto que todo lo empapa y porque obvia la complicada mirada política, en cuanto toma de posiciones, que todo esto desarrolla y que da lugar a posicionamientos económicos, chantajes laborales y una multitud enorme y desmesurada de legislación. No obstante, que sea una obviedad y una ingenuidad no quiere decir que no sea menos cierto. Hoy por hoy esta actitud blanda, crítica e inconformista es casi la única posible. De hecho, en una sociedad del riesgo como la nuestra, no cabe gran cosa sin que se hayan calculados los riesgos que eso supone. Y no son pocas las veces que un pensamiento atrevido, radical y transgresor acaba siendo parte de los regalos de un Happy Meal.

En Andalucía, por poner un territorio, aunque podría ser casi cualquier parte de Europa, las empresas del tercer sector nacieron en los años setenta del siglo pasado en forma de cooperativas de trabajadoras (ya que en su origen fueron mujeres quienes las componen) que se ofrecían en el sector servicios: limpieza, tareas del hogar y cuidado, empaquetado, manipulación y maquila. Eran desde luego empresas que estaban a medio camino de una política de contratación por parte de los empleadores públicos y las empresas clásicas de gestión de servicios. Estas trabajadoras empezaron a desgastarse cuando el mundo de la competitividad del mercado y las constantes crisis hacían que sus propias empresas tratasen a las trabajadoras como mano de obra barata, precaria y prescindible. Aun así, muchas de estas cooperativas crearon enormes cantidades de innovación empresarial, sobre todo en la parte laboral, al imponer la idea de la media jornada, el trabajo responsable, la conciliación familiar o la flexibilidad de horarios y nóminas. Sin embargo, también había algo de ingenuo, pues no hacían otra cosa que reforzar constantemente el propio desmantelamiento del Estado de Bienestar, lo que llevaba a una contradicción constante: mujeres que se empoderan, sectores sociales vulnerables que se sumaban al mundo laboral, relaciones familiares que buscaban el trato igualitario, pero en un mundo de políticas sociales que reforzaban la dependencia y la individualidad y el abusivo sistema financiero y económico (Espadas, 2007b). Lo anterior ahondaba en la constante contradicción de los términos económicos y sus posibles condiciones sociales. Obvio que gran parte de las empresas del tercer sector terminan por hacerse un hueco, pero no poco traicionando unos ideales y sumándose a los múltiples elementos que desde las políticas sociales del neoliberalismo han supuesto un mayor desequilibrio y dominio de los sujetos y las comunidades.

La narrativa de la crisis, la ruina y el desánimo están, por lo demás, en la base estructural de muchas de las empresas, asociaciones y cooperativas que de manera heterogénea ocupan la idea de tercer sector. Muchas de estas formas de hacer sociedad están hechas de grandes voluntades y activismos, aunque sus historias diarias son cercanas a las ruinas personales, a los desheredados, los miserables y perdidos para una economía del mercado único. Por ello las empresas del tercer sector tienen esas narrativas del impulso, de lo pequeño, de ecos personales de superación y de caída, de ruina y de lucha. Con seguridad todo en el tercer sector toma la idea y el impulso de postularse como una nueva tecnología social, de buscar la espontánea revolución que dé un impulso a los sistemas sociales que se desarrollaron en el siglo XIX con las contraposiciones de clase, políticas, mercados y que de alguna manera llevaron a la permanente crisis que supuso el siglo XX, así como a la idea de que toda ruina es una oportunidad para muchos y no sólo para quienes juegan en la cancha de triunfo del mercado. Debido a lo cual, a diferencia de los otros sectores, el tercero tiene como principal activo una narrativa muy concreta hecha de estas historias pequeñas, de que todo el mundo tiene algo que contar y no sólo un currículum que mostrar.

En este mismo sentido, a quienes dicen que la respuesta de las grandes corporaciones empresariales a la falta de Estados que negocien no es diferente ni más equilibrada o humana que lo propuesto por la sociedad civil, humanizando el perverso papel que cumplen en aras del mercado, y a quienes nos introducen en la idea de una revolución violenta, de corte nacional y clasista para apropiarnos de los medios de producción en aras de un discurso condicionado a una mirada dura de la política, hay que recordarles que es posible hacer otro mundo, pues si se ha hecho esto así, también es posible hacer otro que ya hemos soñado e ideado. Tocante a eso, a veces los críticos del tercer sector olvidan que Muhammad Yunus (2008) no proponía tanto el dar una oportunidad por medio del microcrédito (activo circulante) sino cuanto más que en Bangladesh, en lo que se conoce como Gran Sarker (el gobierno rural), se estipulara un tipo de herramienta ideológica (activo diferido), con la que los desheredados por antonomasia de la tierra pudieran acceder a poner algo de lógica (activo fijo) en una historia que se les negaba desde los principios de la colonia. Es verdad que nuestras realidades no son las del Bangladesh de 1980, donde la hambruna había llegado a niveles jamás vistos, pero sí que gracias a las tecnologías y las ingenierías de lo social cada día es más evidente que el control, lo policial y la precariedad sólo se pueden contraponer con algún tipo de posicionamiento desubicado y que signifique vivir en la trinchera de la crítica, la creatividad y el pensamiento radical.

Referencias

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Recibido: 18 de Mayo de 2020; Aprobado: 06 de Mayo de 2021

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