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Cultura y representaciones sociales

versión On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.15 no.29 Ciudad de México sep. 2020  Epub 07-Mar-2022

 

Artículo (Teorías y métodos)

Del cuerpo-territorio al territorio-cuerpo (De la tierra): contribuciones Decoloniales1

From Body-territory To territory-Body (of The earth): decolonial contributions

1Doctor en Geografía. Profesor del Programa de Postgrado en Geografía de la Universidad Federal Fluminense.


Resumen

Este artículo aborda el tema del territorio desde una perspectiva latinoamericana, analizando las principales contribuciones a este debate desde la aproximación del pensamiento decolonial, especialmente a partir de la relación entre el cuerpo y el territorio, tanto en el sentido del cuerpo como territorio, como del territorio/tierra como cuerpo; especialmente desde la perspectiva de los pueblos indígenas y la visión feminista.

Palabras clave: Cuerpo-territorio; territorio-cuerpo-tierra; pensamiento decolonial

Abstract

This article addresses the issue of territory from a Latin American perspective, analyzing the main contributions to this debate from the approach of decolonial thought, especially from the relationship between the body and the territory, both in the sense of the body as well as territory, territory/land as a body; especially from the perspective of indigenous peoples and the feminist vision.

Key words: Body-territory; territory-body-earth; decolonial thought

… la invitación que deja la propuesta cuerpo-territorio es mirar

a los cuerpos como territorios vivos e históricos que aluden a una

interpretación cosmogónica y política, y donde habitan nuestras

heridas, memorias, saberes, deseos, sueños individuales y comunes y a

su vez, invita a mirar a los territorios como cuerpos sociales que están

integrados a la red de la vida y por tanto, nuestra relación hacia con

ellos debe ser concebida como “acontecimiento ético” entendido como

una irrupción frente a lo “otro”… (Cruz Hernández 2017, 43)

Una de las especificidades de la lectura que podemos denominar latinoamericana sobre el territorio, está ligada al hecho de que ella parte de la esfera de lo vivido, de las prácticas o, como enfatizaba Milton Santos, del “uso” del territorio -pero un uso que se extiende más allá del simple valor de uso, comprendiendo también un expresivo valor afectivo y simbólico-. Al contrario de muchas geografías de matriz eurocéntrica, especialmente la anglo-sajona, que prioriza las propiedades jurídico-políticas del territorio a partir de la acción de los grupos hegemónicos (el territorio como “tecnología de poder” [ Elden 2013] ), en América Latina el territorio es leído frecuentemente en diálogo con los movimientos sociales, sus identidades y su uso como instrumento de lucha y de transformación social. Es lo que pretendo abordar en este trabajo, tomando como referencia el concepto de cuerpo-territorio, en un juego con lo que propongo llamar “territorio-cuerpo”.

La conceptualización de territorio en nuestro contexto, va mucho más allá de la clásica asociación a la escala y/o a la lógica estatal y se expande, transitando por diversas escalas, pero con un eje en la cuestión de la defensa de la propia vida, de la existencia o de una ontología terrena/territorial, vinculada a la herencia de un modelo capitalista extractivista, moderno-colonial de devastación y genocidio que, hasta hoy, pone en jaque la existencia de los grupos subalternos, especialmente, los pueblos originarios. Desdoblándose así, desde los territorios del/en el cuerpo íntimo (comenzando por el vientre materno), hasta lo que podemos denominar territorios-mundo, la Tierra como pluriverso cultural-natural o conjunto de mundos -y, consecuentemente, de territorialidades- a los que estamos inexorablemente unidos. Todo eso se desdobla hoy dentro de aquello que se designa como pensamiento decolonial,3 una búsqueda por pensar nuestro espacio y, de alguna forma, el propio mundo, considerando las bases espacio-temporales -la geo-historia, en fin- en la que estamos situados.

Uno de los trazos fundamentales del pensamiento decolonial, según Quijano ([1992] 2010), es la “colonialidad del poder”, marcada por una profunda herencia esclavista y patriarcal, donde proliferan hasta hoy, violencias de clase, de raza y de género. Otro trazo de esta episteme que nos toca muy de cerca aquí, es el de dar voz a los invisibilizados, a los grupos subalternos y sus formas de saber. De allí que tratemos el territorio en esa óptica, como territorios de r-existencia, retomando la expresión difundida por Carlos Walter

Porto-Gonçalves:4

Podemos sintetizar las principales contribuciones del debate sobre territorio en una perspectiva latinoamericana a través de tres abordajes:

  1. El abordaje que, en intenso diálogo con referencias europeas (especialmente anglosajonas, pero también francesas) y norteamericanas, propone al territorio como el concepto geográfico más pertinente para analizar las relaciones espacio-poder, especialmente entre los grupos subalternos, ampliando la concepción de poder a través de su dimensión simbólica (construcción identitaria), lo que representa una clara inmersión en la decolonialidad del poder, sobre todo, a partir de su rostro étnico-cultural y de género, contra o anti-hegemónica.

  2. El abordaje que, principalmente a partir de una perspectiva de género, enfatiza el territorio relacionado a la escala primordial del cuerpo, el “cuerpo-territorio”, proveniente principalmente de proposiciones de investigadoras feministas (o eco-feministas) y del movimiento indígena, que prestaron atención al poder de la corporeidad al mismo tiempo como objeto de ejercicio del poder y como sujeto ( corporificado) de resistencia.

  3. El abordaje que amplía de tal forma la concepción de territorio que, hace de él, prácticamente sinónimo de espacio de vida -aunque ya sugerido (pero poco desarrollado) por algunos geógrafos, se trata de una propuesta oriunda de trabajos como el de Arturo Escobar con comunidades afrodescendientes-.

Como la primera de estas líneas de interpretación, de cierto modo ya fue abordada en trabajos anteriores (por ej., Haesbaert ([2004 ] 2011) y la tercera exigirá un espacio mayor que el proporcionado por este artículo; me detendré aquí en la segunda de estas perspectivas, en especial, la relación entre territorio y cuerpo/género y territorio y “T/tierra”, las que propongo relacionar a través de las designaciones cuerpo-territorio y territorio-cuerpo (de la tierra).

Cuerpo-territorio: territorio y género

Si aún había alguna duda sobre la relevancia de un entendimiento del espacio geográfico a partir de la espacialidad/espacialización del cuerpo, por largo tiempo subestimada en la Geografía -y también en las Ciencias Sociales en su conjunto-, la misma se disipó completamente en las últimas décadas. Como veremos, en el ámbito latinoamericano esto se dio especialmente a través de las discusiones sobre género a partir de los movimientos feministas y, de modo más específico, de las mujeres indígenas. En ese sentido, involucrando a los movimientos indígena y feminista, Svampa afirma:

[…] si al comienzo del cambio de época con el cuestionamiento del neoliberalismo, el protagonismo de las luchas y la elaboración de un lenguaje emancipatorio tuvieron como gran actor a los pueblos indígenas (buen vivir, derechos de la naturaleza, autonomía, Estado plurinacional), el final del ciclo progresista y el inicio de una nueva época aparece signado por las luchas de las mujeres, en diferentes escalas y niveles, visibles -aunque no exclusivamente- en las resistencias contra el neoextractivismo (2019, 122).

Según la autora, América Latina ha transitado del “momento indianista” al “momento feminista”, sumando al discurso sobre el buen vivir/derechos de la naturaleza “el lenguaje ecofeminista del cuerpo/territorio, la ética del cuidado y la afirmación de la interdependencia”, contra la patriarcalización y la eco-dependencia exacerbadas por el modelo neoextractivista.

Un ejemplo claro de la emergencia de la cuestión de la corporeidad en las Ciencias Sociales hace 25 años atrás fue la creación de una revista específica denominada Body & Space. En Geografía, a pesar de que hace mucho más tiempo la temática del cuerpo ha sido objeto de tratamiento (por ejemplo, en la Geografía y en los abordajes espaciales de base fenomenológica y/o humanista),5 ella sólo adquirió mayor centralidad a partir de los años 1990, cuando ocurrió una relectura, principalmente en una matriz post-estructuralista y a través de una Geografía feminista, como aquella de Gillian Rose (1993). Esta valorización del tema quedó evidenciada en trabajos como los de Steve Pile (Pile 1996; Pile y Nast 1996), Linda McDowell (1999) y GillValentine (2001).6

En la Geografía latinoamericana solamente estudios más recientes dieron mayor énfasis al debate sobre el cuerpo -o mejor, sobre la corporeidad, definida por Alicia Lindón como “lenguaje estructural que traspasa el cuerpo” (2012, 703), centrada en las prácticas cotidianas-. También aquí se destaca el trabajo de geógrafas feministas, como en el caso de Joseli Silva. En artículo conjunto con (Marcio Ornat Silva y Ornat 2016), ella hace un recorrido del tratamiento sobre el cuerpo en la Geografía brasileña y destaca la importancia de su lectura al interior del debate más amplio sobre escala.7 Para los autores, el cuerpo no puede ser tratado de modo neutro y universal, pues tiene raza, sexualidad y género -además, claro está, de edad (dimensión generacional) y clase socioeconómica-.8

Henri Lefebvre fue uno de los autores que más inspiró a los geógrafos a partir de los años 1970, inclusive en Brasil (sin embargo, sólo ingresó efectivamente en la Geografía anglosajona después de la traducción de “La producción del espacio”, en 1991).9 Él destacó en su obra la relevancia del espacio-cuerpo:

Antes de producir efectos en el ámbito material (utensilios y objetos), antes de producirse (alimentándose de esa materialidad) y de reproducirse (por la generación de otro cuerpo), cada cuerpo vivo es un espacio y tiene su espacio: se produce en el espacio y produce el espacio (Lefebvre [1974 ).

Otro filósofo que, en distinta línea teórica, destacó la gran relevancia del cuerpo en el juego de las relaciones de poder, fue Michel Foucault. Para él, el cuerpo “está directamente sumergido en un campo político” e imbricado en la utilización económica:

[…] las relaciones de poder operan sobre él una incautación inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos. Este cerco político del cuerpo va unido, de acuerdo con unas relaciones complejas y recíprocas, a la utilización económica del cuerpo; el cuerpo, en una buena parte, está imbuido de relaciones de poder y de dominación, como fuerza de producción; pero en cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla insertado (33) en un sistema de sujeción (…); el cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido ([1974] 2002, 33-34).

Para Foucault, hay así, una “tecnología política del cuerpo”, a veces muy sutil y difusa, “una instrumentalización multiforme” que incluye innumerables tácticas y estrategias recorriendo nuestros cuerpos y agrupaciones de cuerpos. Mostrando la íntima implicación entre poder y saber, él ve el “cuerpo político” como el…

[…] conjunto de los elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de refuerzo, de vías de comunicación y de puntos de apoyo para las relaciones de poder y de saber que invaden los cuerpos humanos y los someten haciendo de ellos objetos de saber (1984, 30).

Su definición -y distinción- de sociedades disciplinarias y sociedades biopolíticas o de seguridad, implican también una variación en la forma de ver el cuerpo: del “hombre-cuerpo”, individualizado, o del “cuerpo-máquina”, fundamental en la consolidación de la disciplina e integración en el sistema productivo, al “cuerpo-especie”, el “hombre-vivo” o la “población”, base de la construcción de biopoder, especialmente a través del control de la circulación. De forma más amplia, él afirma:

El control de la sociedad sobre los individuos no se realiza sólo por medio de la consciencia o de la ideología, sino también en el cuerpo y con el cuerpo. Para la sociedad capitalista, la biopolítica es lo que más importa, lo biológico, lo somático, lo físico (Foucault 1994, 210).

Lefebvre y Foucault (a quienes consideramos complementarios aquí), se afilian a una larga línea de filósofos que, en diferentes perspectivas, destacaron al espacio-cuerpo, de Spinoza a Nietzsche, de Heidegger a Merleau-Ponty. Me gustaría, sin embargo, enfatizar la propuesta de otros dos filósofos, más recientes: Deleuze y Guattari, por tratarse no sólo del espacio-cuerpo sino de aquello que se tornará en una de las principales contribuciones de la lectura geográfica decolonial latinoamericana, el territorio-cuerpo -o, dentro de una distinción que propondremos inicialmente, el cuerpo-territorio-.

En el libro El mito de la desterritorialización, al mismo tiempo que fuertemente inspirado en posicionamientos de estos dos autores, cuestioné la concepción demasiado amplia de territorio, presente en la obra de Deleuze y Guattari, para quienes “el territorio, como uno de los conceptos-clave de la

Filosofía”, comprende…

[…] dimensiones que van de lo físico a lo mental, de lo social a lo psicológico, y de escalas que van desde una rama de árbol “desterritorializado” [al ser transformado en un bastón, por ejemplo] hasta las “reterritorializaciones absolutas del pensamiento” (Haesbaert 2004, 38).

Consideré también “exagerada” la expresión de los autores al hablar de una “territorialización” del cuerpo: “si fuera necesario, tomaré mi territorio en mi propio cuerpo, territorializo mi cuerpo” (Deleuze y Guattari 1997, 128). Asociando a los envoltorios de animales como la tortuga y algunos crustáceos, para ellos el mismo tatuaje haría del cuerpo un territorio. Sin embargo, en la misma obra, relativicé esta crítica. Inspirado también en Michel Foucault, comenté sobre la centralidad de los “individuos-sujetos” en los procesos de reproducción y control social, no sólo en lo que se refiere a la conciencia, sino “también en tanto corporeidades”:

En este sentido, el control de los cuerpos [enfatizando el carácter disciplinar de la sociedad] -o de las “masas” [más en el caso del bio-poder]- pasa a tener un nuevo papel, aunque relativamente poco valorizado en las nuevas estrategias territoriales. En una interpretación bastante osada, es como si el territorio, en tanto unidad espacial funcional y expresiva, en una sociedad cada vez más individualista estuviese siendo comprimido en la “unidad espacial mínima” que es el cuerpo -en otras palabras, el cuerpo en cuanto entidad relacional, sumergida en un universo dinámico y complejo de relaciones sociales, es igualmente algo próximo de un individuo-territorio, como indica Maffesoli (2001) (citado en Haesbaert 2004, 276).

Al referirse a la distancia como una de las propiedades fundamentales del territorio, Deleuze y Guattari también recuerdan el campo del arte, en especial la danza (y más específicamente la danza barroca, que ellos identifican como “danza territorial”), donde cada pose, cada movimiento, instaura una determinada distancia entre los cuerpos.

Es interesante cómo la reflexión sobre el cuerpo como territorio, se expandió en el campo de la coreografía y de la danza, hasta el punto, por ejemplo, de que la bailarina y teórica de la danza Julie Barnsley (2006) llegó a escribir un libro intitulado El cuerpo como territorio de la rebeldía.10 Lepecki (2011), en una concepción teóricamente elaborada, a partir del carácter co-constitutivo arte-política y de la “política del suelo”, espacialmente situada, de Paul Carter, propone una “coreo-política”, que “revela el entrelazamiento profundo entre movimiento, cuerpo y lugar” (p. 51). Aunque utilice más la designación lugar que territorio, se trata también claramente de un territorio (inclusive en los vínculos con la policía).

En cuanto concepto -o mejor, como categoría de análisis- los geógrafos ingleses, todavía en los años 1990, reconocían esta interacción entre cuerpo y territorio (y también lugar). Para Steve Pile y Heidi Nast, por ejemplo:

Poco a poco, los cuerpos se tornan relacionales, territorializados de maneras específicas. De hecho, se puede decir que los propios lugares son exactamente lo mismo: ellos también están constituidos por relaciones entre, dentro y más allá de ellos; territorializados a través de escalas, fronteras, geografía, geopolítica (Pile y Nast 1996, 3 ).11

Es sintomático, sin embargo, que sean los indígenas y las mujeres (muchas de ellas también indígenas) los principales protagonistas en tratar el territorio como cuerpo, o mejor, a problematizar la concepción de “cuerpo-territorio” en América Latina y utilizarlo como herramienta de lucha. Es importante resaltar que, en la cultura nativa, indígena, en sentido más amplio, el cuerpo tiene un papel decisivo. Según Viveiros de Castro:

[...] los regímenes ontológicos amerindios divergen de aquellos más difundidos en Occidente precisamente en lo que concierne a las funciones semióticas inversas atribuidas al cuerpo y al alma. Para los [colonizadores] españoles [...] la dimensión marcada era el alma; para los indios, era el cuerpo. [...] El etnocentrismo de los europeos consistía en dudar [negar] que los cuerpos de los otros contuvieran un alma formalmente semejante a las que habitaban sus propios cuerpos; el etnocentrismo amerindio, al contrario, consistía en dudar que otras almas o espíritus fuesen dotadas de un cuerpo materialmente semejante a los cuerpos indígenas (2015, 37).

Mientras los europeos reconocían el “otro” cuerpo indígena (los animales también tienen cuerpo), marcando su diferencia por la ausencia de alma, los indígenas reconocían la “otra” alma humana (los animales también tienen alma), cuestionando su distinción por el hecho de habitar un mismo (o semejante) cuerpo. Es como si, para los indígenas, reconocer la diferencia de alma (entre los diferentes seres) estuviese siempre ligada a la diferenciación de los cuerpos (no podría haber alma diferente en un mismo cuerpo), y la diferenciación de los cuerpos (humanos y no-humanos), para los europeos, estuviese ligada a la presencia o ausencia de alma (no pudiendo existir alma -prerrogativa “humana” [léase, muchas veces, hombre blanco cristiano]- en cuerpos diferentes).

Los pueblos nativos deseaban saber...

[…] si el cuerpo de aquellas “almas” era capaz de las mismas afecciones y maneras que las suyas: si era un cuerpo humano o un cuerpo de espíritu, imputrescible y proteiforme (Viveiros de Castro 2013, 381).

En suma, mientras la cuestión planteada por los europeos era de cómo podría un alma semejante a la suya habitar otro cuerpo, la de los indígenas era la de si podría un mismo (o semejante) cuerpo abrigar una otra alma.

Según Aníbal Quijano, en el caso de la colonialidad del poder impregnada en la formación de nuestra “América Latina”, la corporeidad es “el nivel decisivo de las relaciones de poder”. Para este autor:

En la explotación, es el “cuerpo” el que es usado y consumido en el trabajo y, en la mayor parte del mundo, en la pobreza, en el hambre, en la mala nutrición, en la enfermedad. Es el “cuerpo” el implicado en el castigo, en la represión, en las torturas y en las masacres durante las luchas contra los explotadores. Pinochet es un nombre de lo que ocurre a los explotados en su “cuerpo” cuando son derrotados en esas luchas. En las relaciones de género, se trata del “cuerpo”. En la “raza”, la referencia es al “cuerpo”, el “color” presume el “cuerpo” (2010, 126).

Castro-Gómez y Grosfoguel, desplegando el pensamiento decolonial, hablan también de una “corpo-política del conocimiento”, pues todo conocimiento está “in-corporado”:

… aunque se tome el sistema-mundo como unidad de análisis, reconocemos también la necesidad de una corpo-política del conocimiento sin pretensión de neutralidad y objetividad. Todo conocimiento posible se encuentra in-corporado, encarnado en sujetos atravesados por contradicciones sociales, vinculados a luchas concretas, enraizados en puntos específicos de observación (…) (Castro-Gómez y Grosfoguel 2007, 21).

Como recuerdan otros diversos autores, la corporeidad está profundamente implicada en las cuestiones de raza y género. El énfasis que las mujeres dan al cuerpo -en especial las mujeres indígenas- se debe, en gran parte, a la asociación, sobrevalorada y al mismo tiempo restrictiva, que la sociedad moderno-colonial, propagó entre mujer y cuerpo. Así, muchas veces, los cuerpos masculinos aparecen como incorpóreos y vinculados “al área de la mente, jerarquizando siempre la mente [masculina] por encima de los cuerpos [femeninos]” (Cruz Hernández 2017, 40). Espacialmente, es indudable el confinamiento (cuando no enclaustramiento) de la mujer en su propio cuerpo (ver, en algunas culturas más conservadoras, la interdicción/invisibilización casi completa del cuerpo femenino) o, lo que es más común, en el espacio doméstico o “del hogar”.

Por otro lado, debemos reconocer aún la larga negligencia y/o el menosprecio con relación a la multiplicidad inherente al propio cuerpo, o sea, sus manifestaciones en términos de clase, género, raza, identidad nacional/regional, capacitación física y edad o franja generacional. En el caso latinoamericano se debe destacar el amplio dominio, histórico, de una visión patriarcal de la sociedad -fortalecida por el proceso de dominación y explotación colonial pero que, sin duda, le antecede, impregnada en lo histórico cultural, opresor de muchas comunidades pre-coloniales- sin ignorar que algunas de ellas, al contrario, matriarcales, se destacaron por el papel protagónico de las mujeres.

Otra marca de la geografía latinoamericana que tiene serias implicaciones en términos de desigualdad de género, es la economía de carácter extractivo, difundida de larga data por todo el continente (autores como [Gudynas 2009; y Svampa 2019], enfatizan sus especificidades actuales a través de la denominación “neoextractivismo”). Así, recuerda Cruz Hernández (2017), espacios extractivistas son altamente masculinizados y la instalación de empresas provoca una “patriarcalización de los territorios”. El aumento de la violencia en esos espacios dominantemente masculinos es un factor más que lleva al compromiso de las mujeres, especialmente aquellas vinculadas a la vivencia comunitaria de los pueblos originarios, contra estas formas de explotación y patriarcalización.

En este contexto, surgen innumerables movimientos capitaneados por mujeres, sobre todo, mujeres indígenas que proclaman la “defensa del cuerpo y del territorio”. Un ejemplo reciente, en Brasil, fue la 1ª Marcha de las Mujeres Indígenas, realizada en agosto de 2019 en la capital federal, Brasilia. Su relevancia se expresa por el hecho de haber reunido, por primera vez, 2.500 mujeres de 130 pueblos indígenas distintos, representando entre todas las cinco grandes regiones del país. En el documento final que divulgaron afirman:

[...] queremos decir al mundo que estamos en permanente proceso de lucha en defensa del “Territorio: nuestro cuerpo, nuestro espíritu”.[...] Como mujeres, líderes y guerreras, generadoras y protectoras de la vida, nos posicionaremos y lucharemos contra las cuestiones y las violaciones que afrontan nuestros cuerpos, nuestros espíritus, nuestros territorios. Difundiendo nuestras semillas, nuestros rituales, nuestra lengua, nosotras garantizaremos nuestra existencia. [...] Necesitamos dialogar y fortalecer la potencia de las mujeres indígenas, retomando nuestros valores y memorias matriarcales para poder avanzar en nuestras peleas sociales relacionadas con nuestros territorios (Miotto 2019).

Esta articulación entre cuerpo y territorio, de modo más amplio, “coloca en el centro lo comunitario como forma de vida”, permitiendo abordar el territorio en múltiples escalas, resaltando la importancia de la “escala más micro, más íntima, que es el cuerpo”, “primer territorio de lucha”. El cuerpo, y notablemente el cuerpo femenino y de otros grupos disidentes, revela la concreción de innumerables “otras escalas de opresiones, de resistencias: familia, plaza pública, comunidad, barrio, organización social, territorio indígena, etcétera.” (Cruz Hernández 2017, 43). La autora afirma que la concepción “cuerpo-territorio” es “una epistemología latinoamericana y caribeña elaborada por y desde mujeres de pueblos originarios” e incluye sus posiciones dentro de lo que denomina “nuevas miradas ecofeministas desde el Sur” (que incluye su “Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo”, creado en 2012).

Otro autor importante en este debate es Echeverri (Echeverri 2004; Botero 2002), uno de los pioneros en la proposición no sólo de un “cuerpo [como]-territorio” sino también de un territorio en el interior del propio cuerpo. Echeverri propuso el territorio ante todo como “apetito, pulsión vital, deseo”, partiendo del modelo de crecimiento de un ser vivo. Así, hace un recorrido escalar que tiene su inicio en el vientre materno:

...el primer territorio de toda criatura es el vientre materno: un mar salino de donde la criatura obtiene su alimento y satisface sus deseos. Con la ruptura del nacimiento, el territorio del bebé se torna el cuerpo de su madre y, sobre todo, su seno de amamantar. Desde allí, este territorio, que fue único y auto-contenido, debe establecer relaciones y tomar sustancias de otros “territorios” [inclusive de otras especies] (Echeverri 2004, 263, énfasis del autor).

Echeverri resalta también la imbricación entre “naturalización” y “socialización” territorial, al recordar la creciente necesidad de valerse de territorios ajenos, o sea, del cuerpo de otros -y del cuerpo-tierra, podríamos decir-, a fin de garantizar su reproducción y sobrevivencia. Se construye así un circuito de relaciones, de conflicto o complementariedad, con otros “agentes naturales o humanos”. En el caso de los indígenas que comparten esta concepción de territorio, ellos se territorializan mucho más en forma de redes (donde el autor enfatiza los “canales” que entrelazan los nosotros de las redes) que de zonas o áreas, como predomina en el orden jurídico-estatal hegemónico.

Otra autora importante en este debate, y que profundiza esta lectura “corpo-internalizada” del territorio a partir de una perspectiva geográfica, o mejor, geopolítica, es Sofía Zaragocin. A pesar de declararse investigadora en la óptica de una “geopolítica feminista decolonial”, la autora echa mano de un fértil diálogo con las referencias del debate anglo-sajón. Es a partir de esta interlocución que ella despliega un concepto como “colonialidad de colonos” (settler colonialism, en el original inglés), fundamentada, entre otros, en los trabajos de Wolfe (1999) y Veracini (2011; 2014). Esta colonialidad de colonos aporta una contribución importante en la medida que enfatiza la dimensión espacial de las dinámicas colonizadoras donde, además de un genocidio y/o etnocidio de las poblaciones originarias, se trata de una “invasión estructural” (en los términos de Wolfe) orientada a la expropiación, expoliación y reapropiación del territorio y de extracción de sus recursos.

Dentro de este verdadero proyecto colonial de des-re-territorialización surgen y se difunden los más diversos procesos de resistencia (o de r-existencia), como el que Zaragocin (2018b) analiza entre las mujeres étera en el norte-pacífico ecuatoriano. Frente a la amenaza de extinción del grupo indígena, estas “proponen el útero como trinchera desde la cual confrontan la muerte colectiva”. Así, su lucha contra diversas formas de violencia crea “una territorialidad a través de los documentos y corporeidades reproductivas”, configurando lo que Zaragocin, de forma provocadora, propone denominar una “geopolítica del útero” (2018a, 1).

Cabe resaltar que esta osada proposición se fundamentó en las categorías de las prácticas formuladas por los pueblos originarios investigados por la autora. Es evidente que este uso extraordinariamente amplio de las designaciones territorio y territorialidad, aunque anclado en prácticas efectivas, exigen una mayor precisión conceptual a fin de alcanzar un mayor rigor analítico.12 Aunque se mantenga el mismo término, cada cambio de escala implica una serie de transformaciones en términos de poder decisorio/autonomía y, así, más ampliamente, de maneras de afectar otros territorios/territorialidades o, si queremos, otros cuerpos (¿órganos?) y/o consciencias trans-escalarmente imbricados.

Así, tenemos que analizar con cuidado afirmaciones como la de que “el cuerpo genera territorialidad, pero hay partes del cuerpo que generan territorialidades distintas”, o que el útero “es la parte del cuerpo donde puede haber mayor autonomía y empoderamiento al decidirse por no tener hijos o al interrumpir una gravidez” (Zaragocin, 2018b, 12,subrayados nuestros). De hecho, no son “partes del cuerpo” que generan territorialidades o que “hacen resistencia” (“hay partes del cuerpo que pueden hacer resistencia de manera distinta a otras” [2018b, 11, subrayado nuestro]). Es fundamental mantener la “condición territorializadora” en el cuerpo o en el órgano corporal como perteneciente y bajo el poder decisorio de una persona (o grupo, en el caso de una iniciativa tomada por el conjunto de una etnia indígena, por ejemplo). Como bien expresa la autora, ejemplificando partes del cuerpo que “pueden hacer resistencia de manera distinta”: “personas con prótesis generan una territorialidad distinta a través de esta parte de sus cuerpos” (Zaragocin 2018b, 11, subrayados nuestros).13

Cuando Zaragocin, citando a Cruz Hernández (2016) y Cabnal (2010), considera que “los cuerpos y los territorios son ontológicamente un todo” (2018b, 4), queda claro que tanto el cuerpo o la corporeidad, relacionalmente hablando, puede ser tratada como un territorio (“primer territorio”, dirá ella de seguidas, problematizando indirectamente la idea de “útero-territorio”),14 como también puede ser distinguido (pero nunca disociado) de territorios en sentido más amplio, correspondientes de forma explícita a los diferentes ambientes en que nuestros cuerpos (individuales o en grupo) se encuentran involucrados.

En palabras de Cabnal, esta íntima alianza cuerpo-territorio-tierra se manifiesta en lo que ella denomina “recuperación y defensa histórica de mi territorio cuerpo tierra”, asumiendo “la recuperación de mi cuerpo expropiado, para generarle vida, alegría vitalidad, placeres y construcción de saberes liberadores para la toma de decisiones”. Esta potencia se junta con la defensa del “territorio tierra”, pues no es posible concebir su cuerpo de mujer “sin un espacio en la tierra que dignifique mi existencia, y promueva mi vida en plenitud” (2010, 23).

Territorio-cuerpo (de la tierra): la t/Tierra como cuerpo

En el poema “Naturaleza de Mmá” (la tierra), los indios wayuu de la región entre Venezuela y Colombia, asocian montañas y piedras a huesos, “porque todas las rocas constituyen los huesos de la tierra”; ríos, fuentes y lagos “su sangre, sus lágrimas, su savia”; y la arena y el barro “sus carnes, sus músculos, sus vísceras”. Y concluyen: “Su seno es cálido como la matríz. Su corazón es fuego. Pero las demás partes de su cuerpo se ocultan a nuestras vistas porque son divinas y no alcanzamos a comprenderlas”.15

Un texto-poema como éste muchas veces expresa de modo mucho más denso una relación -o condición- que pretendemos comprender: en este caso, la vivencia-lectura de los pueblos originarios de la “tierra-territorio” como cuerpo. El enlace entre territorio y cuerpo incluye, de hecho, diversas modalidades de (inter)relaciones y escalas de interpretación.

A partir del reconocimiento de la relevancia de los cambios implicados en la distinción de estos juegos de escala,16 con este foco analítico-escalar se pueden identificar, por lo menos, cuatro abordajes, a los que propongo denominar: “cuerpo-territorio” o el cuerpo como territorio; territorio de/en (interior de) cuerpo (como vimos para el caso del útero); territorio como conjunción de cuerpos (“población”); y “territorio-cuerpo (de la tierra)” -en el caso de las lecturas de la tierra/Tierra como un cuerpo- o, más simplemente, el carácter ontológico, existencial de la tierra/Tierra como territorio, prolongación indisociable de nuestro cuerpo, tal como es transmitido por el maestro wayuu Iipuana en su poema.

Los dos primeros abordajes fueron aquellos trabajados en el item anterior, con base en las proposiciones del pensamiento feminista e indígena latino-americano. Mientras el “cuerpo-territorio” ve el cuerpo (especialmente el cuerpo de la mujer) en su conjunto, como nuestro primer territorio, el “territorio de/en el cuerpo” admite la territorialidad de los propios órganos que lo componen, como en el enfoque de Echeverrí (2002) al definir el vientre materno como “primer territorio”, o Zaragocin (2018b) al concebir la condición territorial del útero.

La tercera perspectiva, a pesar de no contar con una referencia explícita anterior a su concepción, puede ser deducida, dentro de ese juego múltiple de escalas, como aquella que concibe el territorio o, por lo menos, la territorialidad (en tanto condición de/para la territorialización), a partir de la conjugación de cuerpos o, como lo denominaría la biopolítica foucaultiana, de la “población”, especialmente en sus efectos de “masa” (en cuanto “cuerpo político de la nación”). Como no se trata directamente de una perspectiva de matriz decolonial y/o como categoría de la práctica, teniendo, por tanto, raíces más analíticas sin diálogo con el uso en la práctica social por el sentido común, ella será desarrollada en un trabajo más amplio que está en fase de finalización.

El abordaje del territorio-cuerpo de la tierra, tierra-territorio como cuerpo o, simplemente, del territorio-cuerpo, en su sentido más directo, merecerá mayor atención aquí, especialmente por su vinculación muy nítida con un pensamiento latinoamericano de matriz decolonial. Se trata de la concepción que, como invirtiendo el raciocinio en torno del cuerpo-territorio, considera a la propia tierra (en este caso, componente indisociable del territorio) como cuerpo, ampliando en mucho, metafóricamente, la concepción comúnmente difundida de corporeidad.

Podemos proponer denominarla simplemente “territorio-cuerpo”, en la medida en que, desde su origen etimológico, el territorio está ligado al dominio y/o apropiación de la tierra, de la llamada primera naturaleza. Algunos autores, sin embargo, prefieren trabajar no con la designación “territorio-cuerpo”, que puede ser confundida o tener una distinción muy poco explícita con relación a “cuerpo-territorio”, pero si con la tríada “tierra-territorio-cuerpo”. Otros más optan por destacar la relación territorio-naturaleza (en vez de tierra) o por utilizar simplemente la expresión “cuerpo-tierra”, enfatizando la visión de la tierra (en la mayoría de las veces como sinónimo de territorio) como cuerpo. Preferimos, para efectos de este texto, utilizar el término “territorio-cuerpo (de la tierra)”.

La diferenciación aquí propuesta entre cuerpo-territorio y territorio-cuerpo (de la tierra) envuelve sólo una cuestión de énfasis, pues se trata siempre de una perspectiva relacional, ora privilegiando la dirección que va del cuerpo-territorio a la tierra, ora de la tierra-territorio al cuerpo. Por eso, estos movimientos se encuentran imbricados de forma indisociable, como veremos en la propia vivencia de un pueblo indígena como los wayuu, detallada más adelante. Se trata, sobre todo, de un instrumento analítico, pero profundamente conectado en el contexto empírico de las categorías de la práctica de los pueblos originarios, a fin de destacar:

  1. las implicaciones de los cambios en los juegos de escala, como ya fue comentado;

  2. la indisociabilidad cuerpo-tierra para la efectivación de aquella que consideramos, al lado del cuerpo-territorio, una de las grandes contribuciones del pensamiento decolonial latinoamericano al debate sobre territorio, la de su lectura por el lado ontológico, de la defensa del territorio como espacio de vida, de la existencia en sentido amplio, lo que implica también considerar toda la experiencia de extrema violencia (sobre todo, contra la mujer) difundida en nuestro continente. Denomino esta perspectiva, que debe, obligatoriamente, envolver la del cuerpo-territorio, “territorio de r-existencia”.

Varios autores destacan, especialmente entre las comunidades indígenas, una relación profunda entre los grupos sociales y el territorio que, en algunos casos, es visto explícitamente como una continuidad o una extrapolación, en otra escala, de nuestra condición corpórea, esto es, de nuestra corporeidad. Así, por ejemplo, Quintero Weir (2019) trae un ejemplo muy representativo en relación con este abordaje del territorio-tierra como cuerpo -o, como proponemos, del territorio-cuerpo de la tierra, a partir de grupos indígenas venezolanos-.

Ya en la presentación de su trabajo el autor reivindica la recuperación del “nosotros” -el “espíritu nosótrico”, el “hacer comunidad”- del cual las comunidades originarias fueron alienadas con el despojo capitalista-colonial:

...el primer y más contundente paso del establecimiento de la dominación colonial y de la colonialidad es desintegrar el nosotros de su originaria condición territorial y de la praxis de su territorialidad (Quintero Weir 2019, 12 ).

Para rescatarlo, es fundamental recuperar la memoria de sus territorialidades comunes originarias. En este sentido, él retoma, por ejemplo, la “perspectiva de ver y vivir el mundo” por parte de los indígenas wayuu, en la región del lago de Maracaibo, frontera entre Venezuela y Colombia.

Quintero comienza por mostrarnos el dilema cuando se trata de “traducir” nuestra noción de territorio en una lengua indígena como la de los wayuu. Él prefiere, así, buscar en el idioma indígena las formas propias con las que designan su espacio. La expresión más próxima de “territorio” para los wayuu sería Wouma’in, el conjunto del espacio ocupado por su pueblo y por cada uno de sus clanes. En verdad:

Wouma’in, como expresión del sentipensar wayuu, sólo se refiere indirectamente a la noción de territorio y, más directamente, a la noción vital de la tierra como sujeto vivo capaz de parir la vida de todo aquello presente como sujeto vivo en el mundo, incluyendo la de los hombres y mujeres wayuu (Quintero Weir 2019, 13 , subrayados del autor).

Esto porque el término reúne “W”, “nosotros”, y “ou”, indicativo que al mismo tiempo da posición en/sobre una superficie y del acto de emerger o brotar sobre ella que, completando el término, seria “ma”, la tierra. No se trata, por tanto, de la simple “posesión [libre] del mundo”, sino de una “posesión ontogénica”, de vinculación estrecha con la tierra de donde emergen (“ma’in”, o “corazón de la tierra”), de pertenencia a ella. A ejemplo de varios otros pueblos originarios de Abya Yala, se trata de una lectura espacial y/o “territorial” a partir de la amplia concepción de espacio de vida.

En el caso colombiano también tenemos ejemplos de esta íntima conjugación entre territorio, tierra (o naturaleza) y cuerpo (como síntesis de “vida”). La visión del territorio como territorio de vida queda clara en la misma forma con la que los indígenas colombianos miran (también presentes en la Amazonía brasileña) o conciben el “manejo” frente a aquella propuesta por entidades gubernamentales. Según Echeverri (2004), ellos abogan por una “consulta a la naturaleza” donde los seres naturales también son concebidos como poseyendo territorios. Este carácter “consultivo y negociado” de la política de manejo revela que “el territorio es un espacio de vida humana que se expande en negociación con otros espacios [naturales y sociales] a partir de un centro”, centro éste, que es el núcleo de la vida humana.

Se trata de un nítido contraste con “la noción territorial desde la ciencia de la conservación”, que “está centrada en la vida silvestre, y la acción humana consiste en delimitar y demarcar áreas para garantizar la reproducción de esa vida silvestre” (Echeverri 2004, 271). No se trata, sin embargo, en la lectura del autor, que sobrevaloremos la cuestión de los distintos sentidos con que la palabra “territorio” es accionada en las dos concepciones, sino de reconocer que “al estar situadas en perspectivas diferentes, no tienen cómo hacer referencia a los mismos objetos”. El problema es también espacial en el sentido del cambio de perspectiva en cada contexto vivido. Y más de una vez, también, lo que está en juego, en primer lugar, es el fortalecimiento de buenas relaciones sociales “que permitan el crecimiento y la reproducción de los cuerpos” (Echeverri 2004, 275).

Los indígenas piden una relación social que...

...permita a ambos [blancos e indígenas] reproducirse en sus respectivos cuerpos: los indígenas reproduciendo sus familias, sus chagras17 [áreas de cultivo], sus cabañas y adquiriendo bienes y sustancias de los blancos que también necesitan para sus vidas.

Echeverri concluye que “más que diálogo intercultural para entender el territorio (como naturaleza), lo que se necesita son buenas relaciones sociales para construir el territorio como cuerpo” (Echeverri 2004, 275). Y no sólo como cuerpo “antropomórfico”, se debe agregar, pues la consideración de los territorios de otros seres vivos, como los animales, es fundamental. Se debe entonces, hablar en la interacción entre múltiples territorios (cuerpo) de vida.

De modo análogo a los wayuu, otro pueblo arawako, los añuu, de la región del golfo y del lago de Maracaibo, utilizan el término Wou’ree para definir su “ontogénesis”, ahora enfatizando el espacio acuático (ríos, lago y mar) en que se sitúan y agregando una dimensión temporal. Así, a través de la expresión designan “todo aquel lugar de agua donde alguna de sus comunidades construye vida y, por tanto, tal lugar forma parte de su territorio en las aguas”, debiendo ser traducida como “de aquí emergimos, aquí estaremos” (Quintero Weir 2019, 16 ). Se observa allí que la relación con la tierra en la conformación territorial depende de los elementos “naturales” en los cuales cada grupo cultural está inserto y con los que más íntimamente se relacionan. Así, como veremos adelante, hay quien propone hablar, por ejemplo, de “agua-territorio”.

Muchas luchas que se pueden denominar como ontológico-territoriales están focalizadas en una o más dimensiones de la tierra-territorio, dependiendo también de la constitución específica de cada grupo y de las luchas que se despliegan en el interior de su “ambiente natural”: en algunos casos se dan más en función del acceso al agua, en otros a la tierra para cultivar y en otros, todavía, de la preservación de los bosques y sus recursos. Incorporada a todas ellas, con todo, es colocada en primer plano la cuestión de la vida y de la propia existencia/sobrevivencia, en una especie de biopolítica de adentro hacia afuera o “desde abajo”.

En el caso del agua, Panez (2018) llega a proponer la concepción de “agua-territorio” en función de la importancia del debate territorial en la comprensión de tantos conflictos en curso por el agua en América Latina. El autor reconoce que los debates sobre la cuestión del agua generalmente no explican la dimensión territorial relacional, allí involucrada, fetichizando muchas veces el concepto al sobrevalorarlo a través de un tratamiento aislado o, aún peor, visto cada vez más por una óptica mercantilizada, ignorando el uso común.18

Tratar el binomio agua-territorio significa tratar su inseparabilidad al mismo tiempo que se reconoce su no equivalencia. Pensar este vínculo, según el autor, significa comprender:

a) la vinculación cultura-naturaleza presente en los procesos de apropiación del agua; b) las relaciones de poder desplegadas “en” y “a través” del territorio [inclusive al interior de los propios movimientos sociales]; c) las lógicas de organización espacial con la producción de escalas; y, finalmente, d) las diferentes territorialidades de los actores protagonistas de los conflictos en curso (Panez 2018, 216).

Zaragocin, cuyas contribuciones ya fueron destacadas aquí en lo que atañe a la noción de cuerpo-territorio, también contribuye a este debate. A partir de una mirada feminista, propone una “descolonialidad feminista hemisférica de espacios acuáticos” (2018a, 8). En estos espacios, específicamente, ella analiza especialmente “la relación entre agua-territorio y cuerpo-territorio desde las implicaciones de muerte-cuerpo-territorio para mujeres racializadas” (2018a, 9), y agrega a la propuesta de Panez sobre el agua-territorio la relación cuerpo-territorio. Esto “generaría el concepto de agua-cuerpo-territorio, donde el cuerpo como primer territorio, ontológicamente conectado con el agua, alcanzaría otra dimensión de territorialidad” (2018a, 14). Yendo más allá, Zaragocin propone pensar en una decolonización particular de los espacios acuáticos, agregando a la lectura feminista la nueva geografía de la raza desplegada por Juliet Hooker, donde la “racialización del espacio acuático” debe ser entendida a través de una “decolonialidad hemisférica”, pues ella se da, como demuestra Hooker, de sur a norte en todo el continente americano. Género y raza, a partir de una mirada decolonial “latino-americana”, se tornan así indisociables de nuestra condición territorial.

Esta visión decolonial predominantemente ecofeminista y/o indígena del territorio se expande, como vimos, del cuerpo individual al cuerpo de la propia tierra -o de la tierra vista como cuerpo-. En una posición aún más amplia de esta lectura “corpórea” y vivida del territorio, de la territorialidad y de la territorialización, tenemos el abordaje más abarcador, aquel que interpreta como territorio el propio mundo vivido por determinado grupo o cultura en su conjunto -o también, en el extremo, el conjunto de mundos (o “pluriverso”) que garantiza nuestra existencia en el planeta-. Con toda la polémica involucrada en esta perspectiva, la misma Tierra puede ser vista como un organismo vivo, como en la famosa hipótesis de Gaia -la diosa griega de la Tierra y madre de todos los seres vivos- una Tierra-madre en la lectura de diversos pueblos originarios.

En las diversas concepciones territoriales de los pueblos originarios (wayuu, añuu, bari, maranha, pero también mapuche, quechua, guaraní...) hay una clara vinculación entre territorio (a veces sustituido por el término espacio o lugar) y mundo, territorio y (planeta). Tierra, pues el territorio de cada grupo se confunde con la totalidad o integralidad de su mundo. Vale aquí reproducir esta afirmación de los indios misak, del Cauca colombiano, en la que el territorio es considerado “el elemento más sensible” de sus vidas, “elemento dinámico y articulador” de su cultura:

Los misak retomamos la lucha y venimos reconstruyendo la parte territorial y es el elemento más sensible de nuestra vida, en él se articulan todos los procesos culturales, ambientales, económicos y espirituales; es el elemento dinámico y articulador de los procesos vitales de nuestra cultura (Tunubalá y Muelas 2008, 16; apudQuijano Valencia 2013, 122)

Hay allí un fuerte vínculo entre espacios funcionales a la sobrevivencia física, con los “recursos necesarios” y locales cargados de simbolismo, sacralizados, fundamentales para sus nociones de pertenencia. El indígena Ailton Krenak, del grupo Krenak, un gran líder indígena brasileño, utiliza la noción de lugar, en vez de territorio, para hablar de esa idea de pertenencia:

Pertenecer a un lugar es formar parte de él, es ser la extensión del paisaje, del río, de la montaña. Es tener sus elementos de cultura, historia y tradición en ese lugar. O sea, en vez de que usted imprima un sentido al lugar, el lugar imprime un sentido a su existencia (Krenak 2020).

Esta afirmación es importante porque nos recuerda que, analíticamente, entre los geógrafos hay una tradición (notablemente de fundamentación fenomenológica) de tratar el término “lugar” para enfatizar justamente las dinámicas espaciales de construcción identitaria y de pertenencia. La lectura intelectual, sin embargo, muchas veces suprime o deja apenas implícito el valor de este sentido que el espacio (el lugar o el territorio, dependiendo del abordaje) “imprime” en nuestra existencia, como si fuésemos nosotros, solamente, los que tuviéramos el poder de “construir sentido” en el (con el) lugar.

Una concepción muy semejante a la de esos otros grupos indígenas es aquella de los mapuches en su lucha de resistencia y afirmación en el sur de Chile. Para los mapuches, el territorio es definido como:

[…] un espacio vital integral en el que estamos relacionados con los demás elementos del entorno natural y espiritual tanto de nuestros antiguos, como los del nguenmapu, lo que en el fondo son considerados vitales, ya que nos otorgan un linaje, una historia común. (…) El territorio posee una importancia fundamental… se refiere también a una dimensión inmaterial, en la cual habitan diversas fuerzas espirituales que permiten la vida y la existencia de los mapuches (Llaitul y Arrate 2012, 48).

Esta idea recurrente del territorio como un “espacio vital”, integrado/integrador o “espacio de vida”, donde habitan seres materiales y espirituales, muchas veces se extiende a todo el espacio compartido por una determinada cultura. Como afirma Quintero, “para los pueblos indígenas cada uno de sus territorios se constituye como expresión del tamaño del mundo, así se conforma como un universo: el universo de la cultura” (2019, 18). La analogía con el cuerpo puede ser nuevamente mencionada, ahora a la escala del “mundo”, ya que puede transformarse en el cuerpo femenino de “una Madre capaz de parir, proveer y sustentar la vida de las diversas comunidades” (Quintero 2019, 15). Aquí se trata también de la Tierra -planeta- como un cuerpo, y el cuerpo de la Tierra como cuerpo femenino.

Se reproduce así, una concepción recurrente que, en muchas sociedades, enaltece la “maternidad” terrestre y concibe la Tierra como un gran ser vivo que “nos pare” y “nos nutre”, en una amalgama indisoluble entre hombre y “naturaleza”. Este papel “maternal” de la T/ tierra es enaltecido desde, por ejemplo, Mahimata, la “madre tierra” del Reg-Veda, uno de los textos sagrados hindús, concebida como la “madre de todos los dioses”, en una clara ancestralidad matriarcal. Quintero nos recuerda también a Abama (Mde) Igtá (Tierra) de los chibcha, pero la más difundida y que inspiró diversas propuestas políticas (inclusive de “derechos de la naturaleza”) es sin duda la Pacha Mama o Tierra Madre de los pueblos andinos, íntimamente alineada con la propuesta del Buen Vivir (o sumak qamaña de los aimara y el sumak kawsay de los quechua). Según Estermann:

“cuando se trata de la ‘tierra’ como base de la vida, se usa la expresión pachamama (‘Madre tierra’)”, pero el sentido quechua y aimara de “pacha” es mucho más amplio y profundo, pues “filosóficamente, pacha significa el ‘universo ordenado en categorías espacio-temporales’” (1998, 144) y no solamente en su materialidad. Así, “tiempo, espacio, orden y estratificación son elementos imprescindibles para la relacionalidad del todo. Juntando el aspecto de ‘cosmos’ con el de ‘relacionalidad’, podemos traducir (que siempre es ‘traicionar’) pacha como “cosmos interrelacionado” o “relacionalidad cósmica” (1998, 145).

Así, muchos grupos, especialmente en los altiplanos andinos, comparten de algún modo la misma concepción de un territorio que no disocia al hombre de la tierra, pensada como Pacha (universo, mundo) mama (madre), donde todos los seres viven en relación y donde la base física del terreno integra las relaciones sociales e, hipotéticamente, alguna puede ser reducida a su materialidad, pues todo contiene vida y, para el hombre, adquiere valor simbólico. Estos componentes en plena interacción también pueden ser asociados, metafóricamente, al cuerpo humano, como revela el relato de esta mujer indígena ( identificada por los autores como “Silvia” ):

La Pachamama tiene vida porque en sus bosques se manifiesta energía, fuerza, coraje y plenitud, en sus ríos la circulación de la sangre, en sus suelos la carne viva, los lagos son los ojos que miran y lagrimean de alegría y de tristeza (Andrade Zurita, García Oliva, y Yurgán Yurgán 2017, 102).

Tal vez pudiésemos afirmar que se pasa del patriarcalismo de un “territorio patria”, típicamente moderno-colonial (hasta por la sobrevaloración de la concepción de territorio como territorio nacional-estatal), al matriarcado de un “territorio matria” decolonizador. Gutiérrez (2016), al reelaborar la idea de “tejido” social, se pregunta cómo redefinir la idea de Patria frente a la “necesidad” de una Matria. Con esta cuestión, se retorna al debate sobre territorialidad-útero, apareciendo ahora el útero como metáfora de nuestro propio origen terrenal:

¿Acaso tenemos que resignificar el concepto de Patria por el de Matria? (…) Matria en contraposición a Patria como lo sugirió Gonzáles y Gonzáles (1983, 15), consiste en sustituir el “racional mundo del Padre” por el del mundo del terruño, el mundo pequeño y sentimental de la madre. Así la referencia a sociedades Otras apunta a la recuperación y construcción del comportamiento colectivo del cuidado de la vida (Gutierrez 2016, 29, énfasis de la autora).

Al identificarse el “proceso de gestación del vivir contemporáneo y de aliento matriarcal” surge, igualmente, “el desafío de ser útero de relaciones no patriarcales” (Gutierrez 2016, 332). Para la autora, cabe así:

Recuperar y defender organizadamente formas societales tradicionales de matriz matriarcal, y a la vez construir y recrear un arte que emerge del vínculo amoroso por la vida. La iniciativa, de este modo, impulsa un proyecto político de vida, resignificando territorios que están expresando la potencia de las resistencias de pueblos y colectividades que se filtran por las porosidades del sistema de dominación. (2016, 332-333)

Se trata, por tanto, de un espacio en el que “todo vive”, donde todo lo que configura este mundo está integrado (nunca son tomados como elementos individualizados) y se complementa en una relación de co-pertenencia, según Esterman, en la filosofía andina “el principio de la complementariedad es perfectamente compatible con la negación de la substancialidad en el sentido de ‘entes existentes en y por sí mismo’ (…). Ningún ‘ente’ o acontecimiento particular es una entidad completa, sino que sufre -para hablar en términos occidentales- de una ‘deficiencia ontológica’, es decir: es en el fondo un ‘no-ente’, una ‘nada’” (1998, 126); donde todos pueden ser vistos como “sujetos” (Quintero 2019, 38) -y, por qué no, con más derecho todavía, como “cuerpos”-. Se despliega una especie de “territorio de vida” que es, al mismo tiempo, un “territorio-cuerpo del mundo”, no sólo por la especificidad de cada grupo cultural sino también, en una lectura acostumbrada, por su plena interacción con la naturaleza. Desafiándonos a rever la propia concepción de corporeidad a través del ir y venir entre sus múltiples escalas.

En el fondo, si pensáramos bien, también en su concepción geográficamente más difundida, la del territorio como espacio de ejercicio de (un) poder, como campo de fuerzas (Souza 1995), de control de la accesibilidad (Sack 1997), de dominio (funcional) y apropiación (empoderamiento simbólico) (Haesbaert 2004), los indígenas expanden la escala de este ejercicio de poder (imprescindible para su sobrevivencia) y nos plantean el desafío de “controlar” de modo amplio (funcional, simbólico y afectivo19) la propia Tierra, “Pacha Mama”, como territorio (ontológicamente) esencial a la vida.

La pérdida de este control, para los pueblos originarios, al contrario de un empresario capitalista, por ejemplo, representa mucho más que la pérdida de una base de recursos -la amenaza a un territorio indígena significa la pérdida de todo un modo de vida, una concepción de mundo, ligada de forma inmanente a la tierra y a un conjunto de referenciales simbólicos allí involucrados-. De una forma completamente distinta, sesgada, a poco los grandes capitalistas también se van dando cuenta que su “territorio” por excelencia, y sobre el cual están perdiendo control, es en última (primera) instancia, el propio planeta, seriamente limitado en términos de recursos y también en área habitable (lo ecúmeno), y donde muchas otras fuerzas, no-humanas, (también) rigen la construcción del espacio.

Se puede entonces afirmar que defender la vida y defender el territorio, territorio que se extiende desde nuestro cuerpo hasta el “cuerpo de la Tierra”, son acciones inherentes una a la otra. De ahí la propuesta, desarrollada especialmente por Arturo Escobar (2015), de una “ontologización del territorio”: sólo se comprende el ser al entender su territorialidad. Escobar incorpora la idea de ontología política de Mario Blaser. Para este autor (La Cadena y Blaser 2018) la ontología política se define en torno de algunos elementos centrales, entre ellos la multiplicidad de conceptos como herramientas para la producción de mundos y de acoplamiento entre ellos y la comprensión de la política fomentada por la concepción del pluriverso. El debate ontológico deja la estricta abstracción filosófica, inserta en el mundo de las prácticas sociales y, según Escobar, “crea verdaderos mundos”.

Aunque no sea posible profudizar aqui ese debate, es importante reconocer que esa perspectiva sería una forma más amplia y “radical” de concebir el territorio, reconociendo esa dimensión ontológica como su dimensión más importante.

[…] la perseverancia de las comunidades y movimientos de base étnico-territorial involucran resistencia, oposición, defensa y afirmación de los territorios, pero con frecuencia puede ser descrita de forma más radical como ontológica. De igual modo, aunque la ocupación de territorios colectivos usualmente involucra aspectos armados, económicos, territoriales (sic), tecnológicos, culturales y ecológicos, su dimensión más importante es la ontológica (Escobar, 2015: 28).

En este razonamiento, los conflictos territoriales serían, en último análisis, por lo menos en el caso de los pueblos originarios, una cuestión también de disputa entre distintas ontologías. Tal como en la relación entre espacio (y territorio) en el sentido absoluto (separable, “independiente” un espacio del otro) y en el sentido relativo/relacional (donde se privilegian las conexiones entre los espacios y, más aún, aquellas incorporadas en ellas), la “ontología dualista” de la modernidad hegemónica, que separa la cultura de la naturaleza, el sujeto del objeto, haría frente a ontologías políticas de carácter relacional. A partir del recurso a una episteme ecológica o ambiental, también defendida por Enrique Leff; Escobar propone que esta lucha en defensa de los territorios “re-politiza la ontología, es decir, reanuda [retoma] la búsqueda de otras formas de ser-en-el-mundo” (Escobar 2018, 91).

Los territorios, en estas ontologías relacionales, son “algo más que una base material para la reproducción de la comunidad humana”, y este “algo más” sólo es captado por el reconocimiento de otras ontologías, de otros mundos, que van más allá del mundo humano, “cultural”. Así:

Cuando se está hablando de la montaña como ancestro o como entidad sintiente, se está referenciando una relación social, no una relación de sujeto a objeto. Cada relación social con no-humanos puede tener sus protocolos específicos, pero no son (o no solo) relaciones instrumentales y de uso. Así, el concepto de comunidad, en principio centrado en los humanos, se expande para incluir a no-humanos […]. Consecuentemente, el terreno de la política se abre a los no-humanos (Escobar 2018, 103-104).

Estas múltiples composiciones de interrelaciones complejas entre humanos y no-humanos, abre nuestra comprensión de la configuración de otros mundos, de ontologías múltiples -de un “pluriverso” o, en nuestros propios términos, de una multi o pluriterritorialidad-. Sin embargo, esto ya es cuestión para otros, amplios, horizontes de análisis.

Algunas consideraciones finales

El énfasis dado por muchos grupos sociales latinoamericanos, especialmente los pueblos originarios y movimientos de mujeres -principalmente mujeres indígenas-, al cuerpo-tierra-territorio como categoría de la práctica, es reveladora, ante todo, de la importancia del territorio de vida, aquí denominado “territorio de r-existencia”, contra las tantas amenazas y violencias que estos grupos vienen sistemáticamente sufriendo. Una concepción decolonial, compleja y no dualista, del “cuerpo” brota de una noción de corporeidad en toda su multiplicidad (lo que incluye no sólo la condición de género, raza y faja etaria, sino los distintos papeles de sus diferentes órganos -como el útero, en el caso de las mujeres) y, como afirma Cruz Hernández en la apertura de este texto, en la conjugación entre cuerpo individual y cuerpo social-.20

Se trata de grupos cuya existencia se debe a esta relación indisociable de sus cuerpos/afectos con los espacios de vivencia cotidiana, rompiendo, relacionalmente, con la visión dicotómica entre materialidad y espiritualidad, sensibilidad y conciencia, naturaleza y sociedad y, obviamente, cuerpo y espíritu, pues la concepción del cuerpo/corporeidad incorporada en esos “territorios-cuerpo” está profundamente moldeada, también, por un contenido simbólico o, si preferimos, espiritual.

En verdad, hablar de cuerpo-tierra-territorio (en las diferentes combinaciones de estos términos) es hablar, como vimos, tanto de la etno como de la biodiversidad, conjugándolas. Así, tenemos derivaciones de control territorial dependiendo del elemento más importante a ser controlado -al lado de la más genérica tierra-territorio podemos tener al agua-territorio y, en el caso de la defensa de los bosques, la selva-territorio o, también, una montaña-territorio, en el caso de la lucha contra el gran extractivismo mineral-.

Algunos podrán alegar que, por su excesiva amplitud, extendiéndose de la escala del cuerpo humano a la escala mundial planetaria, estas concepciones de territorio perderían mucho de su rigor analítico. De cualquier forma, sin embargo, como fue visto a través de varios ejemplos concretos, no hay cómo ignorar la fuerza de estas concepciones como categorías de la práctica y como herramientas de lucha, especialmente en lo que atañe a los movimientos feministas y/o de los pueblos originarios.

Podemos decir que, tratándose de territorio, el gran enlace “práxico” entre práctica, uso efectivo en lo cotidiano, y análisis, reflexión teórica, siempre se dará por la imbricación espacio-poder -ampliándose la concepción de poder, como fue comentado, al insertar claramente su dimensión simbólica (en el “empoderamiento identitario” decolonial de etnia y género, por ejemplo)-. Así, si los pueblos originarios proponen luchar por el territorio, comenzando por sus propios cuerpos (en especial en el caso de las mujeres) y extendiéndose hasta el conjunto de sus “mundos”, es porque entienden que lo que está en juego, lo que está siendo amenazado en última instancia es la propia vida -y no solamente la de ellos, en la medida en que comparten una concepción de “cuerpo”, humano y planetario, común-.

Así, si el territorio se construye en la lucha, en el embate frente a una amenaza -que, en el caso extremo, es la amenaza a la propia existencia, frente a la cual es preciso resistir- también se construye en la lucha por mantener, por preservar la vida que se tiene. En este sentido se puede hablar de la importancia, hoy, de los territorios del cuidado, del cuidado con el territorio, tornado aún más evidente frente a la pandemia de coronavirus. Defender es también vigilar, cuidar de aquel territorio sobre el cual nos consideramos responsables, en especial, nuestro cuerpo y su extensión inmediata, nuestra casa, que constituyen, juntos, nuestra morada. Hay, como afirma Bollnow ([1963] 2008), un sentido expandido de encarnación del hombre en el cuerpo y en la casa que “habitamos”. Justamente cuando más parecíamos despreciar y apartarnos de la corporeidad -que, en sentido más amplio es, también, espacialidad- ella se evidencia con más vehemencia. Definitivamente, la pandemia reveló que estamos encarnados, in-corporados al mundo que, al mismo tiempo, nos rodea y nos constituye.

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1 Original en portugués: “Do corpo-terrtitório ao territorio-corpo (da terra): contribuições decoloniais”. GEOgraphia vol. 22, n. 48, p. 75-90. Mi reiterado agradecimiento a los colegas Carlos Walter Porto-Gonçalves y Valter do Carmo Cruz por la interlocución, permanente estímulo a la reflexión crítica colectiva, jamás apartada del compromiso político. Agradezco también a Ana Angelita Rocha y Sofía Zaragocin por los provocadores desafíos que me colocaron para esta investida en la temática del cuerpo-territorio, y a José Ángel Quintero Weir, por las valiosas contribuciones a este artículo. El texto fue amablemente traducido del portugués al español por José Angel Quintero, con relectura de Alexander Panez, a los cuales mucho agradezco.

3 No me detendré aquí en el debate específico del pensamiento decolonial teniendo en cuenta su desarrollo en otro trabajo, de mayor aliento, en fase de redacción (libro Territorio y decolonialidad), y del que este artículo, ampliado, constituye un capítulo. De cualquier forma, la cuestión será desplegada, aunque de forma indirecta, a lo largo del texto. Este trabajo se encuentra vinculado al proyecto: “Territorio como categoría de la práctica social en una perspectiva latinoamericana”, con apoyo de investigación del Conselho Nacional de Desenvolvimento Cinetífico e Tecnológico (CNPq).

4 Para el autor, “decir colonialidad es decir, también, que hay otras matrices de racionalidad subalternizadas resistiendo, r-existiendo [...]. Aquí, más que resistencia, que significa retomar una acción anterior y, así, es siempre una acción refleja, lo que tenemos es r-existencia, esto es, una forma de existir, una determinada matriz de racionalidad que actúa en las circunstancias, inclusive re-actúa a partir de un topoi, en fin, de un lugar propio, tanto geográfico como epistémico. En verdad, actúa entre dos lógicas” ([2006] 2013, 169). Específicamente sobre resistencia y decolonialidad en una perspectiva geográfica, ver el balance hecho por Pereira (2017)

5 Sin embargo, fuera de la Geografía cabe destacar el trabajo pionero de Otto Friedrich Bollnow ([1963] 2008).

6 Valentine (2001), también a partir de la categoría espacio, afirma: “El cuerpo no sólo está en el espacio, él es espacio”, como “una superficie [de inscripción], [...] marcada y transformada por nuestra cultura”, como un “ser sensitivo, la base material de nuestra conexión con y de nuestra experiencia del mundo”, y como la frontera de la psique (p. 23). Expresiones como “superficie marcada por la cultura” y “frontera” constituyen alusiones a rasgos de “territorialidad” presentes a través del espacio del cuerpo.

7 En el levantamiento realizado por Silva y Ornat fueron identificados 28 artículos sobre el tema en la Geografía brasileña, los autores resaltaron que sólo dos (Lima, 2007; y Serpa 2013) fueron publicados en revistas de mayor calificación.

8 En un texto reciente, relativo a la pandemia de coronavírus, Lima (2020) propone una “geopolítica de los cuerpos sensibles”, correspondiente “a la relación formada entre espacio y poder mediada por la (inter)corporalidad. [...] se trata de sujetos corporificados que constituyen la cara vívida de las realidades geopolíticas cotidianas. Es como si hablásemos aquí de una geografía de los sujetos corporificados en su condición geopolítica”.

9 Para un análisis de la contribución de Lefebvre a la formulación de una “teoría geográfica del cuerpo”, ver Simonsen (2005).

10 Aunque su concepción de territorio sea muy amplia, fluida (territorio científico, conceptual, íntimo, teatral, corporal...), el título es emblemático y sugiere la aproximación, a partir de su experiencia venezolana, con el cuerpo-territorio o el territorio-cuerpo de feministas e indígenas latino-americanas

11 Traducción libre del original en inglés: “Bit by bit, bodies become relational, territorialized in specific ways. Indeed, places themselves might be said to be exactly the same: they, too, are made-up out of relationships between, within and beyond them; territorialized through scales, borders, geography, geopolitics”.

12 Cruz Hernández (2016) reconoce que, a pesar del uso que hace de las concepciones cuerpo-tierra y cuerpo-territorio, ellas realizan descripciones que “permanecen más en el enunciado político y de lucha que como categoría de análisis”.

13 O entonces, “... las mujeres reivindican esta parte del cuerpo [el útero] para crear una territorialidad de resistencia”. Sin duda, quien “genera” o produce territorialidad es la “persona”, por intermedio de su cuerpo o de un órgano o prótesis de su cuerpo -este cuerpo y/o este órgano/prótesis constituye, es claro, una parcela fundamental del proceso de (re) territorialización (hasta porque, en el caso del útero, este es una prerrogativa del cuerpo femenino- o, para mantener el mismo rigor de la autora, de mujeres y transexuales).

14 En verdad, en Zaragocin, 2018, la autora no utiliza explícitamente la concepción de útero como territorio, pero sí de útero como “entidad geopolítica” (lo que para muchos podría equivaler a un sinónimo), o “útero-territorialidad”. En cuanto al cuerpo como primer territorio, esta concepción ya se encuentra en el trabajo de Cabnal al reivindicar “la recuperación consciente de nuestro primer territorio cuerpo, como un acto político emancipatorio y en coherencia feminista con ‘lo personal es político’, ‘lo que no se nombra no existe’” (2010, 22). Y luego agrega: “Las violencias históricas y opresivas existen tanto para mi primer territorio cuerpo, como también para mi territorio histórico, la tierra. En ese sentido todas las formas de violencia contra las mujeres atentan contra esa existencia que debería ser plena”. (2010, 23)

15 Este bello poema, gentilmente enviado por José Ángel Quintero Weir, es, en sus palabras, un “texto-poema de nuestro desaparecido Maestro Wayuu Ramón Paz Iipuana, que él tituló: Naturaleza de Mmá (la tierra)”

16 A propósito de la importancia del análisis escalar, Cruz (2017) menciona la “lectura multi-escalar” como uno de los desafíos fundamentales del pensamiento decolonial bajo una perspectiva geográfica. Ella debe ser capaz, al mismo tiempo, “de comprender la colonialidad del poder, del saber, del ser y de la naturaleza en términos macro y micro-políticos, tanto en términos de elementos estructurales como a través de las prácticas y experiencias cotidianas”. Sin olvidar, es evidente, su acoplamiento con la “multiplicidad de temporalidades y ritmos” que envuelve la “complejidad de los procesos concretos” (31).

17 Término utilizado en Colombia para lo que en portugués se denomina, especialmente entre los indígenas, “roça”, partes del terreno para cultivo.

18 Una obra que el autor destaca, sin embargo, focaliza lo que se denomina “territorios hidro-sociales”, definidos como: ”El imaginario disputado y la materialización socio-ambiental de una red multi-escalar espacialmente vinculada en la cual humanos, flujos de agua, relaciones ecológicas, infraestructura hidráulica, medios financieros, preparativos legal-administrativos e instituciones y prácticas culturales son definidas, alineadas y movilizadas interactivamente a través de sistemas de creencias epistemológicas, jerarquías políticas y discursos naturalizantes” (Boelens et al. 2016, 2; traducción libre).

19 Sobre la dimensión afectiva incorporada al debate sobre el territorio, ver Hutta (2020).

20 Foucault (2002)dirá que en las tecnologías bio-políticas modernas no se trata del “cuerpo social”, tal como es reconocido jurídicamente, sino del “cuerpo múltiple” al que él denomina también “población”.

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