Después de varios años de encuentros académicos y de trabajo editorial, por fin vio la luz esta importante obra que reúne las contribuciones de 19 autores, liderados por Florina H. Capistrano-Baker y Meha Priyadarshini. El primer elemento a destacar es que este libro se inscribe en una historiografía renovada sobre los estudios de las relaciones transpacíficas en la primera globalización. Durante muchos años, la historiografía privilegió los aspectos económicos de esas relaciones transoceánicas, enfocándose en los flujos mercantiles y en la circulación de objetos vistos casi exclusivamente como commodities, más que como expresiones culturales y artísticas que implicaron la transferencia de técnicas y saberes entre distintas tradiciones. Este libro es una valiosa aportación a ese nuevo enfoque.
El segundo elemento a tomar en cuenta es que esta obra se inscribe no únicamente en el contexto del global turn o material turn -como refieren las autoras en su introducción-, sino también en el Pacific turn, que pone énfasis en el papel que ejerció el océano Pacífico como motor de esa primera globalización. Hemos dejado de mirar al Atlántico como el espacio privilegiado y hegemónico de interacciones imperiales, para reconocer el lugar estratégico del Pacífico en la circulación de bienes, personas, ideas, saberes y técnicas, que marcaron su impronta en distintas sociedades transocéanicas.
Y un tercer elemento general que es transversal a toda la obra, y que considero un acierto, es el uso del concepto de engagement y translation que las autoras eligieron para el título del libro. Al hablar de engagement automáticamente nos lleva al terreno de una experiencia compartida de los intercambios transoceánicos, mismos que fueron bidireccionales y no únicamente en un solo sentido. Y al hablar de translation, a la manera de Talal Asad (1986), nos remite al concepto de la antropología social de “traducción cultural” (cultural translation), que va más allá del análisis de un texto, sino que se transfiere al campo de las prácticas sociales: es decir, cómo la gente que es originaria de un lugar interpreta su propia realidad cuando entra en una nueva localidad, y cómo pone en práctica todo su bagaje cultural previo. De igual manera, a lo largo del libro observaremos cómo los distintos autores utilizan conceptos como “fusión”, “híbrido”, “transcultural”, que reflejan el nivel de interacciones dinámicas entre los distintos actores de cada lado del océano.
En los capítulos de apertura que componen la primera parte del libro (Entangled Empires), se analiza cómo en la conceptualización de los imperios intervienen distintos actores e instituciones que luchan por imponer una narrativa hegemónica, tanto dentro como fuera de sus propias fronteras. El caso de Filipinas es paradigmático porque funcionó como una periferia global dentro de la monarquía hispánica. Pero una periferia que se insertaba dentro de la visión organicista de la monarquía, donde el cuerpo real estaba constituido por los distintos miembros que colaboraban de diferente manera. Es lo que llamamos cartografía simbólica, evidente en el famoso grabado de Laureano Atlas -inspirado, a su vez, en la obra de Vicente Memije-. En dicho grabado se muestra a una mujer coronada, a cuyos pies se encuentran las islas Filipinas. Este archipiélago, nos dice Ricardo Padrón, fue el lugar idóneo para continuar la cristianización de Asia en el siglo XVI, pero también para relanzar en el siglo XVIII un proyecto económico que vinculara directamente a Manila con Cádiz. Se estaba ya perfilando este acercamiento entre Filipinas y la Península Ibérica, sin pasar por la Nueva España, y el siglo XIX será un punto de inflexión porque con la apertura del Canal de Suez, en 1869, una élite burguesa, compuesta esencialmente por los llamados mestizos de sangley, enviarán a sus hijos a estudiar a Europa, quienes más tarde regresaron con nuevas ideas emanadas del mundo liberal: José Rizal es el mejor ejemplo que surgió en este contexto.
Estamos frente a una sociedad insular en constante interacción con China, España y México, en diferentes momentos. Es lo que Fernando Zialcita llama cradle of a fusion culture, debido a que nace a partir de un mestizaje entre distintas etnias y tradiciones culturales. Incluso la sociedad filipina recibe influencia de Mesoamérica, evidente en diversos vocablos de origen náhuatl que hoy en día perviven en Filipinas. En ese mismo tenor, Felice Prudente Santa María nos muestra cómo la cocina filipina se nutrió gracias a las decenas de especies vegetales que llegaron de América, como el cacao, el achiote, el camote y un largo etcétera. Yo he insistido que el mismo fenómeno cultural sucedió en México con el caso del coco, el mango o el tamarindo, gracias a los miles de filipinos que se establecieron en la franja del Pacífico mexicano durante el siglo XVII (Machuca, 2018).
Entonces, Fernando Zialcita habló de una “cultura fusión”, mientras que Vicente Rafael, con una mirada más geopolítica, define a Filipinas como un “artefacto imperial”, porque si tomamos en cuenta el siglo XX, en su creación están traslapados tres imperios: el español, el estadounidense e, incluso, el japonés. Estos imperios lucharon por imponer sus propias narrativas históricas al interior de los lugares colonizados y la escuela fue el lugar estratégico que utilizó la administración estadounidense para imponer una nueva memoria histórica y el inglés como la nueva lingua franca.
Filipinas no es la única que estuvo en esta encrucijada imperial, pues tenemos el caso de Hawai. Sean Nelson explica cómo Kalakaua, último rey de Hawai antes de la anexión de Estados Unidos, creía en una suerte de pan-asianismo y consideraba a Japón como una nación cercana, biológica y culturalmente. Por ello realizó una visita a la corte del emperador Meiji (r. 1867-1912), y las motivaciones de su viaje están a debate; posiblemente Kalakaua buscaba protección del emperador de Japón frente a los intereses anexionistas occidentales. Más allá de los aspectos puramente imperiales, Nelson analiza nociones de tradición y modernidad, así como la importancia de las artes y las artesanías locales, tanto de Hawai como de Japón, en la creación de identidades nacionales.
En la segunda parte (Empires and translations) se abordan temas relacionados con textos, imágenes y prácticas culinarias, desde una perspectiva que podríamos inscribir en la línea de la “traducción cultural”, a la que me he referido en líneas anteriores.
José Antonio Cervera muestra cómo el interés de los colonizadores españoles por China siempre tuvo un doble propósito: el económico y el religioso. Y a la par de la evangelización realizada por los jesuitas en el Imperio celeste, también hubo otras órdenes religiosas, como los dominicos, que se interesaron en la evangelización de los sangleyes de Manila. Juan Cobo fue el primer fraile dominico capaz de hablar y escribir en chino, y su obra Shilu no estaba dirigida a los nuevos conversos, sino a una élite de sangleyes no cristianos que buscaba información sobre ésta, y a la que Cobo intentaba convencer de que ésta era una religión universal.
La pintura y la escultura fueron otros medios de evangelización, y observamos cómo muchos de los programas iconográficos que encontramos tanto en el Estado da India portugués como en Filipinas procedían de grabados europeos procedentes, principalmente, de Flandes. Pero la influencia europea fue reinterpretada y adaptada a partir de mitos locales o tradiciones propias, de manera que los nuevos conversos se sintieran familiarizados. Es el caso de los green men o los rathas hindúes, estudiados por Esteban García Brosseau. Estas adaptaciones también están presentes en el rocalla, el elemento más característico del estilo rococó que llegó a Filipinas a mediados del siglo XVIII, y que consiste en la representación de rocas, corales, hojas, conchas y lenguas de fuego. Esta manifestación artística es estudiada por Regalado Trota José, quien dice que, con el tiempo, se incluyeron motivos orientales como pagodas y pájaros exóticos, y que para la elaboración de piedras talladas participaron incluso cantereros de la costa malabar.
Estas “traducciones visuales” también están presentes en las pinturas desarrolladas en la China del siglo XVIII (periodo Qing), gracias a la influencia de misioneros jesuitas y, más tarde, a la pintura del siglo XIX que fue estimulada por la presencia inglesa en China. Marcos Musillo explica cómo los pintores chinos, pero también los europeos que viajaron a China, tuvieron que reinventarse y adaptarse para poder representar el contexto al que llegaban. Es el caso de Giuseppe Castiglione, jesuita originario de Milán que arribó a la corte de China en 1715, y quien pintó al emperador con un fondo monocromático y con la mirada hacia el frente, según los cánones de la corte. Este estilo difiere de lo que Castiglione había pintado en Europa, con sus claroscuros, lo que nos habla de un proceso de adaptación artística en el tiempo y en el espacio.
Ya en el siglo XIX se consolidaron algunos estudios de pintores cantoneses, cuyas obras estaban destinadas al mercado de la exportación, destacando el estudio del pintor Lamqua. Yinghe Jiang analiza cómo estos pintores cantoneses aprendieron el Western style de tres maneras distintas: unos tuvieron la oportunidad de estudiar en el extranjero, otros lo aprendieron de pintores occidentales que fueron a China, y otros más lo aprendieron en talleres con sus propios maestros cantoneses.
Regresamos a Filipinas, donde la fundación de la Academia de dibujo de Damián Domingo en 1821 fue un parteaguas en la pintura filipina conocida como miniaturismo. Fue un estilo, como comenta Patrick D. Flores, que sirvió para la representación de la élite con escenas cotidianas y retratos de familias en las que el padre refuerza los estereotipos de masculinidad, de poder, frente a una esposa sumisa y dedicada al cuidado de los hijos. La vestimenta mostrada en los cuadros refleja la exquisitez que alcanzaron los textiles filipinos, especialmente los de piña, pero también la decoración de las casas dice mucho de los gustos y modas europeas de las clases adineradas de su tiempo.
Y estas imágenes me dan pie para hablar, ya en la tercera parte del libro (Empires and Trade), de los textiles, ya que hay dos capítulos dedicados al tema. Elena Phipps analiza un tópico poco explorado: la exportación de textiles filipinos hechos con fibras locales, como el mendriñaque de abacá y, después, los textiles de piña. El problema es que las fuentes españolas mezclan distintos nombres y algunos sinónimos para referirse a los mismos textiles, por lo que en ocasiones resulta muy complejo saber con certeza cuáles son los materiales constitutivos de estas piezas. El gran debate -que considero abierto- es a partir de cuándo se inició la producción de textiles de piña, y si éstos alcanzaron el mercado americano antes de que finalizara el comercio del Galeón, en 1815. Phipps es optimista y presenta algunas hipótesis interesantes basadas en términos lingüísticos y análisis de laboratorio.
Lo que es un hecho es que la piña se convirtió en “el tejido más célebre y símbolo de identidad nacional durante el siglo XIX” (p. 175), según lo argumenta Sandra Castro. Al mismo tiempo, un tipo de bordado hecho en Manila, a mano y con la máquina Schiffli, alcanzó fama internacional, de manera que en Suiza se conoció bajo el nombre de “bordado Manila”.
Los marfiles no podían quedar fuera de las manifestaciones artísticas “híbridas” que surgieron a partir de las conexiones transoceánicas. Ana Ruiz estudia el importante papel que tuvo la comunidad china o sangley de Manila en la producción y comercio de exquisitas piezas de marfil destinadas al mercado de arte religioso, tanto en América como en Europa. Esta tradición, conocida como hispano-filipina, recibió una influencia muy marcada de la escuela de Flandes, pero también de Andalucía.
Con una mirada distinta pero complementaria, Esperanza Bunag muestra que algunos de los primeros marfiles elaborados en Asia y destinados al arte religioso tenían una marcada influencia de la iconografía de la India y de China, como es el caso de algunas figurillas del Niño Jesús, reconocibles a partir de su postura y de su cabello en forma de espiral. En ese sentido, la tradición indígena asiática está presente en las maneras de tallar, como una forma de proyección de un objeto a partir de la propia experiencia. Bunag nos invita a re-pensar la identidad de los talladores en Filipinas, pues considera que estos artesanos no sólo eran de origen chino, sino también nativos filipinos, a pesar de que la documentación es escasa.
Hablamos de objetos y de su circulación, pero pocas veces estudiamos los artefactos materiales que facilitaron el comercio, la forma de transportar los bienes en recipientes y contenedores, tales como cajas y bolsas, incluso la técnica de plegar los textiles. Es por ello que el texto de Meha Priyadarshini resulta muy útil para conocer estos elementos “detrás” del gran comercio. Existían distintos monogramas en los tibores que servían para identificar las mercancías cuando éstas debían descargarse en Acapulco y, al respecto, se han localizado algunos de estos monogramas en español, tagalo y chino.
Finalmente, el libro se enriquece con tres capítulos dedicados a la relación comercial y cultural entre Filipinas y Estados Unidos. Después de lograr su independencia frente a Inglaterra, mercaderes y balleneros estadounidenses se volcaron hacia el océano Pacífico. Los barcos regresaban a territorio estadounidense, procedentes de Filipinas, China y Hawai, cargados de “curiosidades” naturales y otros bienes manufacturados en esos lugares. No olvidemos que en Europa, al mismo tiempo, se vivía una efervescencia por las chinoiseries y los cabinet de curiosités. Estados Unidos no escapó a de estas modas y los trabajos de Caroline Franck, Benito Legarda y Florina Capistrano-Baker muestran la importancia de la ruta comercial Manila-Massachusetts desde principios del siglo XIX.
Dentro de esta moda se encontraba el gusto por los paisajes asiáticos, desarrollándose en Francia un mercado de wallpapers (papier peint panoramique) para decorar los muros. Joseph Dufour fue uno de los manufactureros de París, y la obra Les sauvages de la mer Pacifique vendió innumerables copias en Estados Unidos. Aquí observamos un cliché de los habitantes del Pacífico, cargado de exotismo, con una idea del “buen salvaje”, con una naturaleza tropical indómita representada por un volcán en erupción al fondo.
Además de los papeles pintados, las acuarelas filipinas también tuvieron una amplia demanda en Estados Unidos. Algunas de éstas eran dibujos de Damián Domingo y de otros artistas filipinos, las cuales adornaron las casas de comerciantes activos en el comercio Manila-Massachusetts. Lo interesante aquí es que muchas de esas acuarelas no llegaron a Estados Unidos desde Filipinas, sino desde China, donde las reproducían. En esta época también se realizaron álbumes de letras y figuras personalizadas para los comerciantes ricos, como Charles D. Mugford, el gran comerciante de abacá, analizado por Benito Legarda Jr. Finalmente, el libro cierra con un epílogo de Dana Leibsohn, quien engloba las principales aportaciones de los distintos autores y abre líneas de discusión para el futuro.
Es una lástima la ausencia casi generalizada de obras publicadas en español, a pesar de las importantes contribuciones que sobre el comercio transpacífico y la primera globalización han visto la luz en España y México, principalmente. Es un indicativo de que falta mayor diálogo entre un sector de la historiografía hispanoamericana y anglosajona que estudia temas muy similares. Ello, desde luego, no resta méritos a una obra que viene a renovar los enfoques del estudio del Pacífico en la época moderna.