Introducción
El relato “La llovizna” es el más popular de su autor,1 sin embargo, es también uno de los más olvidados en la literatura mexicana, a juzgar por los escasos estudios de que ha sido objeto. Incluso las raras tesis sobre Juan de la Cabada le dedican apenas unas líneas, como Lailson (64-65); quizá el acercamiento más extenso sea la tesis de maestría de Xóchitl Partida Salcido.
Peor suerte ha tenido el resto de su obra. Con frecuencia se destaca más bien la militancia política del autor (ver Coca y González 224-226) o la necesidad de clasificar su narrativa. Por ejemplo, Luis Leal afirma que De la Cabada es uno de los “continuadores del Realismo”, un “neorrealista” -como Revueltas, Rulfo, Valadés y Rubín- (ver Partida 30). Christopher Domínguez Michael lo considera indigenista, al menos por cuanto a su libro Incidentes melódicos del mundo irracional: “El indigenismo en De la Cabada no pretende recabar los derechos del juicio histórico, ontológico o etnográfico; incidental, tiene su eje en las aventuras del indio o del mestizo en las ciudades, los pueblos y los caminos; sus relaciones con la suerte, el poder o el amor” (Domínguez 57; ver Partida 43).
Esta clasificación, como es evidente, limita la exploración de su narrativa. En palabras de Partida Salcido, Cabada da “una vuelta de tuerca al indigenismo”, pues “rompe con el discurso indigenista que se venía dando en México desde la década de los cuarenta” (33):
los textos de De la Cabada sí denuncian las injusticias sociales, pero no sólo las que padecen los indígenas, sino las niñas en los orfanatos y al interior de sus propias familias, los negros, la clase obrera y campesina, se trata de cuentos que apuntan hacia una condición humana humilde y no sólo hacia los problemas de una clase social o grupo determinado (33).
Por su parte, Carlos Monsiváis considera “La llovizna” un cuento “próximo al costumbrismo”, y reconoce que “en su obra nunca intervienen los dogmas del realismo socialista” (Monsiváis 32), en lo que coincide con Sergio Daniel González Téllez, quien documenta su distanciamiento respecto de esa corriente (González 224-226).
Como es fácil observar, el estudio de los recursos literarios en la obra de nuestro autor es un asunto pendiente. En este trabajo se analiza, a partir de nociones narratológicas, las posibilidades e implicaciones del uso de la primera persona u homodiégesis, con su consabido desdoblamiento de voces, principalmente, en cuanto al contrato ficcional. Y, a partir de los procedimientos narrativos que de tal recurso se derivan, se aborda una de las funciones esenciales del uso de la homodiégesis, que es el nombrar el yo y lo íntimo -aun cuando ficticios- frente al nombrar de lo universal que la heterodiégesis presupone.
1. Homodiégesis y metadiégesis
“La llovizna” cuenta en primera persona el viaje por carretera de un hombre que vuelve a la Ciudad de México, un domingo en la noche, en medio de la niebla y la llovizna. En el trayecto, un indio y sus tres hijos le piden que los lleve; el hombre accede. Los indios no hablan, apenas murmuran:
El más viejo, que está ebrio y ha ocupado el asiento delantero, al lado del conductor, comenta obsesivamente: “Esta agüita no entrará ni siquiera cuatro dedos dentro de la tierra, ¿verdad, patrón?”; “Ni dos dedos”; “Ni siquiera un dedo, ni tanto así…” (35). El narrador no comprende el sentido de la pregunta hasta que el hijo más joven se disculpa: “dice todo eso porque venimos de nuestro pueblo adonde juimos a enterrar a mi hermanita” (37); y otro añade: “No quiere que l’almita se moje […], el cuerpecito” (37).
El narrador concluye su metarrelato y vuelve al momento de la enunciación inicial, sólo para rematar:
¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó.
Y ahora, duro como soy de corazón, así que ha muerto ella, me pongo blando a veces en el auto. Llueve y recuerdo tal un soplo:3
-¿Cómo estará Usebita?
-Pos ya ves.
-Tan bonita.
-Tan luciditos sus siete años (37).
Sólo en el desenlace queda claro por qué el narrador cuenta la historia de los indios preocupados por que la llovizna no moje el cadáver recién enterrado de Usebita. Lo hace para contar su propia historia: que él ha perdido a una hija, quizá también de siete años, y que la llovizna lo obliga a recordarla.
Para iniciar el análisis pertinente, notemos en primer término que el relato teje cuatro historias.4 Tres aparecen vehiculadas por la voz de un mismo narrador, aparentemente, de forma sucesiva y sin que una contenga a la otra; y otra está vehiculada por uno de los personajes, el indio más joven. Éstas son las cuatro historias:
1) Un hombre, advirtiendo su impericia como narrador, cuenta un cuento ante un auditorio que no interactúa; esta historia constituye a la vez la motivación de la segunda.
2) Una noche, el mismo hombre lleva a unos indios que vienen de dar sepultura a una niña y que muestran preocupación por que la lluvia no moje el cuerpecito; las acciones han ocurrido muchos años antes de la primera. Ésta es la historia principal y abarca casi la totalidad del relato.
3) Cuatro indios han ido a enterrar a una niña. Este último relato aparece en la voz del indio más joven, y está incrustado en la segunda historia.
4) El mismo hombre del principio pierde a su hija y la llovizna hace que la recuerde. Aunque esta última historia no abarca más de tres líneas, su importancia es enorme: da sentido a las anteriores, principalmente, a la segunda, con la que prácticamente se fusiona; y constituye el desenlace, es decir, en ésta confluyen aquéllas.
Con este recuento, ya es posible notar que el narrador, en realidad, quiere contar la última historia, pero lo hace a partir de la historia de los indígenas, de la que termina siendo un mero apéndice. Es decir, relata la muerte de su hija relatando otra historia, que es casi idéntica, pero no es la suya; intercala su relato en un metarrelato, dando la ilusión de una narración-espejo. Así, su historia, en realidad, está ausente; la ha contado sin casi contarla.
Es inquietante que el entrelazamiento de las cuatro historias logra disimular cualquier fisura. Veamos, en primer término, la enunciación, en las tres historias vehiculadas por la voz del narrador: éste se sitúa siempre en la homodiégesis,5 enuncia siempre en primera persona y es siempre el protagonista: a) yo no puedo ya contar un cuento; b) yo di “aventón” a los indios; c) yo perdí a mi hija. Sin embargo, como ya advertimos, no hay una sino cuatro historias, la última de las cuales, siendo la más importante, parece haber sido escamoteada. Y no hay una sola voz narrativa, ni tampoco un solo nivel narrativo. Detengámonos en los recursos.
Según la teoría narratológica, la homodiégesis produce una ficcionalización del hecho narrativo. Dice Luz Aurora Pimentel:
toda narración homodiegética ficcionaliza el acto mismo de la narración. El narrador deja de ser una entidad separada y separable del mundo narrado para convertirse en un narrador-personaje. Del mismo modo, el acto de la narración se convierte en uno de los acontecimientos del relato; la narración se torna en acción, sin que necesariamente esté de por medio un cambio de nivel narrativo (Pimentel 140).6
En nuestro relato es posible observar los tres aspectos apuntados por Pimentel: a) el narrador ficcionaliza el acto mismo de narrar; b) la narración “se torna en acción”; c) el narrador conserva la voz; sólo que, en este caso, sí se genera un nuevo nivel narrativo.
Todo lo dicho hasta aquí es con relación a la enunciación. Pero en “La llovizna” el desdoblamiento propio de la homodiégesis en yo-narrador/yo-personaje tiende a replicarse debido, precisamente, a que hay varias historias y no sólo una. Esto nos demanda pasar de la cuestión de la enunciación a la de los niveles narrativos.
Las tres historias vehiculadas por el mismo narrador no necesariamente aparecen en el mismo nivel diegético. Observemos que la segunda se introduce no como una analepsis (“yo recuerdo” o “en el pasado ocurrió tal y tal”), sino como un “cuento” propiamente dicho. El narrador se pregunta: “¿Por qué no acierto a decidirme?” (33); y acto seguido, se decide: “Empero, solo, sin testigos, venía yo” (33).
Es cierto que el narrador no ha cedido la palabra a un personaje distinto, recurso corriente para la generación de un cambio de nivel narrativo: no aparecen los verbos declarativos que presenten a otro hablante, que son las “señales de un cambio de nivel” (Bal 140); ni aparecen otros “recursos gráficos como los dos puntos, las comillas, etc.”, que pudieran “operar esa alteración de instancia narrativa” (Reis y Lopes 62).
Sin embargo, consideremos lo ya asentado sobre el doble rol del narrador homodiegético: yo-narrador, yo-personaje. El yo-narrador es el que narra; él dice: “no puedo ya contar un cuento” (33); mientras que el yo-personaje es el narrado, es quien ya no puede contar. Reparemos ahora en que, tras la reticencia inicial, se introduce la segunda historia: “Empero, solo, sin testigos, venía yo” (33; cursivas mías). En la frase introductoria es posible distinguir dos voces claramente distintas: la primera es la del yo-narrador que enuncia la disyuntiva: “Empero”, cerrando así todo el discurso de reticencia; y la segunda es la del yo-personaje, que ha tomado la palabra y se dispone a enunciar el cuento: “solo, sin testigos, venía yo”. La economía discursiva no puede ser mayor. El cambio de voz sólo es evidente cuando reparamos en que el narrador no comienza su relato inmediatamente: “solo, sin testigos, venía yo” (33); sino que anuncia que va a contarnos un “cuento”. Efectivamente, el “yo” que narra calla (“empero”); y el “yo” personaje [que no sabe narrar] toma la palabra. El yo-narrador ha cedido la voz al yo-personaje, imperceptiblemente.7 Y de esta manera, el desdoblamiento propio de la homodiégesis (yo-narrador / yo-personaje), se ha replicado: el yo-personaje ejecutará, a su vez, el doble rol yo-personaje-narrador / yo-personaje-personaje.
Aquí es pertinente recordar lo asentado por Filinich:
“Si un personaje de nivel diegético, correspondiente a un relato primero se transforma en narrador o narratario, autor o lector, de un relato segundo, entonces, esta segunda enunciación surgida del nivel diegético y realizada por figuras diegéticas dará lugar a una segunda historia ubicada en un nivel metadiegético” (87).
Efectivamente, en nuestro cuento se ha generado una metadiégesis, pues se ha intercalado un metarrelato del todo distinto, alejado espacial y temporalmente de la primera situación narrativa.
Observemos ahora el relato del entierro de Usebita, enunciado por el indio más joven. Esta historia, incrustada en la segunda, metadiegética, aparece entonces en un nivel de metediégesis segunda.
El siguiente esquema nos permite observar estos niveles, que retomo del modelo de Sankey y Gutiérrez (36, 48, 50 y 57), con las adaptaciones del caso: a los indicadores de Narrador (“N”), Personaje (“P”) y Niveles (números), agrego las letras “A” y “B” para ilustrar el desdoblamiento del narrador homodiegético, del que he hablado: P1-A para el yo-narrador que inicia el relato; P1-B para el yo-personaje que se instituye luego en un segundo narrador:
Observamos en el esquema que el nivel extradiegético queda vacío, pues la voz homodiegética se ubica necesariamente en la intradiégesis; el nivel intradiegético se identifica aquí como “P1-A/N1”,8 dado que el personaje es también el primer narrador. El nivel metadiegético es “P1-B/N2” porque se trata del mismo personaje narrador pero desdoblado en un segundo narrador. El nivel metadiégetico segundo es “P2/N3” porque el indio joven es un segundo personaje que adopta fugazmente el rol de narrador (por eso es N3).
Es claro, entonces, que el narrador metadiegético no enuncia aquello que en verdad quiere contar: “los indios venían de enterrar a su hermanita”; sino que cita al indio joven: “juimos a enterrar a mi hermanita”, estableciendo así un doble distanciamiento. Pero este distanciamiento se borra en la escritura porque con la cita del indio se cierra prácticamente el segundo relato; las voces de los indios y la del narrador quedan fundidas en este cierre.
El primer narrador retoma luego la palabra. Aunque no hay marcas verbales de este cambio, lo evidencian dos elementos: uno es la vuelta al tema inicial, que es la inhabilidad para contar un cuento (la pregunta “¿Dije que tenía yo dos hijos: una niña y un niño?” (37) implica: olvidé decir que…, lo cual, indudablemente, significa: he contado mal el cuento). El otro es la mención de la llovizna, elemento que ocurre precisamente cuando aparece un cambio de nivel diegético, como una cortina narrativa. Veamos: el segundo relato, en el nivel metadiegético, se inicia así: “Empero, solo, sin testigos, venía yo una de estas noches de niebla y menuda llovizna” (33; cursivas mías); y concluye: “Continuaron la oscuridad, el misterio y la llovizna, la llovizna, el misterio y la oscuridad” (37; cursivas mías). Efectivamente, la llovizna marca el principio y el fin de este segundo relato y da paso al tercero. No es difícil advertir que también introduce la cita final, que marca el cambio al nivel metadiegético: “¿Cómo estará Usebita?” (37). La llovizna aparece, así, como gozne de los niveles narrativos.
Como podemos ver, el narrador ha contado la muerte de su hija, primero, desdoblándose en su yo-personaje; y luego, citando la voz del indio joven. Ha narrado, sin narrarlo, un relato que, en realidad, no aparece, o aparece -válgase la metáfora-, detrás de la llovizna de la metadiégesis.
Evidentemente, el narrador ha intentado burlar su torpeza introduciendo otras voces igualmente parcas; y así ha intentado también hablar de sí mismo, de su duelo, presentándolo como si fuera un cuento. Intentaré anotar ahora algunas de las razones que podrían haber motivado estos recursos.
2. La homodiégesis y el nombrar lo íntimo
Como vemos, “La llovizna” duplica la ficcionalización del acto narrativo, con lo que hace posible una homodiégesis metadiegética y trastoca cuanto supone la ficción: no-verdad, suspensión de la incredulidad, etc.9 Para ilustrarlo, aunque sea someramente, y para vislumbrar los alcances de la narración cabadiana, elijo apoyarme en las agudas observaciones que sobre el asunto realiza Fabio Vélez en su libro Desfiguraciones, a propósito de la “ideología del yo” en la obra de Paul de Man (Vélez 59).
Observa De Man: “La literatura es ficción no porque de algún modo se niegue a aceptar la ‘realidad’, sino porque no es cierto a priori que el lenguaje funcione según principios que son los del mundo fenomenal o que son como ellos” (De Man 23). De tal manera: “Sería desacertado, por ejemplo, confundir la materialidad del significante con la materialidad de lo que significa. Esto parece obvio al nivel de la luz y del sonido, pero lo es menos con respecto a la más general fenomenalidad del espacio, del tiempo o especialmente del yo” (De Man 23).
Veamos de qué manera la observación de De Man se corresponde con los procedimientos del narrador de “La llovizna”. Su elección de la primera persona obedece a la voluntad de contarse a sí mismo, a su yo íntimo; pero al introducir un metarrelato, duplica la ficcionalización narrativa. Si, como vimos, la homodiégesis implica que la acción del narrador es contar, en “La llovizna” esta acción consiste, no en contar acciones, sino en contar que se cuentan acciones; así, la homodiégesis introduce otra homodiégesis, propiamente, una metadiégesis, con lo que la ficción deviene metaficción. La trascendencia del recurso es que lo que cuenta que nos cuenta, resulta no un “cuento” o ficción -desde la perspectiva de su auditorio-, sino su historia real -es decir, real para ese auditorio-: la muerte de su hija. Su voluntad de contar un hecho real, íntimo, se topa con el límite del lenguaje señalada por De Man: el lenguaje no funciona según los principios del mundo. El lenguaje no revela mi yo. ¿Cómo superar esta paradoja?
El límite, por supuesto, está en el lenguaje mismo, en la ilusión de nombrar. Nombrar a un muerto es nombrar la muerte universal. En su citado texto, Fabio Vélez advierte la imposibilidad, planteada por Hegel, de nombrar lo íntimo, refiriéndose a la imposibilidad de decir el papel en que Hegel escribió, de puño y letra, el primer capítulo de La fenomenología del espíritu; quienes creen en tal posibilidad, dice Hegel,
“quieren decir íntimamente este pedazo de papel sobre el que escribo esto, o mejor, sobre el que he escrito; pero lo que quieren íntimamente decir no lo dicen […], sería imposible, porque el esto sensible que se quiere decir es inalcanzable para el lenguaje, el cual pertenece a la conciencia” (Hegel 177).
Así, añade Vélez, “lo inmediato, lo en principio más concreto, devenía lo más universal y abstracto” (Vélez 64), pues, en palabras de Hegel:
[…] no nos representamos, desde luego, el esto universal, o el ser en general, pero pronunciamos lo universal; o bien no hablamos sin más tal como queremos íntimamente decir, tal como opinamos en esta certeza sensorial […;] y como lo universal es lo verdadero de la certeza sensorial, y el lenguaje expresa sólo eso verdadero, resulta del todo imposible que nunca podamos decir un ser sensible que queremos íntimamente decir (Hegel 167; ver Vélez 64).
Se revela así “la hybris escamoteada: no sólo no se sabe lo que se habla, sino que, aún peor, siempre se dice lo contrario de lo que se quiere decir” (Vélez 65).
Volvamos a “La llovizna”. Hemos observado ya que el narrador se decide a contar un “cuento”: el de los indios y su niña difunta -la muerte universal-. Pero lo cuenta para contar otro: la muerte de su hija -la muerte íntima-. Aquí adquieren mucho sentido dos hechos. El primero es que el relato intercalado -metadiegético- de que él ha transportado a unos indios, intercala a su vez otro relato -metadiegético en segundo grado-, que éstos acaban de enterrar a Usebita. El segundo es que esta historia es introducida como una cita, evidentemente, en tercera persona: “El más joven continuó: […] juimos a enterrar a mi hermanita” (37). El relato de la muerte de Usebita, contado por un narrador homodiegético, es transmitido, en realidad, vía citación, en tercera persona, en una especie de guiño heterodiegético. Es decir, el relato del entierro de Usebita nombra la muerte, no como la muerte íntima (la de la propia hija), sino como la muerte universal (la hija de un tercero).
Así, nombrando lo universal, el narrador conjura la paradoja de la inefabilidad de lo íntimo; es decir, nombra lo universal (“la hija de ellos murió”) para poder nombrar lo íntimo (“mi hija ha muerto”).
El recurso de decir lo universal para nombrar lo íntimo está ya en el título: “La llovizna”. Evidentemente, el relato habla de la llovizna, pero sólo para nombrar a Usebita, la hija de otro, enterrada bajo la llovizna; y, sobre todo, para nombrar a la hija del narrador. “Llovizna” no es “agua que cae”, sino “mi hija muerta”.
Las observaciones de Xóchitl Partida sobre la significación de la lluvia, basadas en Heráclito y Bachelard, refuerzan esta voluntad del narrador de decir el yo, la muerte y lo íntimo: “¿Por qué sólo cuando llueve el narrador recupera la imagen de las dos niñas muertas? Porque éstas se han asimilado al agua, ellas regresarán al mundo de los vivos transformadas en lluvia que cae del cielo” (Partida 96).10 La relación agua-muerte, aparece ya en Heráclito de Efeso (frag. 36; ver Mondolfo 35)), quien: “imaginaba que ya en el sueño, el alma, desprendiéndose de las fuentes del fuego vivo y universal, ‘tendía momentáneamente a transformarse en humedad’. Entonces, para Heráclito, la muerte era el agua misma. ‘Es muerte para las almas convertirse en agua’” (Bachelard 91; ver Partida 96).11
Al mismo tiempo, observa Partida, el símbolo lluvia-muerte aparece ligado al símbolo domingo-resurrección:
Otro elemento que aparece en varios cuentos para reforzar el símbolo de la resurrección es el día domingo. Las acciones narradas en “La Niña”, “La llovizna”, “Blanche o el secreto” y en otros cuentos del autor […] ocurren en domingo […]. El Domingo de Resurrección o Domingo de Gloria conmemora el triunfo de Jesucristo sobre la muerte, celebra el día en que Jesús resucitó (Partida 115).
Así, al decir “llovizna” y “domingo”, el narrador nombra, simultáneamente, la muerte de su hija y su presencia. En este sentido, resulta de lo más significativa la relación del agua con el bautismo, que implica, al mismo tiempo, purificación y nominación, es decir, acción de dar nombre a alguien. Dice Pérez Rioja en su Diccionario de símbolos y mitos:
El agua todo lo disuelve, toda forma se desintegra, toda historia queda abolida: tales son las características de la purificación por el agua, en la que se basa el bautismo cristiano; el agua bautismal es símbolo de purificación, ya que significa la eliminación del pecado y la elevación hacia una vida nueva. Así también el agua de lluvia -purificando la naturaleza y haciéndola renacer- es símbolo de resurrección (Pérez-Rioja 49; véase Partida 102).12
El agua bautiza y, al bautizar, nombra.13 De tal manera, el narrador bordea los límites de la ficción y del lenguaje mismo.
Duplicando la ficcionalización del acto narrativo, el narrador cede la palabra a su yo-personaje para introducir un relato metadiegético, pero sin abandonar la primera persona. Ubicado en la metadiégesis, el segundo narrador introduce el relato del viaje con los indios, bajo la llovizna; pero no es eso lo que quiere contar, sino la muerte de Usebita. Concluido el relato-del-relato, de vuelta a la diégesis, el primer narrador revela lo que ha querido contar con este metarrelato: la muerte de su hija. De la misma manera en que ha duplicado la ficción, se apropia ahora doblemente de la primera persona.
Tras este rodeo, el lector tiene ahora la sensación de estar entre el auditorio aludido por el narrador -en el nivel intradiegético- porque éste ahora está de vuelta de la metadiégesis: reconocemos la diégesis como realidad gracias a que ha abandonado ese segundo nivel de ficción. Ilustro el recurso con las observaciones que sobre el fenómeno hace Genette: “La relación entre diégesis y metadiégesis casi siempre funciona, en el ámbito de la ficción, como relación entre un (pretendido) nivel real y un nivel (asumido como) ficcional […]. Así, la diégesis ficcional se presenta como ‘real’ en comparación con su propia (meta)diégesis” (Genette 29-30).
Aunque, admite Genette: “muchas veces también sucede que una narración secundaria sea presentada como no ficcional por un narrador intradiegético: un personaje […] cuenta a otro personaje […] una historia que pone en escena personajes a los que se supone igualmente ‘reales’” en el universo de la diégesis (Genette 30). Es impresionante que el cuento de Juan de la Cabada se corresponda con los dos casos apuntados por Genette. El metarrelato se asume “ficcional” para el auditorio del narrador porque éste lo anuncia como “cuento”; pero al final, lo admiten como no-ficcional porque termina contando su propia historia.
Reconocemos su historia como íntima gracias a la enunciación de la muerte universal de Usebita. Reparemos en que el narrador alude a su hija siempre con términos universales, sin nombrarla ni llamarla siquiera “mi hija”: “¿Dije que tenía14 yo dos hijos: una niña y un niño? Pues la niña enfermó” (37; cursivas mías). El nombre -“La niña”- se vuelve luego pronombre -“ella”-; con todo su vacío semántico.
Es así como el narrador cuestiona los límites de la ficción: nombrarla -a la ficción- para decir su contrario: la realidad (su realidad ficticia, se entiende). Y alcanza a cuestionar también los límites del lenguaje: nombrar la universalidad -“niña”, “ella”- para decir su intimidad: “mi hija”. En primera persona, escamotea todo el tiempo su relato -su duelo-, pues nada puede contar, sino contar que no puede; “empero”, lo consigue al introducir un metarrelato y, en él, a una tercera persona, en una aparente subversión del vivir para contarla: contar para vivirla.
Conclusiones
Concluyo advirtiendo que la meta-homodiégesis revela apenas la complejidad de “La llovizna”, en tanto actualiza el problema de la homodiégesis como metaficción. “En la medida en que el narrador puede intervenir en todo momento como tal en el relato, toda narración se hace por definición, virtualmente en primera persona”, ha afirmado Genette (299). Esto es, la homodiégesis constituye siempre una prosopopeya.
En el primer capítulo, “Autobiografía y prosopopeya”, de su ya citado libro, Desfiguraciones, Fabio Vélez recuerda la etimología de la prosopopeya: “prosopon poien, conferir una máscara o un rostro” (Vélez 31). El narrador de “La llovizna” le confiere una máscara a su historia: efectivamente, su relato aparece con máscara de “cuento”, máscara de ficción. El metarrelato del narrador se presenta precisamente como ficción (metaficción para el lector): el narrador la disfraza con un relato ajeno, un “cuento”. Paradójicamente, este recurso confiere a la metaficción condición de ‘realidad’ para el mundo intradiegético, para sus escuchas.
Así, el cuento de Juan de la Cabada actualiza también el problema de la relación escritura/realidad, en tanto toda escritura remite a una ausencia, develando la relación escritura-muerte. El narrador cuenta el “cuento” de la muerte de su hija precisamente para salvarla de la muerte. Pero el relato tiene sus límites: no la resucita, sino sólo la ficcionaliza. Éste es, digamos, el precio de volver algo, o a alguien, objeto de discurso: la ficcionalización. Con todo, debemos tomar esto con cuidado: contar un cuento, en tanto implica imprimir aliento a la palabra, también podría despertar a los muertos, metafóricamente hablando.
El cuento es la llovizna que podría alcanzar a los muertos: a nuestros muertos. Y podría también, en cierta medida, nombrarlos. Leer “La llovizna” puede excusarnos, a los lectores, de contar mal un cuento. Leer “La llovizna” e incluso decir “leí ‘La llovizna’” nos permitiría, llegado el momento, decir nuestros muertos a partir de una ficción: equivaldría a decir: “yo también he perdido a una hija”.
El narrador dice al principio: “no puedo ya contar un cuento” (33). ¿En qué momento ha perdido esta capacidad? ¿En qué momento la perdemos nosotros? Quizá cuando todo cuento es ya nuestro cuento: cuando, sin importar qué contemos, nos contamos15 (por eso no nos contamos: porque al contarnos, nos sabemos incompletos).16 Ese momento en que la ficción es ficción porque se ha vuelto imposible. ¿No es éste el límite o, más bien, la condición de posibilidad de la literatura: nada es ficción?