Introducción
Hoy en día, un tema controversial entre activistas, antropólogos y abogados defensores de derechos humanos de los pueblos, tiene que ver con las modalidades de propiedad que deben ser reconocidas para personas indígenas. Si bien existe un acuerdo respecto a la necesidad de proteger los derechos colectivos de los pueblos indígenas sobre tierras o territorios, el asunto en torno al acceso y reconocimiento individual a la propiedad es controversial. Más aún cuando este reconocimiento implica el derecho de alienabilidad de la tierra. Por lo general, las políticas latinoamericanas de redistribución o reconocimiento de tierras en el siglo XX limitaron este derecho, lo que, a decir de Karen Engle (2010), implícitamente supuso una restricción al derecho a la libre determinación de las comunidades y pueblos indígenas.
La restricción de un mercado de tierras formalizado que involucra tierras restituidas a comunidades o pueblos indígenas en algunos países (casos emblemáticos son Colombia, Nicaragua, Honduras y Guatemala) ha ido acompañada de un descuido a los sistemas registrales de propiedad en aquellas regiones bajo jurisdicción indígena.2 Así, por ejemplo, vemos que en países donde se crearon reservas o resguardos indígenas, comúnmente no existen o son muy deficientes los catastros territoriales con registro individualizado de los derechos de propiedad, dado que, legalmente, las tierras pertenecen a una entidad colectiva con un gobierno propio, el cual que tendría que estar encargado de dicho registro. En los hechos, los mercados no formalizados proliferan sin mucha regulación por parte de autoridades competentes, y en ciertas circunstancias han cobrado gran dinamismo bajo el empuje de diversos proyectos de desarrollo económico. Esta situación fue parte de la justificación que en la década de 1990 se dio a la tarea de promover la certificación agraria. En México, un ambicioso programa de certificación dirigido a regularizar y titular la propiedad comunal fue puesto en marcha entre 1993 y 2006.3 Si bien, en este país no existen figuras jurídicas que protejan y reconozcan las tierras indígenas, existe una coincidencia entre población indígena y dos formas de tenencia colectiva de la tierra, fruto de la revolución mexicana: el ejido y la comunidad.4 ¿En qué medida la certificación agraria neoliberal del ejido y la comunidad (agraria) efectivamente garantizaron la protección de las tierras y control sobre el territorio a personas, comunidades y pueblos, categorizados como indígenas? Para responder a dicha incógnita iniciamos con una explicación histórica del régimen ejidal y comunal en relación con los pueblos indígenas.5 Esta exploración permite, en una segunda parte, analizar los impactos de la liberalización del ejido en 1992 sobre las tierras y territorios en regiones con presencia de población identificada como indígena, y los cambios promovidos por el giro multicultural. El argumento central del presente trabajo es que la legislación y certificación agraria en México no han garantizado una protección cabal y efectiva de la propiedad indígena, entendida como territorio colectivo.6 Más bien, los procesos de individualización y privatización de la tenencia ejidal y comunal, legalizados en 1992 con una reforma legal y dinamizados con un programa de certificación agraria, han generado o acentuado la vulnerabilidad y exclusión a la propiedad ejidal y comunal de comunidades y personas indígenas.
El enfoque de análisis propuesto es el de los regímenes racializados de propiedad y los regímenes de alteridad nacional (Nichols 2018; Bhandar 2018; Briones 1998; López Caballero 2016). A diferencia de la amplia literatura que ha abordado la territorialidad y propiedad indígena, desde una perspectiva que presupone una continuidad temporal de ciertos atributos culturales adjetivados como “indígenas”, se concibe la categoría de indígena en su dimensión política e histórica, situada de manera relacional con otras categorías identitarias, acuñadas en el proceso de formación nacional. Interesa resaltar, además, la carga positiva o negativa que la categoría de indígena ha cobrado en la época contemporánea, ya sea en su sentido comunitario y emancipatorio para reivindicar y defender derechos colectivos, o en su sentido de dominación, discriminación y marginación, en particular cuando se refiere al sujeto indígena como ente individual. De la misma forma, el ejido y la comunidad serán analizadas como instituciones de propiedad de doble filo que han fungido como instrumentos de dominación estatal, pero también como baluartes de resistencias locales frente a las incursiones extractivistas, tanto públicas como privadas.
El texto está dividido en cuatro secciones: en la primera se describe, brevemente, la aproximación teórica de los regímenes de propiedad y alteridad nacional. La segunda sección aborda el reparto agrario desde un enfoque que deja ver procesos interrelacionados: el surgimiento de nuevos sujetos de derecho que, a la larga, conforman identidades políticas, la disociación entre tierra y territorio, y el afianzamiento de dos formas de propiedad, la ejidal y la comunal. En la tercera se abordan los efectos del neoliberalismo multicultural sobre ejidos y comunidades, considerando los cambios legales que dinamizaron la individualización y privatización de las tierras ejidales y comunales, así como el programa neoliberal de certificación agraria. Se considera además la conflictividad agraria en relación con la categoría de indígena. Y en la cuarta sección se describen las transformaciones en los reclamos de justicia que surgen a partir de ventanas de oportunidad abiertas, mediante las reformas constitucionales, en materia indígena y de derechos humanos, y el afianzamiento de la comunidad indígena como sujeto de derechos.
Propiedad comunal y pueblos / comunidades indígenas desde el enfoque de los regímenes racializados de propiedad
Diferentes perspectivas disciplinarias y políticas definen lo que hoy en día comprendemos por propiedad de la tierra. Predomina el enfoque económico y jurídico, de sesgo liberal, que la determina como un arreglo institucional que instaura derechos (derecho a usufructuar, arrendar, enajenar, heredar, etcétera) y sujetos de derecho (individuales, colectivos, públicos, comunitarios, etcétera) a fin de regular los “recursos” (agrarios y naturales), siempre considerados como escasos. La metáfora utilizada comúnmente es la de “haces” de derechos (bundle of rights), los cuales están ordenados y distribuidos de manera variada de acuerdo con las necesidades de regulación estatal. La aproximación de los haces de derechos asignados a sujetos, permite, además, distinguir entre diferentes tipos de propiedad (privada, comunal, pública) que en su conjunto conforman “sistemas”. En este orden de ideas, los “sistemas de propiedad” varían en tiempo y espacio, aunque evolucionan hacia la propiedad privada; esta última concebida en la cúspide del ideal civilizatorio. En efecto, economistas y juristas liberales han asumido que la forma más acabada y perfecta de propiedad de la tierra es la privada (dominio pleno o fee simple), en la medida en que ésta supone una mayor cantidad de derechos reconocidos legalmente sobre un bien, lo que faculta el pleno dominio en manos de un solo sujeto, idealmente un individuo, y la certeza necesaria para la inversión.
Desde esta mirada la tierra es principalmente un “bien raíz” con potencial comercial, siempre y cuando se encuentre lotificada o parcelada, delimitada y certificada, así como asignada a sujetos de derechos, claramente definidos y registrados en un catastro. Desde el siglo xix, esta visión, en México y otros países con gobiernos liberales, justificó reformas legales que promovieron la conversión a dominio pleno de formas de propiedad comunales o corporativas (en particular los bienes eclesiásticos), denostadas como primitivas o premodernas y asociadas a grupos indígenas, que también eran concebidos en los mismos términos de atraso civilizatorio.7
Múltiples investigaciones, desde variados frentes y disciplinas, han cuestionado este modelo ideológico. Una crítica moderada formulada desde la misma disciplina económica fue la de Elionor Orstrom, premio Nobel en Economía, quien, en los años 1990, defendió el valor de la propiedad comunal sobre la privada para el manejo sustentable de bienes naturales y agrarios en situaciones donde existe una buena gobernanza comunitaria. Empero, las críticas más radicales al modelo liberal de propiedad provienen del pensamiento anarquista y marxista.8 La propiedad, como institución, es vista como consustancial al capitalismo, desde ambos enfoques, siendo el punto de partida de la “acumulación originaria” que, de acuerdo con Marx, se remonta al siglo xvii, cuando campesinos ingleses fueron despojados de sus tierras comunales. Se trata del parcelamiento o encerramiento de los comunes, un proceso de “acumulación por desposesión” que logró legitimidad por diversos mecanismos, instrumentos y tecnologías, entre los que destacan las figuras legales y los registros catastrales.9
Una aproximación contemporánea es la de los regímenes racializados de propiedad que complementa la revisión histórica, centrada en la Europa feudal, para explicar el surgimiento institucional de la propiedad a partir del proceso de colonización y despojo territorial, perpetuado desde el siglo xvi por la expansión europea sobre diferentes regiones del planeta. Una de sus principales exponentes es Brenna Bhandar (2018), para quien el desarrollo de los derechos de propiedad y su codificación en leyes, en particular por el imperio inglés en los siglos XVIII-XIX, debe leerse en sintonía con apropiación de recursos por parte de poderes coloniales en colonias como Nueva Inglaterra, Australia y la Columbia Británica. En su mirada, la producción de categorías identitarias, como la de indígena, fue un epifenómeno del régimen de acumulación que reconoció sólo para ciertos sujetos, hombres blancos colonizadores, derechos de propiedad y participación política (pensemos en el régimen censitario), en detrimento de sujetos racializados a los que se les excluyó bajo argumentos de inferioridad racial, o incluso se les convirtió en propiedad (piénsense en los esclavos). En este sentido, la codificación de derechos, la invención de sistemas catastrales y la noción misma de título de propiedad deben entenderse como parte de la legalización y legitimación de procesos de despojo de tierras y territorios, y la racialización de poblaciones indígenas. Esto es evidente cuando vemos, además, que la medición de los territorios (los baldíos y terrenos nacionales), la delimitación y mesura de éstos, dio paso a su apropiación de territorios y su transformación en bienes inmobiliarios asignados a personas con el conocimiento, tecnología y poder para llevar a cabo dicha conversión en propiedad (Craib 2004; Cronon 1983; Nichols 2018).
A fin de profundizar en estas construcciones de sujetos de derechos que conforman ciudadanías, en relación con a la tenencia de la tierra, es pertinente considerar también los abordajes planteados desde el enfoque de los “regímenes de alteridad nacional”. De acuerdo con las investigadoras que acuñan el término, las categorizaciones identitarias son siempre relacionales y, bajo la égida de los Estados nacionales, éstas son un epifenómeno del nacionalismo (Briones 1998; López Caballero 2016). Esto es, la definición de un “nosotros” nacional moderno surge en relación con la definición de una “otredad” que, en el caso de los países latinoamericanos, es por excelencia el sujeto indígena. En palabras de Paula López Caballero: “la identificación como indígena y los contenidos asociados a esta forma de identificación no pueden entenderse independientemente del campo estatal y nacional y sus transformaciones” (2016, 13). Desde esta mirada cabe preguntarse, ¿cómo se han modelado las diferentes identidades sociopolíticas en el México moderno y contemporáneo en relación con los regímenes de propiedad de la tierra?
Redistribución posrevolucionaria de la tierra: nuevos sujetos de derecho y reconfiguración territorial
Durante el largo proceso de reparto agrario (1915-1992), las identidades étnicas no fueron relevantes en las demandas de tierra en México. Definirse como integrante de un grupo étnico, de una comunidad, de una población indígena o ser identificado como tal, no justificaba del todo el reclamo a la tierra. Otras categorías identitarias, asociadas al emergente nacionalismo posrevolucionario, en específico las de “campesino” y “mestizo”, cobraron centralidad, definiendo sus atributos en relación con las proclamas agraristas del movimiento armado y en contraposición a identidades sociopolíticas que se pretendían superar en tanto reminiscencias del pasado colonial; en específico las de “indio” y “ladino” (Knight 2004).10
El largo reparto agrario se fraguó a la par que la política indigenista, a fin de “resolver” de manera simultánea la “cuestión indígena y la “cuestión agraria”.11 Al igual que los ideólogos liberales del siglo XIX, los artífices de estas políticas definieron la cuestión indígena como un problema de aislamiento y marginación de las comunidades indígenas, respecto al modelo de desarrollo socioeconómico nacional, y su sometimiento al control ladino en regiones rurales y marginadas.12 Así pues, sus objetivos compartidos, y poco disputados, fueron la modernización del mundo campesino en términos productivos y organizativos, así como la integración de los indígenas al ethos nacional por medio de la educación pública (proyecto integracionista del indigenismo posrevolucionario) y la nacionalización de los bienes y recursos naturales, con un enfoque de justicia social. El nuevo modelo de desarrollo reconfiguró el territorio nacional, el régimen de propiedad y las identidades sociopolíticas del México rural.
Propiedad de la tierra sin autonomía política
En contraste con las demandas del Emiliano Zapata, durante la Revolución Mexicana (1910), quien exigía acceso a la tierra, pero sobre todo una verdadera autonomía política municipal basada en el control colectivo de las tierras y los recursos, las nuevas formas de tenencia, el ejido y la comunidad, significaron la creación de una nueva forma de propiedad colectiva y comunidad política con un órgano de gobernanza (asamblea ejidal o de bienes comunales) independiente del gobierno local (ayuntamiento) (Womack 1987; Warman 1988).
La aparente aceptación del modelo agrarista, al margen del zapatismo, sólo se explica si consideramos que éste se instaló de forma paulatina y progresiva en los núcleos agrarios. Otro aspecto clave para comprender la falta de resistencia comunitaria a la recodificación que se instauró como hegemónica, a contrapelo de la propuesta zapatista, fue la promesa de reparto de tierras, siempre presente. En efecto, hasta 1992 la posibilidad de ampliar la superficie de los ejidos dotados o de crear nuevos ejidos estuvo abierta para los campesinos sin tierras. Incluso se ideó la figura de “derechos a salvo” para los campesinos no ejidatarios, pero residentes de ejidos, en espera de tierra. El éxito de esta política se observa en sus resultados: entre 1915 y 1992 se repartieron 103 millones de hectáreas (la mitad del territorio nacional) dotadas o restituidas a treinta mil núcleos agrarios (ejidos o comunidades) en beneficio de 3.5 millones de campesinos (Warman 2001).
Finalmente, otro aspecto que explica la falta de resistencia o cuestionamiento al modelo ejidal es la relativa autonomía en el manejo de los asuntos internos que éste permitió. Diversas investigaciones etnográficas dan cuenta de arreglos comunitarios que regularon, de manera más incluyente, la legislación agraria y el acceso a la tierra con fines agrícolas en ejidos y comunidades. Este fue el caso en la Sierra de Santa Marta, habitada por el grupo étnico de los popolucas, descrita por Emilia Velázquez (2003), donde se conformaron “ejidos comunales” de acceso abierto para todos los campesinos milperos originarios de los pueblos dotados a las tierras comunales del ejido. La misma situación fue observada por Torres-Mazuera (2014) en Yucatán, donde el acceso a los “montes” (tierras concubierta forestal) de los ejidos se mantuvo abierto a los campesinos milperos con o sin “calidad agraria” (derecho legal sobre la tierra ejidal).
En otros contextos regionales, como Oaxaca y Michoacán, donde un porcentaje importante de la superficie estatal corresponde a comunidades (agrarias), el reconocimiento y confirmación de comunidades de hecho, tampoco alteró las propias reglas de membresía y acceso a las tierras establecidas en cada pueblo. Hasta la fecha, en muchas comunidades con población indígena (zapoteca, mixe, hueve, tríqui y purépecha), el acceso a la tierra se relaciona con obligaciones de trabajo comunitario y no sólo a la membresía en términos legales.13 De ahí que la inclusión o exclusión a los recursos asociados a los bienes comunales ha estado, hasta la fecha, sujeta a los usos y costumbres locales en interacción con la legislación agraria.
Otro caso fue el de la Sierra Tarahumara (Chihuahua) o el Gran Nayar (Jalisco y Nayarit) que, por su gran extensión territorial y escasa población, no experimentaron cambios evidentes en las relaciones de propiedad y manejo territorial practicadas por los pueblos rarámuri y wixarika respectivamente, durante las primeras décadas del reparto agrario. En ambos contextos, las poblaciones indígenas ignoraron, de diversas maneras, la fragmentación territorial que suponía la creación de ejidos en favor de una población foránea, mestiza y ranchera, que se fue instalando progresivamente sobre dichos territorios.14
La relativa autonomía indígena y campesina, frente a las restricciones legales del ejido y la comunidad, comenzó a transformarse a partir de los años 19701980. Factores como el crecimiento demográfico de los núcleos agrarios, la escasez de la tierra productiva, así como la migración rural, el abandono de la actividad agrícola y la inversión económica en las tierras más productivas, llevaron al parcelamiento de las tierras comunales y su apropiación individualizada, en un sentido más acorde con el modelo agrarista. El proceso de individualización de derechos y el acaparamiento de tierras en propiedad ejidal y comunal fue legalizado en 1992 con la reforma constitucional al artículo 27 constitucional y la nueva Ley Agraria.
Neoliberalismo multicultural en México
La década de 1990 trazó el inicio de un nuevo modelo de política económica nacional. México firmó el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, lo que exigió un paquete de reformas legales que permitieran la entrada a la inversión privada y al sector empresarial para la explotación y aprovechamientos de diversos recursos naturales, hasta entonces inalienables o sólo aprovechables por el Estado-nación. Entre las reformas y nuevas leyes destacan: la reforma al artículo 27 constitucional en 1992 y la promulgación de la Ley Agraria, que permitieron la privatización de las tierras ejidales. El giro neoliberal en México ocurrió a la par que el giro multicultural que supuso reformas legales dirigidas a la protección de los derechos humanos, en particular, el reconocimiento de México como país pluricultural (artículo 4 constitucional) y la firma del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo.15 No obstante, este giro fue incompleto en la medida en que el reconocimiento de la diversidad étnica nacional no se materializó en reglamentación concreta a nivel federal, ni otorgó en el plano nacional de representación política a los pueblos indígenas.
Diversos antropólogos y politólogos han descrito el nuevo modelo en términos de neoliberalismo multicultural (Hale 2005; Hoffmann y Agudelo 1998), señalando las reconfiguraciones contradictorias en los regímenes de propiedad y alteridad. Comencemos por describir de manera general los efectos del nuevo paradigma sobre la propiedad ejidal y comunal, para luego abordarlo desde la mirada de los pueblos indígenas y su reclamo de territorio.
Privatización de la propiedad ejidal
Pérez Castañeda (2002) explica que las reformas de 1992 al artículo 27 tuvieron un doble efecto sobre la propiedad ejidal y comunal y, en general, sobre el régimen de propiedad en México. Derogaron la concepción social de la propiedad que regía desde 1917 y modificaron la composición del sistema agrario y el contenido jurídico de sus modelos específicos (Pérez Castañeda 2002, 38). En la actualidad es posible identificar distintas modalidades de privatización de las tierras ejidales y comunales que se dinamizaron y, en ciertos casos, se legalizaron con la reforma neoliberal en materia agraria. Estas modalidades dejan ver las tensiones recientes de exclusión que se viven en ejidos y comunidades y que, en su intensificación, han derivado en conflictos y nuevos reclamos de justicia agraria, ambiental e indígena.
La primera modalidad de privatización supone el aumento y concentración de derechos (a usufructuar, enajenar, arrendar, heredar, etcétera) en manos de un solo sujeto de derechos (el ejidatario o comunero) y la reducción de las obligaciones sociales asociadas a la propiedad de la tierra. En efecto, si antes de 1992 el derecho agrario implicaba un derecho a usufructuar, ahora supone también el derecho de enajenación y arrendamiento. Además, ya no es obligación trabajar la tierra con las propias manos, residir en los ejidos o comunidades, ni participar activamente en la asamblea para mantener los derechos agrarios. En esta coyuntura legal muchos ejidatarios y comuneros, generalmente hombres adultos mayores, tienden a consolidar su identidad de “propietarios” con dominio pleno sobre “sus tierras o parcelas”, en detrimento de instituciones colectivas como la asamblea de ejidatarios o comuneros y la familia (Ventura Patiño 2021). Estos cambios, en términos del jurista Juan Carlos Pérez Castañeda, hacen de la propiedad ejidal una nueva modalidad de propiedad privada en dominio moderado (Pérez Castañeda y Mackinlay 2015). Esta forma de privatización perpetuada por los mismos ejidatarios es un aspecto que generalmente pasa inadvertido en la literatura académica, pero es fuente de tensiones y exclusiones de mujeres y jóvenes que conforman la mayoría de la población rural (en 2022 únicamente el 27 % de las personas ejidatarias eran mujeres) (RAN 2023). Este fenómeno sucede por igual en regiones con población hablante de lengua indígena o mestiza.
Un segundo proceso de privatización tiene que ver con el parcelamiento legal y asignación individual de las tierras de uso común. Éste se hizo posible gracias a la distinción entre tipos de tierra y sujetos de derechos con atributos diferentes. En la actualidad, en los ejidos y comunidades se reconocen las tierras parceladas y certificadas, que son alienables (sólo en el caso de los ejidos), y las tierras de uso común y de asentamiento humano, que son inalienables. La legalización de las parcelas agrícolas fue promovida por un programa de certificación, del que abundaremos en la siguiente sección, que logró la delimitación y certificación de un total de 4 201 937 hectáreas, o sea 24.3 % del total de la superficie de propiedad ejidal y comunal (RAN 2023).
Un tercer proceso de privatización de las tierras ejidales fue la adopción de “dominio pleno” y la conversión de parcelas certificadas a propiedad privada. Este es el proceso que por excelencia se identifica como privatización de la propiedad ejidal, y tiene como antecedente directo el parcelamiento legal y la individualización de derechos, promovido mediante el Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (procede). Entre 2010 y 2022 los ejidos perdieron 3 524 307 de hectáreas de tierras parceladas por su conversión a dominio pleno (infomex 330025122000377).
Se observa, además, la injerencia cada vez más extendida de actores de la jurisdicción civil, como los notarios públicos, que avalan las transacciones realizadas individualmente por ejidatarios. Otra tendencia es la de ejidos, donde una buena parte de ejidatarios ya no son campesinos ni personas originarias de los núcleos agrarios, sino más bien empresarios, abogados, ex funcionarios públicos, que lograron este reconocimiento y calidad agraria mediante un pago a las asambleas ejidales (Torres-Mazuera et al. 2020a).
Inseguridad certificada para tierras indígenas
En los años 1990 la seguridad en la tenencia de la tierra agrícola y la legalización de los derechos de propiedad se presentaron en México y otros países como aspectos indisociables y alcanzables por medio de programas de certificación y titulación agraria (Bouquet, Anseeuw y Burnod 2016; Assies 2009; Jansen y Roquas 1998). Este enfoque tecnocrático y hegemónico, promovido con gran brío en aquella época por el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, claramente ignoró los procedimientos vernáculos y a las autoridades locales que históricamente habían validado el acceso, posesión y transferencia de la tierra rural en muchos contextos nacionales.16 Este es el caso del medio rural mexicano donde existían una variedad de mecanismos multiformales de regulación agraria con amplia legitimidad social, en particular en regiones indígenas, como se ha señalado en el apartado anterior. No obstante, el enfoque propuesto concibió la seguridad jurídica de la tenencia ejidal y comunal como un mero asunto de legalización y registro de los derechos y sujetos de derechos, de preferencia individuales. Veamos cómo se implementó el programa más importante de certificación agraria y algunos de sus efectos inesperados para los pueblos indígenas.
En 1993, un año después de la reforma legal al artículo 27 constitucional y la emisión de la Ley Agraria, se inició el ambicioso y costoso programa de certificación de la propiedad ejidal y comunal: Programa de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares y Programa de Certificación de Derechos Comunales, respectivamente (procede / procecom).17 Este programa se puso como meta la regularización de la tenencia ejidal y comunitaria. Dicha meta surgía de la idea por la cual la principal problemática de ejidos y comunidades era la incertidumbre generada por las mediciones imprecisas de los núcleos agrarios (esto por falta de tecnología moderna de medición al momento en que fueron creadas), así como la falta de registro sistemático de las parcelas individuales y de los sujetos de derechos, aspecto indispensable para legalizar el mercado de tierras. De ahí que el programa se enfocó en delimitar, con tecnología satelital, a los ejidos y a comunidades que lo aceptaron, y a otorgar títulos individuales de derechos (certificados parcelarios o agrarios), ya fuera de uso común o de parcelas. El procede también registraba a todos los sujetos agrarios con derechos: ejidatarios y comuneros, posesionarios (personas en posesión de las tierras) y avecindados (personas residentes de los ejidos y comunidades). Finalmente, el programa promovió la delimitación de áreas de crecimiento o reserva territorial de los ejidos y la elaboración de reglamentos internos debidamente adaptados a las necesidades de cada núcleo agrario. Como veremos más adelante, desde el enfoque de los regímenes racializados de propiedad, la certificación y titulación agraria generaron diferencias entre sujetos de derechos y grupos sociales con acceso histórico a la tierra, con una tendencia general de desprotección e inseguridad jurídica para las personas indígenas con y sin derechos agrarios.
Hacer un balance de procede / procecom, desde el enfoque de los pueblos indígenas, no es labor sencilla en la medida en que no existe información estadística disponible que distinga entre núcleos agrarios indígenas y no indígenas. Más importante aún, es difícil establecer generalizaciones respecto a las variadas respuestas al programa procede / procecom y sus resultados, dada la pluralidad de circunstancias que definen las características y dinámicas de ejidos y comunidades en cada contexto regional. Además, las diferencias entre núcleos agrarios con población mayoritariamente indígena (autoidentificada o hablante de lengua indígena) y no indígena, a partir de los años 1990, tiene implicaciones y explicaciones que remiten al sujeto indígena en su doble dimensión de sujeción neocolonial o emancipación multicultural. Por ejemplo, la autonomía indígena como proyecto político, en algunos ejidos y comunidades de Chiapas y Oaxaca, se expresó en el rechazo hacia la certificación agraria propuesta por procede / procecom, ya que éste, al formalizar y fijar derechos, atentaba contra los arreglos locales y control comunitario en cuanto membresías y acceso a la tierra (Ita 2003; Smith et al. 2009).
Sin embargo, la falta de certificación de múltiples núcleos agrarios en regiones indígenas, como Oaxaca, también tuvo por motivo la histórica conflictividad agraria entre pueblos. En efecto, la disputa por límites entre muchos núcleos agrarios que se reactivó o recrudeció a causa del reparto agrario, en estados como Oaxaca, Michoacán, Chiapas y Guerrero, tornó imposible la delimitación y certificación agraria (Ita 2003; Ramírez 2002). En condiciones de conflicto y débil gobernanza democrática interna, la falta de certificación agraria supuso mayor vulnerabilidad para ejidos y comunidades con población hablante de una lengua indígena o autoidentificada como indígena y expuestos en la actualidad a una fuerte presión empresarial sobre la tierra (en particular mineros, eólicos, bonos de carbono, etcétera).
Existen, no obstante, otras experiencias en las que las asambleas ejidales o comunales, lograron apropiar el programa de certificación agraria a sus necesidades. Por ejemplo, en la Sierra de Santa Marta, Veracruz, el procede permitió afianzar los derechos de propiedad, de muchos campesinos, generalmente hijos y familiares de ejidatarios (Velázquez 2003). Tras el paso del programa estas personas fueron reconocidas legalmente bajo la figura jurídica de nuevos ejidatarios o de posesionarios, lo que fortaleció a los núcleos agrarios. En Yucatán, algunos ejidos crearon las parcelas colectivas, lo cual fue una subversión del enfoque individualista de la propiedad (Torres-Mazuera 2014).
Otra aproximación que da cuenta de los resultados de la certificación agraria para pueblos y personas, (auto)identificadas como indígenas, es considerar la distribución inequitativa de los certificados parcelarios al interior de los mismos ejidos y comunidades, y el proceso de parcelamiento e individualización de derechos, promovido por los programas de certificación. Este último asunto es central si consideramos que una de las apuestas de la movilización indígena ha sido el reconocimiento de derechos colectivos sobre la tierra, los cuales se debilitaron cuando los derechos de propiedad se individualizaron y, más aún, fueron acaparados por unos pocos ejidatarios y comuneros en detrimento de la comunidad en su conjunto. En la actualidad, muchos ejidatarios, comuneros o posesionarios, (auto)identificados como indígenas y no indígenas, carecen de parcelas certificadas en la medida en que fueron excluidos de su asignación por las asambleas ejidales o comunales (hay muchas explicaciones para esta exclusión como la falta de avecindamiento, problemas de documentación o motivos políticos). Por otra parte, se observa una concentración de las parcelas certificadas en pocas manos. A partir del análisis de una base de datos con información sobre las tierras parceladas y tituladas a mujeres en ejidos y comunidades del todo el país, Torres-Mazuera (2023) mostró que, en 2022, 3.5 % de las mujeres titulares de parcelas certificadas, estaban en posesión del 49.86 % del total de la tierra parcelada; una tendencia similar se proyectaba para el conjunto de los titulares de derechos parcelarios.
Algo parecido ocurrió con la certificación de tierras de uso común. Idealmente en aquellos ejidos o comunidades donde predominan las tierras de uso común, todos los sujetos agrarios vigentes al paso del programa procede debían recibir certificados agrarios. No obstante, procede sólo generó 2 037 103 certificados de uso común, lo que indica que algunos ejidatarios y comuneros fueron excluidos (el total de ejidatarios y comuneros en 2018 era de 4 130 826) (véase Tabla 1). Esta información fue corroborada en entrevista con la representante del RAN en Yucatán, quien afirmó que en 2023 un porcentaje considerable (un treinta por ciento aproximadamente) de ejidatarios, en particular mayahablantes, carecían de certificados agrarios y, por tanto, se encontraban en una incertidumbre jurídica.18 La incertidumbre de certificación afecta, además, a las comunidades agrarias.
Tabla 1 Certificación y regularización de la propiedad con procede y fanar19
Concepto | procede (1993-2006) |
---|---|
Núcleos agrarios | 28 681 |
Sujetos agrarios beneficiados | 4 435 974 |
Certificados parcelarios | 5 272 541 |
Certificados de uso común | 2 037 103 |
Títulos de solares urbanos | 2 243 260 |
Superficie total certificada (certificados parcelarios, uso común y solares) | 88 325 334.4 |
Superficie parcelada | 25 824 530.67 |
Superficie de uso común | 62 169 155.77 |
Superficie de solares | 331 647.98 |
Superficie regularizada | 92 784 949.97 |
Diferencia entre superficie certificada y regularizada | 4 459 615.57 |
Fuente: datos históricos derivados de la certificación de la propiedad social de beneficiarios y documentos expedidos (RAN 2024).
Así, en Oaxaca, el estado con mayor número de comunidades, 179 comunidades o el 24 % del total estatal no habían sido certificadas en 2022 (RAN 2023).
La gráfica siguiente muestra que la superficie sin certificar corresponde a alguna de las siguientes variables: núcleos agrarios que no han sido regularizados, o superficies dedicadas a infraestructura o al asentamiento humano que no han sido certificadas al interior de los núcleos. A fin de inferir la superficie sin certificar, se restó la superficie total de núcleos agrarios por estado a partir de la información del “Censo ejidal 2007” (INEGI 2007), de la superficie parcelada y superficie destinada a uso común de acuerdo con los indicadores básicos de la propiedad del RAN (2023).

Fuente: elaboración de la autora a partir de la superficie ejidal registrada, destinada al parcelamiento y de la superficie ejidal registrada, destinada al uso común (RAN 2023; INEGI 2007; INPI 2020).
Gráfica 1 Porcentajes de la superficie ejidal y comunal sin certificar, superficie total de uso común y superficie total parcelada por entidad federativa y en relación al porcentaje de población indígena
Un aspecto poco señalado en la literatura académica sobre procede / procecom, es que éste facilitó la privatización de los terrenos nacionales, lo que afectó a ejidos y comunidades que aspiraban a la ampliación de sus tierras sobre éstos a fin de dar acceso a las jóvenes generaciones. Un ejemplo de este proceso es el municipio de Hopelchén donde el programa significó una transformación sustancial en la estructura agraria municipal y afectación para los ejidos mayas (Torres-Mazuera et al. 2020b). En efecto, la delimitación precisa de los ejidos con el procede puso al descubierto extensiones de tierra “confundidas” dentro del territorio ejidal que legalmente eran terrenos nacionales, pero, en muchos casos, eran usufructuadas por ejidatarios y vecinos de los ejidos. Tras el paso de procede muchos de estos terrenos nacionales fueron convertidos a propiedad privada y posteriormente vendidos. En la actualidad, estos terrenos están en manos de colonias menonitas que llegaron a fines de 1980, provenientes del norte del país (Durango, Zacatecas, Tamaulipas y Chihuahua). La expansión menonita en el municipio ha conllevado la privatización de la propiedad pública del municipio, así como su deforestación ilegal (Ellis et al. 2017). De ahí que, en la perspectiva y experiencia de muchos ejidatarios mayas de Hopelchén, la gran transformación territorial de la región fue facilitada por procede.
La seguridad en la tenencia no se afianzó con los programas de certificación en aquellos contextos espaciales en los que la tierra ejidal o comunal adquirió un valor comercial alto o que da acceso a otros recursos como el agua, minerales, viento y sol. Diversas investigaciones etnográficas dejan ver la prevalencia de inseguridad en la tenencia de la tierra de ejidos y comunidades certificados, donde la población (auto)identificada como indígena es mayoritaria. Por ejemplo, Gustavo Marín Guardado (2020) narra el despojo violento sufrido por ejidatarios mayas asentados en la costa del Caribe mexicano. Este despojo fue perpetuado por empresarios con gran poder económico y político en contubernio con funcionarios y políticos del estado de Quintana Roo. Horacio Almanza y su equipo de investigación mostraron el despojo que el gobierno de Chihuahua realizó contra los ejidatarios mestizos y rarámuri de los ejidos San Alonso y Creel para la construcción de un aeropuerto (2020). Estos trabajos, al igual que otras investigaciones empíricas, dejan ver la gran incertidumbre que existe para ejidatarios o comuneros indígenas en regiones de interés para el desarrollo económico, quienes son engañados, amenazados, cooptados y divididos por empresarios y funcionarios del gobierno, a fin de lograr el acceso a sus tierras comunales por la vía de la parcelación (cambios de destino), y contratos de arrendamiento de corto y largo plazo.
A la par, observamos inseguridad en la tenencia para aquellas personas que históricamente han vivido en ejidos y comunidades pero que carecen de “calidad agraria”, en particular, las mujeres, jóvenes y niños. Esto queda claro en la región de los Chenes en Campeche y el Valle Nacional en Oaxaca. En ambos lugares, investigaciones etnográficas han mostrado cómo, tras el paso de procede, campesinos (generalmente familiares de ejidatarios sin derechos agrarios) que, por acuerdo de asamblea, gozaban de derecho de acceso a la tierra de uso común para hacer la milpa, lo perdieron tras la certificación agraria. Estudios del caso también revelan que los procedimientos vernáculos que daban legitimidad a las transferencias de tierras (compraventa, renta, herencias), previas a la reforma del artículo 27 constitucional y que garantizaban a los vecinos de ejidos y comunidades cierta seguridad, han perdido fuerza y respaldo social (Teresa y Basabe 2020; Torres-Mazuera et al. 2020b). En el mismo sentido, se observa un debilitamiento de capacidad de registro, control y sanción sobre las transacciones por parte de las asambleas ejidales y comunales. procede debilitó a las asambleas que son las máximas autoridades de los ejidos y comunidades, al individualizar los derechos sobre las tierras más provechosas (aquellas aptas para la agricultura intensiva) de los núcleos agrarios; también les quitó poder de decisión en la medida en que las transacciones ya no deben pasar por éstas.20 En suma, tras los programas de certificación, la capacidad para ejercer una gobernanza con autonomía se tornó un ejercicio más arduo. A este respecto, podemos añadir que la Procuraduría Agraria, que implementó la certificación agraria, en pocas ocasiones institucionalizó criterios para una asignación y regulación justa, democrática y sustentable de los recursos ejidales y comunales.
El interés que el gobierno puso a la regularización y certificación en la tenencia de la tierra, hasta mediados del 2000, ha disminuido. En la actualidad, el padrón de sujetos agrarios, las parcelaciones de tierras y las transacciones realizadas en núcleos agrarias están desactualizadas.
Litigiosidad agraria a la luz de la categoría de indígena
Otra aproximación, para responder a la pregunta sobre los efectos de la certificación agraria en los núcleos agrarios con población hablante o autoidentificada como indígena, es considerar los conflictos agrarios y su judicialización. Esto es, la litigiosidad agraria que se desahoga en tribunales agrarios y que, de acuerdo con la información estadística, va en aumento. En efecto, de acuerdo con los informes de labores de los Tribunales Agrarios, la litigiosidad creció un 52 % entre 2001 y 2018.21 En este contexto cabe preguntarse ¿qué papel desempeña la categoría de “indígena” cuando analizamos la litigiosidad agraria a nivel nacional? Para responder a esta cuestión, retomamos los principales hallazgos del Informe sobre los Tribunales Agrarios a la luz de los derechos humanos de los pueblos indígenas y campesinos en México (Torres-Mazuera et al. 2020a).
De acuerdo con magistrados agrarios y abogados entrevistados en este documento, la mayor parte de los conflictos que se desahogan en la actualidad en tribunales agrarios son de tipo individual, y suceden por igual en estados con presencia de población categorizada, como indígena, y en aquellos donde el porcentaje está por debajo de la media nacional (Torres-Mazuera et al. 2020a). Veamos de qué se tratan.
El conflicto más común es por la sucesión de los derechos agrarios y tiene en su origen el fin del reparto agrario en 1992 y la indivisibilidad de la unidad de dotación. Actualmente la única forma de acceso a la tierra ejidal o comunal, para los hijos e hijas de ejidatarios, es la herencia o el mercado de tierras. Esta última opción resulta inalcanzable para la mayoría de los jóvenes rurales debido a la falta de capital económico. Otro tipo de conflictos tiene que ver con las nulidades de actas de asambleas y conflictos entre los sujetos agrarios y los órganos de representación de los núcleos agrarios (elección, remoción). Estos conflictos ocurren en estados donde la mayor parte de la tierra ejidal es de uso común, tendencia que sucede por igual en el norte del país con poca presencia indígena, al contrario del sureste, con alta presencia indígena. Desde la perspectiva de abogados y magistrados entrevistados, los juicios agrarios que promueven las anulaciones de acta de asambleas son una estrategia por parte de los ejidatarios para obtener una mayor ganancia económica en la venta de tierras ejidales. Otra explicación es la confrontación entre grupos de ejidatarios con visiones diferentes en cuanto al devenir de las tierras de uso común ejidal, que estallan cuando se trata de la venta de tierras, y de las elecciones de los representantes de núcleos ejidales (comisariados ejidales y comunales). Finalmente, otro asunto no contencioso que se resuelve con gran frecuencia en tribunales agrarios es el de las jurisdicciones voluntarias, que remiten a fallas en los datos personales de los titulares.
De este breve recuento, se concluye que la mayor parte de los asuntos que se resuelven en la actualidad en los tribunales agrarios se refieren a la definición de los derechos de propiedad individuales de los sujetos agrarios. Desde un enfoque macro, estos conflictos suceden por igual en estados con mayor o menor porcentaje de población indígena. Frente a esta conclusión genérica, vale la pena una aproximación más cualitativa para iluminar puntos ciegos.
De acuerdo con casos de estudio de conflictos que llegan a los tribunales, constatamos que ejidatarios o comuneros hablantes de una lengua indígena han experimentado vulneración de sus derechos agrarios y humanos. Los factores que juegan en su contra son: el analfabetismo e incomprensión de la lengua castellana por parte de estas personas (ya sea sujetos agrarios o no agrarios), la distancia de las oficinas de la burocracia agraria de los ejidos y comunidades en regiones indígenas, y el desconocimiento de la Ley Agraria por parte de los titulares de derechos (Torres-Mazuera et al. 2020a). Esta vulnerabilidad es más evidente para mujeres indígenas que pueden quedar atrapadas en trámites de sucesión de derechos, o siendo ejidatarias, son excluidas del acceso a la tierra o la participación en la asamblea. Desde esta mirada, la categoría de indígena es relevante para analizar dinámicas de discriminación institucional y estructural, lo que da cuenta, además, del fracaso del proyecto educativo y de integración cultural del indigenismo posrevolucionario.
Los magistrados entrevistados para el Informe identificaron pocos conflictos colectivos que se dirimen en los tribunales agrarios, los cuales remiten a problemas de límites entre núcleos agrarios, aunque a partir de los años 2000 se transforman en conflictos activados en la implementación de megaproyectos, en particular de tipo energético y de infraestructura. Estos conflictos suponen nuevos agentes agresores, como las empresas privadas, nacionales y transnacionales, además de los consabidos (gobiernos de los estados y el gobierno federal).22 En casos contados de Yucatán, Chihuahua, Oaxaca o Nayarit, la defensa de la tierra ejidal o comunal se ha planteado como la salvaguardia de un territorio indígena, aunque su resolución ha sido por la vía civil, más que agraria, dado que a esta jurisdicción sólo pueden acudir sujetos agrarios. Veamos en la siguiente sección cómo se han enmarcado y resuelto algunos de los conflictos judicializados.
No es tierra, es territorio: comunidades indígenas como sujetos de derechos
En el 2001, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos fue modificada en la llamada reforma constitucional en materia indígena, con el objetivo de incorporar elementos del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit, por sus siglas en inglés) a la Constitución. En específico se incorporó una definición de los pueblos y las comunidades indígenas que destaca la ancestralidad de los “pueblos originarios” y su vínculo con el territorio. Asimismo, se reconocen las instituciones, autoridades y normativas “propias” que los conforman y regulan. La reforma incorpora, además, el principio de autoidentificación. A partir de entonces “la conciencia de su identidad indígena deberá ser criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican las disposiciones sobre pueblos indígenas” (artículo 2 constitucional).
Estas reformas enmarcan los nuevos reclamos de pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derechos en México. Si bien estos cambios parecen un avance sustancial, la definición de qué derechos, el ejercicio efectivo y pleno de éstos, y sobre todo, el reconocimiento del interés jurídico y legítimo de las comunidades y los pueblos indígenas, es un proceso contencioso, hasta la fecha irresoluto. Veamos por qué.
La reforma al artículo 2 constitucional surgió como una respuesta jurídica al levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln), en 1994, en Chiapas, aunque es limitada en la medida en que no incorporó las principales demandas de organizaciones indígenas que, junto con otros actores también indígenas, hicieron suyos los Acuerdos de San Andrés Larráinzar, firmados en 1996 entre el Gobierno Federal y el ezln. En estos acuerdos, el eje fundamental era el reconocimiento de la autonomía y la libre determinación de los pueblos indígenas sobre su territorio. La reforma constitucional de 2001 acotó el alcance de la autonomía de los pueblos indígenas, ya que el artículo 2 sólo reconoció la autonomía en términos de obligaciones más que derechos (por ejemplo, la “de conservar, mejorar el hábitat y preservar la integridad de las tierras” y la de “acceder, a las formas y modalidades de propiedad y tenencia de la tierra establecidas en la Constitución”). Asimismo, se restringió la libre determinación de los pueblos y comunidades indígenas, ya que no reconoció a dichas comunidades como “sujetos de derecho”, sino más bien la definió como “entidades de interés público”.
Una de las paradojas de estas reformas es que, aunque en materia agraria, la comunidad y el ejido están definidos como sujetos con personalidad jurídica, en tanto los pueblos y comunidades indígenas no están definidos como tales a nivel constitucional (Cruz Rueda 2013, 353). De ahí que los indígenas no pueden hacer valer en juicio, o ante un juez, sus derechos de libre determinación sobre un territorio en el ámbito de la jurisdicción agraria, pues no son reconocidos como sujetos de derecho.
En 2011, la reforma constitucional, en materia de derechos humanos, abrió una nueva ventana de oportunidad legal para el avance del reconocimiento al derecho al territorio de los pueblos y comunidades indígenas. Esta reforma obliga a las autoridades de todos los niveles a considerar el contenido de Tratados Internacionales de Derechos Humanos firmados por México, lo que posibilitó la admisión de demandas de amparo con el reclamo en torno al derecho a la libre determinación, la autonomía y el territorio como eje argumental, los cuales llegan a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).23
Para estimar el avance en el cambio de paradigma tierra-territorio-indígena, retomo el estudio realizado por el Centro de Estudios Constitucionales de la SCJN que agrupa siete sentencias que consideran el derecho a la propiedad de la tierra y a los territorios de los pueblos indígenas, emitidas por la máxima instancia judicial mexicana entre el 2012 y 2021.
De una revisión somera, lo primero que llama la atención es el reducido número de sentencias atraídas por la Suprema Corte con el reclamo de territorio o propiedad colectiva indígena. Surge la pregunta sobre las dificultades que implica realizar una demanda de amparo con el derecho al territorio indígena como eje argumental. Existen varias posibles explicaciones. Una de ellas es la estrategia legal, por parte de empresas, para evitar que se genere jurisprudencia que pueda afectar futuros proyectos. Este fue el caso de la comunidad de San Miguel del Progreso, contra una minera que se desistió del juicio ante el horizonte de perderlo. Otra tiene que ver con el rechazo de organizaciones indígenas que se oponen a la judicialización de los conflictos y proponen la autonomía “al margen del Estado” (propuesta neozapatista). Finalmente, otra posible explicación, es que la auto adscripción como indígena y el reclamo de este derecho, no es evidente para la mayoría de las personas hablantes de una lengua indígena y habitantes de una población rural con tenencia ejidal o comunal de la tierra. Este asunto ha sido bien documentado por antropólogos en la Península de Yucatán, con predominancia de población mayahablante, y habría que contrastarlo para otros contextos regionales (Gabbert 2001).
Asimismo, es significativo que, de los siete casos tratados, sólo uno implica un reclamo de reconocimiento de posesión territorial, siendo que, en los otros casos, la “tierra de grupos indígenas” parece estar asegurada bajo la forma de tenencia ejidal o comunal; se omite por completo considerar el proceso de privatización de las tierras ejidales y comunales y la exclusión sistemática a la tierra agrícola bajo estas formas de tenencia de personas auto adscritas como indígenas.
En realidad, el eje de la disputa de seis de las siete sentencias versa sobre el derecho de las comunidades indígenas a decidir sobre el destino y uso de las tierras cuando se trata de megaproyectos, expropiaciones o conflictos de límites. En este sentido, el criterio de la SCJN es limitado; frente al reclamo de libre determinación de las comunidades indígenas, las sentencias únicamente reconocen al derecho de consulta previa (Gutiérrez y Del Pozo 2019).
Es así como el mayor avance en términos jurisprudenciales no es tanto el reconocimiento del territorio indígena, sino el reconocimiento de la comunidad indígena como sujeto colectivo de derechos con interés legítimo y derecho a la autoadscripción. En otros ámbitos del poder judicial este enfoque ha tenido mucho éxito. Este es el caso del Tribunal Federal Electoral, que ha reconocido el derecho de las comunidades indígenas al autogobierno, así como la validez de procedimientos tradicionales para designar a las autoridades municipales (Recondo 2013).
Conclusiones
La seguridad sobre el acceso y control a la tierra por parte de campesinos e indígenas no siempre significa la certificación de los derechos de propiedad. De hecho, la experiencia mexicana revela que la formalización y certificación individualizada de los derechos de propiedad con programas como procede / procecom, conllevó incertidumbre y despojo de tierras, ahí donde se ignoró la protección a los derechos de propiedad colectivos y la participación democrática y deliberativa en la toma de decisiones, asociados a los recursos agrarios y naturales.
procede / procecom, programas con gran presupuesto y alcance, tuvieron múltiples resultados, inesperados y negativos desde la mirada de sujetos indígenas colectivos e individuales. La parcelación legal, emisión de certificados y asignación a sujetos agrarios afianzó la individualización de la propiedad ejidal y consolidó la brecha de desigualdad que se observa hoy en día en los ejidos y comunidades del país. El programa permitió, además, la privatización de tierras categorizadas como “terrenos nacionales”, que en muchos lugares estaban en posesión y usufructo de campesinos residentes de ejidos y comunidades, y que en regiones indígenas formaban parte de los territorios históricamente reconocidos por pueblos que recibieron tierras en dotación o restitución. También debilitó la gobernanza ejidal y comunal al individualizar los derechos agrarios. Un aspecto relevante, si consideramos sus efectos en regiones indígenas y desde el enfoque de los regímenes de racializados de propiedad, es que la certificación afianzó la diferencia entre núcleos agrarios indígenas y no indígenas: los primeros sin certificación agraria, como sucede en muchas comunidades de Oaxaca y Michoacán, que por distintas razones no han sido regularizadas, pero más problemático aún, no cuentan con registros actualizados de los derechosos, lo que conlleva la imposibilidad de nombrar representantes de las asambleas con reconocimiento legal. También ha trazado una brecha de certidumbre legal entre personas indígenas y no indígenas, siendo que las primeras enfrentan mayores dificultades para actualizar o validar sus derechos agrarios en el Registro Agrario Nacional. Hoy en día, un porcentaje considerable de comunidades y personas indígenas carecen de documentos, y la diferencia se acentúa conforme más ejidatarios o comuneros fallecen, sin que sus familiares logren la sucesión de derechos. A la par, avanza la presión extractivista en regiones con población indígena donde se encuentran ubicados buena parte de los recursos naturales como las aguas, minerales, bosques e incluso los vientos. En diversos núcleos agrarios del país, los conflictos agrarios y ambientales surgen y se dirimen, generalmente desde una perspectiva meramente agraria, que concibe los territorios en términos exclusivos de propiedad en manos de unos cuantos “sujetos agrarios”, generalmente hombres (ejidatarios o comuneros) con derecho exclusivo para decidir en asamblea. En pocas ocasiones se implementan otros mecanismos de participación más incluyente, tales como la consulta previa, libre e informada, pero incluso en estas ocasiones la lógica de los derechos de propiedad prevalece, en la medida en que el derecho a la participación no se vincula con la toma decisiones de la asamblea agraria.
Desde la mirada crítica de los regímenes racializados de propiedad, es posible cuestionar el presupuesto implícito en la dotación y restitución de tierras a pueblos de origen colonial que, en sus siete décadas de reparto de tierra, generó el régimen agrario. Este régimen afianzó cierto orden de dominación estatal, respaldado y legitimado en la legislación, y bajo una idea de justicia social, que, sin embrago, limitó en gran medida el reconocimiento de territorialidades indígenas autonómicas; también consolidó la legitimidad de un sujeto individual de derechos y la idea de propiedad de cuño liberal que justificó el despojo territorial comunitario. Este aspecto se revela cuando notamos que en el lema de “la tierra es de quien la trabaja”, que justificó y movilizó a campesinos mexicanos que recibieron la tierra como ejido, tiene como autor intelectual no a Emiliano Zapata sino a John Locke, padre del liberalismo clásico. En efecto, Locke utilizó este argumento para justificar el despojo territorial de los pueblos nativos en la Nueva Inglaterra del siglo xvii por parte de colonos ingleses.
Desde este enfoque, los pueblos indígenas carecían de derecho sobre las tierras, ya que las mantenían “ociosas” e improductivas (un argumento utilizado también en el siglo XIX por juristas liberales mexicanos que promovieron la desamortización de las tierras comunales de pueblos), y, por tanto, disponibles para ser apropiadas por personas que las trabajarían. Locke partía de la idea según la cual los seres humanos son individuos aislados con plenos derechos individuales sobre los recursos; los derechos de propiedad individual emanaban del trabajo invertido para hacer las tierras productivas. En la época moderna los derechos de propiedad sobre la tierra, han generado una representación de la naturaleza como objeto inerte y bien delimitado (la parcela) que debe convertirse en propiedad individual o corporativa, desvinculada de poblaciones y ecosistemas más amplios. La histórica disociación entre tierra y territorio persiste en México, más allá del giro multicultural cercenado por la lógica neoliberal. Hoy en día se constata, además, el fracaso del proyecto de mestizaje posrevolucionario en la medida en que, frente al persistente racismo y marginación económica de poblaciones indígenas y campesinas, se produce una nueva rearticulación de gobernanza local y regional que redefine a las regiones indígenas como aquellas donde prevalece la inseguridad en la tenencia de la tierra, los conflictos agrarios y en donde ser indígena significa mucho más la discriminación y vulneración de derechos que el ejercicio autónomo y democrático de gobiernos indígenas. No obstante, y a pesar de múltiples tropiezos y obstáculos, en el avance de un proyecto comunitarista y democrático a nivel de ejidos y comunidades, la redefinición de la categoría de indígena, en un sentido sociopolítico con contenidos asociados a derechos humanos, se mantiene como motor de transformación y demanda que moviliza a personas comprometidas en la defensa de territorio.