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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.12 no.27 Ciudad de México ene./abr. 2015

 

Artículos

 

Géneros, transgéneros: hacia una noción bidimensional de la injusticia

 

Gender, transgender: Towards a two-dimensional notion of injustice

 

José Manuel Morán Faúndes*

 

* Doctor en Estudios Sociales de América Latina por la Universidad Nacional de Córdoba. Actualmente es becario posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET, Argentina) y docente invitado de la Universidad de Antofagasta. Correo electrónico: jmfmoran@gmail.com

 

Fecha de recepción: 11 de agosto de 2010
Fecha de aceptación: 18 de diciembre de 2014

 

Resumen

Las expresiones trans representan cuerpos, identidades, prácticas y experiencias que subvierten los patrones culturales de significación heteronormativa, lo que las posiciona fuera de los límites de inteligibilidad proporcionados por la cultura hegemónica. El presente artículo intenta reflexionar acerca de cómo las exclusiones que recaen sobre estas expresiones responden a una forma bivalente de injusticia. Tomando como paradigma el modelo bidimensional de justicia de Nancy Fraser, se argumenta que los dispositivos de marginación que operan sobre las personas transgéneras tienen como punto de origen tanto una precaria valoración cultural como una economía política regulada sobre la base de una división del trabajo fundada en la sexualidad.

Palabras clave: Transgénero, género, cisexualidad, justicia, identidad, Argentina.

 

Abstract

Trans expressions represent bodies, identities, practices and experiences that subvert the heteronormative cultural patterns of signification which places them out of the limits of intelligibility provided by the hegemonic culture. This article attempts to reflect on how the exclusions that impact on these expressions correspond to a bivalent form of injustice. Considering the two-dimensional model of justice introduced by Nancy Fraser, i argue that marginalization devices that operate on transgender people have as their point of origin a low cultural value, and a political economy based on a sexuality founded division of labor.

Key words: Transgender, justice, identity, gender, Argentina.

 

INTRODUCCIÓN

Los cuerpos, experiencias, identidades y prácticas mancomunadas bajo la designación trans constituyen expresiones de género que desafían las normatividades instituidas sobre la noción binaria de la diferencia sexual. Su falta de correspondencia con los patrones culturales de significación establecidas por la dicotomía hombre/mujer, con su correlato en las expresiones de masculinidad y feminidad hegemónicas, posicionan a las personas trans fuera de los límites de inteligibilidad proporcionados por la cultura cisexista1 dominante. A consecuencia de esto, muchas personas trans son hoy marginadas socialmente.

En las sociedades latinoamericanas, esta marginación adquiere múltiples formas. La persecución y criminalización de sus prácticas, el no reconocimiento de su identidad de género autopercibida, la exposición a situaciones de violencia y discriminación, el confinamiento a trabajos precarizados, entre otros, son sólo algunos ejemplos que grafican los modos en que muchas personas trans sufren exclusiones y violencias sistemáticas. A consecuencia de esto, algunas de ellas oscilan entre la invisibilidad y la vulnerabilidad, en circunstancias que las expresiones cisexuales gozan de privilegios (muchas veces invisibilizados por la propia cultura cisexista) respecto de las trans.

Considerando lo anterior como expresiones de una serie de injusticias sociales que operan diferencialmente, parcelando a las poblaciones con base en sus corporalidades, prácticas y expresiones sexo-genéricas, el presente artículo intenta reflexionar cómo responden éstas a una forma bivalente de injusticia. Tomando como paradigma interpretativo el modelo bidimensional de justicia de Nancy Fraser (1997a), se argumentará que los dispositivos de marginación que operan sobre las personas trans tienen un doble punto de origen, esto es, un reconocimiento fallido que surge desde una precaria valoración cultural, y una economía política que opera sobre la base de una división del trabajo fundada en su género y su sexualidad. A consecuencia de esto, una (al menos mínima) reparación para la situación de las personas trans debe ser comprendida también desde una perspectiva dual.

 

SEXO, GÉNERO Y SUBVERSIONES

Las discusiones teóricas de la segunda ola del feminismo tendieron a centrar su atención en las bases y los efectos de la dominación patriarcal. La crítica feminista, ya sea desde la denuncia de las diferencias entre los sexos, de las desigualdades entre ambos o de la opresión del hombre sobre la mujer (Madoo y Niebrugge-Brantley, 1998), fundaron sus análisis en la lógica del binomio hombre/mujer y las diferencias de género derivadas de ésta. Sin embargo, los avances del pensamiento post y transfeminista de los años noventa encausaron la teoría hacia una búsqueda por la superación de esta lógica, cuestionando directamente la clave binaria con la que se comprendía el sexo, y la dicotomía sexo/ género comúnmente aceptada por los estudios antropológicos y sociológicos de la década de los setenta y ochenta (Mattio, 2012).

El consenso reinante hasta ese entonces identificaba el sexo con una diferenciación biológica y natural entre el hombre y la mujer, mientras que el género se presentaba como la construcción simbólica de los roles y expectativas en torno a lo que significaba ser de cada sexo en una determinada sociedad o cultura (Moore, 2003). La teoría (post)feminista de finales de los años ochenta y comienzos de los noventa puso en duda la diferencia entre sexo y género, cuestionando la naturalidad asumida respecto del primero, con miras a visibilizar el sexo como una entidad tan construida como el propio género. Desde la filosofía y la teoría social, Teresa De Lauretis (1987) fue una de las primeras feministas en pensar el género como una construcción semiótica y tecnológica, cuestionando la idea del modelo de dos sexos como una realidad natural. Asimismo, Donna Haraway (1995), al final de la década de los ochenta, estableció una crítica al realismo materialista que asumía el cuerpo como una realidad estática y esencial, poniendo de relieve los procesos tecnológicos que atraviesan a las corporalidades y las formas discursivas a través de las cuales las significamos y rotulamos. Pero fue quizá el trabajo de Judith Butler uno de los que causaron mayor impacto en este campo, al desmantelar la articulación entre la noción esencialista del sexo biológico, como una entidad natural y evidente, y la idea de un género construido en torno al binomio hombre/mujer.

En términos resumidos, el argumento de Butler (2007) se funda en el cuestionamiento foucaultiano a las nociones esencialistas del ser humano, adoptando un enfoque postestructuralista según el cual los cuerpos son formados mediante dispositivos de sujeción, vale decir, a través de procedimientos de significación que logran naturalizar la idea de cuerpos naturalmente sexuados (Briones, 2007). A partir de esta idea, la autora deconstruye el binomio sexo/género argumentando que la distinción biológica entre mujer y hombre no corresponde a nada más que a una construcción discursiva dentro de la matriz cultural hegemónica heterosexual. Vale decir, para Butler (2008), la diferenciación sexual se genera a través de prácticas de significación que circulan por los cuerpos creando la ilusión de una sustancia prediscursiva con categorías fijas de hombre y mujer, constituyendo al sexo en algo tan construido como el género.

El género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la "naturaleza sexuada" o "un sexo natural" se forma y establece como prediscursivo, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura. [...] Esta construcción del sexo como lo prediscursivo debe entenderse como el resultado del aparato de construcción cultural nombrado por el género (Butler, 2007: 55-56).

A diferencia de otros/as autores/as feministas y estructuralistas, Butler (2007) no comulga con la idea de un yo prediscursivo anterior a la significación cultural, según el cual el dilema de la capacidad de acción individual se logra explicar mediante una suerte de cogito cartesiano "atrapado" por la cultura. En cambio, la acción del individuo es comprendida dentro del marco de una serie de prácticas de significación reguladas por normas —como la heteronormatividad— que se articulan como una matriz de inteligibilidad cultural. La identidad sólo se afirma entonces mediante procedimientos de significación normados que delimitan y posibilitan la inteligibilidad de un yo, procedimientos que operan bajo la obligatoriedad de la repetición performativa,2 creando la ilusión de una identidad de género anterior y naturalizada. La ilusión de un sexo natural y de una identidad de género prediscursiva se funda entonces en prácticas de significación que naturalizan estas nociones, prácticas dominadas por normas reguladoras que crean al sujeto y que son afirmadas por éste mediante la iteración.

Para Butler, la matriz heterosexual dominante en la cultura articula una lógica relacional entre el sexo, el género y el deseo sexual en torno a la noción binaria de sexos opuestos y complementarios. El mandato refiere a que la diferenciación sexual naturalizada entre hombre y mujer anticipa interpretaciones culturales de género respecto de estas dos categorías, las cuales regulan a su vez la orientación de los deseos de los/as individuos (Butler, 2007). En este orden, la hipótesis de la represión queda relegada por la hipótesis de la regulación de la sexualidad (Weeks, 1998), en la que la ley se concibe no tanto como un poder represor del deseo sino como aquel que posibilita la existencia del mismo (Foucault, 1998).

Butler considera que la coherencia interna entre el sexo, el género y el deseo, dentro de la matriz heterosexual, opera al servicio de intereses reproductivos que garantizan la estabilidad del sistema cultural (Butler, 1998). De este modo, tanto la inversión de los patrones binarios, reconfigurados en torno a nociones no reproductivas, como las subjetividades erigidas fuera de la ley heteronormativa, devienen en formas de vida jerárquicamente inferiores, que tienden a ser concebidas como fallas de la matriz estructurante (Butler, 2008) y resultan ser invisibilizadas o perseguidas.

En realidad, precisamente porque algunos tipos de "identidades de género" no se adaptan a esas reglas de inteligibilidad cultural, dichas identidades se manifiestan únicamente como defectos en el desarrollo o imposibilidades lógicas desde el interior de ese campo. No obstante, su insistencia y proliferación otorgan grandes oportunidades para mostrar los límites y los propósitos reguladores de ese campo de inteligibilidad y, por tanto, para revelar —dentro de los límites mismos de esa matriz de inteligibilidad— otras matrices diferentes y subversivas de ese orden de género (Butler, 2007: 72-73).

El trabajo de Butler ha sido complementado con los aportes teóricos de Beatriz Preciado (2002), quien ha destacado el carácter protésico de los cuerpos, del género y la sexualidad. En este sentido, ha puesto de relieve la idea de que el cuerpo no es sólo una realidad estática sobre la que operan significaciones performativas; antes bien, es una superficie maleable atravesada por mecanismos biopolíticos específicos, esto es, por tecnologías somáticas que producen la corporalidad binaria hombre/mujer basándola en el imaginario de la heterosexualidad obligatoria.

Partiendo de esta base teórica, las transgeneridades,3 aquellas expresiones que comprenden a sujetos que encarnan formas de vida no reducibles al binario cisexual ni a la heteronormatividad —ni incluso a la homonormatividad— (Cabral, 2011), pueden ser entendidas como una diversidad de expresiones performativas y protésicas, desafiantes de la correlación hegemónica entre sexo, género y deseo. Todo cuerpo está implicado en una trama biopolítica que construye y performa su positividad. Sin embargo, las expresiones transgéneras comprometen en su actuar la estructuración heteronormativa del correlato entre el sexo designado al nacer, el género y el deseo sexual, tanto desde la inversión de sus componentes binarios como desde el rechazo de la diferencia sexual hombre/mujer en tanto que matriz natural de subjetivación e identidad (Cabral, 2011; Zambrini, 2008).

La transgeneridad debe entenderse entonces como una categoría plural que subvierte la comprensión naturalizada del sexo, desde la cual se evidencian problemáticas sociales propias (Moreno, 2008). A partir de éstas, el activismo trans plantea demandas que se apartan de muchas de las que sostiene el movimiento por la diversidad sexual, al definirse desde una subjetividad y materialidad que subvierte las lógicas de los dispositivos de la heteronormatividad. Pero, como toda subversión desafiante del poder regulatorio —médico, legal, psiquiátrico, entre otros— (Foucault, 2002), las expresiones transgéneras son perseguidas en sucesivos intentos de "corrección" o castigo del desvío frente a la norma (Butler, 2006). En este sentido, resulta necesario reflexionar en torno a las injusticias y exclusiones que se ciernen sobre los sujetos con base en sus expresiones sexogenéricas.

 

ENTRE LA REDISTRIBUCIÓN Y EL RECONOCIMEINTO

Luego de la publicación de lustitia Interrupta (Fraser, 1997a) se originó un profundo debate entre Nancy Fraser y Judith Butler respecto de la validez de la separación analítica entre la cultura y la economía, a la que la primera hace referencia en su libro y a partir de la cual diferencia dos dimensiones de la justicia social, a saber: el reconocimiento y la redistribución.

Partiendo de una comprensión de la justicia como participación paritaria en la vida social (Fraser, 2008b), la tesis de Fraser apunta a que las demandas emergidas desde los nuevos movimientos sociales en favor de una reivindicación identitaria y de reconocimiento escapan al horizonte interpretativo del socialismo. Para esta autora, el paradigma marxista, que apela a comprender las exclusiones sociales como originadas a partir de la división del trabajo y de las relaciones sociales de producción, se ve limitado en su comprensión de las nuevas demandas de justicia que surgen entre sectores cuya exclusión se basa en un estatus culturalmente relegado, más que en las injusticias propias del modo de producción capitalista (Fraser, 1997a).

Frente a esta problemática, Fraser propone una nueva alternativa analítica, abogando por una noción bidimensional de la justicia que comprenda las disparidades en la participación social como originadas tanto por injusticias culturales como económicas (Fraser, 2008a).4 La distinción analítica entre estas dos dimensiones, permite reconocer no sólo los extremos de la injusticia, sino también la existencia de sectores que se ven afectados por injusticias de ambas dimensiones, en calidad de miembros de un estatus social culturalmente relegado y no reconocido —o reconocido como inferior a otros—, y como miembros de una clase socioeconómica perjudicada.

Una importante crítica ofrecida al planteamiento de Fraser proviene del teórico político Axel Honneth, quien plantea fundamentalmente un cuestionamiento a la visión dualista de la autora (Honneth, 2004). Desde su perspectiva, las injusticias económicas propias de la sociedad capitalista se reducen en realidad a injusticias de reconocimiento que abogan por cambiar la interpretación cultural del principio del éxito que regula la esfera del trabajo (Honneth, 2003).

La oposición de Honneth al planteamiento de Fraser radica entonces en la idea de que la división de lo cultural y lo económico resulta inviable dado que las injusticias de distribución estarían supeditadas al campo del reconocimiento fallido.

Haciendo frente a la crítica de Honneth, Fraser (2003) señala que lejos de poder ser reductibles a un mero orden cultural, la lógica del mercado propia de las sociedades capitalistas ha logrado hoy en día adquirir una relativa autonomía respecto de la cultura. Si bien reconoce que el orden del mercado está inmerso en la cultura, éste no se encontraría regulado directamente por los esquemas culturales. El mercado, en este sentido, interactúa con las lógicas culturales de reconocimiento de maneras complejas, dando lugar "a unas relaciones económicas de clase que no son simples reflejos de las jerarquías de estatus" (Fraser, 2003: 160).

En otras palabras, para Fraser no todas las barreras que impiden la participación paritaria de los/as miembros/as de la sociedad pueden ser consideradas como meras injusticias de reconocimiento fallido, sino que es necesario incorporar el paradigma distributivo para comprender a cabalidad algunas formas de injusticias sociales.

Siguiendo esta línea, las injusticias respecto del género que afectan a las mujeres, por ejemplo, son entendidas por Fraser como bivalentes, es decir, como formas híbridas que padecen tanto de la mala distribución económica como de la falta de reconocimiento, "en formas en las que ninguna de estas injusticias es un efecto indirecto de la otra, sino que ambas son primarias y co-originales" (Fraser, 2008a: 91). Fraser se remite exclusivamente a la noción "clásica" —o, mejor dicho, cisexual— del género, al referirse a las inequidades culturales y económicas que se dan en las sociedades capitalistas entre mujeres y hombres. Por un lado, la autora reconoce en esta línea una injusticia de reconocimiento fundada en la cultura androcentrista, que relega a las mujeres a un estatus inferior al de los hombres; Por otro, asume la distinción entre el trabajo productivo remunerado como un espacio privilegiado para los hombres, y el trabajo reproductivo no remunerado reservado para las mujeres como una injusticia propia de la división de clases de la estructura económica capitalista (Fraser, 1997a).

Sin embargo, cuando se trata de sexualidades desafiantes de la heteronormatividad hegemónica, Fraser considera que la injusticia sufrida por estos sectores toma la forma de un relegamiento de estatus, pero no de clase:

la división social entre heterosexuales y homosexuales no se basa en la economía política, puesto que los homosexuales se distribuyen por toda la estructura de clases de la sociedad capitalista, no ocupan una posición característica en la división del trabajo y no constituyen una clase explotada. La división se enraíza, más bien, en el orden de estatus de la sociedad, pues los patrones institucionalizados de valor cultural interpretan la heterosexualidad como natural y normativa, y la homosexualidad como perversa y despreciable (Fraser, 2008: 90-91).

Respecto de este último aspecto se genera uno de los principales puntos de discrepancia entre Fraser y Butler. Para esta última, las injusticias vinculadas a la sexualidad no pueden ser reducidas a algo meramente cultural, ya que las regulaciones sexuales circunscritas al ámbito de la reproducción serían fundamentales para el funcionamiento de la economía y el capital. En otras palabras, la heteronormatividad sería funcional al sistema económico, por lo que la noción de la cultura y la economía como dimensiones analíticamente divisibles resulta inadecuada para Butler (1997).

Amparando su argumento en los trabajos antropológicos de Lévi-Strauss y Mauss, Butler entiende que la separación entre lo cultural y lo económico resulta inestable por cuanto que la regulación sexual constreñida por la reproducción y la noción de un sexo binario naturalizado resultarían esenciales para el aseguramiento de mecanismos de perpetuación del parentesco, de establecimiento de títulos legales y económicos, y de reconocimiento de quién es o no persona dentro de la sociedad (Butler, 1997).

Fraser (1997b), sin embargo, responde a este cuestionamiento desde una perspectiva historicista, contraponiéndose al planteamiento de-constructivista trazado por Butler. Haciendo una distinción entre las sociedades precapitalistas y capitalistas, Fraser concede a Butler el hecho de que en las primeras el estatus constituía el principio general de distribución, por lo que el carácter inseparable entre el orden de estatus cultural y las jerarquías de clase económicas resultaría válido para explicar este tipo de sociedades. Sin embargo, para Fraser las sociedades capitalistas modernas no pueden ser analizadas bajo la misma perspectiva. La institucionalización de las relaciones de producción en la era capitalista ha devenido en una relativa autonomización de éstas respecto de otras esferas del orden social, lo que permite validar la separación analítica entre la distribución económica y las estructuras de estatus. Las injusticias de redistribución y reconocimiento no deben necesariamente ser comprendidas entonces como mutuamente convertibles en el esquema del capitalismo actual. En este sentido, Fraser rechaza el argumento de Butler, por considerar que relega de la evidencia sociohistórica que da cuenta de la relativa división de la cultura respecto de la economía en las sociedades capitalistas, lo que permitiría pensar hoy en día que las injusticias de redistribución y reconocimiento operan de manera separada.

En la sociedad capitalista, la regulación de la sexualidad está relativamente desligada de la estructura económica, que consta de un orden de relaciones económicas que se diferencia del parentesco y se orienta a la expansión de la plusvalía. Es más, en la fase "posfordista" actual del capitalismo, la sexualidad halla cada vez más su sitio en la esfera moderna tardía, relativamente nueva, de la "vida personal", en donde las relaciones íntimas, que ya no pueden identificarse con la familia, se viven como desconectadas de los imperativos de la producción y la reproducción. En consecuencia, hoy día, la regulación heteronormativa de la sexualidad está cada vez más apartada del orden económico capitalista y no tiene por qué ser funcional con respecto al mismo. Por consiguiente, los daños económicos del heterosexismo no se derivan de un modo directo de la estructura económica. Están enraizados, en cambio, en el orden heterosexista de estatus, cuya evolución guarda cada vez menos relación con la economía (Fraser, 2008: 95).

La relativa homogeneidad en la que supuestamente se posicionan las personas gays, lesbianas y bisexuales a lo largo de la estructura de clases resulta ser suficiente evidencia para que Fraser deseche la idea de la preponderancia de lo económico en la problemática de las personas no heterosexuales (Fraser, 1997a). Es más, aun asumiendo los problemas de distribución con que estos grupos se ven afectados en ciertos contextos, señala que en estos casos el componente distributivo "es subordinado, menos importante que el componente de estatus" (Fraser, 2008a: 95), por lo que la preponderancia de la cultura por sobre la clase resultaría evidente en el ámbito de las injusticias del orden de lo sexual.

Sin embargo, desde un punto de vista crítico, la argumentación de Fraser es problemática, pues la separación entre cultura y economía, que propone la autora, deriva en la separación de otras dimensiones, como las del género y la sexualidad. Al establecer que las desigualdades de género suponen una dimensión dual de la injusticia, basada tanto en una falta de reconocimiento como en una imperfecta distribución, mientras que las injusticias fundadas sobre la sexualidad sólo se instituirían sobre la base de una falta de reconocimiento, Fraser está separando implícitamente la sexualidad del cuerpo generizado (engendered), en el que se sitúa inexorablemente el ejercicio de la misma. Ese cuerpo, entendido como el soporte sobre el cual se ejerce la sexualidad, está profundamente atravesado por una economía diferencial que relega en múltiples ocasiones a ciertos cuerpos y sexualidades a la clandestinidad y la vulnerabilidad, mientras que otorga privilegios a otros. Estos cuerpos y sexualidades desplazados de este modo tienden a ser empujados muchas veces a situaciones de exclusión y pobreza, mientras que los cuerpos y las sexualidades que se acomodan a los paradigmas normativos hegemónicos ocupan lugares superiores dentro de la jerarquía sexual (Rubin, 1989). Género y sexualidad, al ser inseparables el uno de la otra, constituyen dimensiones atravesadas por injusticias basadas en la falta de reconocimiento, pero también en una economía material que distribuye diferencialmente los cuerpos y el ejercicio de sus sexualidades, posicionando a unos por sobre otros en función de un cierto paradigma normativo.

Dado esto, y sin entrar en el análisis de los problemas propios de asumir lo sexual como una dimensión autónoma respecto de las dinámicas socioeconómicas capitalistas (los que pueden ser revisados en el argumento de Butler), el inconveniente del planteamiento de Fraser es presuponer todas las expresiones no heterosexuales como incorporadas a una corporalidad cisexual, desconociendo la división tanto de estatus como de clase, que se estructura diferencialmente entre expresiones cisexuales y la pluralidad trans. Género y sexualidad son dos esferas que pueden escindirse analíticamente, pero tan sólo para constatar que el análisis de uno no perdura ni es fructífero sin el análisis de la otra. Ambas constituyen dimensiones cuyas interrelaciones hacen imposible pensarlas como esferas autónomas, como puntos de origen separados, de los que se derivarían dos tipos de injusticias independientes una de la otra.

Por ello la sexualidad no puede separarse del género que performamos, ni de los dispositivos protésicos que conforman su materialidad, y las injusticias derivadas de cada una de estas dimensiones tienen que ser pensadas articuladamente. Como indica Judith Butler (1994), reflexionar en torno a la sexualidad sin contemplar las diferencias de género, nos condena a reproducir nociones históricamente hegemónicas del universal masculino, patriarcal y, podríamos agregar, cisexual.

 

EXPRESIONES TRANS: ENTRE EL RECONOCIMIENTO Y LA REDISTRIBUCIÓN

Pese a las limitaciones mencionadas de la propuesta de Fraser, su noción bidimensional de la justicia puede ser útil para analizar críticamente las formas específicas que adquieren en nuestras sociedades las injusticias sexogenéricas. Esto a condición de asumir que la división entre la cultura y la economía, y entre el género y la sexualidad, son escisiones meramente analíticas y no dimensiones autónomas la una de la otra, ni puntos de partida autosuficientes que permitirían explicar de manera independiente el origen de determinadas injusticias, como se desprende de la propuesta original de la autora.

El análisis dual de las injusticias de género realizado por Fraser se basa, como ya decíamos, en una específica concepción del género que invisibiliza las posibilidades performativas y materiales que escapan al binario hombre/mujer. Las corporalidades, identidades, discursos, experiencias y agenciamientos trans introducen perspectivas ético-políticas que la teoría "tradicional" de género no ha incorporado de manera cabal (Cabral, 2011), mostrando la hegemonía cisexista que atraviesa a estas lecturas.

En el caso de las personas trans, quizás la forma de injusticia más fácilmente identificable sea la cultural. Como se señaló anteriormente, la transgeneridad representa una serie de expresiones que desafían la división binaria del sexo y del género, y su obligatoriedad performativa. A partir de esta subversión, las expresiones trans se enfrentan a diversas injusticias de reconocimiento fallido, que devienen finalmente no sólo en la activación de dispositivos sociales de invisibilización y exclusión, sino además de violencia, criminalización y normalización.

Las instancias en las que esta marginación ocurre son múltiples. Así, por ejemplo, a lo largo de la región latinoamericana existen aún una serie de figuras jurídicas que tienden a criminalizar la transexualidad y/o el travestismo, ya sea de manera directa o indirecta, mediante la prohibición y sanción de prácticas asociadas en muchas ocasiones a estas identidades de género; en la mayoría de los países de la región no existen leyes que reconozcan la identidad de género autopercibida de las personas trans, confinándolas a una violencia epistémica basada en un discurso médico y jurídico que impone categorizaciones forzosas;5 en muchas latitudes se continúa exigiendo informes psiquiátricos, autorizaciones judiciales o, incluso, requisitos como la esterilización previa a las personas trans que manifiestan su deseo de modificar su cuerpo; asimismo, la exposición de las personas trans a crímenes de odio, a condiciones de riesgo sanitario y a la falta de acceso a tratamientos y servicios de salud ha contribuido a que su esperanza de vida promedio en América Latina oscile entre los 35.5 y los 41.3 años (Borgogno, 2009). Por supuesto, el activismo trans ha logrado importantes conquistas en algunos contextos, avanzando asimismo en la reparación de ciertas marginaciones culturales históricas que se han cernido sobre la comunidad transgénera. El caso de Argentina resulta paradigmático, desde que en 2012 se aprobó la ley de identidad de género, la cual reconoce legalmente la identidad autopercibida de las personas sin exigir la realización previa ni posterior de peritajes psiquiátricos o tratamientos quirúrgicos u hormonales de adecuación corporal.6 El agenciamiento, la organización, la colectivización y el empoderamiento logrado por el activismo trans ha permitido visibilizar su situación, construir mecanismos de agenciamiento y politizar sus demandas para construir una agenda propia que atienda a sus realidades y urgencias. Sin embargo, el camino aún está en construcción, y la distribución diferencial de reconocimiento sigue operando en favor de los privilegios de los cuerpos cisexuales y en desmedro de las expresiones trans.

Así, el sistema cultural fundado sobre la matriz heterosexual persiste en establecer una falta de reconocimiento a un grupo que ha sido considerado jerárquicamente inferior dentro de la pirámide social, lo que ha significado un atentado directo contra el principio democrático de participación social paritaria. La criminalización, el no reconocimiento social/cultural de su identidad autopercibida —a pesar del reconocimiento jurídico que existe actualmente en países como Argentina—, las barreras en el acceso a la salud, la exposición a la violencia, etcétera, representan formas específicas en que los discursos médicos, psiquiátricos y legales se articulan bajo la norma cisexual, fijando toda expresión de vida que subvierta la norma en lugares inapelablemente inferiores dentro de una jerarquía de estatus culturalmente impuesta. En este sentido, es dable considerar, en términos de Fraser, el carácter cultural de las injusticias que sufre la población trans, que propician la generación de demandas en torno a la reivindicación de derechos que han sido marginados.

Sin embargo, las precarias condiciones materiales en que se desenvuelven muchas personas trans hacen posible pensar que el reconocimiento fallido está lejos de ser la única dimensión de la injusticia que sufren. Esto no sólo debido a que la distribución económica parece desfavorecer a gran parte de este grupo poblacional, sino también por el hecho de que la desventaja económica parece ser tan originaria de las injusticias que padece este sector como las vinculadas al ámbito cultural.

Si bien no hay estudios cuantitativos que logren mostrar de manera representativa la asociación entre la pobreza y la transgeneridad, dada la imposibilidad de contar con un marco muestral probabilístico de esta población, la evidencia disponible da cuenta de una situación económica precaria al compararla con la de otras identidades de género. La encuesta realizada por el Centro Latinoamericano de Sexualidad y Derechos Humanos en la Marcha del Orgullo Gay efectuada en 2005 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, indicó que del total de personas trans entrevistadas sólo un tercio (34.3%) accedieron a la educación superior, mientras que otro tercio (32.8%) no logró completar siquiera el nivel secundario. Los resultados mostraban así fuertes diferencias respecto de las otras identidades de género registradas en la investigación, donde los porcentajes de personas que habían accedido a la educación superior superaban siempre el 60% (Jones, Libson y Hiller, 2006).

Del mismo modo, una investigación sobre infecciones de transmisión sexual en personas transgénero realizada en Buenos Aires mostró que casi 90% de las personas transgéneras que fueron atendidas en el Centro de Prevención, Asesoramiento y Diagnóstico del Hospital Ramos Mejía, entre 2002 y 2006, se encontraban en situación de pobreza, casi 10 puntos porcentuales más que las personas hétero y homosexuales atendidas en el mismo lugar entre dichos años (Toibaro et al., 2009).

Las causas de la pobreza entre personas trans sin duda son múltiples. En este marco, no puede desconocerse el papel determinante que cumple en este escenario el ejercicio del trabajo sexual como lugar primordial de sustento económico (Fernández, 2004; Zambrini, 2008; Rubio, 2008). Una investigación realizada en 2005 mostraba que para 79.1% de las mujeres travestis en la ciudad de Buenos Aires, el conurbano bonaerense y la ciudad de Mar del Plata, el trabajo sexual en las calles representaba su fuente de ingresos más importante (Gutiérrez, 2005). En 2010 una encuesta realizada en una marcha del orgullo y la diversidad en la ciudad de Córdoba mostró que la totalidad de las personas encuestadas que declaraban dedicarse al trabajo sexual constituían personas trans (losa et al., 2012).

Entender el fenómeno de la pobreza que sufren las personas trans requiere, así, comprender que la expresión sexo-genérica funciona en estos casos como eje articulador de una división del trabajo que relega a dichas identidades muchas veces a un lugar específico dentro del mercado laboral, esto es, el del trabajo sexual,7 cerrándoles el acceso a otros ámbitos laborales. La exclusión y la falta de oportunidades que les afectan impide entender entonces el ejercicio de este trabajo como un asunto de elección y de decisiones libres (Berkins, 2006), sino más bien como un lugar al que muchas de ellas son empujadas por la estructuración de un mercado basado en divisiones sexogenéricas específicas.

Así, las injusticias sociales que afectan a muchas personas trans no deben ser comprendidas únicamente como el producto de una falta de reconocimiento y el carácter relegado que ocupan como estatus social. Las relaciones sociales de producción parecieran situarse como el punto de origen de algunas de las injusticias sufridas por este sector de la población. A consecuencia de esto, la injusticia social producida por la división del trabajo que posiciona a las expresiones trans en lugares productivos específicos vinculados con el comercio sexual exigiría, para ser superada, la reestructuración de esta forma específica de división del trabajo, y no sólo la restitución de un reconocimiento fallido.

Es cierto que los factores que detonan la vinculación de muchas personas trans con el trabajo sexual pueden encontrarse en parte en elementos que se asocian con el orden de estatus que ocupan culturalmente. Éste quizá sería un argumento que podría ser sostenido por la línea de pensamiento de Honneth, apelando al hecho de que las condiciones que favorecen la inserción de estas personas en el trabajo sexual, tales como la expulsión temprana del hogar y del sistema educativo, pueden ser explicadas exclusivamente desde la discriminación que sufren por la expresión de su identidad. Sin embargo, este planteamiento no contradice la lógica económica que opera detrás de la reclusión de las personas trans, una vez insertas en el ámbito de la pobreza, en el ámbito del trabajo sexual. El argumento parece no poder eludir el carácter económico de la injusticia sufrida por las expresiones trangéneras. Pese a que los factores que relegan a estas personas fuera del circuito del desarrollo puedan tener un carácter cultural, su inserción en el ámbito del trabajo sexual parece responder fuertemente a una economía política que regula la división del trabajo según diferenciaciones sexo-genericas, reservando a los sujetos trans un lugar de manera casi exclusiva dentro del mercado del trabajo sexual. Por supuesto, éste no es un espacio laboral exclusivo de las personas trans, ya que el trabajo sexual es ejercido también por personas cisexuales, especialmente mujeres. Sin embargo, es necesario atender al hecho de que la vinculación de transgeneridad y trabajo sexual involuntario se presenta de manera intensa, casi necesaria, en el caso de muchas personas trans. En otras palabras, la división sexual del trabajo pareciera ser el punto de origen de una dimensión distributiva de la injusticia social que impacta sobre este sector, lo que da pie para concebir el carácter bidimensional de las injusticias que lo afecta.

Utilizando la misma lógica argumentativa que aplica Fraser (1997a) para demostrar el carácter económico de la injusticia que afecta a las mujeres —cisexuales—, según la cual éstas son relegadas al trabajo doméstico no remunerado mientras que los hombres se posicionan dentro de la esfera del trabajo remunerado —o, en términos de Nicole Claude Mathieu (2005), dentro de la esfera del control de los medios de producción claves—,8 es posible también comprender la dimensión económica de la injusticia que afecta a las personas trans, relegándolas al trabajo sexual y a las precarias condiciones asociadas a éste, mientras que les son vedados otros espacios laborales. De este modo, la injusticia social que afecta a las personas transgéneras sólo puede ser entendida desde una lógica bidimensional que logre rescatar la necesidad de reparaciones basadas tanto en el reconocimiento como en la distribución.

 

REFLEXIONES FINALES

Hoy en día, en un marco democrático y de respeto por los derechos humanos, resulta urgente atender las serias injusticias que sufren las personas cuyas expresiones sexogenéricas subvierten los cánones de subjetivación cultural y los códigos materiales normados por la heterosexualidad y la diferenciación binaria del sexo.

Lejos de responder únicamente a un problema de estatus y de jerarquizaciones culturales, muchas personas trans enfrentan hoy una marginación social que no sólo criminaliza sus prácticas y desatiende su identidad autopercibida, sino que las confina además a espacios de trabajo asociados a condiciones precarias, muchas veces asociadas al trabajo sexual involuntario, sometiéndolas incluso a fuertes riesgos para su salud y su vida.

La bidimensionalidad que adopta la problemática de muchas de estas personas requiere asimismo de una solución bivalente. Por un lado, espacios de reconocimiento que logren reivindicar el lugar que la cultura ha otorgado históricamente a estas identidades de género. Por otro, la reestructuración de la actual división del trabajo articulada en torno a las identidades y prácticas sexogenéricas, promoviendo con esto la apertura de los espacios de desarrollo material que la sociedad y el mercado han cerrado a la comunidad trans. Los avances en esta materia deberían atender a las urgencias evidenciadas por la propia comunidad trans así como por su militancia, que desde sus propios agenciamientos colectivos han erigido voces de denuncia en torno a las injusticias provocadas por la matriz cisexista, proponiendo nuevas aperturas de democratización sexual.

 

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Notas

1 La cisexualidad corresponde a aquellos/as sujetos cuya identidad de género autopercibida corresponde con su sexo asignado al nacer, en el marco de la matriz sexogenérica hegemónica que designa cuerpos dentro del binario hombre/mujer.

2 La noción de performatividad que asume Butler en Cuerpos que importan (2008) se vincula a la idea de una ley que supone una existencia anterior a la persona que la cita, pero que en la invocación reiterada de la misma adquiere vida. El sexo, en este sentido, se comprende como una ley que es citada sucesiva y reiteradamente por la persona, y es en esa iteración de la cita que el sexo se reviste de la ilusión de una sustancia prediscursiva, cuya autoridad se remite a un pasado irrecuperable dentro de la cadena de invocaciones.

3 Las identidades transgéneras comprenden diversas expresiones de género, tales como las transexuales, travestis, intersexuales, las drag queens y las drag kings, entre otras (Cabral y Leimgruber, 2003).

4 En los últimos años, Fraser ha avanzado en una tercera dimensión de la justicia, esta es, la dimensión política, a la que no haré referencia en el presente trabajo. Para profundizar al respecto, véase Fraser (2008b).

5 El caso de Argentina resulta una notable excepción, desde que en 2012 se aprobó la ley de identidad de género que reconoce legalmente la identidad autopercibida de las personas, sin exigir la realización previa ni posterior de pericias psiquiátricas o tratamientos quirúrgicos u hormonales de adecuación corporal.

6 Para un análisis de la ley, véase Cabral (2012).

7 Según Salessi (1994), es a partir de la inserción de la mujer en el mundo laboral en la primera mitad del siglo XX, cuando se comienzan a hacer cada vez más frecuentes y visibles las relaciones de hombres con otros hombres en la ciudad de Buenos Aires, momento en el cual aflora una subcultura homosexual y trans de la prostitución orientada a satisfacer las nuevas demandas por servicios sexuales. De este modo, la asociación entre la transgeneridad y el trabajo sexual tendría una historia ligada a una estructuración económica que les abrió las puertas al mercado del trabajo sexual, excluyéndolas de otros ámbitos laborales.

8 Respecto a este punto Fraser destaca: "Desde el punto de vista distributivo, el género sirve de principio organizador básico de la estructura económica de la sociedad capitalista. Por una parte, estructura la división fundamental entre trabajo retribuido, "productivo", y trabajo no retribuido, "reproductivo" y doméstico, asignando a las mujeres la responsabilidad primaria de este último" (Fraser, 2008a: 92).

 

INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR:

José Manuel Morán Faúndes. Doctor en Estudios Sociales de América Latina del Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba. Docente visitante en la Universidad de Antofagasta, con apoyo de Programa MECE Educación Superior. Entre sus líneas de investigación actuales destacan las temáticas de género, sexualidad, biopolítica y religión. Se desempeñó como investigador de los programas de Gobernabilidad y de Género y Equidad de Flacso-Chile. Ha sido becado por el Ministerio de Educación de la Nación de Argentina, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso), la Red Iberoamericana por las Libertades Laicas y el Programa Latinoamericano de Investigación en Salud Sexual y Reproductiva A. C. (Plisser). Correo electrónico: jmfmoran@gmail.com

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