En el caso de nuestro paradójico país, “arreglarse” implica la trasgresión de una o varias reglas. GERMÁN DEHESA
Introducción
Definir y caracterizar es la primera tarea de toda investigación. Este ejercicio permite comprender, objetivar y generalizar para, por lo menos, evitar equívocos a una comunidad específica. De ahí que los objetos o fenómenos contrarios, sobre todo desde el positivismo, suelen ser no sólo referidos despectivamente como asuntos del espíritu, sino también evitados, ignorados o evadidos. Con la ciudad y sus espacios para lo público ha sucedido algo semejante. Luego de la Revolución Industrial, su inestabilidad como objeto ha impedido aún más este ejercicio. Si bien historiográficamente, desde posturas epistémicas, escuelas y disciplinas, hay intentos disímbolos de esta índole, en cualquiera de estas aproximaciones no ha podido omitirse su reciprocidad con la sociedad y los colectivos que la producen y la viven y sólo por ello, y como primera premisa, tampoco ha podido omitirse la carga emocional y de significación que surgen en su utilización, gestión y apropiación (Durkheim, 2001; Durkheim, 2019; Díaz et al., 2012; Massey, 2012).
Es ese el objeto y la relevancia del presente ensayo investigativo, identificar las dualidades y contradicciones que se construyen cotidianamente en los espacios para lo público de las ciudades mexicanas. Se pretende, además, comprender la forma en que el modo de vida urbano es definitorio y determinante en la (re)producción de los espacios barriales para lo público. En particular, se busca reflexionar en la utilización alternativa de la calle, incluyendo sus manifestaciones y aparentes contradicciones, durante un evento disruptivo de la cotidianidad como lo es el surgido por la emergencia de la COVID-19.
Con una postura epistémica fenomenológica hermenéutica y con herramientas propias de la etnografía, se toman como estudio de caso los barrios de origen virreinal de Analco y de La Luz, de la ciudad de Puebla, en el centro de México. Ambos barrios, y como segunda premisa, al haber sido habitados por pueblos originarios, pretendidamente poseen un continuum histórico de su vida cotidiana, lo que haría que sus valores e impulsos se encuentren arraigados (Fromm y Maccoby, 1992). Además de que uno y otro, y como tercera premisa, siguiendo tanto a Dilthey (1994) como a Bachelard (2000), al ser una muestra empírica representativa de la sociedad en la que viven, son un objeto de estudio inmejorable para construir, desde el inductivismo, conocimiento universal.
El trabajo consta de dos partes. Una primera, la del estado del arte, se realizó principalmente mediante una revisión bibliográfica y documental tanto longitudinal como transversal. Ahí se hace una aproximación teórica sobre lo público y de algunos de los principales autores y propuestas que se han acercado al estudio de éste, en específico en México, para luego introducir propuestas y teorías en la búsqueda interpretativa del vivir entre-medio. La segunda, la empírica, inicia con la narración historiográfica de la conformación de los referidos barrios. Luego, en un período de trabajo de campo (de septiembre de 2021 a marzo de 2022), que coincidió con la última parte del encierro y la transición pandémica postencierro, se realizaron inmersiones, cuya duración fluctuaba entre tres y cuatro horas, tanto en las calles del barrio como en las de las proximidades de los templos de Santo Ángel Custodio de Analco y de Nuestra Señora de La Luz, espacios que conservarían su centralidad barrial, entendida como puntos de concentración, intercambios y significaciones de los colectivos. Se utilizó, asimismo, el método etnográfico a través de la observación directa complementada con entrevistas, de poco más de veinte minutos, abiertas, semiestructuradas y enfocadas en el problema, a personajes clave de ambos barrios (Garza, 1967; Stake, 1999; Flick, 2018), de las que se trascriben aquellos fragmentos relevantes de acuerdo con el objeto de estudio para, en la última, discutir y concluir con base en los supuestos advertidos.
La ciudad, lo público, el barrio y lo entre-medio
Genéricamente, dos dimensiones componen y caracterizan a toda ciudad. La una, la utilitaria, que es la del ciudadano, al igual que contiene asuntos del territorio, del poder, la política, la riqueza y el gobierno, contiene asuntos de su función, especialización y abasto, de la conquista o la guerra; o sea, propósitos puramente económicos y materiales. La otra es la existencial, que es la de la significación de quien la habita; aquella que al mismo tiempo que contiene asuntos emocionales de territorialidad y apego, de la necesidad de relacionarse con el espacio y con sus semejantes, de conocer sus cualidades y personalidades y reconocerse a partir de ello, de los otros y de la espacialidad, contiene el sentido de trascendencia, de realización espiritual y significado de la vida; o sea, propósitos puramente experienciales y de la condición humana. Las dos la auspician y la alientan, las dos la limitan y la delimitan. La ciudad sería así una dualidad resultante del continuo y contradictorio debate en complementariedad entre las dos (Ward,1976; Aristóteles, 1988).
El espacio que una y otra dimensión requieren se asume del mismo modo en dualidad. Poblar, ocupar un territorio, se realiza en lo personal, pero con los semejantes, las vivencias; habitar en convivencia se hace en proximidad con el otro, aunque se efectúa a partir de la mismidad, debido a que es desde ahí que se mueve la colectividad y sus relaciones. Si bien mucho hay de azar en el funcionamiento de una ciudad, es la significación de la existencia, o los asuntos propiamente humanos de reflexión moral y ontológicos, las razones que mejor explican el porqué se habita en colectivo; de nuevo, las vivencias son personales, pero se posibilitan y se significan en común, con los pares, con los semejantes. A este desenvolvimiento de la convivencia, la vida diaria y la cotidianidad se le ha denominado convencionalmente lo público. La ciudad bien podría definirse, entonces, como el despliegue de lo público desde la solitud, como ese espacio común en el que la sociedad satisface en incompletitud sus necesidades en lo colectivo y en lo individual (Certeau, 2000; Perec, 2001).
Sin embargo, y en esas definiciones, público como vocablo es polisémico, cuyos atributos lingüísticos llevan a la equivocidad e igual que es un sustantivo es un adjetivo. El Diccionario del español usual en México (Lara, 1996) recoge siete acepciones válidas para su uso. Lingüísticamente se nomina así tanto al conjunto de personas que forman la sociedad, o un colectivo -en su calidad de ciudadanos-, como a las que en común se reúnen o comparten eventualmente en un espacio físico o virtual -en su calidad de espectadores o lectores-. Como cualidad asociada, poseería a su vez cinco significaciones. De ellas, dos tendrían que ver con su condición de visible, de algo que existe o se hace a la vista o se exhibe delante de todos; otras dos se relacionan con su acceso, utilización, dominio, obligatoriedad o interés, lo que implica su conocimiento, tal como un espacio, un servicio o una ordenanza. La última se vincula con las instituciones del Estado y se refiere a lo que pertenece, administra o gestiona el gobierno, como un funcionario, un edificio o, de nuevo, un espacio.
Históricamente, la esfera de lo público tampoco ha sido unívoca. Lo que ha permanecido es su asociación a la noción de accesibilidad y de común, es decir, de libertad y de igualdad. Moverse en esa esfera significa hacerlo entre semejantes, de ser plenamente humano al ejercer la individualidad entre iguales, y sólo por ello alcanzar una excelencia que se imposibilita hacerlo con los inferiores, o con la familia, o en lo privado. Habría, pues, actividades que requieren realizarse en común para que, al menos, existan; ese es uno de los dos sentidos de lo público: la mundanidad. Lo que se hace y se vive en común, a la vez que une a un colectivo, a la vez que lo separa de otros, da identidad; en otras palabras, la personalidad o singularidad (alteridad) sólo se autoafirma en el encuentro con la pluralidad (otredad). Por consecuencia, el espacio ideal para el despliegue de lo público habría de albergar el mayor y diverso número de mundos sin limitar una temporalidad generacional y sin que medie homogeneización alguna; pero, al mismo tiempo, de manera individual, te daría un lugar en el mundo, con tu mundo y en tu mundo (Arendt, 2009).
El otro sentido tiene que ver con su carácter fáctico. Hay actividades que requieren exhibirse para que vivan, lo que tendría relación con su percepción: lo publicable. Verlas, oírlas y cuestionarlas entre los demás garantizan que sean reales y que de una conciencia privada y, por ello, subjetiva, pasen al escrutinio de lo colectivo y, por ello, objetivo. Lo publicable significa que nunca más será oculto, personal, íntimo o reservado, que ya es accesible para los semejantes en igualdad de condiciones; así que el espacio para el despliegue de lo público se define, además, por suponer la posibilidad de que sus usuarios trafiquen como iguales y traten con sus iguales, por lo que su administración y gestión, sobre todo desde el surgimiento del Estado moderno, tendría una alta relación con sus instituciones, suponiéndolo garante del cuidado de los espacios para ejercer ciudadanía y de que sus habitantes convivan como iguales (Habermas, 1994).
Crossa (2018) coincide en la inestabilidad y la poca claridad del término. Propone centrar la discusión desde las dos tradiciones que se han adjudicado a lo público: la republicana y la liberal. Su diferencia estribaría en la relación dicotómica que suele haber entre el individuo y el colectivo, y en cuál ha sido el ente de énfasis o de interés primado. La primera sería personificada en el Estado que, al buscar el bien común, las formas de actuación y su manejo por las instituciones se coloca como el portador y garante del interés de lo público. La segunda sería personificada en el mercado que, al buscar el bien individual, las formas de actuación y su manejo por la sociedad civil, o sea la ciudadanía, o la suma de los privados, se coloca como el portador y garante de lo público.
En esa aproximación habría tres consideraciones lingüísticas y a la vez conceptuales de lo público: es común, es visible y es abierto o de acceso libre. Incluso, llevaría consigo, de nuevo, una dualidad, ya que al ser un “bien común” tendría implícito lo normativo, donde además intervienen elementos del deber ser o conductuales; y lo espacial, donde no únicamente intervienen elementos utilitarios en la búsqueda de rentas, además es lugar de convivencia o de asuntos de vinculación emocional o lugar antropológico. Así que, visto como un espacio potencialmente del común, no sólo serían las prácticas ahí desarrolladas lo que define su estatus, ni sólo el espacio mismo o su gestión, sino, y sobre todo, la espacialidad en sí misma, es decir, sí el ámbito jurídico, pero aún más las acciones del deber ser tanto propio como el que se espera del otro con quien se comparte y que conlleva algo tan líquido como lo es el ámbito moral, las expectativas o su idealización instalada en el imaginario de quienes lo utilizan en coincidencia. Tal situación limitaría y delimitaría el actuar de todos y entre todos, trabajando como un mecanismo autorregulatorio y de orden social con carácter de gobernanza.
Desde ahí, la propia Crossa (2018) propone una tercera visión para su dilucidación, la de en medio o dual. Ésta se determinaría con la suma o los límites de ambas. Por un lado, el Estado y las instituciones; por otro, la gente y sus pares que le definen. Esta tercera visión se generaría desde el ejercicio o utilización de todos sus actores y a partir de tres dimensiones: el cómo operan, la razón de ese actuar y su repercusión en la vida cotidiana. De esta manera, lo público no son ni las leyes ni el espacio (que sí intervienen, sí se relacionan y sí se condicionan), son igualmente las prácticas y las lógicas cotidianas que definen su individualismo, pero que son determinadas por la colectividad. Lo público, y para su estudio sería, así, todo actuar en el que ambas tradiciones se limitan y se favorecen, un espacio en medio o de mediación o de negociación entre lo normado o reglado por las instituciones y las ordenanzas y lo interpretado emocional, circunstancial y cotidianamente por el individuo, su colectivo y la colectividad con quien lo comparte y con quien coincide.
Dependiendo del contexto o la intencionalidad, esta polisemia patrocinaría, del mismo modo, un arbitrario, indiscriminado, desenfadado y ocasionalmente displicente uso del término. Lo que incluiría, porque está ligado, sus reificaciones, entre ellas -y con notoriedad- las que tienen que ver con los espacios urbanos para lo público. A este respecto, un mismo espacio, por ejemplo, se imposibilita físicamente utilizarse de forma simultánea, así que la interacción no necesariamente ocurre en un momento de tiempo específico, bastaría coincidir en el contendor, sobre todo cuando éste ha trascendido temporalidades o épocas generacionales, pero no siempre es así. Si lo público como lugar se define de manera ideal como el espacio para la mismidad, la alteridad y para la otredad, y ambas condiciones requieren coincidencia en tiempo y en espacio, evitar o ignorar aposta a terceros es ya una manera de un entendimiento equívoco, de privatización, antítesis de lo que es común; aunque no es lo único. De hecho, cualquier evento o elemento que no auspicie encuentro, exposición, libertad o aparición de nuevos colectivos o usos, sin menoscabo, exclusión o constricción de los existentes, tendría que evitarse, a pesar de conservar discursivamente su “calidad” de público (Deutsche, 2009).
Por otro lado, el espacio urbano para lo público posee también una categoría de efímero. Su inestabilidad, sin embargo, no refiere tan sólo las características físicas urbano-arquitectónicas como contenedor, sino también como contenido; su dominio colectivo, su pertenencia a nadie en especial, obliga a marcarse continua y cotidianamente para apropiárselo, para recuperarlo, para conquistarlo; hacerlo lugar, significarlo vivencialmente, precisa asimismo de historia y de tiempo, el mismo que se requiere para su olvido, para su desgaste, para su conquista por los otros. La temporalidad define así al espacio y sus utilizaciones, y a sus sensaciones y experiencias; por eso hay costumbres de época; las memorias colectivas serían cotidianidades impuestas a fuerza de uso y, por ello, transitorias. Si bien es verdad que todo acto rutinario se realiza en un espacio y que habría tal cantidad y calidad de éstos, también lo es que se requiere la flecha del tiempo para que cualesquiera de ellos, sin importar sus características, tengan significado alguno para quien los vive durante, precisamente, ese tiempo: su tiempo (Mejía, 2021; Halbwachs, 2004).
La realidad latinoamericana no es ajena a ello. Al ser simultáneamente productor y producto, este espacio urbano para lo público contendría de igual manera una paradoja conceptual. Aunque es cierto que sus ciudades capitales se han convertido en un “espacio político, [y] lugar de encuentro, de expresión y de comunicación, de trabajo, de vida, de paso y de movilidad” (Ramírez, 2014, p. 6), también lo es, y por el conflicto y disputa que genera, “donde convergen fenómenos desconcertantes y contradictorios […] no siempre explícitos” (Ramírez, 2013, p. 620), que inducen no sólo a la apuntada multiplicidad de significados que reafirma Ziccardi (2020) para las ciudades latinoamericanas, sino también “de visiones, posiciones y disposiciones” (Ramírez, 2013, p. 622). De ahí que, en las últimas décadas, las prácticas, los movimientos y las percepciones que lo determinan han sido más rápidas que la capacidad de nombrarlas y caracterizarlas, lo que ha alimentado su equivocidad (McGuirk, 2015; Canales, 2021; Schlack y Araujo, 2022).
Por todo lo anterior, existirían tantos sistemas de convivencia (barrialidad) como espacios e interacciones tengan éstos con los grupos sociales y la temporalidad en que los utilizan. Estos sistemas, empero, y a diferencia de la relativa permanencia del contenedor o de la ciudad construida, no lo son tanto, y representarían tan sólo -o son característicos- una etapa o temporalidad dada, siempre que tales interacciones se conviertan en rutinarias o las realicen con cierta regularidad y generalidad un colectivo, algo que, como se ha planteado, a la postre daría pertenencia o identidad, algo que eventualmente, se convertiría en bien patrimonial. En este sentido, la historia de las ciudades es en realidad la historia de sus colectivos y sus costumbres, apegos y rituales, por lo que planificar una ciudad sería un sinsentido si se omite su historia que es en realidad la suma de la vida cotidiana sucedida en uno de estos períodos y en un lugar determinado (Geddes, 1960; Pöete, 2015).
En tal virtud, la finitud de las barrialidades en una realidad local perduraría mientras existan condiciones de reproducibilidad. Justamente habría eventos extraordinarios, como puede ser una revolución social, una catástrofe o una emergencia sanitaria; u ordinarios, como puede ser la viudez o ganarse la lotería, o una enfermedad, así sea eventual, que de algún modo son capaces de modificar de modo súbito tales circunstancias y, por consecuencia, dicha cotidianidad. En cualquier caso, ante todo cambio surgen comportamientos emergentes compensatorios, alternativos o entre-medios que se tienden a considerar provisionales o transicionales, además de concientizarlos a posteriori. Como sea, este acondicionamiento se materializa en cuatro ámbitos: las instituciones, los sistemas de uso, las cosas y los espacios. Ahora bien, considerando que toda cotidianidad urbana está ligada a la interacción con los lugares y los semejantes, sería la plaza y la calle el inmejorable soporte para el desarrollo no nomás de la vida cotidiana y de su barrialidad, sino de, justamente, cualquier cambio que la afecte (Heller, 1987; León, 1999; Lindón, 2002; Escalante, 2012).
(Con)vivir entre-medio
Distintos campos disciplinares han abordado1 estos mecanismos de justificación de atributos y responsabilidades y de acondicionamiento de la cotidianidad en la esfera de lo público. Por ejemplo, hace dos décadas, De Soto (2000), reflexionando acerca del sentido de la propiedad, argumentaba que ésta es una entelequia producto de un convencionalismo o consenso social unificado y que para llegar a ello hubo que transitar por previas negociaciones de quienes ostentaban su uso e intercambio, por lo que las instituciones, en realidad, tan solo servían para constatar o legitimar lo que los ciudadanos acordaron con anterioridad; más aún, dicho pacto o contrato social, al establecer sus propios mecanismos, reglas o normas de negociación (contrato extralegal), sería suficiente para obtener legitimidad y poder sostenerse como un derecho contra toda ley institucionalizada y formal, algo que se le habría denominado coloquialmente derecho expectaticio.
Por su parte, Sousa (1978) asegura que el surgimiento de estas prácticas compensatorias o entre-medias no es fortuito, sino que suelen ser comunes cuando hay condiciones que las favorecen. Desde la antropología del derecho, y personificado por la favela Pasargada, el autor afirma que ante un sistema legal institucionalizado que somete, castiga e invisibiliza a los menos favorecidos, éstos construyen, como estrategia de resistencia, un sistema legal paralelo (y con cierta autonomía) que es reconocido, solapado y fomentado por, justamente, el sistema jurídico oficial de donde surge. Esta convivencia es la que auspiciaría no sólo su vida cotidiana, estabilidad y sentido de pertenencia y comunidad, sino también, si fuera el caso, organizarse contra el propio Estado y sus instituciones.
Esto tampoco es nuevo ni privativo de Brasil. En México, desde finales de la década de los cuarenta, los casi 32 mil núcleos agrarios (NA) del país se caracterizaron originariamente por un sistema jurídico alterno y un tipo de propiedad y de organización en condiciones de autogobierno, policía propia y autonomía en sus decisiones. La alta migración y la demanda de suelo urbano harían que éstos traficaran extralegalmente con el suelo periférico de las ciudades, con lo que se convertirían de facto, a manera de las haciendas y a manera de una República de Indígenas, en lo que Wolf (1985) calificaría como un Estado dentro del Estado. Incluso, sobre este proceder de las sociedades campesinas mexicanas, los citados Fromm y Maccoby (1992) piensan que les es propio. Desde la psicología social, ellos aseguran que habría valores e impulsos profundamente arraigados en estos colectivos, que llamaron carácter, y que influyen en el cómo responden a condicionantes inesperadas y que, a pesar de su posible determinismo, tendrían al mismo tiempo una serie de rasgos comunes, que han denominado conducta social -en la que se incluye el valor o la motivación-, que serían los responsables de la posibilidad de adaptación a cualquier realidad inesperada; aun más, que gracias a que esta conducta es cambiante y adaptativa es como la sociedad mexicana y sus colectivos han logrado sobrevivir a lo largo de su historia, aun a costa de su vida, sus pertenencias o su libertad o, en efecto, buscando conservar cualquiera de ellas.
Esta cotidianidad dual, que vive entre-media de las dos esferas y en perpetua negociación, ha sido abordada también por la sociología. Gandler (2000) atribuye a Bolívar Echeverría el término ethos barroco para describir este comportamiento en el que coexisten, en tensión, precisamente dualidades cotidianas y propias de la personalidad de la sociedad mexicana: el conservadurismo con la inconformidad o el recato con la desobediencia, entre otras. Asegura que gracias a esta convivencia de opuestos es como cualquier colectividad ha podido pervivir desde sus cotidianidades hasta cualquier tipo de presión social o emergencia inesperada debido a que, desde ahí, como coartada identitaria, es que puede refuncionalizarlos o resemantizarlos. A esta yuxtaposición de prácticas callejeras y relacionales, la referida Crossa (2018) pide llamarla “giro provincial” y serviría, dice, para definir a aquello en donde lo informal no se circunscribe a dicotomías ni de personajes, ni de autoridades, ni de espacios y ni de actividades, sino, exactamente, a los mecanismos que cotidianamente construyen para su legitimación vecinos, usuarios y autoridades.
Dehesa (2002) igualmente lo tenía claro. En un ensayo, él asegura que este peculiar estadio intermedio informal-formal no es privativo de ninguna esfera, temporalidad o estrato social. No es, ni por asomo, dicotómico. La herencia precolombina, siglos de burocracia española y la discrecionalidad para aplicar ordenanzas habrían construido lo que se conoce como corrupñol. Si bien esta arraigada práctica ya Lope de Vega la relataba como el “unto de México”, se refiere a este mecanismo acumulado y acumulativo de trasgresión legítima por la vía del consenso de cualquier regla y con cualquier prójimo. El autor presenta casi una centena de términos y vocablos eufemísticos organizados alfabéticamente, y a manera de prontuario de mantras, que el lenguaje del mexicano ha montado para describir esta vivencia intermedia entre lo legal y lo ilegal.
Aunque, otra vez, tampoco es algo inédito. En su célebre ensayo, Paz (2004) lo había advertido de la misma forma. El mexicano, dice, está y vive en una porfiada y constante dualidad. Su mestizaje se define así, en el vivir en medio, en contradicción, en identificarse a conveniencia con lo uno y con lo otro. En la convivencia de la melancolía y la emocionalidad pretendidamente indígena, y por ello tradicionalista, cerrada y barroca, con la rigidez y la racionalidad pretendidamente europea y, por ello, romanticista, abierta y regulada. Así que la propuesta, por más que desee hacerla pasar como una legítima epistemología del sur, poscolonial y transgresora, no es ni novedosa ni privativa. A este sistema que promueve la casuística, el particularismo, el ensayo y el error, y que se alimenta de los problemas que dice resolver, se la ha llamado de múltiples maneras, entre otras, legitimación restringida, normatividad extralegal, usos y costumbres, derecho indiano criollo, derecho consuetudinario; y se refiere a un cuerpo de reglas formales e informales utilizadas en la cotidianidad que está vivo -y, por ello, cambiante-, a contrapelo y contradictorio, y que, para el caso de México, desde la Colonia continúa vigente (Bernal, 1989; Menegus, 1991; Perry, 1993; Flores, 2007).
Analco y La Luz
Si la ciudad se ha definido por lo público, “el espacio público es la ciudad”, nos recuerda Borja (2014, p. 539). Pero, como se ha dicho, el insuperable lugar reservado -al menos en las ciudades occidentales- para el escenario de la vida colectiva serían sus espacios urbanos para lo público. Sin embargo, el inmejorable lugar construido para su despliegue, en especial la barrial, lo serían la plaza y la calle; aunque, de ambos, sería el último el único que ha sido capaz de albergar las cuatro funciones básicas de todo encuentro y de toda vida pública: la de comunicar, la informativa, la simbólica y la del ocio. Lefebvre, (1972), Castells, (1999), Certeau (2000) y Jacobs (2011) coinciden en señalar que la calle es el centro de toda vida cotidiana, o sea, de lo barrial; calle es sinónimo de barrio, de animación, de esparcimiento, de vida urbana, de gestión, de transición con lo privado y encuentro y percepción con los otros. La calle es en sí misma, y desde la fundación de las ciudades hispanoamericanas, el fundamento, origen y destino de su vida pública (Chanfón, 1997; Carrión, 2001; López, 2001; Melé, 2006; Rodríguez, 2008; Katzman, 2016). Incluso, y si ha sido o es parte de los denominados centros o barrios históricos, por su centralidad acumulada, se le agregaría una quinta función básica: la del comercio, o más específicamente la del comercio callejero o informal.
De origen virreinal, Analco se caracterizaría por ser considerado uno de los primeros barrios o junta indígena de la ciudad de Puebla. Analco, que en náhuatl significa “al otro lado del río”, sería un nombre epónimo para este tipo de barrio en el que, además de fundacional, un río serviría para separarlo de la república de españoles, tal como sucedió en Guadalajara, Durango o, precisamente, Puebla de los Ángeles, cuyo asiento ocurriría en la margen izquierda del río San Francisco, que trabajaría como lindero oriental de la ciudad y frontera entre ambos modos de vida. En Analco, a semejanza del pueblo de españoles, la morfología de ese lado del río se estructuraría nuclearmente por los templos religiosos. De mediados del siglo XVII, a Santo Ángel Custodio de Analco el imaginario insiste en considerarlo no sólo como barrio indígena, sino también como el primero de este tipo en la Angelópolis.
Aunque originariamente lo fue, la parroquia se convertiría en una de las más concurridas. Ello provocaría una alta inmigración de españoles, mestizos y de habitantes aledaños. Este crecimiento demográfico tendría de modo simultáneo una consecuente expulsión del indígena y una segregación étnica, de manera tal que a finales del siglo XVIII este repoblamiento haría necesaria la construcción de un nuevo templo, el de La Luz, sobre una existente parcela urbana de trazo virreinal, cuya geometría y dimensiones obligarían a edificarlo sin atrio y sin plaza, sobre el paramento de la calle (véase el gráfico 1); por lo cual, en adelante, Analco sería subdividido por cuatro barrios o arrabales (Tlaxilacallis), entre los que se encontraban Huilocaltitlán (lugar de palomas), hoy barrio de Analco y Xichititlán (lugar de tepetate), hoy barrio de La Luz (Malvido y Cuenya, 1991; Loreto; 2001).

Elaboración propia a partir de: (arriba) La nobilísima y mui leal ciudad de los Angeles de Joseph Marianus. 1754.
Fuente: Colección Orozco y Berra <http://w2.siap.sagarpa.gob.mx/mapoteca/mapas/794-A-OYB-7247-A.jpg> (abajo) Ordenanzas para el nuevo establecimiento de alcaldes de Quartel de la ciudad de Puebla de los Ángeles de Pedro de la Rosa. 1796. Fuente: Colección Orozco y Berra <http://w2.siap.sagarpa.gob.mx/mapoteca/mapas/799-OYB-7247-A.jpg>
Gráfico 1 Los barrios y templos de Analco y de La Luz
A partir de aquel momento, vivir en Analco, si bien daría estatus material de ciudadano, igualmente daría el estatus simbólico del colectivo barrial. Pese a ello, habría un elemento que debe puntualizarse, y es que ninguna de ambas sería posible sin su acceso y la calle barrial sería lo único que posibilitaba este doble estatus: te colocaba entre iguales y te hacía un igual. Esta dualidad, sin embargo, no se circunscribía a ello. Habitarle, en cualquiera de sus arrabales, no se hacía monofuncionalmente; sí se cometía socialmente y con significaciones, pero al mismo tiempo se cometía económica o laboralmente. Las calles de Analco no sólo comunicaban a sus habitantes, también designaban lugares toponímicos de oficios o de personajes del barrio. De la misma forma, en la casa se vivía y se trabajaba, pero esa dualidad también era común en la calle, ya que ahí se circulaba o se unía, pero además se trabajaba, se celebraba o se usaba para el ocio (Cervantes, 2001; Melé 2006; Cano, 2013). Este carácter heterogéneo, en su uso y en su interpretación o apropiación, representaría desde entonces el modo de vida de la sociedad mexicana, en particular de la poblana, y que concierne tanto al proceder de sus colectivos como el de las autoridades y de su gestión de los espacios urbanos para lo público.
Calle, comercio y barrio
Del barrio de La Luz, si bien el templo, por dar toponimia, es un referente simbólico, lo serían también, y sobremanera, la calle y los baños públicos (Flores-Rodríguez y Fajardo, 2022). Ambos, al ser los espacios de mayor actividad barrial, serían los que mayormente participan en la construcción de memoria colectiva. Con todo ello, y luego del Acuerdo del Ejecutivo por la pandemia de COVID-19, éstos serían precisamente los más afectados al decretarse la clausura temporal de “salas de cine, teatro y auditorios, gimnasios, centros deportivos y sociales, clubes de servicio, sociales y/o deportivos y baños públicos”2 (Gobierno del Estado de Puebla, 2020).
El baño de La Luz está ubicado en la calle 14 Norte entre la avenida Don Juan de Palafox y Mendoza y la avenida 2 Oriente (véase el gráfico 2). Según Cordero (1965) y Leicht (2015), se trata de uno de los establecimientos más añejos de higiene y salud de la ciudad. Su operación data de mediados del siglo XVIII, cuando el Ayuntamiento de Puebla “mercedaría” una toma de agua a los vecinos para satisfacer sus necesidades básicas. Desde entonces habría estado activo, incluso durante la aludida prohibición.

F1. Baños de La Luz. F2. Puesto callejero y Local fijo de tacos en La Luz. F3. Altar de Muertos en La Luz. F4. Mudanceros en jardín de Analco. F5. Cierre de Huehes y Escenario improvisado en Analco. F6. El Lobo. Fuente: Elaboración propia con base en planos de INEGI y fotografías del archivo propio.
Gráfico 2 Escenas de la vida cotidiana barrial de La Luz y Analco
De ese asunto, una marchante de más de cuatro décadas dedicada a la venta de tortillas en el barrio asegura:
-Los baños siguen trabajando a pesar de la enfermedad ésa. Mire [señala], ahí hay una puertita… pregunte usted. -Pero ¿siguen funcionando a pesar de la pandemia? -Sí, aunque ya cambió mucho todo. Me acuerdo que antes había un montón de gente, pero ya la situación cambió. […] Me parece que ya no abren en el horario de siempre, para que no los cachen esos rateros del gobierno [murmura molesta]. Además, porque llega poquitita gente. A veces veo que la encargada llega temprano, pero me he fijado que sólo tiene abierto por la tarde.
La dependienta del simulado local de abarrotes adjunto a los baños lo corrobora.
-Sí, seguimos abiertos, a pesar de la pandemia y de que viene muy poca gente; porque somos símbolo del barrio [menciona orgullosa]. Ahora la entrada es por esta puerta [indica una entrada clandestina dentro del local] y el costo es de cincuenta pesos. -Oiga, ¿ha tenido algún problema con la autoridad? -Uy, joven, sí. Le digo que andan bien puestos para checar que nadie abra. Pero sí seguimos, así pues, qué va a ser de nosotros. Como le comento, tenemos poquitos clientes, pero fieles. Y lo peor es que no se ve que pronto esto se vaya a acabar. Pero solitos podemos, aunque no nos ayuden [remata con enojo]. -Ya voy a cerrar [anochece] porque anda mucho ladrón afuera y si hay un problema sería doble problema porque se supone que tendríamos que estar cerrados. ¿Quién del gobierno nos haría caso? [dice con un dejo de frustración].
La calle, sin embargo, es el lugar de lo público del barrio, de celebraciones anuales y esporádicas. En el Día de Muertos, por ejemplo, sobre la 6 Oriente y la 14 Norte no se omite colocar una ofrenda callejera, en la que las fotografías de los fallecidos por la pandemia comparten el altar con las de las mascotas muertas, y con una catrina, flores de cempasúchil y fruta (véase el gráfico 2). Una vecina exclama emocionada: “No inventes… está retebonito. Me siento muy contenta de que aprovechen al barrio; esto fomenta unión entre nosotros”.
En el Día de la Familia, el primer domingo de marzo, entre aguas frescas y antojitos, algunas familias del barrio se reúnen en la calle para platicar, convivir y contar sus anécdotas de juventud y niñez. Un joven, de aproximadamente 20 años, reparte tarjetas del juego de “lotería” a los presentes. Se acerca un micrófono y empieza a gritar: “el caso… el sol… la bandera… la escalera”, para que, minutos después, un señor grite “¡lotería!” y todos aplaudan.
Doña Marina, vecina de La Luz y profesora jubilada, es una de las organizadoras del Comité Vecinal, hoy llamado Comité Vecinal de Barrios Originarios. Ella señala que los premios consisten en escobas, trapeadoras, libros usados y plantas. Al atardecer se reúne más gente; música, espectáculos al aire libre y jolgorio. Ella misma explica:
Mira, el Comité tiene dos años ya. El concepto y el objetivo de nuestro Comité es el de recobrar la cohesión social. Hicimos un proyecto de recorridos por los barrios y el problema más grave es que no nos conocemos. A raíz de esto hemos hecho un tejido social que nos ha permitido resurgir, es decir, que la gente, así como usted, nos vea y se interesen por lo que hacemos y por nosotros [dice visiblemente emocionada].
[…] yo soy orgullosamente de La Luz, y porque este espacio [refiriéndose al porqué se coloca en ese lugar de la calle] está desaprovechado [afirma visiblemente afligida mientras mira a su alrededor]. Ni la autoridad ni nadie lo usa. Así mejor nosotros le damos buen uso.
Cuatro días después, el Comité organizaría un taller de reciclaje. Sobre una mesa y bajo un toldo colocados en la calle, compran aluminio, fierro o cobre y, a la vez, venden macetas, botellas o estuches elaborados en el taller improvisado. Junto a Marina, otra de las organizadoras, también de La Luz, orgullosa, dice:
No se trata de venderlos, sino de quién los haga. Este tipo de actividades nos distingue de lo que se hace en las colonias. Yo también soy de aquí, del barrio […], aunque no soy tan importante como Marina [a quien abraza fraternalmente mientras saludan e invitan a los vecinos que deambulan por ahí].
La plaza de Analco es punto de reunión de camiones de mudanza locales. Entre bromas, cigarros y cervezas, cuatro “mudanceros” comentan lo difícil que ha sido la situación en los últimos años (véase el gráfico 2). Uno de ellos decepcionado expresa:
Antes se hacía mucho trabajo de mudanza aquí, en Analco, y éramos varios camiones. Ahorita ya solamente quedamos dos [señala a otro que se encuentra más al frente y que trabaja de forma itinerante]. Ahora ya casi no viene gente y esto está muerto; pero, como los del gobierno no ayudan, pues entre nosotros, entre los del barrio, nos ayudamos para salir más pronto.
“Lobo” es un personaje de ambos barrios. Previo a la pandemia cuidaba coches afuera de un plantel universitario, sobre la 5 Oriente, en el barrio de Analco. Para él, la suspensión de clases a causa de la pandemia de COVID-19 hizo que su situación cambiara. Ahora se encuentra sobre la 2 Oriente, entre 16 Norte y 18 Norte, en el barrio de La Luz (véase el gráfico 2). Con voz poco inteligible, se queja:
Desde que cerraron la uni… pues la gente dejó de ir y también los de los camiones que se colocaban en el jardín [de Analco], también se fueron. Si no trabajo, no hay pa’comer [añade desalentado]. Mi banda son de aquí y nunca me dejan solo. Además, esta calle es bien movida, nunca está quieta [dice satisfecho refiriéndose a su cambio de lugar]. Estos son mis barrios, desde chiquito han sido mis rumbos.
Sobre la avenida 2 Oriente, entre la 14 Norte y la 16 Norte, los viernes y sábados por la noche una pareja instala un puesto callejero de antojitos típicos (véase el gráfico 2). Dos de sus hijos los acompañan mientras trabajan. El varón, de aproximadamente 30 años, refiere pensativo: “Mira, joven, pues este puesto nos lo heredó mi mamá. Antes ella atendía, ahora lo hacemos mi esposa y yo. Y pues, como no hay chamba [por lo de la pandemia], pues aquí nos va mejor”.
Frente al puesto callejero se encuentra uno fijo, el de la Taquería San Miguel (véase el gráfico 2). A Vicente, su dueño, quien desde niño aprendió el oficio de su padre y que por más de 50 años ha trabajado ininterrumpidamente de lunes a sábado, los vecinos y clientes lo saludan con respeto. Con el cubrebocas colocado, expresa, visiblemente contrariado:
Lo de la pandemia nos vino a fregar bastante. Como a mucha gente la corrieron de su chamba, esto [refiriéndose al barrio] se volvió inseguro. Antes trabajaba hasta la madrugada, ahora atiendo a partir de las ocho y me voy no tan tarde, como a las once de la noche. Por lo de la pandemia ya hay mucha gente de edad a la que ya no le gusta salir. Entonces, como te comento, no se vende igual y tengo que abrir más temprano y cerrar más temprano.
Sobre la misma avenida 2, entre el boulevard Héroes del 5 de Mayo y la 12 Norte, es posible encontrar a algunos “limpiaparabrisas”. Uno de ellos señala, nostálgico: “La falta de trabajo y lo de la pandemia nos tiene así; nadie nos apoya y hay que chingarle para comer”.
Previo a la Semana Santa, el cierre del Carnaval de los Huehues3 es uno de los eventos más importantes para el barrio de Analco. A partir de las tres y media de la tarde, “cuadrillas” locales e invitadas se reúnen a danzar en la calle (sobre la 7 Oriente y la 16 Sur), que se convierte así en un improvisado escenario, en cuyas banquetas se colocan sillas plegables (véase el gráfico 2). Además de cobrar la entrada, cada lugar se pone a la venta, previa promoción por “guasap”. Una mujer de aproximadamente unos 25 años, con una cinta en el brazo izquierdo en la que se lee “Comisión”, señala:
La entrada cuesta veinticinco pesos. Pero si son conocidos del barrio, la entrada es de a diez pesos. Ah, bueno, que alguien de por aquí los conozca; que algún vecino o locatario sepa quién eres [responde oronda sobre qué quiere decir con conocidos].
Ella misma conduce a los espectadores a los asientos numerados con anticipación con una pegatina rosa, de los que se contabilizan poco más de quinientos. Un huehue de una cuadrilla de otro barrio dice emocionado:
Para nosotros es un orgullo que nos inviten los de Analco; son bien chingones. […] La de nosotros es más chingona que la de Analco. Con nuestros músicos traemos un tipo que toca el saxofón y los de aquí solamente tienen lo básico. En eso sí están más jodidos que nosotros.
Al preguntar cómo se permite ese cobro, otro miembro de la Comisión, de unos 40 años, cerveza en mano, dice relajado:
Mira, no hay pedo. A principio de año, nosotros, como Comisión, mandamos un escrito al Ayuntamiento [de la ciudad de Puebla] y a la Secretaría de Cultura [estatal]. Y por eso estamos tranquilos; no pasa nada, nadie nos dice nada.
Ya es media noche. Luego de fotos, competencia entre cuadrillas de huehues, alcohol y baile improvisado, alguno de la Comisión llama a llevar la fiesta a otro lado, donde no los vean. Por este año es todo.
Reflexiones finales
El significado y la significación de lo público han sido tan diversos, cambiantes y diferentes como lo son las realidades en que existe y se observa. Lo mismo es un término epistémico que un objeto o categoría de análisis y su inestabilidad estaría asociada a la temática, temporalidad, enfoque metodológico o elemento específico que se estudie, así como del campo disciplinar y la postura epistémica e ideológica de quien observe. En lo que sí hay coincidencia es en que, como espacio, antes que un producto terminado, es un proceso inacabado y vinculado a un contexto espaciotemporal específico; es decir, que dependerá, además, de la manera en que se le apropia, significa y conceptualiza por quien lo utiliza. No obstante, si bien importa el qué y el dónde se realiza una actividad, importa más el junto a quién o quiénes se coincida y se comparta. El espacio para lo público se definiría, entonces, a partir de la especificidad en la diversidad de usos y significados y atenderá a tiempos y lugares reconocidos como estables, constantes y específicos por la sociedad o el colectivo que lo vive, reajusta y disputa.
Si esto es así, la plaza y la calle siguen siendo el espacio urbano para lo público por definición. Ambos refieren y confieren dualidad de punto geográfico y de lugar antropológico: la solitud se vive en mundanidad. De ahí que Analco y La Luz, aun siendo circunstancialmente diferentes, son un claro ejemplo de que el espacio, sea calle, sea plaza, en la cotidianidad, mientras lo condicionas te condiciona. Nuestra Señora de la Luz, a diferencia de su matriz, había surgido como refugio para los desplazados por esta gentrificación virreinal y para edificarla fue necesario desplazar una construcción, un emplazamiento y un sistema de convivencia de un siglo anterior: se construye vida destruyendo otras. La traza urbana, como todo espacio para lo público, no es condición, pero sí condiciona. La memoria de la ciudad existe y endosa para que La Luz surja sin atrio, sin plaza y sin jardín; sin espacio convencional para lo público, pero con calle, con una centenaria estructura simbólica y de vida barrial que se sumó a la nueva.
Hay renovación de habitantes, de vida cotidiana, de barrialidad; la gentrificación, mientras sea de habitantes, tendría esa única virtud. La calle ha seguido diversa y dual: se vive, se trabaja y se celebra. Es el centro de las vidas barriales. Los sistemas de convivencia, la barrialidad, son finitos en su vida útil, pero no en su permanencia y sustitución; éstos son tan heterogéneos como infinitos en su reproducción en tanto existan habitantes que lo vivan en proximidad y en vecindad. Si se imposibilita desvincular lo público de la vida cotidiana y de un espacio para su despliegue, en La Luz y en Analco -a pesar de que esta última cuenta con plaza-, este vínculo se intensifica o se posibilita aún más en la calle añadiendo una mayor singularidad a estos barrios virreinales; la calle promueve comportamientos, auspicia identidades y modos de vida que se adicionan a este palimpsesto social llamado ciudad: la calle es el sentido y el alma del barrio y de la barrialidad.
La calle sigue teniendo, además, un carácter heterogéneo en usos y en usuarios. Es el lugar para la celebración, el ocio, la fiesta y el trabajo, elementos todos que, al igual que disipan incertidumbres, promueven compensaciones emocionales ante una amenaza real o prendidamente ficticia como la pandemia; circunstancias, todas, que consolidan la definición de lo público. Es ahí donde se dan las diversas prácticas individuales y colectivas, es ahí donde la asimetría da paso a mecanismos de negociación-legitimación. Es la macla no siempre distinguible de escalas legales, ilegales y extralegales y no atribuibles ni a un individuo, ni a un colectivo, ni a un espacio específico. Todos, vecinos, visitantes y autoridades, participan circunstancialmente y es este carácter diverso y complejo lo que representaría el modo de vida de la sociedad mexicana que, en la búsqueda de su comprensión, habría tenido distintos nombres y distintos acercamientos para referirse a esta peculiar conducta cultural de doble juicio o comportamiento dual donde perviven -y coexisten en resistencia y desembarazo- dos sistemas de convivencia encontrados y sólo reconciliables en la vida diaria de lo público: las reglas con las emociones, el método científico con la religiosidad, lo legal con lo ilegal, el pragmatismo con el pensamiento mágico y lo liberal con lo republicano.
Esta propiedad para autorregularse debe entenderse como aquella que, por su naturaleza, permite que sus usuarios se vigilen, compartan, patrocinen o pacten -en rivalidad o en connivencia- usos, actividades, significaciones y tiempos. Sea plaza o calle, aunque primordialmente en la calle, es donde se vive entre-medio. Igual que puede ser regulado por el Estado y sus instituciones, o por el ciudadano y sus intereses, puede ser desregulado por ambos. En cualquiera de los dos estadios y en cualquiera de los dos usuarios, sólo ahí se posibilita construir cotidianamente mecanismos de negociación, no siempre legales, pero, eso sí, siempre legítimos.
Por eso, para su estudio, comprensión y definición, aun desde campos disciplinares disímiles, aun con diversos modelos y terminología, en realidad se ha dicho lo mismo. Que el espacio para lo público no comprende necesariamente categorías dicotómicas, maniqueas, rígidas y excluyentes, sino un comportamiento dinámico, fluido, móvil y de múltiples escalas y sectores, son, en realidad, gradaciones entre dos extremos: es un continuum circunstancial y de circunstancias; por lo que pretender una metateoría que explique esta casuística y que, a su vez, defina lo público es como pretender ver a la sociedad mexicana tan homogénea como los colectivos que la forman. Al final, y tal como se construye el conocimiento en la ciencia posmoderna del todo se vale, habitar lo público en México se hace desde ambos mundos, desde ambas realidades y desde ambos extremos; y esto, al igual que los espacios urbanos para lo público, es reconciliable y es reconciliador.