«Libertad» es lo que más os gusta aullar: pero yo he dejado de creer en «grandes acontecimientos» tan pronto como se presentan rodeados de muchos aullidos y mucho humo.
Nietzsche, Z: II, 18.
¿Libre te llamas a ti mismo? Quiero oír tu pensamiento dominante, y que no has escapado de un yugo. / ¿Eres tú alguien al que le sea lícito escapar de un yugo? Más de uno hay que arrojó de sí su último valor al arrojar su servidumbre. / ¿Libre de qué? ¡Qué importa eso a Zaratustra! Tus ojos deben anunciarme con claridad: ¿libre para qué?
Nietzsche, Z: I, 17.
En la condición que Nietzsche llamó orden moral del mundo,1 se muestra al hombre transformado en un animal doméstico: una bestia debilitada que -como parte del rebaño- ha aprendido a seguir a su pastor, renunciando a “la voluntad de devenir, de crecer, de configurar, [...] de crear” (VP: § 848). Utilizando un lenguaje alegórico para describir la formación moral del hombre,2 pero también su posible liberación y superación, el filósofo alemán habla “de cómo el espíritu se convierte en camello, y el camello en león, y el león, por fin, en niño” (Z: I, 1).
Muchos han sobre-acentuado el carácter crítico y deconstructivo del espíritu transformado en león -convirtiendo este símbolo de liberación en una bestia iconoclasta-, dejando de lado, curiosamente, el aspecto afirmativo y constructivo de la praxis filosófica de Nietzsche, implícito en la siguiente metamorfosis. Sin embargo, en el camino hacia la auto-superación de la moral, las tres transformaciones del espíritu se relacionan de modo dialéctico; no representan el triunfo de un hombre sobre otro, sino las fases interdependientes de un conflicto interior, cuyo primer momento lo constituye la relación de tensión entre la identidad gregaria y la posibilidad de liberarse a sí mismo.
Durante el presente artículo, me propongo examinar la función del espíritu liberador en la filosofía nietzscheana. Su actividad, pese a representar la oposición al espíritu servil del camello, cuyo pastor es un maestro de la conservación moral, no se restringe a la destrucción de valores. Para explorar la conciencia, contemplación y actividad que Nietzsche relacionó a su concepción de libertad, tomaré como hilo conductor la dura lección de Zaratustra, la cual exige de aquellos que han escapado de un yugo responder a sí mismos la pregunta: ¿libre para qué?
En el centro de la filosofía nietzscheana, hay un replanteamiento de la libertad y una praxis de liberación que exhorta a los seres humanos a superar su presente (simbolizado en la figura del camello cargando el peso de los valores). La asequibilidad de dicha superación se hace visible a través de la mirada de Jano con que Nietzsche observa, e incita a observar, la condición del hombre en relación a su pasado y futuro. Por un lado, ensaya una hermenéutica del sujeto moral para examinar la configuración histórica de la tabla de valores, convenciones y expectativas, en razón de la cual se ha constituído la moralidad de un pueblo; por el otro, contempla la posibilidad de la auto-superación de la moral, habilitando nuevas perspectivas y formas de vivir. Mientras que la primera cara de Jano revela el conocimiento del pasado como camino hacia el conocimiento de sí, la segunda muestra auroras que para resplandecer requieren la restructuración de la vida que Nietzsche llamó transvaloración de los valores.
La principal figura en esta filosofía liberadora es el espíritu libre, a quien no debe confundirse con el librepensador, pues su actividad no se limita a ser una oposición intelectual frente al conservadurismo de la época.3 Intentaré mostrar, en primera instancia, que el espíritu libre trabaja en su propia emancipación de la moral, la cual reclama, de sí mismo, tomar conciencia de las condiciones de opresión. En segunda, que no se trata sólo de un libertino -un inmoralista desencadenado, despojado de tareas-, sino de un valiente hombre de experimento que bajo una nueva lucidez es capaz de replantearse la responsabilidad de su propia existencia.4 Por último, analizaré algunos prolegómenos en las reflexiones éticas de Nietzsche, así como lo que hizo para favorecer la llegada de estos filósofos del futuro, a quienes legó un hilo de Ariadna en el laberinto de la libertad, llamémosle, el cultivo de la voluntad.
1
Al hombre se le pusieron muchas cadenas, a fin de que olvidase comportarse como un animal: y verdaderamente él se ha vuelto más apacible, espiritual, alegre y sensato que todos los animales. Pero ahora sufre por el hecho de haber llevado cadenas tanto tiempo, y por haberle faltado por tanto tiempo el aire sano y el libre movimiento; pero estas cadenas son, lo repetiré una vez más, los errores graves y a la vez sensatos de las ideas morales, religiosas y metafísicas.
Nietzsche, HH: III, § 350.
Aunque en la lección alegórica de Zaratustra acerca de la libertad sobresale, como la más relevante entre dos cuestiones, la pregunta ¿libre para qué?... no debemos pasar por alto el hecho de que Nietzsche dedicó una parte considerable de su actividad intelectual a examinar el peso de las cadenas morales; en especial las de origen judeocristiano. En realidad, la pregunta ¿libre de qué?, aparentemente trivializada en la exigencia de Zaratustra, tiene un importante lugar en la filosofía nietzscheana, pues considerada en su aspecto negativo la problematización de Nietzsche en torno a la libertad constituye la antítesis del problema moral por excelencia.5 Cuestionar la cultura de la conservación moral es el punto de partida de la trama de la liberación del espíritu, orientada hacia la inauguración de una práctica de la resistencia, según la cual, el guerrero de la libertad (CDI: 9, § 38) avanza hacia una tarea que atañe a su liberación: “¿cómo se supera el hombre a sí mismo?” (Z: IV, § 13).
De acuerdo con Nietzsche, en toda condición humana -vinculada, por lo demás, a un régimen moral- se despliega un conjunto de fuerzas formativas y normativas que delimitan la producción cultural de un tipo de hombre. Como acto de resistencia, el alejamiento del reino moral es un acontecimiento posible en cada presente; un evento personal que implanta, como condición de un nuevo futuro, el replanteamiento del pasado. En la definición del hombre como “una cuerda tendida entre el animal y el superhombre” (Prólogo de Z: 4) podemos apreciar la concepción de Nietzsche sobre estas condiciones humanas: no son un destino que condena la existencia, sino algo posible de superar, redirigiendo la propia voluntad; pues desde esta perspectiva emerge el hombre como “el animal aún no fijado” (MBM: § 62).
Ahora bien, ¿contra qué condiciones tiránicas se prueba la resistencia del espíritu libre? Todo dependerá, desde luego, de la condición humana a la que se encuentre sujeto. No obstante, en el contexto en que se formula este planteamiento, la pregunta ¿libre de qué? -“¿de qué es de lo que un espíritu puede liberarse y cuál es el lugar hacia el que quizá se vea empujado entonces?” (MBM: § 44)- cuestiona una identidad moral6 ligada al orden moral del mundo, en conformidad con el cual, todo cuanto el hombre ha de hacer y dejar de hacer depende de la voluntad de Dios (AC: § 26).
La incorporació7 de la moral -a la sombra de la cual se fabrica una identidad- acontece durante una larga experiencia de formación; un proceso de socialización que busca nivelar las conciencias mediante una tabla de valores. Al fruto de este proceso Nietzsche lo llamó segunda naturaleza,8 metáfora con la que describe la capacidad de los seres humanos para desarrollar, mediante hábitos, una nueva piel: la cultura (que al igual que la de la serpiente, es mudable). Lejos de aquella imaginada procedencia divina, el hombre no es más que un sobre-animal9 que se distingue del resto de los animales por la adopción de un sentido moral, el cual lo aleja peligrosamente de sus instintos, conduciéndolo hacia los pasos de la manada, tutelada por un pastor, guía de animales de rebaño.
Una segunda naturaleza condiciona el modo en que un ser humano se concibe a sí mismo, pero también la manera de comprender al otro y el mundo que habitan. Históricamente hablando, los condicionamientos sociales se relacionan con una educación de la memoria y la conciencia basada en discursos sagrados sobre el origen de la humanidad; mitos a partir de los cuales se revela a los hombres, el sentido y propósito de su vida en la Tierra. La posibilidad de que éstos nos orienten hacia la afirmación de la vida, la salud y el florecimiento, es tan real, como la autodestrucción y el nihilismo al que podrían conducirnos.
Tomemos un ejemplo pre-cristiano para aclarar esta interpretación. En el diálogo la República, Sócrates plantea que la educación de las nuevas generaciones tendría que comenzar con una mentira noble (un falso origen).10 Como futuros ciudadanos, los niños deben despertar una conciencia cívica que consolide la armonía entre los miembros de la sociedad. Deben aprender que, comparten un origen, provienen de la misma madre y, por lo tanto, en la responsabilidad de defender la ciudad son iguales. No obstante, estos hermanos y hermanas deberán asimilar las diferencias entre sí, tomando su puesto en la ciudad, de acuerdo con la particularidad que el artífice de la naturaleza ha sembrado en cada uno de ellos. En este régimen político, aquellos de alma dorada, cuya función es el gobierno, deberán cultivar la sabiduría; los militares en cambio, guardias plateados de la ciudad, deberán ejercitarse en la valentía; en último lugar, el hierro y el bronce distinguirán a los artesanos que deberán practicar, junto al resto de los ciudadanos, la justicia y la mesura.
De igual manera, la conversión al cristianismo se afianza en un relato sobre el origen del hombre, mediante el cual ha venido forjándose una conciencia moral, relacionada con la falta y el castigo. Hablamos del mito fundacional de las religiones abrahámicas,11 a partir del cual, la condición humana, marcada por la herencia del pecado original, se transforma en una condenación divina. Los hombres deben aprender a concebirse como criaturas a medio camino entre la salvación y condenación eternas, a quienes Dios ha revelado su ley suprema, concediéndoles libre voluntad, con la finalidad de probar su obediencia o desobediencia.
Nietzsche penetró en la concepción cristiana de la voluntad humana,12 descifrando un mecanismo teológico de control moral al que llamó metafísica del verdugo (CDI: 6, § 7). Si bien al hombre le ha sido concedida una libertad absoluta, paradójicamente, éste debe conducirse en libertad por el camino dogmático de la voluntad divina, ejerciendo su libre albedrío de modo que garantice su propia redención: obedeciendo los preceptos morales, alejándose de la tentación del pecado. La enseñanza de esta doctrina encadena a los seres humanos con una concepción de libertad que los responsabiliza absolutamente de sus actos, es decir, los convierte en sujetos de juicio y castigo moral, en pecadores condenables. Como componente fundamental del mito de la moral sacralizada, el libre albedrío es una forma de control que produce una realidad psicológica: la ilusión de independencia que permite al hombre sentirse libre, siempre y cuando, por habituación, se haya vuelto incapaz de sentir el peso de sus propias cadenas (HH: III, § 10).
Desde la perspectiva de Nietzsche, ambos mitos son ficciones regulativas: narraciones que incorporadas como verdades eternas habilitan un régimen moral, el cual delimita el modo en que debemos conducirnos por la vida (HH: I, § 2). Ambos encadenan a los seres humanos a vivir atrapados en una identidad permanente, en una condición frente a la cual resulta imposible rebelarse, pues cualquier intento de modificación incurriría en un delito de lesa majestad contra la naturaleza, o contra Dios. Sin embargo, con una valiosa distinción, separa el objetivo de estas ficciones. La moral política de Platón -con la que no estaba de acuerdo- buscaba la crianza de una clase de hombres que, procurando la justicia en la tierra, colaborarían en el florecimiento de su ciudad. En cambio, en la moral cristiana, sólo vio una práctica de la decadencia y una seducción hacia la nada: una religión nihilista que domestica a los hombres, debilitando su voluntad, hasta convertirlos en animales de sacrificio, encadenados a una “teleología imaginaria («el reino de Dios», «el juicio final», «la vida eterna»)” (AC: § 15).
2
Tus verdaderos educadores y maestros formadores te revelan que el auténtico sentido originario y materia fundamental de tu naturaleza es algo que en modo alguno puede ser educado ni formado y, en cualquier caso, algo difícilmente accesible, capturable, paralizable; tus educadores sólo pueden ser tus liberadores.
Nietzsche, CI: III § 1, 129.
El espíritu libre que Nietzsche describió -el que aspira, ante todo, a la liberación de la moral- es un agonista. Su principal táctica de combate contra el orden moral del mundo, una “espiritualización de la enemistad” (CDI: 5, § 3), no consiste en luchar contra los otros, sino mediante una actividad sublimada de auto-desprecio, que encierra amor propio, entablar una lucha con el enemigo interior, con aquella parte de sí mismo que solía considerar su yo. Como principio activo de auto-cuestionamiento, la interiorización del agón habilita una revaloración de la identidad moral, a partir de la cual, Nietzsche replanteó el antiguo certamen espiritual del hombre por la auto-perfección (selbstvollkommenheit). Podría decirse que la primera obra donde ensayó una contribución a la reactivación de esta tarea transformadora, misma que involucra una salida de la moral, es la tercera consideración intempestiva.
En algún momento del año 1874, inspirado en el paradigmático ejemplo de Arthur Schopenhauer, Nietzsche escribió su “texto parenético” (HH: I § 252) sobre la libertad. Sin lugar a dudas, el problema intempestivo de este ensayo es la revaloración de la tarea de los educadores, así como también el envés problemático que se muestra al invertir su función institucional. Aunque no me detendré demasiado en el asunto, quiero indicar, sólo de paso, que Schopenhauer como educador constituye una crítica de la filosofía académica y un replanteamiento de la vida filosófica.
El objeto de crítica es el educador al que se ha asignado la función de instruir a los jóvenes “conforme a los hábitos y costumbres dominantes” (HH: III, § 267), la función de nivelar, mediante principios, sus conciencias y ser, en fin, el conductor (agōgós) responsable de dirigir a los niños (paidíon) hacia un mismo camino. La figura de este pedagogo formador es la que precisamente Nietzsche asocia con el trabajo académico de las universidades alemanas en el siglo XIX: comunidad al margen de la cual quiso vivir el autor de Parerga y Paralipómena.
Al principio del texto hay una reflexión en torno a las personas que se esconden detrás de las costumbres; los cuales -sea por una tendencia a la pereza, o por miedo al vecino que demanda convención- acaban asemejándose a productos fabricados en serie. También se habla de aquellos hombres de excepción que se resisten al sometimiento de la normatividad; han renunciando a pertenecer a la masa, atreviéndose, metafóricamente hablando, a limpiar “las malezas, escombros y bichos” (CI: III, § 1) que les impedían florecer en su propio jardín. Para Nietzsche, estos son los verdaderos educadores: no los formadores, sino los liberadores.
Ahora bien, más que un director espiritual, el educador liberador es un pensador cuyo modo libre de vivir puede inspirar a otros a buscar su propio camino. La forma en que Nietzsche interpretó la vida de Schopenhauer -y no su obra- le mostró, indirectamente, que más allá de la senda por la cual se conduce a la manada, “existe en el mundo un camino único por el que nadie sino tú puede andar” (CI: III, § 1). Con todo, Schopenhauer no es más que un caso en una reflexión sobre la exhortación a la liberación que llevó a Nietzsche a retomar el ejemplo de los filósofos antiguos, quienes, como Diógenes el cínico, desistieron de la sabiduría popular, para inaugurar una peligrosa vida examinada.
Si tuviera que mencionar un sólo maestro para ejemplificar el concepto del filósofo como liberador, probablemente recurriría a la figura del atopos -el extraño, extravagante, absurdo, inclasificable y desconcertante- Sócrates (Hadot, 1998a: 42). En el siguiente pasaje puede observarse que Nietzsche tenía en mente, como ejemplo, a estos pensadores paradigmáticos, los profundamente inigualables:
Me beneficio de un filósofo sólo en la medida en que puede constituir un ejemplo. Que es capaz de atraer hacia sí pueblos enteros con su ejemplo, no me cabe duda; la historia de la India, la cual prácticamente es la historia de la filosofía india, lo demuestra. Pero el ejemplo debe ser proporcionado por la vida tangible, y no meramente por los libros -esto es, a la manera en que enseñaban los filósofos de Grecia, mediante su conducta, lo que vestían y comían, y su moral, más que por lo que dijeron, y mucho menos por lo que escribieron. ¡Qué ausente está en Alemania esta valiente visibilidad de la vida filosófica! (CI: III, § 3)
La exhortación que simboliza el educador, como liberador, está en la inauguración de una forma de vida filosófica. Sin adherirse a alguna escuela en particular, digamos, al estoicismo, Nietzsche parece describir, en general, el concepto de libertad hermanado con la sabiduría práctica (phronēsis) y la visión trágica del mundo. Esto, de hecho, encierra un par de reflexiones éticas. Por un lado, distinguir lo que en todo momento depende de uno mismo (libertad), de lo que no depende de uno en lo absoluto (necesidad); por el otro, aceptar, de cara a la necesidad, la vulnerabilidad de la condición humana y los límites de la propia libertad.
Desde este problemático contexto, Nietzsche reavivó un llamado filosófico a la libertad. Un llamado que exhorta -a pesar de la incertidumbre sobre el futuro- a vivir nuestra extraordinaria existencia en este ahora concreto; “a vivir según nuestra propia medida y nuestra propia la ley”; a “responder ante nosotros mismos de nuestra propia existencia” (CI: III, § 1, 128). Arrancado de las cadenas del miedo y la convención, el educador, proclive a una voluntad de autorresponsabilidad (CDI: 9, § 38), se transforma a contrapelo de su identidad y en contra de su propio tiempo. En desiertos incondicionados por la moral, este filósofo, que debe educar nuevamente filósofos (CI: III, § 7), es el símbolo de la disposición a reeducarse a sí mismo; primera tarea que Nietzsche vinculó con la libertad post-moral.
Por último, consideremos el replanteamiento de lo que entendemos por naturaleza humana como la conditio sine qua non de esta forma de educación. Hacia el final del ensayo, para responder a la pregunta “¿Cómo puede tu vida, tu vida individual, recibir el valor más alto, el significado más profundo?” (CI: III, § 6), Nietzsche formula una nueva mitología acerca de la naturaleza humana, que podría pensarse como la inversión de las ficciones regulativas:
[...] el joven debe ser educado para considerarse a sí mismo como una obra fallida de la naturaleza, pero al mismo tiempo como un testigo de las grandiosas y maravillosas intenciones de este artista: la naturaleza se ha equivocado, debe decirse a sí mismo; pero honraré sus grandes intenciones sirviéndole para que algún día pueda hacerlo mejor. (CI: III, § 6)
Esta ficción liberadora es una estrategia hacia el replanteamiento de la procedencia del hombre y su actividad en el presente. Si bien, éste no procede de la divinidad -Nietzsche vuelve a colocarlo entre los animales (AC: § 14)-, como obra de la Naturaleza no ha sido terminado: se encuentra en una situación intermedia, entre el animal moralizado y el sobrehombre,13 a partir de la cual es posible la corrupción y decadencia, pero también el florecimiento de la vida humana.
3
[...] si la liebre tiene siete pieles, bien podría el hombre despellejarse siete veces setenta, que ni aun así podría exclamar: «¡Ah! ¡Por fin! ¡Éste eres tú realmente! ¡Ya no hay más envolturas!»
Nietzsche, CI: III, § 1.
Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros, nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, -¿cómo iba a suceder que un día nos encontrásemos?
Nietzsche, GM: PRÓLOGO, § 1.
Una de las reflexiones más desafiantes de la tercera intempestiva demanda a los lectores introducirse en el corazón de su identidad para preguntarse: “¿Cómo podemos encontrarnos nuevamente? ¿Cómo puede el hombre conocerse?” (CI: III, § 1, 129). Prevenido ante la posibilidad de descubrir, detrás de la cultura, la esencia del hombre, su rostro como verdad eterna, Nietzsche, como un arqueólogo de la moral (A: Prólogo, § 1), fue descubriendo lentamente una tarea subterránea que requería cavar y ahondar en la superficie del hombre del presente. Su objetivo, averiguar la procedencia histórica de los valores sociales que orientan la vida de los hombres y, además, que constituye el material con el cual han venido acuñando la máscara (prósōpon) que oculta su animalidad; el nombre que finalmente recibe esta inquisitiva actividad, es una genealogía de la moral.
La genealogía es una crítica de los valores. Su punto de partida está en el empleo de un método que Nietzsche llamó historia efectiva de la moral. Se trata de “estudiar lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado de la moral humana” (GM: Prólogo, § 7). Se trata de reconocer la procedencia de la moral como fenómeno histórico, al margen de los postulados metafísicos y religiosos.
En el marco de la filosofía del espíritu libre, la deconstrucción de los valores morales constituye un camino hacia la liberación que demanda la práctica de una autognosis profunda. No hablamos de una introspección inmediata, una reflexión sobre la personalidad presente, sino de un conocimiento de sí mismo en el que se cruzan la identidad, la sociedad y el pasado. La genealogía es una deconstrucción del parentesco moral que nos vincula con una conciencia colectiva y, en este sentido, es una práctica de la vida examinada, un examen de sí mismo que emprende un diálogo crítico con los antepasados, con lo heredado, y busca despertar una conciencia de la dependencia que Nietzsche llama “sentir el peso de nuevas cadenas” (HH: I § 10).
No sólo es, como ha argumentado Gilles Deleuze, “valor del origen y origen de los valores” (2002: 2), sino también un método de búsqueda y examen de sí, inspirado por la inscripción del oráculo de Delfos: gnōthi seauton (conócete a ti mismo). El subterráneo investigador de los valores no trabaja en función de la ciencia -de la producción de conocimiento objetivo-, mucho menos de la fabricación de conceptos, sino a servicio de la vida. Utilizando la historia para intimar con la vida, con el presente, busca aproximarse a “su propio amanecer, su propia liberación, su propia aurora” (A: Prólogo, § 1).
Como he sugerido antes, Nietzsche propuso una visión agonal de la cultura, según la cual, el individuo que se resiste a permanecer acomodaticio con la masa puede inaugurar un personal “antagonismo entre su naturaleza heredada” y el cultivo de nuevos hábitos (CI: II, § 3, 76); una nueva segunda naturaleza, en cuya construcción la observación de sí mismo, implícita en la genealogía, podría jugar un papel determinante. Habilitando, por un lado, una autognosis que conduce al reconocimiento de nuestra condición de sujeción, a través del desenmascaramiento de una moral ligada en sus orígenes al resentimiento, la cual exige la práctica de un ascetismo que niega la vida y el cuerpo, sosteniéndose en la promesa de un mejor más allá. Enseñando, por el otro, el carácter dionisíaco de nuestra naturaleza, pues si bien hemos llegado a ser el hombre que somos a través de una domesticación moral, la genealogía evidencia que no existe un imperativo divino, ni una teleología secreta, capaz de impedir la transformación del hombre.
Podría decirse que la Genealogía de la moral es una importante contribución a la posibilidad personal de la desmoralización del espíritu. Un procedimiento crítico que permite -a quienes fueron criados en el drama de las religiones de sacrificio- avanzar en la respuesta a la pregunta: ¿libre de qué? Finalmente, sólo una salida, una huida a nuevos desiertos.
4
Toda joven alma oye este grito día y noche y se estremece, pues presiente la medida de felicidad que, desde lo eterno, se le asigna cuando piensa en su verdadera liberación; mas de ningún modo alcanzará esa felicidad mientras se halle unida a la cadena de las opiniones y el temor. ¡Y qué desolada y absurda puede llegar a ser la vida sin esta liberación!”
Nietzsche, CI: III, § 1, 127-128.
En el prefacio retrospectivo de Humano demasiado humano: un libro para espíritus libres,14 Nietzsche describe el enigmático advenimiento de unos hombres excepcionales. Al principio, escribió, fueron sólo fantasmagoría de eremita, compañeros y sombras de un solitario que, para conservar el buen humor y para suministrarse de golpe los más estupendos interlocutores, inventó para sí mismo; a ellos confiesa haber dedicado originalmente esta obra. Mas con el paso del tiempo, estos seres en posesión de sí mismos se convirtieron en el símbolo de una voluntad de futuro; eventualmente, Nietzsche no dudó en afirmar que tales aristócratas del alma serían posibles algún día como hombres de carne y hueso.
Antes de analizar la descripción del espíritu libre, conviene señalar que este prefacio constituye la síntesis de una larga meditación en torno a la libertad (una problematización que fue planteándose y replanteándose a lo largo de la trilogía del espíritu libre del periodo intermedio).15 En dicho prefacio, Nietzsche sintetiza un concepto de libertad que no encaja en la definición metafísica religiosa -como atributo intrínseco de seres humanos indeterminados-, ni en el proyecto revolucionario de la emancipación política de los pueblos. Tal vez resulte mejor definida como un tour de force: un privilegio que se conquista mediante un duro certamen.
Nietzsche describe la experiencia decisiva del espíritu libre como algo parecido a una gran liberación (Groβen Lonlösung). Al margen de ésta, el hombre permanecería en la condición moral del camello: “un espíritu atado que parecía encadenado para siempre a su rincón y a su columna” (HH: I Prólogo, § 3); no obstante, nada se dice con precisión, con una osada exactitud utópica, acerca del lugar al que este desasimiento conduciría. Negativamente enunciada, como un movimiento de disgregación producido por una partida (lassen: irse), es personificada en el aislamiento de un sujeto que a solas se busca a sí mismo y, aunque no sabe hacia dónde va, en el ansia de liberarse de sus cadenas encuentra su motivación: “Antes morir que vivir aquí...” (HH: I Prólogo, § 3); la gran liberación es el desprendimiento del orden moral del mundo; el desencadenamiento de un animal de rebaño atado a la condición de sacrificio; la emancipación del sacerdote y de cualquier otra autoridad directriz sobre la vida. En pocas palabras, un exilio de la moral y una vía de escape por la cual el liberado se introduce en un desierto al que Nietzsche llama soledad.16
A mi entender, la concepción y práctica del aislamiento (anachṓrēsis) en la filosofía nietzscheana se compone por dos formas de alejamiento relacionadas entre sí: una separación física y otra psíquica. La primera consiste en el desplazamiento del cuerpo hacia un espacio apolítico -libre de convenciones-, a salvo de las relaciones con los otros, de las actividades y deberes propios de un ciudadano. Al modo de los padres del desierto, el eremita nietzscheano también busca lugares solitarios, sitios donde poder respirar aire puro, “¡lejos de la proximidad de todos los manicomios y hospitales de la cultura!” (GM: 3 § 14, 161). Por su parte, la separación psíquica demanda del solitario un diálogo consigo mismo; un examen del yo configurado en la moralidad de las costumbres y una autognosis que lo involucra con una constante deconstrucción y alejamiento de la identidad moral, según la cual incurre en el peligro de extraviarse. Nietzsche se refiere a esta forma particular de alejamiento como “el deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma” (MBM: § 257), el cultivo de un pathos misterioso encauzado hacia la auto-superación.
Paradójicamente, Nietzsche define la gran liberación en un doble sentido: por un lado, es una primera victoria, mientras que, por el otro, una “enfermedad que puede destruir al hombre” (HH: I Prólogo, § 3). Como victoria resulta cuestionable, una especie de conquista, “erizada de interrogantes y problemas” (HH: I Prólogo, § 3), que elude toda forma precipitada de epinicio. Acaso para escapar de una nueva ilusión de independencia, el espíritu libre debe cuestionar su propia liberación: ¿sobre qué o sobre quién ha vencido?, es una reflexión que no pretende resolver de un solo golpe. Como enfermedad es una metáfora que traza los riesgos de la fuerza de autodeterminación, debido a que todos los valores gregarios hasta ahora tenidos por verdades eternas, incluyendo su identidad, se convierten en objeto de revaloración. En retiro, el solitario explora su condición, revalorándose, intentando superar la conciencia moral que domina la perspectiva que tiene de sí mismo. Con sus dos connotaciones, la gran liberación conduce a un “oscuro aislamiento” (HH: I Prólogo, § 3), que no es, al menos propiamente hablando, un triunfo, sino la incorporación de una crisis de la libertad.
La segunda experiencia ocurre en lo más solitario del desierto. La pérdida del sentido moral de la existencia -relacionada con el enorme acontecimiento de la muerte de Dios (GC: § 125)- arroja al espíritu liberado frente a un horizonte desconocido; una meta por descubrir que Nietzsche llama el enigma de la liberación. No saber para qué se es libre, aunque se esté libre de cadenas; no saber por qué de pronto uno se encuentra “tan apartado, tan solo, repudiando todo lo que veneraba” (HH: I Prólogo, § 6, 39); no poder, en fin, responder por sí mismo a la pregunta ¿libre para qué? Todo esto es parte de la incógnita que Nietzsche coloca en la desolación del desierto amoral.
El espíritu libre se acerca al des-ocultamiento del enigma de la liberación como un convaleciente hacia su propia recuperación: recetándose “a sí mismo por mucho tiempo la salud sólo en pequeñas dosis” (A: § 534). La asociación entre la liberación del espíritu y la sanación del cuerpo, que condujo a Nietzsche al planteamiento de una ética terapéutica, proviene de una revaloración del dualismo alma/cuerpo; principio crítico de una antropología filosófica que, tomando “un punto de partida deliberadamente opuesto al que escoge la filosofía moderna a partir de Descartes” (Stiegler, 2003: 129), lo lleva a reconsiderar lo que significa ser un ser humano. A partir de ésta, el cuerpo -atado a los alimentos de la tierra, a la dietética y a las dolencias de la carne- deja de ser la tumba del alma para convertirse en el núcleo de la existencia; en contraste, el alma -liberada de la superstición del atomismo psíquico (MBM: § 12)- se rehace a servicio del cuerpo: como alma mortal y corpórea no es más que una parte instrumental y, en el mejor de los casos, paliativa, a servicio de la salud del cuerpo.
Ahora bien, la descripción poética de este proceso de desentrañamiento arroja dos coordenadas sobre la liberación del espíritu. En primer lugar, indica que este “aislamiento enfermizo”, aunque transitorio, no es breve, pues implica “largos años de convalecencia, experimentación y tentación” (HH: I Prólogo, § 4);17 en segundo lugar, aparece una intención por relacionar esta larga vivencia en lo oculto, con una experiencia de autorresponsabilidad. Sin directores de conciencia, sin amos ni pastores que conduzcan su vida, el espíritu libre, hasta entonces apartado y fuera del él mismo, se encuentra frente a sí, como delante de un mundo ignoto sin soberano. En este contexto, la responsabilidad sobre la propia existencia se circunscribe, conjuntamente, a dos ejercicios: el autodominio y “el privilegio de maestría del espíritu libre” (HH: I Prólogo, § 4).
Como disposición ética, el autodominio es el revés de lo que, en más de una ocasión, Nietzsche definió como la actitud fundamental del creyente, la fe; la antítesis de la convicción de que uno debe ser mandado y conducido por un pastor. En la medida en que uno cultiva el autodominio y la autosuficiencia, paulatinamente va desclavándose de la condición heterónoma de tutela moral, mediante “una fuerza de autodeterminación y una libertad de la voluntad” (GC: § 347) que abre las puertas hacia el gobierno de sí. Puede decirse que el espíritu libre inaugura un cultivo del carácter a contracorriente, una desmoralización que, de un modo análogo al ejercicio de la apatía (apatheia) estoica (Foucault, 2008: 178), constituye el reverso de la pasividad respecto a sí mismo.
Aunque la mayoría continúa viviendo el drama litúrgico de la moralidad de las costumbres, los espíritus libres se encuentran en un interregno moral, un Estado acéfalo, desprovisto de aquél soberano sobre el que se fundaba todo un imperio moral; en tal situación, no queda más que convertirnos en “nuestros propios reyes y fundar nuestros pequeños estados experimentales”. Pues bien, Nietzsche llama a la conciencia de experimentar con uno mismo, sabiéndose libre de determinación, el “peligroso privilegio de poder vivir en la tentativa y ofrecerse a la aventura” (HH: I Prólogo, § 4). La auto-disolución de la religiosidad moral y la consecuente necesidad de sustituir esta ficción regulativa resultan decisivas para acentuar el carácter no-dogmático con que Nietzsche describió a estos filósofos del futuro: son tentadores.
Finalmente, con base en todas las experiencias preliminares que el pensador ha descrito, empieza a develarse en la conciencia de estos leones -que buscaron “conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor(es) en su propio desierto” (Z: I, 1, 54)- la respuesta a la pregunta ¿libre para qué?: “Debías llegar a ser dueño de ti, dueño también de tus propias virtudes. Antes ellas eran dueñas de ti; pero no deben ser más que tus instrumentos junto a otros instrumentos” (HH: I Prólogo, § 6). Después de alcanzar la ansiada liberación, el espíritu libre se encuentra ante una nueva tarea.
5
Si todo va bien, llegará el día en que para progresar ético-racionalmente se preferirá recurrir a los dichos memorables de Sócrates que a la Biblia, y en que Montaigne y Horacio serán usados como precursores y guías para la comprensión del sabio mediador más simple e imperecedero, Sócrates. A él se remontan los caminos de los más diversos modos de vida filosóficos, que en el fondo son los modos de vida de los más diversos temperamentos, establecidos por la razón y el hábito y que apuntan sin excepción a la alegría de vivir y del propio sí...
Nietzsche, HH: III, § 86.
Trato de naturalizar de nuevo el ascetismo: en lugar del propósito de negación, el propósito de robustecimiento; una gimnasia de la voluntad; una privación y una vigilia de todo género, aun en cosas del espíritu; una casuística de la acción en relación con el criterio que se tiene de las fuerzas personales; una tentativa de aventuras y de peligros voluntarios.
Nietzsche, VP: § 910, 602.
Como Nietzsche los describe, no debe confundirse a los espíritus libres con aquellos que han escapado de un yugo, porque a diferencia de los libertos, ellos y ellas no practican la “fortaleza de la voluntad” (MBM: § 212, 168) sometiendo a los otros, sino mediante el cultivo del domino de sí. Y, a diferencia de los insurrectos, que también fueron esclavos, no se limitan a responder, victoriosamente, a la pregunta ¿libre de qué? Rebelarse contra el poder no es la característica determinante del espíritu libre; lo importante, en última instancia, son las condiciones que ha conquistado para una tarea posterior a su liberación: una tarea para espíritus libres.
Hacia el final del citado prefacio, esta tarea, de un modo bastante obscuro, es denominada “el problema del orden de rango” (HH: I Prólogo, § 7). Un año después de la publicación del texto, Nietzsche define la tarea de los filósofos del futuro del modo siguiente: “el filósofo tiene que solucionar el problema del valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores” (GM: I, § 17) y debe hacerlo, ante todo, “experimentando en cuerpo y alma los más múltiples y contradictorios apremios y venturas, como aventurero y circunnavegante de ese mundo interior que se llama «hombre»” (HH: I Prólogo, § 7). No considero, por lo tanto, que la tarea del espíritu libre consista en instaurar una tiranía post-democrática basada en la desigualdad, sino en la posibilidad individual de componer un régimen del alma que nos involucra con la redirección de la incorporada voluntad de poder hacia la creación de un “nuevo orden de la volición” (Hutter, 2006: 25).
Según comprendo, el problema depende, indistintamente, del desentrañamiento del enigma de la liberación, por lo tanto, sólo concierne a aquellos que se ocupan de sí mismos; para decirlo filosóficamente, no es un problema político, sino ético. La problematización del rango no es más que la semilla de una nueva tarea ética, que luego recibe el nombre de transvaloración de los valores; una disciplina de la voluntad (VP: § 132) que refleja “esa libertad madura del espíritu que es igualmente autodominio y disciplina del corazón” (HH: I Prólogo, § 4), por cuya práctica cada sujeto avanza en la responsabilidad de reemplazar en sí mismo el orden moral al que estaba encadenado. La filosofía de Nietzsche “tiende a la creación de un orden jerárquico más que a una moral individualista” (VP: § 285); a la creación de una segunda naturaleza que compromete, en libertad, a transformar las virtudes heredadas -cuestionándolas, desposeyéndolas de todo poder sacralizado- en instrumentos a servicio de sí.
Hablando con todo rigor, no hay en sus libros nada parecido a una agenda de nuevos deberes o de nuevas virtudes para espíritus libres; de manera que tomar como conclusión de la trama de la liberación del espíritu la reconfiguración de una nueva moral para los hombres de excepción me parece una malinterpretación, la cual implica una insostenible contradictio in adiecto. Si Nietzsche ha dicho los “inmoralistas necesitamos del poder moral” (VP: § 358), no ha sido para fomentar una nueva moralización a imagen y semejanza de una renovada inmoralidad, mucho menos para prescribir cómo ha de vivirse, convirtiendo “en ley y coacción obligatoria una idiosincrasia personal y singular” (GC: § 370). Se precisa “de este poder sobre sí y sobre el destino” (GM: 2, § 2) como se requiere de una conciencia de libertad y soberanía: para convertirnos en los creadores y poetas de nuestra propia vida, empezando por lo más pequeño y cotidiano (GC: § 299).
Siguiendo a Aristóteles -pero no podría decirse menos de Sócrates y las principales escuelas helenísticas- encontraremos en el centro de la reflexión sobre el carácter humano el cultivo de la virtud ética como actividad que proviene de una disposición a elegir (Aristóteles, EE: 1219a-1228a). Junto al modo de vivir cristiano, basado en la obediencia y la promesa de otra vida, Nietzsche colocó los modos de vida filosóficos que los antiguos griegos crearon y practicaron; formas de vivir que se levantan desde la vida contemplativa y el autoconocimiento, en cuyo centro está un sujeto ético que practica un cuidado de sí orientado hacia el florecimiento corporal y terrenal de la vida, a la luz de la sabiduría. Nuestro pensador estimó en la ética antigua un afluente de senderos hacia la recuperación de la alegría de vivir negada por el cristianismo; de ahí que no sólo haya sugerido que las Memorias de Sócrates enseñan una forma de vivir distinta a aquella que exige la Biblia, sino que haya retomado como interlocutor fundamental a Epicuro, “inventor de una manera heroico-idílica de filosofar” que constituye la antítesis de una forma pre-existente de cristianismo (HH: III, § 295 y AC: § 58).
La distancia entre la moral cristiana y la revaloración de la ética de la virtud permite, más allá de una razón etimológica, hablar de una ética post-moral. En este contexto, parece poco extraño que, en lugar de construir una nueva tabla de valores, Nietzsche haya dedicado una gran cantidad de energía18 para acelerar la llegada de los espíritus libres actio in distans (Hutter, 2006: 201), seduciéndolos a la práctica de una disciplina auto-transformativa.
Parece significativo que en un pasaje de Humano demasiado humano, Nietzsche se refiera a la tercera intempestiva -texto, como hemos visto, dedicado a la liberación- como “mi escrito parenético sobre Schopenhauer”.19 Principalmente indica que su llamado a la liberación, no es una dogmática, sino una parenética;20 es decir, no un adoctrinamiento, sino una exhortación con la que se pretende “provocar cierto efecto en el espíritu del interlocutor” (Hadot, 2006: 55). No creo sobre-interpretar, si digo que aquí tenemos una importante coordenada para observar, a la luz del tono filosófico de la parénesis ética, lo dicho por Nietzsche sobre la disciplina voluntatis.
Como reverso de la domesticación moral, la disciplina de la voluntad consiste en emplear “todas las fuerzas en el desarrollo de la fuerza de voluntad” (VP: § 132), lo cual quiere decir entrar en posesión de sí mismo, ser autosuficiente, combatiendo el “debilitamiento de la voluntad” (MBM: § 212), cuya raíz Nietzsche encuentra en la moral de la decadencia, que corrompe a los seres humanos sitiándolos en un estado manipulable de acedia21 y akrasia.22 Semejante al estoico que renunciaba a seguir siendo conducido -cual marioneta- por sus pasiones, el espíritu libre, para hacerse dueño de su presente y su destino, rompe con los lazos de la pastoral moral, “eliminando de sí mismo todas las mociones, todas las fuerzas, todas las tempestades de las que uno no es amo y que de ese modo lo exponen a ser esclavo” (Foucault, 2008: 178). La reactivación del dominio de sí y la autosuficiencia acogen, en este tenor, una función de combate y contrafuerza, pero también de robustecimiento. Ahora bien, para observar plenamente el certamen interior que encierra el ejercicio espiritual23 referido como fortalecimiento de la voluntad (VP: 910), resultará indispensable explicar la teoría sobre el fenómeno de la volición al que se halla circunscrito. El punto de partida, también de diferenciación, es tomar el concepto de voluntad para describir una relación de fuerzas.
Para Nietzsche, la voluntad no es la expulsión de una fuerza interior -inherente a todo ser humano- que en todo caso dirige la acción del volente; tampoco es el reflejo incondicionado de un arrojo de la personalidad. La voluntad es un conjunto de experiencias ligado al fenómeno de las relaciones de poder y, como tal, sujeto a una condición cultural. Principalmente, en toda volición hay un conflicto entre pulsiones que se disputan el mando, la decisión, la dirección de un acto; pulsiones que lejos de ser realidades interiores, son fuerzas motrices incorporadas en un proceso de formación. En suma, Nietzsche define al agente de la voluntad como “alguien que da una orden a algo que hay en él, lo cual obedece, o él cree que obedece” (MBM: § 19).
En el interior de cada persona -en la forma de un “estado afectivo psicofísico” (nota del traductor en MBM: § 28)- reside la relación conflictiva entre un amo y un esclavo. En el caso de los hombres educados bajo el concepto de libre albedrío, esta conciencia de la voluntad se esconde, creando una ilusión de libertad total. Para superar tal condición, Nietzsche propone la libertad de la voluntad: “expresión para designar aquel complejo estado del volente, el cual manda y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor” (MBM: § 28).
Además de involucrarnos con una emancipación de las fuerzas culturales que determinan tiránicamente la acción, el cultivo de la voluntad, implícito en la disciplina ética que Nietzsche llama gimnasia de la voluntad, nos compromete con el gobierno de nosotros mismos. Dominar las virtudes incorporadas y las pasiones, para dominarse a sí mismo, es un medio para “sembrar en el terreno de las pasiones vencidas la semilla de las buenas obras espirituales” (HH: III, § 53). Sólo mediante el entrenamiento diario cada uno puede transformar su ciudadela interior (Hadot, 1998b: 107), ordenando una multiplicidad de fuerzas, hasta que “la clase gobernante se identifica con los éxitos de la colectividad” (MBM: § 19, 43), componiendo un estado armónico, aprendiendo a mandarse y obedecerse a sí mismo.
Con esto se llega al último aspecto de la tarea de los espíritus libres que destacaré: esta danza de la voluntad se relaciona con la tentativa de Nietzsche por “naturalizar de nuevo el ascetismo” (VP: § 910). Replanteamiento con el cual se aleja de la connotación cristiana de la palabra, de las prácticas ascéticas de renuncia a la vida, que ordenan “completa abstinencia o restricción en el uso de la comida, la bebida, el sueño, el vestido, y especialmente continencia en lo tocante a los asuntos sexuales” (Karl Heussi en Hadot, 2006: 61). Recuperando el significado original del ascetismo, la askesis como “«ejercicios», es decir, prácticas voluntarias y personales destinadas a producir una transformación del yo” (Hadot, 1998a: 197). Nietzsche quiso reavivar, para los espíritus libres, una concepción de la filosofía que “supone una manera de estar en el mundo, una manera que debe practicarse de continuo y que ha de transformar el conjunto de la existencia” (Hadot, 2006: 236). Podríamos decir que estamos frente a la posibilidad de nuevos órdenes éticos que, desprendidos de la condición de sacrificio, responden a la cuestión existencial ¿libre para qué?
CONCLUSIÓN
Durante este artículo he intentado articular los dos momentos que constituyen la problematización de Nietzsche en torno a la libertad: una crítica de la moral y una exhortación a la liberación del espíritu. Por un lado, encontramos un diagnóstico sobre la condición del hombre bajo el orden moral del mundo que, a través de un proceso de domesticación moral, ha producido un sujeto de sacrificio, seguidor de una religión trasmundana que enseña a estar “sustraído a su cuerpo y esta tierra” (Z: I, § 3). Por el otro, una práctica de la liberación que demanda, como condición, una autognosis profunda, es decir, encontramos una exhortación a la revaloración de sí mismo -a cuestionar nuestras convicciones, a examinar la conformación de nuestra subjetividad, a comprender la posibilidad de transformarnos- que conduce a una emancipación “de la responsabilidad de Dios” (CDI: 7, § 3). La relación entre ambos momentos resulta decisiva para comprender la síntesis que representa la praxis filosófica de Nietzsche: la liberación y la auto-superación de la moral.
He tomado la pregunta ¿libre de qué? como un faro de orientación en la filosofía deconstructiva de Nietzsche, en el camino que lleva a un no, al que él mismo se ha referido como “caminar por tempestades de negación” (Z: III, § 14); del mismo modo, me he servido de la pregunta ¿libre para qué?, con la finalidad de dilucidar su filosofía afirmativa, su enseñanza del sí “hacia todo lo que fortalece, acumula fuerzas, justifica el sentimiento de la fuerza” (VP: § 54). Mientras que la primera cuestión se vincula con la genealogía de la moral -con el desarrollo de una perspectiva histórica y una conciencia de sujeción-, pero, de igual manera, con una crítica de la concepción de libre albedrío, la segunda queda vinculada con la exhortación a la auto-superación del hombre como sujeto moral y, por lo tanto, con un replanteamiento de la existencia que implica revalorar lo que entendemos por libertad. En otras palabras, hay, por un lado, un discurso al que podríamos referirnos -tomando un préstamo masivo del lenguaje conceptual de Foucault- como práctica de liberación, con el que Nietzsche incita la salida de la condición moral; hay, por otro lado, un discurso que exhorta a la práctica de libertad y que -para usar un concepto nietzscheano- pertenece a una reflexión extramoral.24
Considero que en la filosofía nietzscheana la práctica de libertad habilita una ética del cultivo de sí mismo en el espíritu de la filosofía helenística; ética que involucra un conjunto de ejercicios espirituales -ejercicios de cuidado y transformación- que se relacionan con el fortalecimiento de la voluntad y, por lo tanto, con la antigua cultura filosófica de la autosuficiencia y el autodominio. Para referirse, de modo general, a esta praxis, Nietzsche no utilizó la palabra ética -como hicieron los estoicos y epicúreos-, sino la noción, que acaso percibió como más amplia y más a salvo de moralina, gimnasia de la voluntad. Ahora bien, el llamado que Nietzsche dirige a los espíritus libres a convertirse en poetas de su propia vida, es decir, a practicar la filosofía como un arte de la vida, posee un carácter doble que creo haber analizado. Por una parte, tenemos una clara intención protréptica, una retórica de la conversión que busca -mediante la función parenética del discurso- seducir al otro a llevar la mirada hacia sí mismo: a superarse y crear por encima de sí mismo. Aquí aparece la figura del educador como liberador que, con su ejemplo, enseña a renunciar a la dirección tutelar de la moralidad de las costumbres, mostrando el camino de la auto-responsabilidad. Por la otra, tenemos el carácter ascético que coloca la exhortación en la dimensión de la vida cotidiana, recordándonos que “¡Si un cambio ha de penetrar en profundidad, ha de darse el remedio en las dosis mínimas, pero ininterrumpidamente a lo largo de bastante tiempo!” (A: § 34).
Para concluir diré, que la urgencia de replantearnos nuestra concepción y práctica de la libertad hoy en día es señalada, con suficiencia, por la notoria reducción de la vida a la esfera material. En este mundo, cada vez más vacío de espiritualidad -reproductor de un viejo mito: la felicidad consiste en adquirir bienes materiales-, vamos sustituyendo la libertad que habilita nuestra capacidad de razonar, por una concepción de libertad económica practicada mediante el consumo condicionado por la oferta mercadológica. Combatir este nihilismo material es algo que podemos hacer como individuos, pero también como colectividad: en este sentido, creo que la interlocución con las ideas de Nietzsche podría resultar fundamental en la construcción de un diálogo en torno a nosotros mismos y, a la crisis de libertad a partir de la cual es posible transformar nuestra propia existencia.