Los textos de este número de Desacatos muestran que el testimonio, por definición, se construye en un territorio de conflictos y disputas por la palabra, y se conforma precisamente en la búsqueda de dar expresión a esos conflictos y las perspectivas en juego, como respuesta a la violencia sufrida, a la que se niega y silencia. El testimonio evidencia que, a pesar de todo, en las experiencias de violencia permanece una necesidad incesante de construir formas de decirla y nombrarla, porque estas vivencias no se borran y la inquietud en torno a su recuerdo las atraviesa y ensombrece como si fuesen fantasmas. En esta perspectiva, el sentido del acto de testimoniar se extiende no sólo a los directamente afectados, sino a todos los que fueron marcados por los sucesos, como propone Veena Das (2011).
Producidos en espacios intersticiales, en los resquicios, los testimonios provienen de actores diversos, en tiempos y lugares múltiples, y adoptan una variedad de formas -relatos orales o escritos, libros, imágenes, textos o declaraciones públicas-, como resultado de estrategias políticas, movimientos espontáneos o la necesidad interna de decir, así como de demandas externas originadas en procesos judiciales y agendas políticas relativas a la memoria de los acontecimientos.
Alrededor del eje que trazan varias experiencias de violencia en Latinoamérica, este dosier refleja la diversidad del testimonio, dada por la particularidad de los contextos y circunstancias en los que ocurre y que le dan sentido. Aun cuando los textos hablen de “los usos y destinos del testimonio en Latinoamérica”, no pierden de vista que se trata de un fenómeno que adquirió una dimensión global en la contemporaneidad, incluso en relación con las referencias bibliográficas utilizadas por los autores, que los remiten a otros contextos en una perspectiva dialógica. Ellos responden a uno de los principales desafíos de la antropología contemporánea: analizar lo particular en procesos que trascienden lo local para que el reconocimiento necesario de las identidades no implique oscurecer las alteridades que las constituyen como procesos relacionales. Cuando se trata de violencia, considerar las relaciones en las que se constituyen las víctimas y sus victimarios -actores que se articulan en situaciones y contextos a ser problematizados- es una tarea tan apremiante como ardua, frente a las formas ambiguas de similitud y contraste en las que se desarrollan los procesos violentos marcados, por definición, por una desigualdad de fuerzas.1
Al incluir los antecedentes históricos del testimonio en Latinoamérica desde los tiempos previos a la colonización y resaltar el sentido de su uso como lenguaje de los oprimidos y los dominados en contextos diferentes de poder y dominación,2 esta publicación tiene el mérito de colocar el testimonio como huella fundamental para el análisis de la historia reciente, pues acerca las dictaduras militares del Cono Sur a las guerras centroamericanas a partir de la experiencia común de nuevas formas de terror y violencia que, más allá de los crímenes de tortura, muerte y desaparición forzada de las dictaduras militares, incluyen las masacres indígenas y el etnocidio como una constante en la historia del continente (Clastres, 2004), como lo denuncia Carmelita Santos en el caso de Guatemala relatado por Morna Macleod en este volumen.
Las perspectivas de los textos presentados se relacionan no sólo con los interlocutores que participan en las investigaciones, sino también con el lugar desde el que hablan los autores, que revela la diversidad de agentes y ámbitos institucionales y no institucionales involucrados en el tema del testimonio en la contemporaneidad. Elizabeth Lira emplea el testimonio como herramienta terapéutica en el trabajo clínico de elaboración de experiencias traumáticas ocurridas durante la dictadura militar chilena (1973-1990) a partir de su práctica como terapeuta, mientras Natalia de Marinis utiliza su experiencia como experta para hablar y pensar en el testimonio desde el lugar específico de los expertos convocados en los juicios de asilo para refugiados, litigados frente a los tribunales de inmigración de Estados Unidos.
En un diálogo que se abre a audiencias amplias y atraviesa fronteras disciplinarias, los investigadores se definen como “socialmente comprometidos”. Su perspectiva es clara desde el título del dosier, que remite al campo del activismo por los derechos humanos. Con un tratamiento académico, las preguntas sobre los usos y destinos del testimonio abarcan una preocupación al mismo tiempo ética y política, en particular en el escenario actual de impunidad y retrocesos en relación con las garantías de derechos que asuela al continente y otras regiones, signado por el giro a la derecha, de dimensiones globales. En este contexto se evidencia el carácter oportuno de esta publicación. En ese sentido, el análisis de De Marinis sobre el significado que adquiere su experiencia como experta en los tribunales estadounidenses es contundente. Muestra los mecanismos por los cuales estos espacios “se han transformado en arenas de disputa para abogados, solicitantes y testigos que luchan contra las políticas y los discursos racistas y antiinmigrantes, agravados por la política de cero tolerancia de la administración de Donald Trump” (p. 85).
En esta diversidad de ángulos, el tema central que recorre los textos es cómo los testimonios de las víctimas y los testigos, frente a los dispositivos de control y silenciamiento impuestos por guerras y dictaduras, se convierten en armas y medios efectivos de acción en la construcción de memoria, justicia y verdad en los contextos transicionales y la resistencia a las masacres.
A su vez, con la mirada hacia el otro lado, no el de las víctimas, sino el de los perpetradores de la violencia, Virginia Vecchioli y Eduardo Fioravanti enfrentan el desafío de acercarse a lo que denominan el “efecto impensado” de las políticas de memoria resultantes del movimiento por los derechos humanos en el periodo posterior a la dictadura militar en Argentina (1976-1983), país considerado ejemplar en el contexto latinoamericano respecto a la efectividad de esas políticas. Se trata del testimonio público de los acusados por crímenes de violación de los derechos humanos que formulan sus propias demandas de memoria, verdad y justicia, en respuesta a las acusaciones de las que son objeto, por medio de cartas de los lectores publicadas en La Nación, uno de los diarios de mayor circulación en el país. Esta tarea delicada, como advierten los autores, requiere un difícil distanciamiento para pensar en cómo los victimarios logran convertirse en víctimas y hacer aceptable su punto de vista.

Prometeo Lucero Durante años, Irinea Buendía, madre de Mariana Lima, asesinada por su esposo, luchó para que la muerte de su hija fuera investigada como feminicidio. Ciudad Nezahualcóyotl, México, 1 de julio de 2017.
Frente a lo inusitado de su objeto de investigación, Vecchioli y Fioravanti explican que estudiar la lógica de estos actores no supone legitimarlos. Sin embargo, esta explicación es innecesaria, pues no existe ninguna restricción ética en sí en la elección de ese objeto de reflexión. En la perspectiva de las ciencias sociales, cualquier fenómeno que incluya seres humanos en sus relaciones -fenómenos sociales, por lo tanto- es plausible de reflexión. Quedan entonces las preguntas: ¿qué haría necesaria esta justificación? ¿Quiénes son sus interlocutores ocultos?
Los actores que producen estos testimonios, desde el punto de vista de los derechos humanos, han sido “poco estudiados por la academia” (p. 56), que se mantiene próxima a las prácticas y discursos por los que los investigadores sienten empatía, en par-ticular en el campo de los estudios sobre la memoria de la violencia política, cuyo examen está atravesado por el activismo político. Al citar a Bernard Lahire, explican su perspectiva sociológica; diferencian el conocimiento, que busca la comprensión, de la acción normativa, que juzga y sanciona. Aunque comparta esta necesaria “vigilancia epistemológica”, reitero lo que ya sabemos: nosotros, como investigadores, nunca somos neutros, sino que, de formas más explícitas o implícitas, estamos comprometidos. La posición del investigador frente a su objeto de estudio se exhibe en la propia perspectiva de análisis del fenómeno y esa vigilancia se hace evidente en el rigor aplicado al análisis. Frente a cualquier objeto de investigación, con mayor esfuerzo en el intrincado campo de los testimonios de la violencia, conocer al otro significa distinguir entre las exigencias del campo del conocimiento y las del campo de la política; esto no implica, sin embargo, separarlas. El primero busca comprender con una perspectiva crítica, distanciada de las propias referencias de sentido, y la segunda busca la identificación, el convencimiento, la adhesión al punto de vista. Hay que distinguirlas para volver a integrarlas y articularlas en un campo ético. No hay manera de no tomar posición, no como declaración de principios, sino dentro de una estrategia analítica.
En consonancia con la propuesta de este número de Desacatos, Vecchioli y Fioravanti buscan comprender los mecanismos por los cuales los agentes de la violencia dan vuelta a su favor la lógica de los derechos humanos que los acusa e intentan legitimar su discurso como testimonio. Los victimarios atestiguan su condición de víctimas y presos políticos. Para estos actores sociales, dar testimonio significa expresar el punto de vista del terrorismo de Estado como “guerra contra la subversión” y se apropian de uno de los instrumentos del movimiento de derechos humanos, el testimonio, para construir otra matriz de inteligibilidad para los hechos.
Los mensajes publicados en el diario, como estrategias políticas de los militares y sus allegados a favor de una memoria “completa” que los incluya como víctimas -construcción analizada con cuidado en el artículo-, evidencian la manipulación, con un fuerte tono emocional, del discurso de los derechos humanos. Omiten el fundamento del derecho en la justicia de transición, cuya demanda de “Verdad, memoria y justicia” se formula en relación con el Estado, al reclamar su responsabilidad en la violación de los derechos humanos cometida en el ejercicio de su función pública de gobierno. Esta omisión equipara las formas de violencia y sus agentes y recurre incluso a la estrategia de un desplazamiento temporal, como cuando se refieren a la violencia anterior a la “subversión” y al gobierno peronista en 1975. Legítimo y previsto en los sistemas democráticos, el juicio de cualquier caso de violencia, incluyendo la opción por la lucha armada de la izquierda, como pretenden los victimarios, no implicaría el uso de la justicia transicional sino de los instrumentos comunes disponibles dentro de la justicia.
Se trata de interrogar las zonas oscuras y grises en las que los perpetradores de la violencia de Estado y sus allegados hacen equivalentes distintas formas de violencia para aniquilar el impacto de las acusaciones de las que son objeto. Estas estrategias de poder y dominación en la disputa por la memoria tienen como efecto legitimar los métodos de los que se valieron las dictaduras en Latinoamérica y justificarlos como parte de una “guerra contra la subversión”.
La paradoja del testimonio
Si hay testimonio, es porque hay algo indecible que necesita ser dicho. Este carácter paradójico ha sido resaltado en la literatura como un trazo constitutivo del testimonio, presupuesto fundamental para su análisis (Agamben, 2008). En lo que se refiere a la noción contemporánea de testigo, la obra de Primo Levi constituye un marco. Al narrar y cuestionar, ¿Es esto un hombre? (1988) trae al plano de lo pensable, narrable, decible e imaginable la experiencia del horror, que se afirma como una experiencia humana, con todos los dilemas que planteó a las categorías occidentales de pensamiento.3 Sin embargo, a partir de su obra Los hundidos y los salvados (Levi, 2004), el carácter paradójico del testimonio se afirma, como se menciona en la introducción al dosier. En este sentido, este número examina los testimonios que existen y se hacen oír, a pesar de todo. Como subrayan De Marinis y Macleod, la imposibilidad de narrar frente a la experiencia traumática de la violencia no suprime el testimonio, sino que le da especificidad, por ser un discurso forjado en la resistencia contra el silenciamiento.
Se trata de pensar en el testimonio a partir de una posición ética que problematiza el carácter indecible, impensable o irrepresentable de la violencia extrema (Crenzel, 2010; Agamben, 2008; Didi-Huberman, 2012), la que involucra una proximidad singular con la muerte y plantea el efecto de distanciamiento que produce la idea de violencia extrema cuando es formulada a partir de la supuesta incomunicabilidad de la experiencia, como si estuviéramos moralmente a salvo de actos atribuidos a un otro inaccesible (Sarti, 2014). Como destacan Maria Nadeje Barbosa y Daniel Kupermann en su comentado análisis del testimonio de Levi, su producción “muestra de modo vehemente que no es que esos acontecimientos sean indecibles, sino que están marcados por la rúbrica del escándalo y lo fuera del tiempo”. No se trata, entonces, de “una dimensión de lo indecible sino de lo inaudible” (2016: 38).
Entramos a otro aspecto fundamental del testimonio en la construcción de memoria, destacado por las coordinadoras del dosier y presente en todos los textos que lo componen, su carácter relacional y su dimensión colectiva. De Marinis y Macleod articulan el carácter relacional del testimonio con su paradoja constitutiva: “la imposibilidad de testimoniar del verdadero testigo [...] se tornó el centro de la posibilidad misma de testimoniar, al tiempo que el testimonio adquiría un carácter colectivo, en tanto esa incapacidad del testigo se desenvolvía e involucraba a otros” (p. 9).
En esta línea de argumentación, al comentar las figuras modernas de la narración a partir de Walter Benjamin, Jeanne Marie Gagnebin (2006) indaga sobre el sentido del testigo en el relato de Levi (1988), en el que se describe un sueño recurrente que atormentaba también a otros en los campos de concentración: él sueña que, al volver a su casa y hablar de los horrores vividos, sus interlocutores no lo escuchan, sino que se alejan, indiferentes a su relato. Gagnebin se refiere a este personaje que se marcha, indiferente, para decir que ese oyente tendría la función de restablecer el espacio simbólico de un tercero, que permitiría romper el “círculo infernal” que vincula a la víctima con su victimario. Este tercero instituye un campo simbólico en el que la narrativa puede abrirse a nuevas significaciones (Kehl, 2004). Para Jô Gondar y Diego Frichs Antonello, “la apelación a un tercero -el testigo- es una apelación a algo o alguien que estaba ausente en el momento en el que ocurrió la situación traumática. Es una apelación al cuidado, la salvación y, en consecuencia, a la superación del trauma” (2016: 18).
En este campo simbólico se sitúa el trabajo de Lira como terapeuta de víctimas de experiencias traumáticas de la dictadura militar chilena (1973-1990),4 para quien “el testimonio se despliega en la subjetividad del hablante y se construye en la relación con otro y para otros” (p. 21).
En relación con las políticas de memoria, Lira advierte sobre el hecho de que la escucha sucede dentro de “un encuadre institucional” que “regula formalmente sus contenidos” (p. 21), aspecto también subrayado por Macleod. Pero aun cuando Macleod subraye la “espontaneidad” de los testimonios mayas que analiza, reconoce que la elaboración del documento final del tribunal en el que fueron pronunciados implicó un proceso de síntesis y selección que los convierte en testimonios traducidos (Bejar, 1993): “otra forma de crear silencios y constreñimientos hacia algunos testimoniantes […] fue que su organización dictara el tema a atestiguar” (p. 46).5
Destaco que no sólo los contenidos, sino también las formas en las que la violencia debe ser dicha para ser escuchada, responden a los requisitos de encuadramiento de las narrativas en cualquier ámbito, aunque sean más evidentes en el ámbito judicial.6
Al considerar estas limitaciones institucionales, el texto de Lira tiene el objetivo de tratar dos usos, distintos pero articulados, del testimonio de tortura. Uno de ellos, como herramienta terapéutica en el trabajo con pacientes torturados durante la dictadura chilena, desarrollado en particular entre 1978 y 1983, cuando los espacios de escucha eran escasos, antes de las protestas nacionales que ampliaron las denuncias públicas sobre las violaciones de los derechos humanos. Lira observa el alivio emocional después de que las personas relataban lo vivido, aunque fuera un alivio transitorio, propiciado por el reconocimiento de las experiencias de violencia. Los profesionales se enfrentaron con lo inusitado de “requerimientos específicos ante circunstancias y problemas desconocidos para los profesionales en Chile, en un contexto de amenaza e incertidumbre, que también los incluía” (p. 22). Este trabajo se desarrolló en las condiciones limitadas de los “espacios solidarios”, que buscaban “restaurar el vínculo humano destruido por la experiencia de tortura, en la que otros humanos -en nombre del Estado- habían buscado su destrucción y sufrimiento extremos” (p. 25).
El otro uso del testimonio fue la denuncia ante la Comisión Nacional de Prisión Política y Tortura (CNPPT) en Chile, entre 2003 y 2005, en la que Lira fue representante. En este caso, el registro del testimonio fue pactado entre paciente y terapeuta, e involucró cuidados para ambas partes, en el relato de abusos de distintos órdenes, en particular las violaciones sexuales que alcanzaron sobre todo a las mujeres, pero también a los hombres, como “una forma generalizada de tortura” (p. 29).7
La relevancia del uso del testimonio ante tribunales y otras instancias nacionales e internacionales, como afirman los textos del dosier, está en la comunicación de una experiencia dolorosa vivida, negada y desmentida sistemáticamente por las autoridades. La impunidad, dice Lira, intensificaba el agravio de las víctimas, que se enfrentaban a las innumerables tentativas de minimizar la gravedad de lo ocurrido como casos excepcionales o “excesos individuales” (p. 29). Como menciona Macleod, a partir de Dori Laub (1992), “atestiguar sobre hechos traumáticos requiere una escucha empática, en la que quien escucha se convierte en parte del proceso de dar testimonio” (p. 39).
Todas las experiencias clínicas vinculadas a la perspectiva de reparación de las políticas de memoria en los países latinoamericanos que vivieron represión política o contextos de guerra evidencian, como los textos de este dosier, que la elaboración del sufrimiento de las víctimas es indisociable del reconocimiento público de la violencia que lo causó. Así, las posibilidades de su cuidado y elaboración en el plano subjetivo se relacionan de manera directa con el lugar que adquieren los acontecimientos en el plano político de la esfera pública (Sarti, 2014).
Disputas en múltiples tiempos y espacios
Como destacan las coordinadoras y como se mencionó al comienzo, el testimonio ocurre de manera ineluctable en el territorio de las disputas.8 Si bien el tema está presente en todos los artículos, el de Vecchioli y Fioravanti muestra con claridad que el problema de la memoria involucra discusiones permanentes en torno a las versiones sobre lo ocurrido, lo que recuerda la advertencia de Elizabeth Jelin (2003) acerca del proceso de construcción de memorias de dictaduras, que supone, no una confrontación entre “memoria y olvido”, sino luchas de “memoria contra memoria”. De acuerdo con ella, existe una lucha política activa en torno al sentido de lo que ocurrió y también del propio sentido de la memoria.
Las disputas por la memoria reflejan, dan continuidad y actualizan los acontecimientos conflictivos del pasado, como demuestran los textos de Vecchioli y Fioravanti, y Lira, sobre las memorias de las dictaduras en Argentina y Chile, que exponen visiones opuestas que permanecen así a lo largo del tiempo, en debate continuo.
Vecchioli y Fioravanti muestran las estrategias de los militares argentinos de la posdictadura9 para instituirse y hacerse reconocer como víctimas, por medio de la construcción pública de un testimonio que los calificaría, según su punto de vista, para formular demandas de justicia y verdad, y disputar su legitimidad ante el movimiento de derechos humanos.
El texto de Macleod lleva el tema del testimonio a otra dimensión. Al estudiar el testimonio de activistas mayas, la investigadora acentúa la particularidad de que se enunciaron durante el conflicto armado en Guatemala, en foros públicos. No se trata de testimonios pronunciados “después”, para la construcción de memoria, sino “durante”, en el acto.
Su análisis remite a la compleja relación entre el testimonio y el tiempo. Aun cuando el testimonio se refiera a un hecho del pasado, no deja de vincularse al presente. Los recuerdos de violencia, sabemos, siguen persiguiendo a quien la vivió, pero no retornan de la misma manera en que ocurrieron en el momento de los hechos. Son evocados en relación con asuntos del presente y eso se refleja en el testimonio. El problema de la memoria remite a la temporalidad de los fenómenos sociales, que es histórica, pues se sitúa en la intersección entre pasado, presente y futuro, en el punto del presente en el que las experiencias pasadas se cruzan con el horizonte de nuestras expectativas futuras (Koselleck, 2006).
En una relación a priori indefinida, el tiempo trabaja en la construcción del testimonio, lo dirige o modifica, como uno de los agentes que hacen posible su expresión sobre formas circunscritas en el contexto. Lira explica que “tomó muchos años reconocer estos efectos en la convivencia cotidiana y más aún modificar las actitudes y percepciones enraizadas en esas experiencias” (p. 19). Al referirse a una declaración acerca del abuso sexual como forma de tortura, también comenta: “esta declaración, relatada 30 años después de los hechos, recoge con toda su crudeza la dimensión imborrable de esas experiencias” (p. 30).
Macleod analiza los testimonios “caracterizados por su urgencia e inmediatez” (p. 37), vertidos en el momento de la crisis frente al Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP),10 cuya sesión dedicada a Guatemala ocurrió en 1983, con el propósito de analizar y condenar la violación sistemática de los derechos humanos en ese país desde el golpe de Estado de 1982, durante el gobierno del general Efraín Ríos Montt. Según Macleod, la participación en el TPP fue un punto de inflexión en el que los hombres y mujeres mayas pasaron a tener voz y agencia en los foros internacionales para denunciar la violencia de Estado, en el pasado y el presente, contra las comunidades indígenas. El testimonio se convirtió en una herramienta fundamental para condenar el régimen guatemalteco por crímenes de lesa humanidad.11

Prometeo Lucero Irinea Buendía, con madres de víctimas de feminicidio, encabeza la colocación de tres cruces frente al palacio municipal de Ciudad Nezahualcóyotl, 1 de julio de 2017.
El testimonio en tiempo real fue un arma viva en el combate histórico entre los indígenas y el Estado, con el surgimiento de los mayas, por primera vez, como protagonistas de las denuncias antes hechas por terceros, lo que culminó con la sentencia que calificó como genocidio las masacres y el terror contra la población indígena.12
Según la autora, “esta sentencia contundente es ilustrativa de una época muy diferente a los tiempos actuales de globalización neoliberal y pone de relieve los aires combativos de esos años” (p. 43). Lo que parece caracterizar a los conmovedores testimonios pronunciados “durante” el conflicto, en oposición a las constricciones y formalismos de la justicia transicional que marcan los testimonios que se dan “después”, no es tanto su espontaneidad, sino lo que Macleod ve como otros tiempos, en los que los testimonios podían enunciarse en todo su vigor; tiempo marcado por un horizonte futuro, el de una utopía que perdió su lugar. Como describe en sus reflexiones finales:
Los organizadores del TPP y el jurado, aún en su diversidad, eran representativos de una época en la que imperaban voces progresistas, incluso revolucionarias […]. Reflejan un momento histórico revolucionario que fue disminuyendo con la caída del muro de Berlín, la coartación de la teología de la liberación y el surgimiento del neoliberalismo (p. 51).
Vale la pena recordar el argumento de Samuel Moyn (2012) de que los derechos humanos -la “última utopía”- se convierten en la referencia alrededor de la cual gravita un movimiento social genuino, no a partir de 1948, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sino del colapso de las utopías socialistas y comunistas, tanto las basadas en el Estado nacional como las internacionalistas. Se constituyeron así en un lugar para reconstruirnos en un tiempo de desencanto, nuevos horizontes y expectativas futuras desde las que se mira el pasado. Los derechos humanos, según Moyn, ocupan ese lugar.
El texto de De Marinis nos lleva a otra dimensión fundamental del testimonio: su uso en los espacios judiciales. No se trata de los procesos de responsabilización en la construcción de la memoria durante y después de eventos violentos, sino de peritajes expertos -antropológicos- que son evidencia para las partes en las solicitudes de asilo para refugiados mexicanos en Estados Unidos. De Marinis explora su experiencia como parte del “testimonio por delegación”, del que habla Levi (2004), que existe frente a “la imposibilidad de atestiguar que habita la víctima”, y escribe sobre su participación como antropóloga experta en cinco solicitudes de asilo de hombres indígenas mexicanos. En el escenario de hostilidades que caracterizan esos procesos judiciales, sitúa la intención de los fiscales de deslegitimar lo que la llevó a declarar, su conocimiento como antropóloga del lugar de origen del solicitante. Toma como hilo conductor uno de los casos que acompañó, en el que intervino como testigo oral ante los tribunales de inmigración de San Francisco. En el relato etnográfico se van tejiendo las relaciones implicadas en esos procesos. El análisis de su experiencia -autoetnografía- es consistente, en particular, al mostrar los mecanismos con los que se procesa la deslegitimación de su palabra, la desarticulación de la lógica de los argumentos y el cuestionamiento de su conocimiento por la empatía demostrada hacia los indígenas estudiados que, desde el punto de vista de la fiscalía, comprometía su objetividad como testigo.
La descripción de la escena del juicio de solicitud de asilo hace evidente la tensión permanente a la que son sometidos inmigrantes, abogados y testigos que actúan en su defensa. Reproduce, como un microcosmo, el universo social en el que viven los refugiados en ese contexto. La creación de procesos cada vez más sofisticados se basa, según la autora, en la desconfianza en la veracidad del relato de los refugiados, que va estrechando de manera significativa el círculo de los “refugiados verdaderos”. Esto explica la necesidad de descalificar el testimonio experto, que también se torna objeto de desconfianza. Sin embargo, De Marinis relata sus esfuerzos por defender sus argumentos frente a la hostilidad de los fiscales y reafirma la relevancia del testimonio experto porque se constituye en la huella testimonial de la violencia negada, en este caso, de la violencia que se vive en México, negada por Estados Unidos. Las cortes se convierten en espacios de disputa importantes, en los que operan los procesos de revictimización y criminalización de grupos y personas, con base en categorías raciales e ideológicas.
Sólo resta decir que espero que los comentarios suscitados por la lectura de los textos hayan demostrado la relevante contribución de este dosier para el análisis del testimonio y su desarrollo a partir de la experiencia latinoamericana. Dejo a los lectores la tarea de seguir explorando las posibilidades contenidas en los textos, que están lejos de agotarse aquí, y de hacer circular la discusión de un tema central para la comprensión de la contemporaneidad.










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