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Desacatos
versión On-line ISSN 2448-5144versión impresa ISSN 1607-050X
Desacatos no.28 Ciudad de México sep./dic. 2008
Esquinas
Al servicio de su majestad. Sentencias judiciales en la provincia de Colima en los albores del siglo XVII
At His Majesty's Service. Judicial Sentencing in the Province of Colima at the Dawn of the Seventeenth Century
Claudia Paulina Machuca Chávez
Doctorado en ciencias sociales, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Occidente, México. paulinamachuca@hotmail.com.
Recepción: 11 de diciembre de 2006
Aceptación: 23 de enero de 2008
Resumen
La impartición de justicia fue una de las tareas fundamentales del imperio español en las Indias. "Gobernar" durante el antiguo régimen significaba "hacer justicia", de acuerdo con el orden divino. La justicia local estuvo a cargo de los alcaldes ordinarios y, en el nivel provincial, de los alcaldes mayores. Los delitos cometidos eran sancionados con ejecuciones públicas, destierros, encarcelamientos y castigos pecuniarios. En el Colima del siglo XVII, el drama de las sentencias estaba al orden del día. Homicidios, robos domiciliarios, riñas a mano armada, resistencias a la autoridad, abigeato, entre otros delitos, fueron sancionados por las autoridades correspondientes.
Palabras clave: impartición de justicia, penas, delitos, instituciones de gobierno, Colima, Nueva España, siglo XVII.
Abstract
Justice Administration was one of the fundamental tasks undertook in the Indies by the Spanish Empire. During Spain's Old Regime "to rule" meant to "dispense justice" in accordance with the divine order. Local justice rested in the hands of alcaldes ordinarios and, at the provincial level, on those of the alcaldes mayores. Crimes were punished by public executions, exile, imprisonment and pecuniary penalties. In Seventeenth-Century Colima, sentencing dramas were an everyday occurrence. Homicides, burglaries, assaults with deadly weapons, resisting authorities and livestock rustling, among other crimes, were penalized by the competent authorities.
Key words: justice administration, penalties, crimes, governmental institutions, Colima, New Spain, Seventeenth-Century.
INTRODUCCIÓN
Michel Foucault explica en su obra Vigilar y castigar las formas que regían la práctica penal en el antiguo régimen francés. En la jerarquía de los castigos, las penas físicas ocupaban el primer peldaño: la muerte, el tormento con reserva de pruebas, las galeras por un tiempo determinado, el látigo, la retractación pública, el destierro (Foucault, 2004: 38). Había otro tipo de penas, aquellas que se establecían para satisfacer la ofensa de una persona: la prisión o censura y, finalmente, las sanciones pecuniarias o confiscación de bienes.
Este esquema no varió mucho en el sistema monárquico hispano. Por ello, el objetivo de este texto es abordar las sentencias judiciales en la provincia colonial de Colima durante las primeras dos décadas del siglo XVII, de acuerdo con las jerarquías mencionadas anteriormente: ejecución pública, destierros, encarcelamientos y sentencias pecuniarias1. Existe una vasta documentación en los papeles documentos del Archivo Histórico del Municipio de Colima un archivo judicial. El cuadro 1 muestra diversas sentencias que serán discutidas a lo largo del texto.
La impartición de justicia en las Indias recaía en los jueces. De acuerdo con la jerarquía burocrática, había jueces para cada jurisdicción. El cuadro 2 (p. 155) muestra el funcionamiento del sistema monárquico indiano, con el rey a la cabeza y, en derredor suyo, los secretarios reales y el Consejo de Indias. La unidad central, bajo las órdenes del virrey, se apoyaba en entidades distritales y provinciales por el intermedio de gobernadores, corregidores o alcaldes mayores y, finalmente, en una entidad local representada por el cabildo.
En las provincias o distritos, la jurisdicción ordinaria estaba a cargo de los gobernadores y corregidores o alcaldes mayores, que quedaban investidos de la jurisdicción civil y criminal en apelaciones a las sentencias dadas por tenientes de gobernadores y alcaldes ordinarios, estos últimos con jurisdicción en las villas y ciudades (Sánchez-Arcilla, 2000: 282-283).
Cabe señalar que el gobierno del Antiguo Régimen estaba constituido sobre bases jurídicas y teológicas en que gobernar significaba "conducir, regir según el derecho divino y humano, con justicia según los preceptos cristianos" (Connaughton, 1999: 38). En el mundo hispánico, con la monarquía católica a la cabeza, el gobierno se interpretaba como un oficio antes que un poder y como una autoridad moral sobre los hombres más que una administración de las cosas, cuya finalidad era la salvación de las almas, por lo que el ejercicio gubernamental derivaba en un concepto espiritual (Connaughton y Lampérière, 1999: 39).
La impartición de justicia respondía, además, a necesidades de orden moral y teológico, en que vivir dentro del marco de la legalidad era una forma de acatamiento a Dios y al rey. Por lo tanto, faltar a los preceptos reales significaba romper el pacto de vasallaje que los habitantes del reino habían firmado con el monarca y, a su vez, se convertía en una afrenta a lo divino. Las instituciones de gobierno vigilaban que el pacto no se rompiera y, cuando así sucedía, procedían conforme a derecho.
LA EJECUCIÓN PÚBLICA
En vísperas de las Pascuas de la Navidad de 1615, los habitantes de la villa de Colima se congregaron en la plaza pública y sus calles aledañas para observar cómo el cuerpo del indio Francisco Ruiz era arrastrado por bestias de albarda2, atado de pies y manos, y con una soga constriñendo su garganta. Para asegurar su muerte "le fue dado garrote". Una vez fenecido, su cuerpo fue trasladado hasta una pira donde fue hecho cenizas3. A un costado del indio, se escuchaba la voz del pregonero Diego Felipe que gritaba sus delitos una y otra vez, como advirtiendo a la población de que el desafío a las leyes de su Majestad tenía consecuencias graves.
En otro caso, en octubre de 1607, el alcalde ordinario Pedro Pablo de Almodóvar ordenó al teniente de alguacil que fuera a la cárcel pública de la villa y sacara a un negro llamado Juan Gómez de Silva, con un caballero en bestia de albarda acompañado de un pregonero que gritara los delitos del prisionero. Juan Gómez fue llevado por las calles acostumbradas hasta llegar a la plaza pública, donde se había instalado una horca al ras del suelo. Se apeó de la bestia en que lo llevaban y lo montaron en una escalera. Al colocarle la soga en la garganta y "estando para echarlo de la horca", alcanzó a decir que su padre no debía nada4.
Juan Gómez de Silva había sido acusado siete años atrás de provocar incendios en algunas casas de vecinos de Colima. En ese entonces fue desterrado y le advirtieron que al quebrantar la sentencia pagaría con la vida. Desobedeció la orden de destierro y fue llevado preso. Se abrió un nuevo proceso judicial en su contra, en que finalmente fue mandado a la horca, a pesar de la protesta de su amo, Simón Bravo, quien manifestó: "yo que soy amo del dicho negro no debo cosa para que por él y su culpa, delitos, yo haya de perder su valor que es cierto y a vuestra merced consta me cuesta más de setecientos pesos"5.
Estando en la horca, Juan Gómez de Silva cargaba con la culpa de haber denunciado a su padre en los incendios que hubo en la villa de Colima, aquel año de 1600. Antes de ser ejecutado dijo que su padre estaba "libre de la culpa que le imputó" en aquel entonces6. Alcanzó a decir también que era inocente de otros delitos que le adjudicaron cuando por el verdugo fue "echado de la escalera y ahogado hasta que murió naturalmente"7. El alcalde ordenó que bajo ninguna circunstancia se quitara el cuerpo de Juan Gómez, "so pena de la vida". Pasadas seis horas, el verdugo bajó el cuerpo y lo hizo "cuartas"8, que junto con la cabeza fue puesto en los caminos reales9.
La ejecución pública era un ritual en que el cuerpo del condenado constituía un elemento fundamental en el "ceremonial del castigo público" (Foucault, 2004: 48). Observemos que en la tortura corporal del indio Francisco Ruiz y del esclavo negro Juan Gómez de Silva, los elementos del drama no podían ser más claros: el cuerpo atado de los pies hasta la garganta, el paseo por las calles públicas, el pregonero que declara su causa y, finalmente, el cuerpo que termina en la hoguera o en la horca.
La ejecución pública fue uno de los métodos punitivos empleados en Hispanoamérica para hacer valer la autoridad del rey sobre aquéllos que no se sujetaran a las disposiciones reales. Penas corporales, destierros, encarcelamientos y sanciones pecuniarias fueron otras vías de castigo aplicadas por el aparato gubernamental.
Para Foucault, la ejecución pública no se realizaba con el fin de dar el espectáculo de la mesura, sino el del desequilibrio y el exceso; debía existir, en esa liturgia de la pena, una afirmación enfática del poder y de su superioridad intrínseca (Foucault, 2004: 54). La sentencia de muerte tenía una doble función: castigar al inculpado y advertir a los demás sobre lo que podría ocurrir en caso de salirse de la norma.
Es preciso no sólo que la gente sepa, sino que vea por sus propios ojos. Porque es preciso que se atemorice; pero también porque el pueblo debe ser el testigo, como el fiador del castigo, y porque debe hasta cierto punto tomar parte en él (Foucault, 2004: 63).
En la ejecución pública participaban tanto las autoridades en representación del monarca como los inculpados sobre quienes recaía el peso de la ley, además de los testigos de la ejecución. Había un claro ejercicio de poder, no únicamente sobre quien recaía la sentencia, sino también sobre aquellos que alguna vez se atrevieran a desafiar a la justicia y, de este modo, todos los testigos participaban en el drama. El gobierno ejecutaba la pena "en el nombre del Rey nuestro señor", quien además había sido ofendido por el inculpado al infringir su autoridad; la sentencia era, pues, un acto de obediencia y acatamiento a los mandamientos reales. Por medio de la ejecución, el rey respondía a
[...] una afrenta que ha sido hecha a su persona, porque el delito cometido, además de su víctima inmediata, ataca al soberano; lo ataca personalmente ya que la ley vale por la voluntad del soberano; lo ataca físicamente ya que la fuerza de la ley es la fuerza del príncipe. Porque para que una ley pueda estar en vigor en este reino, es preciso necesariamente que emanara de manera directa del soberano, o al menos que fuera confirmada por el sello de su autoridad (Foucault, 2004: 53).
Una pena de muerte debía realizarse con previa notificación a la Audiencia correspondiente, esperando que esta instancia diera su visto bueno del caso. En Colima se consultaba a un "asesor" antes de ejecutar una pena de muerte, aunque no está claro quién era esta autoridad. En el año de 1615, el alcalde ordinario Diego González Conde sentenció a la horca "con asesor" a un esclavo negro llamado Juan, criado de Gonzalo López10. Pero para 1664 y por orden de Felipe IV cambiaron los estatutos y sólo entonces las justicias pudieron ejecutar este tipo de castigos sin necesidad de dar aviso a las instancias superiores11.
DESTIERROS
Una de las sentencias más frecuentes que recayeron sobre los habitantes de Colima fue el destierro. Consistía en exiliar al culpado de su lugar de residencia y se le prohibía regresar hasta cumplir el periodo del castigo. La condición marítima de la provincia colimense y su vínculo con el sudeste asiático a través de la Nao de China fueron determinantes para que las sentencias de destierro fueran muchas veces a las Filipinas. Cuando esto sucedía, las condiciones no podían ser peores para los culpados, debido al riesgo latente en ultramar y al trabajo forzado y sin sueldo que se les imponía. La vigilancia para los desterrados al sudeste asiático era muy estricta, pues no se les permitía regresar a sus lugares de origen sin haber cumplido con el tiempo estipulado por la condena. Era muy probable que a quienes se enviaba por cuatro o cinco años a las Filipinas jamás regresaran.
En este tipo de sentencias generalmente se desterraba al culpado de su localidad, y en caso de quebrantarla el castigo era enviarlo a las islas del poniente. Así se le advirtió, por ejemplo, al mozo Sebastián de las Casas en 1612, quien estaba preso en la cárcel pública. El alcalde ordinario le informó que tendría que abandonar la villa de Colima y su provincia durante un año y que, en caso de desobediencia, se le llevaría a las Filipinas por un periodo de seis años, sin sueldo12. La misma suerte sufrió Juan Gallardo de Espinosa, quien fue desterrado de Colima por dos años después de haber puesto resistencia a la justicia, y se le dijo que en caso de quebrantar su castigo, cumpliría cuatro años en las galeras de su Majestad, "al remo de galeote13 y sin sueldo"14.
La sentencia de destierro en Colima estaba relacionada, entre otras cosas, con el vagabundeo. La Corona esperaba de sus habitantes el mayor esfuerzo posible para hacer de las Indias una empresa rentable. La gente "sin oficio" era sancionada, pues no se podía concebir que los pobladores no trabajaran a favor del enriquecimiento del reino. "Échenlos de la tierra" era la frase común que se empleaba para los vagabundos que no se corregían15. Eran sancionados con cárcel o destierro16.
Por citar algunos ejemplos, el teniente Domingo Vela de Grijalva desterró al mulato Bartolomé de Alaras por considerarlo un malviviente17. Cristóbal de Solórzano fue condenado por vagabundo y por "gustarle el juego"18; a Jacinto Millar se le ordenó "ponerse en oficio" y no vagar en la villa de Colima, pues de lo contrario se le enviaría a las Filipinas durante dos años y sin recibir sueldo19.
Además del ocio, había otras razones para ameritar un destierro. En 1607, Lope Rodríguez y Alonso Jiménez entraron de noche a una estancia de la provincia de Zapotlán, vecina a Colima, y se robaron a dos indias que estaban al servicio de María de Covarrubias, y una de ellas era casada. Al huir, alcanzaron a llevarse dos caballos y una yegua pero fueron descubiertos y los condenaron a un año de destierro de Colima20.
Ahora bien, las autoridades tenían la facultad de suspender los destierros cuando lo consideraran necesario. En una ocasión Juan de Solórzano ex alcalde de Colima y hacendado pidió al alcalde ordinario de Colima que le levantara la condena de seis meses de destierro que se había ganado tras herir en una riña a Miguel Valero, y su petición fue concedida21. En otro ejemplo, Francisco González, quien había sido sentenciado por homicidio de un esclavo negro llamado Luis, solicitó al alcalde mayor Juan de Rivera que le levantara la condena de un año de destierro, pues ya había cumplido sus "seis meses precisos". Argumentó que tenía esposa, hijos y trabajo que ejercer22.
LOS ENCARCELAMIENTOS
La prisión en la época colonial guardaba una particularidad: como afirmó Thomas Calvo, la cárcel era un lugar para "los acusados en instancia de juicio" (Calvo, 1992: 365), es decir, que muchos aguardaban algún otro tipo de sentencia, pero no tenía la intención reformista que adquirió más tarde. En Colima hubo encarcelamientos por homicidio, robo domiciliario, alteración del orden público, deudas de pesos, pleitos, entre otros, pero no eran encierros duraderos sino temporales.
La información del cuadro 1 (p. 153-154) registra un gran número de encarcelamientos. Por mencionar un caso, en 1609 comenzó un proceso criminal contra el indio Gaspar Francisco por homicidio del indio Francisco Alonso. Cuando la esposa del difunto declaró, narró cómo una noche su marido salió a poner en paz a dos indios que peleaban en la calle, pero uno de ellos, Gaspar Francisco, le dio un flechazo "en la barriga de cuya herida murió dentro de dos días sin poder tener remedio". El acusado huyó al monte, donde vivía "robando y hurtando" y, muchos años después, se le apresó en la cárcel pública de la villa y se tomó la resolución de venderlo en almoneda pública, después de darle doscientos azotes. De lo obtenido por su venta, la mitad sería destinada a la Real Cámara de su Majestad, mientras que la otra mitad sería para dar misas por el ánima del difunto Francisco Alonso23.
No pisar la cárcel significaría, además de la prisión misma, ahorrarse una buena multa de pesos por los costos que implicaba el proceso. Al menos esta lección fue tomada en 1610, cuando el alcalde ordinario, Jerónimo Dávalos Vergara ordenó una averiguación por una riña a cuchilladas en la plaza pública de la villa, protagonizada por los mercaderes Francisco Rodríguez y Juan de Olante. Al tomar sus declaraciones, éste último dijo que no debería haber culpa contra él porque "somos amigos y nos tratamos y comunicamos, y sólo hubo diferencia entre los dos sobre cierta cobranza de pesos de oro que yo le he pagado y estamos conformes". Pidieron entonces que la justicia los dejara "libres de culpa"24. Es evidente, pues, que al final ambos mercaderes llegaron a un arreglo entre ellos para no tener que pasar por el proceso judicial.
Cuando un delito se consideraba grave, la Real Audiencia del Crimen intervenía en las cárceles públicas de las provincias y trasladaba a los presos a la ciudad de México. El alguacil mayor capitalino, Luis Navarro, visitó la provincia colímense en julio de 1604 para trasladar a Baltasar Ortiz de Saravia y Juan Chávez a la cárcel de la ciudad de México, pero en el proceso de intercambio los presos intentaron escaparse, por lo que intervino el alguacil de la cárcel, Gaspar de Barahona; los presos fueron retenidos y Barahona recibió diez pesos de recompensa25.
Ahora bien, el deterioro de las cárceles públicas en la Nueva España pareció ser una constante. En Santa María de los Lagos tenían que utilizar otros sitios para el resguardo de algunos presos, pues había muy poca seguridad en la cárcel (Becerra, 2004: 307). En Zacatecas, la vieja cárcel se quería sustituir porque era "flaca y desacomodada y las paredes y edificios, viejos y para se caer" (Enciso, 2000:451). La de Colima no pintaba un panorama muy diferente. Una descripción de ella en enero de 1603 describe su mal acondicionamiento en paredes, techo, puertas y cepo, lo cual causaba la huida de presos "de cuya causa quedan muchos delitos sin castigo". Por esta razón el alcalde mayor pidió que el alcaide26 de la cárcel tuviera especial cuidado en "aderezar y poner en buena orden la dicha cárcel", protegiendo las paredes y colocando candados. Pedía además que respetaran los horarios de visitas carcelarias y que, de ser necesario, se colocaran más guardias para ello27. Sin embargo, otra mención de la cárcel de Colima en octubre de 1607 demuestra que seguía en las mismas condiciones. El alcalde ordinario Pedro Pablo de Almodóvar manifestó que era "muy débil y tanto que es de muy de ordinario huirse y ausentarse casi todos los que en ella ponen, aunque sea por delitos muy graves"28.
A pesar del mal estado de los inmuebles carcelarios había disposiciones reales para conservarlos en condiciones adecuadas. Por orden de Felipe II se dispuso en 1578 que en todas las villas de sus reinos hubiera cárceles públicas "para guarda de los delincuentes", en que debía existir un espacio propio para las mujeres que se apresaran29. Debería además haber un capellán por cada cárcel para ofrecer misa a los presos30. Un carcelero llevaría la relación de encarcelamientos con los nombres de los presos, el día de su entrada a la cárcel, quién los sentenció y quién llevó a cabo la ejecución del proceso31. Desafortunadamente no se conserva este tipo de documentación para Colima.
Finalmente, otras leyes concernientes a la seguridad eran que los alcaides debían residir en las cárceles y que los carceleros mantuvieran limpio el lugar y no jugaran ni comieran con los presos32.
SANCIONES PECUNIARIAS
En Colima los castigos de índole pecuniaria estuvieron muy relacionados con las actividades comerciales. Se multaba a los tenderos que no tuvieran las medidas exactas para vender sus productos, a quienes tuvieran trapiches sin licencia, a quienes distribuyeran vino de cocos a los indios, entre otras causas.
En marzo de 1605 se denunció al mercader Juan López de Bengoa porque vendía aceite y vino "sin pozo para medir". Él argumentó que tenía un jarro para medir el vino pero que se le había quebrado. No obstante su justificación, fue sancionado con nueve pesos de oro33. También se vigilaba la higiene y, por este motivo, el mercader Pedro López de Salazar fue multado con 12 pesos de oro porque vendía quesos junto con la ropa34.
Las denuncias por distribuir vino de cocos a los indios son muy frecuentes. La técnica de fabricación de este aguardiente fue llevada a Colima por los "indios chinos" o asiáticos que se asentaron en la provincia desde la segunda mitad del siglo XVI, y cuya producción fue una de las actividades más importantes para Colima durante prácticamente todo el siglo XVII. Sin embargo, durante sus primeros años hubo numerosas ordenanzas contra su fabricación, pues se decía que era nocivo para la salud y causaba mortandad y enfermedades a los indios35. El alcalde mayor Francisco Escudero Figueroa hizo particular hincapié en el tema y advirtió que se impondría una multa de diez pesos de oro a quien se sorprendiera entregando vino de cocos en los pueblos, ya fueran españoles o indios chinos. En una ocasión, el teniente de alguacil mayor, Diego Martínez, sorprendió a doce indios chinos que incurrían en este delito36.
EL INTÉRPRETE EN LOS PROCESOS JUDICIALES
Una figura importante en los procesos judiciales de las localidades con presencia indígena eran los intérpretes. Eran necesarios para que el acusado que no hablara castellano pudiera declarar y, en caso de ser sentenciado, supiera los motivos de sus cargos. El intérprete, al asumir su cargo, debía seguir un protocolo en que pronunciaba algunas palabras formales, por medio de las cuales se comprometía a realizar con honradez su servicio a la justicia. Se le pedía que no cometiera fraude alguno y que jurara a Dios y a la cruz que usaría "bien, fiel y legalmente" su oficio37.
En el caso de Colima, el nombramiento de intérpretes no seguía un patrón racial (Machuca, 2006). El intérprete bien podía ser un indio, un negro o un mulato. Por citar algunos ejemplos, se designó al mulato Sebastián García como intérprete en el caso contra un negro llamado Manuel38. En otro caso acontecido en mayo de 1613, se nombró como intérprete a Juan, "negro ladino con lengua mejicana y castellana" para la declaración de testigos en el caso que se seguía contra Juan de Molina en el pueblo de San José39. En el proceso criminal contra el indio Alonso "Mecapal", acusado del homicidio de su mujer Isabel, hubo nombramiento de intérpretes a Francisco López y a Juan de Jiménez40.
Quien dio mayor relevancia al menester del intérprete fue Felipe II, pues a través de mandatos reales advirtió la importancia de contar con traductores en las audiencias y demarcaciones gubernamentales de sus reinos. La Recopilación de las Indias (De León, 1992) dedica todo el título decimocuarto del quinto libro a los intérpretes, donde se establece que éstos no debían recibir dádivas ni presentes, que debían dar juramento del buen uso de su oficio, acudir a los acuerdos, audiencias y visitas carcelarias, que no debían oír a los indios en sus casas sino en las audiencias, ni ser procuradores ni solicitadores de los indios, ni que se les ordenaran peticiones, que no debían ausentarse sin licencia del presidente y, que cuando fueren a negocios fuera del lugar, no debían llevar más de su salario y no hacer conciertos ni contratos con los indios y que debían tener fidelidad, cristiandad y bondad necesarias. Asimismo, se establecía que al nombramiento de intérpretes debía preceder un examen de votos y la aprobación del cabildo de indios.
A MANERA DE REFLEXIÓN
William Taylor afirma que los procesos penales "pueden indicar las normas, las reglas, más o menos manifiestas, a las que quedan sujetos los aspectos obligatorios de las relaciones entre las personas" (Taylor, 1987: 22). La sociedad colimense de principios del siglo XVII vivía un drama cotidiano, en el que la impartición de justicia se realizaba en nombre del rey y, con esta premisa, se llevaban a cabo ejecuciones públicas, se desterraba, se encarcelaba, se sancionaba con dinero a los infractores.
Algunas sentencias mostradas en el cuadro 1 (p. 153-154) fueron abordadas de manera particular en los puntos anteriores, aunque vistas de manera general, podemos observar que un mismo delito no siempre era sentenciado con la misma pena. El desacato a la autoridad, por ejemplo, en ocasiones derivaba en destierro mientras que en otras, en cárcel. Incluso los homicidios no necesariamente tenían como castigo la pena de muerte, pues como observó Taylor en el centro de México, "la pena de muerte era más común para los incorregibles asaltantes de caminos que mataban y robaban a sus víctimas, así como en los casos de homicidio con violación" (Taylor, 1987: 150). Los homicidios que cometían los indios de sus esposas eran sancionados con cárcel o azotes, mientras que la pena de muerte se reservaba para delitos como el pecado nefando sodomía o que tuvieran un alcance masivo como incendios, robos o alteración del orden público (véase cuadro 1).
Por otro lado, la situación limítrofe de Colima entre Nueva España y Nueva Galicia, cuya movilidad comercial propiciaba el transporte de productos con recuas acarreó un sinnúmero de denuncias por robos de mulas y caballos, en las que la complejidad de las jurisdicciones entre uno y otro reino con todo y sus alcaldías mayores dificultaba la aplicación de la justicia para los vecinos víctimas de abigeato. Desde luego que este tipo de delitos debe observarse de acuerdo con el contexto geográfico de cada población, pues si se compara a Colima con una localidad minera como Zacatecas, podrá encontrarse que en esta última eran más recurrentes problemas como la delincuencia en robos domiciliarios, los pleitos por los juegos de azar, las pedreas41 y la embriaguez, pero no tanto de robo de ganado (Enciso, 2000: 433).
El juego de naipes fue una práctica difundida en prácticamente toda la Nueva España. En noviembre de 1604, por ejemplo, Diego de Escobar, vecino de Tuxpan provincia aledaña a Colima, demandó a un tal Almonte por haberse llevado "con engaños" al indio Josepe al valle de Caxitlán, en Colima, donde este último perdió toda la mercancía tras un juego mal afortunado de naipes42. En el caso de Zacatecas, el visitador Santiago del Riego, era conocido por "tramposo y asiduo jugador de cartas" (Enciso, 2000: 435). Incluso en la ciudad de México las autoridades eclesiásticas eran partícipes en este tipo de actividades: el arzobispo Seijas y Lobera quiso comprar el asiento de los naipes, un jugoso monopolio que dejaba gran cantidad de dinero a quien lo poseyera (Pazos, 1999: 97).
Otra de las prácticas que liga estrechamente a Colima con Zacatecas fue el intento de las autoridades coloniales por frenar la fabricación del vino "casero" debido a las borracheras entre la población indígena. Cada región experimentó con la embriaguez sus propias particularidades y, por ello, las autoridades gubernamentales no siempre actuaron de la misma manera.
En la región zacatecana se elaboraba una sustancia conocida como "miel de maguey" o aguamiel, y que era distribuida entre los esclavos, por lo que una ordenanza de mediados del siglo XVI prohibió su fabricación (Enciso, 2000: 437-438):
El consumo de alcohol por los indios y negros era tenido como un acto peligroso para la estabilidad de los pueblos y comunidades, tanto por lo que tocaba a la seguridad pública como por las tendencias contestatarias que mostraban ante los principios religiosos del catolicismo (Enciso, 2000: 439).
Las ordenanzas en este rubro iban dirigidas también a los mercaderes españoles, quienes de alguna manera tenían la posibilidad de costear la fabricación y distribución del vino. En el caso particular de Colima, se fabricaba el vino de cocos gracias a la técnica que introdujo la población asiática asentada desde la segunda mitad del siglo XVI. La aceptación que tuvo este aguardiente entre la población del occidente novohispano pronto llamó la atención no sólo de las autoridades provinciales, sino también de la Real Audiencia de México. Cabe señalar que muchos de los funcionarios del cabildo colimense poseían grandes huertas en que sembraban no sólo cacao, sino también algunos palmares, de donde obtenían el vino de cocos (Reyes, 2000).
Para la segunda década del siglo XVII, la Real Audiencia ordenó la tala total de los palmares de la provincia de Colima porque, entre otras cosas, alegaba que la muerte de muchos indios se debía a la injerencia del vino en exceso. El cabildo colimense reaccionó de manera inmediata y, mediante una probanza, hizo saber a la Real Audiencia que de llevar a cabo la orden, la región colimense perdería la que, para la época, era prácticamente su fuente económica más importante (Sevilla, 1977).
El alcalde mayor Francisco Escudero Figueroa (16031605) prohibió tanto a españoles como a chinos el ingreso de vino de cocos a los pueblos de Colima, imponiendo diez pesos de multa por la primera vez que se les sorprendiera43, por lo que el teniente de alguacil mayor Diego Martínez presentó una denuncia contra doce chinos por esta práctica44.
Finalmente, al término del siglo XVI había ya una relación estrecha entre el sudeste asiático y la costa novohispana de la Mar del Sur, a través de los viajes que año con año realizaba la Nao de China y que tocaba las costas de Colima. Esto incidió en la implementación de algunas sentencias particulares sobre los habitantes colimenses, como el destierro a las Filipinas y las multas por la fabricación y distribución del vino de cocos. Éstas son, quizás, las singularidades más notorias en las sentencias dictadas en esta región novohispana que, al igual que las sanciones pecuniarias por abigeato, constituyen las características de esta localidad marítima y de frontera.
Siglas y bibliografía
AHMC: Archivo Histórico del Municipio de Colima
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Fuentes electrónicas:
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1 Colima es una fundación cortesiana de 1523 y en las primeras dos décadas del siglo XVII contaba con alrededor de cien vecinos (Sevilla, 1977; De la Peña, 1983; Reyes, 2000).
2 La bestia de albarda era usada como fórmula en las sentencias de causas criminales cuando se condenaba al reo a un castigo afrentoso. Véase Diccionario de la Real Academia Española, 22a edición.
3 Archivo Histórico del Municipio de Colima (en adelante AHMC), sección B, caja 20, exp. 1, pos. 33.
4 AHMC, sec. B, caja 3, exp. 2.
5 AHMC, ibid., f. 98.
6 AHMC, ibid., f. 106.
7 AHMC, ibid.
8 Cada una de las cuatro partes en que, después de cortada la cabeza, se dividía el cuerpo de los malhechores, para ponerlo en los caminos u otros sitios públicos.
9 AHMC, ibid., f. 106 vta.
10 AHMC, sec. B, caja 3, exp. 8.
11 Recopilación de Leyes de Indias (en adelante RI), Libro VII, Título VIII, ley XVI, f. 297, en Paredes (1973).
12 AHMC, sec. B, caja 19, exp. 1, pos. 7.
13 El galeote era el hombre que remaba forzado en las galeras. Véase Diccionario de la Real Academia Española, 22a edición.
14 AHMC, sec. B, caja 20, exp. 1, pos. 30.
15 RI, Libro VII, Título IV, Ley II, f. 284.
16 RI, Libro VII, Título IV, Leyes I-V, f. 284-285.
17 AHMC, sec. B, caja 23, exp. 8, pos. 1.
18 AHMC, sec. B, caja 3, exp. 2.
19 AHMC, sec. B, caja 3, exp. 21.
20 AHMC, sec. B, caja 30, exp. 1, pos. 2.
21 AHMC, sec. B, caja 26, exp. 5, pos. 15.
22 AHMC, sec. B, caja 28, exp. 1, pos. 1.
23 AHMC, sec. B, caja 30, exp. 4.
24 AHMC, sec. B, caja 31, exp. 8, pos. 1.
25 AHMC, sec. B, caja 20, exp. 1.
26 El alcaide era la persona que tenía a su cargo la cárcel.
27 AHMC, sec. B, caja 1, exp. 17.
28 AHMC, sec. B, caja 3, exp. 2, f. 100.
29 RI, Libro VII, Título VI, leyes I y II, f. 291.
30 RI, Libro VII, Título VI, ley III, f. 291.
31 RI, Libro VII, Título VI, ley VI, f. 291.
32 RI, Libro VII, Título VI, leyes VII, VIII y XII, f. 291.
33 AHMC, sec. B, caja 2, exp. 4.
34 AHMC, sec. B, caja 22, exp. 8, pos. 1.
35 Baste como ejemplo la orden de la Real Audiencia de México para que se talaran todos los palmares de Colima, en el año de 1612, mandato al que se opusieron las autoridades locales. Véase Sevilla, 1977.
36 AHMC, sec. B, caja 20, exp. 7, pos. 8.
37 AHMC, sec. B, caja 30, exp. 7.
38 AHMC, sec. B, caja 31, exp. 6, pos. 1.
39 AHMC, sec. B, caja 2, exp. 26.
40 AHMC, sec. B, caja 1, exp. 32.
41 Riña a pedradas.
42 AHMC, sec. B, caja 25, exp. 2, pos. 2.
43 AHMC, sección B, caja 21, expediente 9, posición 5.
44 AHMC, sección B, caja 20, expediente 7, posición 8.
Información sobre la autora
Claudia Paulina Machuca Chávez. Licenciada en letras y periodismo (2003) por la Universidad de Colima, institución donde también obtuvo el grado de maestra en historia (2006). Actualmente es alumna del doctorado en ciencias sociales del Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)-Occidente. Sus principales áreas de interés son el derecho indiano y las instituciones coloniales de la Nueva España.