Esta colaboración trata específicamente sobre el nivel superior de la educación nacional. El texto tiene dos ejes principales: el primero ensaya un balance de las políticas hacia la educación superior en el periodo 2018-2024; el segundo, de cara a la llegada de la administración 2024-2030, perfila una agenda de reformas que derivan principalmente de la Ley General de Educación Superior aprobada al inicio del sexenio de López Obrador -autodenominado de la Cuarta Transformación (4T)- y cuya realización quedó inconclusa.
El balance de la 4T
El sexenio 2018-2024 tuvo un arranque promisorio con la aprobación, por unanimidad de todas las fuerzas políticas en el Congreso de la Unión, de la Ley General de Educación Superior (LGES). Sin embargo, enseguida estuvo condicionado por la pandemia de covid-19 y sus consecuencias.
En términos de la educación superior fue notoria la ausencia de un proyecto académico que completara las medidas sanitarias; fue evidente la ausencia de apoyos académicos, materiales, de equipo, de conectividad y de capacitación hacia profesoras(es) y estudiantes; fue público cómo se dejó a estudiantes y docentes a su suerte para que mantuvieran las clases, y cómo las autoridades educativas y de las instituciones se encerraron y dieron la espalda a los universitarios. Hay que resaltar que después del periodo de clases a distancia, el discurso tanto oficial como de las autoridades institucionales planteó el regreso a las actividades académicas en los mismos términos que antes de la pandemia; desde el conservadurismo más arraigado se ha querido volver al pasado, a las clases presenciales de antes, como si no hubiéramos aprendido nada, como si el esfuerzo de miles de maestros y millones de estudiantes por transformar los procesos de enseñanza-aprendizaje durante la pandemia no fueran la plataforma de base para una profunda renovación de la enseñanza universitaria. (Casillas, 2024:236).
Está claro que la intención del Presidente de la república, recogida y avalada por la Subsecretaría de Educación Superior y el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencias y Tecnología fue marcar una ruptura con los 30 años de un conjunto de políticas públicas “neoliberales” para la educación superior. En efecto, lo principal de la acción pública estuvo concentrado en desmontar políticas y mecanismos que orientaron el desarrollo del sistema de educación superior por largo tiempo: desde la época de la campaña presidencial de Carlos Salinas al final de los años ochenta del siglo pasado, cuando se realizó un balance crítico del sistema que dio lugar a las políticas de diferenciación, a la privatización, a la evaluación, la acreditación y a la imposición de acciones y metas a través del financiamiento extraordinario. Conocidas como las políticas de modernización, fueron caracterizadas como parte de un nuevo intervencionismo del Estado sobre la educación superior.
El fundamento de este balance inicial es el libro que coordinamos Romualdo López Zárate y Miguel Casillas, con colaboraciones, artículos y ensayos, de un gran número de académicos, donde intentamos de manera colectiva descifrar y poner en claro las políticas, las acciones y las inacciones del gobierno de la 4T en materia de educación superior (Casillas y López, 2024). En el balance de lo realizado en el sexenio se reconocen algunos avances, pero se documenta que están lejos de cumplir medianamente las expectativas y las ilusiones que derivaron de la aprobación de la LGES. Durante todo el sexenio fue prioritario el trabajo de demolición de los antiguos instrumentos de la política hacia la educación superior. Así, terminaron con el Programa Integral de Fortalecimiento Institucional, el Programa Nacional de Posgrados de Calidad, los fondos extraordinarios, el Programa para el Desarrollo Profesional Docente y el perfil deseable, así como cambiaron las becas de posgrado. Lo peor es que estos instrumentos se demolieron, desaparecieron o desfondaron, pero sin ser sustituidos por nada. En cuanto al balance, hemos detectado que son tres los factores más mencionados: una vuelta al centralismo en la toma de decisiones en lugar de buscar la participación de las instituciones, una notoria ausencia de políticas públicas para llevar a cabo los propósitos y un incumplimiento flagrante del Ejecutivo y del Legislativo al no asignar los fondos establecidos en la LGES para atender gradualmente la universalización y la gratuidad y, además, ejercer una reducción, a pesos constantes, del presupuesto asignado a la educación superior, la ciencia y la tecnología (Casillas y López, 2024).
Un problema reiterado en el sexenio fue el conflicto de las mayorías de Morena en los congresos estatales y sus frecuentes intentos por violar la autonomía de las universidades e intervenir en sus procesos internos, en su gobierno y su administración. Por todo el país ocurrieron conflictos y los diputados y autoridades han tenido que enfrentar movimientos universitarios de estudiantes y profesores que defienden la autonomía institucional, el presupuesto público y su condición de espacio de libertad. Dada la nueva configuración política en las cámaras y el perfil político de las nuevas autoridades en la Secretaría de Educación Pública (SEP), es previsible que estos conflictos continúen en el futuro próximo, que se incremente la vulnerabilidad de la autonomía universitaria.
Durante todo el sexenio se trabajó en el propósito de diseñar un sistema nacional de evaluación y de acreditación, pero los resultados son pobres, el entramado burocrático enorme y las acciones inexistentes. No se lograron los objetivos de construir un sistema de planeación a nivel nacional y, aunque se instalaron algunas comisiones estatales, en realidad sus resultados son escasos y sus discusiones redundantes y eternas, sin ningún impacto sobre la evolución del sistema, sobre la construcción del llamado espacio común de educación superior y sin acciones de coordinación entre las instituciones. Los instrumentos de política definidos por la ley como el Plan Sectorial de Educación y el Programa Nacional de Educación Superior fueron un fracaso, se entregaron a destiempo y estuvieron mal hechos (Casillas Alvarado, Malaga-Villegas y Fuentes 2021); se elaboraron muy pocos planes estatales de educación superior. No se alcanzó el objetivo de crear un sistema nacional de información robusto y confiable sobre la educación superior; carecemos de un sistema de indicadores que haga observables los resultados de la acción pública. El sistema de educación superior sigue estando segmentado y sigue siendo profundamente desigual y sin coordinación. No se avanzó un ápice en la regulación del subsistema de instituciones particulares, paradójicamente se mantuvo su desregulación neoliberal y fue el sexenio en que más reconocimientos de validez oficial de estudios se entregaron. Producto de la desregulación, el crecimiento de las instituciones particulares alcanzó su máxima proporción en este sexenio, con el 37.8% de la matrícula total de licenciatura y el 72% de la del posgrado (Casillas y López, 2024).
Es reiterada la percepción de varios investigadores en el libro Balance de las políticas de educación superior en la Cuarta Transformación (2018-2024) que advierten que las acciones instrumentadas por los tomadores de decisiones se fundaron en la creencia de que es posible resolver problemas prescindiendo de la racionalidad y el conocimiento experto; en la convicción de que todo lo anterior al inicio del sexenio era “neoliberal”, perverso, contrario al interés común y por lo tanto desechable, sin valorar la fortaleza de las instituciones existentes:
Se prescindió de diagnósticos elaborados en evidencias, no hubo planeación, no se diseñaron opciones para solventar los problemas y no se estimaron los recursos necesarios para alcanzar los objetivos. Se descalificó el aporte de las universidades autónomas. Se formularon leyes con principios socialmente compartidos, pero se descuidó su instrumentación. En suma, hubo ausencia de “políticas públicas” entendidas como el instrumento racional para atender y resolver los problemas sociales detectados; predominó la negligencia para generar información suficiente, oportuna y accesible para conocer y medir los avances alcanzados en tiempos determinados; faltaron indicadores para conocer el efecto de la política en los sujetos a los que se pretende beneficiar (Casillas y López, 2024:258)
Didou Aupetit (2024) y Loyd (2024) documentan que las acciones para incluir a diferentes grupos de jóvenes en desventaja social, económica y cultural a la educación superior no fueron ni equitativas, ni suficientes, ni adecuadas y que carecemos de indicadores para conocer la calidad de los servicios y el desempeño de los egresados. Los programas de inclusión no atendieron a todos los grupos detectados. El objeto, criterios, fines y políticas de la educación superior establecidos en la LGES se han quedado en promesas o registran un mínimo avance. A nivel de la mayoría de las instituciones, no hay registro sobre el número de estudiantes de origen indígena o afromexicano, ni de estudiantes con discapacidad y, por tanto, siguen sin ser visibles y sin ser objeto de políticas de inclusión.
A lo largo del libro referido hay una crítica generalizada en torno a la calidad de las instituciones que se han construido durante el sexenio. Particularmente grave es el caso de las universidades Benito Juárez, que se multiplicaron por todo el país, sin ninguna planeación y al margen de las autoridades de la SEP. Estas universidades no solo tienen problemas serios sobre su calidad y su institucionalización, sino que tienen una matrícula pequeña que aporta marginalmente a la expansión necesaria de la educación superior. En este sexenio -como en el pasado priísta- se continuó privilegiando la lógica de intercambio político, ofreciendo bienes culturales -de baja calidad- a cambio de lealtad política.
Hacia una nueva agenda de reformas
El escenario que se perfila hacia la educación superior es de incertidumbre. En la coalición gobernante no hay una idea clara ni un proyecto para la educación superior nacional. De acuerdo con lo que experimentamos en el sexenio que termina, predomina la demagogia y el uso de las becas estudiantiles para ganar legitimidad política. Si la continuidad es la divisa, seguramente el modelo de ofertas precarias y de baja calidad educativa será el dominante y se ampliarán las Benito Juárez. El futuro de la educación nacional está en entredicho y sujeto a los vaivenes políticos, el futuro secretario de Educación es un personaje que viene de ser el presidente del partido oficial, muy cuestionado y sin una ideología consistente; es un político sin un conocimiento amplio del sistema educativo nacional ni de sus problemas, no es portador de una visión de futuro. Al designar a quien presidiera el partido Morena para dirigir la SEP, la próxima Presidenta de México muestra un profundo desprecio por la educación nacional y envía un mensaje de desesperanza que inhibe las ilusiones de su mejora. No hay señales claras sobre la construcción de un sistema educativo de excelencia.
Si nos atenemos a lo expuesto hasta ahora por la Presidenta electa en sus conferencias de prensa y en la presentación de sus nuevos funcionarios, las prioridades en materia de educación superior serán replicar las universidades de la Salud y Rosario Castellanos, y otorgar más becas estudiantiles. El anuncio de crear una nueva Secretaría de Ciencia y Tecnología puede ser muy significativo para la educación superior, sobre todo, si se realiza el cambio de adscripción de la Subsecretaría de Educación Superior hacia la nueva Secretaría. En materia educativa y de investigación científica, es desalentador que la próxima Presidenta diga que no habrá más presupuesto y que continuará la austeridad.
Si el nuevo gobierno favorece una perspectiva autocrítica, el modelo de las universidades Benito Juárez debería ser revisado con profundidad con el propósito de superar su condición precaria. En el futuro próximo no solo habrá que fortalecer académicamente estas instituciones, sino dotarlas de institucionalización y proyectos de mejora constante. Obvio, su conducción deberá estar en manos de las autoridades educativas y buscar su interrelación con las otras instituciones para formar parte del espacio común de educación superior.
Por su parte, si bien las becas son instrumentos de política y de justicia social muy importantes, no son una solución educativa a los problemas que tenemos. El respaldo económico hacia los estudiantes es indispensable, pero la reforma académica es resultado de un proyecto cultural: no es con soluciones económicas como se resuelven los problemas educativos, estos solo se solucionan con proyectos de innovación académica.
Tanto las cosas que no se hicieron o no se terminaron en este sexenio como los pendientes que derivan de la propia Ley General de Educación Superior perfilan una agenda de temas que tendrán que ser resueltos.
De los pendientes destacan, en términos organizacionales, la creación de un verdadero sistema nacional de planeación de la educación superior; la determinación de un sistema de evaluación y acreditación, con un énfasis especial en la regulación de la educación privada; y la creación de un sistema de información sobre la educación superior confiable, robusto, que supere lo que hoy tenemos. El nuevo gobierno tiene el reto de establecer nuevos procesos de planeación, ampliando la participación de los agentes universitarios e incrementando su corresponsabilidad en la conducción del sistema; debe elaborar a tiempo buenos instrumentos de planeación, desde los planes Nacional de Desarrollo y Sectorial de Educación, el Programa Nacional de Educación Superior e impulsar los planes estatales de Educación Superior, para que en realidad sirvan como referentes de orientación de las acciones públicas. La gestión pública de la educación superior no puede seguir peleando con el pasado neoliberal, ni seguir con base en ocurrencias e improvisaciones, sujeta a las fobias de la persona que ocupe el Ejecutivo o estar subordinada a la lógica del intercambio político. El nuevo gobierno está ante la oportunidad de diseñar una nueva arquitectura del sistema y una nueva política pública que otorgue racionalidad a los actos del gobierno y posibilite el crecimiento del sistema de educación superior, fomente su transformación cualitativa e incremente sus capacidades de contribución al desarrollo nacional.
En relación con los desafíos expuestos por la LGES destacan, por un lado, la expansión de la matrícula estudiantil hasta universalizar la educación superior y, por otro, avanzar en la puesta en marcha de la gratuidad de cuotas y servicios de las instituciones. Al respecto es ineludible que el nuevo gobierno diseñe una política para la expansión de la matrícula que logre incorporar a casi cuatro millones de jóvenes para alcanzar el objetivo de su universalización, y eso solo se va a lograr con el concurso de las universidades públicas, con mayor presupuesto y con innovación, pues no se puede seguir considerando el costo de la expansión en los mismos términos que en la actualidad en cuanto a salones, profesores y costo por alumno. La enseñanza superior sigue siendo tradicionalista, vertical y libresca, tiene que haber una reforma pedagógica apoyada en la educación híbrida que facilite la nueva educación de masas. En el mismo sentido, es imprescindible desmontar la lógica mercantil (de los ingresos propios, de los proyectos académicos autofinanciables) instalada en las universidades desde la época neoliberal y establecer con absoluta claridad la gratuidad en cuotas y servicios. Para ello es indispensable el aumento del financiamiento público hacia la educación, pero también mayor ahorro y eficiencia en el gasto universitario, mayor innovación tecnológica y desburocratización de las organizaciones, mayor austeridad entre los funcionarios.
De la LGES emerge una agenda de reformas para la transformación cualitativa de la educación superior, específicamente la actualización tecnológica de todos los planes y programas de estudio; la implementación efectiva de políticas de igualdad de género y de lucha contra la violencia de género; la interculturalización de las prácticas educativas y de las políticas institucionales, el fomento a la inclusión y la valoración de la diversidad cultural; la implementación de un enfoque de derechos humanos y de defensa y salvaguarda del medio ambiente que rebase los formalismos y sean motivo de la renovación de los procesos formativos; de la puesta en práctica de una educación para una cultura de la paz. Esta transformación cualitativa de la educación supone un amplio proceso de reforma de los planes y programas de estudio, pero también de las prácticas e interacciones escolares y la reforma democrática de los reglamentos escolares.
Hay también viejos problemas que se siguen arrastrando y no encuentran solución, que representan desafíos para el nuevo gobierno. En términos del profesorado, es indispensable un rediseño de la carrera académica universitaria, avanzar en la profesionalización de los docentes, en el fortalecimiento de la investigación científica, en la mejora de las condiciones laborales de los profesores por horas, en la renovación de las plantas docentes, en la capacitación y su habilitación tecnológica. En términos del financiamiento sigue siendo necesario avanzar hacia un presupuesto multianual y es necesario su incremento para apuntalar las políticas de renovación académica. En cuanto al gobierno de las instituciones, debemos superar la época del control autoritario y de la alta burocratización para transitar hacia formas democráticas y participativas, hacia procesos modernos de gestión y la desburocratización de las organizaciones. La reforma democrática de las organizaciones sindicales universitarias es una asignatura pendiente.
Más allá de su contribución económica, la universidad mexicana necesita replantear sus vínculos con la sociedad y continuar desempeñando un papel de movilidad social, de crítica, de fomento a la creatividad y la libertad, de vinculación y difusión del dinamismo cultural de la nación mexicana. La contribución de las universidades y de los universitarios para la recuperación ecológica del planeta es indispensable; por ello tendrían que estar en la primera línea en cuanto a la investigación, la difusión científica, la transformación de los objetos y contenidos de la enseñanza para dejar atrás las tecnologías sucias, para fomentar el ahorro, el reciclaje y la restauración de los ecosistemas, para formar a los estudiantes en una nueva cultura ecológica.
La revolución de las conciencias de la que habla la próxima Presidenta de la república supone la construcción de una nueva hegemonía, un nuevo liderazgo moral e intelectual. En ese proceso, la educación es una herramienta fundamental para formar ciudadanos críticos, informados, solidarios con su pueblo y con otros pueblos hermanos, comprometidos con la protección y salvaguarda del medio ambiente, defensores activos de los derechos humanos, de la igualdad de género, de la inclusión y de una perspectiva libertaria, emancipatoria. Por ello, en el próximo gobierno, habría que desarrollarse una amplia reforma educativa en el nivel superior, lo cual todavía es solo una esperanza.