Era menester pintar este estado de la sociedad, estas costumbres peculiares de aquel siglo.
Lucas Alamán
Presentación**
Hace algunos años, al inquirir acerca del uso del concepto de Edad Media en la historiografía mexicana,1 me llamaba la atención la referencia que hacía Lucas Alamán en sus Disertaciones (1844-1849) respecto de las encomiendas que Hernán Cortés entregó a sus soldados: estas tenían el aspecto de un “verdadero feudalismo” a causa de las vejaciones y los sufrimientos que provocaron a los indígenas.2 Explicaba el autor que dicha institución había sido una consecuencia propia “de la naturaleza de las conquistas”. Cuando las naciones germanas irrumpieron y se asentaron en el Imperio romano los vencedores se distribuyeron entre sí las tierras obtenidas e impusieron su dominio sobre los indígenas, “sea como siervos, ya como obligados a dar al señor una parte de los productos, y el sistema feudal quedó así formado”.3 Inclusive el ceremonial que acompañaba a esta institución, como los alardes y el servicio militar que el encomendero debía cumplir por orden de Cortés, había sido trasladado a México, para pervivir, añadía Alamán, en la costumbre novohispana de vestir a los niños de militares y de comprar armas y caballos de juguete el día de San Juan.4
Me parecía que esto se podía interpretar como una huella del trasvase del pensamiento ilustrado en la obra de Alamán, pues, ¿de dónde, si no de los autores y revolucionarios franceses del Siglo de las Luces, provenía la idea de la Edad Media como sinónimo del feudalismo que imponía maltratos y exigencias desproporcionadas a las débiles masas campesinas?5 Sin embargo, una lectura minuciosa de las Disertaciones me permitió descubrir otra capa de interpretación sobre la Edad Media que claramente no provenía de los ilustrados, sino del Romanticismo, y a este enfoque está dedicado el presente ensayo.
Dicho lo anterior, es prudente manifestar que no es mi objetivo declarar a Lucas Alamán un romántico, más bien dilucido en torno a los referentes historiográficos del Romanticismo que pudieron haber influido al autor para elaborar la imagen sobre la Conquista y la Colonia que expuso en sus Disertaciones. Así, la hipótesis central que sostengo es que en la imaginación histórica de Alamán se detectan interpretaciones y representaciones provenientes de la historiografía romántica europea, pero especialmente la francesa. Pretendo que el lector observe cómo la colonización española en México, como episodio de barbarie y de fusión de pueblos que enunciaba Alamán, estaba muy próxima al relato historiográfico europeo decimonónico sobre las invasiones sanguinarias de los germanos y la forja del espíritu nacional de los estados modernos en la Edad Media.
Pero ¿qué entenderé aquí por Romanticismo? Este es, como dice Carlos Illades, un concepto difícil de asir por lo que una forma de definirlo es a partir de la identificación de los temas, las actitudes y los tratamientos comunes en las obras románticas. Así, bien se puede hablar de “la fascinación por la naturaleza, la valoración de la dimensión histórica, el culto a la libertad artística y política, el misticismo”, o de “una actitud vital, la expresión de un estado de ánimo nostálgico y angustiado [...] la afirmación de la heroicidad individual y de los pueblos, así como [de] una exploración del alma, de los sentimientos y de las emociones...”.6 En nuestra exposición quedan resaltadas la referida valoración de la dimensión histórica y el culto a la heroicidad de los personajes y los pueblos (e.g. los aguerridos Hernán Cortés y Xicoténcatl, los ejércitos hispano-indígenas y los guerreros mexicas).
Ahora bien, siguiendo también a Carlos Illades, no creemos que deba de hacerse una escisión tajante entre el Romanticismo y la conciencia que este suplanta: la de la Ilustración. La tajante oposición razón versus sentimiento no ocurre en la realidad. Así, François Guizot, un historiador de quien mucho nos ocuparemos aquí, nos demostraba el peso que aún tenía en su época la conciencia que confiaba en la observación ilustrada cuando decía que en el medio intelectual francés dominaba el “espíritu de rigor... científico, el método filosófico”.7 Si bien, según podrá comprobar el lector, eso no era causa para que dejara, no solo de elogiar la obra de un historiador decididamente romántico como Augustin Thierry, sino aun de participar de manera entusiasta de los relatos románticos empeñados en buscar el origen, desarrollo y fisionomía de eso que llamaban el espíritu nacional.
Pues bien, don Lucas Alamán no podía dejar de ser un hijo de su tiempo. Como decía María del Carmen Velázquez, este historiador moderno “sigue la ruta que Voltaire inició para la comprensión y significación de la historia; contempla el mundo con los ojos de estadista y proclama orgullosamente el imperio aristocrático de la razón”.8 Si por historiografía moderna entendemos la tradición que distingue entre hechos “verdaderos” y “falsos” según la perspectiva del hombre ilustrado que creía “que la base de toda verdad era la razón y su capacidad de juzgar los productos de la experiencia sensorial”,9 entonces Alamán sí que era un moderno. Son inequívocos, por ejemplo, sus alegatos por una historia elaborada con “las luces de la filosofía y el rigor de una sana crítica”, por el papel del historiador como filósofo quien no busca “más que la verdad”, y por el combate a la “imaginación desarreglada”.10 En este sentido, nuestro autor planteaba la bandera de la objetividad para descubrir la verdad tal cual se mostraba: lo guiaba el principio de “presentar la verdad según resulta de los documentos históricos”; quería narrar los hechos “exactamente como fueron, ajustados a la verdad y apoyados en documentos incontestables”.11 Ahora bien, nada impedía que el autor de las Disertaciones, conmovido por la nostalgia del ayer, decidiera “pintar” las costumbres “peculiares” del Virreinato, época que ofrecía acontecimientos que tenían toda la novedad y el interés del romance.12
Edad media oscura y romántica
Desde Petrarca, en el siglo XIV, QUE pronunció los primeros juicios negativos sobre una época supuestamente de desdichas e ignominias; pasando por Jean Bodin, en el siglo XVII, que señalaba los doce siglos de barbarie, y Voltaire, en el siglo XVIII, quien acentuaba los rasgos de un mundo desértico e inhóspito, afeado por lenguas incultas, las costumbres salvajes, y hasta arribar, en fin, a François Guizot, en la Francia del siglo XIX, la Edad Media será un tiempo tenebroso.13 Entre sus inicios en el siglo V, con la caída del Imperio romano, y su desarrollo hasta el siglo X, Guizot distinguía una Europa bárbara, tal como la tradición ya la había imaginado: caos de todos los elementos sociales, “ni fronteras, ni gobiernos, ni pueblos”, confusión de situaciones, hechos, razas. Esta era una Europa caracterizada por la atomización del poder estatal a manos de soberanías individuales que imposibilitaban la convivencia pacífica y estable: “No había ninguno, comenzando por el primero de los soberanos, por el rey, capaz de imponer la ley a los demás, de hacerse obedecer por todos”.14 Este desorden habría perdurado hasta finales del siglo X, momento en donde apareció el feudalismo: primera institución sólida del medievo sobre la que todas las fuerzas sociales comenzaron a articularse. Así se imaginaba Guizot al principal núcleo del régimen feudal: un castillo habitado por un señor con su esposa e hijos y algunos hombres libres. “Alrededor, al pie, se agrupa una pequeña población de colonos, siervos que cultivan los dominios del poseedor del feudo”.15 De esta segunda fase medieval el autor señalaba el carácter coercitivo y absoluto del poder de los señores feudales, pero también las bellas aportaciones para Europa: el renacer de la cultura literaria y la caballería o ese ideal de “sentimientos elevados, generosos, fieles”.16
Por supuesto, Lucas Alamán conoció y citó la obra de François Guizot.17 Y su coterráneo José María Luis Mora, cuando permaneció en su exilio en París en la década de 1830, incluyó en su erudita literatura histórica al Guizot que leyó Alamán, así como al romántico Augustin Thierry.18 Otros autores de la biblioteca de Mora no son de menor interés para corroborar la persistencia de la imagen ilustrada sobre el medievo en su época.
Así, por ejemplo, el historiador franco-germano Georges Bernard Depping (1784-1853) en su Histoire générale de l’Espagne (1811) elaboró el cuadro más patético sobre la edad oscura. Los pueblos bárbaros, decía, entraron a la hermosa España para esparcir el terror y la desolación: “El país fue devastado, las plantaciones destruidas, las ciudades saqueadas y quemadas, los habitantes masacrados en multitudes, nada fue respetado por estos hombres groseros; el fuego y la sangre marcaron su paso”. La vida subsiguiente fue tan oscura pues se perdió el buen gusto y el amor por las letras cultivados por Roma: las escuelas imperiales desaparecieron tan pronto como los godos tomaron España, de modo que la ignorancia y la barbarie comenzaron a dominar. En aquellos tiempos la instrucción se limitó a siete disciplinas: gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, y de estas solo se aprendían definiciones, fórmulas y sutilezas. Se preguntaba Depping: ¿para qué podía servir la educación entonces? “Los duques, los condes y toda la nobleza solo necesitaban valentía para triunfar y distinguirse”.19 El mismo tono sigue J. F. Simonot al hablar en su Résumé de l’histoire d’Espagne (1823) acerca de la “tela de horrores” de la Europa medieval: “Una noche espesa envuelve estos vastos vestigios del Imperio romano donde florecieron la agricultura, el comercio, las ciencias y las artes. La civilización retrocedió hasta su infancia, y los pueblos se sumergen en una profunda ignorancia”. En España el hermoso cielo fue nublado por aquellos tiempos deplorables.20
En el Résumé de l’histoire d’Italie (1825) de M. Trognon los bárbaros son “enjambres” responsables de la “gran catástrofe” que derrumbó al Imperio romano. Su rapacidad y violencia fue abrumadora: miles de italianos fueron asesinados o desterrados, y el resto mantuvo su propiedad bajo la condición de pagarle al conquistador un tercio de sus ingresos, o fueron convertidos en siervos vulgares que se dedicarían al cultivo de los campos y otras obras de esclavitud. Como los ilustrados, Trognon reconocía en el medievo la desaparición del Estado en beneficio de los señores feudales: tras la muerte de Carlomagno sus descendientes “permitieron que la autoridad se dispersara a manos de esa poderosa aristocracia que, bajo títulos de duques, marqueses, condes e incluso obispos, había preocupado a los diversos reyes. Así, vemos en Italia el gran número de soberanías parciales, independientes entre sí, que encontraremos allí, a través de la edad media [sic]”. En este escenario, la fuerza de los poderosos era enorme: el orden y la paz solo podían ser una momentánea excepción a sus demasías brutales; cuando apenas se habían reunido bajo su jefe, se entregaban sin cesar a sus guerras privadas y robos.21
En el Espíritu del siglo (1835) el español Martínez de la Rosa (1787-1862) evocaba asimismo el estado de barbarie de la Edad Media. En especial, reprochaba las injusticias del feudalismo. Denunciaba la ausencia de la fuerza estatal frente al privilegio de los señores particulares: era aquella una época de turbulencia y de desorden, en la que las leyes carecían de autoridad y fuerza; una época de tiranía anárquica en la que los príncipes y los gobiernos eran débiles frente a los ricos señores. “Durante el desorden feudal, apenas había más lugares seguros que los castillos o los monasterios”, y más tarde los sustituyeron las ciudades para la mejor protección contra la devastación de las guerras. Otros males fueron la ignorancia y la miseria de los pueblos, los cuales habían sido reducidos a la agricultura, esto es, a la “infancia”.22
Un último ejemplo lo proporciona el escritor francés Jules Raymond Lamé Fleury (1797-1878) en su curioso texto didáctico: La historia de la Edad Media, referida a los niños (1836). Resalta de inmediato el abolengo erudito de la obra, toda vez que la rigen los “cálculos sólidos y racionales” a los que estaban obligados los estudios históricos: “Ningún hecho ha sido admitido sin estar apoyado en los testimonios los más auténticos”.23 Como sus antecesores ilustrados, el autor valoraba negativamente la formación de pequeñas soberanías individuales a las que imaginaba a la manera clásica: apostadas en castillos fundados sobre colinas y amurallados. Estos edificios inspiraban terror a la población circunvecina: desde allí, según su humor, los señores podían mandar “a sus soldados que asolasen a todas las cercanías; y todos los aldeanos, para hacerse amigos de un vecino tan formidable, iban a ofrecerle con la mayor humildad parte de la cosecha de su campo, con tal que tuviese a bien dejarles gozar del resto, sin quemarles su cabaña o robarles sus ganados”.24
Hasta aquí, puede reconocerse cómo estas obras revelaban una impronta inconfundiblemente ilustrada. Sin embargo, si atendemos la apreciación de Collingwood acerca de la distancia que mediaba entre la práctica histórica de la Ilustración y la del siglo de los románticos, habría que notar, por medio de una lectura más fina, la manera en que todos nuestros autores parecían romper con el desprecio anterior a la Edad Media. Es decir, ciertamente sobre ella hacían recaer la condena como una época “oscura”, pero asimismo el espíritu romántico que inundaba sus plumas obligaba a elaborar juicios de valor desde una mirada que no puede ser más enternecedora. Dice Collingwood en su Idea de la historia: “El Romanticismo representa una nueva tendencia a encontrar valores e intereses positivos en civilizaciones muy diferentes de la propia”. En este contexto, las edades pasadas eran vistas con simpatía porque se suponían portadoras de logros genuinos y valiosos en esa marcha del desarrollo de la voluntad humana que representaba el proceso de la civilización. Así, para los románticos decimonónicos la Edad Media no será una etapa desligada de este proceso sino algo que le era consustancial, un “logró único del espíritu humano”.25
Lamé era exquisito en esta actitud ante la Edad Media. Decía que la labor general del género humano era transformarse progresivamente: después de una larga tormenta emergía siempre “una nueva sociedad con sus ideas, sus artes, sus descubrimientos, su espíritu de libertad y de adelantos”. La Edad Media tuvo un “color” especial, una ruda “originalidad” de costumbres sencillas; ofrecía a la civilización moderna el “cuadro” más animado que se podía pedir a la historia: esta fase del mundo había sido un espectáculo imponente. La historia comprendía eslabones sucesivos: la época moderna, precisamente, encontraba su germen en el medievo.26 Por último, se aprecia un esfuerzo por parte de Lamé de expresar una evaluación condescendiente para el carácter “perverso” de los señores feudales porque a fin cuentas no se podía esperar algo distinto dentro de una sociedad en ese estado civilizatorio en el que no era el derecho sino la fuerza del más poderoso la que marcaba la rutina colectiva.27
Por su parte, Simonot, que tan duro se mostró contra la Edad Media, no dejó de señalar el elemento que forzosamente vinculaba a esta con la España moderna: el mestizaje que tuvo lugar entre los indígenas y los invasores, del cual nació “una sola nación”.28 El mismo ejemplo ofrece Martínez de la Rosa quien pensaba que la religión y las costumbres locales relajaron la ferocidad de los vencedores, y resaltaba su aporte positivo: “Es digno de notar que en aquella época de barbarie, y del seno mismo de unos pueblos que parecían destinados a destruir la sociedad civil, nacieron cabalmente las dos instituciones más libres de que se glorían los tiempos modernos: el gobierno representativo y el juicio por jurados”.29
En la Histoire d’Allemagne (1837) de Johann Christian von Pfister (1772-1835) notamos que el traductor francés, en la Advertencia de la obra, elogiaba la sencillez y frugalidad de los germanos, así como su hospitalidad hacia el extraño y su coraje. Además ahí cabía la idea de que la civilización europea nació de la mezcla de la Germania y de Roma: una aportó el amor por la independencia personal, las asambleas populares y el germen de los gobiernos representativos; la otra, el derecho y la institución municipal.30 Si François Guizot, como ya vimos, describía las tiranías del medievo, también podía asegurar que este periodo fungió como bisagra fecunda entre la antigüedad y la modernidad. No ocultaba el desprecio heredado hacia la época bárbara, pero ponderó las deudas que la civilización tenía con ella; se le debía, e.g., el placer de la independencia individual: evidencia del carácter espontáneo de la humanidad “en su libre desarrollo”.31
En la Historia de la civilización en Europa (1828) de Guizot no hallaremos otro reproche a la época bárbara que no sea la ausencia de los elementos que permitieran el “movimiento progresivo” de la civilización; pero, finalmente, “ocurrió lo que tenía que ocurrir, que el régimen feudal hizo lo que tenía que hacer, que su destino estuvo de acuerdo con su naturaleza”; la imagen terrible de la Edad Media era un recuerdo de que el espíritu humano debió sufrir tanto en el pasado.32 No se encontraban en esta etapa conceptos ni hábitos de gobierno que rigieran las voluntades colectivas mediante la fuerza de los poderes públicos; en cambio, prevalecían vínculos centrados en la figura hegemónica de un solo hombre: el señor feudal.33 Desligado enteramente de los labradores -no hay parentesco ni lazo histórico y moral con ellos-, vive recluido, aislado en sus lóbregos castillos. La fuerza y la soberanía original del poderoso prevalecen: los colonos son, ante todo, propiedad del señor feudal; todas las prerrogativas de la justicia favorecen a este “de gravar con tributos, de castigar, de disponer y vender”. Exclama Guizot: “¡Qué influjo tiene que ejercer tal situación sobre quien la ocupa! ¡Qué fiereza individual, qué prodigioso orgullo [...], qué insolencia tienen que nacer en su alma!”.34 Afuera de la mansión señorial, en cambio, la población servil es tan buena y fecunda: existe benevolencia, afección.35
Guizot quiere hacer notar los esfuerzos de la civilización europea por modificar su curso, porque innegablemente tenía que sentir el impulso de su naturaleza: “Hay en él [el hombre] una voz, un instinto que le dice que está hecho para otra cosa, que tiene otro poder, otro destino”.36 La Iglesia cumplió en este sentido una importante función. En medio del desastre de las invasiones bárbaras se volcó a defender con vigor el legado de Roma, esto es, el reducto de la civilización; conquistó a los invasores: fue el lazo de unión entre los mundos que chocaron.37 En su seno había hombres abocados a la reflexión moral y política, y lucharon por difundir sus opiniones: “En cierto sentido, la Iglesia atacó a la barbarie por todos sus flancos para civilizarla dominándola”. En España, particularmente, el cuerpo eclesiástico era parte central en las labores legislativas. “Abrid la ley de los visigodos; no es una ley bárbara; evidentemente está redactada por los filósofos de la época, por el clero”.38 Acaso una muestra ejemplar sobre la persistencia de los restos de la civilización podía encontrarse en una labor inaudita entre los bárbaros: la codificación de sus leyes. En otras situaciones, a comienzos del siglo VI, se ve inclusive a Alarico II, rey visigodo de Tolosa, Francia, hacer recoger las leyes romanas para compilarlas con el título de Breviarum Aniani.39
Reconocía Guizot al celebérrimo romántico Augustin Thierry (1795-1856) el mérito de haber sabido recuperar en su obra el tono y el color de esta Edad Media, “génesis” en que se “agitan” y “mezclan” los elementos originales de la civilización europea.40 Si “el carácter de la barbarie se encuentra impreso con toda su energía” en la Historia de la conquista de Inglaterra por los normandos (1825),41 podemos agregar que en los Relatos de los tiempos merovingios (1833) de Thierry, expresión deslumbrante de este espíritu romántico, se ve bien el proceso medieval de mezcla de razas, naciones, costumbres, legados. En palabras del autor, un distintivo poético se desprende a partir del estudio del periodo merovingio, particularmente en la segunda mitad del siglo VI, cuando “se entremezclan los indígenas y los conquistadores de la Galia”, cuando el encuentro violento es “suavizado por un sinnúmero de imitaciones recíprocas originadas por la convivencia sobre el mismo suelo”.42
En los Relatos no dejan de endilgarse a los pueblos germanos las peores actitudes y costumbres: son salvajes, rudos, sanguinarios, revoltosos, altaneros, indisciplinados, licenciosos en asuntos sexuales.43 La sexta centuria en la Galia es, en general, un cuadro oscuro de guerras civiles, de rivalidades entre reyes, señores y dignidades eclesiásticas, de turbulencia intrigante, de “ausencia de todo orden administrativo y de todo lazo moral”: es una época de retorno al estadio natural.44 En este ámbito, poco a poco desaparece la vieja civilización. Sin embargo, sorprende conocer que esta, en otros casos, habría podido introducirse en el pueblo bárbaro para quitarle su característica rudeza. El rey Chilperico I, pese a haber conservado las desenfrenadas pasiones y un alma cruel, disfrutaba de las diversiones y artes literarias romanas.45 Su hermano Cariberto pretendía ser un experto en jurisprudencia y hábil en latín.46 Radegunda, hija de Bertario, penúltimo rey de los turingios, se apasionó por la lectura y eligió la vida del claustro. “Las fiestas de la corte de Neustria, los banquetes clamorosos, las cacerías arriesgadas, las revistas y justas guerreras, la sociedad de los vasallos de espíritu inculto y ruda voz, la cansaban y entristecían”.47 Por otro lado, las bodas de Brunequilda y Meroveo permiten a Thierry ofrecer un ejemplo elocuente sobre la manera en que el desorden feudal no podía achacarse a un único individuo, sino que era propio de una época con actitudes en general decadentes incluso entre los personajes cultos. Del obispo galo Pretextato cabía esperar que cumpliera la correcta postura señalada por las leyes eclesiásticas de negarse a casar a la viuda de Sigiberto con el sobrino de este; sin embargo, cedió a la brutalidad bárbara y celebró en secreto la misa de matrimonio.48
Una nación con costumbres españolas “modificadas”
El espíritu romántico como el que se señala en este conjunto de obras y autores lo vemos llegar a México desde fecha temprana. La Historia de la civilización en Europa de François Guizot era anunciado en 1835 en la sección de novedades bibliográficas de la Revista Mexicana. Periódico Científico y Literario, en cuya “Lista de suscritores” [sic] de la capital aparece nada menos que Lucas Alamán.49 En la siguiente década, mediante El Siglo Diez y Nueve la Librería Mexicana anunciará, entre sus libros en venta, la Historia de Guizot, así como sus Ensayos sobre la historia de Francia; también encontramos a Augustin Thierry: Historia de la conquista de Inglaterra, Cartas sobre la historia de Francia y Obras históricas.50 En 1842 y 1844 circulaba el nombre de este escritor celebrado por las letras francesas: “El autor ilustre de la conquista de Inglaterra, de las cartas sobre los comunes y de las narraciones merovingias”.51 Llama la atención, por otra parte, la publicación que La Hesperia hizo en 1840 de la crítica realizada a Guizot por un escritor español, Leopoldo Augusto de Cueto (1815-1901). Reprochaba el marqués de Valmar al “tan consumado” autor que en su Historia de la civilización en Francia se contentara con repetir la idea errónea de que a España no podía reconocérsele un papel positivo en la civilización.52
Para las élites educadas del país independiente, nos dice Laura Suárez de la Torre, “abrevar en nuevas fuentes y abarcar nuevas lecturas [fue] una práctica cotidiana”. El ánimo cosmopolita permitía incluir, a muy temprana fecha, los productos literarios de la Europa culta y romántica. En la década de 1820 ya se leía, por obra de la librería Galván o de la casa Seguín y Rubio, a Chateaubriand.53 De acuerdo con María Esther Pérez Salas, en la siguiente década el espíritu romántico continuará llegando, pero esta vez de una manera aún más colorida. Las páginas de una revista como El Mosaico Mexicano (1836-1841), bellamente ilustradas con el trabajo paciente de los litógrafos, convocaban a los individuos a contemplar con éxtasis a la naturaleza en la que “todo era viviente”. Son reproducidos los distintos espectáculos naturales, con la admiración por su belleza sublime, pero asimismo con el terror ante su furia y energía incontenibles: las cascadas (la catarata del río de Juanacatlán en Jalisco, la cascada de Regla en Hidalgo, la cascada de Rincón Grande en Orizaba, entre otros), las cimas indómitas e inaccesibles (el Popocatépetl, el Pico de Orizaba, etcétera), o las profundidades insondables (las grutas de Cacahuamilpa en Guerrero). Todos estos, escenarios de libertad sublime que había que recorrer, describir. Los volcanes, mayor expresión de la fuerza de la naturaleza, compelían al estudio de sus características, su estructura, los fenómenos fisicoquímicos desarrollados en su interior; las cuevas, por su profundidad insospechada y oscuridad misteriosa, parecían llevar a los orígenes de la naturaleza.54
En este escenario, don Lucas Alamán no era un excéntrico cuando en sus Disertaciones se proponía examinar, siguiendo los principios de la ciencia histórica moderna, los elementos de ese cuerpo viviente que era la nación mexicana. Uno de los autores europeos que hemos comprobado que tuvo entre manos proponía asumir la civilización como un hecho que podía ser estudiado, descrito, contado, para ubicar su origen, desarrollo, finalidad, carácter y rasgos fisiognómicos [sic].55 Se trataba de un hecho que no podía encerrarse en una cronología precisa por su naturaleza desbordante, como en el caso del mar en el vasto océano.56
A continuación, vamos a señalar dos maneras distintas en las que Lucas Alamán parecía evocar o retomar elementos del imaginario histórico que este tipo de autores del siglo romántico emplearon en sus obras, particularmente en lo relativo a la Edad Media. En primer lugar, nuestro autor reitera las consideraciones de una historiografía que, si bien no había dejado de repetir los clichés de la Ilustración sobre una época oscura, pensó en una Edad Media bella, pieza clave en el porvenir de la civilización. En segundo lugar, es interesante cómo recurría a algunos elementos historiográficos que dicha literatura le proporcionaba para relatar el proceso de la colonización en México: Alamán observaba y escribía este hecho histórico bajo el esquema historiográfico que en Europa prevalecía para dar cuenta del drama histórico que llevó al sometimiento de los pueblos originales por las tribus germanas.
Dos Edades Medias. Lucas Alamán retomaba la idea de una Edad Media que inicia con la “calamidad” de las invasiones de los pueblos bárbaros sobre los territorios del Imperio romano. Luego, suponía también el nacimiento de un pueblo nuevo tras el proceso de sometimiento de los nativos. “Los nuevos conquistadores, aunque separados primero de los conquistados, con los cuales no les era permitido enlazarse por matrimonio, y a quienes trataban como esclavos, se mezclaron más adelante con la masa de la población”.57 En la península ibérica la aparición del feudalismo estaba asociada con el combate que los reyes cristianos emprendieron contra los moros: “Daban los reyes a los señores que los acompañaban y ayudaban en la guerra algunas de las poblaciones, ya fuese en remuneración de sus servicios, o a cargo de defender las fronteras, quedando obligados a presentarse con sus vasallos, cuando fuesen llamados por el soberano, que fue el origen del sistema feudal”.58 Estos señores continuamente combatían entre sí mismos y contra los reyes; se comportaban como soberanos en su territorio, “guarecidos en sus castillos”. Además del derecho para administrar justicia, “establecían peajes y gabelas sobre los caminantes, y, haciéndose dueños de la caza, de la pesca, de las salinas y del derecho exclusivo de tener molinos de trigo, de aceite y otras industrias, reducían el comercio a la nulidad y los pueblos a la miseria”.59 En definitiva, la Edad Media española compartía mucho de la experiencia de las naciones de la Europa septentrional: ningún orden, ninguna seguridad.60
Fenómeno colectivo, las cruzadas fueron esenciales para romper con la monotonía feudal. Bajo el liderazgo de los reyes cristianos estos acontecimientos sustrajeron de sus castillos a la nobleza altiva y guerrera. Como consecuencia, la monarquía aumentó grandemente su autoridad pues a su alrededor se agruparon los grandes feudos, y los nobles fueron convertidos en aristócratas al servicio de la corte: “[de la nobleza guerrera] salieron los grandes capitanes, los profundos políticos y los hábiles administradores”. Este proceso se consumó en el siglo XV, cuando aún existían los señoríos territoriales, pero sin los derechos que casi los igualaba a los reyes; para entonces, solo quedaba su espíritu marcial. Las cruzadas, pues, no podían ser evaluadas como simples actos religiosos, como excesos extravagantes del fanatismo religioso -según suponían los filósofos impíos del siglo XVIII-, sino que fueron un episodio clave para la marcha de la civilización: “Una de las causas que más contribuyeron al desarrollo de la inteligencia humana, a la estabilidad y regularidad de los gobiernos y a los adelantos de la geografía y del comercio”.61
La Conquista, hecho romántico. Nos parece que Lucas Alamán veía cómo en la conquista de México en el siglo XVI se vivió el mismo escenario histórico que los europeos experimentaron en la Galia o la Hispania del siglo V: un choque de pueblos, sociedades, culturas.62 En su historia romántica percibimos el encuentro de dos mundos: el hispano y el indígena. Los hispanos fueron guerreros ansiosos que liderados por el Estado español en expansión llegaron a América con el espíritu caballeresco de las cruzadas; fuerzas inquietas y turbulentas, venían en búsqueda de gloria, honores y riqueza amparados en la creencia compartida en toda Europa respecto a la licitud y aun obligación que las naciones cristianas tenían de hacer la guerra a los pueblos infieles, “y el derecho que esta les daba para aprovecharse de sus despojos”.63 Todo el actuar de los invasores se ciñó a estas ideas generales. La colonia de Cumaná, en Venezuela, organizada por fray Bartolomé de Las Casas estaría conformada por 50 labradores “que sobre un vestido blanco llevasen una cruz roja, porque la idea de las cruzadas se dejaba siempre ver en todo cuanto se hacía en el Nuevo Mundo, armados caballeros con una espuela dorada”.64 La conquista de México tuvo como base el interés material junto con los fines religiosos, según Hernán Cortés lo reconoció con las siguientes palabras que Alamán le atribuye: “He hecho en ella grandes gastos, en que tengo puesta toda mi hacienda [...]. Callo cuán agradable será a Dios nuestro Señor, por cuyo amor he puesto de muy buena gana el trabajo y los dineros. Vamos a comenzar guerra justa”. Alamán estaba seguro de que en estas palabras se comprobaba una absoluta verdad histórica: las acciones de los conquistadores fueron producto de las ideas que dominaban en aquel tiempo.65 En un siglo tan singular, “en que se pasaba de la disolución a la devoción, de un acto de liviandad a otro de religión”, no sorprendía ver a los frailes convocar a las tropas militares para oír misa y agradecer por el favor celestial en el campo de batalla.66
Por otro lado, los nativos eran innegablemente los invadidos, humillados, despojados. Además de carecer de los adelantos en las ciencias y las artes, así como de los inventos de la guerra moderna, eran impíos, rendían culto a dioses sanguinarios. Moctezuma, príncipe tirano, creía en las funestas supersticiones sobre el regreso de los dioses para retomar el trono imperial.67 “Oprimido su espíritu por la persuasión de que los españoles eran aquellos extranjeros cuya venida había sido anunciada en las profecías [...], se sometió con resignación religiosa a lo que creía ser una suerte inevitable”.68 La credulidad nativa se apreciaba también en la persistencia tenaz de los tlaxcaltecas para combatir a los invasores como resultado del consejo de los sacerdotes, quienes declararon que los hispanos no eran inmortales pero sí hijos del sol que durante el día recibían refuerzo y valor y por la noche desfallecían por la ausencia de aquel astro.69 Cabe advertir que en este tipo de apreciaciones Alamán únicamente esbozaba parte de la naturaleza de estos mundos; no encontramos en ello una mera descalificación arrogante frente a la superioridad blanca. Hijos de su tiempo, indígenas e hispanos actuaban desde una mentalidad ya desaparecida: “Mientras los indios los creían aquellos seres sobrenaturales [...], los españoles mismos se consideraban protegidos especialmente por la divinidad”.70 El mismo Cortés, para escapar de la ciudad mexica con su tropa en la llamada Noche Triste, basó su deliberación en los avisos de Blas Botello, un nigromántico, esto es, en un procedimiento no menos crédulo: “Era tan común en aquel siglo la creencia supersticiosa en este género de agüeros, que no es extraño que Cortés no estuviese exento de la preocupación general”.71
Nos parece que el encuentro de estos mundos ofrece en las Disertaciones un espectáculo similar al que retrató Augustin Thierry en su obra poética: de choque hostil, agitado, pero también de incorporación de los elementos nativos y extranjeros, de mezcla. En una práctica corriente en los escritores allende el mar respecto de la violencia durante las invasiones bárbaras, Alamán exponía sin encubrimientos las crueldades cometidas en la Conquista. En relación con la matanza en el Templo Mayor el autor ofrecía el cuadro más realista sobre lo sucedido en tal “acto de atrocidad” en el que más de doscientas almas fueron masacradas.72 Era explícito asimismo respecto a la “terrible ejecución” en Cholula donde, según el propio Cortés, en dos horas fenecieron más de tres mil hombres.73
Ciertamente, el camino del conquistador solo podía quedar trazado con sangre pues actuaba según las opiniones que dominaban en su siglo.74 Sin embargo, había que resaltarse el aspecto fecundo de aquella invasión: gestó una nueva nación “por la mezcla de los conquistadores y de los conquistados”.75 En correspondencia con la historiografía europea decimonónica, que rastreaba los orígenes nacionales hasta la Edad Media o ese crisol en el que se mezclaron los hombres y las culturas, nuestro autor afirmaba con aplomo que los años del dominio español dieron forma a “una nueva nación con la religión, las leyes y las costumbres de los conquistadores, modificadas y acomodadas a las circunstancias locales”.76 Si de España procedía una rica cultura material, dice Alamán, de los vencidos tendríamos como legado el estoicismo de un pueblo que supo defender su libertad: la caída fue honrosa.77 En un cuadro de lo más romántico, a propósito de la guerra en México-Tenochtitlan, narra el autor que los sitiados fueron abandonados de todos, pero “determinaron defenderse hasta quedar sepultados bajo las ruinas de su patria”. Aunque todas las ventajas estaban del lado de los españoles, la actividad de los mexicanos “reparaba las cortaduras y levantaba nuevos parapetos, con lo que se encontraban los sitiadores en la necesidad de recomenzar cada día la misma obra”.78 El relato sobre la guerra en Tlaxcala, “parte más interesante y poética de la conquista”, nos recuerda a las escenas coloridas de los Relatos de Thierry:
[...] brilla el valor y la destreza personal de los héroes; [...] los tlaxcaltecas despreciando el furor de los caballos se asían de la lanza del jinete y forcejean a brazo partido para derribarle y desarmarle; [...] los escuadrones abiertos con largos senderos por las descargas de la artillería se volvían a cerrar con nuevos combatientes, arrebatando de la vista a los muertos y a los heridos para que el enemigo no conociese la pérdida sufrida. Los sacrificios a Camaxtle, divinidad protectora de los tlaxcaltecas o los oráculos de los sacerdotes de este ídolo, alternan con los actos más fervorosos de piedad del culto cristiano, y los grandes caracteres de Jicotencatl y Cortés dominan y sobresalen en toda esta escena de animada acción.79
Como en la Francia merovingia de los Relatos, el encuentro entre el español y el indígena en el que pensaba Lucas Alamán no siempre era hostil ni de rechazo. Marina, nativa noble habilidosa, ejemplifica uno de los vínculos íntimos que la población local fraguó con los hispanos. Muy pronto aprendió, no sólo la lengua de los invasores, sino también sus ideas;80 casada con Juan Jaramillo, vivió en México llena de riquezas y comodidades en sus residencias próximas a Chapultepec y la calzada de San Cosme que hacia 1528 el Ayuntamiento otorgó a la pareja.81 Las indias nobles, precisamente, parecen representar para Alamán una pieza fundamental para el entramado de las relaciones humanas que moldearon el orden colonial. Entregadas a los hispanos en señal de amistad y de lazos poderosos,82 todas ellas fueron base de arraigados abolengos. Alvarado se casó con doña Luisa, noble tlaxcalteca, y su descendencia enlazó después en España con la familia de los Duque de Alburquerque.83 Las hijas de Moctezuma, casadas con los principales conquistadores y ricamente dotadas, fueron el origen de varias familias muy distinguidas.84
Hay que considerar que en las Disertaciones la Conquista es un acontecimiento que no se explicaba únicamente como la irrupción de una tropa aventajada en términos militares, que venía decidida a imponer un poder extranjero; en realidad, Cortés era sobre todo el medio por el cual los nativos lograron liberarse del dominio de un imperio cruel: “Era el odio, la opresión, la sangre de todas las víctimas sacrificadas en las aras de Mégico, todos los agravios de muchos años, los que venían a reclamar una horrible venganza”. La tropa cortesiana era un grupúsculo de españoles en medio de una gran masa sublevada contra Moctezuma.85 En este ámbito, el relato romántico de nuestro autor no puede dejar de incluir el papel de los aliados -totonacas, tlaxcaltecas, etcétera-, los nativos que recibieron de buena manera a los invasores para forjar tratos amistosos.86
En el caso inverso, no era improbable que el bárbaro invasor fuera seducido por la belleza de la tierra nativa. Por eso habla Alamán del entusiasmo que el espíritu del conquistador experimentó ante el bello aspecto del paisaje local. Testimonio elocuente era Cortés, en cuyas cartas a Carlos V describió las hermosas vegas, riberas y sierras, los paisajes “apacibles a la vista”.87 Más colorida era la recuperación del avistamiento que la tropa tuvo de la ciudad mexica a su llegada en 1519:
[...] en el centro se levantaba la gran Tenochtitlan, como cabeza y señora de todas. Diversas calzadas formaban la comunicación entre la ciudad y las riberas de las lagunas, y una inmensa muchedumbre de canoas flotaba en estas, conduciendo de una a otra parte los víveres y todas las demás cosas que animaban un tráfico muy activo, y toda esta magnífica escena estaba iluminada por la clara y hermosa luz de uno de los días de otoño, en cuya estación la atmósfera megicana tiene mayor pureza y diafanidad. Tal fue la impresión que este espectáculo produjo en los espíritus, que Bernal Díaz, que escribió muchos años después, esclama: “¡agora que lo estoy escribiendo, se me presenta todo delante de mis ojos, como si ayer fuera cuando esto pasó!”.88
Esta postal que nos regala Alamán está elaborada en el más puro estilo romántico. Apoyado, como dice, en la Historia de Prescott para redactar su relato sobre la Conquista,89 es imposible no encontrar en la pluma de Alamán ese sabor que el historiador inglés tomó de Walter Scott para narrar con vivacidad, detalle y sentimiento. Aquí resuena el Prescott que supone en el espíritu hispano la admiración hacia la grandilocuencia del medio indígena: todo en la tierra nativa es brillante, colosal, hermoso, rico, mágico, delicioso.90 Al encuentro de la tropa con el soberano del Anáhuac le precede, como había descrito Alamán en sus Disertaciones, un espectáculo no menos deleitable que el misterioso Popocatépetl:
No habían caminado mucho, cuando al voltear un ángulo de la sierra improvisamente disfrutaron de una vista que con exceso compensaba las fatigas [...]. Era la del valle de México o Tenochtitlan, [...] que, con su mezcla pintoresca de lagos, bosques y praderas, florecientes ciudades y umbrosos collados, se desarrollaba ante ellos como un alegre y vistoso panorama [...]; y en el centro, semejante a una emperatriz india con una diadema de perlas, la hermosa ciudad de México, con sus blancas torres y templos.91
Alamán parece estar próximo al patriotismo criollo que exaltaba la fertilidad de la tierra americana, la bondad de sus climas y paisajes, así como el ingenio y buena disposición física de las poblaciones originales.92 Afirmaba con singular gozo que los nativos fueron muy diestros para aprender los oficios que trajeron los hispanos: “En poco tiempo [...] vinieron a ser muy aventajados”. Hasta en la delicada elaboración de bóvedas de los templos aplicaron su habilidad; a su voluntario y empeñoso esfuerzo se debían casi todas las parroquias de sus comunidades.93 Por ordenanza de 1527 el Ayuntamiento prohibió tajantemente el trabajo de los indígenas plateros, lo cual condujo a la ruina al arte de la platería que tan adelantado estaba antes de la Conquista.94 Las chinampas que adornaban el hermoso paseo de la Viga, aunque ya no mantenían la galanura del pasado, fueron una creación ingeniosa de los antiguos mexicanos.95 Un decreto atroz del Ayuntamiento, en 1527, autorizó la tala de varios árboles en Chapultepec, y con ello se derribó “una de las antigüedades más venerables del país, y bajo cuyos canos y copados sabinos habían disipado sus cuidados en solitarios paseos Moctezuma y sus antecesores”.96
Para finalizar, cabe preguntarnos si el discurso fino que Lucas Alamán elaboró en torno al lento proceso de conformación del orden colonial no se apegaba también a las preocupaciones y temáticas abordadas en la literatura europea del siglo. Es decir, así como los círculos letrados allende el mar describían, según mencionamos anteriormente, cómo a partir de la convivencia “en un mismo suelo” entre nativos e invasores se superpusieron instituciones y costumbres para dar forma a un pueblo nuevo, en México, Lucas Alamán quiso exponer las acciones particulares de los conquistadores, las ideologías, las normas y las instituciones que dieron forma a la sociedad colonial. Nótese, por ejemplo, la relación detenida que el autor llevaba a cabo para decir qué hicieron o dejaron de hacer los invasores en su interacción cotidiana con la población indígena: “Cortés no hacía alteración alguna en el orden administrativo de los pueblos sometidos a su autoridad. Los caciques continuaban gobernando con las mismas facultades que hasta entonces habían tenido, y la variación de dominio sólo consistía en los auxilios de víveres y tamemes o cargadores que daban a Cortés”.97 Los soldados, tras la muerte de Moctezuma, acostumbrados a su trato amistoso y su liberalidad, “le lloraron sinceramente”.98 Los repartimientos, de innegable origen feudal, no reprodujeron empero los rasgos severos que en Europa habían caracterizado a esta institución porque los conquistadores no despojaron a los pueblos de sus propiedades sino que sólo percibían los tributos que estaban acostumbrados a pagar a sus gobernadores nativos.99 Además, los repartimientos también se otorgaron a los indígenas, como en el caso de los descendientes de Moctezuma o de los condes de Oropesa en Perú. “No son muchos los ejemplos que la historia presenta de este género de consideraciones para con los pueblos conquistados”.100
Las consideraciones de Alamán respecto a la labor de las órdenes mendicantes que arribaron a México una vez concluida la Conquista recuerdan al papel que los autores europeos como Guizot le asignaron a la Iglesia como baluarte de la civilización en la época bárbara. Los frailes fueron el amparo de los indígenas oprimidos por los hispanos abusivos; la sociedad moderna, dice Alamán, rehúsa reconocerle a la religión un aporte positivo para la humanidad, pero la caridad cristiana que revela la actitud de aquellos hombres humildes fue la única barrera que preservó a los nativos de la tiranía y de la ruina.101 La transmisión de la fe cristiana requirió de un trabajo laborioso, como el que emprendieron los frailes para aprender las lenguas locales.102 Así como los textos de los clásicos latinos serían incomprensibles si el clero de la Edad Media no hubiera mantenido viva la lengua en que estos estaban escritos, en México los manuscritos históricos de los indígenas serían inaccesibles sin los trabajos literarios de los evangelizadores.103 Este capítulo en la obra de Alamán comunica, por último, la imagen inesperada de una élite nativa integrada a la sociedad cristiana de Nueva España: una india rica, Petronila Gerónima, veneraba en su oratorio a Jesús Nazareno; un cacique de nombre Francisco, como prueba de su celo cristiano, mandó construir una iglesia de tres naves dedicada a san Pedro; las hijas de caciques y nobles de los pueblos, como en Huejotzingo, se regocijaban en sus labores de clausura monástica, etcétera.104
Conclusión
Influido por el espíritu romántico, Lucas Alamán redactó una historia de la Conquista y la Colonia elocuente. La suya es una narración épica sobre los orígenes nacionales; hecho consumado, imposible de modificar, la Conquista en su pluma recuerda a los procesos de germinación que caracterizaban, según los autores europeos, a todas las sociedades modernas. Llama la atención así que en las Disertaciones los indígenas sean protagonistas esenciales de ese gran acontecimiento, como aliados o guerreros combatientes; sus mujeres fueron un enlace clave, como instrumentos de la diplomacia o como base para la gestación de abolengos nobiliarios. En un sentido amplio, esta postura ante la ocupación española se opone visiblemente a la narrativa patriótica de la primera época republicana, para la cual la Conquista se reducía maniqueamente a un enfrentamiento unidireccional entre indígenas y españoles, así como al despojo y cruel masacre de la población nativa.105 Las Disertaciones, por el contrario, plantearon un suceso que mediante las fuentes se revelaba plenamente romántico. La Conquista fue, para Alamán, un drama emocionante: choque de hombres, mundos y culturas diferentes; episodio violento, de dominio de un pueblo sobre otro, pero también de escenas coloridas y comunicaciones diversas entre nativos e invasores.