Los signos de los tiempos “no son placenteros”. Por todas partes y casi a todas horas escuchamos esta frase, con que se pretende justificar un sinnúmero de actitudes, de alteraciones del orden; de decadencia de los valores morales; el desenfreno que no tiene barreras, la falta de respeto, de justicia, de Derecho, de jerarquía.
Se pretende justificar con esta frase el incomprensible espíritu de rebeldía a todo lo que implica orden, principios, autoridad y disciplina, a todo lo que implica respeto a la vida y a los valores humanos.
Nuestro mundo actual se debate presa de la angustia y la inquietud, pero esto, debemos reconocerlo, no es fruto del azar; la causa se halla en el hombre mismo. Esta aseveración es tan cierta, que se analiza de manera imparcial; nuestra vida presente, en el nivel que se quiere: individual, familiar, social, cultural, nacional o internacional, se habrá de concluir que sí es posible vivir dentro de los principios de la razón, la justicia, la responsabilidad y el deber, solo que para lograrlo se requiere voluntad y acciones positivas, que no pocas veces son contrarias a nuestros deseos. De ahí la eterna lucha entre la razón y la voluntad.
Frente a este ominoso cuadro existen otros “signos” que contrarían este panorama funesto y que permiten pensar que, hoy como ayer, el mundo lucha entre lo constructivo y lo destructivo, entre el egoísmo y la solidaridad, entre el bien y el mal.
El hombre es el responsable total de “los signos de los tiempos” y una vez más se enfrenta a la controversia eterna. Confundido, se enfrenta a la esperanza y a la desesperación, a los conflictos y a las equivocaciones, a las perspectivas llenas de misterio y a su máxima prueba en el mundo del mañana.
Todos los días algo viejo, algo caduco, se derrumba y algo nuevo, más útil y generoso es edificado; a pesar de las dificultades y de los escollos, los pueblos van alcanzando nuevos objetivos y construyen nuevas estructuras.
Nos hemos convencido de que los individuos, por buena que sea su inspiración, no realizan sus mejores trabajos solos. Los mayores logros se obtienen cuando cierto número de profesionistas trabajan activamente y de manera conjunta hacia una meta común.
Estamos seguros de que los hombres, en cierta manera, son el producto y el fruto de su época, están hechos y amoldados por los tiempos en que viven, influyen sobre sus contemporáneos y reciben la influencia de ellos. La familia que los rodea, su educación e instrucción, la opinión política y religiosa de su tiempo obran más y más sobre su naturaleza, dan dirección a su carácter y despiertan sus más claras facultades; por eso, los mejores hombres, bajo la influencia de tales causas se colocan siempre en grupos. Han aprendido que para progresar se requiere de la participación activa de todos, siempre bajo una perspectiva de solidaridad.
Los médicos no podemos ignorar la época que nos ha tocado vivir. Es momento de comprender que el futuro ya no será lo que era. No se trata de una sencilla explotación del pasado en un mundo independiente, el futuro lo inventará la consulta recíproca entre los diferentes grupos humanos. Requerirá de ellos una capacidad genuina de cuestionar el destino posible y deseable de nuestra sociedad moderna.
Nuestro mundo actual se debate presa de la angustia y la inquietud, pero esto, debemos reconocerlo, no es fruto del azar; la causa se halla en el hombre mismo, esta aseveración es tan cierta que si se analiza de manera imparcial nuestra vida presente, en el nivel que se quiera: individual, familiar, social, cultural, nacional o internacional, se habrá de concluir que sí es posible vivir dentro de los principios de la razón, la justicia, la responsabilidad y el deber, solo que para lograrlo se requiere voluntad y acciones positivas, que no pocas veces son contrarias a nuestros deseos. De ahí la eterna lucha entre la razón y la voluntad.
La medicina es una ciencia que se ejerce a base de dedicación y estudio permanente con el fin de ofrecer a nuestros semejantes, objeto esencial de ese ejercicio, lo mejor en la lucha por su salud y por su vida, siempre y en cualquier circunstancia. El médico se debe al enfermo y al estudio antes que nada, y su actividad, ciencia y arte -no debe ser degradada por sus propios ejercitantes- a la categoría de simple oficio.
Hemos de convencernos que en el ejercicio de la medicina está ocurriendo, con diversas modalidades pero en todos los ámbitos del mundo, una revolución que en sus fenómenos esenciales da lugar a la aplicación de sistemas dinámicos de organización que abren campo a los valores reales y reconocen el mérito en donde existe talento y sacrificio. En las nuevas corrientes del ejercicio médico debe trazarse la meta del triunfo a igual distancia para todos y se cuida que nada que no sean los naturales obstáculos propios del conocimiento científico se interpongan entre el médico y su consagración.
Al especialista lo afectan otras responsabilidades aún mayores, el camino que ha debido recorrer para obtener calidad, las cualidades personales que tiene por el hecho de constituir el producto de una selección casi siempre natural, y el trabajo que realiza para mantener el prestigio que ha alcanzado por sus méritos propios, lo revisten de autoridad y representación más elevada, hombre de ciencia, es un destacado y profundo conocedor del campo que ha abarcado y lo domina en su ejercicio técnico: es un estudioso que investiga, enseña y usa su experiencia con relevancia singular. No obstante, las formas del que enseña o investiga ya no pueden ser ni siquiera rebuscadas y teatrales y menos aún, carentes de objetividad. La juventud actúa en todos los órdenes, exige la verdad demostrada y se resiste a aceptar valores que no mira o no palpa; desprecia lo tradicional si no constata su excelencia y hace mofa de las solemnidades excesivamente protocolarias y formalistas, y esas juventudes empleando el término en sentido relativo, en función de lo que tiene impulso y capacidad de creación, sin matices de larga experiencia, tienen razón, lo que vale, vale en sí mismo sin necesidad de revertirse en formas convencionales. El maestro debe ser superior en conocimientos, hechos y virtudes y ascendencia para ser reconocido como tal y si no muestra estos atributos, no será aceptado. El investigador debe ser puro, de honestidad acrisolada, veraz y directo para planteamientos y deducciones. Ante las generaciones actuales ya no puede aparecer como investigador quien no lo sea y como profesor el que no tenga lo mejor para su enseñanza.
El aislamiento profesional propicia la impreparación, la falta de diálogo conduce al desinterés y a la indolencia; de ahí la importancia capital de los eventos científicos que permiten el intercambio entre médicos, profesionistas ávidos de enriquecer sus acervos científicos con el contacto de profesores y camaradas.
Para el observador lego que asista a algunas sesiones médicas, debe ser notorio que hay pocas oportunidades para discutir y aún para preguntar, pareciera que todo el mundo lo sabe todo, y que, quien habla, pontifica. Querer preguntar en público, ante testigos, parece cada vez más difícil. No porque dejen de responderse las preguntas, sino por el cariz personal que puede adquirir la situación entre el interrogante y el interpelado. Con frecuencia hacemos caso omiso del objeto de estudio y no recibimos la pregunta u opinión como una actitud de quien quiere saber o aclarar sino “adpersonam”. De esta manera, consciente o inconscientemente condicionamos la respuesta con la intención, que suponemos, nos fue formulada, esto significa que a veces no somos capaces de apreciar la genuina sinceridad de quien públicamente nos pregunta. Por lo mismo, no podemos abstraernos a responder concretamente sobre el tema, como simples vehículos de información, si no pensamos que la pregunta implica, también una intención personal ajena a las exigencias puramente académicas.
Es decir, no juzgamos la perspicacia, sino la suspicacia, y desde esta posición recelosa, dirigimos la respuesta sintiéndonos vigilados y asediados por quien a nuestro parecer nos ha puesto en el predicamento de defender, ante espectadores, nuestro prestigio, que no es nuestra verdad. Si esta posición de soberbia intelectual perjudicara solo a quien la adopta, menos mal, pero las consecuencias afectan a los asistentes; para ellos, la libre exposición de las ideas puede arrojar luz sobre la materia. Afectando en mayor proporción a quien no habiendo tenido oportunidad de aprender, ha llegado a un centro académico con la disposición de “querer aprender”, así con la aparente buena fe, de quien por soberbio es contumaz, puede derivarse un perjuicio para enfermos a quienes (parece que esto no se repite suficientemente) estamos obligados a servir.
Director médico del Hospital Ángeles Lomas.
Director general emérito del Instituto Nacional de Perinatología (INPer).
Profesor titular de la especialidad de Ginecología y Obstetricia. División de estudios de posgrado, Facultad de Medicina, UNAM.
Maestro de la Ginecoobstericia Latinoamericana.
Maestro y doctor en Ciencias Médicas, UNAM.
Presidente fundador de la Federación Latinoamericana de Medicina Perinatal (FLAMP).
Ex presidente de la Federación Latinoamericana de Sociedades de Obstetricia y Ginecología (FLASOG).