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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.33 no.65 México ene./jun. 2025  Epub 27-Mayo-2025

https://doi.org/10.18504/pl3365-011-2025 

Artículos

La masacre de San Fernando: performatización moral de la violencia

The San Fernando Massacre: Moral Performatization of Violence

Andrés Rincón Morera* 
http://orcid.org/0000-0003-4874-3076

* Doctor de Investigación en Ciencias Sociales con Mención en Sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México (Flacso México) | andrinconm@unal.edu.co


Resumen

Con base en la teoría de la esfera civil y la pragmática cultural, el artículo propone un modelo para comprender cómo la masacre de San Fernando fue configurada como un hecho socialmente significativo en México. Empíricamente, se aborda el proceso performativo con que este evento se posicionó en la opinión pública, analizando cómo, mediando el despliegue excesivo de fuerza, los hechos catalogados como violencia son producidos y reproducidos simbólicamente como manifestaciones transgresoras y problematizadoras de los constructos morales considerados centrales para un núcleo social. Analíticamente, se ofrece un marco comprensivo para identificar el proceso con el que este tipo de manifestaciones se cristalizan en problemas públicos de tipo moral, y condensan múltiples imputaciones acusatoriales entrecruzadas ancladas en códigos civiles y no civiles, para ser etiquetadas de hechos conmocionantes, traumáticos y/o dramáticos.

Palabras clave: masacre de San Fernando; teoría de la esfera civil; pragmática cultural; estudios sobre migraciones; performance moral; violencia; migrantes

Abstract

Based on the main postulates of the civil sphere theory and cultural pragmatics, a model of analysis is proposed to understand the way in which the San Fernando massacre has come to be configured as a socially significant event in Mexico. Empirically, it addresses the performative process through which it was positioned in public opinion, analyzing the way in which, through the excessive deployment of force, the events categorized as violence are symbolically configured as transgressive and problematizing manifestations of those moral constructs considered central to a social nucleus. Analytically, a comprehensive framework is offered to identify the process through which this type of social manifestations are crystallized as public problems of a moral nature, condensing multiple intertwined accusatory imputations anchored in civil and non-civil codes, becoming labeled as shocking, traumatic and/or dramatic events.

Keywords: San Fernando massacre; civil sphere theory; cultural pragmatics; migration studies; moral performance; violence

1. Introducción

A finales de agosto de 2010 se conoció la masacre contra 72 personas migrantes en el municipio de San Fernando, Tamaulipas, una entidad de la frontera norte de México. Las víctimas, objeto de graves violaciones contra los derechos humanos (DDHH), provenían de países disímiles: India (1), Brasil (3), Ecuador (5), Guatemala (13), El Salvador (14) y Honduras (24), además de un conjunto de personas que aún no habían sido plenamente identificadas (Infobae, 2021). El grupo se conformaba de 58 hombres y 14 mujeres (Woldenberg, 2010). Presuntamente, retenidos ilegalmente por parte de comandos armados de los Zetas, se les había torturado para luego ser asesinados con violencia extrema; sus despojos mortales fueron abandonados en una construcción en las inmediaciones de una zona donde poco después se hallarían diversas fosas clandestinas (Gándara, 2020). Su localización se habría dado gracias a información de un joven migrante ecuatoriano que, fingiendo su muerte, había logrado sobrevivir (BBC, 2014).

Aun cuando no existe certeza absoluta sobre el modo de operación, se conocen algunos elementos recurrentes asociados. Primero, móviles afincados en la intersección de múltiples factores: dificultades y/o imposibilidad de pago ante las altas exigencias económicas para la liberación; negativa y/o incomodidad manifiesta para ceder ante las presiones de desempeñarse en favor del actor criminal, e intencionalidad de neutralización de personas consideradas como sospechosas por su probable enrolamiento con la organización antagónica, el Cártel del Golfo (Loret de Mola, 2018; Martínez, 2016).1 Segundo: despliegue público de manifestaciones excesivas con el fin de garantizar su hegemonía en territorios configurados estratégicamente, así como de enviar un mensaje disuasor y amenazante contra expresiones consideradas rivales (BBC, 2014). Tercero: uso extremo de la fuerza manifiesto en actos de tortura, y en violencias sexuales y de género que se plasmaron en acceso carnal violento, entre otras modalidades (Vanguardia MX, 2016). Finalmente, implementación de una práctica sistemática de utilización de fosas clandestinas como recurso primario para la desaparición de las víctimas y/o cualquier material probatorio, lo que resultó en la localización de 47 fosas con 193 cadáveres el 1 de abril de 2011 (Expreso, 2017).

Tiempo después, el suceso pasó a configurarse simbólicamente en la opinión pública bajo dos tipologías sociales recurrentes: “emblemático” (Martínez, 2016) y “conmocionante” (Bartolomé, 2010).2 Se le presentó como un reflejo de la violencia generalizada y las graves violaciones a los derechos humanos derivadas de la “guerra contra el narco”, y como un despliegue excesivo de las organizaciones criminales, ejemplificado, entre otros, por la masacre de Allende y el caso Ayotzinapa (Vanguardia MX, 2019; Infobae, 2020). De igual forma, los hechos de San Fernando pasaron a simbolizarse como un referente primario y polivalente para encuadrar diversas victimizaciones sufridas por los migrantes en México, tales como las masacres de Cadereyta, Güémez y Camargo (Martínez, 2016). Estos graves acontecimientos incluían el deceso de 40 personas en un centro del Instituto Nacional de Migración (INM) en Ciudad Juárez en 2023 (Tello, 2023), lo cual fue central para el impulso de reformas en la política migratoria mexicana (Gaceta del Senado, 2020). En otras palabras, la construcción simbólica de la masacre de San Fernando consolidada a lo largo del tiempo, la ha transformado en un referente para interpretar y comprender las graves violaciones contra la población migrante.

Al mismo tiempo, se ha señalado que este caso no provocó ni ha generado la “oleada de indignación” de otros eventos (Molina, 2014). Tampoco ha desencadenado un volumen significativo de reflexiones en la opinión pública (Osorno, 2011) ni en el ámbito académico, a diferencia del caso Ayotzinapa. Esto es notable a pesar de la presión constante de las víctimas indirectas y las organizaciones que las acompañan (Hernández, 2020), de las recomendaciones y seguimientos de organismos de derechos humanos (CNDH, 2019), y de su configuración como un hito de memoria que se refleja en la instalación de antimonumentos, la difusión mediática internacional y las demandas públicas ampliamente difundidas en torno a la recomposición de la investigación ministerial (Gándara, 2020). Este contraste delimita la pregunta que guía el presente artículo: ¿cómo es que, en medio de una circulación pública restringida, la masacre de San Fernando ha llegado a configurarse simbólicamente como un caso “emblemático” y “conmocionante” en la opinión pública mexicana? Y, específicamente, ¿cómo ha logrado constituirse en un referente de significado de las problemáticas de derechos humanos asociadas a la migración en México?

Para abordar este cuestionamiento, este texto se estructura en tres grandes apartados: primero, se explicita el marco problematizador; segundo, se introduce el enfoque analítico y metodológico; y tercero, se aborda la configuración simbólica y narrativa de los hechos de San Fernando.

2. Marco problematizador y de debate

A nivel internacional, varios enfoques componen el campo analítico sobre la violencia contra las poblaciones migrantes. En un primer conjunto, destaca la configuración contextual en los países de recepción que advierte sobre los entramados sociales y culturales que propician las victimizaciones. Algunos estudios han realzado las nociones de xenofobia, estereotipo y racismo aludiendo a la construcción de un “otro” que, en ciertas transiciones políticas, pasaría a ser tratado como una amenaza para el orden social (Khan, 2019). Otros análisis han enfatizado en la relación entre los procesos migratorios, las condiciones de movilidad y su incidencia en el aumento de vulnerabilidades diferenciales basadas en género, raza, clase y lugar de origen (Soria-Escalante et al., 2022); en este caso se observa la relación que se ha establecido entre migración y amplificación de violencias interpersonales contra mujeres, niñas, niños, adolescentes y las personas LGBTTIQ+, así como contra las masculinidades marginadas subalternas atadas a estigmas y exclusiones (Cook Heffron, 2019; Bhagat, 2020; Alessi et al., 2021), mismas que, como en los hechos de San Fernando, se supeditan a la configuración de una narrativa corporal hegemónica, violenta y patriarcal personificada en los victimarios (Cuen, 2018).

En este punto es importante destacar que pocas aproximaciones han abordado la configuración simbólica de estos eventos en la opinión pública. La masacre de San Fernando se encuadra en esta ausencia. Las pocas reflexiones al respecto han señalado que, a diferencia de Ayotzinapa, no logró conectar con la matanza de Tlatelolco, uno de los capítulos más importantes de la historia reciente de México, limitando la solidaridad con la minoría victimizada (los estudiantes) y matizando el rechazo contra los presuntos responsables (la élite política) (Molina, 2014).

En un segundo grupo de literatura, se encuentran los enfoques que han priorizado la comprensión sobre los factores de riesgo asociados a cambios restrictivos en las políticas migratorias contemporáneas, a su incidencia en el aumento de la precarización de las poblaciones migrantes, y a sus efectos adversos a raíz de la creciente ilegalización y criminalización de los flujos migratorios (Bustillo & Mares, 2016), de los que algunos son el uso de rutas cada vez más peligrosas, la “sofisticación” utilizada por las organizaciones traficantes de personas para evadir los controles institucionales, y la mayor incursión de agentes estatales en tales victimizaciones dada la inexistencia de medidas que contrarresten los altos márgenes de impunidad y corrupción (Boon-Kuo, 2018).

Esta aproximación posee una fuerte difusión en México y Centroamérica (Gentry, 2021), contextos donde se enfatiza en el factor potenciador de los controles territoriales ejercidos por las organizaciones criminales y el tráfico ilegal de estupefacientes en las dinámicas de movilidad irregular de amplios segmentos humanos (Massey et al., 2021). La masacre de San Fernando se ha interpretado bajo estos parámetros fundamentales (Aguayo, 2016), concibiéndola como resultado de un patrón generalizado de terror estatal y paraestatal encuadrado en un paradigma represivo de la migración (Pérez-Bustillo, 2020).

En un tercer conjunto de estudios se ubican los que priorizan un enfoque transnacional. Algunos advierten sobre los encadenamientos de victimizaciones en contextos de intensa explotación, lo que se manifiesta en las modalidades de trata de personas, y que atravesarían un continuum de violencias entre los lugares de origen, paso y recepción (Acharya & Behera, 2022). Otros, de forma convergente, enfatizan en la configuración de contextos que estarían alimentados por redes ampliadas de corrupción, así como de complejas interacciones entre expresiones crimino-delincuenciales (Martinez, 2014).

Concomitantemente, se ha advertido sobre la existencia de mecanismos ampliados de violencia y coerción que operarían como catalizadores orientados a la extracción de valor social y económico de la población migrante en un contexto de intensas disputas territoriales y dinámicas capitalistas legales e ilegales (Araya, 2020). Los hechos de San Fernando se han abordado en una perspectiva similar, explicándolos como producto de una trama de “gubernamentalidad necropolítica” ejercida por un “gobierno privado indirecto” transnacional -combinación de ejércitos particulares y agentes estatales- y que se desenvolvería en un trasfondo de redes de colusión y altos márgenes de impunidad y explotación (Varela Huerta, 2017).

Parafraseando a Misse (2016), cabe argumentar que hay una serie de sesgos en estas aproximaciones respecto a lo que se entiende por “violencia” de modo que, según el recorte del objeto, se da relevancia a una dimensión de análisis, pero se deja tras de escena aspectos sustanciales de interpretación. En los enfoques en los que se enfatiza la dimensión estructural, el sujeto se desvanece y la acción se entiende apenas como una variable dependiente. En contraste, cuando se prioriza la dimensión relacional y subjetiva, el orden se disipa, sin la posibilidad de comprender las tramas socioculturales en que se involucra la agencia de los actores y la manera en que estos recrean, a la vez que reproducen y son reproducidos socialmente por las manifestaciones catalogadas como violencia. En otras palabras y para aportar al fortalecimiento de este campo de análisis, se afirma que los hechos clasificados como “violencia” no pueden entenderse como una variable dependiente del contexto, ni como un producto exclusivo de la acción racional de los actores. Por ello, a continuación se delinea un enfoque interpretativo buscando aportar a la comprensión sobre la inserción social de las manifestaciones en cuestión.

3. Parámetros teórico-metodológicos centrales

En primer lugar, se propone la relevancia de analizar los actos de violencia mediante estudios de caso en profundidad, adoptando una perspectiva cultural3 que permita problematizar las dinámicas por las que ciertos hechos se vuelven protagónicos en la opinión pública. Para tal fin, se introduce la noción de hecho socialmente significativo, inspirada en los trabajos de Mauss (2009) y Alexander (2006a). Esta aproximación alude a que hay expresiones sociales y culturales cuya configuración simbólica y narrativa problematiza en la opinión pública valores concebidos como centrales en la esfera civil y en las esferas no civiles. Estas manifestaciones condensan y movilizan significados polisémicos y valoraciones morales en conflicto, hasta concretarse, en el ámbito comunicativo de la esfera civil y de esferas no civiles, como problemas de carácter moral. Así, se les etiqueta de hechos conmocionantes, traumáticos y dramáticos, a la vez que se les rodea de externalidades culturales que los moldean como referentes centrales de significado; es de esta forma que se configuran simbólicamente como una imagen narrada y problematizada de la sociedad.

En segundo lugar, anclado en la pragmática cultural (Alexander, 2006a), se propone que la configuración de ciertas victimizaciones como hechos socialmente significativos surge de una performatización moral. Como cualquier otro performance social, estas situaciones constituyen un drama social en el que se despliegan y confrontan diversos códigos culturales (Alexander, 2006a). En este contexto, el performance se entiende como “una ocasión en la que, como cultura o sociedad, nos reflejamos y definimos, dramatizamos nuestros mitos colectivos y nuestra historia” (MacAloon, 1984). Este proceso implica que los actores, individual o colectivamente, despliegan para los demás el significado de su situación social, de forma consciente o inconsciente (Alexander, 2006a). Asimismo, la especificidad de estas victimizaciones se deriva de un proceso simbólico y narrativo donde, mediando el despliegue excesivo de fuerza, se configuran simbólicamente como manifestaciones transgresoras y problematizadoras de los constructos morales asumidos como centrales para un núcleo social (Tognato, 2015). Esto impacta en el ethos -la dimensión evaluativa de la moral- y en la cosmovisión -la visión del mundo proporcionada por dicha moral- (Geertz, 2017).

Lo anterior supone comprender la relación entre los modos de representación simbólica y la verosimilitud de un performance social; dimensiones analíticas fundamentales para comprender si un performance se percibe como auténtico o inauténtico por las audiencias (Alexander, 2006a, p. 6). La credibilidad de un performance depende tanto de un fenómeno de extensión cultural (la integración efectiva de matrices culturales y guiones emergentes escenificados a través de la acción), como de la identificación psicológica (el grado en que una audiencia se convence de la autenticidad del performance mediante su identificación con los actores y los significados desplegados) (Alexander, 2006a, pp. 29, 59). En este marco, siguiendo a Tognato (2015), la propuesta es analizar la forma en que los hechos catalogados como violencia configuran un conjunto situacional complejo, que moviliza valoraciones morales contrastantes y en disputa. Se busca comprender las imputaciones sociales asociadas a tales manifestaciones, considerando los actores, las audiencias, la puesta en escena, los medios de producción simbólica, y las formas de poder social vinculadas con la circulación de la opinión pública a través de distintas mediaciones.

En tercer lugar, se asume que la configuración de las imputaciones puede interpretarse a la luz de los principios generales de la teoría de la esfera civil.4 Desde esta perspectiva, el código simbólico de la esfera civil se concibe como un conjunto de estructuras binarias, configuradas en torno a la demanda de inclusión y codificadas a partir de diferentes narrativas sobre justicia y libertad que se agrupan bajo la etiqueta de lo civil. Al mismo tiempo, este código determina lo que debe ser excluido, simbolizado como lo anticivil (Alexander, 2006b, p. 34). Esta estructura se articula en tres niveles, lo que requiere una perspectiva metodológica que combine el análisis sistemático de sus contenidos semánticos con su puesta en escena. En este sentido, los motivos de los actores se estructuran en torno a la antinomia entre cualidades imputadas como civiles-sagradas: activismo, autonomía, racionalidad, razonabilidad, calma, control, realismo y cordura, y las asociadas con la anticivilidad: pasividad, dependencia, irracionalidad, histeria, excitabilidad, salvajismo-pasional, distorsión y locura. En cuanto a las relaciones sociales, se postula que las personas motivadas democráticamente serán percibidas como capaces de “formar relaciones sociales abiertas más que secretas” (Alexander, 2006b, p. 58). Finalmente, se plantea que cuando los motivos y las relaciones son considerados irracionales y marcados por la desconfianza, es probable que las instituciones resultantes sean interpretadas como productos de la arbitrariedad (Alexander, 2006b, p. 58).

En el ámbito de lo social, la esfera civil establece interacciones complejas con esferas no civiles, lo que genera disputas y contrastes entre discursos de membresía basados en el código de la esfera civil y los anclados en códigos no civiles (Alexander & Tognato, 2018; Baiocchi, 2006).5 En el contexto mexicano, y específicamente para el caso que nos ocupa, estas construcciones narrativas están mediadas por un discurso civil configurado a partir de la Revolución mexicana y los subsiguientes procesos de liberalización política (Arteaga & Arzuaga, 2018). Esta narrativa civil se entrelaza con una construcción simbólica patrimonialista, de carácter no civil, que surge al amparo de un régimen político corporativista y autoritario (Arteaga & Arzuaga, 2018, pp. 19-23). Este conjunto discursivo se asienta en el despliegue de un poder simbólico donde la autoridad y la jerarquía se sacralizan en la figura presidencial, la cual se percibe como el eje de la consolidación moral del poder (Arteaga & Arzuaga, 2018).

Desde la perspectiva teórico-metodológica adoptada en este artículo, se asume que la unidad de análisis central está constituida por la opinión pública. Una mediación sociocultural compuesta por diferentes esferas de circulación textual, discursiva y simbólica que, a su vez, condensa múltiples disputas valorativas sobre los hechos en cuestión (Alexander, 2006b). Por tanto, se sistematizaron en Atlas.ti las narrativas y construcciones simbólicas de más de 220 columnas de opinión halladas en diferentes espacios y editoriales de diferentes medios digitales noticiosos de México producidas entre agosto de 2010 y diciembre de 2022. Entre otros, se encuentran El Universal, Reforma, Aristegui Noticias, Milenio, Animal Político y La Jornada, dada su variabilidad en materia de posiciones ideopolíticas en sus columnistas.6

4. Aproximación empírica: la masacre de San Fernando como un hecho socialmente significativo

A partir de lo expuesto, este artículo presenta un argumento central: la circulación pública acotada y la configuración de la masacre de san Fernando como un caso “emblemático” y “conmocionante” en la opinión pública son manifestaciones de la producción y reproducción simbólica y narrativa de este evento como un hecho socialmente significativo. Esta dinámica surge de una performatización moral desarrollada en el ámbito comunicativo de la esfera civil, donde la interpretación de esos acontecimientos ha propiciado profundas problematizaciones en torno al entramado socioinstitucional mexicano, el contexto migratorio, el aparato estatal, sus dirigentes y élites, así como sobre las causas y efectos de la violencia en los destinos de la nación y la ciudadanía.7

La simbolización de dicho acontecimiento ha dinamizado un espacio también simbólico en el que circulan múltiples imputaciones entrecruzadas, articulando dos tipos de discursividades contrastantes. Por un lado, las alineadas con una perspectiva civil que problematiza la inserción de graves violaciones a los derechos humanos, atribuyéndolas sobre todo a un profundo fallo estatal que se manifiesta como altos niveles de corrupción, impunidad generalizada, escaso control territorial y el tratamiento criminal de las migraciones. Todo lo cual, se imputa, ha operado en un contexto de avance y consolidación de organizaciones criminales, así como del debilitamiento de las autoridades y de la figura presidencial. Estas imputaciones reflejan un antagonismo profundo con las promesas de construcción de un Estado de derecho autónomo y democrático, promesas que se remontan a la Revolución mexicana y la transición democrática. Por otro lado, emergen discursos basados en códigos simbólicos no civiles, donde se cuestionan los cimientos del universo moral mexicano, señalando la existencia de tendencias de descomposición social y de una profunda inmoralidad en las élites políticas.

4.1. Encuadre narrativo y simbólico del caso

En un primer momento, la configuración simbólica de la masacre de San Fernando, así como su producción y reproducción en la opinión pública, partió de un proceso de simplificación narrativa dicotómica: en un extremo, enfatizando en los aspectos de transgresión delictiva de la norma legalmente instituida, nacional e internacionalmente, así como en las cualidades intrínsecas asociadas a la desprotección de los derechos de las poblaciones migrantes. Así, partiendo de una discursividad civil, se le caracterizó como un delito de “lesa humanidad” representativo de un sinnúmero de graves violaciones contra los DDHH (Memoria y Verdad, 2011), marco en que se asumió lo acontecido como parte de una dinámica sistemática y estructural de violencia orientada a la eliminación de diferentes sectores poblacionales, manifestación de un acto generalizado de responsabilidad estatal y/o que ha contado con su aquiescencia y que habría sido resultado de una compleja entremezcla de motivos sociales, económicos, raciales y/o culturales: “crimen genocida y crimen de Estado la masacre de migrantes” (Says, 2011).

En otro extremo, tal configuración del caso en cuestión pasó en años subsecuentes por distintas narrativas que procuraron acotarlo y dar cuenta de su especificidad. Por tanto, fue tipificado socialmente como un hecho de violencia exacerbada que destaca en una larga cadena de violaciones contra los derechos humanos en México. En consecuencia, se le ha narrado y simbolizado enfatizando en el exceso desplegado: la “mayor matanza” (Animal Político, 2011), la “peor masacre” (El Universal, 2015), y como “el peor crimen de los Zetas” (Infobae, 2020).8

En un segundo momento, destacan las construcciones simbólicas en las que se resaltan los efectos intrínsecos de su ocurrencia, encuadrando esa masacre como un hecho paradigmático de los problemas de la política migratoria mexicana y configurándolo narrativamente como un reflejo del riesgo aumentado de la movilización transfronteriza irregular. Asimismo, se le ha descrito como un encadenamiento de adversidades magnificadas en territorio mexicano (Woldenberg, 2010), y como perturbación profunda y abrupta de la frágil normalidad de la entidad federativa y el país que deja una impronta “conmocionante” (Bartolomé, 2010). Por otra parte, se le ha concebido como ejemplo del “dilema migratorio” mexicano: por un lado, endurecimiento de las políticas represivas que, dependientes de una política hemisférica estadounidense, habrían expuesto a la población migrante a mayores peligros. Por otro, simbolizaría una paradoja dado que se asume que relajar las medidas migratorias incentivaría mayores flujos poblacionales en medio de una situación estatal precaria en control territorial (Hope, 2021).

En un tercer momento, se ha construido simbólicamente al amparo de tramas argumentativas contrastantes y/o dicotómicas en las que se han entreverado aspectos del orden civil e imputaciones no civiles. Por ejemplo, se le ha caracterizado como un “siniestro crimen” (Woldenberg, 2010) o “un dolor infinito” (Memoria y Verdad, 2011). Estas dicotomías realzan su tipificación de contravención y de profunda transgresión maliciosa y triste con pérdidas humanas irreparables. Y también se han condensado las reacciones de aversión moral contra la magnitud, las cualidades de la violencia desplegada y sus efectos; caracterizaciones sintomáticas donde el hecho es denotado como portador de incivilidad, inhumanidad desbordada y temores paralizantes: “espeluznante”, “macabros”, “despiadado”, “atrocidad” y “barbarie”, entre otras (Animal Político, 2011; El Imparcial, 2011; Expreso, 2019).

3.2. Imputaciones anticiviles contra la institucionalidad

Por otra parte, la masacre de San Fernando ha concitado imputaciones normativas sobre el rol y efectividad de la institucionalidad mexicana sobre la defensa de los DDHH de la población en general, y de las personas migrantes en particular; mismas que se estructuraron como antagonistas de las alocuciones oficialistas relacionadas con el tema. Así, desde el ejecutivo nacional en funciones, Felipe Calderón, y desde otras autoridades, se avanzó en la configuración de una narrativa dicotómica en la que se estructuró una línea divisoria precisa: en un extremo, las fuerzas estatales del orden se interpretaron como aliadas de la población y, consecuentemente, como amigas. En el otro, se calificó a las organizaciones delictivas como antagónicas y nocivas para la sociedad: “son los que asaltan, roban y envenenan a los jóvenes” (El Imparcial, 2011). En otras palabras, los presuntos agentes perpetradores se concibieron desde el poder político como transgresores de la norma y el ordenamiento jurídico-institucional por la vía de su tipificación como delincuentes, en una perspectiva anticivil, y se les simbolizó desde una perspectiva no civil negativa: seres propensos a causar el mal contra sus congéneres, contrarios al ordenamiento social y moral.

Este tipo de argumentación, así como varias de las declaraciones dadas por los ejecutivos nacionales posteriores, han carecido de verosimilitud, y de una identificación psicológica. En otras palabras, todo parece indicar que el objetivo de este tipo de declaraciones, buscando generar un ambiente favorable en la opinión pública para limitar la imputación de responsabilidades en la institucionalidad de turno, no han logrado generar un escenario benévolo para las actuaciones estatales. En este marco, se han producido y reproducido las imputaciones anticiviles y no civiles negativas contra las mismas, sirviendo de marco referencial para leer e interpretar lo ocurrido, y de puente para ligarlo a otras victimizaciones cruentas dotándole de un soporte simbólico y narrativo para encuadrar su inscripción. Estas perspectivas, además, se han entreverado con imputaciones no civiles negativas contra las élites gobernantes y el sistema político que han liderado, un contraste narrativo que se plasmó en por lo menos cinco aspectos.

Primero, encuadrando el hecho en una lectura interpretativa nacional ampliada, caracterizando a las instituciones y el régimen político como manifestaciones anticiviles donde se reproducirían diferentes violaciones contra los DDHH y se dificultaría la concreción de derechos (Dayán, 2020). Se ha imputado que todo esto ha sido dinamizado por la producción y reproducción de redes y mecanismos de colusión, corrupción y represión protagonizados, en gran medida, por funcionarios públicos, en particular por miembros de las fuerzas estatales de seguridad. Entre estos actores destacan las policías municipales, a las que se ha atribuido un papel activo en la retención ilegal de migrantes para entregarlos a organizaciones criminales (Molina, 2014). Imputaciones extensivas contra miembros del Instituto Nacional de Migración (INM), al que se le ha acusado de ser protagónico en la violación de los derechos de la población migrante: “una sucursal de Los Zetas” (Says, 2011).

De igual forma se ha imputado la configuración de un orden institucional de impunidad9 cuya diseminación facilitaría la reproducción de hechos violentos y delictivos (Crisis Group, 2016; Dayán, 2020). Se trata de un entramado donde resalta la ausencia de voluntad política en las élites gobernantes federales y locales, y la elusión intencionada de sus responsabilidades para esclarecer y erradicar las violaciones contra los DDHH (La Jornada de Oriente, 2013). Esta situación ha sido interpretada como una “deuda histórica” del Estado mexicano, en la cual existe una intencionalidad deliberada para obstaculizar la obtención de justicia: “sentaron las bases de la impunidad en el caso” (Gándara, 2020). Son imputaciones entremezcladas con dimensiones no civiles que han calificado la actitud institucional de “pecado” (Dittmar, 2017). Es decir, transgresiones morales contra preceptos considerados como sagrados para el funcionamiento socioinstitucional mexicano y de responsabilidad primaria con las víctimas.

Segundo, se ha señalado que existen políticas públicas anticiviles e inoperantes, portadoras de respuestas deficientes de cara a la migración, utilizadas falsamente por quienes gobiernan para simular resultados y del todo ineficaces frente a retos como la masacre de San Fernando. No en vano las determinaciones de ley al respecto se han catalogado como medidas desarticuladas y débiles (“deshilachadas”) (Woldenberg, 2010), y contradictorias, represivas e indignas, encubiertas por toda clase de promesas incumplidas y figuradas en una clara intencionalidad de instrumentalización política (Gebara, 2018). Así las cosas, se ha advertido sobre lo errado de no concebir la cuestión migratoria como un tema de seguridad pública o de no implementar medidas de prevención de cara a la desaparición y, sobre todo, contra la industria criminal del secuestro de migrantes a lo largo de las carreteras mexicanas (El Editor, 2019; SinEmbargo MX, 2021).

En tercer lugar, se ha señalado que hay una política institucional de opacidad, cerrazón y arbitrariedad estructurales, que habría permeado significativamente el caso en cuestión. Desde esta perspectiva, se ha valorado de modo negativo los constantes impedimentos impuestos a las víctimas indirectas por parte de la entonces Procuraduría General de la República (PGR), que, a pesar de ligeras modificaciones, han continuado bajo la Fiscalía General de la República (FGR). Estos obstáculos han dificultado el acceso a las carpetas de investigación, han limitado la capacidad de actuación de la representación legal y han complicado los procesos de identificación forense (Delgadillo & Kraus, 2019).10 Esto se ha interpretado como una contradicción con la robusta institucionalidad en materia de acceso a la información en México (Pérez, 2013) y que se atribuye a una actitud antidemocrática y anticivil por parte de las autoridades, lo que se manifestaría en la ausencia de rendición de cuentas frente a las violaciones contra los DDHH: “no hablan los funcionarios” (Bartolomé, 2010).

En cuarto lugar, y en convergencia con el punto anterior, se han señalado graves afectaciones a la esfera comunicativa de la sociedad civil. Estas acciones se han interpretado como intentos deliberados de impedir el esclarecimiento de los hechos en la opinión pública y de imponer un cerco mediático desde el poder político. Es un marco en el que se ha atribuido un uso arbitrario del poder en desmedro de los derechos de la población para acceder a informaciones veraces y certeras cuando se trata de vulneraciones contra los DDHH. Se adujo entonces que los gobiernos federal y estatal habrían limitado la cobertura noticiosa del suceso con intencionalidad política y desplegando versiones oficiales marcadas por el secretismo, la homogeneización y profundas inconsistencias: “fueron encriptadas y contradictorias” (Animal Político, 2011; Delgadillo & Kraus, 2019). Por esta vía, la especificidad del caso se ha afincado argumentativamente en una trama de incertidumbre;11 narrativa nodal extendida en los sexenios de Peña Nieto y López Obrador, realzando críticamente los incumplimientos respecto a las obligaciones estatales en materia de los derechos de verdad, justicia, reparación, memoria y no repetición (Proceso, 2022).12

Estas imputaciones se han entreverado con valoraciones no civiles negativas en contra de las autoridades, condensando múltiples construcciones simbólicas metafóricas a partir de las cuales se interpreta la masacre de San Fernando como resultado de una profunda alteración moral o espiritual inserta en la institucionalidad, misma que, personificada por partidos y gobernantes, se toma como una afrenta contra los ideales democráticos y las perspectivas de reparación civil figuradas en la Revolución mexicana. Se encuentran, por ejemplo, imputaciones de contagio para figurar la diseminación de actitudes desviadas, trastornadas y descontroladas que deformarían el buen funcionamiento estatal y el cumplimiento de sus obligaciones constitucionales: “Diversas enfermedades recorren México. Una de ellas es la impunidad, otra [...] la injusticia” (Delgadillo & Kraus, 2019). Otro tanto acontece con la utilización de recursos narrativos en los que se aduce la configuración de un entramado artificioso construido intencionalmente para ralentizar las reclamaciones de verdad y justicia, confundir a las víctimas y proteger a los responsables de delitos: “laberínticos caminos de la burocracia legal mexicana” (Memoria y Verdad, 2011).

Finalmente, las actuaciones de algunos organismos encargados de la protección de DDHH se han sometido a profundos cuestionamientos sobre su verosimilitud. Sobresale el rol desempeñado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH). Así las cosas, por una parte se esbozaron distintas imputaciones anticiviles contra el papel de las autoridades federales y locales a partir de la Recomendación 80/2013. Desde este lugar de enunciación, un sector de la opinión pública amplificó algunas conclusiones precisas denotando una actitud contraria al cumplimiento de las obligaciones estatales en lo que refiere a la promoción de los DDHH, entre las que se encontrarían: irregularidades y anomalías del procedimiento de investigación ministerial (pérdida de material probatorio, necropsias incompletas, deficiente seguimiento a los protocolos, entre otros), así como en la procuración de justicia (El Mañana, 2013).

En otro extremo, se han expresado críticas contra la Recomendación mencionada y contra el titular de la CNDH en su momento, Raúl Plascencia (2009-2014), imputándoles “lentitud” y una actitud “laxa frente a los abusos de autoridades”. Mientras que la Recomendación -emitida tres años después- ha sido calificada de “parcial”, “violatoria de los derechos humanos”, omisa de los testimonios de las víctimas indirectas y carente de una investigación profunda y sistemática para conocer la “verdad histórica” de los hechos (Torres, 2014; Vanguardia MX, 2015).13 Todo lo cual, se señala, habría configurado una investigación que omite “la posible responsabilidad del Estado por los hechos de la masacre”,14 y da paso a la valoración positiva de la promulgación de la Recomendación 23VG/2019 en la que se enfatizan las omisiones estatales generales y los de la CNDH en cuanto a la violencia contra migrantes (Zona Docs, 2019).

4.3. Un contexto migratorio y social cuestionado

La masacre de San Fernando sintetiza un cuestionamiento respecto a la naturaleza y configuración del contexto migratorio y de la esfera civil, marco en el que ha emergido un conjunto de metáforas entremezclando imputaciones anticiviles y no civiles con las que se ha caracterizado el escenario de ocurrencia de los hechos como una mediación contraria a la solidaridad.

Un eje de reflexión versa sobre un contraste marcado: primero, imputando la existencia de un contexto regional en el que se habrían agudizado las violaciones contra los DDHH como producto, entre otras cosas, de condiciones estructurales desiguales y un entorno social adverso: “la crisis de violencia se debió a la falta de trabajo, carencia de cultura y las pocas oportunidades” (Expreso, 2017). Segundo, advirtiendo que existe un contexto migratorio local marcado por una “crisis humanitaria” (Castillo Ramírez, 2017), constituido en una “tragedia” al amparo de la “complicidad oficial” y lleno de historias de “terror profundo” (Zermeño, 2011), escenario simbolizado como manifestación de contradicciones, peligros recurrentes y marcadas desigualdades internacionales al que le correspondería una experiencia en suelo mexicano plagada de penas, dolores, violencias e incertidumbres: “...el purgatorio” (Woldenberg, 2010).

En un segundo eje encontramos una serie de imputaciones contra el entramado social mexicano y tamaulipeco, advirtiendo sobre tendencias que minarían la construcción de solidaridades extendidas y facilitarían la violencia. Ellas estarían configuradas en función del encuadre interpretativo dado a la emergencia de determinados tipos de victimarios en su seno, así como a la producción, reproducción y repetición de excesos en su territorio. Así las cosas, se ha argumentado que este tipo de hechos habrían sido el resultado de dos aspectos: a) de un proceso de “descomposición política, social y moral” (IETD, 2014), es decir, la masacre de San Fernando se ha concebido como reflejo primario del deterioro y abandono de valores fundamentales, y de la desconfianza en las relaciones cotidianas; y b) como consecuencia de una inversión trascendente de la dimensión ética que debería orientar la vida en sociedad: “la pérdida absoluta de un sentido humano de justicia y de la vida” (Says, 2011).

Ahora bien, el entorno societal inmediato se ha configurado narrativa y simbólicamente a partir de un conjunto de narrativas dicotómicas: concibiendo a la población local como un ente marcado por la victimización y la violencia, pasivo y dependiente de una fuerza superior para su protección, no en vano se le ha caracterizado de “población olvidada por la justicia, por el Estado y por la sociedad” (Says, 2011). Mientras que la sociedad mexicana ha sido comprendida como una colectividad que se mueve entre la indignación perecedera, la impasibilidad, la ausencia de memoria y la atención selectiva. Así, se adujo estar ante una población con demostraciones de solidaridad restringida y limitada: “Se indignan, pero después se olvidan” (Molina, 2014). Configuración simbólica que, de hecho, contrasta con pocas narrativas en las que se haya destacado positivamente la dimensión civil de la población tamaulipeca para con las víctimas: “El llanto, la desesperación y el dolor se respiraban en el ambiente, pero también la solidaridad” (Expreso, 2019).

En un tercer eje, estas tensiones han constituido el pivote fundamental desde el cual se caracteriza al ámbito comunicativo de la esfera civil. Los medios de comunicación se han configurado simbólicamente como incapaces de sobreponerse al cerco informativo que habría operado por parte de las autoridades locales y federales para narrar la masacre (Animal Político, 2011). Pero también son percibidos como una realidad que se mueve entre la obligación de cubrir informativamente los hechos violentos y la intención de moldear la opinión pública procurando a la vez aumentar el consumo de sus contenidos (Molina, 2014). En otras palabras, este ámbito se construye narrativamente desde una óptica anticivil como un objeto pasible y dependiente del poder político, y como autoorientado por intereses particularistas y económicos en una clara ruptura con la construcción de mediaciones civiles informadas democráticamente.

4.4. La dimensión territorial reflexionada

En cuarto orden, el territorio ha sido objeto de imputaciones anticiviles y no civiles desde las que se ha procurado encuadrar la masacre de San Fernando. Por supuesto, sobre este municipio han convergido metáforas geográficas y militares, e incluso otras traídas desde la física, para interpretar la configuración socioinstitucional adversa en que, se aduce, estaría inscrita la ocurrencia de violencias en ese lugar: “un paisaje lunar, vacío, donde no hay testigos” (Animal Político, 2011); un “municipio estratégico”, un “agujero negro de migrantes” (El Heraldo de México, 2019). Aproximaciones simbólicas que caracterizan a San Fernando en el abandono institucional, con dificultades para dar seguridad a sus habitantes y donde confluyen ventajas comparativas suficientes para alimentar el accionar delincuencial.

Así, a San Fernando se le configura narrativamente como un municipio víctima de sujetos crueles que habrían “enterrado” la ingente economía local (pesca, producción de sorgo y explotación de hidrocarburos): “San Fernando, tierra arrasada” (Pastrana et al., 2020). Todo lo cual habría dejado una marca indeleble sobre el pueblo y cuya magnitud de violencia y excesos solo serían comparables con Auschwitz, Chernobyl y Ruanda: “honda herida causada por los humanos más bárbaros” (Expreso, 2017). En otro extremo, es un escenario significado como un lugar donde la muerte y el dolor se habrían convertido en práctica recurrente y espectáculo consuetudinario: “a los hombres que secuestraban [...] los elegían para ponerlos a pelear entre sí en una especie de Coliseo” (Expreso, 2017). Caracterizaciones entremezcladas con valoraciones morales negativas imputando la existencia de un municipio condenado por la violencia y signado por el abandono de una fuerza purificadora superior capaz de erradicar el mal de su territorio: “pueblo maldito”, “el lugar de la muerte”, “pueblo atormentado”, “sinónimo de muerte” y “viva imagen de la barbarie”, entre otras (Animal Político, 2011; Says, 2011; Expreso, 2017; López, 2021).15

Asimismo, emergió y se posicionó un conjunto de imputaciones negativas en las cuales se tipificó al noroeste como un escenario de terror y a México como un país marcado por la diseminación ampliada y excesiva de la muerte, la violencia y el horror. En consecuencia, el país y la región han pasado a concebirse como territorio “peligroso” para las migraciones humanas cuya característica fundamental sería su pérdida de valores: donde se comercializa con la vida, una zona roja para migrantes y personas extranjeras y donde el tráfico ilegal de seres humanos es “un negocio lucrativo” para delincuentes y agentes institucionales corruptos (Fregoso, 2016; El Editor, 2019).

Es en este marco simbólico y narrativo en que la masacre de San Fernando ha puesto en escena la diseminación y utilización sistemática de fosas clandestinas por parte de los actores crimino-delincuenciales en la región aledaña a este municipio, en todo el estado y en entidades vecinas. Un hecho significado como “herida abierta” que evidencia las debilidades estatales históricas para garantizar el control institucional territorial: “no es [...] por generación espontánea; es una consecuencia de un proceso político” (Dittmar, 2017). Así las cosas, las fosas clandestinas de San Fernando (cuya exhumación final habría permitido la localización de 47 sitios de enterramiento y más de 193 cuerpos), se tomaron como fiel reflejo de las “orgías de terror” protagonizadas por los victimarios (Animal Político, 2011), y de prácticas en las que se habría retrocedido en el proceso civilizatorio e invertido toda clase de valores morales y sociales básicos: “obligaban a los más fuertes a golpear a los otros -con la esperanza de salvar la vida-” (Expreso, 2019).

4.5. Víctimas y victimarios: oposiciones simbólicas

Finalmente, el caso condensó oposiciones binarias centradas en la caracterización de los actores implicados. En esta trama argumentativa se imputa toda clase de excesos y desafueros a los victimarios, condensando y entremezclando múltiples imputaciones civiles y no civiles negativas que realzan su configuración como seres alejados de cualquier valor ético y con pocos escrúpulos. Se les caracteriza de agentes pasivos y dependientes de estructuras facciosas: atados a estructuras de mando y bajo la amenaza de violencias intragrupales, compelidos a ejecutar órdenes a pesar de que ciertos hechos “pudieran confrontar su moral” (Hernández, 2020). Se les cataloga de individuos que se debaten entre la racionalidad violenta con apego a fines particulares mezquinos (“frío, calculado, sanguinario”) (Illaraza, 2020) y la irracionalidad cruenta gozosa imputada en el exceso: con trastorno de personalidad y emociones distorsionadas, deformados socialmente (Infobae, 2010), desviados (“psicópatas”) y salvajes (“de carácter explosivo”) (Sol, 2019).

Entre tanto, la organización presuntamente responsable se significó como una realidad antagónica para la sociedad: “no fueron gente de San Fernando, nuestra gente es buena” (Expreso, 2017). Una expresión propensa a infligir el mal (físico y moral), ejercer el poder desmedidamente y protagonizar actos brutales, desproporcionados y crueles para garantizar su matriz de acumulación ilegal: “una máquina de muerte”, aparato propiciatorio de “episodios trágicos” (Vanguardia MX, 2016) y la expresión delictiva portadora de mayor temor para la población migrante (Prado, 2012). Plano en el cual se destacó como protagonista de la instauración de nuevos despliegues violentos poco o nada vistos previamente en territorio mexicano: la propagación de una táctica de “terror civil”, férreo control territorial, secuestro extorsivo de migrantes elevado a una industria criminal y la implementación sistemática de una “estrategia de aniquilación” contra organizaciones antagónicas (Vanguardia MX, 2016; Gebara, 2018). Hecho que, se imputa, guardaría relación con la profesionalización de varios de sus miembros en labores castrenses (portadores de “una ideología militar sobre la muerte”), con su adiestramiento por parte de kaibiles (Hernández, 2020),16 y con su acoplamiento con agentes institucionales corruptos en todos los órdenes de gobierno (Molina, 2014).

La configuración simbólica de las víctimas, en buena medida, se ancló a una caracterización antagónica a la de sus victimarios. Acerca de ellas se abordó una serie de narrativas dicotómicas en las que, a la vez que han primado elementos civiles en su configuración, se han esbozado diferentes parámetros interpretativos que realzan su dimensión como personas inocentes sometidas a daños físicos y morales en medio de una situación altamente vulnerable (Delgadillo & Kraus, 2019). Por una parte se les ha caracterizado como seres doblemente victimizados: obligados a migrar en medio las profundas desigualdades económicas entre países (Woldenberg, 2010), y sujetos a la criminalización y los abusos perpetrados por organizaciones crimino-delincuenciales, y por funcionarios represivos y coludidos con el crimen: “transeúntes convertidos en una muestra del horror” (Animal Político, 2011). Por otro lado, se les ha pensado como seres inermes y pasibles ante el abuso de poder: minorías a las que les han violado sistemáticamente sus derechos (en su país y México), privados de libertades mínimas (“esclavos del narco”) (Animal Político, 2012), excluidas social y económicamente (Castillo Ramírez, 2017), marcadas por la incertidumbre, el anonimato, el olvido y la desprotección continuada: “El migrante es un muerto que atraviesa México, sin nombre y sin entierro” (Pastrana et al., 2020).

5. A manera de cierre

El presente artículo ha procurado desarrollar una perspectiva analítica performativa para encuadrar la configuración simbólica de la masacre de San Fernando en la opinión pública mexicana, una aproximación escasamente implementada a nivel internacional en el estudio de la interrelación entre procesos migratorios y violencias. Ausencia que, desde nuestra perspectiva, pasa por alto la forma en que, episódicamente y por medio de múltiples disputas normativas, se configuran ciertos hechos como problemas públicos de tipo moral. Así, se ha soslayado el análisis sobre las dinámicas de su inserción sociocultural, la forma en que se condensan, vehiculizan y, a la vez, se someten a verosimilitud las diferentes representaciones simbólicas sobre su ocurrencia y la manera en que dinamiza una imagen dramatizada de la sociedad y las instituciones mediante un complejo entrecruzamiento de códigos simbólicos civiles y no civiles. Así, independientemente de su circulación pública acotada y menor que en casos como el de Ayotzinapa, su construcción simbólica ha posicionado la masacre de San Fernando como una manifestación transgresora y problematizadora de los constructos morales considerados centrales para diferentes sectores sociales en México, principalmente la dimensión sacralizada del poder reflejada en sus dimensiones civiles y no civiles.

La perspectiva aquí asumida considera que este proceso se entiende mejor desde la teoría de la esfera civil y la pragmática cultural, así como a través de sus ulteriores desarrollos en Latinoamérica (Alexander & Tognato, 2018). Desde este enfoque se infiere que dicha masacre es un hecho socialmente significativo. Todo lo cual está intrínsecamente relacionado con su performatización moral, una dimensión poco explorada para analizar sus contornos; un espacio simbólico donde se producen y recrean dinámicas socioculturales en las que se debaten sentidos contrastantes sobre la ocurrencia, verosimilitud, legitimidad y efectos sociales e institucionales del exceso, y su encuadre de ocurrencia contra las poblaciones migrantes. En este sentido, las acciones y arreglos sociales e institucionales son sometidos a escrutinio público tanto desde la perspectiva de la consistencia de sus actuaciones, como desde una perspectiva moral en la que se demarca la idealidad de los procesos y cualidades morales que deberían tener la sociedad y, fundamentalmente, el Estado de cara a las minorías y personas menos favorecidas, independientemente de su lugar de origen.

Todo lo anterior comporta implicaciones teóricas precisas. Primero, considerar las instituciones sociales como arenas que refractan significativamente los significados culturales (Alexander, 1997). Segundo, desplazar la pregunta por las causas y los efectos de la violencia hacia el cuestionamiento de su inserción social y cultural en diversas mediaciones sociales. Esto implica preguntarse por la forma en que los fenómenos tipificados como violencia son construidos social y simbólicamente como hechos sociales significativos a partir de la presencia e intersección de múltiples códigos simbólicos (Arteaga & Arzuaga, 2017). Tercero, asumir que el mecanismo explicativo implícito se orienta por la comprensión de la forma en que diferentes hechos son producidos y recreados simbólicamente en el ámbito comunicativo de la esfera civil. Esto supone comprender que la función simbólica de estos relatos se encuentra en relación estrecha con el grado de percepción de las acciones perjudiciales como afectaciones contra el centro simbólico de la sociedad (Tognato, 2015). Finalmente, trabajar operativamente con una definición del objeto de estudio que permita comprender que los hechos catalogados como violencia constituyen, esencialmente, gestos dramatúrgicos que tienen lugar en el seno de sociedades diferenciadas. Es decir, se trata de entender cómo tales fenómenos son constituidos como actos performativos, comprendiendo las respuestas y significaciones morales o emocionales dadas por múltiples audiencias (Alexander, 2006a).

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1 Martín Omar Estrada Luna, alias “El Kilo”, fue señalado como el autor material tras una orden expresa de Édgar Huerta Montiel, “El Wache”, jefe de plaza en San Fernando (Expansión, 2011). Todo con con el beneplácito de Salvador Alfonso Martínez Escobedo, “La Ardilla”, líder regional de los Zetas en Tamaulipas (Loret de Mola, 2018).

2 Esta acepción ha sido producida y reproducida desde enfoques académicos advirtiendo que es un indicio de la “devastación producida por el terror” y del costo humano implicado (Peralta, 2020).

3 Perspectiva inspirada en Geertz, (2017, pp. 35-37) y que, en un enfoque ampliado, busca aportar a un desarrollo hermenéutico de lo particular en relación con la configuración general en que se encuadran los hechos analizados (Alexander & Smith, 2003).

4 La esfera civil constituye una dimensión social y simbólica cuya centralidad deviene del conjunto de estructuras de sentimientos, simbólicas e institucionales (regulativas y comunicativas) cifradas en el ideal de la solidaridad social universal (Alexander, 2006b, pp. 3-4, 34, 70). Las esferas no civiles configuran ámbitos sociales a partir de solidaridades restringidas que se constituyen en función de membresías específicas, procesos particulares de inclusión-exclusión y códigos simbólicos concretos.

5 Es decir, bajo distintos tipos de regímenes políticos se constituyen diferentes tipos de esfera civil. Esto incide en la construcción de modos diferenciados de construcción de la solidaridad universal, pero no la desaparición de las formas de su estructuración (Khosrokhavar, 2015).

6 Tal como afirman Arteaga & Arzuaga (2018), en estos medios las columnas de opinión representan un espectro amplio de posiciones entreveradas que pueden orientar líneas ideológicas de pensamiento de diverso tipo, aunque con tendencias, en apariencia, claras: conservadoras (Milenio y Reforma), liberales (Aristegui Noticias y El Universal) y de izquierda (La Jornada). Todo lo cual hace posible ubicar diferentes perspectivas interpretativas y de opinión.

7 Aspectos simbólicos producidos y reproducidos en cada conmemoración de la masacre, cuando se citan otros sucesos marcados por el exceso y, no menos importante, en determinaciones precisas relacionadas con los incumplimientos de las obligaciones estatales en materia de DDHH.

8 A diferencia de contextos como el colombiano (Blair, 2004), la noción de masacre no ha sido un objeto de disputa simbólica.

9 Manifiesto en retrasos en la administración de justicia, investigación ministerial deficiente, cierre informativo, revictimización, violencia y difamación contra jueces y juezas, escasa autonomía del poder judicial, ausencia de un enfoque de corte macrocriminal y de coordinación institucional nacional e internacional, entre otros (Crisis Group, 2016; Dayán, 2020).

10 Situación que ha puesto en escena una intensa disputa simbólica y argumentativa sobre la caracterización de los hechos: en un primer momento, el caso no fue calificado como una violación grave contra los DDHH, lo que facultó la reserva de información (Animal Político, 2011). Después, la reclasificación del caso por parte de la CNDH, y por las determinaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Instituto Nacional de Transparencia, producto en parte de la presión de las víctimas indirectas, habría supuesto un avance parcial en el acceso a la información, pero pocos cambios en la procuración de justicia (Proceso, 2022).

11 Un análisis pormenorizado sobre este cerco mediático se encuentra en Peralta (2020).

12 Imputaciones amplificadas en los intentos de vinculación al proceso judicial de la masacre contra la abogada Ana Lorena Delgadillo, la perito forense Marcela Doretti, integrante del Equipo Argentino de Antropología Forense, y la periodista Marcela Turati, quienes trabajaron por un tiempo en torno al caso, acompañando a las víctimas indirectas y/o denunciando la situación global implicada (Quid, 2023).

13 Un análisis detallado en Morales Vega (2017).

14 Mostrada en la colusión con las policías locales, la complicidad con elementos de la policía de investigación e indicios de omisión y/o aquiescencia de las autoridades de los tres órdenes de gobierno.

15 Apelativos que se han hecho extensivos a vialidades de la región donde recurrirían tanto la migración, como la circulación de mercancías legales e ilegales (Expreso, 2017).

16 Refiere a un grupo élite del ejército de Guatemala sobre el que han recaído múltiples denuncias por violaciones contra los derechos humanos (Villamil, 2022).

Recibido: 03 de Septiembre de 2023; Aprobado: 15 de Agosto de 2024

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