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Investigaciones geográficas

versión On-line ISSN 2448-7279versión impresa ISSN 0188-4611

Invest. Geog  no.57 Ciudad de México ago. 2005

 

Reseñas

 

Turri, E. (2004), Il paesaggio e il silenzio

 

Fabiana D'Ascenzo*

 

Marsilio, Venezia, 248 p. ISBN 88-317-8413-7

 

* Università di L'Aquila.

 

Después de Antropologia del paesaggio (Comunità, Milano, 1974), Semiologia del paesaggio italiano (Longanesi, Milano, 1979) e Il paesaggio come teatro (Marsilio, Venezia, 1998), las reflexiones del geógrafo Eugenio Turri confluyen en un nuevo libro, Il paesaggio e il silenzio, en el que desarrolla el discurso empezado con las obras anteriores, siguiendo una peculiar línea de evolución. El autor, que ha enseñado "Geografia del paesaggio" (Geografía del paisaje) en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo del Politécnico de Milán, sin perder de vista los aspectos naturales y pragmáticos del tema, lo tiñe de tonalidades simbólicas para empujar el análisis hacia nuevas profundidades, explorando los valores existenciales que el paisaje geográfico puede asumir para el hombre y la sociedad.

Reanudando conceptos anteriormente tratados en las tres obras citadas, en el presente volumen Eugenio Turri los amplía y los profundiza, demostrando que la vena del paisaje de ninguna forma está agotada y al contrario, se enriquece de nuevas posibilidades temáticas cuando el autor, por medio de la práctica de la investigación y la escritura, reafirma el concepto de interdisciplinariedad -intrínseco al objeto de estudio- con el que se abren el primero y el tercero de los libros que preceden Il paesaggio e il silenzio. Esta última obra parece entonces la encarnación de la colaboración, solicitada muchas veces, entre los estudiosos de diferentes ámbitos de investigación, pues el autor considera el paisaje un terreno prioritario para la apertura de las fronteras entre las disciplinas a la que tanto se anhela por ser considerada más y más necesaria y urgente.

El hombre contemporáneo es el hombre de la civilización del ruido: autor y operador de una técnica sofisticada que lo emancipa siempre más de la physis, él es más creador que observador, incapaz de descubrir el sentido del mundo ya que ha perdido la dimensión del silencio. Precisamente, el texto se organiza alrededor de esta primera bipartición enfrentada entre ruido y silencio. El ruido es metáfora de la racionalidad, testigo de la incesante labor del hombre para refrenar a la naturaleza, lo que demasiado a menudo desemboca en las desarmonías de una lógica dirigida solamente a perseguir la ganancia económica, despojando a la naturaleza de su propia energía y sus secretos. El autor se refiere exactamente al ruido <<de la continua explosión energética para que funcione la mega máquina>> (p. 31) y citando a Serge Latouche crea nexos inmediatos con un pensamiento dirigido hacia los asuntos de las desigualdades económicas y políticas, a los problemas de la distribución de los recursos, a la ética del actuar en el territorio -todos temas que son imprescindibles, según el análisis de Eugenio Turri, de la armonía que el hombre tendría constantemente que perseguir en sus relaciones con el medio ambiente. Esta llamada a la ética, que concluye el prefacio del libro, establece el sentido primero y último de la obra, y regresa, a veces más explícita, a veces más latente, en el trascurso del texto, latiendo incesantemente bajo las palabras del autor.

Si el ruido pertenece al tiempo del hombre, el silencio remite a los procesos de constitución del mundo y entra en otro tiempo, que es el tiempo de la naturaleza. Desde siempre favorable para la meditación y la comunicación con lo divino, el silencio es la condición necesaria para captar las armonías naturales y, por tanto, se vuelve vital para aprender a reconocerlas, a respetarlas, a entrar en sus juegos sin alterarlos, pero volviéndonos parte integrante. No es casualidad que el silencio requiere suspensión, distanciamiento y no irrupción, acción arrogante: por eso mismo es siempre más inalcanzable para el hombre contemporáneo que no sabe escuchar el tiempo largo y no sabe tener acceso a él. <<El silencio es una conquista dura y magnífica>> (p. 40), necesaria para ponerse a la escucha del mundo, pues <<el paisaje no es agresivo>> (p. 76), no es entrometido, no se impone, mas se ofrece, pero solamente a la mirada atenta del que, reconociéndose parte integrante del paisaje, decide aprender de su lenguaje y, al mismo tiempo, aprender algo sobre sí mismo y sobre la vida.

El cielo, <<la otra mitad del paisaje>>, encuentra lugar en estas reflexiones. Desde siempre poco tomado en cuenta, considerado vacío y no representable, no soló hoy día no nos es ajeno sino que también él es explorado y explotado de manera indiscriminada. Eugenio Turri se refiere a las emisiones, los aviones, las redes de infraestructuras, las torres pero también a algunas construcciones desmesuradas en las aristas de los montes que desfiguran al paisaje celeste. Al cielo el autor dedica páginas casi dardelianas;1 el cielo es percibido en su redondez, pues es un abrazo que envuelve a la Tierra, o también en su pesadez, cuando la permanencia de capas de nubes lo vuelve casi un techo; pero su percepción puede ser también uránica, cuando se le indaga como recipiente inmenso de fenómenos astronómicos, que evocan la profundidad y el misterio. El Sol, entonces, es el regreso a los ritmos cotidianos, la seguridad del día de hoy. El espacio sobre la Tierra es organizado e interpretado sobre la base de su recorrido diario y el paisaje vive vidas distintas bajo su mirada, ya que el Sol conduce la luz y cambia la apariencia de las cosas. En cambio la Luna es silencio, entrada en lo desconocido, en el infinito. Antaño el carácter sagrado del cielo era reafirmado continuamente en las edificaciones humanas, sea por la elección de lugares altos para colocar los templos o los eremitorios, sea por la forma de las mismas construcciones, a menudo propiamente representaciones celestes, por su estructura -la cúpula, que sugiere el hemisferio que nos envuelve -o por su ordenación- las pirámides, que reproducen la disposición de las estrellas.

El paisaje inevitablemente es la proyección de una realidad que el mismo no puede expresar totalmente. Lo "visible" que el paisaje ofrece a la mirada implica un "invisible" que constituye, según la fascinante visión del autor, una posibilidad ontológica como condición necesaria para las revelaciones portadoras de conocimientos aunque no ciertos por lo menos potenciales. En el paisaje, en realidad, hay un <<sentido que nace en el margen de los signos>>, una <<inminencia del todo en las partes>> (p. 68): Eugenio Turri se inspira a Merleau-Ponty y a las analogías que se pueden establecer con el lenguaje según las sugestiones de De Saussure, relacionando el paisaje con la oración, ya que también en el caso de ésta no es necesario comprender todas las palabras para captar su sentido. Tal intrínseca <<latencia semántica>> es además doble, ya que de un lado pertenece a la dimensión local, pero a espacios y tiempos que no pueden ser referidos al presente, mientras que por otro lado se ata a los espacios que van más allá del mismo ámbito local: es así que el paisaje nos lleva a uno de los asuntos más actuales y debatidos, el asunto de las conexiones entre lo local y lo global, por ser el paisaje <<la manifestación de una organización que supera lo local>> pero sigue siendo un objeto, un microcosmos que <<se percibe localmente>> (p. 79).

El primer aspecto de dicha latencia se refiere entonces a lo que ya no se ve, al paisaje como resultado de una serie de procesos y eventos, naturales e históricos, cuya reconstrucción no solamente es posible por medio de una observación atenta y un análisis adecuado sino también deseable para entender la evolución de una comunidad reforzando el diálogo y el vínculo social con su paisaje. Con sus consideraciones el autor muestra que es muy real que el paisaje, incluso con lo que calla, hace posible explorar la posibilidad ontológica antes citada. El segundo aspecto de la latencia nos lleva a reflexionar, en el sentido geográfico, sobre el paisaje como porción del mundo y, en el sentido perceptivo, sobre la cuestión de la mirada, del punto de vista del sujeto, que el autor no duda en definir director: de hecho, <<sin nosotros, intérpretes, ¿qué sería este paisaje?>> (p. 73). Precisamente, los signos esparcidos en él son los elementos de un discurso que, cuando analizado apropiadamente, permite remontarse a las estructuras internas de la sociedad correspondiente.

En realidad, gracias a una operación semiótica de varios niveles, y dando por sentado que el punto de partida es infaltablemente perceptivo, es posible reconocer en el escenario que el paisaje ofrece al observador un territorio y su funcionamiento. Los iconemi, signos que emergen de y al mismo tiempo, definen un paisaje, son partes que representan una totalidad: sinécdoque geográfica, remiten siempre a la langue de una sociedad. Desde los característicos centros enrocados del sur de Italia al Ayers Rock de Australia, Eugenio Turri realiza una reflexión en la que confluyen saber geográfico e histórico, mitos de fundación y conocimientos antropológicos, pero, especialmente, donde las razones del outsider se cruzan con las del insider, mientras el saber clasificatorio se alimenta del valor del espacio vivido y se vuelve significativo.

La comunicación hoy día es expedita y de proporciones colosales; por esto necesita categorizar cada vez más, de simplificar y unificar; [para defenderse de ella] es necesario volverse histórico e indagar en sentido psicosociológico. Hacia esta dirección nos puede conducir la semiología del paisaje, en cuanto disciplina dedicada a leer el paisaje-texto, a captar en profundidad su sentido [...] como única manera para combatir la tendencia hacia la homologación y la atopía (pp. 96-97).

En las perspectivas del autor, para sondear tales profundidades, el investigador tendría que tomar en cuenta ya sea los documentos del catastro o ya sea el saber del griot: tendría que ser capaz de articular la técnica con el mito y la cultura, pues <<el paisaje no puede ser reducido a proyección objetiva de la realidad territorial [...]; el paisaje en efecto nos lleva al dominio de la representación>> (p. 135). Hoy día, en el imperio de la técnica, de la geografía de los satélites, del punto de vista totalizador, del desapego extremo, Eugenio Turri nos recuerda que <<esta misma geografía se completará y se enriquecerá solo cuando bajemos del monte para adentrarnos en otras veredas de la selva, o sea batiendo el territorio, penetrando los campos, las ciudades, sus estruendos>> (p. 139).

En el carrusel de paisajes que el autor nos propone -también por medio de una serie de sugestivas fotos de los distintos rincones del planeta que muestran cuán grande es el rol que las imágenes fotográficas pueden jugar en el estudio del paisaje- un lugar relevante lo ocupan el desierto y la megalópolis. El autor enfrenta estos dos "objetos geográficos" especialmente para sondear la dimensión de la soledad y relacionarla a la "enfermiza" relación del hombre con su propio ambiente. En el desierto los nómades no están solos, en virtud de sus fuertes relaciones interpersonales, mientras en la ciudad contemporánea se cierne un aislamiento existencial al que la técnica no sabe como responder. La emancipación de la naturaleza, demasiado rápida y casi siempre sin control, crea disgregación, pérdida de sentido del habitar, catapultando al hombre de hoy en la ruidosa soledad de las metrópolis. El autor describe este malestar por medio del cinema estadounidense que, desde las batallas con los nativos y las competiciones entre colonos para la posesión de la tierra de los western, pasó hoy a meter en primer plano las tecnocities, los recovecos desconocidos de los downtowns, y <<las desaforadas periferias de la ciudad que se extienden como mancha de aceite>>, paisajes en los que se esconden enemigos insospechados y que provocan miedos siempre más cercanos o interiores.

A la contemporaneidad Eugenio Turri dedica un amplio espacio de reflexión, a través del paisaje urbano que inmediatamente la refleja. Cargado de signos y exhibicionista, el paisaje urbano ha exaltado lo artificial al punto que todo, en su interior, se ve acondicionado por él y se vuelve ficticio: los campos circundantes, las vacaciones al mar, a la montaña o lo exótico, nuestros comportamientos de individuos desubicados que han hecho del consumo un factor de identidad pensando, con ingenuidad, poder sustituir con un supuesto bienestar -que se revela, al contrario, más y más artificial y enfermizo- las relaciones intensas y ancestrales con el lugar. De esta manera:

... en Italia y en Occidente en general se tiene la impresión que la fuerza de los intereses económicos y de los juegos de poder se ponga encima de cualquiera instancia en defensa de las nostalgias y los vínculos sentimentales con el territorio y sus valores más sagrados, adhiriéndose a una ideología de la modernidad que ha constituido la fuerza del hombre occidental hasta hoy.

El hombre ha exasperado su trayectoria hacia la acción -o sea hacia lo artificial, lo racional, lo urbano- hasta el punto de opinar que esa fuera la única manera para responder al silencio que lo rodea, al mutismo inaprensible de las cosas, ilusionándose que la acción fuera una manera para olvidar, evitando las grandes interrogantes, olvidando que la existencia no puede consistir sólo de acciones, empeños tenaces, invenciones astutas, sino también de pausas, clausuras en la soledad durante las que surgen las preguntas, los momentos en los que nos detenemos para mirar desde afuera el espectáculo del mundo [...], condición necesaria para salvar al paisaje y con él al hombre (pp. 225-226).

Hoy día, de hecho, <<no es solamente el paisaje que muere sino, como nos hacen entender los poetas, también algo importante en el alma de los hombres>> (p. 230). El hombre consumidor ya no conoce los frutos de su territorio y de sus tradiciones, pues adopta productos que vienen de lejos, <<pensados y planeados en los centros de gestión ligados al poder, y trabajados en países de mano de obra abundante y barata>> (p. 224); desenganchado de su mundo y de sí mismo, se mueve en paisajes domesticados y preempaquetados, sean ellos ecuménicos anecuménicos, pues hoy el paisaje se encuentra en las manos de los planificadores que, en su gran mayoría, responden al orden productivo. Sin embargo, aun dentro de un escenario desalentador, parecería sobrevivir para el individuo una posibilidad que el autor vislumbra en:

un rincón apartado en el saltus, también no muy lejos de la casa, encerrado entre los espacios megapolitanos, para colocarse en el silencio contemplando la naturaleza, captando su orden que nos revela -científicamente, laicamente- la eterna verdad (p. 239).

Una posición, esa de Eugenio Turri, que debería ser no sólo apreciada sino también seriamente considerada especialmente por todos los que, ocupándose de asuntos relacionados con el territorio y el ambiente, corren el riesgo de ser fagocitados por las dinámicas de competición y de la praxis productiva, olvidando el sentido primero que constituye el fundamento de las acciones mismas que generan el paisaje geográfico.

 

Traducción al castellano: Rosalba Piazza

 

1 De Eric Dardel, el geógrafo humanista que contribuyó al tema del paisaje en la disciplina. Véase especialmente L'homme et la terre, Presses Universitaires de France, Paris, 1952.         [ Links ] [Nota de la traductora.]

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