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Estudios sociales (Hermosillo, Son.)

versión impresa ISSN 0188-4557

Estud. soc vol.15 no.30 Hermosillo jul./dic. 2007

 

Reseñas

 

Psicología y feminismo. Historia olvidada de mujeres pioneras en psicología

 

Silvia García Dauder (2005) Psicología y feminismo. Historia olvidada de mujeres pioneras en psicología, Madrid, España Narcea, S. A. de Ediciones, 191 pp.

 

Rosario Román Pérez*

 

* Investigadora titular de la Coordinación de Desarrollo Regional del Centro de Investigación en Alimentación y Desarrollo, A. C. Correo electrónico: rroman@ciad.mx

 

La psicología y el feminismo no parecen ser palabras que comúnmente se encuentren unidas. Han sido otras disciplinas como la antropología y la sociología, las que cuentan con mayor número de referencias bibliográficas al respecto. Seguramente por ello el libro de Silvia García Dauder, doctora en psicología y profesora en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, se convirtió en la referencia actualmente más difundida sobre el tema, cuando se busca información feminista desde el campo de esa disciplina científica.

El libro pone el dedo en la llaga sobre el sexismo que ha predominado en la producción de conocimientos científicos develando un pasado oscuro y secreto de los grandes constructores de la psicología contemporánea. De acuerdo con Celia Amorós, el sexismo es una ideología que influye el discurso filosófico condicionando las formas de pensar y categorizar a las mujeres y al mismo tiempo, constituye discursos y prácticas que las excluyen. El trabajo historiográfico de la autora ubicado en la psicología de los Estados Unidos del periodo 1879–1930, nos conduce por la vida de mujeres que para lograr doctorarse en psicología y ejercerla en el terreno de la docencia y la investigación, se convirtieron en transgresoras de reglas que las "encorsetaban" en una sociedad victoriana de fines del siglo XIX.

Pero más que una historiografía, el libro es una crítica documentada sobre el legado misógino que los psicólogos de la época posterior a la Guerra de Secesión en la Unión Americana, han heredado no sólo a la psicología de los Estados Unidos, sino también a la de otros países que han copiado sin mayor reflexión tal modelo. La autora nos traslada a la vida de los estudiantes blancos adinerados que podían realizar sus doctorados en prestigiosas universidades alemanas, en ese entonces consideradas las más avanzadas pero que pese a sus adelantos en el conocimiento, rechazaban a las mujeres por considerarlas no aptas para realizar estudios doctorales. Los nombres de psicólogos famosos como Wilhelm Wundt o Stanley Hall aparecen ligados a las más tenebrosas historias de discriminación hacia mujeres que pretendían continuar sus estudios de doctorado y formarse como científicas de la psicología. La experiencia de estas mujeres, dice la autora, es nuestro pasado en el presente.

Si bien la discriminación de las mujeres en las élites de la investigación científica no es privativa de la psicología, el libro de García Dauder devela el papel de la psicología científica para producir y regular la subjetividad de las mujeres. Para ello nos proporciona dos elementos de análisis alrededor de los cuales desarrolla conceptualmente su investigación sobre la misoginia científica de finales del siglo XIX y principios del XX: la exclusión y la resistencia.

La exclusión la aborda la autora como un mecanismo de las más prestigiadas universidades de los Estados Unidos para negar el acceso de las mujeres a los doctorados, mediante argumentos socialmente aceptables en su tiempo y barreras informales. El modelo universitario de las principales instituciones estadounidenses de mediados del siglo XIX estaba diseñado exclusivamente para varones porque se consideraba que las mujeres no tenían capacidad para alcanzar estudios superiores, ni tampoco los necesitaban para la realización de sus actividades tradicionales relacionadas con el hogar y el cuidado de sus familias. Gradualmente se abrieron escuelas para mujeres pero una vez que terminaban sus estudios, las pioneras psicólogas se enfrentaron con que no podían ser admitidas como alumnas regulares de doctorado en las universidades más prestigiadas.

Cuando por fin las mujeres fueron aceptadas en los estudios doctorales se crearon anexos en los que recibían clases, se evaluaba su rendimiento al igual que el de sus pares varones, escribían tesis y las defendían, pero no podían recibir título alguno. Tal es la historia de Christine Ladd–Franklin, feminista defensora del derecho al sufragio de las mujeres y psicóloga experta en lógica y teoría de la visión del color. A los 79 años de edad y después de 44 años de luchar para que su doctorado fuera reconocido, la Universidad Johns Hopkins finalmente le otorgó el título. Por supuesto que su nombre pasó desapercibido en la formación de profesionales de la psicología de la mayoría de los países que siguen el modelo americano de formación universitaria. La historia fue parecida para otras psicólogas pioneras como Mary Whiton Calkins, primera mujer presidenta de la Asociación de Psicología Americana en 1905 y fundadora del primer laboratorio psicológico conducido por mujeres o la de Margaret Floy Washburn, primera psicóloga a la que la Universidad de Cornell le otorgó oficialmente el título de doctora, no sin sufrir muchos sinsabores.

Los argumentos que justificaban esta exclusión institucional, con sus matices, no están lejos de ideas que en pleno siglo XXI aún prevalecen en algunos grupos sociales y académicos. El famoso Dr. Watson, pionero del conductismo, escribió en 1927 un artículo en The Nation en el que criticaba la modernidad de las mujeres cuestionando si lo que deseaban era libertad, valor poco asociado con las mujeres. Para este investigador la libertad de las mujeres tenía como precio el desajuste sexual y con ello se unía al coro de críticas sobre los conflictos que sufrían los matrimonios de las mujeres profesionistas quienes estaban condenadas a ser infelices.

Si bien algunas psicólogas aceptaron seguir las reglas de exclusión marcadas por sus pares varones, otras recurrieron a desarrollar sus propios mecanismos de resistencia para confrontarlas o evadirlas. Tal es el segundo concepto que maneja García Dauder para analizar la trayectoria de otras mujeres pioneras de la psicología científica. La autora relata los casos de Miriam Van Waters y Amy Tanner como ejemplos de mujeres que lograron doctorarse pero que optaron por buscar opciones de desarrollo en áreas de aplicación de la psicología, más que perseguir una posición dentro de las universidades, únicos lugares que contaban en ese tiempo con condiciones para realizar investigación. Van Waters, una de las primeras candidatas a doctora se graduó en 1913 con Stanley Hall como su director en la Universidad de Clark, pero se decepcionó por el tipo de psicología que se estaba haciendo. En cartas que enviaba a su madre, se quejaba de que Hall utilizaba a sus estudiantes para recolectar datos que luego "acomodaba" a su antojo. Además, encontraba alienante la "nueva psicología científica" por su énfasis en la objetividad y su alejamiento de un enfoque más humanista. Por su parte, Amy Tanner fue una excelente estudiante de psicología en la Universidad de Chicago y más tarde se doctoró en la Universidad de Clark, la cual abandonó en 1918 para trabajar en un centro social cansada del escaso reconocimiento que Hall mostraba por las mujeres.

Pero quien llevó la voz cantante de las psicólogas que confrontaron el sexismo en sus instituciones fue Christine Ladd Franklin. Cuando Tichener1 fundó la Sociedad de Psicólogos Experimentales y prohibió la entrada a mujeres, Ladd Franklin se atrevió a protestar públicamente contra una medida que rechazó por ser una "política medieval sexista". Esta psicóloga tuvo que enfrentar la discriminación de la que eran objeto las mujeres profesionistas que se casaban y luchó por conseguir un puesto docente de tiempo parcial primero en la Universidad Johns Hopkins y más tarde en la Universidad de Columbia, donde realizó investigación sobre su teoría de la visión, sin recibir remuneración alguna.

Con su ejemplo, estas psicólogas pioneras sentaron precedentes y merecieron la admiración de sus contemporáneas. Sin embargo, con su actuación no lograron derrumbar mitos y resistencias hacia las mujeres profesionistas porque más bien se les percibió como excepciones que confirmaban la regla. Lejos de amortiguar las discriminaciones sexistas, paradójicamente su experiencia personal se convirtió en evidencia contundente de las bondades de un sistema meritocrático que más adelante fue defendido por las psicólogas de segunda generación. De 1920 a 1940 más mujeres comenzaron a incorporarse profesionalmente a las universidades, aparecieron Florence Goodenough, autora de pruebas de inteligencia infantiles, quien creyó en la igualdad de oportunidades a pesar de los bajos salarios y rangos, la escasez de prestigio, reconocimiento y relegación a las que se sometían las psicólogas. Su discurso se volvió individualista y autoinculpador proclamando que las oportunidades llegarían sólo para las mujeres que lograran ejercer su fuerza propulsora. El mecanismo de resistencia implementado así por algunas psicólogas fue no solamente criticado por sus sucesoras, sino que también ellas contribuyeron a borrar las redes de solidaridad femenina que las pioneras habían logrado crear.

Conforme se avanza en la lectura de la Historia olvidada de mujeres pioneras en psicología, se va develando también el papel de la psicología científica como dispositivo de poder y de control sobre la construcción del ser mujer. Los temas de estudio abordados durante la época de inicio de la psicología experimental van construyendo discursos orientados a confirmar la supuesta incapacidad de las mujeres para introducirse en el quehacer científico. Psicólogos prestigiados como James McKeen Catell y Edward Thorndike, basados en los avances de la estadística y pruebas "mentales", utilizaron la hipótesis darwinista de la variabilidad para disuadir a las autoridades universitarias sobre la inutilidad de invertir en las mujeres por sus "niveles moderados de capacidad mental". Los porcentajes mayores de varones ubicados en ambos extremos de la curva normal y la mayor concentración de las mujeres alrededor de la media, llevó a concluir la "mediocridad" de éstas. Así, el hecho de que hubiera más varones eminentes y más retrasados mentales, borraba el hecho de que en promedio las mujeres calificaran más alto.

Tras varias décadas de investigación y gracias al esfuerzo de las psicólogas que lograron destacar a principios del siglo XX, el debate se trasladó de la variabilidad al de la naturaleza en oposición al ambiente. Si lo que se buscaba era identificar diferencias objetivas entre varones y mujeres, la investigación debería controlar toda influencia posible del contexto y con ello todas las diferencias sociales. Como tal estudio era imposible de realizar, el interés por las diferencias sexuales en inteligencia se orientó hacia las diferencias en la personalidad. En los años treinta y con el psicoanálisis como una tendencia dominante, se construyeron pruebas para medir la masculinidad y la feminidad como dimensiones de la personalidad. La mayor participación de las mujeres en ámbitos profesionales fue razón suficiente para que psicólogos conservadores "demostraran" la masculinización de las mujeres y la feminización de los varones, lo que constituía una amenaza para la nación y la raza. En 1936, Lewis Terman construyó un cuestionario de actitudes e intereses que ante el problema irresoluble de manipular las condiciones sociales, permitía al investigador definir qué era propio del varón y qué de la mujer. Los constructos psicológicos derivados de este instrumento, sólo vinieron a confirmar la reificación del sexo masculino.

A finales del siglo XIX y principios del XX, nos dice García Dauder, el imaginario científico y particularmente el de la psicología, se construyó en oposición al imaginario femenino. La ciencia, al igual que los varones, era rígida, rigurosa, racional, objetiva, impersonal, competitiva y no emocional, todo lo contrario a lo que se asumía era propio de las mujeres: emocionales, sumisas, relacionales y cuidadosas. No es difícil imaginar las contradicciones vividas por las psicólogas pioneras en un escenario en el que optar por una educación superior implicaba para las mujeres arriesgarse a ser objeto de sanciones sociales severas. Como científicas eran atípicas, casi no mujeres, porque debían renunciar a la sumisión y la domesticidad para lanzarse a un ámbito público netamente masculino. Ellas eran en sí mismas una contradicción.

Sus huellas, sin embargo, fueron borradas de la historia de la psicología. Pocas de ellas fueron, por supuesto, incluidas en prestigiados directorios como el American Men of Science (Sólo 12% de un total de 186 personas que aparecieron en la primera edición de 1906 eran mujeres). Muy pocas llegaron a pertenecer a la Sociedad Americana de Psicología. Las principales fuentes de información a las que generalmente recurren quienes se dedican a la historia, no registran su existencia. De ahí que la historia de la psicología sea eminentemente masculina y en ello radica también el valor de la obra aquí reseñada. Recuperar la historia de la psicología incluyendo a las mujeres, no busca tampoco victimizarlas. Sus trayectorias fueron de lucha y de resistencia. Las pioneras de la psicología científica vivieron trabajando, pensando, reconociendo sus límites y posibilidades y murieron creando las bases para nuevas estrategias de resistencia, que bajo diversos matices, algún día lograrán romper con la normalización y naturalización de la condición femenina. La Historia olvidada de mujeres pioneras en psicología, no es sólo una referencia para las personas interesadas en esta disciplina, sino también para quienes creen que es posible reinventar formas de pensar y practicar el quehacer científico.

 

Notas

1 Edward Bradford Tichener (1867–1927) fue el principal discípulo de Wundt. Este psicólogo no reconoció valor al factor subjetivo de la voluntad y asumió la forma de un sistema conceptual completamente naturalista, definiendo el trabajo de su maestro como "estructuralismo" y lo dio a conocer en Estados Unidos como el introspeccionismo. Según Tichener, el fin de la investigación psicológica es describir los contenidos –elementales– de la conciencia y descubrir las leyes que determinan la manera en que éstos se suceden y se combinan.

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