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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.33 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2022  Epub 08-Ago-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2022.33.2.7731x04 

Artículos

La tensión autoral en Amparo Dávila: un estudio de la postura feminista de la escritora1

The authorial tension in Amparo Dávila: a study on the feminist position of the writer

Esther Argüelles Rozada*1 

1Universidad de Oviedo, estherarsi17@gmail.com


Resumen:

Se propone un análisis de la proyección feminista de la autora mexicana Amparo Dávila (1928-2020). Para ello, se parte de un marco teórico que aúna la crítica literaria feminista con el concepto de “postura literaria” de Jérôme Meizoz para el estudio de aquellas entrevistas en las que se da un intento de configuración de una imagen de autora individualista por parte de Dávila. En segundo lugar, se considera la articulación de redes de apoyo femenino en las que la escritora participa dentro del campo literario. A continuación, se realizan unos apuntes para un futuro análisis de “El huésped” que, al devolver dicho relato a su lugar de producción, arroje luz nueva sobre su potencial feminista. Finalmente, la conclusión recoge las causas y consecuencias de la ambivalente relación con el feminismo que presenta la postura literaria daviliana.

Palabras clave: postura literaria; campo literario; ethos; feminismo; patriarcado; sororidad

Abstract:

An analysis is proposed of the feminist projection of the Mexican writer Amparo Dávila (1928-2020). Accordingly, the article starts with a theoretical framework that links feminist literary criticism with the concept of “literary posture” of Jérôme Meizoz (2007) for the study of those interviews which present an attempt of configuration by Davila of an image of an individualist author. Secondly, the articulation of a feminine literary support network in which the writer participates within the literary field will be considered. After that, we will offer some notes for a future analysis on “El huésped” which, by taking back this tale to its place of production, enlightens anew its feminist potential. Finally, the conclusion sums up the causes and consequences of the ambivalent relation with feminism that the Davila’s literary position presents.

Keywords: literary position; literary field; ethos; feminism; patriarchy; sorority

La escritora mexicana Amparo Dávila (1928-2020) se ha consolidado como una de las representantes más destacadas del cuento contemporáneo en su país, a través de reconocimientos como el Premio Xavier Villaurrutia en 1977 o el Jorge Ibargüengoitia en 2020. Uno de los aspectos que más ha interesado de su obra es su perspectiva de género. Si bien existen diversos análisis de las figuras femeninas de sus relatos (Cázares 2008; Gutiérrez Piña 2018a), así como estudios de su narrativa desde una teoría de género (Luna Martínez 2008; García Bojórquez y Araoz Robles 2018), aún no se ha abordado el contraste, llamativamente paradójico, que se advierte entre sus cuentos y sus declaraciones, en las que rechaza con insistencia estos planteamientos. El objetivo fundamental de este artículo es indagar en las razones de esta dicotomía.

Para ello, se partirá de un marco teórico asentado en la idea de “postura literaria” de Jérôme Meizoz, que ya ha servido de apoyo para el estudio de la construcción de una poética desde lo autobiográfico que se traslada al territorio de lo ficcional y que pone en cuestionamiento el estatuto fantástico de los textos de Dávila (Gutiérrez Piña 2018b). Este concepto busca otorgar coherencia a las fronteras externas e internas dispuestas entre “las conductas del escritor, el ethos del escriptor y los actos de la persona” (Meizoz 2014: 87), entendiendo respectivamente por cada instancia al actor del campo literario, al enunciador y al sujeto civil. Esta división es sólo metodológica, pues la línea entre estos discursos, actos y conductas queda difuminada, ya que “la postura constituye un espacio transicional entre el individuo y lo colectivo” (Meizoz 2015: 19).

Asimismo, se acudirá a Dominique Maingueneau, quien muestra que el abandono de la categoría del sujeto real en favor de la del actor o auctor permite entender la configuración de la imagen de autor como una construcción no sólo proveniente de sus palabras, sino también de las acciones de terceros (2015: 21). Asimismo, se tendrá en cuenta la crítica literaria feminista de Myriam Díaz-Diocaretz e Iris M. Zavala (2011), junto con la perspectiva de Hélène Cixous (1995), para el entendimiento de la presión y violencia simbólica sufridas por las mujeres.

1. La construcción de una imagen de autora individualista

Iris M. Zavala considera que el discurso identitario de género y el nacional son “un constructo o construcción cultural histórica” y, por lo tanto, “una forma de representación […] ligada a la formación de identidades e identificaciones colectivas” (Díaz-Diocaretz 2011: 35). Para esta investigadora, la identidad configura “el horizonte de nuestra lectura” (37). En consecuencia, nuestro análisis de la construcción de la imagen autoral de una escritora mexicana como Amparo Dávila también podría plantearse desde la conveniencia de partir de dichos planteamientos.

En cuanto al discurso identitario de género en suelo mexicano, Rosario Castellanos ha denunciado la concepción esencialista que reduce a las mujeres a un mito (1989: 564) y, en el caso de las mujeres mexicanas, estos mitos han sido los relativos a la Virgen de Guadalupe, la Malinche y sor Juana (467). Por su parte, el discurso sobre la identidad nacional ha gozado de gran atención en la literatura mexicana y, a partir de la publicación de El perfil del hombre y la cultura en México (1934), de Samuel Ramos, ha profundizado en la problemática referida a la conexión de la particularidad nacional con un concepto universal del ser humano. Este debate ha sido continuado por intelectuales como Luis Villoro, Octavio Paz, Leopoldo Zea, Emilio Uranga o, de forma más reciente, por Roger Bartra. La celebridad de todas estas producciones literarias invita a reflexionar sobre su grado de incidencia en el proceso de conformación de la postura de una escritora mexicana.

Dávila ha mostrado de forma reiterada su antipatía respecto a la posible caracterización de su escritura como feminista. Quienes han optado por identificar a esta escritora de esa forma nombran esa reticencia, pero sin tratar de darle una explicación. Si bien Adriana Álvarez Rivera recoge estos testimonios, así como las opiniones de varios críticos (2016: 33), no busca esclarecer la cuestión. De igual manera, José Miguel Sardiñas Fernández reafirma dicho potencial de Árboles petrificados (1977) y lo contrapone a “su rechazo explícito a ser considerada una escritora feminista” (2020: 58), sin detenerse tampoco en este asunto, pues se centra en caracterizar esta obra como un ciclo cuentístico.

Otros estudiosos ofrecen un dictamen menos ambiguo, pero no por ello más sólido. Tal es el caso de León G. Gutiérrez, quien califica la escritura de Dávila como femenina, mas no feminista. Para argumentar esa conclusión, se limita a hacer notar que la autora también construye interesantes personajes masculinos, lo que parafrasea un argumento un tanto endeble de la propia Dávila, como veremos después: “Muy lejos de la llamada literatura feminista, con la misma maestría construye personajes femeninos y masculinos” (Gutiérrez 2009: 85). También Victoria Irene González Pérez, en su análisis sobre las mujeres davilianas, percibe una crítica al reparto social de los roles de género, aunque se apresura a aclarar que no intenta “encasillar a Amparo Dávila como una escritora feminista, que no lo es” (2014: 228), pero sin argumentar el porqué. Esta decisión puede atribuirse a las dificultades de legitimación social de una escritura con este enfoque, pero también a un intento de no contradecir el discurso de la propia autora sobre su narrativa.

En las entrevistas que concede, Dávila niega explícita y reiteradamente esta perspectiva de su cuentística. En ese sentido, el diálogo con el periodista Jaime Lorenzo y el investigador Severino Salazar, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco, es significativo:

JL y SS: ¿Se considera una escritora feminista, preocupada por los problemas de la mujer? AD: No, porque también me interesa la problemática del hombre. Por ejemplo, en "Fragmento de un diario", es un hombre. Tengo varios cuentos, "Moisés y Gaspar" es un hombre, en "Final de una lucha" es un hombre. Entonces me interesan tanto los hombres como las mujeres. No creo ser una escritora feminista, definitivamente no, porque me han gustado mucho los hombres y los he amado mucho... Pero nunca soportaría ver a una mujer humillada, sojuzgada, maltratada. Siempre haría algo, y al escribir también estoy luchando contra eso; pero no por feminismo, sino un poco porque considero que la mujer tiene los mismos derechos y es tan respetable su sentir como el sentir masculino. JL y SS: ¿Entonces no cree en la literatura femenina? AD: No. Indudablemente que no. Creo en la literatura. Para mí la literatura es buena o es mala. Y no me importa si la escribió un hombre o una mujer (1996: 119).

Como puede observarse, la autorrepresentación daviliana se realiza a través de términos negativos respecto de su posible feminismo. Esta actitud revela un posicionamiento en el campo literario pues, como establece Meizoz, el estudio de la postura autoral conecta el examen de los textos con “la presentación que los escritores hacen de sí mismos en una situación pública” (2016: 255).

En este sentido, cabe señalar que, pese a que los conceptos de literatura femenina y feminista se utilizan de forma indistinta tanto por los entrevistadores como por la propia autora, éstos no son plenamente asimilables: de acuerdo con los planteamientos ya clásicos de Elaine Showalter (2010), la primera sería una literatura inscrita en la cultura del patriarcado y la segunda se rebelaría contra ese sistema. En cuanto a la literatura femenina, ésta se apoyaría en cuatro modelos: el biológico, el lingüístico, el psicoanalítico y el cultural. El primero de ellos es criticado por Showalter por su “descarnado esencialismo” (389), que reduce el texto a una búsqueda de diferencias anatómicas, aunque reconoce su valor confesional. Por su parte, el entendimiento de la literatura femenina como la creación de un lenguaje propio también le parece una visión incompleta, pues el problema principal radica más bien en el silencio al que las mujeres se han visto forzadas. En tercer lugar, el psicoanálisis se le antoja una amalgama de las ramas anteriores que, por lo tanto, resulta insuficiente para el análisis de los cambios históricos (397). Por último, una teoría basada en la cultura femenina incorpora las virtudes de los tres modelos y permite el reconocimiento de que no es posible escribir fuera de los valores del patriarcado.

En esa medida, toda crítica feminista resulta revisionista, “ya que cuestiona la pertinencia de las estructuras conceptuales asignadas” (Showalter 2010: 384). Podría inferirse entonces que Dávila teme que su escritura sea concebida desde esta perspectiva subversiva, pues, de acuerdo con Zavala, “la representación […] está regida por un acuerdo o consenso social, de lo decible o no decible en cada momento histórico concreto” (Díaz-Diocaretz 2011: 68, las cursivas son de la autora). Por eso, resulta llamativa la concepción excluyente que Dávila asocia a este movimiento al asegurar que su escritura no puede entenderse como reivindicativa por contar con protagonistas hombres, a pesar de que sus ejemplos representan los atributos negativos propios de la masculinidad. Recuérdese que, en “Fragmento de un diario”, el narrador-protagonista es un masoquista, un joven obstinado en descubrir cuánto dolor es capaz de llegar a soportar. Se impone así una rutina diaria en la que se flagela aumentando paulatinamente el grado de la escala del sufrimiento hasta que llega a considerarse un virtuoso. Cuando conoce a su vecina nueva, su obsesión con ella llega a ser tal que cree que si quiere alcanzar el culmen de su objetivo, debe terminar con ella: “Si desapareciera… Su dulce recuerdo me roería las entrañas toda la vida… ¡oh inefable tortura, perfección de mi arte…!” (Dávila 2009: 10). El relato finaliza con una noticia periodística que anuncia la muerte de la mujer.

En paralelo, Dávila subraya su desinterés hacia temáticas que puedan definirse como netamente mexicanas. Así lo expresa en una entrevista con Erica Frouman-Smith:

EFS: ¿Cómo explica la falta del regionalismo en su obra, o para decirlo de otra forma, el énfasis en lo universal? AD: Va saliendo, sencillamente, puesto que lo que a mí me interesa fundamentalmente es el ser humano con todas sus preocupaciones, sus angustias, sus temores. Y ese ser humano igual puede vivir en China que en Japón o en México, en cualquier lado. Es decir, no me interesa el sitio geográfico sino el mundo interior del ser humano, el hombre grandioso o miserable o pequeño pero como hombre, como ser humano. No el lugar donde nace y muere. EFS: Y el hecho de ser mexicana, latinoamericana, ¿cree que la afecta en algo? AD: No, en lo absoluto. Y no siento tampoco ningún compromiso. Creo que el compromiso que yo tengo conmigo misma es el de escribir bien. Es lo único que me propongo y nunca me ha preocupado ni me ha afectado el que yo haya nacido en México. Escribo sobre el hombre interiormente (1989: 59-60).

Estas manifestaciones tratan de conformar una imagen de autora preocupada por los problemas relacionables con cualquier ser humano, sin un interés focalizado en determinismos históricos o sociales concretos. Dávila muestra su aversión a lo que los entrevistadores llaman “literatura regionalista” porque, según dice, ella opta por la defensa de una visión del ser humano como una abstracción.

Aunque volveremos sobre esta cuestión, es llamativo que el esencialismo que achaca, de forma reduccionista, a la literatura feminista y femenina, reaparezca como una virtud cuando se trata de la consideración del Hombre en un supuesto sentido abstracto. Conviene ahora recordar que Pierre Bourdieu establecía que, en el campo literario, los autores buscan reconocerse a través del contraste, pues “el arte nace del arte, es decir, por lo general del arte al cual se opone” (1990: 216). Sin duda, la postura literaria es necesaria en todo escritor para señalarse en el campo literario (Meizoz 2015: 19), de modo que estas reflexiones podrían entenderse como un intento de desvinculación de aquella célebre genealogía ensayística que esbozábamos previamente y que, para Emilio Uranga, pretendía capturar la idea de la mexicanidad y su relación con la universalidad (2013: 66).

Con todo, esta respuesta funciona también como una plantilla prefijada cuando la escritora debe ocuparse de su pertenencia a una generación literaria. Leemos en la entrevista citada:

EFS: ¿A qué generación pertenece usted? AD: Pues mire. Cronológicamente a la generación del ’28 [sic] en la cual están Carlos Fuentes, Inés Arredondo; no estoy segura si José de la Colina es también de esa generación o no. No precisamente que hubiera formado un grupo con ellos puesto que siempre he sido una gente independiente en ese sentido. Especialmente porque cuando llegué yo de San Luis con don Alfonso Reyes, él me decía que tuviera cuidado en no caer dentro de un grupo o dentro de una capilla literaria porque eso perjudicaba y limitaba mucho. Que hiciera y escribiera lo que yo quisiera hacer sin límites ni compromisos. Que entre más independiente y más libre fuera tanto mejor para mi obra. Y así he procurado ser. Soy amiga de la mayoría o de todos. Admiro a muchos escritores, colegas míos, hombres y mujeres, pero no pertenezco a ningún grupo especialmente. Eso es un consejo de don Alfonso Reyes que yo tomé muy en cuenta. Porque él decía que un grupo puede ayudar mucho pero también puede limitar bastante el desarrollo de una obra (Frouman-Smith 1989: 58).

Aparece aquí un importante motivo, recurrente en las declaraciones públicas de Amparo Dávila: la visión de Alfonso Reyes como el guía de este proyecto supuestamente independiente en el campo literario. Como puede observarse, Dávila recuerda con afecto la época en que trabajó como secretaria de Reyes y las valiosas enseñanzas que este contacto trajo consigo. También insiste en ello en sus “Apuntes para un ensayo autobiográfico”, donde lo bautiza como un “Virgilio que de la mano me llevó a través de los círculos literarios” (Dávila 2005: 11). El consejo de Reyes sobre la necesidad de ser individualista se repite en el encuentro de la escritora con Vivian Abenshushan: “Siempre me decía: ‘No te encasilles nunca en un grupo, porque los grupos llegan a asfixiar. Sé tú misma’. Esta enseñanza se la agradezco mucho, porque pienso que no tener ataduras es muy saludable” (2018).

Debe tenerse en cuenta que Meizoz definía la postura literaria como un “proceso interactivo: es coconstruida por el escritor en el texto y fuera de éste, por los diversos mediadores (periodistas, críticos, biógrafos, etc. y por los públicos” (2014: 86). En este sentido, Reyes aparece representado por la propia Dávila como su principal guía en la construcción de su imagen de autora, a la manera de un auténtico Pigmalión. Si cotejamos las fechas entre las entrevistas hechas por Erica Frouman-Smith y Vivian Abenshushan, realizadas respectivamente en 1989 y 2018, observamos que la referencia al intelectual mexicano se ha mantenido intacta durante prácticamente tres décadas. Así, se conceptualiza como uno de los recursos narrativos en la línea de lo que Zavala define como grandes relatos, metarrelatos o narrativas maestras, que “forjan realidades y requieren la representación de mediadores de una clase social particular; hasta el presente, la poética de la representación ha sido el agente más eficaz” (Díaz-Diocaretz 2011: 30). Rollo May parece referirse a estos mismos grandes esquemas en su definición de los mitos como “patrones narrativos que dan significado a nuestra existencia” (1992).

Zavala define el patriarcado como una de esas narrativas maestras, junto con el eurocentrismo y el racismo, todas ellas al servicio de la configuración estructural social. Asimismo, Rosario Castellanos explicaba que la existencia de variantes de la “femineidad” (1989: 467) a lo largo de la historia de México mostraba que a la mujer “se le despoja de la espontaneidad para actuar, se le prohíbe la iniciativa de decidir; se le enseña a obedecer los mandamientos de una ética que le es absolutamente ajena” (569).

En consecuencia, la postura escritural de Dávila aparece ligada a la reactualización de la figura de Galatea, en una coconstrucción que incluía a Alfonso Reyes y que se hallaba amparada por la estructura social. Ésta puede entenderse, siguiendo a Zavala una vez más, como una “simplificación” de la identidad daviliana, una reducción que es resultado de “valores masculinos” (Díaz-Diocaretz 2011: 45), que aparecen representados como absolutos. Si José-Luis Díaz afirmaba que “tout discours littéraire éprouve le besoin de se localiser dans un espace para: à côté, hors de, out, à distance donc d’un centre idéal et d’une norme, d’un in imaginaire” (2013: 2),2 resulta evidente que la localización de la postura daviliana no es un ejercicio libre, al ser resultado de las leyes del campo literario definidas por Reyes, consecuencia a su vez de todo un sistema sociocultural.

Con María Dolores Bolívar, la cuentista busca dejar claro que Reyes no resultó únicamente el propulsor de sus publicaciones, sino también de la propia escritura de sus cuentos: “Pero don Alfonso me hizo ver que la prosa era imprescindible, que era muy necesario manejar la prosa y después dejar que su vocación lo llevara a uno a la poesía, al teatro, a la novela, al cuento. Manejar la prosa, para don Alfonso, era enfrentarse con las palabras” (Bolívar 2001). A esta declaración le sigue un apartado titulado “Don Alfonso y la zorra solitaria de Saint-Exupéry” ―la elección de los epígrafes nos da una pista de aquellos asuntos considerados más destacables de la conversación para la entrevistadora―, que anuncia las palabras de Dávila sobre sus encuentros con el autor. Pese a su extensión, es necesario reproducir el recuerdo mítico de su magisterio:

Estábamos en la plática de cuándo me iba a ir a México, y demás, y de pronto empecé a ver ―eran las cuatro y media― que el último sol estaba dorando los crespones de los jardines, se veían preciosos y empecé a recordar El principito, de Saint Exupéry, cuando la zorra le dice que ella no va a estar más triste ni a sentirse sola... y que cuando el sol esté sobre las espigas va a recordar el pelo del principito dorado y no se va a sentir más sola. Me distraje, así, y él se dio cuenta de que me había ido y me dijo “niña estamos aquí adónde te fuiste... qué estás pensando”. ¡Ay! Le pedí disculpas, le dije que me había distraído... los crespones, el sol, la zorra. Don Alfonso se transfiguró... “¡No te imaginas!”, me dijo... “Niña de mi vida, eres de las mías...”. Me cogió la cara, me besó, me hizo mil cariños... “tú no sabes que has tocado mi corazón”. ¡Ay!, decía yo, ¡pero por qué...! “Es que yo soy un enamorado de Saint Exupéry, no sabes en qué forma amo a Saint Exupéry y que tú, una niña, me lo estés recordando al ver estos crespones, bueno, has tocado mi corazón. Desde ahora soy tu amigo ferviente, incondicional...”. Llegó Manuelita, la hizo partícipe de la hazaña... “Y ahora me vas a prometer que tan pronto llegues a México nos vas a buscar, pero una promesa formal porque no te lo perdonaría que no nos fueras a buscar”. Y yo quedé, así, totalmente comprometida a buscarlos (Bolívar 2001).

No se debería pasar por alto la evocación de la actitud claramente paternalista hacia la autora, a la que se califica como “niña”. Si Bourdieu señalaba la importancia de las relaciones de los artistas entre sí y con los agentes receptivos y mediadores de sus obras ―críticos, mecenas…― (1990: 228), la interacción con Reyes desvela implicaciones determinantes para la configuración de la postura daviliana en el campo literario. Es evidente que éstas pueden ser similares a las experimentadas por otros escritores que, como Dávila, se iniciaban en la escritura bajo el amparo de Reyes: recordemos, a modo de ejemplo, el interesante estudio de Rose Corral acerca de la promoción que brindó a los “chicos escritores argentinos” (2020). Pero, en el caso de Dávila, estas consecuencias se refuerzan al entrecruzarse con una sistemática infantilización de las mujeres que, a la manera del mito de Pigmalión, aparecen convertidas en eternas menores de edad, lo que resulta en un refuerzo de la construcción de la postura daviliana a través de la asunción de un paradigma de relaciones jerárquicas de cuidado y control (Rodríguez Ruiz 2010: 95).

De hecho, la anécdota de El principito se repite sin apenas variaciones en la entrevista realizada por Frouman-Smith, donde también se insiste en el hecho de que Reyes fue quien animó a Dávila a abandonar la poesía en favor de la prosa porque “la poesía vendrá más tarde como algo más maduro, más hecho” (1989: 57). Este motivo aparece también en la conversación con Jonathan Minila para el diario Milenio (2018) y alerta, una vez más, del tratamiento infantilizante que sufre la autora o, como lo explicaría Hélène Cixous, del resultado de una “subordinación de lo femenino al orden masculino que aparece como la condición del funcionamiento de la máquina” (16).

El apoyo proporcionado por Reyes funciona como una carta de presentación en la que se basa no sólo la propia escritora, sino también los entrevistadores y los críticos, lo que desvela una construcción de su postura literaria, como argumentaba Meizoz, fruto de la interacción entre la autora, dentro y fuera de sus obras, y sus receptores (2014: 86). Estos últimos, al percibirla como una discípula de Reyes, no sólo han ignorado las consecuencias que esta dependencia ha provocado en la proyección de su imagen autoral, sino que ellos mismos son su causa. Como indica Ruth Amossy, el discurso atribuido por terceros contribuye también a “modelar la relación personal que el lector entabla con el texto” (2014: 69). Recordemos que la biografía también tiene como fin modelar la imagen del autor (Maingueneau 2015: 22) y, en esta dirección, Adriana Álvarez Rivera da un importante peso a este recuerdo de la autora a través de la metáfora de “Virgilio”, del “orientador y protector” (2016: 17), pese a que su tesis esté orientada a un asunto alejado de esta cuestión, como es desentrañar los rasgos fantásticos de su narrativa.

La referencia a la relación entre Dávila y Reyes se repite asimismo en la mayoría de los textos de los periódicos digitales. En una nota publicada por El Sol de México llama la atención que el subtítulo reduzca a la autora a la “secretaria de Alfonso Reyes, esposa del pintor Pedro Coronel” (2019). Esta caracterización activa un imaginario tradicional que refuerza la posición subordinada de las mujeres como cuidadoras, mientras que para los hombres se reserva el papel público de control (Esteban 2017). En un sentido similar al de la reducción de la postura autoral daviliana a una Galatea, su representación como secretaria y esposa forma parte de un estereotipo construido por la autoridad y las “fantasías masculinas” (Díaz-Diocaretz 2011: 56). En el anuncio del fallecimiento de la autora en El Diario NTR, de la mano de Evodio Escalante (2020), su relación con el intelectual mexicano continúa definiéndose como un hecho que “la marca para siempre en su carrera”; mientras que La Vanguardia anota que fue Reyes quien “le dio impulso a su actividad literaria” (2020). En consecuencia, éste aparece convertido en un aval que permite tomar a la escritora en consideración.

Como se ha observado, la justificación de la zacatecana para no acogerse al feminismo, al regionalismo o a una generación literaria es prácticamente idéntica: su actuación en el campo literario, promovida por Reyes, conjuga el individualismo con una pretensión “universalista”. Es evidente el esfuerzo por parte de Dávila de construir una postura literaria que trate de armonizar y de volver coherentes, sin conseguirlo, su instancia como parte del campo literario, como enunciadora y como sujeto civil (Meizoz 2014: 87).

La vacilación de esta postura puede deberse, como explica Zavala, a que toda identidad, incluida la genérica, “es siempre provisoria” (Díaz-Diocaretz 2011: 51), a través de lo que Díaz-Diocaretz definía como una tensión entre lo dado y lo creado (88). Todo texto es consecuencia de las estructuras sociales, dispositivo de un habitus; pero, al mismo tiempo, revela la falsa “ilusión de sujetos centrados” (Díaz-Diocaretz 2011: 60). Así, la postura daviliana es “relacional” y puede ser aprehendida únicamente a través de “momentos de identificar más que como identidad” (Díaz-Diocaretz 2011: 115). En esta misma dirección, Maingueneau advierte que la imagen de autor es una “frontera movediza”, una construcción precaria y en continua transformación, al igual que el propio hecho literario (2015: 26). Mientras que los metarrelatos en los que se basa Dávila son prefijados y tratan de cimentarse en una estructura social estable, su postura escritural, aunque no pueda configurarse como plenamente independiente de éstos, se muestra hasta cierto punto dialéctica y activa.

Como explican Pérez Fontdevila y Torras Francès, la legitimidad de un autor se produce en un contexto sociohistórico y “en diálogo con posiciones autorales preestablecidas, que se materializan en estereotipos y tópicos acerca de la autoría […], mediante los cuales se regula el acceso de los sujetos al campo literario” (2015: 2). En este punto, debe tenerse en cuenta la categorización del ser humano que Reyes realizaba en su Andrenio: perfiles del hombre (1955), según la cual “este hombre formado por la abstracción” (1979: 405) es similar a la insistencia de Dávila sobre su interés en el ser humano en sentido amplio. El Hombre es aquí un concepto que, según Reyes, reúne todas las peculiaridades del género humano, lo que hace al escritor partícipe de lo que Zavala llama “el discurso de la racionalidad”, propio del liberalismo burgués decimonónico (Díaz-Diocaretz 2011: 28), que institucionaliza y autoriza al sujeto burgués o cartesiano, portador del logos (33), como una categoría universal. Esto implica que la categoría “mujer” sea entendida como la peculiaridad, pues, en palabras de Rosa Eugenia Montes Doncel, la mujer “constituye el Otro silenciado por la hegemonía androcéntrica, blanca, occidental” (2005: 92). Y esto es lo que podría incomodar realmente a Dávila: el hecho de que su narrativa fuese únicamente relacionada con la otredad y reducida a la búsqueda de problemas marginales y periféricos.

En consecuencia, esta aparente incoherencia es el resultado de una tensión generada por estos mismos códigos de género, que la llevan a configurar una postura literaria que se esfuerce en definir el feminismo como una etiqueta limitada pero, sobre todo, limitante. Es decir, la escritora teme que el interés por su obra sea reducida a la búsqueda de una serie de atributos supuestamente “femeninos” (Servén Díez 2008: 121). Así, trataría de mostrarse contraria a la siguiente declaración de Hélène Cixous: “Al escribir, desde y hacia la mujer, y aceptando el desafío del discurso regido por el falo, la mujer asentará a la mujer en un lugar distinto de aquel reservado para ella en y por lo simbólico, es decir, el silencio” (1995: 56: 5).

Sin embargo, es llamativo que el esencialismo que achacaba a la literatura feminista y femenina no lo halle en la conceptualización del Hombre que realizaba Reyes. Éste, al insistirle en los beneficios de la toma de una postura literaria autónoma o “autogenética” (Pérez Fontdevila y Torras Francès 2015), está en realidad haciéndola partícipe de una visión institucionalizada de la literatura. La postura daviliana, configurada por el metarrelato del patriarcado y, en su variante más específica, por el mito de Pigmalión, sólo puede insertarse en el campo literario actuando desde estas mismas directrices socioculturales, en función de lo que Díaz-Diocaretz nombra, apoyándose en Bajtín, como un “horizonte de expectativas” (87).

Estas aseveraciones no implican restarle fuerza creativa a Dávila. Debe insistirse en que este análisis únicamente pretende observar desde un nuevo prisma su rechazo a ser vinculada con una literatura femenina y feminista, definidas anteriormente. La escritora no desea que su obra sea reducida a dichos enfoques y esto es lo que genera la ambivalencia que aquí se intenta resolver: si recordamos las palabras de Showalter, toda escritura va a entrar en diálogo con los valores del patriarcado, ya sea para acatarlos o para discutirlos. Por lo tanto, no resulta posible desvincular la postura daviliana de dichos planteamientos.

2. Las declaraciones de Amparo Dávila a favor de una articulación de redes de apoyo femenino

A pesar de que Dávila desmienta su identidad feminista, existen declaraciones públicas que dificultan la definición de su postura al respecto. Así, en su conversación con Javier Báez Zacarías, publicada en Barca de Palabras, critica sus dificultades para convertirse en escritora, debido al papel de madre y ama de casa que su padre adjudicaba a su género:

No tengo estudios académicos, nunca estuve en la universidad porque a mi familia no le interesaba ese tipo de estudios; sufrí muchísimo por eso. En aquella época no había, en San Luis Potosí, Facultad de Filosofía y Letras; esto que te estoy hablando es por los años cincuenta. Yo quería venirme a México para estudiar. Pues fueron todos los obstáculos del mundo. Mi padre era un hombre muy inteligente, muy culto, pero todavía muy señor mexicano que piensa que la mujer no sirve para nada más que para ser señora de su casa, madre de los hijos cuando se case, tocar el piano y punto (2013: 5).

Aunque Dávila no lo califique de forma explícita como un discurso patriarcal, la caracterización de su padre como un hombre “todavía muy señor mexicano” anuncia la relación de las corrientes identitarias de clase, raza y nación, a través de la representación de un imaginario de connotaciones negativas sobre la identidad mexicana masculina.

En la entrevista ya referida con Frouman-Smith, la autora afirma que prefiere mostrarse “más independiente y más libre”, como le pedía Reyes (56); pero, de forma paralela, existen ciertos comentarios que abundan en la configuración de una conciencia tendente a la perspectiva de género: “Me afecta el no poder escribir cuando tengo otras cosas, otras prioridades como madre que soy de dos hijas. Me afecta el no poder dedicar a la literatura el tiempo que quisiera. Hay tantas cosas en la vida que a veces me dispersan, me atrapan. Eso es lo que me afecta” (56). A través de la reiteración del mismo verbo, que denota la producción de un fuerte daño moral, denuncia la imposibilidad de las mujeres de dedicarse a otras ocupaciones distintas a ser madre o ama de casa, en el entendimiento de que se trata de un conflicto de género.

En definitiva, pareciera que Dávila se esfuerza en rechazar toda clase de etiquetas, pero no sus implicaciones ideológicas. Por otro lado, como comenta la entrevistadora, esta conversación tuvo lugar gracias a que la escritora fue invitada a la Asociación de Literatura Femenina de South Central Modern Language Association y a que el editor de la revista es David William Foster, profesor de Estudios de Género en la Universidad de Arizona (Frouman-Smith 1989: 56). La autora aparece, en este caso, en una puesta en escena “cuyo actuar es teatralizado por el medio mismo” (Meizoz 2016: 255) y que, por lo tanto, influye en la configuración de su postura autoral desde una clara perspectiva de género.

Por otro lado, aunque Dávila afirma no sentirse partícipe de ningún grupo literario, sí articula ciertas redes de apoyo femenino, como se muestra en sus palabras dedicadas a la cuentista Inés Arredondo en la entrevista a cargo de María Dolores Bolívar: “De esta manera, Inés y yo fuimos entrañables amigas; tanto, que vivimos en el mismo edificio. Yo en el primer piso e Inés en el tercero. Pedro [Coronel, su marido] fue muy amigo de Inés. Conocí a Inés por Pedro, porque cuando Pedro hacía exposiciones, antes de casarnos, Inés le ponía los títulos a sus cuadros. Ya que nos casamos, yo era la que ponía los títulos; entonces Pedro nos presentó y nos hicimos muy amigas” (2001).

Dávila califica su relación con Arredondo de amistad, como también describe su trato con Guadalupe Dueñas en la entrevista a cargo de Vivian Abenshushan: “Con ella tuve una amistad muy profunda, vivíamos en el mismo edificio y nos criticábamos bastante nuestros cuentos. Ella me decía qué le parecía mal, qué estaba fuera de lugar, qué le gustaba. Y yo hacía lo mismo. También con Guadalupe Dueñas tuve ese tipo de amistad” (2018). Y en esta misma conversación, reconoce que La cresta de Ilión (2002), de Cristina Rivera Garza, pese a que la protagonista esté inspirada en su figura y obra, no ha sido del todo de su agrado:

V.A.: Amparo Dávila es protagonista de una novela reciente, La cresta de Ilión, escrita por Cristina Rivera Garza. ¿Cómo recibió el hecho de haberse convertido en personaje de ficción?

A.D.: La primera impresión fue, por supuesto, de sorpresa, porque convertirme en personaje es algo que nunca había esperado o imaginado siquiera. Sentí también emoción y agradecimiento, porque el hecho de que alguien se fije en lo que uno escribe y le llegue a gustar al punto de inspirarle una novela, sin duda emociona. Pero después ya viene la parte crítica, en la que puede o no gustar el libro... En ese sentido, pienso que La cresta de Ilión es una novela muy ambiciosa que se va diluyendo, desdibujando, y que se le salió de las manos a su autora (2018).

Sin duda, es relevante que a las autoras las vea como acompañantes; nunca como maestras o antecesoras. En consecuencia, Dávila no busca en ellas una tradición en la que apoyarse, que sólo relaciona con escritores. Sus vínculos con otras mujeres se dibujan en un plano horizontal, frente a la marcada verticalidad de su interacción con Reyes, del tipo de mentor y discípula o, incluso, de padre e hija. Como indica Zavala, “la ‘verdad’ (el juicio de valor axiológico) depende de quién controla el discurso […], entonces las mujeres estamos atrapadas en la cárcel de hierro de las ‘verdades’ y ‘valores’ masculinos” (Díaz-Diocaretz 2011: 42).

Aunque la autora mantuvo una amistad y admiración recíproca con Julio Cortázar, la turbación que siente en los inicios de su relación con el argentino no se halla nunca en sus palabras hacia Inés Arredondo u otras escritoras: “Yo tenía una gran admiración por Julio y me llenaba de timidez, de modestia, que le hubiesen mandado mi libro” (en Bolívar 2001). Pareciera que Cortázar se percibe en una especie de plano superior pues, como sucede con Reyes, se intuye una presión sentida por Dávila para agradar a un autor consolidado.

En este sentido, Dávila no puede proponer una tradición literaria de mujeres, sino sólo hallar “un campo de prácticas textuales dentro de una problemática sociocultural y sociorretórica” (Díaz-Diocaretz 2011: 90). Si recordamos las palabras de la escritora acerca de la dificultad de las mujeres mexicanas para iniciar estudios universitarios y para desligarse de la función de ama de casa, ella misma reconoce implícitamente que esta situación implica no poder abandonar las leyes del campo literario sugeridas por Reyes como forma de garantizar su proyección. Esta mayor admiración hacia las obras masculinas resulta un arma de doble filo, pues refleja una relación claramente asimétrica y la asunción de dicha desigualdad da lugar a un sentimiento de presión, ya que la obra de la autora parece sometida al examen de un comité de expertos.

El supuesto afán individualista de Dávila también pierde cierta fuerza al observar su aparición en espacios compartidos con otras escritoras. A pesar de su reticencia a la hora de ser relacionada con la literatura femenina y feminista, la difusión de sus cuentos también se ha logrado gracias a antologías en las que comparte lugar con otras mujeres hispanoamericanas. Así, figura en 14 mujeres escriben cuentos (1975), título editado por la Federación Editorial Mexicana, donde aparece con el nombre de María Amparo Dávila, con los cuentos “El desayuno” y “Moisés y Gaspar”, y acompañada de Beatriz Espejo, Inés Arredondo, Elena Garro, Rosario Castellanos, Elena Poniatowska o Guadalupe Dueñas.

Apenas un año después, aparece en Cuentistas mexicanas del siglo XX (1976), antología editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, con “La señorita Julia” y “Tina Reyes”, junto con creaciones de María Lombardo de Caso, Nellie Campobello, Inés Arredondo o Elena Poniatowska. En este sentido, es también importante su inclusión en Nueve escritoras mexicanas nacidas en la primera mitad del siglo XX, y una revista (2006), colección editada por el Instituto Nacional de las Mujeres y El Colegio de México. “El huésped” comparte espacio en esta publicación con textos de Josefina Vicens, Luisa Josefina Hernández, Inés Arredondo, María Luisa Mendoza, Julieta Campos, Beatriz Espejo —quien se encarga a su vez del análisis del cuento incluido de Arredondo—, Aline Pettersson y Esther Seligson.

Si entendemos una antología como un “portador transmaterial de cultura” (Díaz-Diocarezt 2011: 107), es decir, como la comunicación de un conjunto de significados construidos a través de la evaluación y selección de textos, el proceso de construcción de una postura daviliana, también consecuencia de la labor de los editores, se termina apoyando inconscientemente en una literatura feminista, tal y como la conceptualizaba Elaine Showalter (2010): aquella que se rebela frente a los valores del patriarcado y que la autora tanto rechazaba en sus entrevistas.

Aunque no cabe detenerse aquí en un comentario acerca de todas las autoras nombradas, es necesario insistir en las implicaciones que tiene para Dávila su relación editorial con escritoras como Rosario Castellanos, en quien nos hemos apoyado al inicio de este artículo por su consideración de la imaginería mítica a la que se han visto reducidas las mujeres mexicanas. Por otro lado, la cuentística de Inés Arredondo, a quien Dávila señala como su amiga en varias entrevistas, también ha sido fruto de interesantes análisis desde la crítica feminista (Cristerna Bautista 2017; Machillot 2018), al igual que sucede con los relatos de Guadalupe Dueñas (Ferrero Cándenas y Trejo Valencia 2018). Finalmente, resulta también interesante su encuentro antológico con Elena Garro, ya que ésta se llegó a considerar dominada por su exmarido Octavio Paz, quien lideraría el campo literario desde los parámetros de una ideología liberal burguesa (Earle 2010), de una manera similar a como hemos definido aquí los resultados de la relación Reyes-Dávila en la conformación de su postura autoral.

3. Apuntes para el análisis del ethos feminista de “El huésped” y su relación con la postura literaria daviliana

El concepto de postura literaria de Meizoz vincula el ethos externo o extratextual del autor, relacionado con la presentación de éste en otros contextos diferentes a su obra literaria (Pérez Fontdevila y Torras Francès 2015: 6), al ethos interno o textual. Si tomamos la definición de ethos de Maingueneau, que atiende al plano discursivo de un texto en su singularidad y articula “la configuración histórica”, “la diversidad de géneros de discurso” y “los posicionamientos estéticos” (2016: 152-153), a la par que conservamos los resultados del análisis previo del ethos externo daviliano, este andamiaje teórico podría arrojar luz sobre las posibilidades de análisis de los cuentos de Amparo Dávila desde un prisma feminista.

Recordemos que Alfonso Reyes no sólo fue su guía de actuación en el campo literario, o de su viraje hacia la narrativa: también fue el promotor de la edición de varios de sus relatos. Es el caso de “El huésped”, publicado bajo su impulso en el número 6 de Revista Mexicana de Literatura en 1956, como recoge García Gutiérrez Vélez en su completo recorrido sobre la aparición de los cuentos de esta autora en revistas (2006).

Desde el principio, la protagonista de este relato denuncia la cosificación y el aislamiento a los que su marido la somete: “Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer” (Dávila 2009: 11). Se muestra, por lo tanto, un matrimonio en el que la mujer se encuentra aislada y es dependiente económicamente: “pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles” (2009: 17). El cabeza de familia acoge a un invitado monstruoso que la aterroriza a ella, pero también a su sirvienta y a los hijos de ambas.

Esta relación de dominación y sumisión, ya no sólo establecida en el campo meramente afectivo, sino también en un plano socioeconómico, es legible desde el concepto de violencia simbólica de Bourdieu (1999). El capital, la base de la dominación, se desglosaría en la relación hombre-mujer presente en este relato en sus cuatro formas: la económica, la cultural, la social y la simbólica. Esta última resulta la más poderosa, pues refleja que la autoridad de la casa recae en la figura del marido, lo que vuelve sus actos plenamente legitimados: “El capital simbólico es una propiedad cualquiera, fuerza física, riqueza, valor guerrero, que, percibida por unos agentes sociales dotados de las categorías de percepción y de valoración que permiten percibirla, conocerla y reconocerla, se vuelve simbólicamente eficiente, como una verdadera fuerza mágica” (1999: 172-173).

La protagonista ruega al esposo que éste se vaya, pero él sólo replica: “Cada vez estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo” (Dávila 2009: 13). La minusvaloración de la mujer como ser humano parte aquí de su relación con la histeria que, tratada como una enfermedad por Hipócrates, ya se halla en las raíces etimológicas del propio concepto, pues ὑστέρα, hysteron, significa literalmente “útero” (Fernández Laveda, Fernández Martínez y Belda Antón 2014: 64). La criatura, aterradora pero nunca identificada, podría considerarse un símbolo del patriarcado (García Aguilar 2008: 33), al condenar a las mujeres y a los niños a una vida marcada por el miedo y la sumisión.

Guadalupe, la sirvienta, es el único apoyo de la protagonista, lo que genera una amistad que supera las barreras de la clase social. A diferencia de la protagonista, ésta podría haberse marchado en cualquier momento: “Temía que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí” (2009: 13). La alianza entre estas mujeres será, pues, la llave de su liberación:

―Esta situación no puede continuar ―le dije un día a Guadalupe. ―Tendremos que hacer algo y pronto ―me contestó. ―¿Pero qué podemos hacer las dos solas? ―Solas, es verdad, pero con un odio… Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría (13).

Las mujeres se dan cuenta de que son víctimas de la misma opresión, lo que podría entenderse como una sororidad que las lleva a tomar una “conciencia de género” ―siguiendo el marbete de “conciencia de clase” de Karl Marx― y a enfrentarse a la autoridad masculina (Hermosilla Álvarez 2008: 48). La crítica ha descrito insistentemente la perspectiva de género presente en este relato (Luna Martínez 2008; Cota Torres y Vallejos Ramírez 2016; Pedrozo dos Santos 2019; Sardiñas Fernández 2020). Por ejemplo, Sardiñas Fernández se detiene en esta alianza establecida entre mujeres de diferentes clases sociales (58), lo que lo lleva a juzgar la posibilidad de que este cuento pueda considerarse feminista, pero sin ofrecer un desarrollo del asunto.

Efectivamente, Jacques Derrida señala que el pensamiento de Occidente está estructurado en oposiciones binarias a través de las que un concepto es institucionalizado como superior, representación de la pureza y del centro, mientras que su supuesto antagónico será dependiente de este, jerárquicamente inferior y marginado, “mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo” (1989: 383). La oposición resultante entre Guadalupe y la protagonista con respecto al marido de ésta y su invitado puede entenderse desde la explicación de Díaz-Diocaretz acerca de la imposición social del “binarismo lógico” genérico, de un “aparente objetivismo”, reforzado por el estructuralismo de Saussure y reflejo de un “fetichismo de la razón” en la que ésta, asociada a lo masculino, se ve privilegiada sobre lo entendido como femenino, es decir, las emociones y sentimientos (2011: 83).

En consecuencia, aparece la crítica a la caracterización social de la mujer supuestamente paranoica e histérica, abocada a sufrir en silencio, tal y como sucede también en muchos otros relatos de la escritora, como “La señorita Julia”. Esta recurrencia caracterizadora de las protagonistas davilianas inscribe a la autora en una genealogía que, según Sandra Gilbert y Susan Gubar, pone en paralelo la escritura de mujeres, aunque separadas cronológica y espacialmente, a través del reflejo de “imágenes de encierro y fuga, fantasías en las que dobles locas hacían de sustitutas asociales de yoes dóciles […], las descripciones obsesivas de enfermedades como la anorexia, la agorafobia y la claustrofobia” (1979: 11).

También Hélène Cixous afirma que nuestro pensamiento, basado en el logocentrismo, se articula a través de oposiciones jerarquizadas, bajo las que sitúa el binarismo de amo/esclavo (14). En el cuento se gesta esta misma dialéctica: el varón se erige en dueño y señor de la vida de la mujer y ésta sufre un brutal proceso de cosificación. Esta jerarquía completa la oposición entre personajes femeninos y masculinos de “El huésped”, porque al entender, con Cixous, que “no hay poder económico sin explotación, no hay clase dominante sin rebaño subyugado” (25), se advierte una vez más la sumisión de la protagonista y Guadalupe a la ley del varón.

Este análisis resulta todavía incompleto desde de la perspectiva de género presente en el cuento. Ninguno de los estudiosos ya nombrados de este relato se ha detenido en las implicaciones ideológicas resultantes de que ambas mujeres se presenten enfrentadas a los mismos problemas, pese a que Guadalupe no cuenta con privilegios de clase. Efectivamente, esta cuestión podría analizarse de una forma más funcional entendiéndola desde los parámetros del feminismo liberal, que defiende un concepto de “igualdad” coincidente con el propio de la meritocracia (Almansa Pérez 2020: 613).

Para el análisis de la llamada literatura femenina, Elaine Showalter concebía la existencia de una experiencia compartida por todas las mujeres, como parte de un mismo grupo silenciado. En consecuencia, acuñó el témino de “ginocrítica”, cuya finalidad es hallar “las leyes de la tradición literaria femenina” (386). El hecho de que, en este relato, una patrona pequeñoburguesa y su sirvienta aparezcan enfrentadas a un enemigo común, el marido de la primera, mientras su diferente posición socioeconómica pasa a un segundo plano, permite relacionar el cuento con estas ideas, a cuyas implicaciones esencialistas Dávila parecía oponerse fervientemente en las entrevistas. En este sentido, como sugiere Díaz-Diocaretz, conviene escapar de la reducción de la escritura de las mujeres a un axioma universal, como proponía Showalter (87).

Con la supresión de las fronteras internas y externas del texto, como proponía Meizoz (2014), podemos profundizar en la consideración de la Revista Mexicana de Literatura, en la que fue publicado este cuento, fundada y dirigida por Carlos Fuentes y Emmanuel Carballo y que recogía creaciones del mismo Carlos Fuentes, de Elena Poniatowska, Carlos Valdés, Enriqueta Ochoa, Fausto Vega o Emilio Carballido. Al respecto, debe indicarse que la presencia de Dávila junto a un autor como Carlos Fuentes revela un posicionamiento en el campo literario similar al producido por la interacción con Reyes. La actitud cosmopolita y los cargos diplomáticos compartidos por ambos los vinculan a un fuerte poder institucionalizador de la cultura y, por lo tanto, del hecho literario.

Recordemos que Carlos Fuentes inscribía al mexicano en una “cadena de la chingada que nos aprisiona a todos” (1995: 224), bebiendo de Octavio Paz, quien también diferenciaba de forma opositiva los dos géneros a través de su papel, de índole pasiva o activa, en el acto sexual: la mujer es la chingada; el hombre, el chingón; y “el que chinga jamás lo hace con el consentimiento de la chingada” (1993: 222). En consecuencia, estos dos autores también percibían el binarismo sociocultural presente en los roles de género.

Los textos que reúne la revista son de carácter heterogéneo y aunque se puedan encontrar algunos ―como el propio “El huésped”― de tintes más críticos, ninguno debía considerarse como un desafío al statu quo. Maingueneau explica que la restitución de “las obras al espacio que las hace posibles, donde son producidas, evaluadas, difundidas, almacenadas, reutilizadas, etc.” (2016: 47), arroja evidencias que, aunque presentes en el texto, pueden pasar desapercibidas. Esto es precisamente lo que explica que un cuento como éste pudiera haber sido publicado en esta revista y, no lo olvidemos, a través de la promoción de Reyes, quien instaba a Dávila a alejarse de las camarillas.

4. Conclusiones

A lo largo de este artículo, se ha mostrado que la figura de Alfonso Reyes aparece definida en los discursos públicos de Amparo Dávila como un verdadero agente de promoción de ésta, así como un configurador de su imagen de autora. En consecuencia, se establece como un intermediario de las actuaciones de Amparo Dávila con la función de acentuar ―y también de modelar― su presencia en el campo literario, bajo las características del apoliticismo y la independencia. Pero, como la investigación ha puesto de relieve, esta continua referencia al intelectual mexicano también puede entenderse como un recurso discursivo, producto de los actos y conductas de Dávila, utilizado por ella misma para la configuración y, sobre todo, legitimación de su proyección social.

Por consiguiente, la figura de Reyes adquiere una doble función: puede entenderse tanto como un actor del campo literario en sí mismo como un recurso narrativo más, aunque con un poderoso papel, presente en las palabras de la escritora. En consecuencia, la postura literaria daviliana deviene una coconstrucción (Meizoz 2014: 86) en la que no sólo participan los textos de la autora, la relación de éstos con su lugar de aparición y sus metadiscursos, sino también sus mediadores.

La difícil reconciliación entre estos dos niveles es lo que ha generado una ambigüedad por parte de la crítica a la hora de identificar a Dávila, o bien con la llamada literatura femenina, o bien con la de corte feminista. Ambos conceptos resultan nociones complejas, que deben ser aplicados teniendo en cuenta sus diferencias (Showalter), lo que permite resolver la aparente incoherencia entre los discursos públicos de la autora y lo que realmente evidencia su cuento “El huésped”. De esta manera, puede concluirse que Dávila, de forma consciente, busca construir una postura de acuerdo con los principios de la sociedad patriarcal y, sin embargo, apunta inconscientemente a una voz feminista.

En definitiva, el intento de creación de una postura literaria daviliana unitaria, en tanto perteneciente a un campo literario y, por lo tanto, sociocultural, recoge los resultados de un proceso de adoctrinamiento, de una acción patriarcal que se refleja en esta tensión descrita entre su ethos y sus conductas públicas. Como fruto de una situación de indecisión entre el ser y el deber ser, la escritora intenta construir una proyección armónica que, irremediablemente, cae en una condición paradójica, al tratar de sujetarse a las exigencias de la misma presión social que también critica.

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1Este trabajo ha sido posible gracias a la obtención de una beca de colaboración con el Departamento de Filología Española de la Universidad de Oviedo, tutorizada por la Dra. María del Carmen Alfonso García, que ha sido financiada por el Ministerio de Educación y Formación Profesional del Gobierno de España (con una duración del 7 de noviembre de 2020 al 24 de junio de 2021).

2“Todo discurso literario prueba la necesidad de localizarse dentro de un espacio ‘para’: al lado de, fuera de, out, a distancia de un centro ideal y de una norma, de un ‘in’ imaginario” (la traducción es mía).

Recibido: 12 de Julio de 2021; Aprobado: 11 de Enero de 2022

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Es maestra en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato, así como en Formación del Profesorado, especialidad de Lengua y Literatura Castellana, por la Universidad de Oviedo, de la que fue becaria de investigación en el curso 2020-2021. Sus líneas de investigación estudian las interrelaciones entre la literatura y la filosofía, con hincapié en la identidad nacional y de género. Ha participado en el Coloquio “Concebir la palabra. Maternidad y literatura”, en el VI Congreso Internacional de Literatura, Lengua y Traducción y en el VII Coloquio Internacional de Jóvenes Investigadores de Literatura Hispanoamericana. De este último, se ha publicado su colaboración “La teoría de la circunstancia en la construcción de la idea de la mexicanidad en El laberinto de la soledad de Octavio Paz” en el libro Y por mirarlo todo, nada veía: redes, transferencias y escrituras globales en la literatura hispanoamericana (Academia Editorial del Hispanismo, 2021).

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