En The Double Strand. Five Contemporary Mexican Poets (1987), Frank Dauster encontraba extraño el hecho de que no se percibieran en la obra de Jaime Sabines (1926-1999) cambios sustanciales, más allá de ligeras modificaciones que no alcanzaban a alterar el escaso interés del chiapaneco en los aspectos formales del género o el énfasis temático en la muerte.1 Se sorprendía el crítico norteamericano por la casi total ausencia de nuevos poemarios desde 1977, año de publicación de Nuevo recuento de poemas: “Sabines may have undergone a crisis of disillusionment with poetry, even a poetry as fiery and combative as his own” (85). Asimismo, señalaba que los estudiosos de Sabines han tendido a ignorar el complicado uso de la ironía y el contraste que se esconde tras un discurso caracterizado por la oralidad, el lenguaje de la calle y la constante recreación poética de la vida cotidiana.2 Por ello, pone de relieve la visión irónica que el poeta ofrece de la muerte sin pasar por alto la clara conexión con Charles Baudelaire y los poetas malditos.
Sin embargo, el acertado análisis de Dauster no debe impedir ahondar en algunos aspectos que presenta la obsesión de Sabines con todo lo que precede, rodea y sigue a la muerte, a qué responde esta insistencia en lo luctuoso y si forma parte, como así lo creo, del carácter melancólico, muy intenso también en otros poetas mexicanos del siglo XX como Ramón López Velarde, Xavier Villaurrutia, Efraín Huerta, Eduardo Lizalde, Jaime Labastida, Francisco Hernández o Marco Antonio Campos, entre otros.3
Obviamente, no basta con mostrar tristeza para ser considerado melancólico. La expresión doliente es algo universal y lo elegíaco está presente en la poesía desde su más remoto origen. La tristeza es sólo uno de los muchos síntomas de la melancolía. Pero los matices que ésta adquiere en cada época y en cada autor son muy variados, y pueden contener cargas significativas que no se asocian a priori y necesariamente con ella, como la exacerbación erótica, la rebeldía o la pasión patriótica. En este sentido, la melancolía no debe entenderse sólo como la tendencia a la tristeza, sino que puede manifestarse de otros modos. Concretamente, la poesía de Jaime Sabines sería fruto de un trasfondo melancólico que va de la actitud irónica al silencio. Por ello, este artículo lee al autor mexicano a la luz de algunos conocidos ensayos en torno a la relación entre el arte y la melancolía, como los de Giorgio Agamben o Manuela Castro Santiago, puesto que pueden alumbrar aspectos cruciales de la obra del chiapaneco, así como su renuncia a la creación bastantes años antes de su muerte.4
En Las metáforas de la melancolía (2012), Manuela Castro Santiago argumenta que la idea de Nietzsche sobre “la muerte de Dios” trajo consigo la desaparición de todos los absolutos y la fragmentación del sujeto, además de la pérdida de la identidad y de valores que antaño daban sentido a la existencia humana. De este modo, el sujeto contemporáneo ha pasado a vivir con la tensión permanente que significa la búsqueda de aquello que le falta (403-404). Es decir, vive con una constante sensación de pérdida y vacío. La consecuencia de esto la expresa del siguiente modo:
Cuando, en lugar de conformarse con una modesta búsqueda de la verdad, el sujeto melancólico se empeña en alcanzar el saber absoluto –lo uno, lo claro, lo intacto– entonces, en ese momento, toma conciencia de que el contenido esencial de la existencia es incognoscible. Lo esencial se le escapa del conocimiento para presentarse como un conjunto de insignificancias y de fragmentos sueltos. […] Así pues, el hombre tiene que conformarse con el hecho de que el conocimiento queda reducido al signo incompleto (407).
Examinada desde este enfoque, la poesía de Sabines deja al descubierto el vacío existencial que lo domina, expresado a través de las metáforas del hueco, el pozo, la página en blanco, el agujero en la tierra. Y en ese mundo poético de la ausencia, el único tema posible es otro vacío: la falta de palabras, el silencio o, sencillamente, lo que deja la muerte.5 “La dolencia afásica pertenece a la tradición somática de la melancolía, lo que los medievales describieron como acedia” (Castro Santiago: 331). El camino hacia esta conclusión de escepticismo radical es lento y amargo. Y la voz melancólica de Sabines, que se siente todos los hombres, lo recorre desde la incertidumbre, con sufrimiento y en soledad. En tal devastación, no cabe más que la mirada irónica, que es la opción por la que se decanta el poeta antes del silencio total: una ironía entendida como sarcasmo, como la enunciación de una idea por medio de palabras contrarias a lo que se quiere expresar; o sea, la retórica del que, desesperado, es consciente de que la palabra ha perdido su valor. Y es que, como afirma Castro Santiago, “la ironía es el lenguaje del melancólico” (64).
Ya en el mismo epígrafe que abre el primer volumen de Sabines, un texto del Antiguo Testamento, se encuentra presente el vacío del alma. La frase del profeta Isaías concentra en pocas palabras la visión sabiniana del hombre en el mundo: un hambriento que sueña con comer, pero, “cuando despierta, su alma está vacía”.6 A mayores, en las primeras composiciones de Horal (1950) asoma una imagen del hombre en soledad, un ente definido por la ausencia: “Amaneció sin ella” (9). Llorar se convierte en actividad casi exclusiva (manifestada a lo largo del poemario prácticamente en todos los tiempos verbales –llorar, he llorado, lloré, llorara, llorando–); las lágrimas, en única seña de identidad clara: “El mar se mide por olas… nosotros por lágrimas” (9), por mucho que no sirva de nada, ya que todo desemboca en “El llanto fracasado” (26).
La inquietud por la nada y el desconocimiento del propio destino dominan el libro. En tales circunstancias, la voz enunciativa se dirige a Dios, a pesar de parecer consciente de su inexistencia, ya que afirma “nada hay detrás” (10). Se observa bien a las claras en algunos de sus poemas más antologados como: “Lento, amargo animal”, en el que el sujeto, instalado en los albores de la creación, ruega al Ser Supremo; o también en “Sombra, no sé, la sombra”, composición que formula lo que genera la ansiedad del sujeto poético que se interroga si el hombre es acaso la “Sombra de Dios / perdida / Sobre el tiempo, sin Dios” (11).
El enunciante conjetura sobre la realidad, porque es lo único que se puede hacer cuando ya no hay certezas. En tal caso cabe buscar o tratar de asegurarse de algo aquí y ahora, de algo concreto que confirme la existencia propia: “Mi cuarto, mi noche, mi cigarro […] Obscuro hueco aquí” (14). El poema “Yo no lo sé de cierto” ilustra esta incertidumbre, subrayada por la circularidad estructural y la repetición. Además de apuntar al juego entre saber y suponer, se atestigua la soledad consustancial del humano, un estado reiterado machaconamente en medio, al principio y a final de verso:
Yo no lo sé de cierto, pero supongo
que una mujer y un hombre
algún día se quieren,
se van quedando solos poco a poco,
algo en su corazón les dice que están solos,
solos sobre la tierra se penetran,
se van matando el uno al otro, […]
(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.) (12)
Hay en Horal un intento de desentrañar la esencia del hombre, se busca desmenuzar una intuición, formular una metafísica: “uno es algo que vive” (20). “Uno es el hombre. / Uno no sabe nada de esas cosas / que los poetas, los ciegos, las rameras, / llaman ‘misterio’, temen y lamentan” (19). Si bien la duda dificulta la escritura, hace inútil cualquier discurso: “Nada. Que no se puede decir nada […] ni hablar de soledad, de insomnio, de locura” (25). Y todo son “Palabras para el fin” (17). En la reflexión sobre la condición humana, y en una especie de versión quevedesca contemporánea, se dice “cuando nací moría” (11). Pero la barroca unión de cuna y sepultura no está referida ahora a la brevedad de la vida, sino que nacimiento y muerte son simultáneos, acciones equivalentes; los opuestos se vuelven sinónimos, lo cual desbarata el significado del texto, haciendo de éste la incongruencia de la vida.
Es ésta una soledad silenciosa en la que el sexo es sólo una forma de llenar el vacío temporalmente, un momento en el que hombre y mujer creen alcanzar el conocimiento, pero se trata sólo de un espejismo, porque el sexo también es muerte: “se van matando el uno al otro” (12). La mujer (sea la “Tovarich” o camarada, “Margie”, Miss X, o cualquier otra), no remedia la soledad ni el dolor. A veces significa sólo un intento inútil de comunicación: “Penetro en la oquedad sin palabra posible, […] / donde todo es intento, aproximado afán y cercanía” (14); pero otras, es un medio que conduce a la muerte del hombre: “Las mujeres se abren bajo el peso del hombre / como el mar bajo un muerto, / lo sepultan, lo envuelven” (27).7
La composición que cierra Horal, “Los amorosos”, resume las líneas maestras del primer poemario de Jaime Sabines. Unos seres sensibles pero monstruosos –tal vez afectuosos, aunque no amantes– son descritos como locos, “sin Dios y sin diablo” (31), en permanente búsqueda de algo que saben de antemano que no van a encontrar. Deambulan, pues, en el más absoluto de los escepticismos: “viven al día, no pueden hacer más, no saben” (30), en la más completa vacuidad, una situación que la voz enunciativa se encarga de realzar a base de repeticiones: “porque están solos, solos, solos”; “Vacíos, pero vacíos”. Alegoría de un estado primitivo del hombre, arrojado al mundo y desamparado, estos seres parecen conscientes de que su destino es buscar sin hallar otra cosa que su propio espanto: “Encuentran alacranes bajo las sábanas” (31). La actitud, la única salida posible para estos seres desgraciados es la risa burlona cuando observan a los que aún conservan certezas: “Se ríen de las gentes que lo saben todo”, o la sonrisa irónica y dolorosa que esbozan al percatarse del propio abandono: “los que siempre –¡qué bueno!– han de estar solos” (31). Expulsados de la esperanza: “se van llorando, llorando / la hermosa vida” (32).
Si bien presente, como se acaba de comprobar, desde los inicios de su carrera poética, la ironía será un recurso que Sabines intensificará a partir de su primer libro. De hecho, una de las composiciones iniciales de La señal (1952) –un título que no apunta a otra cosa que al presagio de la muerte– lleva por título “De la esperanza” e invita con sorna a entretenerse e ilusionarse desde el convencimiento de que “ese día que vendrá no ha de venir” (35). Por otra parte, al presentar una realidad urbana contemporánea fácilmente reconocible, acendra la mirada irónica: “¡Qué alegre el ruido amontonado en la calle / […] y los cláxones trepados uno encima del otro”. Aparecen señales de poetas anteriores, más optimistas, a los que contradice: “Qué alegre el día de la ciudad idiota, / sin olor a tierra mojada” (55), en referencia obvia a López Velarde. No menos irónico resulta que el sujeto poético considera a Dios “dulzura insoportable” (39) o “El Gran Titiritero” (76), pero termina el libro, precisamente, dirigiéndose a él, reconociéndolo “Primordial” y compasivo (78).
Sabines plantea en esta segunda publicación una voz poética extremadamente compadecida con el ser humano que busca sin descanso un apoyo que no encuentra, un hogar que no existe, pues la soledad es su esencia inalterable, nunca un estado pasajero. El mundo de este ser es tan incongruente y paradójico que hasta la misma muerte lo anima a vivir, porque el tiempo es “la eternidad que dura un abrir y cerrar de ojos” (39). En el melancólico se da la aparente contradicción de que cuanto más clara tiene su situación, tanto más se hunde en ella. El deseo de huida y de salvación se convierte en desesperación (véase Castro Santiago: 57).
“Convalecencia” lleva por título una de las secciones de La señal. Así vegeta el ser humano, convaleciente de alguna enfermedad que lo condena desde el seno materno al dolor, a lo inútil y al sinsentido. En esta angustia, la muerte no puede ser mala, sino más bien un alivio: “hiciste bien en morirte” (65), exclama sobre el fallecimiento de su tía Chofi, y declara: “yo lo que quiero es que pase algo, / que me muera de veras” (56). La desesperación hace aflorar el instinto suicida, síntoma claro de la enfermedad del espíritu humano asediado por la terrible melancolía, y también rasgo identificador del malditismo baudeleriano que ya se ha mencionado. Anulada toda esperanza, teniendo el momento presente como única y débil creencia, el hombre contemporáneo queda abocado al mal. El poema “El diablo y yo nos entendemos” dibuja a un Satán que lo invita al suicidio. En esta figura maléfica encuentra el escritor a alguien tan solo e ignorante como el propio ser humano, lo cual, en el colmo del contrasentido (ya que es quien dirige la pluma), lleva al poeta a dedicar al maligno unas palabras llenas de cinismo: “y tiene una ternura como un membrillo / y se siente solo el pobrecito” (49).
En medio del escepticismo, la ironía contribuye a clarificar la postura del poeta ante esa muerte que acompaña al hombre de modo cotidiano: “bebiendo diariamente vida y muerte mezcladas”. Por eso exclama, socarrón, “no hay que darle importancia” y escribe uno de los poemas más largos del libro precisamente sobre este asunto, en consonancia con la tradición mexicana, para que “el mundo sepa que sabemos ser trágicos” (74). Y esta macabra celebración se acompaña con una especie de música entre cómica y burlona: “Tranca la tranca / con la musiquilla del concierto / qué fácil es bailar remuerto” (75).
Sin embargo, basta fijarse en los títulos de los poemas de La señal para percatarse de que se trata simplemente de un subterfugio para enfrentarse a tanta tribulación, pues el sujeto poético insiste en las ideas de dolor, miedo y futilidad: “La caída”, “Con ganas de llorar”, “Es un temor de algo”, “Los días inútiles”. Este último ofrece una descripción bastante certera del melancólico que fue Jaime Sabines:
Los días inútiles son como una costra
de mugre sobre el alma.
Hay una asfixia lenta que sonríe,
que olvida, que se calla.
¿Quién me pone estos sapos en el pecho
cuando no digo nada? […]
Un hombre como yo que se avergüenza,
que se cansa,
que no pregunta porque no pregunta
ni quiere nada. (67-68)
A partir de estos versos pueden enumerarse los rasgos clave del melancólico: angustia, representada por sapos, fatiga, tedio y absoluto desinterés por las cosas.
En 1956 aparece Tarumba, un volumen cuya característica más sobresaliente, además de la ironía, es la reflexión en torno a la poesía y su proceso de creación. Se ha discutido acerca del significado de este título. Eva Valero cita una entrevista en la que el autor se refiere a la posible alusión a la locura: “‘tiene una acepción de «alocado», tarambana, superficial veleta’” y estima que “la concepción poética de Sabines respecto a ese ‘tú’ o interlocutor ‘tiene que ver con la soledad del hombre’”, idea que compartimos (la autora recoge esta cita, a su vez, de un trabajo de Carla Zarabesca [Valero: 159, 163]). No obstante, al avanzar en la lectura del poemario, puede vislumbrarse también una posible alusión al mito del doble Quetzalcóatl-Xolotl, en el que los antiguos mexicanos representaban vida y muerte. Roger Bartra lo explica en el capítulo “Xolotl, el que no quería morir” de La jaula de la melancolía: “Quetzalcóatl va acompañado de su nahual o doble (que puede ser también su gemelo) con quien habla y llora” (2012). Este razonamiento cobra más peso todavía al comprobarse la importancia que adquiere en Tarumba la vinculación de la vida y muerte con la tierra: “uno lleva consigo el olor de su tierra, […] Uno quiere confundirse con todas estas cosas cuando se siente herido de muerte. El cadáver de la Rosa anda buscando su lugar. Hoy toma el tren de las ocho veinticinco rumbo a Tuxtla. ¡Buen viaje!”(134).
Acerca del contenido metaliterario de Tarumba, “Prólogo”, composición que abre el libro, constituye en esencia una poética muy en la línea temática de Sabines, referida al proceso creativo entreverado con lamento y dolor. Cabe destacar la enunciación en plural, un sujeto colectivo que converge en el libro trayendo consigo un esfuerzo para la creación, pero que se percata de que la tarea le queda grande. Cuesta abordarla; parece mejor definirla a base de negaciones, de lo que no es: “no es el dolor… no es el pájaro… no soy yo, ni es mi hijo”. Descartadas varias posibilidades, se llega a la conclusión de que se trata de algo muy pequeño, aparentemente insignificante, un simple “grano en la mazorca”, pero que, en manos de un melancólico –enunciativamente se ha vuelto a la primera persona (“un tiempo mío entre todos mis tiempos”)– encierra la potente rabia de “un pedazo de hidra” (93).8
En relación con el estatuto del poeta en el mundo contemporáneo, el sujeto poético se ve como un grillo con una extraordinaria capacidad para captar la realidad en torno. “Todo lo sé, lo adivino, lo siento. / Conozco los matrimonios, los adulterios / las muertes […] Sé cuándo el poeta grillo quiere cantar” (96). Pero el poeta no sólo se representa con la imagen del grillo, se animaliza también como pulpo, araña del agua, hormiga o una suerte de atrabiliario axolotl: “o puedo ser un ojo grande con dos patas pequeñas y una cola […] Pertenezco a la clase de los anfibios” (105); un ser extraño, en todo caso, que se oculta en el “río del mundo” (104). Entiende la inutilidad de su actividad, confirma su malditismo: “Yo me quejo, Tarumba, de estar sirviendo a la poesía y al / diablo” (110), con la misma naturalidad con la que se declara antifranquista, como si se le hubiera reprochado lo contrario, atento a los acontecimientos de su tiempo.
Años después, en Yuria (1967),9 Sabines compone un poema en prosa acerca de un personaje de onomatopéyico nombre Jaialai (comienza como Jaime), una auténtica parodia de sí mismo en la que se autorretrata, con ironía, como un intelectual laureado y admirado por los jóvenes. Cabe destacar la importancia de esta composición para conocer la opinión del autor sobre los escritores y la poesía como un “fraude” (cfr. Barrera Parrilla 2004: 233 ). Además, permite deducir su relación con la escritura: “se pregunta por qué no escribe”, así como su visión en general de los poetas, hacia los cuales sentía bastante desconfianza y desdén: “hombre docto, circunspecto, autoritario” que a pesar de parecer “enormemente feliz” anda dando tumbos, pero con la mirada siempre perdida (203).10 Ni la semblanza paternalista ni la media sonrisa irónica logran ocultar el lado amargo y triste del poeta quien, por otra parte, ofrece en Maltiempo (1972) una categórica división de la poesía moderna en dos tendencias que parecen irreconciliables: “aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas […] y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ‘pinche piedra’”. Aunque de los primeros “es el Olimpo” (256), Sabines pertenece, sin duda, a los segundos.
Es bien conocido el concepto de “eros melancólico” formulado por Giorgio Agamben, quien afirmaba: “La misma tradición que asocia el temperamento melancólico con la poesía, la filosofía y el arte, le atribuye una exasperada inclinación al eros” (45). El deseo erótico tiene mayor presencia en Tarumba que en los anteriores libros de Sabines. Si pudiera pensarse que la falta de ánimo, la depresión o la pasividad inhiben el impulso sexual, nada más lejos de la realidad. La historia del arte está llena de ejemplos de la inclinación erótica del artista melancólico y esto atañe, asimismo, a los versos de Sabines, a juzgar por la cantidad de alusiones con este motivo. Así, pese a describirse anímicamente roto, no olvida el gozo sexual: “Quebrado como un plato […] Yo soy este que quiere a fulana el día trece de cada mes […] / ¡Qué deseo de hembras maduras / y de mujeres tiernas! […] / Voy del placer a la ternura / en la casa del loco” (105).11
Como queda apuntado, Tarumba destila ironía. La vida es, para el hastiado sujeto poético, siempre lo mismo, el mismo continuado absurdo que se intenta engañar con celebraciones que provocan la burla del descreído enunciante: “Estos días, iguales a otros días, de otros años […] ¡Fiestas de la barriga, navidad, año nuevo, que alegres estamos / qué buenos somos!” (99). El tedio de la existencia empuja, en ocasiones, a buscar un consuelo en el alcohol: “Quién sabe en qué rincón del trago / a qué horas, / pensaste / que la vida era maravillosa” (100), pues todo es un gran disparate, y el mundo está al revés: “Los gatos pasean del brazo a las ancianas ratas” (103) y causa angustia. Pero también invita al suicidio, un hecho que no se soslaya; al contrario, aparece con cierta frecuencia en los versos de este sujeto “tarumba”, que alude a hechos tan terribles con el desparpajo más irónico: “Me destapo los ojos de un balazo / ¡y arriba!” (102).
No sorprende que este marasmo emocional se concrete en imprecaciones a Dios, hacia quien ahora sube el tono para insultarlo y llamarle directamente “Comecaca” (114). Lo sorprendente es que, en el final de la obra, le ruega, en el mismo poema y al mismo tiempo, que lo socorra y lo hunda, con absoluto cinismo e incongruencia: “(¡Danos, Señor, la fe en el domingo, […] para mirar con alegría los días que vienen!)” (136). En libros posteriores a Tarumba se vuelve a presentar esta misma contradicción. Ejemplos destacados aparecen en Poemas sueltos (1962), donde también continúa su reclamo a Dios, al que acusa de maltrato (un Dios, animalizado, lo trata “A picotazos” [156]), pero al que sigue suplicando y hasta realizando ofrendas, para, en el poema siguiente, declarar que su Dios es “sordo y ciego” (164). Lo trágico e irónico es que considera que Dios es sólo una palabra: “¡Qué hermosa palabra ‘Dios’, larga y útil al miedo, salvadora!”, cuando lo cierto es que la humanidad vive engañándose a sí misma, construyendo máscaras e ilusiones antes de que llegue la muerte, la única certeza: “He aquí la verdad: hacer las máscaras / recitar las voces, elaborar los sueños […] y seguirse entrenando ocultamente para el evento final / del que no habrá testigos” (191).
¿Por qué rogar a Dios para luego negarlo? ¿Cómo explicar esta incongruencia? Agamben, que busca el modelo del conocimiento en los entresijos del carácter melancólico, entiende que esta contradicción es un mecanismo para entrar en relación con aquello a lo que no se puede acceder de otro modo. En otras palabras, la angustiosa desesperación que afecta al melancólico lo empuja a buscar por todos los medios una vía de relación con lo que considera inalcanzable, incluso, y aunque sea contradictorio, afirmando su ausencia o su carencia, es decir, por la vía de negación. Las imprecaciones y los insultos conformarían uno de los muchos modos discursivos que permiten al sujeto acercarse o acceder a lo inaccesible: “la retracción del acidioso no delata un eclipse del deseo, sino más bien el hacerse inalcanzable de su objeto” (31). En consecuencia, la poesía de Sabines constituiría su lenguaje particular para acercarse a la idea de lo Absoluto que tanto necesita y con el que “comunica… bajo la forma de negación y carencia” (34).
No se produce un gran cambio de actitud hacia Dios en Diario semanario y poemas en prosa (1961). Sigue apareciendo el tono amargo hacia un Dios distante y ajeno, que muestra al hablante una “cara blanca vacía” (119) y ante quien se siente como un “hijo perdido”. Se refiere a él constantemente, a la falta de afecto de éste por su creación, por el hombre. Hay un terrible escepticismo, porque ya ni Dios ni el diablo, con quien antes declaraba entenderse, lo atienden. Lo que sigue presente es la tristeza en grado sumo: “Soy mi cuerpo y mi cuerpo está triste y está cansado” (130). El enunciante vive una simbiosis con el medio: “No hubo más que humedad sobre las casas, humedad y tristeza” (132) y hasta se plantea si, como la naturaleza, que también tiene sus estaciones, refleja esta melancolía. Lo innegable es la enorme humildad con la que asume su tarea de poeta: “Dices que eres poeta porque no tienes el pudor necesario del silencio” (135).
La vida cotidiana, especialmente la vida en la ciudad, es tediosa para la mayoría y envuelve al hombre que ve pasar los meses y los años sin finalidad. Si Dios falta, el hombre no puede sostenerse, “Porque la verdad es que somos débiles y miserables” (190). En este panorama desolador se reconoce la intrascendencia de la poesía, especialmente entre los pobres, a quienes de nada sirve, y para quienes resulta más necesario y reconfortante un simple vaso de leche.
Los Poemas sueltos escritos a lo largo de una década y publicados en 1962, continúan las preocupaciones temáticas usuales en Sabines y el tono irónico acostumbrado, enfatizando el dolor del hombre, tanto el individual como el colectivo. La voz individual afirma encontrarse desmantelado, vacío y viejo, cansado, malherido, sin esperanza ni consuelo; a nivel colectivo, todos los hombres y mujeres, en una simbólica arca de Noé, apuran la vida antes de que se produzca el naufragio definitivo: “juntos bebemos, y nos pisamos y nos atropellamos / en esta hora que va a hundirse en el diluvio nocturno” (186).
El poeta realiza numerosas alusiones a la enfermedad a través de animalizaciones (víbora, cangrejo, alacrán, caracol vacío). De igual modo intensifica el uso del símil y de la metáfora para referirse a las sensaciones del yo melancólico: “Siento que sube el nivel del vacío en mi vaso” (157), “igual que los cangrejos heridos / que dejan sus propias tenazas sobre la arena”, y trata de reconstruirse “a trechos en el basurero de la memoria”, “pozo sin agua” (170) “un cadáver prestado” (174), “la yerba seca” (188). El escepticismo evidente de los libros anteriores se ve intensificado, y el dolor representado con instrumentos punzantes (un anzuelo, una aguja, vidrio) (160) y encuentra el poeta que todo es inútil y no somos más que “una pieza / de una maquinaria enorme que alguien mueve” (176).
Pero la enfermedad y el dolor sólo son anuncios de la muerte, el gran tema de Jaime Sabines. La muerte se personifica y el poeta incluso entabla un diálogo con ella. Ésta confirma su ubicuidad en la vida del hombre, desde su mismo nacimiento, como se constata en “El poeta y la muerte” (149). El hombre se prepara para su advenimiento buscando proximidad o trato con ella y con sus vestigios. No se trata de exorcizarla, sino de entender mejor el sentido de la misma. Como lo explica Agamben: “La melancolía ofrece la paradoja de una intención luctuosa que precede y anticipa la pérdida del objeto” (53). De ahí tantas menciones a objetos materiales que son metonimias de la muerte: ambulancias, huesos, cajones de los muertos, panteones y sepulturas, cenizas, cadáveres, polvo, tierra. Estar cercano a los restos de la muerte puede ser una manera de conocerla, de que desvele sus secretos:
¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡de matarlos, de aniquilarlos, […] Me dan risa, luego, las coronas, las flores, el llanto, los besos derramados. Es una burla: ¿para qué lo enterraron?, ¿por qué no lo dejaron fuera hasta secarse, hasta que nos hablaran sus huesos de su muerte? (205).
Todo un libro dedicado a su padre, Algo sobre la muerte del mayor Sabines (1973) o poemas como “Doña Luz” de Maltiempo y “Recado a Rosario Castellanos” de Otros poemas sueltos, abordan la pérdida de las personas queridas y son otras tantas oportunidades de ahondar en el misterio de la muerte, que tanto desea desentrañar. Por ello ensaya tan diversos tonos, tantas diferentes vías para acceder a captar la idea: la ternura hacia la madre, el dolor por el proceso de la enfermedad del padre, la incredulidad indignada por el accidente doméstico de la amiga. Lo que parece concluirse de la lectura es que no hay una muerte, hay muchas, y sobre todas ellas reflexiona el poeta, incluso sobre la propia en la sección titulada “Autonecrológica”, de Yuria. Sabines fue muy consciente de la obsesión que llegó a cansarlo por momentos, hasta el punto de hacerle declarar: “Cuando tengas ganas de morirte / no alborotes tanto: muérete / y ya” (207). Pero cuando el nihilismo llegaba a sus niveles más intensos, de nuevo recurría a la ironía y el humor: “Quiero una caja de muerto que esté cómoda, / no vaya a estar angosta o corta” (276).
El paso del tiempo, la soledad, la ausencia de la amada y la muerte se ven apenas interrumpidos por la expresión del deseo, orientado en dos direcciones. Por un lado, se participa en una permanente persecución de algo que no existe, una especie de sueño imposible e indefinido: “Con los ojos cerrados miro lo que quiero / y lo que quiero no existe” (184); “Sólo desear, desear, desear, / ir detrás de los sueños” (187). Por otro, de modo más insistente, el deseo erótico, momentos contados en que recurre a la “Casida”, el género propio de la poesía arábiga para la expresión del deseo carnal y que Sabines conoció a través de Lorca. Como para el andaluz, lo sexual encierra significados de esterilidad o muerte. La mujer es una tentación, sólo está para simular y hechizar con su belleza, y como la serpiente bíblica encierra connotaciones negativas: “Nadie puede quererte, serpiente, / porque no tienes amor, / porque estás seca como la paja seca / y no das fruto” (145). La mujer es para el eros melancólico del hablante un entretenimiento que Dios “puso en el mundo” para el gozo del hombre. Pero se trata, nuevamente, de un espejismo momentáneo porque, a pesar de ser lo “mejor que ha hecho el viejo paternal”, la voz enunciativa la considera en la tradición genésica, tan peligrosa, que la nombra con la reduplicación: “víbora-víbora” (178).
Jaime Sabines no fue el tipo de poeta que hace de la poesía un medio de lucha. De hecho, afirmó: “No acostumbro a meterme con la poesía política” (195). Pero eso no significa que fuese refractario a lo político; de hecho, fue representante de Chiapas por el PRI. Aunque lejos de adoptar un posicionamiento político combativo como fue el caso de Efraín Huerta, las críticas al estado de cosas en lo social y la denuncia del crimen no están ausentes en su obra. No se trata de una actitud contradictoria. Más bien, se puede entender como reacción del artista o intelectual ante situaciones de injusticia. Se trae a colación aquí el novedoso planteamiento de la melancolía que realiza Juan Pablo Arancibia. Para el filósofo chileno, “pensar la melancolía como subjetivación política, haría interpretar los signos de debilidad y retiro ahora como gestualidad resistencial, agónica y antagónica, pensarlos como rechazo y desinscripción” (133). En este sentido, la indignación, la inconformidad, serían vistas como otras de las señas del melancólico que pueden conducirlo a la protesta a través de la crítica irónica, pero a la larga, también podría derivar en el retiro; en último término, en la afasia.
La aparición del tema político se remonta en el poeta chiapaneco a Diario semanario y otros poemas, un asunto que viene propiciado por la política exterior estadounidense y su embargo a la isla de Cuba. Sabines no puede quedar impasible ante la Revolución castrista, que se ha vuelto un clamor continental para esa época: “Dice el Radio que los Estados Unidos le piden explicaciones a México por eso de su apoyo moral a Cuba” (120). La ideología, no obstante, es sutilmente tamizada por la ironía, ya que lanza sus reproches hacia el país vecino en tono de burla: “¡Qué pequeño gran país estos Estados Unidos! / Cómo han crecido y crecido para hacerse pequeños!” (120). En contraste, Cuba, “atacada de tan divina locura […] le está enseñando a México el arrojo y la insensatez” (121).
La década de los cincuenta presenció la guerra fría y la expansión de la sociedad de consumo en Occidente. Las grandes ciudades empiezan su crecimiento imparable en detrimento de las pequeñas urbes de provincia. Jaime Sabines lleva la vida de un comerciante provinciano: “La vida moderna es la vida del horario y de la mediocridad ordenada” (121), comentará, tedioso. Pero el progreso arrebata otros valores y dificulta la comunicación: “La televisión y el cine han sustituido a los abuelos” (126). No deja de imponerse como un gran absurdo porque todos los grandes avances quedan reducidos a la publicidad de jabones y dentífricos.
Y si bien Yuria y Maltiempo mantuvieron las grandes preocupaciones existenciales del poeta, su barruntar constante sobre Dios y la muerte, se diferencian de los anteriores volúmenes en la presencia más explícita e intensa del asunto político y la denuncia social. De hecho, Sabines nunca abandonó su relación con la isla de Cuba, donde ejerció de jurado del Premio Casa de las Américas en 1965 junto con Lezama. “Cuba 65”, poema que abre Yuria, vuelve a manifestar su visión positiva del país en contraste con la que tienen los estadounidenses, no sin antes advertir que no recibe contraprestaciones económicas del Partido Comunista ni tampoco de la embajada norteamericana. Cuba es una metafórica casa que se construye “con las manos limpias” de sus moradores. Por el contrario, recurriendo una vez más a la ironía, anota entre paréntesis una exhortación al entonces presidente Lyndon Johnson, una especie de llamada colectiva de parte de los norteamericanos para destruir la isla que “navega peligrosamente alrededor de América”, lo que inevitablemente desata una sonrisa en el lector, que percibe la burla de Sabines hacia lo ridículo de la situación. Podría considerarse una nueva formulación de la dicotomía civilización frente a barbarie, en el entendido de que son los del norte los incivilizados, porque mientras Johnson es un potencial ejecutor del lanzamiento de bombas atómicas que puede “echarle encima todas las bombas atómicas y los diablos” (196) a Cuba, Fidel Castro se le antoja a Sabines una suerte de duende ubicuo entre sus compatriotas, que se vuelcan en la educación y la cultura: “¿por qué el libro se ha vuelto de pronto / bueno como el boniato?” (197). Mientras algunos países compiten en la carrera hacia la luna, otros buscan la libertad por medio de la revolución.
Según Arancibia, “el melancólico aborrece toda dominación” (132). Sabines nunca dejó de defender la libertad: “No quiero convencer a nadie de nada […] Que cada uno llegue a la verdad por sus propios pasos y que nadie le llame equivocado o limitado” (125). Maltiempo fue publicado en un tiempo verdaderamente malo desde el punto de vista político y social. Estados Unidos libraba en el sudeste asiático una guerra desigual que hará escribir a Sabines una frase agria: “La poesía bucólica actualmente sólo puede extraerse de los campos de Vietnam” (270). Por otra parte, la celebración de los Juegos Olímpicos durante la presidencia de Díaz Ordaz fue aprovechada para la promoción de México a nivel internacional, mientras que los estudiantes vieron el tirón mediático que ofrecían las olimpiadas como ventana al mundo para la denuncia de los abusos del gobierno. El conflicto desembocó en los asesinatos de estudiantes por parte del ejército en la Plaza de Tlatelolco pocos días antes de la inauguración de los eventos deportivos, unos hechos que no dejaron indiferente a nadie y a los que los poetas de la época (además de Sabines, también Huerta, Paz y Pacheco, entre otros) condenaron sin dudar, convencidos de la necesidad de no olvidar. “Testimonios”, tercera parte de Maltiempo, está completamente dedicada a la tragedia. La voz poética se erige en acusador ante la opinión pública, levantando el dedo para señalar los crímenes:
El crimen está allí,
cubierto de hojas de periódicos,
con televisores con radios, con banderas olímpicas.
El aire denso, inmóvil,
el terror, la ignominia.
Alrededor las voces, el tránsito, la vida.
Y el crimen está allí. (260)
Por medio del manejo de las voces poéticas, consigue el distanciamiento irónico. Sabines da a conocer el malsano talante de los gobernantes. A continuación de los versos citados, la voz enunciativa pasa al plural de primera persona, con lo que el poeta desvela el deseo de los culpables de borrar la memoria de la gente: “Confiaremos en la mala memoria de la gente […] Tenemos Secretarios de Estado capaces / de transformar la mierda en esencias aromáticas” (261). En marzo de 1970 escribió “Diario oficial”, poema en el que queda en evidencia la hipocresía de los gobernantes mexicanos, que se burlan del pueblo:
También sirve el pueblo para otros menesteres literarios:
escribir el cuento de la democracia,
publicar la revista de la revolución,
hacer la crónica de los grandes ideales […]
Lo mejor de todo lo ha dicho un señor Ministro:
Algunos de los poemas de Yuria ilustrarían también el rechazo de Sabines a una sociedad que sólo da valor a lo monetario; en particular, su repulsa contra la Iglesia católica: “Cantemos al dinero / con el espíritu de la navidad cristiana […] Aleluya, creyentes / uníos en la adoración del calumniado becerro de oro” (221-222). Esa sociedad compuesta por una comparsa de personajes patéticos que Sabines apoda “antología de jotos malditos bilinguados” (219), envilecida moralmente, es la misma que desprecia a los desposeídos y marginados. La actitud del poeta es diametralmente opuesta: en tono sarcástico reza por los desamparados una plegaria a Dios –que insiste en la repetición de las siglas “rip rip”, antes de terminar con el irónico “hip” de un ebrio (219)– y aboga por canonizar a las prostitutas, verdaderas santas del mundo por su generosa entrega.
Tras incursionar en la situación política y social de México a fines de la década de los sesenta, Maltiempo pone de manifiesto una tendencia a lo fragmentario. Esta preferencia por el texto breve o el aforismo la advierte Castro Santiago en las conclusiones de su estudio, en donde señala también la desgana progresiva del artista melancólico que “se desinteresa de las polémicas doctrinales, de los ideales sublimes, de los discursos retóricos” (408). En este sentido pueden interpretarse “Collage” y “Como pájaros perdidos”, las últimas secciones del poemario. Las últimas son composiciones escuetas (sin el humor huertiano de los poemínimos) que, a partir de un motivo cotidiano, desarrollan pensamientos profundos sobre las habituales inquietudes de Sabines: Dios, la ausencia, el amor, el artista. Paulatinamente, el poeta va renunciando a la actividad, plantea más preguntas sin respuesta, descubre la belleza de la página en blanco y constata el incipiente cansancio de la actividad poética. Declara su hartazgo con los poetas que buscan la fama, incluso afirma sentir vergüenza por escribir. La imposibilidad de acceder al absoluto, a Dios o a cualquier certeza, lo conduce a la conclusión de que la nada es preferible: “¿Qué son las palabras desprendidas de la vida? Naipes, juegos solitarios, pasatiempos mortales / Esperemos. El vacío está lleno de promesas” (281).
Nuevo recuento de poemas, que recopila la mayor parte de la poesía de Sabines, apareció en 1977. Desde esa fecha, rondando los cincuenta años, su producción se redujo drásticamente y sólo aparecería otro libro en 1983, Poemas sueltos.13 A partir de entonces, el poeta se vuelca en su faceta política como diputado por Chiapas en el sexenio 1973-1979 y por el Distrito Federal en 1988. Quizá, como opina Beatriz Barrera, “ya no necesita escribir porque se ha encontrado con el silencio” (235). Frank Dauster cree que posiblemente el poeta llegó a la conclusión de que su poesía no tenía ya sentido tras tantos años de soliloquio con Dios sin recibir respuesta (102). O tal vez sólo fue consecuencia de lo melancólico de su temperamento.
Algunos de sus coetáneos como Rubén Bonifaz Nuño o Jaime García Terrés, se habían alistado en las filas de la poesía culta, de léxico brillante, y con la fe en la palabra todavía viva. Ambos eran, al fin y al cabo, grandes eruditos y dedicaron su vida a la edición además de a la poesía. Mientras, el chiapaneco, al margen de toda actividad en círculos intelectuales, trataba su amarga melancolía con el uso del lenguaje coloquial, el magistral manejo de la ironía y el sarcasmo.14 El escepticismo y el silencio anticipado hicieron de Sabines el más descreído de su generación. Finalmente se produce en el poeta de la “pinche piedra”, el “recesus” o “retirarse” que Agamben y Arancibia atribuyen a los acidiosos: “el vertiginoso y asustado retraerse frente al empeño de las estaciones del hombre ante Dios” (30). Alguien que, como Sabines, había llegado a los extremos del escepticismo más sarcástico y que había defendido practicar la pasividad, no encontró probablemente una salida más digna y congruente que dejar la poesía: “Hay otro camino, más activo y espléndido: ejercitarse en la pasividad, en la cesación total. Romper de algún modo y salirse de la órbita normal del pensamiento humano (la muerte es una idea): llegar a la anti-idea” (281).