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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.22 no.2 Ciudad de México dic. 2011

 

Estudios y notas

 

Ritual de balazos. Iniciación y aprendizaje en la novela de la Revolución mexicana (1932-1951)

 

Ritual shooting. Initiation and apprenticeship in the Mexican Revolution novel (1932-1951)

 

Juan Antonio Rosado

 

Facultad de Filosofía y Letras Universidad Nacional Autónoma de México jarzmx@yahoo.com.mx

 

Fecha de recepción: 01 de diciembre de 2010.
Fecha de aceptación: 04 de abril de 2011.

 

Resumen

Particularmente, a partir del año en que ocurre la gran polémica en torno al nacionalismo cultural (1932), se produce con mayor ímpetu un conjunto de novelas sobre la Revolución mexicana en las que, además, es perceptible una estructura vinculada al tema universal de la iniciación y al proceso de formación del héroe. En este ensayo, a partir de una selección de novelas de la Revolución producidas a lo largo de casi dos décadas, se establecen paralelismos y asociaciones entre estas y lo que ha solido llamarse novela de formación o Bildungsroman.

Palabras clave: novela de la Revolución Mexicana, novela de formación, Bildungsroman, identidad, héroe, mito.

 

Abstract

The year after the great debate over cultural nationalism (1932), there was a greater impetus producing a group of novels about the Mexican Revolution in which, a perceptible structure is linked to the universal theme of initiation and the process of formation of the hero. In this essay, from a selection of novels of the Revolution produced over nearly two decades, parallels and associations are drawn between these and what has usually been called a novel of formation or Bildungsroman.

Key words: novel of the Mexican Revolution, Bildungsroman, identity, hero, myth.

 

Una sola emoción producida en el seno de mis espectadores
por la ficción que he aventurado pesa más, a
mis ojos, que la más severa exactitud histórica.
Friedrich Schiller

Aunque no participen de las mismas metodologías, es posible la confluencia de literatura e historia, pero también de ficción literaria, historia y mito. "La imaginación —afirma el historiador Edmundo O'Gorman— es la facultad capital para [...] no conocer, sino entender el pasado. No debemos crear de la nada, pero sí con lo creado podemos imaginar. Así tenemos que hay verdad literaria y verdad histórica; la relación historia-novela es un tema formidable". Martín Luis Guzmán, quien siempre persiguió la esencia de los hechos mediante el símbolo, prefería la verdad literaria a la verdad histórica. Para él, la leyenda y el mito retrataban con mayor precisión la esencia de los sucesos que la narración rigurosamente histórica. Michel Zéraffa propone que, si bien hay obras que se separan del mito, hay otra zona novelística "compuesta por obras que narran la búsqueda, a través de la historia, de un ser o una esencia que se hallen simultáneamente dentro y más allá de nuestra historicidad" (106; subrayado mío). En esta zona hay temas míticos, incluso cosmogónicos y ontológicos. Si autores como Mircea Eliade habían ya notado y analizado la presencia de mitos en la novela moderna, Northrop Frye —en este sentido— considera que una parte de la tarea del crítico consiste en mostrar cómo los géneros literarios se derivan del mito, lo que no significa que sean mitos.

Sin embargo, un mito podría también derivarse de la literatura y transformar la percepción de una realidad. ¿No son acaso las mitologías y, en consecuencia, las religiones, creaciones poéticas? Mucho se ha escrito sobre el "mundo desacralizado" en que vivimos. No estoy de acuerdo. La sensación, el sentimiento de lo sagrado no ha sido eliminado en un mundo aparentemente desacralizado; todo lo contrario: lo sagrado se ha diversificado, pluralizado. Ya no hay un solo centro rector cohesionador de una sociedad, pero dicho fenómeno no ha eliminado ni la religiosidad ni el sentimiento de lo sagrado, es decir, de aquello en que un individuo cree y que este no consiente, de ninguna forma, que se le insulte o cuestione. Si hay ritos independientes del mito, también persiste lo que Rollo May llama "la necesidad del mito". La novela, el cine y la pintura de la revolución mexicana, han creado todo un sistema mitológico con referentes históricos y una multiplicidad de variantes. Generadores de mitos, no se han conformado con interpretar la historia, sino que la han transformado en ficción.

Muy ligadas al tema anterior, se encuentran la novela histórica y la historia novelada. En el primer caso, la palabra "histórica" es adjetivo de "novela", por lo que, independientemente de que se haya entendido como género híbrido, en el término novela histórica prevalece el peso del sustantivo, es decir, de la imaginación, de la ficción, de la interpretación subjetiva, de la recreación con una función tanto historiográfica como estética. En ocasiones, el artista ha tenido que emprender una búsqueda documental, aunada a la creatividad e imaginación como recursos para reconstruir un pasado, actualizarlo literariamente, interpretarlo y producir emociones. No obstante, a la literatura no le interesa la verdad de un enunciado: ni la verdad histórica ni la filosófica, sino la verosimilitud a partir de una motivación y con una intención determinada.

En México, una de las más fuertes tendencias temáticas narrativas ha sido la novela de la Revolución mexicana. Esta corriente se puso de moda a partir de 1925, después de la polémica entre la llamada "literatura viril" y la "literatura afeminada", analizada, entre otros autores, por Víctor Díaz Arciniega en su Querella por la cultura revolucionaria, donde descubre la motivación e intención a las que me he referido. Ciertamente, hay muchos antecedentes de narraciones cuyo tema es la Revolución, la mayoría de escasa calidad literaria, pero desde 1916 se privilegió la literatura colonialista, el retorno a la Nueva España como un vehículo más en el laberíntico trayecto de búsqueda por una supuesta identidad nacional. La polémica de 1924-1925 surgió entre quienes eran percibidos como escritores instalados en su "torre de marfil", autores que se evadían de la realidad, y aquellos interesados en el tema social y "nacional", en la historia inmediata, a fin de crear un proyecto cultural nacionalista. Francisco Monterde, creador de la primera obra dramática sobre el tema del petróleo (Oro negro, de 1927), redescubre una joya bibliográfica: Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, la cual se convierte, por un lado, en un poderoso detonador para escritores incipientes que deciden de pronto abarcar otras facetas del movimiento armado (como José Rubén Romero), y por otro, en una motivación para autores que vivieron la Revolución en carne propia o fueron ex combatientes que —como José Mancisidor— sintieron la injusticia, la parcialidad en la visión de Azuela y tratan de "enmendarle la plana" proponiendo, según ellos, una visión más integral, completa de la Revolución. Por supuesto, lo anterior es cuestionable, pero como quiera que sea, el tema es llevado al campo literario, sea emanado de una tesis, mezclado con demagogia o tendiente a un discurso plenamente ficticio que solo muestra hechos. La Revolución, en todos los casos, se vuelve mito y retórica: ya no es únicamente retórica política, ni tema de murales. Ahora se convierte —y eso es lo esencial— no solo en el mito fundacional de un nuevo país, sino en un punto de partida literario, al crearse un novedoso universo simbólico con múltiples variantes situacionales y un sinnúmero de personajes. Martín Luis Guzmán recurre justamente al mito fundacional para titular los relatos de El águila y la serpiente (1928). Y si bien no fue ese el título original, sí uno de los que el autor sugirió al editor, y el que finalmente fue elegido por este. Es más, en el título original, Guzmán había recurrido a uno de los mitos que movilizaron a las masas hacia la acción: Pancho Villa, el personaje histórico más retratado en la narrativa de la Revolución.

En este país, a partir de fines de los años 20 del siglo pasado, los novelistas, en su mayoría, se entregan a la tarea de interpretar la historia inmediata desde una visión a menudo pesimista, trágica, a partir del prurito por reconstruir una nación devastada y en pugna. Hay una compleja función mitificadora y desmitificadora en las novelas y relatos de la Revolución. No obstante, la finalidad de este ensayo no es analizar dichas funciones, ni tampoco llevar a cabo una interpretación desde las teorías literarias que tienen como base las creencias junguianas. Como ya lo he expresado en otros lugares, el concepto de "inconsciente colectivo", según el cual "los modelos de pensamiento colectivo de la mente humana son innatos y heredados" (Jung: 72), me parece impreciso, vago y aventurado porque considera los modelos colectivos como "innatos" y "heredados". Este concepto, indeterminado y peligroso, puede conducirnos a un escape hacia lo genérico y hacernos perder de vista tanto los referentes reales como el proceso subjetivo de elaboración de la imagen literaria a partir de esos referentes. En el caso de la novela de la Revolución mexicana, sería peligroso perder de vista dichos referentes, dados la conexión con los hechos históricos y, en muchos casos, el empleo de testimonios personales o ajenos, como ocurre en algunas obras de Romero, Andrés Iduarte y Francisco L. Urquizo; este último, acaso el narrador en quien más vinculadas se hallan la historia y la literatura, al grado de que suele disiparse la frontera entre ambas.

Para Tzvetan Todorov, la mejor interpretación es la que logra integrar el mayor número de elementos textuales (39), de ahí que me parezca peligroso tomar del exterior lo que está en el interior del texto, y de ahí que mi deseo fundamental no sea sino generar un estudio comparativo, establecer paralelismos entre obras que nos llevan hacia una concepción ya existente, pero reproducida en el contexto revolucionario. Este ensayo, en consecuencia, no pretende ser exhaustivo, sino solo considerar algunas novelas de la Revolución mexicana, a fin de ubicar un grupo específico como derivación de lo que, a partir de Morgenstern y luego de Dilthey, se ha llamado Bildungsroman o novela de formación de la identidad, novela de aprendizaje en que el o los ritos iniciáticos desempeñan un papel preponderante. Aplicaré el término independientemente del "nacionalismo germánico" en que estuvo envuelto, y al que se refiere in extenso Miguel Salmerón en su libro La novela de formación y peripecia.

¿Qué es la novela de formación sino una indagación en torno a la identidad? El protagonista suele ser joven, inexperto (mental o físicamente): un adolescente en el sentido original de la palabra (del latín adolescere), es decir, "el que crece; el que se encuentra en proceso de crecimiento", como ocurre con una nación que no ha salido de los conflictos internos y constantes estados de confusión. Si bien Salmerón propone que el ideal de Bildung es individual, interior, en el caso de las novelas de la Revolución mexicana afiliadas —consciente o inconscientemente— a esta concepción, no únicamente se percibe la formación de identidad individual, sino que esta —a menudo— camina paralela a un proyecto de nación implícito o explícito en la misma obra; proyecto que puede inferirse tanto desde el lado positivo o "idealista", como desde la parte pesimista, por negación de una realidad atroz.

Para cumplir con la finalidad anterior, es necesario deslindar el llamado mito del nacimiento del héroe (analizado, por ejemplo, por Otto Rank) de la novela de formación. También se debe deslindar este último fenómeno de sus posibles antecedentes, como la novela picaresca, el poema épico o la novela de caballerías. El pícaro siempre es pícaro en el tiempo narrado, a pesar de que ya no lo sea en el tiempo de la narración. Hay, pues, una conducta repetitiva, compulsiva. Se trata de un tipo. El héroe clásico, por su parte, después de que se inicia, no accede a un proceso de formación o aprendizaje radical que lo conduzca a una transformación interior. Es personaje "de una sola pieza", adulto, con entereza de hierro, que transforma a los demás o a su entorno, que sufre pruebas y penalidades, pero sale de ellas y luego sigue siendo héroe, aunque lo maten, como a Aquiles; en otras palabras, una vez que se transforma en héroe, sigue siéndolo siempre, sin importar su final (glorioso o trágico). Ni en la novela picaresca ni en el relato del héroe clásico ni en el mito del nacimiento del héroe hay una consciente y tajante experiencia de otredad, y por ello no me interesan para descubrir lo esencial de la novela de formación, a pesar de que esta pueda contener un buen número de elementos de los fenómenos anteriores. Para llegar a la finalidad que me he trazado, es decir, la novela de la Revolución mexicana como novela de formación, partiré de lo general a lo particular.

La tesis de Joseph Campbell de la que parte Juan Villegas para proponer un análisis de la estructura mítica del héroe en la novela del siglo XX se refiere a la aventura mitológica de un personaje-héroe. Esta aventura consta de tres etapas: 1) la separación o abandono del lugar de origen, del hogar o de un estado determinado; es el viaje, sea interior o un literal desplazamiento físico; hay cambio de situación, y esto ocurre en todas las obras: el protagonista se encamina hacia una metamorfosis, pero para ello debe pasar por una serie de pruebas; 2) la iniciación, que tiene que ver con las pruebas, las tentaciones, el o los "descensos a los infiernos", así como los encuentros del protagonista con personas que le revelan algo o lo salvan; si el héroe comete hybris o hamartia, podrá fracasar y convertirse en héroe trágico; por último, 3) el regreso o la integración a un nuevo orden, o a una nueva situación (a veces insospechada). En las obras que nos conciernen, como ya lo ha advertido Marta Portal, la Revolución puede ser interpretada como el gran rito iniciático al que se somete el protagonista. Allí pasará por las pruebas que marcarán su transformación en otro y su destino. En la mayoría de estas obras, el movimiento armado es percibido desde una visión crítica que cuestiona sus valores y métodos (si los hubo).

Continuando por esta vía, en su libro El camino del mundo: la Bildungsroman en la cultura europea, Franco Moretti afirma que en la clásica o típica novela de formación, el protagonista es expuesto a una serie de eventos significativos para su formación personal; en este proceso, toma decisiones que en última instancia no son suyas, sino de quienes lo rodean. A menudo lo anterior es cierto, aunque no necesariamente. Es verdad en el sentido de que un personaje nunca existe solo: es determinado por sus circunstancias, que a veces se le imponen de modo categórico. Esto ocurre en las narraciones épicas, como ya lo había advertido la crítica marxista (particularmente Lukács y un estudioso de la novela de la Revolución mexicana, Adalbert Dessau).

Por consiguiente, si la circunstancia se impone, el individuo se moverá entre el ente sicológico de la novela moderna y el héroe clásico "de una pieza"; entre el hombre con aspiraciones individuales y el regido por un ideal colectivo; entre el buscador de aventuras con fines personalistas (la venganza, por ejemplo) y el símbolo de una comunidad entera. Para que se dé el paso decisivo no solo basta la iniciación o la prueba, sino sobre todo la toma de conciencia, y eso es lo que le falta, por ejemplo, a un personaje excesivamente realista y popular como Demetrio Macías, quien nunca conoce la razón por la que lucha. Como afirma Emmanuel Carballo, no lucha por principios, sino para impedir que se desintegre su propia individualidad. Como personaje estancado, no da el paso decisivo, como sí lo dará la mayoría de los héroes que se tocarán en este ensayo. Más bien Demetrio lucha por inercia a partir de una motivación personal negativa. En este caso, hay solo circunstancias y acción. Hay iniciación a un nuevo estado, pero no formación plena. Iniciarse verdaderamente es morir como se era y resucitar como otro. Se accede a otro estado y se toma plena conciencia de dicho tránsito y del nuevo estado. "Allí va, sin mancha, como recién nacida" (Rojas González: 114), le gritan a Angustias Farrera después de haberse hecho una limpia con la bruja, en la novela La Negra Angustias (1944), de Francisco Rojas González. Toda transformación, todo pasaje de un estado a otro implica, por supuesto, sufrimiento. Se pasa de una posición más o menos definida a otra de indefinición, de confusión, de padecimiento para luego llegar a otra condición definida. Esta nueva condición, en la novela, no necesariamente es mejor o superior a la primera. La etapa del "limbo", de la indefinición, de la pérdida, es la transición. Este periodo puede durar semanas, meses, años... En el caso de Demetrio Macías, nunca se resuelve: la piedra sigue cayendo por el precipicio y nadie puede detenerla.

Por el contrario, en la transformación plena no solo se actúa: también se piensa y se toma una posición. Hay múltiples variantes de este fenómeno en la novelística occidental. Repasemos algunas. Si el protagonista del Retrato del artista adolescente, de Joyce, tras la experiencia del submundo y del infierno contado, termina incorporándose a la sociedad irlandesa, aunque con una tremenda carga de escepticismo, el personaje de Bajo la rueda, de Hesse, en cambio, no logra superar el fracaso al que fue enviado por las malas influencias, aunadas a un rígido sistema educativo, de modo que no podrá retornar de ese extenso "descenso a los infiernos". Una situación semejante ocurre en El juguete rabioso, de Arlt, donde el protagonista quiere trascender, aunque sea con un acto transgresor que lo haga probar su libertad. Fracasa en su intento de suicidio y al final la traición lo hace obtener los frutos de su doloroso aprendizaje: huir de la ciudad hacia una nueva y desconocida vida. Por su parte, en Don Segundo Sombra, el futuro e insospechado heredero tiene que hacerse duro mediante las iniciaciones de su maestro. De huérfano (o guacho) se transforma en pícaro, y de pícaro en un gaucho capaz de enfrentar las penalidades de la pampa. Sin duda, esta obra de Güiraldes encierra un proyecto de nación en que todo propietario rural debe pasar por los difíciles ritos que exige el campo. Prácticamente en todas las novelas de formación, el individuo debe abandonar su lugar, ya sea el hogar, a los padres, a su pueblo, para introducirse en un mundo desconocido que no solo le revelará facetas de los demás y del ámbito exterior, sino sobre todo de sí mismo. Experimentará pruebas, enfrentamientos que lo irán transformando —si sobrevive a ellos— en un ser capaz de adquirir responsabilidades nuevas y un pensamiento distinto. Agostino, en la novela de Alberto Moravia, vuelve al seno materno, atemorizado por sus vivencias en el mundo tenebroso que encontró después de una separación de signo negativo. Algo similar ocurre en Las tribulaciones del estudiante Törless, de Musil, mientras que el Ernesto de Los ríos profundos, de José María Arguedas, elegirá el seno materno de la naturaleza, el retorno al animismo pagano tras la desilusión producida por el infierno del colegio católico. Y si en Camino de perfección, de Pío Baroja, la confusión, las tinieblas y contradicciones que vive el protagonista lo harán crítico demoledor de la sociedad española (sociedad mojigata a la que, paradójicamente, tendrá que incorporarse), y si al final se integra a una vida sencilla en que pone su esperanza de superación en su hijo, en la novela Nada, de Carmen Laforet, por el contrario, encontramos a una Andrea fuerte, quien, tras una espantosa enfermedad, resucitará con la fuerza suficiente para enfrentarse a los monstruos de su propia familia, sobre todo a la tía Angustias, y no solo sobrevivirán su libertad e integridad, sino que obtendrá el éxito en la soledad: esa soledad que, en cambio, se convirtió en el verdadero aprendizaje de la niña de Balún Canan, de Rosario Castellanos.

¿Pero qué tienen que ver las situaciones anteriores con la novela de la Revolución mexicana? Subrayo: con algunas novelas de la Revolución mexicana: las que pertenecen a la misma contextualidad literaria de las mencionadas. Aclaro que utilizo la expresión "contextualidad literaria" en el sentido que le otorga Luce López-Baralt cuando analiza la poesía de San Juan de la Cruz, quien le da la espalda a la tradición occidental y puede ser comparado con los místicos del medio y lejano oriente. En cuanto a las novelas de la Revolución mexicana que pueden ubicarse en la misma contextualidad literaria de las novelas clásicas de formación —y solo esas—, en la medida en que buena parte de ellas son total o parcialmente testimoniales e incluso con marcados elementos autobiográficos, es posible detectar allí —gracias a la fuerza subjetiva que en muchas imprime el manejo de la primera persona gramatical y el narrador protagonista— una serie de elementos o imágenes que pueden interpretarse como segmentos de un proceso de formación en que las metamorfosis o transformaciones radicales del personaje vendrían a ser los núcleos narrativos. Después de la última transformación, es factible un proceso de mitificación o de desmitificación de la historia o de la política, es decir, la formación de un héroe o de un héroe trágico, aunque también es posible —como ocurre en Tropa vieja, de Francisco Urquizo, en Mi general, de Gregorio López y Fuentes, o en la mencionada La Negra Angustias— el retorno a un punto de partida, al origen, o simplemente a una vida ajena a la milicia o a la política.

Bild significa forma o imagen; Bilden, formar; Bildung, formación corporal y espiritual, cultura, instrucción, educación. La Bildungsroman, producto del romanticismo alemán —independientemente de que algunos elementos puedan tener sus antecedentes, como ya se dijo, en la novela picaresca, en la de caballerías o en narraciones míticas—, se pregunta más bien por el sujeto y su identidad. El problema de la identidad, tanto individual como nacional, fue una preocupación constante durante el romanticismo. Se desplaza a la diosa Razón de los iluministas y el yo se erige en nuevo centro rector; se intenta reflexionar en torno al proceso de adaptación a un destino propio. El individuo debe transitar por una serie de ritos iniciáticos o iniciaciones para formarse y abrirse camino. Lo anterior, como también ya se dijo, nada tiene que ver —aunque podría conjugarse en una obra determinada— con el mito del nacimiento del héroe. Hablo más bien de individuos ya conscientes, no de bebés arrojados al agua en una canasta o protegidos por un águila, una prostituta sagrada, una cabra, una perra, una familia pobre o de carpinteros. Lo que me interesa no es el nacimiento, sino en todo caso el paso de la niñez o juventud a la edad adulta, y cómo este paso individual conduce a distintas situaciones finales: el retorno a los comienzos (como en ¡Mi general!), el fracaso o la muerte (como en Cuando engorda el Quijote, de Jorge Ferretis), la adquisición de un conocimiento nuevo, de una nueva identidad (como en Se llevaron el cañón para Bachimba, de Rafael F. Muñoz o Un niño en la revolución mexicana, de Andrés Iduarte), el éxito relativo, la incorporación a un proyecto, a un grupo o a una sociedad, etc. Aclaro que la edad del protagonista es irrelevante, si tomamos los conceptos "niñez" y "edad adulta" como etapas simbólicas. Hoy se habla incluso de "adolescencia prolongada". A este tema volveré al final. Es error pensar que todo relato donde el protagonista sea un muchacho es por eso Bildungsroman. La isla del tesoro, de Stevenson, no es novela de formación, pues allí parece que el joven nació con una astucia y una sabiduría sin igual. ¿Cuál formación entonces? No hay tal. Lo importante es recalcar que, en la auténtica novela de formación, hay una experiencia de otredad: el individuo se transforma en algo que no era y que a veces ni se imaginaba que sería. En el contexto revolucionario, además, este asunto se vincula a la transformación de una nación entera, y la casi totalidad de las veces, la trama desemboca en una tesis pesimista.

En la situación inicial, hay una separación respecto del estado anterior. Esta puede deberse al abandono del joven (como en Se llevaron el cañón para Bachimba), a la irrupción de un mecanismo exterior que lo incorpora por la fuerza en una situación radicalmente distinta (como en Tropa vieja), a un llamado a la aventura (como en Mi caballo, mi perro y mi rifle, de José Rubén Romero). Son situaciones distintas: en la primera, la circunstancia envuelve a Alvarito Abasolo, quien, después de la pérdida de su padre sustituto (Aniceto), adopta a otro (el militar Marcos Ruiz); en la segunda, la hybris de Espiridión lo hace descender al infierno de un cuartel federal; se convierte en algo que nunca imaginó: un soldado de leva, y aquí no actúa su voluntad; en la tercera, Julián, hastiado de la vida matrimonial y al tanto de las injusticias sociales, escucha el "llamado a la aventura" y voluntariamente se incorpora a la Revolución. Campbell analiza la "llamada de la aventura" como el primer estadio de la jornada mitológica: "el destino ha llamado al héroe y ha transferido su centro de gravedad espiritual del seno de su sociedad a una región desconocida" (60). Sin embargo, esto no es —como acabamos de ver— una condición sine qua non para que se dé lo que Jung califica como proceso de individuación. Asimismo, en este proceso tampoco necesariamente se excluye la imitación de los otros, con el argumento (sofístico) de que la conducta del héroe será imitada por la gente común y corriente. Lo último no suele ocurrir en las novelas de formación en el contexto histórico de la Revolución mexicana. El héroe empieza imitando, tiene guía o guías, y a veces —como ocurre en Cuando engorda el Quijote— tendrá un final trágico; otras veces —como en Un niño en la revolución mexicana—, simplemente cambiará de estado y adoptará nuevas convicciones y nuevos desencantos, asociados, por supuesto, al contexto socio-político. En las tres situaciones hay abandono de un estado anterior. Podría argumentarse que este desplazamiento debe ocurrir en toda narración, ya que sin una acción en el eje temporal, es imposible narrar, y para que exista acción debe haber transformación.

No obstante, lo esencial no es ese abandono per se, como veremos a continuación.

En el primer estadio, el héroe se aventura lejos de su tierra para internarse en lo desconocido; allí realiza su aventura, o tan solo se pierde, o es encarcelado, o pasa graves peligros. Si esto ocurre con un héroe clásico, saldrá victorioso o, en cambio, se convertirá en héroe trágico, pero ya se había formado como héroe desde antes. En la novela de formación no es tan esquemático, pues, al igual que en el estado anterior, habrá muchas variantes. En todas ellas, sin embargo, es posible hallar una situación arquetípica. Aquí hago un paréntesis: de ningún modo interpreto el concepto "arquetipo" como un elemento propio del análisis junguiano, sino como una imagen o situación que se ha vuelto simbólica porque se la ha apropiado una colectividad a causa de su repetición insistente, lo que la hace "arcaica", sin importar que haya sido o no heredada o que pertenezca o no al supuesto "inconsciente". Villegas prefiere la expresión "imagen literaria", "estructura de lenguaje con la capacidad de asociarse

o evocar el arquetipo que la originó" (48). Independientemente de la terminología, la imagen que evoca la reclusión, la tortura, la prisión, el dolor extremo, la experiencia de la muerte (no literal) es, sin duda, una situación arquetípica, que se repite en todo trayecto, en toda dirección de vida. En consecuencia, el "descenso al infierno" es una prueba iniciática muy común, no forzosamente surgida de una voluntad exterior que "pone a prueba al héroe", ni siquiera de una voluntad como tal. Puede presentarse a causa del azar, por las circunstancias, porque el personaje no estuvo en el sitio o momento adecuados. El hecho es que se presenta. Salir de ese descenso es como nacer otra vez. Esto ocurre, por ejemplo, en el "Segundo sueño", de Bernardo Ortiz de Montellano, poema que se desarrolla en una sala de operaciones, pero también sucede en las novelas de formación cuyo contexto es alguna etapa de la Revolución mexicana.

En este punto, considero pertinente tratar estas novelas por separado, a veces comparándolas. Los de abajo queda fuera por las razones antes mencionadas; El águila y la serpiente no es novela; La sombra del caudillo (1929), también de Guzmán, no es novela de la Revolución, a no ser que consideremos, demagógicamente —tal como lo hicieron los gobiernos de aquella época— que la Revolución "no ha concluido", pero además no considero que esta obra sea novela de formación, aunque haya cierto aprendizaje. Se trata de una novela política con un héroe ya formado en la contienda de hace años, pero que comete un error y se vuelve trágico.

¡Vámonos con Pancho Villa!, de Muñoz, no es novela de formación, pues Tiburcio Maya, más que formarse y transformarse, se convierte en un fiel y ciego seguidor de un "héroe" ya formado. Por su parte, si bien hay una visión infantil, a veces distanciada de los hechos, ni en Las manos de mamá ni en Cartucho, de Nellie Campobello, se percibe la transformación o la formación de la narradora, acaso porque no sea protagonista de los hechos, sino testigo. Por ello, tampoco las consideraré, como no lo haré con la que para mí es la mejor novela de Mancisidor, Frontera junto al mar (1953), que trata sobre la invasión norteamericana al puerto de Veracruz en abril de 1914. Esta obra contiene un breve pasaje en que se narra la historia de Ciro el Pescador, un relato de formación, pero el tema no abarca toda la novela. Al contrario, Juan Pérez Jolote (1952), de Ricardo Pozas, es novela de formación, pero es muy breve la secuencia que transcurre durante la Revolución. La escondida (1947), de Miguel N. Lira, usa la Revolución en Tlaxcala como pretexto para narrar más bien una historia de corte romántico, mientras que en Pensativa (1945), de Jesús Goytortúa Santos, sobre la etapa posrevolucionaria de los cristeros, La Generala es heroína ya hecha, y Roberto, un hombre civilizado que se interna en la barbarie.

Ni La fuga de la quimera (1919), de Carlos González Peña, ni La paloma, el sótano y la torre (1949), de Efrén Hernández, son novelas de la Revolución, aunque las contemple John Rutherford en su lista exhaustiva. En ambas —muy valiosas literariamente hablando—, la Revolución es un mero telón de fondo. En la primera ni siquiera interviene directamente en la trama central (la pasión de un viejo por una joven), ni en los temas que desarrolla (los celos y el adulterio). Solo al final, cuando se inicia la Decena Trágica, irrumpe la violencia en la vida cotidiana e íntima, y ciega la vida de uno de los personajes. La novela del ex ateneísta González Peña es también valiosa por sus muchas reflexiones en torno a México. La segunda es obra mucho más intimista y psicológica; la contienda no pasa de ser un elemento para justificar el relativo encierro de los personajes. El autor hubiera podido elegir cualquier otra guerra civil. Efrén Hernández es, además, un autor que exige mayor participación por parte del lector. Valga el siguiente contraste: mientras que en Mi caballo, mi perro y mi rifle las tres imágenes del título son alegóricas, símbolos con carácter unívoco y cerrado, en la novela de Hernández el lector debe interpretar mucho más para determinar el significado de las imágenes. Pero lo esencial es que a este autor ya no le interesa la Revolución como tal. Es un texto de transición que anuncia nuevas técnicas narrativas.

El resplandor (1937), de Mauricio Magdaleno, es obra de la Revolución, obra indigenista y a la vez —en menor medida— de formación,o mejor, de deformación: Saturnino Herrera usará su aprendizaje para traicionar a su propia gente, ejercer la corrupción y el enriquecimiento ilícito. El también autor de Las palabras perdidas no describe la etapa de formación de Saturnino. Durante la primera etapa de la narración, resalta el mito del nacimiento del "héroe", hasta que este cuenta con once años. La postura es pesimista: resulta imposible romper el círculo vicioso de opresión y dependencia del sector indígena. Respecto de Tierra Grande (1949), solo las primeras páginas tratan, de modo muy sintético, sobre la formación de Rafael, niño adoptado por el amo de la hacienda. Casi de inmediato se relata el amorío de Rafael, ya adulto, con la hija del amo (Juan Isidro) y el tema romántico de la persecución de los amantes.

En La revancha (1930), de Agustín Vera, hay dos situaciones interesantes: 1) además de los saqueos e injusticias, aparece la Revolución como un albur o juego de azar: la suerte decidirá si se unen con Villa o siguen con Carranza; "los de abajo" echan un "volao" con un zapato y la suerte decide que seguirán siendo carrancistas; la lucha no será sino una revancha: sustituir a unos por otros; 2) el aprendizaje es notorio en el personaje Abundio, quien en un momento dado ya no dice "pa" ni "truje" ni "vide"; cambia su léxico de campaña y se interesa por la educación y el buen gusto: se convierte en hombre nuevo y se cambia de nombre (ahora es José y Abundio queda como inicial), pero el pasado es tan poderoso que lo llevará a la muerte. Su destino es fijarse en la novia (Lupe) de quien mató (don Manuel), y su error, contarle a Lupe cómo lo mató. Como ella había prometido vengarse, lo hace: su revancha es individual y trunca la carrera del general. En esta obra pesimista la transformación no llega a una auténtica culminación. Mientras que en Cuando engorda el Quijote, el protagonista muere por una causa social, en La revancha, es víctima de un pasado turbio y de una venganza con tintes pasionales; en eso, la obra se aleja considerablemente de la sustancia épica revolucionaria.

Memorias de Pancho Villa, de Guzmán, y Ulises criollo, de Vasconcelos, merecen lugar aparte. La primera narra la formación de Villa: su huida a la sierra, la persecución que sufre, su encarcelamiento y —como en muchas iniciaciones— su cambio de nombre (de Doroteo Arango a Francisco Villa). Se une luego a un grupo de bandidos, quienes le toman cariño porque robó el caballo que monta. Especie de bandido social, tras un gran robo socorre a los necesitados. Es evidente la simpatía del autor por su personaje, así como su necesidad de pactar con el nacionalismo cultural en la época de Lázaro Cárdenas, presidente que le abrió las puertas a México tras años de exilio en Madrid. Si bien Memorias de Pancho Villa contiene una secuencia en torno a la formación y transformación de Villa, la novela —lenta, detallista, alejada de la agilidad narrativa de las primeras obras de Guzmán— se concentra en el héroe ya formado y en la épica villista. Por su parte, el Ulises criollo es, en efecto, una narración de formación: hay un paulatino aprendizaje, con todas las contradicciones y vaivenes del protagonista, así como su iniciación en la defensa del país frente a los Estados Unidos, la pérdida de la madre, su fracaso como poeta (y el consuelo de ser "metafísico y filósofo"), el asesinato de Madero y la caída en desgracia de Vasconcelos. Sobre todo, es esencial su descubrimiento o revelación de que él "pertenecía a la casta de los hombres de deber, a diferencia de los hombres de placer". Y continúa: "Seguiría en lo adelante inflexible. El sacrificio me hacía daño, pero me entonaba". No obstante, la novela de la Revolución propiamente empieza en La tormenta. El núcleo del Ulises criollo es la juventud: infancia y adolescencia, educación e iniciación en el Ateneo de la Juventud y en la política. Si la Revolución no es aquí el núcleo central —como sí lo será en el siguiente tomo de las Memorias—, se debe a la óptica netamente maderista de su autor. Basta comparar esta visión con la de otro maderista, Francisco Urquizo, quien sí hace novela de la Revolución de la materia maderista, sin cegarse por su ideología, sino más bien, como decimos coloquialmente, "poniéndose en los zapatos del otro", de los federales, y denunciando incluso las injusticias del maderismo. Cuando me referí a las Memorias de Vasconcelos, usé la palabra "novela", aunque el autor las considere "memorias", pues juzgo que así deben ser leídas, como novelas: hay una visión profundamente subjetiva, con cambios de nombres de personajes reales, recreación de situaciones, y hasta errores y parcialidades, como lo ha advertido Alberto J. Pani en Mi contribución al nuevo régimen. Esto contrasta con la percepción histórica, donde, aunque también haya cierto subjetivismo en la interpretación, se tiende a una aparente objetividad e impersonalidad a partir de la confrontación de una multiplicidad de testimonios y fuentes. A pesar de lo anterior, las Memorias de Vasconcelos pretenden ser la biografía del México de aquel entonces, hasta la llegada y el desarrollo del "procónsul" norteamericano Morrow. Pero lo que más hace de las Memorias unas auténticas novelas es su estilo depurado, su intensidad literaria, el despliegue de sus imágenes y situaciones narrativas. En este sentido, son semejantes a las memorias de Andrés Iduarte, Un niño en la revolución mexicana, que también debe ser leída como novela. En cambio, Las palabras perdidas, de Mauricio Magdaleno, sus memorias como militante vasconcelista en 1929, se hallan —por la forma de tratar el asunto— más cerca de la percepción histórica y documental.

Más arriba decía que en este punto es pertinente tratar brevemente algunas novelas de formación por separado, a fin de establecer paralelismos y contrastes. Sin seguir el estricto orden cronológico de publicación —que arroja pocas o nulas luces sobre el proceso de escritura—, empezaré con Apuntes de un lugareño (1932), Mi caballo, mi perro y mi rifle (1936), ambas de Romero, para continuar con ¡Mi general!, publicada en 1934, de López y Fuentes; Tropa vieja (primera edición, 1940), de Urquizo; En la rosa de los vientos (1941), de José Mancisidor; Se llevaron el cañón para Bachimba (1941), de Muñoz; Cuando engorda el Quijote (1937), de Ferretis; La Negra Angustias (1944), de Francisco Rojas González, y Un niño en la revolución mexicana (1951), de Iduarte. Se contemplan, pues, dos décadas que se inician justamente en 1932, cuando llega a su mayor exaltación lo que Guillermo Sheridan llama "la polémica nacionalista", secuela mucho más violenta de la polémica de 1924-1925. Incluso uno de los miembros del Agorismo, Héctor Pérez Martínez, quien, junto con otros tantos, se dedicó a hostigar a varios poetas de lo que se conocerá como generación de Contemporáneos, involucró a Alfonso Reyes al denunciar que este no se ocupaba de México, falsa apreciación que el propio Reyes demostró en su Vuelta de correo, proponiendo además que la dicotomía cosmopolitismo-nacionalismo es absurda e irrelevante: "para ser nacionales hay que ser primero generosamente universales", afirma Reyes. Con distintas calidades y estilos, y con diferentes pretensiones, las obras de las que hablaré a continuación pertenecen todas al grupo de autores nacionalistas, en la medida en que la novela de la Revolución mexicana es producto de esta visión literaria.

 

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Apuntes de un lugareño (1932), de José Rubén Romero, se halla más cerca de la autobiografía y comprende desde la infancia del protagonista hasta sus 22 años. Allí se describen los sucesivos viajes a distintos pueblos, así como los cambios de trabajo del padre y los altibajos económicos de la familia, el conocimiento de Madero, su participación en el gobierno de Michoacán, su exilio en la ciudad de México por amenazas, y su azarosa salvación de un fusilamiento. Como en otras novelas de Romero, hay iniciación en el aspecto sexual y en el político. Al igual que en otras novelas, hay una serie de guías en esta crónica costumbrista. Pancho Ozorio, maestro en picardías del protagonista, le enseña groserías y lo incita a "meterle mano" a María, la costurera. Luego se inicia parcialmente en la sexualidad con la criada Lola, quien le deja tocar sus pechos. Hay voyeurismo con una de sus primas y después el deseo resurge por una pueblerina apodada La Palana. Asimismo, el personaje se adentra en cuestiones políticas, va percibiendo la injusticia social, conoce el mar y llega a una de las conclusiones más importantes: "solo dos prendas de ropa dan de comer en tierra caliente: la sotana y el quepis" (Castro Leal: 74). A los 16 abandona a su padre por un trabajo, pasa por varias experiencias negativas y retorna al hogar. La novela de la Revolución propiamente dicha empieza en el capítulo VIII. Al final, aprehendido, lo conducen al cementerio para aplicarle la ley fuga (tiene 22 años). Lo salva Luisita Vélez. Llega su padre por él. En definitiva, el protagonista resucita, nace por segunda vez y regresa al origen, al padre. Inicia entonces una vida nueva. La continuación desde el punto de vista cronológico es otra novela: Desbandada, que no nos concierne aquí.

Otra obra del mismo autor donde se recalca el proceso de formación es Mi caballo, mi perro y mi rifle. Allí el autor introduce muchos elementos de iniciación y aprendizaje. Su estructura temporal es lineal y a la vez retrospectiva, como suele ocurrir en las novelas de formación. Nos enfrentamos a los recuerdos de Julián, a la narración de su infancia. Empieza con el trazo de un autorretrato desolador: enfermizo, flaco, desgarbado, feo, llorón, impertinente. La infancia se desarrolla entre la enfermedad y la tristeza. Los días escolares se desenvuelven con aparente normalidad y con una actitud conformista y resignada. Tal parece que todo seguirá igual, como ocurre en Paco Yunque, de César Vallejo, donde no hay transformación ni, por lo tanto, formación. Sin embargo, una situación de conflicto en la obra de Romero pone punto final a la trayectoria escolar de Julián: debe entregar un obsequio al obispo. El postre se le cae y se le rompe. Tiene 14 años, edad de los cambios fisiológicos, y ya no estudiará. Esta obra, por cierto, es una de las pocas novelas mexicanas —las memorias del poeta Elías Nandino, tituladas Juntando mis pasos (2000) es otra—, donde aparece un acto de zoofilia, aunque Romero, como es su estilo, lo trata con humorismo. Si en una novela urbana es común la iniciación sexual con prostitutas, como en el Retrato del artista adolescente, en una novela rural como la de Romero se da con un animal. El muchacho experimenta la dolorosa unión de sexualidad y soledad, pero también vive la iniciación en la lectura y luego el matrimonio, que será abandonado por el "llamado a la aventura": Julián se une a la Revolución. El joven no sabe, como muchos, por qué se ha levantado la gente, pero sí sabe por qué se levantaría él en armas. A diferencia de Demetrio Macías, Julián cobra indignación y conciencia, y no solo una elemental ideología revolucionaria movida por la inercia. Abandona el entorno familiar, la casa materna, y se une a la lucha: "Ni un beso di a mi madre para dejárselo en prenda de mi amor, ni un hasta luego pude articular, yo que tanto ensayé las frases de ternura para despedirme" (Romero: 126). Imbuido por ideales, hace notar las injusticias. Ignacio, un personaje ciego, paradójicamente es quien ve más lo que ocurre, la realidad social. La ruptura central, el auténtico "descenso a los infiernos" sucede cuando Julián es herido de gravedad. A su lado, solo permanece el perro. En este descenso, surge un sueño que a la vez es una revelación: oye conversar al perro, al caballo y al rifle. Como en muchos relatos míticos, el héroe es rescatado por un aliado o fuerza exterior. En este caso, por unos campesinos generosos. Hay otra prueba: la curación dolorosa de la herida. Después de la resurrección, Julián se erige en una especie de apóstol de la Revolución, pero al final el rifle mata al perro por accidente. Con él, mueren las esperanzas, los ideales. Resurge la violencia y el poder. La tesis es amarga y realista.

¡Mi general!, de López y Fuentes, es una narración en primera persona, con un narrador protagonista que sufre distintas metamorfosis. Al inicio, las circunstancias se imponen y lo hacen abandonar la vida de vaquero y la tierra, con objeto de unirse a un movimiento revolucionario. Pasa de vaquero a general y de general a político. Hay un proceso de formación tras el cual adquiere una nueva identidad. Llega a la cúspide de la fama y al abuso de esta. Entonces comete un error, el error del héroe trágico: siente que su voz es la más poderosa. En este caso, el general apuesta a un candidato equivocado y no al oficial. Como en Las metamorfosis ovidianas, el personaje se degrada. El general, pues, pierde la "gracia", es dado de baja del ejército y sufre las penalidades y azares de la pobreza. Su amante lo abandona, pierde su casa y los viejos colegas lo ignoran. Se convierte en un "apestado" que ejerce distintos trabajos: agente de ventas (va a dar a la cárcel por participar en una plática contra el gobierno), se hace apostador, guardaespaldas de un futuro gobernador que lo traiciona después de ganar y, finalmente, tras recibir noticias de un joven a quien al principio de la obra habían herido, decide volver a la tierra: emprende el retorno al origen. Se trata de una novela ubicada en la misma línea, en la misma sintonía de La sombra del caudillo: denuncia cómo un servidor público puede perderse a causa de un error: creer en la amistad en materia política, en el caso de la novela de Guzmán; creer demasiado en sí mismo, en el de la obra de López y Fuentes. La diferencia es que en la segunda no hay un héroe ya hecho, sino en formación. Se supone que en todo rito iniciático, una metamorfosis implica la superación de una existencia o estado anterior. Este es el sentido de la iniciación. Si consideramos que la concepción tanto de López y Fuentes como de Urquizo y de Ferretis es telúrica, es decir, los tres proponen el retorno a la tierra como una solución a los males de un país eminentemente agrícola (hablamos de los años 30, antes de la modernización a ultranza del alemanismo y de otros sexenios), entonces en ¡Mi general! la superación fue solo ilusión, algo efímero que le enseñó al protagonista que el buen comienzo es siempre un buen final.

En su libro Fui soldado de levita, el general Francisco L. Urquizo se considera con suerte por haber formado parte de la Revolución mexicana, pero también con la obligación de contar cuanto supo de esos a menudo contradictorios movimientos, a fin de guardar memoria y ser útil a la historia. Urquizo reunió testimonios para documentarse: las muchas versiones y anécdotas que escuchaba, pero también lo que vivió en carne propia. A partir de una serie de vivencias y de la llamada "memoria colectiva", reconstruye, recrea, con fuerza y verosimilitud, los acontecimientos. Su obra fue, por un lado, verdadera labor de rescate que lo mismo ha sido útil a la historia que a la literatura, pero, por otro, Urquizo fue un estupendo novelista, con la imaginación, las sólidas bases y los recursos literarios —el manejo de la descripción, la fluidez narrativa, la verosimilitud e intensidad de los diálogos— que ya quisieran muchos novelistas actuales. El talento narrativo de Urquizo en Tropa vieja hace de esta novela un modelo aun en nuestros días.

En 1991, al cumplirse los 100 años del nacimiento de Urquizo, José Emilio Pacheco escribió que Tropa vieja —en que el narrador-protagonista no se identifica en lo absoluto con el autor— no es una autobiografía ni un libro ingenuo ni rudo, a pesar del vocabulario, de la certeza del realismo, de la intensidad de los diálogos, la violencia y los muchos temas que trata. Lo que narra Urquizo, desde los reclutamientos forzosos hasta una masacre de chinos en el norte, pasando por el uso de la mariguana entre los soldados, la prostitución y la muerte de inocentes, es histórico, pero no hace historia: hace literatura con esa capacidad de colocarse "en los zapatos" ajenos, de hablar y pensar como el otro, algo que le cuesta trabajo a muchos novelistas mexicanos, en cuyas obras la mayoría de los personajes hablan como el autor (un ejemplo de este defecto es Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro; no así su obra de teatro Los perros).

Urquizo, maderista y revolucionario, escribe Tropa vieja desde el punto de vista de un soldado federal cuyo reclutamiento fue forzoso. Es novela de formación: hay una metamorfosis radical del individuo y un paulatino y doloroso proceso de aprendizaje, con sus ritos iniciáticos en un cuartel crudo y pesadillesco que funciona como microcosmos de una sociedad injusta. El joven e inexperto Espiridión se vuelve recluta, deja atrás su pasado y hasta sus pocas pertenencias le son arrebatadas. Se le hace abandonar su origen, a su madre, a su tierra. Cuando por fin se hace soldado, Jacobo Otamendi le dice:

Ora sí, compañero; ya eres soldado de veras, dejaste de ser recluta, así como antes también dejaste de ser libre. Te arrancaron, como a mí, la libertad; te cerraron la boca, te secaron los sesos y ahora te embadurnaron el corazón también. Te atontaron a golpes y a mentadas; te castraron y ya estás listo, ya eres soldado. Ya puedes matar gente y defender a los tiranos. Ya eres un instrumento de homicidio, ya eres otro (58; subrayado mío).

En otras palabras, ya fue iniciado. Tropa vieja es una obra original por varias razones: como ya lo mencioné, el punto de vista es el de un muchacho a quien reclutan forzosamente; por tanto —a diferencia de otras novelas de la Revolución—, el narrador se ubica en el ejército porfirista. La obra relata sobre todo la Revolución maderista, pero también los abusos, insultos y vejaciones de los oficiales superiores contra los nuevos o jóvenes. Al estar la tropa vieja constituida por los ya iniciados, los oficiales se vengan de lo que les hicieron a ellos cuando eran novatos. Otro tema es el contrabando de alcohol y mariguana en el cuartel, así como el papel que desempeñaron las mujeres. Un punto no menos importante es la vida de algunas soldaderas. Urquizo no escatima la presencia del cuerpo: sus funciones, necesidades y sensaciones: olores, sabores, texturas. El soldado federal, el "pelón" o "Juan" es tratado como un ser humano, con sus contradicciones y debilidades, y no como un simple enemigo, tal y como se muestra en la mayoría de los novelistas de esta épica (incluido Azuela). En Tropa vieja también se muestra la deserción del ejército y sus consecuencias; la masacre de chinos en Torreón (narrada por una soldadera); la muerte de un inocente (el bebé de Carmona); la desvalorización de la vida y la animalización o cosificación del ser humano en la guerra; el fracaso del maderismo, sobre todo respecto del reparto de tierras y, en consecuencia, el levantamiento de Zapata. Urquizo hace referencia a la rebelión de Pascual Orozco y a otra muy poco tratada por la literatura: la de Félix Díaz en Veracruz. Por último, el relato de la Decena Trágica es minucioso. Tratará este tema con mayor profundidad en su libro La ciudadela quedó atrás (1965).

Los contenidos de Tropa vieja se despliegan a partir de los últimos años del porfirismo hasta el asesinato de Madero y la ocupación de la silla presidencial por Huerta. Sin duda, como novela de la Revolución mexicana, es una de las mejores, junto con El resplandor, de Magdaleno; Tierra, de López y Fuentes, y Se llevaron el cañón para Bachimba, de Muñoz. Urquizo fue un artista vital —más que libresco— injustamente poco tratado por la crítica y por los académicos.

Otra novela de formación, de menor calidad literaria que la anterior, es En la rosa de los vientos, de José Mancisidor, autor marxista, comprometido con las causas sociales y, como Urquizo, ex combatiente revolucionario. En esta novela, el protagonista reflexiona: "¿Fui niño alguna vez? Mi niñez y mi juventud han sido una sola" (10). Desde pequeño, el personaje desempeña distintos oficios. El primer gran consejo proviene de la figura paterna: "La vida no es lo que tú has imaginado: la vida es algo más que un fácil vegetar" (10). El joven idealiza al padre y narra cómo va adquiriendo personalidad con el perfeccionamiento en los talleres y el dominio en el trabajo. El maestro Mercier es otro de sus tempranos guías: "enséñate a nadar en hondo —le dice—, más allá de la superficie, para conocer la vida. ¡Solo así aprenderás a hacerte verdaderamente hombre!" (50). El aprendizaje aquí está ligado a la independencia, a la libertad respecto de cualquier tipo de manipulación; por ejemplo, las reflexiones en torno a Dios se despliegan desde la posición marxista del autor: "el Dios de los pobres no es igual al Dios de los ricos [...] ¡Hasta emplean lenguaje diferente! Uno habla de pecados y castigos, el otro se refiere a faltas que es sencillo subsanar" (75).

Desde el título En la rosa de los vientos, se propone una función didáctica y orientadora: si se ha encontrado la brújula, se ha encontrado el camino. De ningún modo es esa piedra que sigue cayendo por inercia, como en Los de abajo, y que nunca dejará de caer. El estilo de Mancisidor es precipitado, escueto, económico. Hay notorias elipsis históricas y los personajes hablan igual, defecto en el uso de registros lingüísticos, al que ya me referí, que en este caso separa a la novela del realismo para vincularla más al ensayo o a la novela de tesis. No obstante, se trata de una obra de formación. En la segunda parte, el protagonista llega a un estado de confusión: "El mundo está lleno de hombres y de sombras. Ahora soy solo una sombra de mí mismo" (190). La conclusión de la narración de aprendizaje es la siguiente: "¿Quién pudo quedarse niño después de lo que hemos pasado? Nuestros rostros han endurecido. Algunos surcos los cruzan profundamente. Las miradas se han vuelto reservadas y las palabras roncas y cortantes" (272). Tanto esta novela como Cuando engorda el Quijote, de Ferretis, poseen una visión telúrica: el ser humano es igual a la tierra, y la revolución es por la tierra (la obra titulada Tierra, de López y Fuentes, presenta esta visión, pero no es novela de formación, sino que versa sobre el mito de Zapata y su trágico final).

Estructuralmente, Mi caballo, mi perro y mi rifle, En la rosa de los vientos y los dos primeros tomos de las Memorias de Vasconcelos son semejantes: en los tres casos es clara la división y el tránsito de novela de formación a novela de la Revolución. El Ulises criollo trata del crecimiento y aprendizaje, mientras que La tormenta, después del asesinato de Madero, se concentrará en la Revolución. Las primeras partes de las obras mencionadas de Romero y de Mancisidor tratan de la formación del individuo; en las segundas, en cambio, encontramos al héroe que se inicia en la lucha armada y sufre penalidades y desencantos. En Apuntes de un lugareño, el tránsito ocurre en el capítulo VIII, cuando aparece Madero.

Por su parte, Se llevaron el cañón para Bachimba es la obra maestra de Rafael F. Muñoz. El autor la envió al editor español en 1936 o 1937, pero a causa de la guerra civil se perdió el manuscrito. Muñoz no guardó copia. Años después, Ortega y Gasset le escribió desde Buenos Aires para preguntarle si aún le interesaba publicarla. Por fortuna, la novela aparece en 1941. El narrador protagonista es un joven de 14 años, Alvarito Abasolo. El apellido es ilustre: pertenece a un héroe histórico de la independencia (Mariano Abasolo) y en la novela se proporciona información del pasado heroico de la familia, con excepción del padre de Alvarito, demócrata antimilitarista que afirmaba que no hay nada peor que los soldados cuando quieren gobernar militarmente el país. Este hombre tiene que marcharse, pero deja en casa a su hijo con Aniceto, un viejo criado que funge como su segundo padre. De repente, la soledad es alterada: irrumpe una fuerza externa en la intimidad, un bando orozquista comandado por el general Marcos Ruiz. El muchacho intenta defender la casa, pero no lo logra. La impotencia del narrador se expresa en la descripción de Marcos:

Recorrió los corredores, asomando a las piezas donde ya sus hombres estaban acomodándose. Yo le seguía, sintiéndome pequeño a su lado. Caminaba él asentando todo el pie, con decisión, como si se apoderara del suelo y conservaba aún sobre la cabeza el sombrero de fieltro, amplio y redondo, ajustado a las sienes tan firmemente como si no tuviera la costumbre de descubrirse (Castro Leal: 784).

Es abismal el contraste entre la cultura del joven, heredada de su padre, y la de los soldados, que no sabían ni cómo manejar una máquina de escribir. La muerte accidental de Aniceto implica una transformación radical de Alvarito, y justo ocurre cuando este aprende de Marcos a manejar la pistola, es decir, cuando se inicia en una nueva vida. El protagonista entonces entra en un duro proceso de aprendizaje en que, por un lado, tendrá que imitar al padre sustituto, sufrir pruebas, penalidades, infiernos —hay un capítulo titulado "Infierno"—, infantilismos y confusiones, hasta cambiar de nombre y convertirse en Abasolo el Colorado, matar e independizarse. Al final, el coronel Aguirre le llamará "Marquitos". Su formación no es ni teórica ni libresca, aunque esta le sea útil, sino la de la vida militar, que incluye, en esta obra, la aprehensión del ideal, ya que el prurito es no dejar morir la Revolución mientras no se logren sus fines. Para el soldado, no rendirse es consustancial a la dignidad, pues el ideal se ubica más allá de las personas, como llega a declararlo Ruiz:

Madero. Orozco. Nombres nada más. Nosotros no debemos personificar las ideas, porque el pueblo se aleja más fácilmente de los hombres que de las tendencias. No es preciso que sea Orozco el que triunfe sobre Madero ni Madero el que se imponga sobre Orozco; es preciso que sea el pueblo el que triunfe, a pesar de los errores, de las pasiones, de las locuras, de la ceguera de sangre, de los odios (843).

Al final, el protagonista recuerda las palabras de su padre: "Te faltan muchos años para ser un hombre", pero también aclara:

¡Ah, qué alegría! Yo soy un hombre completo desde hace mucho tiempo. Yo sé luchar, yo sé resistir, yo sé perder. Yo tengo ya las enseñanzas de una vida y un propósito muy alto para el futuro. Vencido, solitario, extraviado, no me he rendido ni me rendiré. Adondequiera que vaya, alto o bajo, tengo ya una finalidad que seguir, una lección que obedecer, un sentimiento íntimo que practicar (856).

Por supuesto, no todas las novelas de formación en el contexto revolucionario son tan esperanzadoras como esta de Muñoz. Una obra escrita en la misma época, aunque publicada antes, en 1937, Cuando engorda el Quijote, de Ferretis, plantea que la revolución social perdió el centro y se consolidó como un movimiento al servicio de la burguesía. La tesis anterior se hace más evidente cuando el protagonista es herido gravemente al final, mientras defiende al proletariado. Esta obra posee un carácter más ensayístico que novelístico, más moral y social que sociológico, y coincide en algunos puntos con la postura del filósofo Samuel Ramos; por ejemplo, en la crítica de la imposición de tendencias o ideologías extranjeras para explicar o transformar la realidad mexicana. Ramos —dicho sea de paso— se contradice al imponerse la teoría de Adler para explicar a un supuesto mexicano. Ferretis, al moverse en el terreno de la ficción —si bien es novela de tesis—, trata de explicar una lamentable realidad desde un símbolo tan puro como irreal, llamado Ángel. A pesar de sus muchas elipsis y huecos argumentales (no sabemos, por ejemplo, cómo Ángel dejó la milicia y empezó a servir a su primer guía importante, Germán Garza), la novela fluye de principio a fin con amenidad. Tal como ocurrirá después en la mencionada obra de Muñoz, el protagonista es un muchacho que abre los ojos a la Revolución. Se inicia en la violencia cuando el padre le da una pistola con la que, sin embargo, no logra defender a su hermana de una violación. Conoce a Teófilo, quien luego lo introduce en la lucha de otra forma: con el consejo de defender la Constitución. La voz de Teófilo funcionará como guía, a pesar de que este muera. Como sucede con otros personajes, en un momento dado Ángel entra en un estado de confusión; se encuentra entre dos fuerzas: el ideal o el enriquecimiento. Germán lo salva de ese estado, le infunde ánimos y consuelo por la muerte de su madre. Toda proporción guardada, el ingeniero Germán Garza desempeña un papel similar al de Marcos Ruiz en la novela de Muñoz. Antes de morir, y después de un par de viajes iniciáticos a la Venezuela del dictador Juan Vicente Gómez y a la civilización mecanizada de los Estados Unidos, Ángel afirma: "Sí, ya soy otro" (Ferretis: 218).

Angustias Farrera, la adolescente de la novela de Rojas González, cambia radicalmente de vida, se vuelve otra después de que mata a Laureano y huye, no sin antes escuchar una revelación en boca del violador: Antón Farrera, su padre, fue un bandido. Un grupo de hombres al servicio del Picado la encuentra como quien halla una joya y la lleva a la hacienda, de donde huye con ayuda de El Güitlacoche, con quien descubre su don de mando, su firmeza, su hombría. Tras una nueva revelación (su padre no fue un bandido cualquiera, sino un bandido social), y luego de escuchar los sucesos revolucionarios, aparece el "llamado a la aventura" y la Negra Angustias decide incorporarse al zapatismo. Gracias a su "ilustre" pasado, se vuelve jefa de un movimiento: se transforma en coronela: "Angustias Farrera habíase acercado al grupo. Cada proeza heroica o cada acción bizarra tocábale una fibra sensible; estaba transformada" (75). Esta nueva doña Bárbara, ruda como un hombre, pero sin la sensualidad de la venezolana, y quien en parte nos recuerda a la Pensativa de Goytortúa Santos, no es cacique: odia al macho y a las mujeres que se arrastran hacia él; su discurso llega a ser feminista; sus causas, sociales, de ahí que salve al ingeniero agrónomo tras mandar azotar a la mujer a la que este embarazó, y que pide por la vida de su hombre. Angustias, en una especie de ritual, azota a la embarazada para limpiarla; por ello afirma: "Quedó sin mancha, como recién nacida" (114), tal como ella había quedado cuando la "limpió" la bruja. Pese a su analfabetismo e incultura, aprende nociones de "legalidá" en boca del Concho, pero el Pigmalión, que la convertirá en otra, en madre y ama de casa, es un débil, afeminado y tímido profesor llamado Manolo, rubio de ojos verdes que —debido a la férrea voluntad de la mujer por aprender y superarse— la enseñará a leer y a escribir (luego ella misma se corregirá al hablar). Manolo la hará llorar y descubrir el amor, aunque nunca terminará por aceptarla en sociedad. Hay un breve retorno a su lugar de origen, pero Angustias renuncia a esa vida y opta por seguir a Manolo. Si al inicio de la obra ella lava ropa ajena, al final lavará la propia. En La Negra Angustias, la Revolución y el zapatismo son el telón de fondo para trazar una historia de metamorfosis por obra de la educación y del amor.

Por último, trataré una obra poco conocida: Un niño en la Revolución mexicana (1951), de Andrés Iduarte, la cual intenta otorgar una visión infantil de los hechos. Hay aquí un tiempo presente de la narración, desde donde se mira de forma retrospectiva. Tal vez en ninguna otra obra de la Revolución sea tan nítido, tan preciso el tránsito de la niñez a la edad adulta. El niño que nos describe este autor se desarrolla en el entorno familiar y en una ciudad, Tabasco, a la que no llega la Revolución sino hasta 1914. La primera revelación importante es cuando el niño descubre su origen popular: es nieto de un carpintero. Esto se vincula simbólicamente con el hecho de que su padre sea amigo de revolucionarios, pese a que tiene dinero. Como en las obras de Romero, el tema sexual es significativo. El joven adquiere el conocimiento de que los hombres tienen hijos con diferentes mujeres, entra en un estado de confusión; posteriormente, se describen sus primeras inquietudes sexuales, el conocimiento de que los niños y las niñas no son iguales y el significado del adulterio. En esta obra caminan de forma paralela Eros y Tanatos, lo sexual y la Revolución. El joven se llena la cabeza de terrores y poco a poco aprende a vivir sin arraigos burgueses. La obra consiste en un desfile de revelaciones para su protagonista: la mirada es fresca y resulta muy notorio el proceso de formación, sobre todo a través de las lecturas, que funcionan como guías de la vida. Hay, en resumen, un proceso multifacético de aprendizaje, que podría sintetizarse en esta fórmula: "novela de revelaciones en las revoluciones". La transformación radical llega al final, cuando el personaje deja de admirar el porfirismo.

 

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Lo que las obras mencionadas tienen en común, sin importar las edades de sus protagonistas, es la serie de accesos dolorosos y llenos de obstáculos a la otredad y cómo esa otredad los vuelve otros, mediante pruebas que los conducirán al éxito o al fracaso, a la crítica contra su sociedad, a un despertar de la conciencia, o a su incorporación activa o pasiva en la comunidad en que nacieron o que eligieron. Como quiera que sea, estas novelas constituyen la auténtica pedagogía de la vida revolucionaria. Más allá de lo que puedan enseñar los maestros con sus teorías, el individuo se hace individuo viviendo, experimentando el dolor y la alegría, la traición y el compañerismo. Y si hay adolescentes prolongados, fenómeno muy actual en nuestras sociedades urbanas, se debe a que tal vez no superaron ciertos procesos vitales, a que no tuvieron las suficientes pruebas o ritos iniciáticos, o simplemente a que sufrieron alguna fuerte frustración emotiva, o no aprendieron lo que la vida les mostró. Ejemplos en literatura son el dependiente e inmaduro personaje central de Coronación, del chileno José Donoso, o el protagonista de Nostalgia de Troya, de Luisa Josefina Hernández. En el primer caso, hay formación interrumpida; en el segundo, se perfila al final la transformación.

En las novelas de la Revolución mexicana tratadas aquí, la búsqueda de la identidad y el proyecto de vida individual corren paralelos con la búsqueda de un proyecto de nación, a menudo desde una visión pesimista, que recalca los aspectos negativos de la contienda, pero justo ese recalcar implica —desde la óptica contraria— el ideal que se persigue. Toda percepción desoladora implica de alguna manera la concepción contraria, lo que debió haber sido si no hubiese habido personalismo, caudillismo y corrupción.

 

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Información sobre el autor

Juan Antonio Rosado. Doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Narrador y ensayista. Autor de los libros de ensayos Palabra y poder (2006), Juego y Revolución (2005), Erotismo y misticismo (2005), El engaño colorido (2003), Bandidos, héroes y corruptos o nunca es bueno robar una miseria (2001), El presidente y el caudillo (2001) y En busca de lo absoluto (2000). También publicó la novela El Cerco (2008), el libro de cuentos Las dulzuras del Limbo (2003), los poemas y aforismos de Entre ruinas, poenumbras (2008), así como el manual Cómo argumentar: antología y práctica (2004 y 2010). Colaboró en la realización del Diccionario de literatura mexicana del Siglo XX (2000 y 2004) y participó en las ediciones anotadas de Alfonso Reyes: Cartas mexicanas y Diario II. Ex becario de Conacyt y dos veces becario del FONCA. En 2000, ganó el Premio de Ensayo Juan García Ponce.

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