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Investigación bibliotecológica

versión On-line ISSN 2448-8321versión impresa ISSN 0187-358X

Investig. bibl vol.39 no.102 Ciudad de México ene./mar. 2025  Epub 06-Jun-2025

https://doi.org/10.22201/iibi.24488321xe.2025.102.58952 

Artículos

¿A quién le reza un bibliotecario? Wiborada, patrona de los bibliotecarios

To Whom Does a Librarian Pray? Wiborada, Patroness Saint of Librarians

Carlos Roberto Gonzalez Cornejo* 
http://orcid.org/0009-0007-3346-7474

* Facultad de Humanidades, Universidad Autónoma del Estado de México, México. Correo electrónico: cgonzalezc017@alumno.uaemex.mx.


Resumen

El trabajo aborda el suceso acaecido a principios del siglo X en la abadía de San Galo; la mística, santa y mártir Wiborada [ca. 861 d. C. - 926 d. C.] tiene una visión sobre la llegada de los magiares al monasterio, lo cual ayudará a salvar y proteger los manuscritos de su biblioteca. Con base en lo anterior, la destrucción de la biblioteca de la abadía de San Galo se nos presenta como un corpus sic, anima non. Principia el estudio con las bibliotecas monásticas medievales, seguido de las Regulae en torno a las cuales se basa el monacato, concluyendo con la figura de la mártir; se alude a las Casus sancti Galli de Ekkehardo IV y a la Vitae Sanctae Wiboradae de Walter Berschin. El trabajo constituye un pequeño homenaje a la vida y obra de Wiborada.

Palabras clave: Wiborada; Abadía de San Galo; Bibliotecas monásticas medievales; Destrucción de las bibliotecas

Abstract

The work conveys the event that occurred at the beginning of the tenth century in the Abbey of Saint Gall: the mystic, saint and martyr Wiborada [ca. 861 A. D. - 926 A. D.] experienced the vision of the arrival of Magyars to the monastery, which helped to save and protect the manuscripts in her library. Thereupon, the destruction of the Library of the Abbey of Saint Gall can be conceived as a corpus sic, anima non. The study begins by addressing medieval monastic libraries, followed by the Regulae, around which monasticism is based, and concludes with the martyr figure. To achieve this, the study alludes to the Casus sancti Galli by Ekkehard IV and the Vitae Sanctae Wiboradae by Walter Berschin. The work constitutes a tribute to the life and work of Wiborada.

Keywords: Wiborada; Abbey of Saint Gall; Medieval Monastic Libraries; Destruction of Libraries

Introducción

Al final del apartado siete del libro uno de la Política, Aristóteles refiere lo siguiente: “Por ello se mira un principio como más de la mitad del todo, y por él tornase manifiesto mucho de lo que se investiga” (10). Ciertamente cuando revisaba la obra titulada Los primeros libros de la humanidad de Fernando Báez (2015) y me encontré con este extracto: “Entre sus ruinas yacía el cuerpo de Wilborada mutilado y vejado, sobre un montón de tierra donde se encontraron más tarde los libros intactos” (435), sabía que debía rescatarla del olvido.

Son muy escasas y repetitivas las referencias a esta monja benedictina, destacando las obras de Esteban del Campo (2010) y González Martínez (2005), y menos aún las alusiones a textos como el Casus sancti Galli o la Vitae Sanctae Wiboradae, trabajos que constituyen fuentes primarias a la hora de conocer la vida y obra de Wiborada.

Como santa, mártir y patrona de los bibliotecarios, merece nuevos abordajes, homenaje a su labor y sacrificio. El presente estudio responde a esa necesidad. No pueden soslayarse algunas características de la hagiografía; la santa es una heroína, sus virtudes se traslucen en sus obras, asombrándonos en cada momento de su magnitud; no hace falta ninguna alegoría, los hechos hablan por sí solos.

Ni el propio bibliotecario se exime del credo. En todo recoveco de las bibliotecas hay algo divino. Dentro del libro siempre encontraremos algo inefable, sobrehumano; adjetivos que supo ver y apreciar en todo su esplendor nuestra patrona. Lo que sigue es un ínfimo homenaje a la vida y obra de Wiborada, santa que brinda un sentido de pertenencia al gremio; está claro que las formas no son las mismas, pero la esencia no ha cambiado: el bibliotecario la llama cada vez que ejerce su labor, y no solo él, lo hace todo aquel que ame los libros y las bibliotecas.

Para llevar a buen puerto el reconocimiento, se recurre a la metodología del análisis documental, consultando, revisando y analizando literatura especializada, transitando desde las fuentes terciarias hasta las fuentes primarias, con la finalidad de constituir el cuerpo teórico que servirá de vía para transmitir la buena nueva de santa Wiborada. Cabe mencionar que todas las traducciones del alemán y latín al español son de mi autoría.

En un primer momento, se aborda la institución del monacato y de la biblioteca, espacios vitales a lo largo de la Edad Media, regidos por Regulae que dictaban su dinámica. Era en esos lugares donde se alimentaba el alma; no es casual que, en la carta que san Jerónimo manda a Florentino, mientras el santo se encontraba en Calcis, se siga este orden: “Te pido igualmente que me remitas el Comentario a los Salmos davídicos y el otro libro muy extenso de san Hilario sobre los Sínodos… Bien sabes que el alimento para el alma cristiana es meditar la ley del Señor día y noche” (Epistolario I, 1993: 91).

No será hasta la entrada de la Regula Sancti Benedicti, que la vida monástica se difunda y cobre un peso importante en Occidente, virando la autoridad monástica: “[la] Regla y, en definitiva, la escritura, siempre lo conducen y lo guían en el ejercicio de su función [al abad], que es carismática y al mismo tiempo institucional” (Ghiotto, 1981: 138).

En este sentido, y a partir del acercamiento a las bibliotecas monásticas, se introduce la abadía de San Galo, monasterio benedictino en el cual Wiborada encontrará su última morada; es aquí donde la monja anticipará la llegada de los magiares, hecho que le valdrá el martirio y su protectorado.

Bibliotecas monásticas medievales y la Regula Sancti Benedicti

En el Atlas histórico del libro y las bibliotecas, Pedraza Gracia y de los Reyes Gómez (2016) mencionan, a propósito del Vivarium de Casiodoro, que “el scriptorium y la biblioteca son unas piezas esenciales del monasterio sin las que la actividad del monje resulta en la época incomprensible”. Si bien es cierto que estos recintos, durante el medioevo, fueron accesibles solo a nobles y devotos, no podemos avenir con Fernando Báez (2004) cuando dice que “hubo un momento en el que todo el continente europeo estuvo, literalmente, sin bibliotecas” (109). Claro que existían, y constituyeron elementos imprescindibles para los monasterios.

Desde la primera biblioteca en la Tierra entre dos ríos hasta las bibliotecas actuales fueron y son una verdadera medicina para el alma, instituciones insoslayables en sociedades organizadas y con un mínimo de complejidad. A este rótulo y a la necesidad de conservar y difundir el conocimiento respondieron, durante el Medioevo, las bibliotecas monásticas medievales donde los ejercicios para alimentar la vida espiritual se conformaban por la meditación, la contemplación y la lectura.

Efectivamente, y tomando el contenido por el continente, véase, al respecto, lo que se dice en el capítulo 38 intitulado, “El lector de semana” de la Regula Sancti Benedicti: “En la mesa de los hermanos nunca debe faltar la lectura” (Regla de nuestro padre…, 2000: 78). Bibliotecas que precisaron, durante la Alta Edad Media, del monacato; fenómeno que no puede entenderse sin la posición de la Iglesia, pues será esta, después de la caída del Imperio romano de Occidente “la que releve al Imperio en las ciudades mediante los centros diocesanos y en el mundo rural con los centros monásticos” (Pedraza Gracia y de los Reyes Gómez, 2016).

No obstante, las bibliotecas cristianas existían desde antes del siglo V. Siguiendo a Martínez de Sousa (2010): “a partir del siglo IV aparecen las primeras bibliotecas cristianas, establecidas en los monasterios, entre las cuales están las de Cesarea, Hipona, Antioquia, el monte Atos y el convento de Santa Catalina en el Sinaí” (62). Será hasta el siglo VI d. C., con la elucidación que se presenta a continuación, que podamos hablar de verdaderas bibliotecas monásticas medievales.

Desde el siglo VI el fenómeno del monacato y el establecimiento de una red de abadías, a menudo ricas y relativamente populosas, contribuyen a la constitución de una comunidad que funciona, en parte, como una pequeña ciudad autosuficiente mediante una eficaz división de los trabajos intelectuales y técnicos. La regla benedictina, en particular, a través de su célebre ora et labora alcanza un impacto nada irrelevante en la construcción y mantenimiento de ricas bibliotecas y en el mejoramiento de ciertas técnicas metalúrgicas (Corsi, 2016: 413). Regla que fungirá como eje para la vida de estas abadías.

Como bien apunta Benvenuti (2016), esta nueva experiencia espiritual monástica contribuirá en la definición de una pedagogía cristiana: “El monje debe aprender a leer exclusivamente para tener acceso a la Biblia y al Salterio, con el propósito de reprocesar exegéticamente su sentido espiritual” (165).

De los textos producidos en la etapa monástica de los siglos V y VI, como el Salterio, “se deduce un proyecto educativo de alfabetización infantil […] Un empeño cultural de este tipo exige la existencia de bibliotecas monásticas e impulsa la labor de los copistas de textos en scriptoria adaptados específicamente para esto […]” (Benvenuti, 2016: 165).

Toda esta red de abadías, como se apuntó brevemente parágrafos arriba, estaba normalizada por unas Regulae. Se trata de dos reglas que tienen lugar en la Italia del siglo VI. La primera de estas reglas es la Regula magistri o Regla del maestro, “que es una larga compilación de tradiciones, preceptos, y usos monásticos varoniles en 120 capítulos. Esta regla, en comparación con las más primitivas, no contiene solo preceptos e instrucciones cotidianas, sino que está estructurada sobre una fuerte base de reflexión sobre la Sagrada Escritura y la espiritualidad monástica” (Corbett, 1958 en González Nares, 2021: 34).

La otra regla, más difundida en Occidente, es la Regula Sancti Benedicti o Regla de san Benito, “que tiene casi la mitad de extensión de la Regula magistri y que fue compilada 20 o 30 años luego de esta, y tomándola como base. Estas dos Regulae son las primeras en Occidente en manifestar una actitud positiva ante los libros y ante la lectura como uno de los fundamentos de la espiritualidad monástica” (González Nares, 2021: 34). Se trataba de una lectio divina, la cual, practicada óptimamente, acercaba a los monjes con Dios.

Alrededor de esta última Regula girará, en buena medida, la vida monástica occidental:

La Regla de san Benito (480-547) hace suyos los fundamentos de todas las experiencias vividas y registradas hasta entonces, con una importante innovación: a partir de Benito ya no será el abad el pilar de la vida monástica, sino el texto de la Regla. La escritura es el fundamento de la vida monástica y señala, por así decirlo, el paso de una dimensión dionisíaca a una apolínea, puesto que es ordenada. La escritura provee al monje el rasgo de la autenticidad de su propia experiencia, un modelo en el cual inspirarse, una meta por alcanzar (Cantarella, 2016: 390).

San Benito fundará su abadía en la cima de una colina en la localidad de Cassino, al sur de Italia, hacia la primera mitad del siglo VI d. C. Como señala Pasquale (2016): “desde la abadía de Montecasino se difundió, a partir de 529, el mensaje de san Benito; en él, se dispone que el tiempo del monje debe ser dividido de manera equilibrada entre trabajo intelectual, trabajo manual y oración: estos son los tres pilares del movimiento benedictino” (475). En este monasterio, san Benito “estableció una biblioteca, ejemplo seguido después por agustinos, franciscanos y dominicos” (Martínez de Sousa, 2010: 62).

De esta primera manifestación monacal benedictina se desprenderán más abadías, entre las cuales se encuentra la abadía de San Galo, en la actual Suiza, fundada a principios del siglo VII d. C. por el monje irlandés san Galo, después de la evangelización hecha por san Patricio. Es en la biblioteca de esta abadía, a principios del siglo X, donde una monja benedictina se convertirá en la patrona de los bibliotecarios y las bibliotecas.

Wiborada

Wiborada, Wilborada, Viborada, Guiborat o Weibrath nació en 861 d. C. en Argovia, Suiza. Fue hija de una familia aristocrática o, según otras versiones, de ricos mercaderes, fue anacoreta, monja benedictina y mártir (García, 2015). En efecto, “aunque pertenecía a una familia de la nobleza suavia, con sobrados recursos económicos, la joven se desprendió muy pronto de todo tipo de ropas caras y elegantes para vestir con un sencillo sayal, mucho antes de ingresar en el estado religioso” (Esteban del Campo, 2010: 89).

Esto sería fútil si no tenemos en cuenta que en ese entonces la posición social se representaba en el cuidado en el vestir y en los accesorios que se utilizaban; ambos constituían un símbolo de riqueza.

En la obra Vitae Sanctae Wiboradae. Die ältesten Lebensbeschreibungen der heiligen Wiborada, Walter Berschin (1983) la describe de la siguiente forma:

Entregada desde la cuna a su Creador Todopoderoso, sí, recibida con misericordia por aquel que la conoció incluso antes de que fuera formada en el seno de su madre, reprimió con modesta deliberación todas las tentaciones del libertinaje exaltado, toda la frivolidad de la infancia, y las sometió con un rigor y madurez [Von der Wiege an ihrem allmächtigen Schöpfer ergeben, ja von ihm, der sie kannte, noch ehe sie im Mutterschoß gebildet war, voll Erbarmen aufgenommen, unterdrückte sie mit bescheidener Bedachtheit alle Verlockungen übermütiger Ausschweifung, alle Leichtfertigkeit des Kindesalters und bändigte sie mit einer gewissen Strenge und Reife] (33).

No obstante:

los registros hagiográficos de la tradición católica apenas dan cuenta de ella, se escabulle entre las fuentes, como si quisiese pasar desapercibida, modesta. No gustaba de llamar la atención; tampoco fue una mujer convencional regida por lineamientos sociales o protocolarios, independiente de espíritu, pero en absoluto soberbia. Rechazó el papel tradicional asignado a la mujer de su época, era humilde, pero sostenía con firmeza la convicción de su fe (González Martínez, 2005: 123).

Recordemos que durante la Edad Media solo los monjes y algunos nobles podían leer, “acceder a las fuentes de la cultura y escribir. Lo que hoy en día está al alcance de casi todo el mundo, entonces era prerrogativa de unos pocos, casi siempre hombres” (Esteban del Campo, 2010: 89). Esta condición no detuvo a Wiborada.

Ekkehardo IV, recuperado por Berschin (1983), expone la idiosincrasia de sus primeros años:

De este modo prescindió de los más tiernos años, que aún no permiten una comprensión más profunda, sobre los placeres del mundo, desoyó a todos los pretendientes que vinieron, por amor a su único esposo Cristo, y se puso al servicio de su hermano Hitto, quien era clérigo en el monasterio del santo confesor Cristo Galo en aquel tiempo [Auf diese Weise verzichtete sie in den zartesten Jahren, die noch kein tieferes Verständnis ermöglichen, auf die Wonnen der Welt, verachtete im Geist die Ehebindung, mißachtete alle Freier, die kamen, aus Liebe zu ihrem einzigen Bräutigam Christus, und stellte sich in den Dienst ihres Bruders Hitto, der als Kleriker im Kloster des heiligen Bekenners Christi Gallus damals zur Schule ging] (39).

Wiborada fue una joven electa por Dios “como consejera -que en el nombre llevaba señalada su misión, ya que ese es su significado-” (González Martínez, 2005: 124), para orientar a clérigos y no religiosos; a pobres y ricos, a dar testimonio de su fe y salvar de la destrucción a una comunidad de monjes y, por su puesto, a su rica biblioteca; con ello encontró el martirio y perdió su vida.

A principios del siglo X, movida por la fe, decide, junto con su hermano menor Hitto, peregrinar a la Ciudad Eterna, en ese periplo consumó su decisión de entregarse al servicio divino mediante el estado religioso, convenció a su hermano de tomar esta misma vida y antes de llegar a la abadía de San Galo “los dos se dedicaron a la atención de enfermos en el hospital improvisado en el que convirtieron la casa de sus padres” (Esteban del Campo, 2010: 89).

Ekkehardo IV nos narra así el deseo de su viaje religioso:

Al mismo tiempo, instaba a su hermano con ánimo diario a que visitaran juntos los umbrales de la bienaventurada de Pedro, el príncipe de los apóstoles, de quien sabían que era el cuidado del rebaño del Señor, y que las llaves del reino de los cielos le habían sido dadas con el poder de atar y desatar, y de los otros santos en Roma, por medio de los cuales esa ciudad es incomparablemente iluminada [Dabei drängte sie mit täglichem Zuspruch den Bruder, daß sie zusammen die Schwellen des seligen Apostelfürsten Petrus besuchen sollten, von dem sie wüßten, daß ihm die Sorge für die Herde des Herrn anvertraut und die Schlüssel des Himmelreiches mit der Gewalt zu binden und zu lösen übergeben seien, und der anderen Heiligen in Rom, durch die diese Stadt unvergleichlich erleuchtet wird] (45).

Luego del peregrinaje y con la adaptación de la casa de sus padres como hospital, su fama no hará más que aumentar. Antes de su encierro, entró en el claustro de San Jorge de manera temporal, probando su espíritu y la firmeza de sus planes. González Martínez (2005) señala que “hizo votos no definitivos, de los cuales después de tres años podría retractarse y regresar con los suyos y casarse si así lo deseara. Pero la decisión ya había sido tomada” (127). La de Argovia tenía clara su misión.

San Jorge representó un punto de inflexión en la vida de Wiborada, pues más allá de que se quedaba con votos temporales, la vida que allí había comenzado solo concluiría hasta el año 926 d. C. Como declara Esteban del Campo (2010): “Después de tres años de prueba en el convento de San Jorge, se enclaustró de forma voluntaria para toda la vida en el de San Galo, con la finalidad de orar y hacer penitencia, buscando con ello la santidad en el apartamiento del mundo” (89). Un alejamiento concluyente, donde llevaba una vida encerrada en una pequeña habitación de piedra con solo dos ventanucos.

En el Casus sancti Galli de Ekkehardo IV, editado por Knonau (1877), el historiador suizo dice que Wiborada no llegó a San Galo hasta el año 912 [Wiborada erst 912 nach St. Gallen kam] (214), quizá haciendo referencia a ese periodo de prueba del que hablan Esteban del Campo (2010) y González Martínez (2005), porque después, el mismo Knonau menciona en una nota al pie que la pequeña celda de Wiborada había estado en uso desde el año 916 [Die kleine Zelle der Wiborada war seit 916] (208), cubriendo los 4 años de prueba en San Jorge.

Así lo confirma el mismo Knonau cuando asevera que puesto que Ulrico debió salir de San Galo antes de 910, Wiborada no llegó a San Galo hasta el año 912, primero a San Jorge, cuatro años antes de su traslado a San Mang en el 916 [Da Ulrich vor 910 … von St. Gallen weggekommen sein muss, Wiborada aber erst 912 nach St. Gallen, zunächst nach St. Georgen, kam (vgl. n. 720: vier Jahre vor ihrem Uebergang nach St. Mang 916)], y también González Martínez (2005): “Después del periodo de prueba, se apresta para el gran salto. Con una gran excitación en su interior, contempla lo que será su mansión por todo el tiempo que le quede de vida: la mansiuncula es una pequeña habitación pétrea adosada a la iglesia de San Magno del monasterio de San Galo […]” (127).

Será allí donde comience “su relación con los libros y las bibliotecas porque, además de rezar, hacer penitencia y atender a los necesitados, tiene encomendada la labor de encuadernación y conservación de los manuscritos que se poseen en el convento” (Esteban del Campo, 2010: 90). El monasterio de San Galo era ya famoso por su biblioteca, una de las más grandes y selectivas de todo el entorno eclesiástico europeo, con manuscritos y copias de los mejores escritores de la época: “esos manuscritos, junto con la cava y los mismos monjes del monasterio se verán beneficiados por las dotes visionarias de Wiborada” (González Martínez, 2005: 128).

Magiares

Las Segundas Invasiones, causa externa de la caída del Imperio carolingio, constituyeron un parteaguas en la historia de Europa; tribus extranjeras entraban a Occidente buscando poder y riqueza. Francesco Storti (2016) afirma que “entre los siglos IX y X Europa es asediada por una oleada sorpresiva de agresiones. Los escandinavos desde el norte, los pueblos arabizados de la cuenca del Mediterráneo desde el sur y los húngaros desde el este, incursionan en un territorio debilitado por las luchas internas y lo convierten literalmente en un territorio de rapiña” (228).

Este hecho obligó a los reyes a solicitar apoyo de la aristocracia, lo que provocaría un nuevo orden político y económico denominado feudalismo. De estas tribus, los magiares protagonizarán la visión de Wiborada. Los húngaros no buscaban el establecimiento territorial, sino el saqueo de bienes y esclavos. Estos eran habilidosos jinetes armados con arcos y flechas.

Storti (2016) señaló que “desde el 862 d. C. con la incursión en las fronteras orientales de Alemania y durante 100 años, los magiares, instalados en Panonia desde el 895 d. C. devastarán sistemáticamente Baviera, Turingia, Sajonia, Suabia, Franconia e Italia […]” (228). Wiborada vaticinaría su llegada a la abadía, salvando incontables vidas.

Visiones

A continuación, a partir de la mirada de cuatro autores, rescato la visión que Wiborada experimentó:

En primer lugar, Ángel Esteban del Campo (2010) menciona:

[...] antes de la invasión, Wiborada tuvo una visión, y pudo conocer de forma clarividente que una catástrofe iba a ocurrir por culpa de las tribus extranjeras que llegarían de un momento a otro. Por ello, y dada la confianza que toda la región tenía en la visionaria, en el monasterio se decidió guardar en un lugar seguro todo lo que tuviera un valor incalculable. Cuando llegaron los húngaros, todos los vasos sagrados, generalmente de oro, los ornamentos litúrgicos y, por supuesto, cada uno de los manuscritos y las copias que llenaban la biblioteca, fueron escondidos convenientemente, y los monjes y religiosas huyeron a otras regiones, incluido su hermano Hitto. Sin embargo, Wiborada no huyó. Permaneció en el convento a la espera de los acontecimientos, para cumplir la promesa que hizo cuando juró los votos, relativa a su estancia en el convento sin salir de allí hasta el día de su muerte […] Cuando llegaron los húngaros, se encontraron una mujer sola y un convento vacío. Llenos de ira, destruyeron las tejas del techo de su celda para torturarla, y con un hacha la destrozaron hasta que falleció (164).

Fernando Báez (2015) nos relata:

Existe una crónica del monasterio de San Galo, atacado en mayo del año 925, según la cual los bárbaros pretendían aniquilar a los monjes y prender fuego al lugar; esto hubiera significado el fin de miles de libros cuidadosamente almacenados. En esos momentos, una mujer llamada Wilborada, que se ocupaba entonces de la biblioteca, tuvo una visión. No sabemos cuál fue, pero entre el atardecer del día anterior y la madrugada del primero de mayo enterró las obras. Según la crónica, los sitiados vencieron a sus atacantes; no obstante, el fuego terminó por consumir el monasterio. Entre sus ruinas yacía el cuerpo de Wilborada, mutilado y vejado, sobre un montón de tierra donde se encontraron más tarde los libros intactos. Su acto le valió la santidad y el patronazgo absoluto sobre los bibliófilos (435).

González Martínez (2005) por su parte nos narra:

En uno de esos arrebatos pudo anticipar la invasión que las tierras sufrirían por parte de los húngaros, de tal manera que pudieron ponerse a buen resguardo los más preciados tesoros del monasterio, así como todos los ornamentos y objetos litúrgicos para evitar que fueran mancillados por las huestes bárbaras […] Su hermano, se cuenta entre todos los monjes, que se salvaron gracias al consejo de la santa; sin embargo, ella se mantuvo fiel a su promesa de no abandonar su celda mientras viviera. De esta manera, cuando llegaron los húngaros, solamente encontraron el monasterio vacío y a una monja enclaustrada. Destruyeron las tejas del techo de su celda para atormentarla y con un hacha la golpearon hasta darle muerte. Encontró el destino que alguna vez había imaginado, morir como mártir dando testimonio de una fe inquebrantable […] Por haber salvado la biblioteca, por su don de ciencia y su consejo siempre atinado, es considerada en Europa, en Suiza y lugares cercanos, como patrona de los bibliotecarios (González Martínez, 2005: 128-129).

Finalmente, Knonau (1877) en una nota al pie dice:

Como relata Hartmann (c. 29, p. 454), Wiborada ya le había dicho, después de una visión, que san Galo le había proclamado: “Enviaré a mi nación a Hungría el año que viene en las calendas de mayo… Llegaré al monasterio de San Galo”, así como su propia muerte en esta ocasión. El 1 de mayo es el día del saqueo en San Galo, el día de la herida mortal de la virgen que había sido dejada atrás según su voluntad [Wie Hartmann erzählt (c. 29, p. 454), hatte Wiborada schon vorher nach einer Vision mitgetheilt, dass der h. Gallus ihr verkündigt habe: «sevam gentem Ungariorum anno futuro in Kalendis Mai... ad monasterium sancti Galli perventuram», sowie ihren eigenen Tod bei diesem Anlass. Der 1. Mai ist der Tag der Plünderung in St. Gallen, derjenige der tödtlichen Verwundung der nach ihrem Willen zurückgebliebenen Jungfrau] (203).

Aunque en la misma nota Knonau, recuperando a Hepidannus -monje benedictino de San Galo, quien escribió una segunda versión de la Vida de san Guiborat, asimismo, se le atribuyen los anales del monasterio de San Galo que van desde el 709 d. C. hasta el 1044 d. C., también llamados Annales Sangallenses maiores-, dice que la santa murió hasta el dos de mayo: “que, sin embargo, según la adición de Hepidannus (c. 36, p. 455 n. 24: ‘La bienaventurada virgen... no dejó de respirar en la misma hora, sino que vivió hasta la mañana siguiente en su seno. Abraham expiró’)” [welche aber nach Hepidannus’ Beifügung (c. 36, p. 455 n. 24: «Beata virgo... non eadem hora emisit spiritum, sed vivens usque in sequens mane in sinum Abrahae expiravit»)] (203).

Patrona de los bibliotecarios

Wiborada feneció “mártir por conservar su fe intacta, su fidelidad a la promesa dada y por la defensa de los libros que custodiaba en el convento […] La santa enseña a las generaciones de todas las épocas los motivos materiales y espirituales por los que los libros deben conservarse, para que la transmisión de los saberes sea una realidad de generación en generación” (Esteban del Campo, 2010: 89).

El monasterio fue quemado y con él nuestra Wiborada. Paradójicamente, podemos decir que hubo y no hubo una destrucción de la biblioteca de San Galo; el cuerpo murió, pero su alma se salvó por una santa que tenía claro su valor. Fue la primera mujer canonizada en 1047 por el papa Clemente II. Se dice que la mártir gritó al abad Engilberto que “salvara primero los libros, después los vasos sagrados y por último el resto de los bienes que fueran posible salvar” (Todo Libro Antiguo, s. f.), si esto es cierto, no muestra más que su verdadero amor por esta imperecedera herramienta que otros llaman mundo.

En la obra Borges Profesor. Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires, en la séptima clase intitulada “Los dos libros escritos por Dios”, el autor exponía a sus oyentes que, en la Edad Media existió el concepto de que Dios había escrito dos libros; el Todopoderoso había articulado las Sagradas Escrituras y el Universo (Arias, 2019). En este sentido, el libro, entendido en estas dos dimensiones, era más que un producto transmisor de conocimiento. Su concepción aludía a la obra de Dios, obra cuyas manifestaciones en un tiempo y espacio concreto protegió, con su vida misma, Wiborada.

El martirio es, de suyo, evidente; se dice que, a la muerte de Arquímedes, el físico profirió unas últimas palabras ante un legionario de Marco Claudio Marcelo, palabras que se reproducen a continuación: Noli obsecro circulum istum disturbare [Por favor, no molestes a este círculo]. El soldado le había quitado la vida al de Siracusa mientras estaba inmerso en sus estudios. Como la muerte de Arquímedes, pocos decesos pueden ilustrar una vida, y el de Wiborada es uno de ellos. La labor de los bibliotecarios ha evolucionado con el tiempo, sin embargo, y como ya lo he manifestado en la introducción, la esencia de su misión se ha mantenido constante.

Al final de sus obras, Esteban del Campo (2010) y González Martínez (2005) mencionan que su protectorado proviene de una tradición centroeuropea, de Suiza y lugares anexos. Su figura, más allá de estos territorios, ha sido, lamentablemente, olvidada. Si este ínfimo homenaje abona a las obras precedentes y extiende el martirio de Wiborada a la comunidad latinoamericana, su cometido habrá sido consumado.

Referencias

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Para citar este texto: Gonzalez Cornejo, Carlos Roberto. 2025. “¿A quién le reza un bibliotecario? Wiborada, patrona de los bibliotecarios”. Investigación Bibliotecológica: archivonomía, bibliotecología e información 39 (102): 189-201. http://dx.doi.org/10.22201/iibi.24488321xe.2025.102.58952

Recibido: 21 de Julio de 2024; Aprobado: 19 de Noviembre de 2024

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