I
Desde la mirada normativa del proyecto político de la modernidad, el clientelismo es un estado de cosas que contradice la autonomía individual e igualdad de los ciudadanos. Su existencia sería un índice de insuficiente desarrollo e institucionalización sólida y funcional de la democracia liberal y representativa. Por esta razón, es considerado un atavismo y un mal político, ya que supone una forma de dominación que coloca a los clientes en condición perene de dependencia, pasividad y minoría de edad intelectual y moral.
En este libro David Luján Verón desafía esa imagen convencional del clientelismo, la problematiza y nos ofrece una descripción y un análisis del fenómeno diferenciados y complejos.
II
En Un rostro cálido del Estado. Socioantropología del clientelismo político, su autor estudia los “modos en que se crean, reproducen y quiebran lazos políticos dentro de los vínculos clientelares, las actuaciones, moralidades y emociones que delinean este tipo de vínculos, las imágenes que sobre el Estado se crean desde el clientelismo, así como las similitudes y diferencias entre el clientelismo y otros modos de hacer política” (p. 16).
La obra consta de nueve capítulos incluyendo la introducción y la conclusión. En los primeros dos se exponen el marco teórico-metodológico de la investigación, los elementos históricos y contextuales del sistema político chileno y la descripción política y socioeconómica de la comuna Avellaneda (nombre ficticio).
En los siguientes dos capítulos se da cuenta de las actividades políticas diarias de los concejales pertenecientes a dos partidos diferentes: Democracia Cristiana (DC) y Unión Demócrata Independiente (UDI), que a la vez son “patrones” y “brókeres” de las distintas redes clientelares en la comuna. En estas páginas Luján observa las interacciones entre los actores político-partidarios y los ciudadanos en las oficinas públicas, los barrios, los centros sociales y los locales de las organizaciones vecinales. Además, describe y analiza cómo los representantes políticos comprenden su función de “asistentes sociales” que, por un lado, resuelven diferentes “problemas sociales”, y por el otro, cómo los vecinos legitiman sus demandas y movilizan recursos y capacidades para conseguir ayudas de los concejales. En estas tramas de interacciones, son construidas imágenes y expectativas en torno al Estado.
El quinto capítulo es una variación creativa de los encuentros clientelares previamente estudiados, pero aquí se analiza la forma, el contenido y las funciones de las cartas que los ciudadanos precarizados envían a los concejales solicitándoles diversos bienes y servicios. Dichas cartas son tratadas por el autor como “artefactos culturales”, que sirven de dispositivo de análisis de la cultura estatal y de las interacciones entre peticionarios y autoridades. Son objetos en los que se manifiestan aspiraciones y deseos de solicitantes, así como posiciones y jerarquías en las relaciones entre las partes.
En el sexto apartado, Luján deja de lado las rutinas burocráticas de las ventanillas de atención al público y los encuentros cotidianos entre patrones y clientes en sus barrios para ocuparse, en cambio, del “trabajo político” del concejal/patrón durante la campaña electoral en la comuna de Avellaneda, que cada cuatro años renueva los diferentes puestos de elección popular. Este tiempo “extraordinario” de la política es, para el patrón/concejal, el momento de “fidelizar” el compromiso previamente cultivado entre sus clientes en forma de votos que garanticen su reelección y el futuro intercambio de favores por apoyo político.
En el capítulo séptimo, el autor compara el clientelismo y las formas contestarias de hacer política en los sectores populares con el fin de preguntarse por la politicidad del clientelismo como lazo político y modo de hacer política.
Por último, en las conclusiones resume los argumentos centrales del libro, destaca los hallazgos empíricos de la investigación y, en general, propone temas de reflexión sobre el clientelismo y las formas de hacer política entre los “pobres”.
III
Un rostro cálido del Estado. Socioantropología del clientelismo político es producto de un intenso trabajo de campo con una perspectiva etnográfica que supuso, además, el uso de diferentes técnicas de investigación: entrevistas a profundidad, semiestructuradas y no estructuradas, observación participante y análisis de documentos. Con esta batería de técnicas, el autor observa y analiza las interacciones entre la población, los dirigentes barriales, los clientes-vecinos, los ciudadanos anticlientelistas, los patrones-intermediarios, los (ex)políticos y empleados públicos con miras a reconstruir sus prácticas y las redes en los distintos espacios y tiempos.
A diferencia de muchos trabajos actuales sobre participación política y acción colectiva en sectores populares, que esconden su pobreza teórica, magros resultados empíricos e interpretaciones de sentido común en sofisticados modelos metodológicos, en la obra aquí reseñada encontramos un auténtico enfoque metodológico procesual y relacional, en el que, efectivamente, se pone atención en igual medida a los patrones, a los clientes y ciudadanos y a los políticos opuestos al clientelismo y cómo configuran, negocian y disputan sus lazos políticos, pero también cómo los entienden y cuáles son sus respectivos intereses, perspectivas, creencias, razones y afectos movilizados en sus interacciones y la dinámica de conformación de sus prácticas sociales.
Para entender mejor el alcance de sus aportaciones conviene describir con algún detalle el espacio de la investigación. Se trata de una comuna, que en el sistema político chileno es la unidad administrativa básica. Avellaneda, ubicada fuera de la capital nacional, cuenta con unos 300 mil habitantes con altos niveles de pobreza y segregación socioespacial. El autor seleccionó este caso de estudio porque allí encontró un escenario de “clientelismo competitivo”, en donde pudo observar diferentes formas de construir lazos clientelares de distintos “patrones políticos” y “brókeres partidarios”. Los patrones políticos se caracterizan por su capacidad de distribución de bienes y servicios de un modo personalizado. En cambio, los brókeres son intermediarios entre las personas que sin su función de enlace no podrían interactuar de manera directa. Los jóvenes patrones/brókeres estudiados se movilizan cada uno por su cuenta y sin interactuar directamente entre sí. Además, luchan por capitales políticos en el campo local con base en la gestión de los servicios que el Estado ofrece a la población que clientelizan a cambio de votos para ser representantes populares en la comuna.2
La influencia de los concejales es, en sí, muy limitada, ya que está acotada por el alcalde, cuya posición tiende a centralizar la toma de decisiones y sus atribuciones legales le garantizan un amplio margen de organización de los planes y los proyectos comunales. La tarea de los concejales en la estructura político-administrativa consiste en aprobar y fiscalizar las decisiones del alcalde. Sin embargo, su función latente es más importante: en el imaginario ciudadano -y en particular, las poblaciones pobres y participantes en lazos clientelares-, representan y son la personificación del Estado. Su poder y capital políticos se amplían o reducen de acuerdo con su habilidad, demostrada en el trabajo político cotidiano, de excitar ese imaginario social magnificando su influencia y poder reales para escenificarse ante sus clientes como actores centrales con la capacidad y la voluntad de mover la maquinaria estatal a favor de sus solicitudes y expectativas a cambio de su apoyo y lealtad políticos.
El origen del clientelismo contemporáneo en Chile se encuentra en las profundas transformaciones políticas, económicas y sociales que el golpe de Estado de 1973 produjo y que, tras el retorno a la democracia, definieron el radio de acción de los gobiernos de la Concertación (1990-2010). El punto central consistió en el paradójico proceso de despolitización de la actividad política y sus contenidos programáticos e ideológicos y la redefinición de las relaciones Estado-sociedad. Los gobiernos democráticos continuaron el esquema de municipalización de la atención a la pobreza en el marco de una gestión neoliberal de la administración pública, que la dictadura elaboró años antes. La inclusión de los pobres en el sistema político se concibió y practicó de acuerdo con la idea de “subsidiaridad del Estado”, que se tradujo en otorgar “fondos concursables” para atender demandas puntuales por medio de procedimientos burocráticos muy específicos y reglamentados.
La concepción de la “subsidiaridad del Estado” supone que el mercado, y no el Estado, es el mecanismo principal para asignar recursos y satisfacer las necesidades individuales. De tal suerte, el Estado abdicaba de cualquier responsabilidad colectiva sobre la vida de los individuos-ciudadanos, cuyo esfuerzo personal sería la clave para salir de la pobreza y sólo con incentivos muy puntuales por parte del Estado -es decir, los fondos concursables-. De tal suerte que el ciudadano atomizado e individualizado fue convertido en un consumidor de bienes y servicios otorgados por el mercado.
La premisa ideológica de esta lógica política neoliberal supone que el Estado posee recursos escasos, por lo que no puede promover el bienestar social universal. En consecuencia, “prioriza a los sujetos de intervención estatal” (p. 66). Asimismo, lo anterior implica que el Estado ha de educar a las poblaciones priorizadas -es decir, vulnerables y pobres- en la idea de que él no regala nada, por lo que no deben depender de la asistencia pública. A lo sumo, sólo pueden esperar a ser beneficiarias de programas para que puedan desarrollar sus potencialidades individuales para superar, con su propio esfuerzo, la pobreza. Así, sólo aquellos sujetos y grupos que acreditan determinados niveles de vulnerabilidad pueden ser receptores de apoyo puntual a cambio de alguna contraprestación (es decir, mano de obra o recursos en especie) o cofinanciamiento (o sea, aportaciones monetarias propias).
Aunque en principio la lógica de la subsidiariedad, la descentralización administrativa y la focalización de los programas de atención a la pobreza y la participación corresponsable de la “sociedad civil” (para el caso, encarnada en “organizaciones territoriales”), apuntarían a desterrar el clientelismo; lo cierto es que las facultades administrativas a nivel comunal dejan espacio suficiente de discrecionalidad para el otorgamiento de fondos y ayudas gracias a cierto nivel de autonomía presupuestaria con el que cuenta para la financiación de las demandas de apoyo de actividades, servicios y bienes para la población vulnerable y la aplicación de programas de asistencia social. Aquí se establece la posibilidad de intercambiar “favores por votos”, impulsar modos despolitizados de hacer política, privatizar lo público y reducir los recursos y beneficios otorgables, en gran parte, a objetos de consumo y entretenimiento.
IV
Aunque el núcleo de su investigación es la etnografía socioantropológica, la originalidad y los aportes de Un rostro cálido del Estado… son posibles gracias a un inteligente uso de la teoría. David Luján elabora un marco teórico alrededor del eje de los distintos enfoques politológicos, antropológicos y sociológicos del clientelismo. Además -y aquí está lo que me parece muy estimulante intelectualmente hablando-, observa el clientelismo con las lentes de la antropología del Estado y las teorías de los afectos y el trabajo político en diálogo con el interaccionismo simbólico y la teoría de las prácticas sociales. Así, el resultado es un rico, sofisticado y sutil conjunto de descripciones, análisis e interpretaciones del clientelismo, que rompe con el pensamiento dicotómico que informa a gran parte de las investigaciones sobre el tema, en particular, y -no está por demás mencionarlo- del estudio de la participación política y las formas de la acción política entre los actores populares.
Antes de ocuparme de algunos de los aspectos concretos que me parecen destacables de este libro, voy a explicar qué entiende el autor por clientelismo.
Se trata de una relación política y social entre patrón y clientes mediada por el intercambio de dones (cosas pero también promesas, compromisos, afectos, identidades), que supone competencias sociales diferenciadas, reglas tácitas de interacción, modos de comunicación ambiguos, performances públicos y relaciones asimétricas de poder que se recrean, negocian y disputan en las rutinas burocráticas de espacios estatales y en la vida cotidiana barrial de sus pobladores.
Los dones (favores, como bienes colectivos, pequeñas ayudas monetarias, acceso a servicios o representación política, a cambio de votos y compromiso político) implican modos de intercambio de bienes “personalizados” e interacciones cara a cara. El valor del don no es exclusiva ni predominantemente económico, sino se tasa en las expectativas de la economía moral y simbólica reguladora de las interacciones entre patrón y clientes en torno a “bienes simbólicos”. En otras palabras, el ciclo de solicitud, otorgamiento, recepción y reciprocación de dones se estructura en un sistema de derechos y deberes implícitos, que no sólo norma el qué se da o se recibe, sino el cómo se da, se recibe y se devuelve. Quienes participan en este elaborado intercambio lo hacen de manera voluntaria; realizan cálculos morales y estratégicos (qué, cómo y cuándo pedir, pero también qué no se ofrece o se deja fuera de la negociación), y echan mano de una comunicación de intenciones equívoca, que deja mucho espacio a la interpretación pragmática para, llegado el caso, negar explícitamente que algo se haya sugerido.
En las prácticas sociales manifiestas en los encuentros interactivos se configura, en suma, el clientelismo, a la vez como un lazo social y un modo de hacer política.
V
Uno de los grandes atractivos de Un rostro cálido del Estado… consiste en que, gracias al uso inteligente que hizo el autor de las pistas metodológicas de la antropología del Estado para descentrar la mirada analítica al observar fenómenos político-estatales, rechaza operar con dicotomías conceptuales como moderno/tradicional, autonomía/pasividad, beligerancia/subordinación, formal/informal, ciudadanía/clientelismo, público/privado, derecho/favor, razón/afectos, interés/moral o compromiso/coerción, y este rechazo se refleja en un conjunto de paradojas interesantes, que a continuación expongo.
La primera puede denominarse la paradoja neoliberal, que anteriormente esbocé, a saber: estudiar el clientelismo allí dónde se supone que no debería de existir debido a la conjunción de una ingeniería institucional para la gestión de la pobreza y asistencia social y de una ideología neoliberal que descarga al Estado de responsabilizarse de problemas de exclusión y desigualdad social y, en cambio, obliga al individuo a hacerse cargo de su propio destino con base en su esfuerzo personal en su inserción en el mercado.
La segunda puede ser nombrada la paradoja de la interdependencia. El clientelismo se basa en relaciones de poder asimétricas, gracias a las cuales el cliente se vuelve dependiente del patrón, como muchos trabajos politológicos señalan. Sin embargo, si tomamos en serio el clientelismo en términos de un enfoque relacional, como lo hace el autor, entonces el lazo político es de naturaleza interdependiente. En otros términos, el patrón depende de la voluntad y compromiso de los clientes tanto como éstos de los de aquel. Interdependencia no significa simetría de poder, sino que la obediencia y la cooperación entre las partes no está garantizada, por lo que, de manera continua, deben ser aseguradas por medio de negociaciones, acuerdos, cálculos morales, escenificación de afectos y disputas. Entonces, la interdependencia se basa en un alto nivel de incertidumbre del comportamiento de las partes. De allí que el poder no sea una propiedad del patrón, sino una de los elementos que estructura esta peculiar relación social. Los clientes pueden acudir a otro patrón, no votar por el suyo o, incluso y bajo ciertas condiciones, ensayar organizarse de manera independiente y contestaria. Por su parte, el patrón puede negar ayudas, dado el caso, para sancionar o disciplinar a los clientes. No obstante, la interdependencia predispone a unos y a otros más bien a una cooperación negociada y a establecer una confianza pragmática, la cual siempre puede ser revocable.
Entre otras cosas, a esto se refiere David Luján cuando afirma que clientes y patrones realizan sus cálculos morales de acuerdo con sistemas de percepción y evaluación de la conducta, intenciones y confiabilidad de su contraparte. Por ejemplo, para los clientes, existen políticos “afectivos”, es decir, que se muestran “afectados” emocionalmente por sus problemas. Su empatía muestra autenticidad y credibilidad porque “sufre” con la población, lo que sería una buena razón para “fidelizar” su apoyo político. De tal suerte, los patrones pueden ser caracterizados como “fríos” o “cálidos”, “cercanos” o “distantes”, y clasifican a los clientes, a su vez, de fidelizados, latosamente demandantes, escépticos, etcétera. Los clientes y patrones están constantemente (auto)monitoreando sus comportamientos y ajustándose a los de su contraparte con el fin de negociar su “compromiso”. De hecho, las muestras estratégicas de afecto, empatía, familiaridad y cercanía que despliegan los patrones frente a sus clientes los obligan a honrar su palabra y a definir su comportamiento en torno a las promesas expresadas. Con ello, se conforma un mecanismo informal de rendición de cuentas en el lazo clientelar.
Una más puede ser llamada la paradoja posclientelar. Comúnmente, el análisis de la política de los pobres se adscribe a uno de los siguientes dos enfoques: el “populista”, que imputa a los sectores populares capacidades y voluntades contestarias casi innatas en sus luchas solidarias por intereses colectivos; y otro es el “miserabilista”, que caracteriza a los clientes como dependientes, pasivos, atomizados y desorganizados. Sin embargo, Luján Verón nos invita a desnaturalizar estas concepciones dicotómicas y complejizarlas. Lo que se desprende de su trabajo es que, dependiendo de relaciones, contextos de interacción, recursos materiales y simbólicos disponibles, capacidades prácticas y vínculos con otros actores, la acción política de los pobres puede oscilar entre el clientelismo y la acción contestaria. En otras palabras, es un prejuicio adjudicar a priori ciertos modos de hacer política a los integrantes de los sectores populares. Los clientes pueden ser también activos y estratégicos dependiendo de la oportunidad política que se les presente. En consecuencia, el significado de la autonomía política entre los pobres tiene diferentes sentidos y se construye en distintas condiciones, por lo que el analista no debería reducirla, ni medirla con el tipo ideal de la autonomía moderna y liberal. Asimismo, los clientes articulan sus demandas en una semántica de “derechos” como los actores populares contestarios, pero el significado que dan a los derechos y sus alcances son elaborados en condiciones sociopolíticas, más o menos adversas y con más o menos asimetrías de poder y recursos, y con fines distintos a los de su contraparte.
En este sentido, el autor afirma que la supuesta apoliticidad del clientelismo es una táctica de escenificación “dirigida a generar una impresión en los otros” (p. 222). Si asumimos una perspectiva analítica diacrónica, el clientelismo puede entenderse como uno de los mecanismos utilizados por los pobres para ser incluidos en la sociedad y en el sistema político, si bien de un modo (de acuerdo con la esperanza y cálculo de los clientes) temporalmente subordinado. Esta hipótesis nos obligaría a seguir la trayectoria de formación, estabilización, transformación y desaparición del lazo clientelista en organizaciones e individuos, por un lado, y cómo esta apuesta clientelar puede combinarse con otras formas de hacer política de manera contemporánea o sucesiva, por el otro.
Si lo anterior es cierto, como los resultados de Un rostro amable del Estado… parecen sugerir, entonces no existe una vía regia exclusiva para construir ciudadanía, autonomía política y derechos. Habría que hablar, mejor, de diferentes modos de politicidad con formas y tiempos entre los sectores populares y las clases medias y altas.
La cuarta y última puede etiquetarse como la paradoja espacial. Con frecuencia, el clientelismo es caracterizado como una relación política con efectos de despolitización, lo cual, entre otras cosas, sin duda es una forma de dominación política. No obstante, no deja de ser interesante el hecho de que esa despolitización se ejecute mediante una personalización de la política y lazo político en tanto que el patrón busca establecer una red social egocéntrica para continuar y mejorar su posición en la lucha político-electoral y en el entramado del aparato estatal. Esta estrategia de personalización ocurre, entre otras cosas, por la movilización y la escenificación oportuna y competente de sentimientos con el fin de generar cercanía y confianza entre el patrón y los clientes.3
El afecto genera entre los clientes el efecto de cercanía y proximidad del Estado personificado por el patrón-concejal. De la capacidad escénica del patrón depende alimentar la “ilusión” entre los clientes de que él es el Estado o, al menos, lo más cerca que pueden estar del “gran monstruo”, porque él poseería la llave de acceso a la burocracia pública y a la solución de sus problemas. Depositar su confianza en él, en forma de votos y compromiso político continuo, sería la condición para que esto suceda.
Sin embargo, la estrategia clientelista de personificación del Estado conlleva desafíos para el patrón, quien no sólo debe mostrar, de manera convincente, “que se quita el saco” y se identifica con el sufrimiento de los clientes, porque en el fondo sería uno más de ellos, sino que además debe demostrar competencia para atender sus demandas -o al menos escenificar un intento sincero de hacerlo, aunque su empeño se malogre-. Los momentos de decepción de las expectativas de los clientes son particularmente peligrosos para la reputación del patrón y el mantenimiento del lazo político, que debe sortear mediante la desidentificación de su persona con el Estado y la adjudicación de responsabilidades por el fracaso de intermediación a la insensible y lejana burocracia estatal y su insensata y lenta “tramitología”.
Estas situaciones no develan otra cosa que el “rey va desnudo”, ya que manifiestan que después de todo el patrón no sería tan poderoso e influyente como alega serlo. En estos momentos, como en un acto de prestidigitación, importa realimentar la “ilusión” y apelar a historias compartidas de “éxitos” en el pasado, de profundos y sinceros sentimientos compartidos, de familiaridad y amistad que refrenden la confianza más allá de cualquier recurso y relación instrumental entre ellos. Cosa que, de manera milagrosa, sucede, ya que después de todo los clientes no tienen muchas opciones que barajear y requieren esa intermediación e inclusión políticas. Es entonces cuando el duro y esforzado trabajo político cotidiano con la gente rinde sus frutos. Este trabajo que consiste en hacer visitas a clubes de adultos mayores, felicitar a las organizaciones en sus aniversarios, aportar refrigerios para las celebraciones infantiles, cuando los encuentros suceden en los barrios; o, por el contrario, enfrente del cliente compungido y, a la vez, esperanzado, haciendo llamadas telefónicas al alcalde o a algún funcionario público de rango superior para que el cliente escuche en directo que su problema está siendo atendido de manera expedita y en los más altos niveles de la administración gracias al solícito concejal, quien siempre está dispuesto a escuchar y atender, mostrar interés y preocupación, empatizar con el sufrimiento durante las “escuchas terapéuticas” en las oficinas públicas. Esto, si bien no soluciona ningún problema serio o sólo alguno muy menor, en cambio sí disminuyen psicológicamente el sufrimiento del cliente-paciente, quien se siente acompañado en sus penas.
El patrón-concejal es un topógrafo del poder. Mientras que en los barrios y espacios de reuniones de las organizaciones vecinales se muestra cercano y familiar, y pretende borrar las jerarquías que estructuran el lazo político; en cambio, cuando atiende a los clientes en su oficina comunal, los rangos y las distancias se reestablecen sutilmente para indicar su poder, autoridad y superioridad. En las interacciones en los espacios administrativos se constituyen representaciones del Estado que se experimentan como frialdad, lejanía o dominación. En suma, el clientelismo desvela procesos paradójicos de personalización y, a la vez, reificación del Estado dependiendo del contexto y el momento de la interacción.
Cierro estas líneas poniendo énfasis en que, quien esté interesado en el clientelismo, las prácticas políticas de los pobres o el funcionamiento de los aparatos estatales en las interacciones cotidianas con la población, encontrará en Un rostro cálido del Estado. Socioantropología del clientelismo político un libro inteligente y original.