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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.33 no.93 Ciudad de México ene./abr. 2018

 

Artículos de investigación

Elementos para la construcción del concepto de campo de la violencia

Elements for the Construction of the Concept “Field of Violence”

José Alfredo Zavaleta Betancourt* 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana. Correo electrónico: <zavaletabetancourt@gmail.com>.


Resumen:

El presente trabajo describe la utilidad del concepto de campo para la realización de análisis históricos y empíricos sobre la violencia. Para tal efecto, utiliza algunos conceptos clásicos y contemporáneos de la sociología, propone focalizar la observación en dispositivos que producen la subjetividad de los victimarios y las víctimas, y recupera la idea de la reconstrucción de las narrativas del dolor y el sufrimiento. Particularmente, relaciona el concepto sociológico de campo con los trabajos de la antropología política, que recurren a la noción de márgenes estatales para advertir el carácter episódico, dinámico y acumulativo de la violencia, tal como se produce en los espacios locales. Desde esta perspectiva, el objetivo del texto es contribuir con algunas reflexiones para la construcción del concepto de campo de la violencia. El análisis que aquí se ofrece sostiene que el concepto propuesto es muy útil en la investigación empírica, porque nos recuerda que no todo lo social es violento y supone, al mismo tiempo, que la violencia no se reduce a los homicidios.

Palabras clave: violencia; campo; delito; márgenes estatales; subjetividad

Abstract:

This article describes the usefulness of the concept of “field” for doing historical and empirical analyses of violence. To this effect, it employs classical and contemporary sociological concepts, proposes focusing observation on apparatuses that produce the subjectivity of perpetrators and victims, and examines the idea of the reconstruction of the narratives of pain and suffering. In particular, the author relates the sociological concept of “field” with works in political anthropology that resort to the notion of state margins to note the episodic, dynamic, and cumulative character of violence as it is produced in local spaces. From this perspective, the objective of the article is to contribute certain reflections to the construction of the “field of violence” notion. The analysis offered here maintains that the concept proposed is very useful in empirical research because it reminds us that not everything in society is violent and, at the same time, that violence cannot be reduced to homicides.

Key words: violence; field; crime; state margins; subjectivity

La violencia y la subjetividad

La violencia es una práctica social mediante las cual se daña la dignidad e integridad de las personas, la convivencia de los grupos y la soberanía de los Estados. La violencia, social o política, es una forma de poder que adopta modalidades físicas o simbólicas y varía según la individuación o las trayectorias sociales de los sujetos, victimarios o víctimas.

En muchos casos, la violencia implica agresión, aunque en otros se ejerce sin ella. La violencia produce subjetividades, se legitima mediante discursos que la describen como natural, sagrada o justa, y se rutiniza como necesaria para el logro de objetivos. Dicen algunos autores:

La violencia es la violación de la integridad de la persona y suele entenderse que se ejerce […] cuando interviene la fuerza física o la amenaza de su uso, pero también cuando se actúa en una secuencia que causa indefensión en el otro (García y Vidal, 2008: 17).

La violencia es agresividad alterada, principalmente, por diversos tipos de factores (en particular socioculturales) que le quitan el carácter indeliberado y la vuelven una conducta intencional y dañina (San Martín et al., 2010: 11).

La objetivación científica de la violencia en la sociedad moderna ha sido una preocupación constante para los países centrales y periféricos. La explicación y comprensión de la violencia social y política se ha realizado desde diferentes perspectivas que acentúan, por separado, causas, efectos o manifestaciones, sin que se haya logrado hasta ahora una teoría de validez universal.

La improbabilidad de una teoría de la violencia de validez universal es, por el contrario, punto de partida para todo intento por contribuir a su objetivación. Es posible que detrás de los acuerdos mínimos acerca de su lógica -es histórica, daña, se manifiesta asimétricamente en los países centrales y periféricos, produce subjetividades - exista la sospecha de que el sentido unívoco de pretensiones universales sea parte de un dispositivo de las modalidades de violencia sistémica de unos países sobre otros.

Por esta razón, los discursos poscoloniales y decoloniales advierten acerca de la reflexión crítica de los procesos de producción y consumo de discursos eurocéntricos, mediante la denuncia de la “violencia epistémica” y la advertencia acerca de la necesidad de diferenciación dicursiva de la forma y los contenidos de los discursos europeos (Santos, 2009).

Para una perspectiva histórica y empírica de la violencia puede construirse el concepto de campo de la violencia mediante los aportes de algunos filósofos y sociólogos clásicos que trabajaron esta problemática, pero sin los elementos metafísicos y eurocéntricos que los caracterizan. Los conceptos de la violencia como “voluntad”, “instrumento” o “impulso primario” pueden utilizarse, de forma operacional y situada, incluidos en el concepto de subjetividad, sin las disquisiciones acerca del sentido del enunciado nietzscheano de la “inclinación” al mando, la idea weberiana de la violencia como dominación instrumental y la freudiana de la violencia como un impulso biopsicológico destructivo (Nietzche, 1981; Weber, 1987; Freud, 1989).1

La reflexión selectiva acerca de tales conceptos obliga a la observación de la subjetividad contemporánea de victimarios y víctimas, manifiesta en narrativas personales o en discursos públicos mediante los cuales los sujetos describen sus prácticas violentas -violencia sexual, deportiva, en las escuelas, del narcotráfico, o de otro tipo, como el paramilitarismo, la violencia revolucionaria o el terrorismo- o bien, mediante las cuales se describe, narra o relata el dolor o las experiencias individuales de sufrimiento. Dice Wieviorka:

Proponemos otra explicación […] a partir de la definición de sujeto […] a través de la subjetividad de la persona que es violenta, y […] de aquella persona que es víctima de violencia […]; la violencia [en algunos casos] no es más que la incapacidad del sujeto de convertirse en actor […], la marca del sujeto contrariado, negado e imposible, la marca de una persona que ha sufrido una agresión, sea física o simbólica […], expresa la subjetividad que ha sido despreciada […]; no es el conflicto, es el no conflicto (Wieviorka, 2001: 24).

En la objetivación de la subjetividad producida por la violencia, la observación puede focalizarse en dispositivos a través de los cuales unos sujetos hacen daño a otros, no sin resistencias y, en consecuencia, producen la subjetividad de la víctima. Para nosotros, la violencia está compuesta de discursos y prácticas utilizados por individuos y grupos con el propósito de reproducir una relación asimétrica de poder. Los dispositivos de violencia son variables, están compuestos de prácticas y discursos que producen sujetos, víctimas y víctimarios en diferentes campos sociales.2

La violencia puede observarse además como un juego social con reglas propias -la mayor parte de las veces inconscientes para los individuos-; un campo cuyas fronteras, intensidad y densidad se reproducen por medio de mecanismos específicos y en los márgenes estatales, tal como lo desarrollaremos en la última parte de este trabajo.

En la objetivación de la violencia interesan los regímenes de victimización e impunidad; la subjetividad que fabrican los cuerpos, las emociones, los discursos o las narrativas de los victimarios y las víctimas; la negación de los derechos de las víctimas o los victimarios; la defensa de éstos mediante otros discursos y prácticas no violentas realizados en nombre de la humanidad o la necesidad de oponerse a “todo abuso de poder, cualquiera que sea su autor y cualquiera que sean sus víctimas. Después de todo, todos somos gobernados y por esta razón solidarios” (Foucault, 1990: 314).3

En estas circunstancias, la idea de reconocimiento constitucional de derechos, basada en la superación pública de la injusticia, el sufrimiento, el menosprecio o la humillación del “otro”,4 es un buen punto para el análisis situado de las formas históricas y empíricas de la violencia, pero requiere operacionalizarse desde el sentido general en que ha sido formulada, porque la posibilidad de los derechos de las víctimas depende siempre de la correlación de fuerzas en las cuales se producen las formas del dolor, el sufrimiento y los daños (Honneth, 2011).5

Además, la violencia puede clasificarse según las formas específicas que adopta en diversos campos sociales; por ejemplo, la violencia contra las mujeres; la violencia económica por explotación; la violencia política por dictaduras o Estados de excepción; la violencia social por desplazamientos poblacionales o ejecuciones extrajudiciales; la violencia escolar por acoso; la violencia juvenil por daños a la infraestructura urbana, pero la observación siempre develará una lógica de prácticas en las cuales detrás de la interrelación de éstas habrá una forma de violencia predominante sobre las otras, según coyunturas específicas y escalas espaciales.

En la vida cotidiana, las violencias funcionan con una lógica de sobredeterminación. Las fronteras entre las violencias son porosas; unas remiten a otras, pero en su articulación o cadena -tal como lo describen Auyero y Berti (2013)- una de ellas predomina sobre las demás; por ejemplo, en la explotación del trabajo infantil están incluidas eventualmente otras formas de violencia, tales como el abuso sexual, el racismo y la de género. En otros tipos de violencia, como los que se registran en los crímenes pasionales, las decapitaciones, las desapariciones forzadas, las violaciones, los feminicidios, los secuestros, a la forma predominante se articulan otras diversas formas de violencia.

Para el análisis de las relaciones entre la violencia, la agresión y el delito, podemos recurrir a los principios de disciplinas tales como la filosofía política, la criminología crítica y la sociología del derecho. En todas ellas se acepta la contingencia de las relaciones entre violencia, delito y agresión. Aunque de acuerdo con las mismas el delito es una forma de violencia, no todo delito implica una agresión (Honneth, 1997; Baratta, 1998).

Para el análisis de la violencia, desde el punto de vista espacial existen microviolencias y macroviolencias. La microviolencia de los suicidios, la violencia intrafamiliar o la que ocurre en el noviazgo se diferencian y pueden articularse al mismo tiempo con macroviolencias como la delictiva o la policial -letal o no-. Tales son los casos de la corrupción y de las invasiones militares, independientemente del contexto urbano o rural donde se ejercen y de la relación que estas formas tienen con los factores económicos y políticos.

En esa lógica, a escala temporal puede observarse que la violencia evoluciona en sus formas y medios desde la crueldad hasta lo letal; por ejemplo, el armamento se vuelve cada vez más destructivo en los difertentes tipos de microviolencias o en las guerras convencionales o irregulares.

En efecto, la violencia evoluciona con el proceso civilizatorio, que de acuerdo con Elias (1989), se desarrolla mediante ciclos de violencia y pacificación no lineales,6 puesto que “jamás se da de modo rectilíneo [… sino que] presenta oscilaciones más acentuadas” (Elias, 1989: 224). El control de la violencia en las sociedades europeas se logró mediante la autocoacción, pero esta última no pudo producirse sin el monopolio estatal de la fuerza física. Dice Elias: “Una serie de consideraciones actuales permite pensar que la constitución del comportamiento civilizado depende de modo directo de la organización de las sociedades bajo la forma de Estado” (Elias, 1989: 48). De acuerdo con este autor la concentración monopólica de la violencia en las instituciones estatales hizo posible la institucionalización de la autocoacción contra las agresiones, las incivilidades y la falta de cortesía: “Es imposible entender la civilización del comportamiento y el cambio correspondiente en la conciencia y de la organización de los impulsos de los seres humanos sin estudiar el proceso de la constitución del Estado y la centralización progresiva de la sociedad, que alcanza por primera vez su manifestación más completa en la formación del gobierno absolutista” (Elias, 1989: 260).

Para el análisis de la violencia en determinadas coyunturas es importante la observación histórica del proceso a través del que se acumula (Misse, 2014). En efecto, los retrocesos en la pacificación, la secuencia de las guerras y los conflictos de larga duración pueden manifestarse en ciclos cortos de violencia sociopolítica.

Por otra parte, ahora resulta evidente que la violencia puede observarse mediante la reconstrucción del sentido cultural de estas prácticas (Wieviorka, 2003; Alexander, 2008). El análisis del sentido de la violencia puede ayudarnos a comprender el modo en que, a contrapelo de los discursos normativos, en la desigualdad y la exclusión se configuró la sociedad incivil, y la acción colectiva de la delincuencia en el campo de la violencia (Roché, 1994).

Para el análisis histórico y empírico de la violencia es imprescindible observar la articulación de las formas de microviolencia sociopolítica con la violencia estatal; escudriñar las fronteras de lo legal y lo ilegal en la vida cotidiana. Para tal efecto, el análisis empírico orientado teóricamente puede focalizarse en las cadenas de violencia en torno a una forma predominante, incluida la violencia estatal en las escalas locales, globales o glocales.

Tal estrategia de investigación obliga a pensar cómo se reproduce en el campo de la violencia lo estatal en los márgenes, las excepciones, las anomias o los vacíos de derecho (Agamben, 2007). Ahora bien, antes de realizar una descripción y explicación de su funcionamiento, podemos analizar elementos del giro de la objetivación de la violencia estatal hacia la violencia social, realizado en la teoría social eurocéntrica.

En la historia moderna, las guerras de conquista y colonización han tenido un papel determinante. En perspectiva de larga duración, en las sociedades europeas la violencia ha descendido, pero en los últimos años se ha manifestado con mayor intensidad en algunas regiones del mundo, particularmente en las sociedades latinoamericanas y africanas (Muchembled, 2010). Ahora bien, puede sostenerse que el siglo XX fue un periodo de guerras, y el holocausto un acontecimiento que modificó radicalmente las perspectivas de las ciencias sociales con respecto al proceso civilizatorio (Hobsbawm, 2000).

De acuerdo con Hobsbawm, (2000), el cambio más relevante del breve siglo XX, el cual circunscribe al periodo 1914-1991, es que “la diferencia entre guerra y paz, estado de guerra y estado de paz, también se ha difuminado” (Hobsbawm, 2000: 24). La aspiración de la predominancia de la felicidad en la vida social fue sustituida por una idea pesimista de la historia mediante una descripción del papel de la barbarie en la sociedad (Freud, 1989).

Los diagnósticos críticos del fascismo y las dictaduras sudamericanas y africanas descubrieron que la violencia puede describirse como una patología que produce sufrimiento, humillación y menosprecio, y posibilita entender cómo el aniquilamiento de grupos sociales diferentes es factible mediante la configuración de mercados y la administración de la población (Horkheimer y Adorno, 1969). En lo que respecta a este punto, decían Horkheimer y Adorno (1969: 243): “La administración de los Estados totalitarios, que procura extirpar las partes anacrónicas de la población, no es más que la ejecución material de veredictos económicos pronunciados hace tiempo”.

En los países europeos, el holocausto fue un acontecimiento que evidenció cómo se articulan la violencia política y la guerra con las microviolencias en las prácticas racistas y homicidas del nacional socialismo, pero también en las sociedades socialistas burocráticas, donde los campos de concentración son, al igual que en el nacionalismo, una extensión del Estado (Foucault, 1992). En el colonialismo, la explotación y las dictaduras hicieron posible pensar mediante el concepto de campo de violencia (Fanon, 2011).

En este punto, Fanon -en oposición a Camus (1978: 80), quien pensaba que “el crimen […] reenvía al crimen” -, sostiene que el colonialismo permitió a los colonizados mirar este hecho histórico como una relación de fuerzas basada en “la exclusión recíproca”, y a la decolonización, como un proceso violento. Fanon concebía a la violencia como un campo de fuerzas polarizado. Decía: “Es verdad que los instrumentos son importantes en [el campo de la violencia], puesto que todo descansa, en definitiva, en el reparto de estos instrumentos” (Fanon, 2011: 57).

El concepto de campo de violencia, utilizado por Fanon, es clave para comprender la violencia contemporánea. Dicho concepto, construido para la percepción de la articulación de las micro y las macroviolencias en las colonias, posibilita también el análisis de las violencias social y política en los países periféricos, donde la actividad violenta se manifiesta de forma más acabada, aunque sea menos visible en las ciudades europeas y latinoamericanas.

Desde este ángulo, algunos años después de la muerte de Fanon, Foucault utiliza la problemática de la colonia para dar cuenta del proceso mediante el cual la colonización mundial se practica en la modernidad como una colonización interna:

La gente que era enviada a la [colonia] no adquiría allí un estatus de proletaria; [esas personas] servían de cuadros y de control; sobre los colonizados […]; la colonización ya no es posible en su forma directa. El ejército no puede ya jugar al mismo papel de antes […], hay un refuerzo de la policía, una sobrecarga del sistema penitenciario que debe rellenar totalmente solo todas estas funciones. La cuadriculación policial cotidiana, las comisarías de policía, los tribunales, las prisiones […], toda la serie de controles que constituyen la educación vigilada, la asistencia social, los hogares, deben jugar sobre el terreno uno de los papeles que desempeñaban el ejército y la colonización, desplazando a los individuos y expatriándolos (Foucault, 1992: 63-64).

En realidad, ni Weber ni Foucault desarrollaron una teoría sistemática de la violencia, aunque sí ofrecen observaciones sociológicas parciales sobre la misma.

Es cierto que Max Weber problematiza al Estado como monopolio de la violencia física, pero analiza muy poco la violencia y se preocupa más por el monopolio. En el caso de Foucault, la violencia es una modalidad extrema de poder que implica abuso y negación de la libertad, pero en esta conceptuación predomina el sentido del concepto del poder sobre la observación de la forma límite que la violencia representa. De acuerdo con Foucault:

Es preciso subrayar que no pueden existir relaciones de poder más que en la medida en que los sujetos son libres. Si uno de los dos estuviese completamente a disposición del otro y se convirtiese en una cosa suya, en un objeto sobre el que se puede ejercer una violencia infinita e ilimitada, no existirían relaciones de poder. Es necesario, pues, para que se ejerza una relación de poder, que exista al menos un cierto tipo de libertad por parte de las dos partes (Foucault, 1994).

Las observaciones sociológicas de Max Weber y Michel Foucault son, a pesar de sus abordajes inacabados, las ópticas más importantes para la comprensión de las formas de violencia en los espacios locales de las sociedades contemporáneas. Weber analizó la dominación y la guerra, a las cuales atribuye la violencia como recurso, y Foucault conceptuó la delincuencia como ilegalismo útil. El punto más importante de estas observaciones es el análisis de la subjetividad producida por la violencia, entendida como la forma más dura de las relaciones de poder.

La idea de Foucault, antes de los cursos de 1976-1978, era describir “desde abajo” las relaciones múltiples de poder y saber cómo se condensan en el Estado. Decía: “Una observación diferente de los aparatos estatales; [un] dibujo general que toma forma en aparatos, leyes y hegemonías” (Foucault, 1977: 113). Esta perspectiva cambia en sus clases sobre biopolítica, donde el Estado es observado “desde arriba”. Para tal efecto, éste es conceptuado como categoría sin “esencia”, no universal, que integra contingentemente una multiplicidad de relaciones de fuerza en una gubernamentalidad.

Para Foucault, el “Estado” no era homogéneo ni un conjunto de aparatos clasistas. Su idea era describirlo como una serie de regímenes gubernamentales que dependen de otras relaciones de fuerza, o bien, en sus propias palabras, “gubernamentalización del Estado” (Foucault, 2008: 116). Desafortunadamente, no desarrolló una genealogía sistemática de lo estatal, sino que las referencias a tal proyecto se encuentran en fragmentos de obra y en algunas clases de sus cursos.

Volveremos sobre el punto. Antes, a propósito del análisis específico de las relaciones entre violencia y delito, detengámonos un poco en torno a las ideas de Foucault acerca de la delincuencia como ilegalismo. De acuerdo con él, la delincuencia es el ilegalismo que se mantiene en niveles tolerables, mientras se extrae renta de ella. La lógica de esta situación en la sociedad moderna implica que las leyes prohíben ciertos ilegalismos -generalmente de clases bajas- y luego se extrae renta de ellos mediante ciertos dispositivos policiacos.

Debemos a Foucault una de las primeras observaciones acerca de las fronteras de lo legal y lo ilegal. En su análisis histórico de la prisión como “maquinaria que transforma al penado violento, agitado, irreflexivo” (Foucault, 1984: 245), es decir, lo fabrica en tanto “ha introducido en el juego de la ley y de la infracción, del juicio y del infractor, del condenado y el verdugo, la realidad incorpórea de la delincuencia que une los unos a los otros [...]. La delincuencia es la venganza de la prisión contra la justicia” (Foucault, 1984: 258).

Para él, “el melodrama cotidiano del poder policiaco y de las complicidades que el crimen establece con el poder” es producto de una lógica de prácticas legales e ilegales producidas por la delincuencia, entendida como una administración de ilegalismos, porque “¿cómo mantener un tipo de criminalidad, digamos el robo, dentro de límites que sean social y económicamente aceptables y alrededor de una media que se considere, por decirlo de algún modo, óptima para un funcionamiento social dado?” (Foucault, 2008: 17).

El campo de la violencia

La idea del campo de violencia en una correlación de fuerzas donde se gestiona o administra el ilegalismo contribuye a la explicación y comprensión de las dimensiones, dispositivos y regímenes de la violencia y la impunidad. En esa lógica, el análisis empírico de la violencia puede orientarse, además, con la ayuda de la teoría de los campos sociales de Bourdieu (2005).

Es verdad que Bourdieu desarrolló investigaciones sistemáticas sobre la reproducción escolar, la política, el arte y la dominación masculina, pero no realizó, como lo hizo Foucault, una investigación sobre la ilegalidad y la violencia física; sin embargo, su teoría de los campos -que puede relacionarse con el concepto de campo de la violencia de Fanon- es útil para la observación de las causas de la violencia y el delito.

Bourdieu (2000) reflexionó acerca del campo jurídico, pero sólo de manera negativa, mediante la descripción de la tendencia a “interpretar como experiencia universal de un sujeto transcendente la visión compartida de una comunidad histórica […que] cuando se encuentra en el acto de la creación jurídica tiende a disimularlo”, y sobre la lucha por el monopolio de la clasificación jurídica (Bourdieu y Teubner, 2000: 164, 172). Esta idea negativa del derecho -compartida por Foucault, Deleuze y Guattari (Rose, 1989)- lo llevó a la objetivación de la violencia simbólica y la dominación, pero no de la violencia física ilegal como abuso de poder o de la violencia física ejercida por victimarios en diversos campos sociales.

La teoría de los campos establece que el uso de las estrategias por los agentes de un campo está determinado por la correlación de fuerzas y las posiciones que dichos agentes ocupan en el espacio social, las cuales pueden clasificarse como conservadoras o heréticas de la lógica del campo. Esta idea seminal permite el desarrollo del concepto de campo de la violencia. La teoría de los campos de Bourdieu es parte de una formación discursiva de la cual participan además Foucault, Jay y otros -algo semejante sucede con los diferentes conceptos de colonización utilizados por Foucault y Habermas-; sin embargo, el sentido robusto que concede al concepto en su teoría no se encuentra en ninguno de los otros autores referidos.

Desde esta perspectiva, la teoría de los campos es un esquema de observación para analizar las relaciones entre la ilegalidad, el estado de excepción y los márgenes estatales, según las nuevas formas de violencia social y política.

En sus análisis sociológicos, Bourdieu describe las relaciones entre los campos de forma diferenciada. Las relaciones de los campos del poder y el político, situados entre el campo de las relaciones sexuales y el campo económico, no son descritas al margen de la investigación empírica, debido al carácter contingente de las fronteras de todo campo. En efecto, Bourdieu consideraba que la observación sociológica de los campos podía desarrollarse con base en algunas reglas básicas, como: la autonomía de un campo en su historicidad con respecto del campo del poder; el mapa de las relaciones estructurales entre agentes e instituciones participantes en el campo; y los hábitos de los agentes, manifiestos en sus estrategias y posiciones (Bourdieu 2005).

El uso robusto del concepto de campo de violencia

De acuerdo con Bourdieu, el concepto de campo es abierto y obliga a los investigadores a pensar las relaciones con base en individuos conceptuados como agentes; asimismo, los campos sociales son relativamente autónomos, evolucionan históricamente, son espacios de lucha por un capital, son una especie de juego social basado en el conflicto y la competencia, donde los agentes, según sus trayectorias sociales y sus estrategias, luchan por una acumulación de capital que los diferencie en dominados y dominantes.

Bourdieu (2005) sostiene que los campos no son aparatos ni sistemas, aunque un campo pueda burocratizarse y convertirse en un aparato. El concepto de campo no ha escapado a la crítica. Los juicios críticos provienen de los propios discípulos de Bourdieu, quienes señalan que la agencia en el campo no se reduce al uso de capitales propios del campo en cuestión, sino a la acumulación de capitales procedentes de diferentes campos; asimismo, sostienen que este concepto no permite el análisis de quienes no participan en la lucha. Finalmente, le reprochan no haber pensado en las dimensiones internacionales de aquéllos.

De forma similar, Wacquant (2010), preocupado por la violencia, ha desarrollado una descripción de la pluralidad de las violencias en las ciudades centrales. Aunque no utiliza el concepto de campo, sus investigaciones son una descripción que puede interpretarse como observación inacabada de la dinámica del campo de la violencia social y política en ciudades francesas y estadounidenses. El argumento de Wacquant relaciona los tipos de violencia de las ciudades: revueltas, robos e incivilidades, con la violencia ejercida por policías y tribunales judiciales.

De acuerdo con Wacquant, “las fronteras del campo”, según nuestra interpretación, se extienden a partir de la globalización de políticas de seguridad de regímenes políticos de derecha y de izquierda que, en lugar de garantizar los derechos sociales y políticos para los pobres e inmigrantes, han creado un dispositivo de control para reconducir a los citadinos de los barrios marginales al trabajo precario. Desde este prisma, la violencia en los márgenes urbanos es efecto de la desigualdad y la inseguridad social controlada mediante un dispositivo policial y penal que se ha convertido en encierro carcelario para los pobres.

Wacquant analiza cómo se viven las inseguridades social y pública en la desigualdad, en la pobreza, mientras las clases medias y altas presionan para que se incremente el castigo y el encierro -o gestionan la industria del encarcelamiento- y los gobiernos responden con la reducción de la política social y el incremento de policías y tribunales para la gestión, el dominio y el encierro de pobres, mediante una retórica de guerra cuyos elementos principales son la intolerancia y el racismo.

La descripción de este autor es radical, lógica, pero desafortunadamente para nosotros, incompleta, porque apenas refiere lo acontecido en las sociedades latinoamericanas. Los críticos de esta descripción del encierro de los pobres lo acusan de desarrollar una justificación sociológica del delito y la violencia, además de no tener evidencia empírica suficiente para demostrar, por lo menos en Francia, el incremento del encierro de los pobres.

Es verdad que las observaciones de Wacquant no se sujetan al control empírico y pueden variar de una ciudad a otra, pero quizás una de las debilidades de su trabajo creativo y sugerente sea que no describe comparativamente las estrategias de los pobres marginales citadinos, con lo que acontece en espacios rurales. En tales circunstancias puede decirse que la dinámica del campo de las violencias en los barrios de las ciudades globales no es precisamente la misma que en las ciudades menos complejas, y mucho menos que en los espacios rurales.

Como resultado de tal desacuerdo, en años recientes Wacquant ha desarrollado sus análisis a través de referencias sobre lo que acontece en las ciudades sudamericanas que han encontrado eco en las descripciones de las favelas brasileñas y las villas miseria. El uso del dispositivo de control basado en la no tolerancia y el encierro de los pobres se realiza también en los países de América del Sur mediante la violencia policial y el encierro racista de los pobres (Wacquant, 2010).

El uso empírico del concepto de campo de la violencia

El uso de la teoría de los campos implica la crítica de los prejuicios acerca de la violencia, incluida una de sus formas, el delito. La observación de la violencia como campo implica tomar distancia de los prejuicios acerca del carácter subversivo de los delitos (Roché, 2001), del supuesto carácter emancipatorio de la violencia, de la negación de los derechos de los delincuentes, de la resistencia de los agentes estatales a rendir cuentas, de la negación del uso alternativo de la policía por gobiernos progresistas.

En efecto, los delitos como forma de violencia no poseen ningún sentido político radical. La extracción de renta mediante la apropiación violenta sólo reproduce la violencia social. El “rotismo”, entendido como práctica de bandolerismo, no construye un tejido social legal, sino que multiplica los ilegalismos y, contra lo que algunos piensan, representa la matriz de otras injusticias.

La violencia ha sido la matriz histórica de la sociedad capitalista moderna. Es correcto el planteamiento que advierte un sesgo interpretativo en la observación de la violencia “individuada” o grupal sin referencia a la violencia económica y política en diferentes campos de la vida moderna (Zizek, 2008); sin embargo, tal como ha sido evidente en las sociedades poscapitalistas burocráticas, la violencia política emancipatoria tampoco es garantía de una mejor distribución de la riqueza.

En esta “ruptura”, o diferenciación discursiva con los prejuicios, juega un papel importante el discurso que coloca a los delincuentes y violentos fuera de lo social para considerarlos no humanos, mediante una operación de reducción de su sociabilidad a lo animal, o bien, para negarles derechos como personas. Esta operación se repite, asimismo, con el desprecio hacia los policías que sistemáticamente se niegan a rendir cuentas, sobre todo en coyunturas en las que se enfrentan ciclos altos de violencia sociopolítica.

En general, el debate acerca de las seguridades está repleto de prejuicios. La multiplicación de adjetivos para representar lo que acontece en el campo de la violencia, a través de la reproducción de los discursos de los organismos globales, es parte de las luchas que en dicho debate se libran por el monopolio de la clasificación legítima de las fronteras de lo legal y lo ilegal. Los adjetivos asociados al concepto de seguridad: “pública”, “humana”, “ciudadana” son posicionamientos interesados que distribuyen la inversión en proyectos sociales.

En el debate público latinoamericano, por ejemplo, se opone seguridad ciudadana a seguridad pública; seguridad humana a seguridad ciudadana, o bien se considera a la seguridad ciudadana como un momento de la seguridad humana (Bailey, 2014). En realidad, no existen conceptos unívocos de la inseguridad y la seguridad en la discusión regional porque lo que existen son usos políticos de dichos conceptos en el campo. La idea de conceptos únicos no sólo es positivista sino ingenua. La propuesta de un glosario de conceptos unívocos es tan útil como un atlas de la seguridad sin mapas. El uso situado de los discursos de los organismos globales denota el interés globalista de homogeneización institucional de los sistemas policiales y judiciales, pero también, en contraparte, una estrategia de acceso a fondos económicos (Santos, 2009a).

En América Latina resulta frecuente la lucha entre los discursos que utilizan los conceptos de la criminología anglosajona, sin la menor reflexión acerca de la historicidad de las relaciones entre las instituciones gubernamentales y las asociaciones de la sociedad civil inglesa o estadounidense, porque se consideran modelos normativos para la construcción de sistemas o instituciones reguladoras de la violencia y el delito mediante reformas legales e institucionales no situadas culturalmente.

Ahora bien, de acuerdo con las reglas básicas para la observación de los campos, establecidas por Bourdieu, la violencia puede abordarse como un campo de fronteras contingentes. En este sentido, la violencia es un juego social que puede interiorizarse con diferentes grados de conciencia en la vida diaria mediante hábitos compartidos. Cabe señalar que los hábitos violentos y delictivos producen discursos asociados a prácticas ilegales.

En esta dinámica, los agentes legales pueden gestionar los ilegalismos o extraer renta de otros agentes sociales. Esta dinámica tiene “zonas grises”, vacíos estatales, márgenes y excepciones. En estas circunstancias, es necesario que ante las explicaciones cuantitativas de los obstáculos para la implementación de las políticas de seguridad, se acometa una perspectiva antropológica del dolor de las víctimas de los delitos y la violencia. Las fronteras entre el campo de los delitos, la violencia, la inseguridad, la seguridad y la ilegalidad son recortes de la observación. Los agentes ilegales luchan entre sí por el monopolio de la impunidad. El campo de la violencia no desaparecerá, pero puede regularse públicamente como parte de la construcción de una sociedad menos desigual.

Desde nuestra perspectiva, orientada básicamente por Bourdieu, el campo de la violencia es un conjunto de relaciones entre las posiciones ocupadas por agentes ilegales y legales que supone, en determinadas circunstancias, instituciones, aparatos o sistemas específicos. Es evidente que la densidad de la violencia y el delito no se reduce a la tasa de homicidios. Con frecuencia los analistas de las políticas de seguridad cometen el error de comparar los grados de violencia a partir de este indicador cuantitativo y olvidan el análisis de la densidad del campo de la violencia.

El segmento del campo social de las prácticas ilegales es una construcción histórica resultado de luchas discursivas acerca de los sentidos de los mejores conceptos para la observación de las fronteras de lo legal y lo ilegal, así como de las pugnas por la acumulación de impunidad, lo que supone rehacer estas “zonas grises”.

El campo de la violencia no tiene los límites de una nación, porque generalmente sus discursos y prácticas, particularmente las de la delincuencia organizada, cruzan las fronteras y ponen en juego los campos, aparatos o sistemas de otros países. En un Estado-nación determinado, el campo de lo violento está conectado con los campos económicos, políticos y jurídicos, pero no existen relaciones predeterminadas entre éstos, como si la violencia fuese una consecuencia mecánica de las políticas excluyentes. Existe evidencia de correlación entre ciclos de bajo crecimiento, desigualdad y desorden democrático, con la pluralidad de las violencias y delitos que funcionan en determinados contextos, como mecanismos de resolución de conflictos o de distribución de renta; asimismo, también hay pruebas de que no todos los pobres son violentos ni delinquen.

Los victimarios, por ejemplo, toman decisiones, despliegan estrategias mediante cálculos limitados, según sus capitales, en una correlación de fuerzas específica. Los delincuentes utilizan el recurso de la violencia, disputan el monopolio de la impunidad, conceptuada como el capital que se reproduce en el campo. Las prácticas delictivas impulsan la acumulación de capitales ilegales de una economía marginal, pero instrínseca a los procesos de reproducción de los sistemas económicos.

La lógica del campo de la violencia es similar a la de todo campo social, pero se diferencia del “juego” que supone el campo político, aunque incluso haya entre los delincuentes y las redes políticas relaciones, pactos y contratos. Las metáforas del “capitalismo criminal”, “narcopolítica”, “narcoEstado” o “narcocultura” son representaciones simbólicas débiles para explicar la especificidad del campo delictivo, porque igualan la lógica de los campos sin la diferenciación de sus componentes específicos. De la misma forma que en el campo de la violencia se utilizan capitales procedentes de otros campos junto con la impunidad, es posible señalar que son los delincuentes pobres quienes generalmente aparecen como los desposeídos de esos capitales, por lo cual el encierro de los pobladores marginales puede interpretarse como resultado del estado de fuerzas en el campo de la violencia y el delito.

Los márgenes estatales neoliberales y el reconocimiento constitucional de los derechos

La lógica del campo de la violencia supone la reproducción de la impunidad como capital. Para ello se aprovechan las oportunidades que representan, para los delincuentes, los márgenes estatales y las situaciones de excepción. Para la comprensión de la función de los márgenes en el campo de la violencia recuperamos a continuación algunos elementos básicos de la teoría de los márgenes estatales. Dicen Das y Poole (2008: 22): “La relación entre la violencia y las funciones ordenadoras del Estado es clave para el problema de los márgenes […]”.

De acuerdo con estas antropólogas políticas, los márgenes estatales suponen límites porosos entre “lo central y periférico, público y privado, legal e illegal”. Los márgenes estatales, entendidos como fronteras territoriales y sociales entre lo legal y lo ilegal, son descritos frecuentemente como “zonas grises”, que expresan la complejidad de la construcción regional de las instituciones estatales, o bien, como la forma en la cual “las instituciones de la ley crean sus propias contrapartes y zonas de ambigüedad o ilegalidad” (Agudo Sanchíz y Estrada Saavedra, 2011: 32). Con respecto a este punto, otras antropólogas sostienen:

Los márgenes del Estado son regiones y poblaciones aparentemente periféricas de la nación, donde las relaciones de poder están marcadas por la ambigüedad legal y la violencia [...]; es en estos márgenes donde se evidencia la naturaleza y la construcción del Estado: de hecho, la existencia de los márgenes espaciales y sociales es un supuesto necesario para su conformación y funcionamiento [...]. La ambigüedad legal que prevalece en los márgenes implica que las poblaciones marginales siempre están sujetas a la posibilidad de violencia (Sierra, Hernández y Sieder, 2013).

Los márgenes estatales en el campo de la violencia producen prácticas ilegales, impunes en el espacio local. La objetivación de lo estatal “tal y como se produce en lo local”, que utiliza el análisis foucaultiano descendente de “cómo las prácticas moldean las disciplinas” es muy útil para nuestro propósito, porque deshace los mitos acerca del Estado considerado como una cosa, y porque recuerda que esos límites de lo legal e ilegal, dentro y fuera de las instituciones estatales, son los lugares en los cuales se multiplican las excepciones y los sufrimientos que experimenta la población victimizada por los delincuentes o incluso por los agentes estatales, pero también los lugares en los cuales pueden multiplicarse las resistencias de la población “enojada con la vida”.7 Das y Poole sostienen:

Las [tecnologías] específicas del poder a través de las cuales los Estados intentan manejar y pacificar a estas poblaciones, tanto a través de la fuerza como […] de la pedagogía de la conversión, intentando transformar a estos sujetos rebeldes en sujetos legales del Estado [...]. El poder soberano no es ejercido sólo sobre el territorio sino también sobre los cuerpos (Das y Poole, 2008: 24, 25).

Esta idea sustantiva tiene un doble sentido, no sólo enriquece el análisis de lo estatal tal como “es reconfigurado en los márgenes”, las “apropiaciones de las prácticas y las formas [...] que constituyen el Estado liberal moderno”, sino que también pone en el centro del debate académico el problema de las excepciones, entendidas como “faltas aberrantes, prácticas extrajudiciales, poderes emergentes” que se ejercen sobre los cuerpos de las víctimas mediante mecanismos disciplinarios y biopolíticos (Das y Poole, 2008: 21, 34).

Puede decirse que estas descripciones antropológicas llevan hasta sus últimas consecuencias las ideas de Bourdieu acerca del Estado como etiqueta que nombra “un conjunto de campos”, o las ideas de Foucault, quien interrogaba: “¿y si el Estado no fuera más que una forma de gobernar?” Estas contribuciones de la antropología política son muy útiles para la comprensión de la lógica del campo de la violencia, a condición de no olvidar en la descripción de la violencia local las dimensiones globales y nacionales de los procesos violentos y delictivos que se condensan en los lugares observados como “zonas grises”. De otra forma: “No debe hacernos perder de vista los dispositivos de poder y las formas de organización social que pueden llegar a hacer efectivas ciertas formas de dominación [...]; perder de vista cómo puede tener lugar de hecho la dominación” (Agudo Sanchíz y Estrada Saavedra, 2011: 13).

En estas circunstancias, la perspectiva de la antropología política sobre los márgenes estatales focaliza la observación etnográfica en las periferias y los márgenes desde un enfoque ascendente del Estado acerca de cómo aparece localmente éste antes de interrogarse acerca de la “morfología interna”. De acuerdo con Das y Poole (2008), el relato etnográfico describe las relaciones entre los cuerpos, las leyes y la disciplina; las formas en las que la población que sufre violencia demanda la ciudadanía “económica y política” (Das y Poole, 2008: 26).

El programa de la antropología política radical es sugerente. El análisis de los límites entre lo legal y lo ilegal, que implica a las instituciones estatales en espacios regionales y locales, es alternativo, pero antes de la descripción de sus potencialidades resulta necesario puntualizar algunos temas. El discurso de la antropología política en los márgenes estatales y los múltiples usos que de él se hacen es en efecto interesante, pero puede inducir malos entendidos. La etnografía del Estado en los márgenes es original, porque permite la autorreflexión acerca de las implicaciones éticas de la investigación y de la utilización de sus resultados; asimismo, la nutre de descripciones densas e ilustra la subjetividad, particularmente el dolor de las víctimas, el rumor y el sentido de las acciones de los sujetos; sin embargo, las explicaciones etnográficas se caracterizan en muchos casos por la falta de representatividad y de sentido de la totalidad de lo glocal (Bourgois, 2010).

Con frecuencia, la antropología política utiliza una perspectiva parcial del poder estatal, orientada por un uso singular de la obra de Michel Foucault; asimismo, presenta a la etnografía como una forma innovadora de observación que cultiva la narrativa cualitativa. El uso antropológico de la perspectiva del Estado en los márgenes potencia la investigación sociológica-empírica de la construcción estatal, no la sustituye. La descripción densa de las funciones de las instituciones estatales descentralizadas no puede prescindir de las estructuras de las dimensiones “centrales” del Estado; de otro modo, las descripciones de aquellas instituciones o regímenes serán parciales.

Conclusiones

En el presente trabajo se han ofrecido algunas reflexiones acerca de la operacionalización teórica del concepto de campo de violencia con el propósito de establecer un diálogo entre las investigaciones sobre la violencia de la antropología política y la sociología de la violencia.

Desde esta perspectiva, el concepto de campo de la violencia es útil para el desarrollo de los estudios históricos y empíricos sobre la violencia social y política en los espacios rurales y urbanos. La idea de la violencia, entendida como campo, procede de una larga tradición teórica que ha tenido como principales acontecimientos discursivos el concepto de campo de violencia, las ideas acerca de la violencia en las ciudades, y la noción de los márgenes estatales de la antropología y la sociología políticas.

En esta tradición han sido muy importantes las contribuciones teóricas de Frantz Fanon, Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Veena Das y Deborah Poole, preocupados por entender la gestión de los ilegalismos, mediante el análisis de las fronteras entre lo legal y lo ilegal en los espacios rurales y urbanos en los países centrales y periféricos.

En estas circunstancias, el campo de estudio sobre la violencia de nuestro país puede desarrollarse a través de diversas series de investigaciones regionales comparadas para la observación de la pluralidad de las violencias -sin la reducción de la dinámica del campo de la violencia y el delito a la tasa de homicidios- con base en la operacionalización y la construcción de indicadores en el trabajo de campo. Esta forma de inventario teórico, orientado por la reconstrucción del sentido del concepto de campo es otra manera de abordar el debate sociológico sobre la violencia.

La preocupación por la reconstrucción del sentido de la violencia con base en las problemáticas básicas de los sociólogos clásicos y contemporáneos ayuda al esclarecimiento de las posibilidades del desarrollo de la teoría general. Otra opción, la que aquí se ha tomado, es pensar en el análisis de la violencia como un campo de dimensiones regionales que comprende lo nacional, como un efecto compartido de esas dinámicas regionales, para la observación histórica y empírica mediante un conjunto de indicadores e instrumentos de investigación, tales como el campo, el régimen, la subjetividad, los márgenes, las excepciones y la impunidad, en una perspectiva dinámica que pone el énfasis en el carácter productivo de la violencia que fabrica saberes y subjetividades locales mediante procesos de victimización.

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1Estos autores compartían la idea decimonónica de la violencia como agresión instrumental asociada a la lucha, la economía, las leyes, la guerra o a la posibilidad de la cultura. Nietzsche sostenía que los instintos posibilitaban una fuerte voluntad orientada a la guerra. Decía: “¿Eres un hombre que tiene en el cuerpo los instintos de la guerra […], eres por instinto un guerrero de asalto o un guerrero de resistencia?” (Nietzsche, 1981: 496). Weber, que no tematizó la violencia tanto como lo hizo con el concepto del monopolio estatal contra los usos privados de ésta, la concebía como una coacción legítima o ilegítima. Decía: “El pragma [acto] de la violencia se opone fuertemente al espíritu de la economía […]. La apropiación inmediata y violenta de bienes y la compulsión real y también de una conducta ajena por medio de la lucha no deben denominarse gestión económica […]; no significa que la economía sea en sí misma un acto de fuerza” (Weber, 1987: 47). En esa lógica, Freud sostenía que: “Los instintos pueden cambiar su fin […]; también pueden sustituirse mutuamente, pasando la energía de uno al otro, proceso este último que no ha llegado a comprenderse bien […]; el instinto de destrucción, por el contrario, persigue la disolución de las vinculaciones, la aniquilación […]; su fin último parece ser el de llevar lo viviente al estado inorgánico, de modo que también lo denominamos instinto de muerte […]; en las funciones biológicas, ambos instintos fundamentales [del amor y la muerte] se antagonizan o combinan mutuamente” (Freud, 1989: 14-15). La conceptualización marxista clásica de la violencia opuso siempre la violencia estatal y la violencia revolucionaria. De acuerdo con Marx y Lenin la violencia es un factor determinante del proceso histórico; particularmente, analizan la relación de la guerra con la economía y describen al Estado capitalista como un órgano, junta o instrumento de dominación de clase compuesto de grupos armados [Ejército y policía] que debe destruirse mediante la violencia revolucionaria. Esta matriz discursiva se produce mediante enunciados del tipo: “La guerra se ha desarrollado antes que la paz: mostrar las maneras en que ciertas relaciones económicas tales como el trabajo asalariado, el maquinismo […] han sido desarrolladas por la guerra y en los ejércitos antes que en el interior de la sociedad burguesa”. El uso de la idea de la violencia como medio o instrumento se prolonga en las formas eurocéntricas y latinoamericanas de freudomarxismo, que conceptúan a la violencia como una fuerza que se interioriza mediante la neurosis o la rebelión (Fromm, 1983; Rozitchner, 1979: 56).

2De acuerdo con Foucault, un dispositivo es, “en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, estos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece entre estos elementos”. Véase: <http://ayp.unia.es/r08/IMG/pdf/agamben-dispositivo.pdf>, consultada el 20 de octubre de 2017.

3Además dice Foucault: “El sufrimiento de los hombres nunca debe ser un mudo residuo de la política, sino que, por el contrario, constituye el fundamento de un derecho absoluto a levantarse y a dirigirse a aquellos que detentan el poder” (Foucault, 1990: 314).

4En los años recientes, el estudio de la violencia ha producido una antropología del dolor (Das, 2006) que nos ha permitido comprender la dimensión de las emociones en los contextos violentos, como el interaccionismo simbólico o la microfísica del poder, que hace algunos años nos ayudaron para registrar el sufrimiento de los sujetos excluidos, los estigmas o los regímenes disciplinarios.

5En este punto resulta importante observar las reticencias de Axel Honneth, con respecto a algunos lectores de Foucault, en torno a la gubernamentalidad, quien dice: “Sigo con grandísimo interés esta ola de una nueva preocupación por Foucault, que aplica sobre todo a sus escritos y lecciones sobre el cambio del poder gubernamental […]; aquí se encuentra un amplio arsenal de instrumentos conceptuales, que pueden resultar de ayuda para investigar la relación entre la praxis del gobierno estatal y las innovaciones científicas; además las lecciones de Foucault que han sido publicadas póstumamente también han dejado muy claro que tenía a la vista […] el juego mutuo social entre las técnicas del poder gubernamental y las prácticas de resistencia […]; resulta inherente a esta nueva ola de recepción no sólo una cierta tendencia a la unilateralidad sociológica, que se traduce en una burda desconsideración de la tosudez de las esferas sociales de valor, sino que también adolece frecuentemente de carencias e imprecisiones conceptuales sobre este tema. Giorgio Agamben entiende algo completamente diferente a otros autores, que explican en el marco de sus estudios sobre la gubernamentalidad que hoy el poder político está sostenido en su aplicación, sobre todo, por el saber biotecnológico. En este sentido, resulta aconsejable tomar las propuestas de todos estos estudios con cierta precaución” (Honneth, 2011: 41-42).

6La perspectiva del proceso civilizatorio europeo es sugerente; sin embargo, es necesario realizar un uso cauto de los conceptos de civilidad e incivilidad. El sentido de estos conceptos remite no sólo a la autocoacción sino también al control estatal. En estas circunstancias, es encomiable la sustitución del concepto de incivilidad por el de microviolencia realizada por algunos teóricos de la violencia en las escuelas. Sebastián Roché (2002) utilizó el concepto de incivilidad para referirse a ciertos desórdenes civiles y a su relación causal con el sentimiento de inseguridad. Debarbieux (1999) sostiene, por el contrario, que el concepto de incivilidad tiene un uso peligroso porque asocia a los sujetos inciviles con la barbarie. Decía Debarbieux (1999): “La incivilidad que se manifiesta en la escuela no debe pensarse bajo la forma de una oposición bárbaros-civilizados […]. El término es entonces técnico; no es un concepto ético […]. La noción de incivilidad permite la implementación de estrategias preventivas eficaces […]; sin embargo […], el uso frecuente del concepto incivilidad puede servir para justificar una represión excesiva” (Debarbieux, 1999: 64-65). Los usos del concepto incivilidad pueden describirse como una operación similar a la descrita por Axel Honneth cuando advierte que, a pesar del carácter heurístico de los trabajos de Michel Foucault acerca de la gubernamentalidad, hay usos particulares de la obra tardía de este filósofo que no diferencían las esferas de valor de la sociedad moderna. Las ideas de biopolítica, necropolítica y campo de concentración son útiles para pensar formas extremas de violencia [no todas ellas], mediante las cuales los gobiernos pueden regular el tamaño de la población y eliminar a grupos o sujetos a los que consideran desechables (Foucault, 1992; Lemm, 2010; Fuentes, 2013). De acuerdo con Foucault (1992: 249): “Si el viejo derecho de soberanía consistía en hacer morir o dejar vivir, el nuevo derecho será el de hacer vivir o dejar morir”.

7En el análisis de la lógica del campo de la violencia resulta necesario poner énfasis en el punto de vista de la población y de las víctimas que resisten la dominación estatal neoliberal y las prácticas ilegales; de otra forma, la lectura local de la perspectiva antropológica de los márgenes estatales renuncia a sus bases teórico-políticas.

Recibido: 06 de Junio de 2016; Aprobado: 10 de Noviembre de 2017

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