INTRODUCCIÓN
El segundo milenio se abrió en México con un acontecimiento inédito en su historia contemporánea: un candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional (PRI) era derrotado en las elecciones por otro partido. Era el punto de llegada de un largo proceso de transición democrática, caracterizada no por una caída abrupta del régimen, sino por un proceso gradual cuyos inicios son rastreados por la literatura entre 1968 y 1988.1 El triunfo de Vicente Fox, del Partido Acción Nacional (PAN) cerró el largo camino de transición e inauguró un nuevo periodo de alternancia en el país. Fox, perteneciente al grupo denominado “neopanista”, fue sucedido en 2006 por Felipe Calderón, ubicado en el sector “doctrinario” dentro del PAN (Loaeza, 2010). Los neopanistas, considerados pragmáticos, anteponían la vocación de poder con objetivos electorales, en contraposición a los doctrinarios -o “panistas de abolengo”- que buscaban prevenir la dilución de la ideología partidaria y priorizaban la doctrina como base de su identidad política (Reveles Vázquez, 2002).
La identidad política del panismo se forjó desde una visión afín a los principios del liberalismo que no dejó de estar en tensión con el catolicismo constitutivo del partido. A pesar de esta tensión siempre presente, en el contexto de la transición democrática y de crisis del régimen revolucionario, las concepciones liberales experimentaron un resurgimiento. José Antonio Aguilar Rivera (2013) sostiene que, entre 1990 y 2012, el liberalismo mexicano se reinventó para dejar de ser “propiedad del PRI” y dar inicio a lo que califica como “tercer momento liberal” en su historia, cuando estaba en retirada en el resto de los países de América Latina.2 El autor subraya que los partidarios de este nuevo liberalismo comparten una suerte de “cultura política” basada en ciertos rasgos comunes: aversión al populismo, preferencia por la moderación política, oposición al nacionalismo revolucionario y a su legado, combate a las corporaciones y los monopolios, defensa del pluralismo y la competencia. Pero además de estas características, Aguilar Rivera señala otra que nos interesa particularmente en este artículo: la ausencia, o escasa presencia, de la apelación a la historia o a la tradición.
El propósito de las siguientes páginas es reflexionar sobre el vínculo entre historia y política durante la presidencia de Felipe Calderón (FC) y analizar los usos del pasado desplegados en el clima conmemorativo que tuvo su epicentro en 2010, con la celebración de la doble efeméride del Bicentenario de Inicio de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana. En ese clima, el entonces presidente se posicionó frente al pasado y participó de las intervenciones memoriales que suelen acompañar las celebraciones patrióticas. Intervenciones que no estuvieron exentas de críticas y controversias. Los debates giraron en torno a si el PAN debía ofrecer una narrativa del pasado diferente a la consagrada por el PRI como “historia oficial”. Entre los especialistas existe un cierto consenso de que el panismo no logró, no pudo o no quiso dar una versión alternativa de la historia nacional, en gran parte -como afirma Mauricio Tenorio Trillo- porque el nacionalismo revolucionario parece haber sobrevivido como la única forma accesible de un “nosotros” en el que se integraron las divisiones sociales, regionales, étnicas y políticas del país (Tenorio Trillo, 2009).
En efecto, FC no exhibió una vocación por elaborar un nuevo relato sobre el pasado ni hizo un uso intenso de la historia, como sí lo hicieron otros presidentes de la región contemporáneos a su gestión.3 La pregunta, entonces, es cuáles fueron las razones que habrían conducido al presidente panista a no abrir una batalla por la historia para confrontar con sus opositores. El argumento que se postula es que en ese régimen memorial de “baja intensidad”, los usos del pasado a los que recurrió FC estuvieron estrechamente vinculados con la legitimación de los cursos de acción en el presente, con las formas de concebir la política y con la identidad del partido de gobierno.
Los usos políticos del pasado se recortan aquí en las memorias oficiales entendidas como prácticas y discursos fraguados desde el poder ejecutivo para actualizar en el presente distintos fragmentos de la historia patria. A partir, fundamentalmente, de un análisis concentrado en la totalidad de los discursos presidenciales que refieren al pasado4 (aunque apoyándonos también en un variado corpus que incluye exposiciones y guiones museográficos, políticas de inauguración de monumentos, celebraciones y rituales públicos, impresos de variada factura y entrevistas personales a funcionarios y asesores en el área de discurso del gobierno) nos planteamos dos interrogantes centrales como guías para la exploración.5 ¿Cuáles fueron las interpretaciones del pasado invocadas durante la gestión de FC?, ¿qué sentidos e historicidades se le atribuyeron a diversos personajes, actores y acontecimientos de la historia mexicana?
El texto se ordena en cuatro apartados. En el primero se describen brevemente los rasgos más sobresalientes de la gestión presidencial y de la identidad política que representa, como asimismo los que cristalizaron la historia oficial y la historia conservadora, con el objetivo de contextualizar los usos políticos del pasado. En el segundo se exploran las narrativas trazadas en torno al inicio de la independencia, y en el siguiente las memorias de la revolución mexicana. En el último apartado se retoman -con carácter conclusivo- las hipótesis centrales que articulan la dimensión política y la historia; una articulación que revela el papel que ocupó la “cuestión democrática” y la “cuestión liberal” en la tradición política de México y en la visión que el presidente panista intentó transmitir en las conmemoraciones (Bi)Centenarias.
POLÍTICA, IDENTIDAD E HISTORIA: CONFLICTOS PRESENTES Y HERENCIAS PASADAS
Calderón ganó las elecciones de 2006 por un escaso margen de 0.56 puntos porcentuales respecto al candidato opositor, Andrés Manuel López Obrador. Desde el inicio de su gestión, el presidente debió lidiar con un déficit de legitimidad, producto de los ajustados resultados de los comicios y de la estrategia que llevó adelante López Obrador al denunciar fraude, descalificar la elección e iniciar acciones de resistencia civil. En esa situación, el gobierno se vio compelido a establecer acuerdos y alianzas con distintas fuerzas políticas para garantizar la gobernabilidad y lograr que sus iniciativas y reformas fueran aprobadas en el Congreso. A diferencia de Fox, su antecesor, que mantuvo una relación eminentemente conflictiva con el poder legislativo, FC optó por una posición de apertura y diálogo con todos los partidos de la oposición para evitar la parálisis política (Crespo, 2012; Espinoza Toledo, 2013; Navarrete Vela, 2012). La negociación con actores estratégicos fue efectiva, especialmente durante los primeros tres años de gobierno, cuando el PRI se convirtió en un pilar de gobernabilidad y de los acuerdos legislativos (Espinoza Toledo, 2013). Esta apertura al diálogo no fue posible con el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido del Trabajo (PT) y Convergencia, que no reconocieron el triunfo del presidente ni su investidura como titular del ejecutivo federal. Por tal motivo, Juan Pablo Navarrete Vela (2012) afirma que la gestión calderonista no fue la de un gobierno “dividido” sino “compartido”, por la capacidad de lograr consensos a cambio de incentivos en el Congreso.
En ese contexto, la política que ocupó el centro de la escena fue la “guerra” contra el narcotráfico, en la que las fuerzas armadas se ocuparon de la seguridad interior y sustituyeron en diversas funciones a la policía. Algunos autores sostienen que esta decisión del presidente apuntaba a recuperar la legitimidad que no obtuvo en las urnas (Vázquez Moyers y Espino Sánchez, 2015). Lo cierto es que el incremento de la inseguridad por la reacción de las bandas de narcotraficantes tuvo un impacto negativo en la sociedad. A las dificultades surgidas por las políticas de seguridad, se sumó en 2009 una doble crisis: por un lado, económica, derivada de la crisis financiera global iniciada en Estados Unidos el año anterior, y por otro, sanitaria, producto de la epidemia de influenza A-H1N1. Las consecuencias de la guerra contra el narcotráfico y de la crisis económica incidieron negativamente en el gobierno y en los resultados que este obtuvo en las elecciones intermedias de aquel año. En dichos comicios el PRI alcanzó 36% de los votos y el PAN se ubicó en segundo lugar, con 28 por ciento.
Luego de las elecciones de medio término, el PRI inició la carrera por la candidatura presidencial y las relaciones del PAN con el poder legislativo pasaron a ser de estancamiento. Muchas de las reformas propuestas por el gobierno y aprobadas en el Senado pasaron a estar “congeladas” en la Cámara de Diputados, convirtiéndose FC en el “presidente de medias reformas” (Espinoza Toledo, 2013). En 2010, cuando se preparaban los festejos centenarios, la economía mejoró respecto del año anterior y creció 5.4%. Sin embargo, en la arena parlamentaria, el presidente no logró que el Congreso aprobara las dos reformas más importantes que había propuesto: la reforma política y la reforma laboral presentada en marzo de ese año.
Con ese trasfondo político, el discurso de FC buscó superar y encuadrar el conflicto con los partidos y las organizaciones civiles que se encontraban dentro de la legalidad. No obstante, hacia el final de su mandato, el gobierno se encontraba desgastado. En 2011, el crecimiento económico se desaceleró, generando una situación de “estancamiento con estabilidad” macroeconómica, mientras aumentaba la tasa de homicidios. Los efectos de la crisis, las consecuencias de la guerra contra el narcotráfico y la insuficiente democratización del régimen político fueron en desmedro de la imagen del presidente (Reveles Vázquez, 2012). La erosión del gobierno se expresó en las elecciones de 2012. Los resultados para la candidata del partido, Josefina Vázquez Mota, reflejaron la debacle al quedar en tercer lugar, con 25.41% de los votos, frente al candidato ganador del PRI, Enrique Peña Nieto, que obtuvo 38.21%, y a López Obrador, quien alcanzó 31.59% de los sufragios.
Los esfuerzos de FC por llevar adelante una estrategia de acuerdos durante toda su gestión no se explican sólo como una táctica política, sino que se inscribían, sin duda, en los principios liberales que formaban parte del PAN y que adscriben a una visión consensualista de la política. Para la tradición del liberalismo político, las sociedades son necesariamente plurales y, por eso, es preciso identificar una serie de normas y principios mínimos que puedan ser aceptados por los ciudadanos. Para lograr ese consenso es necesario remover de la agenda política los temas más disruptivos que pueden erosionar las bases de la cooperación social. La democracia debe, en esta concepción, minimizar los desacuerdos normativos entre los ciudadanos y no profundizar el conflicto (Rawls, 2005; Larmore, 1990, 1994; Holmes, 1995).
Ahora bien, como adelantamos en la introducción, en el PAN convivían en tensión la “rama del nuevo árbol liberal” con el catolicismo constitutivo del partido (Aguilar Rivera, 2013). Una tensión que ha sido objeto de debates dentro del campo historiográfico. Soledad Loaeza (1999) sostiene al respecto que, si bien desde sus inicios la doctrina partidaria estuvo inspirada en los principios sociales de la Iglesia católica, el panismo mantuvo -a diferencia de otros partidos cristianos de Latinoamérica- una ambigua relación con el componente doctrinal religioso. Los vínculos entre política y religión eran un problema de desacuerdo interno que dieron lugar a una tensión identitaria expresada en dos aspectos: el institucional, relacionado con el apego al régimen constitucional y a la democracia representativa y liberal, y el ideológico o doctrinal, marcado por una ambigua relación con el componente religioso (Loaeza, 2010). Pero los lazos entre ambos polos de la identidad no fueron los mismos a lo largo de la historia partidaria. El componente religioso se vio matizado a partir de 1965 por la influencia del Concilio Vaticano Segundo, cuando el PAN introdujo algunos cambios entre los que se destacaban las virtudes atribuidas al pluralismo político, la democracia y la autonomía del poder temporal (Loaeza, 2003). No obstante, Loaeza apunta que el partido no logró constituirse en una derecha secularizada, evolucionando hacia un partido confesional que en 1998 pasó a ser miembro completo de la organización internacional de la Democracia Cristiana.
Otros autores buscaron remarcar la influencia de las ideas y de los grupos liberales al interior del partido, presentando a FC como un heredero de esos sectores. Alonso Lujambio (2009), secretario de Educación Pública durante la presidencia de FC, rescató el perfil secular y liberal de Gómez Morín y de otros miembros del partido, y sostuvo que la religión no fue lo que movilizó la conducta política del fundador del PAN y de quienes lo apoyaron. Dichos sectores se habrían caracterizado por tener una visión secularizada de la política al sostener que el Estado no debía involucrarse en cuestiones religiosas que pertenecen al ámbito de lo privado. La tendencia se habría profundizado en el apoyo al pluralismo político presente en la doctrina partidaria desde 1965 y en las disputas con los miembros de Acción Católica, más ideológicos y doctrinarios.6
Se contraponen así dos visiones del panismo que lo acercan o alejan de la derecha del espectro político. En cualquier hipótesis, ya sea por la vía del componente católico o del componente pluralista liberal asignados al panismo, no hay una cosmovisión que haga del conflicto y de los antagonismos un principio articulador de la política. Y en este sentido, como aspiramos a demostrar a continuación, la valoración positiva del pluralismo y el intento por evitar el conflicto, principalmente con el PRI, permeó en la estrategia memorial llevada adelante por FC. Una estrategia que buscó pacificar el presente reconciliando el pasado, trazando puentes entre la “historia oficial” y la “historia conservadora”. Puentes que debían matizar la oposición que exhibió el panismo, desde su nacimiento, a las interpretaciones de la historia consagradas por el PRI, herederas de las representaciones del pasado elaboradas por los liberales en el siglo XIX, cuando la confrontación con las versiones conservadoras se desplegó en paralelo a las disputas políticas que enfrentaron a ambos grupos. Si bien contribuciones recientes revisan las estilizaciones cristalizadas en México en torno a una historia liberal y otra conservadora concebidas como monolíticas, y señalan los cruces y matices que atraviesan a los autores identificados con ambas tradiciones, lo cierto es que esas imágenes constituyen las versiones más difundidas en el espacio público sobre las disputas por el pasado (Rojas, 2014).
En esas estilizaciones, el siglo XIX se representa como un periodo sometido a fuertes controversias entre dos grandes perspectivas. Por un lado, estarían los liberales identificados con el mundo prehispánico como antecedente de la nación mexicana, con el repudio de la conquista y la colonización española como un momento desgraciado que fue vengado por la independencia, y con la adhesión al republicanismo, el federalismo y el combate contra los privilegios, especialmente los eclesiásticos. En relación con la independencia, los liberales celebraban el grito de Dolores de 1810 como el acontecimiento simbólico clave de la independencia y consideraban a Miguel Hidalgo como padre de la patria. Por otro lado, los conservadores estarían identificados con la reivindicación de la herencia colonial, con la interpretación de la independencia como el resultado de un proceso de crecimiento natural, con la defensa de España o la dependencia de alguna otra potencia, con el centralismo, la forma de gobierno monárquica y los intereses de las clases privilegiadas (Pérez Vejo, 2010). En relación con la independencia, los conservadores reivindicaban la entrada del Ejército Trigarante en la ciudad de México y elevaban la figura de Agustín de Iturbide como padre de la patria. Ambas genealogías se fueron completando y redefiniendo con los sucesos posteriores hasta confluir en la interpretación de los gobiernos revolucionarios del siglo XX, donde la historia nacional estaba jalonada por tres procesos virtuosos y ligados: la independencia, la reforma y la revolución de 1910, siendo el PRI el heredero de todos ellos (Garciadiego, 2012).
El PAN había disputado las perspectivas sobre el pasado en diversas oportunidades. A partir de la década de 1930 se ahondaron las batallas, con el resurgimiento de una historiografía conservadora esgrimida por los sectores de la derecha católica. La misma hundía sus raíces en los historiadores conservadores del siglo XIX, como Lucas Alamán, Niceto de Zamacois, Luis Gonzaga Cuevas y Francisco de Paula Arrangoiz, y retomaba el combate en el siglo XX con el objetivo de oponerse a las narrativas del Estado posrevolucionario. El clivaje era entonces entre la historia conservadora y la “historia oficial” o “historia liberal”. Los principales exponentes de la historiografía conservadora en el siglo XX fueron los sacerdotes Mariano Cuevas, Jesús García Gutiérrez y José Bravo Ugarte. La editorial JUS, vinculada al PAN y a Manuel Gómez Morín, era el principal espacio desde donde se difundían sus ideas. A pesar de su heterogeneidad, la historiografía conservadora compartía un mismo ideario como la defensa de la Iglesia frente a los masones, la reivindicación de una historia estrechamente unida a la acción de la Iglesia católica, la conquista, la colonia, la república conservadora y los cristeros. La defensa del hispanismo como fuente de la fe católica y del idioma era un punto clave en ese imaginario. A su vez, eran antirrevolucionarios y antiliberales y veían a Estados Unidos como fuente de la desunión de la nación. Los conservadores mexicanos no buscaban en la historia una “verdad científica” sino un insumo para las batallas ideológicas del presente.
La época de mayor actividad para la historiografía conservadora del siglo XX fue entre la década del cuarenta y principios de los setenta. Hubo un momento particularmente álgido en 1959, cuando el gobierno del PRI creó un libro de texto gratuito y obligatorio para todas las escuelas públicas y privadas en el que se uniformizaba la historia patria. La narrativa recuperaba el panteón de héroes establecido por Justo Sierra a finales del siglo XIX y la visión lineal de la reconciliación nacionalista (Loaeza, 1988). Esta medida recibió una enconada oposición por parte de la Iglesia y del PAN, que atacó la obligatoriedad de los libros y la imposición de un patrón cultural uniforme. La polémica, sin embargo, no se centraba tanto en el contenido de los libros, sino en lo que se consideraba una “violación de la libertad de enseñanza” por parte del régimen (Aguilar Rivera, 2004, p. 26). Esta corriente “conservadora beligerante” cesó su polémica con los principios del liberalismo luego del Concilio Vaticano II, cuando la Iglesia católica se abrió a la modernidad.
La crítica a los intentos por imponer una “historia oficial” fue retomada por diversos miembros del PAN. En un coloquio en la Academia Mexicana de la Historia sobre “La historia y los partidos políticos”, Germán Martínez Cázares asistió como representante de Acción Nacional y sostuvo: “No compartimos el simplismo de elevar a los altares patrios las gestas históricas o los oropeles oficiales, que mucho tiempo se dictaron desde el Estado” (Martínez Cázares, 2005-2006, p. 77). Y en uno de sus discursos, FC compartió públicamente la necesidad de dar una versión alternativa del pasado y mostró cierta voluntad de desmarcarse de las interpretaciones priistas: “Durante mucho tiempo hemos transmitido a nuestros hijos una historia de héroes y de villanos, de los buenos y los malos. Hoy sabemos que la realidad no es, precisamente, así. Hemos dado pasos importantes para superar una concepción maniquea de la historia y adentrarnos en interpretaciones que son producto de una investigación rigurosa y académica.”7
Pese a esta declaración, desde la presidencia, FC no eligió a la “historia oficial” como antagonista. Este gesto no pasó desapercibido en los círculos intelectuales mexicanos, donde se desató un largo debate en torno a la ruptura o continuidad con la vieja historia de bronce. Diversos autores vieron una contradicción en el hecho de que un presidente panista reprodujera las interpretaciones del pasado cristalizadas por el PRI. Para Javier Garciadiego (2012), al PAN le hubiera convenido ubicarse “como parte fundamental del más reciente eslabón del complejo proceso histórico mexicano, el del periodo de la transición a la democracia, en lugar de insistir en identificarse como parte de otra historia” (p. 361). Por su parte, Aguilar Rivera (2010) sostuvo que durante el gobierno panista “el camposanto patriótico” estuvo “en paz” y que “esto es notable sobre todo cuando el partido en el poder tuvo, en sus orígenes, una visión propia y distinta de la historia de México”. Este artículo fue respondido por Alonso Lujambio, secretario de Educación Pública, y Rafael Estrada Michel, para quienes Acción Nacional no tenía un “pleito con la Revolución de 1910, sino con sus interpretaciones -e implementaciones- de signo antidemocrático y estatista, lecturas que sumieron a la República, con diversa profundidad en distintos momentos, en un letargo autoritario” (Lujambio y Estrada Michel, 2010).
En este artículo buscamos mostrar que esta reticencia a abrir una batalla por el pasado no significó que FC haya reproducido sin variantes la historia oficial posrevolucionaria. Aunque no ofreció una narrativa alternativa, sus referencias no dejaron de trazar puentes con la historia patria conservadora de México. Lo que se registra en sus discursos es, precisamente, la tensión entre una historia oficial priista y una interpretación conservadora del pasado que no termina de emerger de forma explícita, pero de la que se observan ciertos rasgos y temáticas. FC armó una narrativa del pasado que no era la católica conservadora, pero que tampoco reproducía por completo la “historia de bronce” priista. Se trató de una “historia reconciliatoria” cuyo objetivo parecía ser introducir -de forma moderada y prudente- algunos elementos nuevos a la historia hegemónica. Para dar cuenta de este argumento, nos centraremos en el análisis de las representaciones del periodo de la independencia y de la revolución de 1910. La selección responde no sólo a la frecuencia con que el presidente recurrió a dichos momentos en sus discursos, sino a que ocuparon un lugar preponderante en los debates públicos por la memoria en los siglos XIX y XX.
LA MEMORIA DE LA INDEPENDENCIA
En relación con la memoria de la independencia, hay ciertos tópicos que podrían ser interpretados como innovaciones frente a la versión consagrada por el PRI, en especial cuando refiere al origen del proceso emancipatorio, al lugar que ocupó Miguel Hidalgo frente a José María Morelos y a la recuperación de la figura de Agustín de Iturbide.
Respecto de los orígenes de la independencia, FC adscribió simultáneamente a diversas interpretaciones sobre el tema. En la presentación del libro de Carlos Juárez Nieto, Conspiración y espacios de libertad, Valladolid 1809-Morelia 2009, retomó, en primer lugar, la hipótesis de que la independencia fue producto de la crisis de la monarquía de 1808, en consonancia con la periodización propuesta por las más recientes renovaciones historiográficas: “No puede entenderse la Conspiración de Valladolid y, desde luego, la Independencia Nacional misma, si no hay, primero, la circunstancia histórica que más motivaba la preocupación de los Conspiradores: la Invasión Napoleónica.”8 Pero inmediatamente después, el presidente sostenía que esto era sólo una vertiente del germen de la idea de independencia, puesto que había una causa mucho más profunda que “nace de las ideas […] de la Ilustración y del Humanismo Francés” presentes en los libros y aulas del Colegio Jesuita, el Colegio Tridentino y el Colegio de San Nicolás.9 Los jesuitas fueron presentados en numerosos discursos como quienes trajeron la “cultura liberadora”10 a Nueva España: “fueron los que trajeron desde Europa las tesis de Rousseau, las leyeron casi ocultos del Virrey y las difundieron profusamente aquí, en el seminario y, desde luego, en San Nicolás y en el propio Convento Jesuita y las ideas de libertad se expandieron por toda América”.11
El presidente conectaba las causas de la independencia con la presencia y posterior expulsión de los jesuitas en todo el orbe hispánico por orden del monarca español Carlos III, en 1767:
Las ideas del hombre, de la libertad y de los derechos, que en la cátedra y en la voz, primero de Francisco Javier Clavijero, de Alegre, expulsados por el Virrey […] pero que habían dejado ya su germen, su idea, su cimiente libertario en los jóvenes estudiantes de finales del Siglo XVIII, ahí en Valladolid. Y entre estos jóvenes estudiantes están, desde luego, ni más ni menos, no sólo los Conspiradores, estoy seguro, sino los propios próceres de la Independencia.12
La reinvención de los jesuitas como “ilustrados” y precursores de la independencia comenzó a perfilarse a partir de la década de 1830 y en esa tarea se destacó la figura del historiador Carlos María Bustamante, un ferviente católico y centralista que parte de la historiografía ubicó en el espectro ideológico conservador, pese a la defensa que siempre hizo de las libertades ciudadanas, y en particular de la libertad de prensa (Ávila, 2015). La imagen de los jesuitas, sin embargo, estuvo sometida a los vaivenes y expulsiones que sufrió la compañía durante los gobiernos liberales del siglo XIX y luego con la política de confrontación con la Iglesia de los gobiernos revolucionarios, hasta las reformas de finales del siglo XX que cerrarían la etapa en la que los jesuitas no gozaron del reconocimiento oficial por parte de los gobiernos mexicanos. Como indica Guillermo Zermeño (2015), en el marco de las polémicas que desató el papel de la compañía en la historia mexicana, bañadas por la intensificación del nacionalismo, “surgirá un discurso en el que los jesuitas aparecen como gestores o precursores de la independencia nacional y como portaestandartes de la ‘Ilustración católica’”, alimentando “la invención de la leyenda del criollismo ilustrado” que -según el autor- no sólo no será rebatida desde el sector liberal, sino profundizada (Zermeño, 2015, p. 1524). En ese discurso abrevó la versión que FC ofrecía respecto de los orígenes de la independencia.
Una segunda innovación reside en la diferenciación que hizo el presidente panista entre los héroes insurgentes. De Hidalgo rescataba diversos atributos como “su atrevimiento, su arrojo ante la descomunal fuerza de todo un reino hegemónico”13 y su propósito de “fundar una nueva sociedad sin servidumbres y sin castas”.14 No obstante, la reivindicación del cura de Dolores encontraba en la comparación con Morelos -resaltada reiteradas veces por FC15- un intersticio para subrayar dos estadios en el proceso de institucionalización del nuevo orden que se pretendía crear:
Si Hidalgo fue el iniciador popular, el que llamó a la insurrección, Morelos fue el líder político y militar. Si Hidalgo fue quien iniciara la enorme tarea de derribar el viejo régimen, Morelos inició la también titánica labor de diseñar y empezar a construir el nuevo régimen.16
Hay que decir, hay que recordar, también, que, a diferencia del Cura Hidalgo, Padre de la Patria, que básicamente rechazaba la intervención francesa en España y, consecuentemente, el dominio francés sobre estas tierras, y de ahí el llamado a la Independencia, el llamado de Morelos era a la Independencia, sí, pero para construir una nueva Nación, un nuevo Estado.17
De esta manera, el presidente etiquetaba a Hidalgo como el Padre de la Patria y a Morelos como Padre del Estado mexicano,18 por cuanto el segundo evocaba en su ideario al Estado y la nación mexicana, por congregar al Congreso y por promulgar la Constitución de Apatzingán, que sentó las bases estatalistas de la nación.19 La figura de Morelos habilitaba a resaltar la importancia de las instituciones por sobre la ruptura revolucionaria: “Morelos es probablemente el más grande de los hombres que dio la revolución de la Independencia; comprendía que la causa de la Independencia nacional requería un entramado institucional.”20 La preferencia de FC por Morelos ha sido destacada por Rodolfo Jiménez, miembro del equipo de discurso del presidente y encargado de escribir los discursos históricos:
Claramente Calderón se identificaba con Morelos. Veía a Morelos con una visión política, con una visión de cómo debe ser el Estado mexicano. Puede verse por la gran cantidad de eventos de Morelos en los que participó. El 5 de mayo que sucede en Puebla y al que va el presidente. O el aniversario de natalicio de Morelos, es una fecha que se festeja en Michoacán. El presidente nunca faltó a esas. Es el único presidente que ha ido el 30 de septiembre a festejar a Morelos a Michoacán.21
La distinción entre Hidalgo y Morelos también había sido planteada en el siglo XIX por Carlos María Bustamante, quien retrataba al primero como un héroe imperfecto y al segundo como un héroe integral que era mucho más que un caudillo militar porque estaba movido por la sensibilidad institucional. Según Antonio Annino, la figura de Morelos representó un punto de equilibrio entre Hidalgo e Iturbide y una síntesis entre catolicismo y republicanismo. Este punto de equilibrio, sostiene el autor, se quebró luego de la derrota en la guerra contra Estados Unidos en la década de 1840 y fue sustituido por el binomio Hidalgo-Iturbide que simbolizaba dos patrias irreconciliables entre liberales y conservadores (Annino y Rojas, 2008).
Desde esta perspectiva, se podría sostener que la recuperación que FC hacía de Morelos fue un intento por reeditar ese punto de equilibrio al que aspiraba Bustamante, como un modo de colocarse por encima de las disputas por el pasado que signaron las interpretaciones de la independencia: “El Generalísimo sabía que la causa de la Independencia necesitaba, además de los triunfos en el campo de batalla, nuevas instituciones y nuevas leyes, que estuviesen al servicio de los mexicanos y no al servicio de quienes los sometían y sojuzgaban.”22 A la vez, en ese punto de equilibro, el contraste entre los dos héroes insurgentes y el lugar que FC les asignaba en el pasado puede también leerse en su proyección respecto de los siglos XX y XXI. Por un lado, la exaltación de la institucionalidad estatal por sobre la ruptura revolucionaria permitía reubicar el papel de la revolución que el PRI había construido en su genealogía histórica; por el otro, la distinción entre la tarea de destruir un régimen y crear uno nuevo evocaba el papel que FC se atribuía a sí mismo respecto de Fox en el proceso de transición democrática: “Porque el éxito de la Independencia de México no fue sólo destruir el viejo régimen, sino que Morelos tuvo la visión, diseñó y construyó uno nuevo, que es la verdadera clave de las revoluciones en la historia.”23
Finalmente, el tercer tópico mencionado remite a la controvertida e incómoda figura de Iturbide en la memoria histórica mexicana. Tal como sostiene Alfredo Ávila (2010), quien fuera general de los ejércitos realistas y luego consumador de la independencia, representó un personaje difícil para la historia oficial del siglo XX, porque aun cuando no pertenecía a la galería de héroes de los liberales, no resultaba sencillo colocarlo junto a los contrarrevolucionarios o traidores a la patria. En esa dirección, si bien el gobierno del PAN no realizó una reivindicación abierta de Iturbide, sí lo trajo a la memoria de forma simbólica en diferentes ocasiones. Al respecto, Zárate Toscano (2007) ha mostrado las pervivencias de la memoria de Iturbide centrándose en la presencia física, material y virtual del culto a su figura, y cómo los gobiernos panistas retomaron dicha memoria. Tal como ha señalado Verdú Sánchez (2021), su presencia en los discursos de FC se corresponde siempre con un llamado a la unión de los mexicanos. El momento de consumación de la independencia era recordado por el presidente como una de “las fechas en que los mexicanos nos hemos puesto de acuerdo y salieron las cosas bien”.24 En la presentación del Programa de Actividades del Bicentenario de la Independencia y Centenario de la Revolución Mexicana convocó a los mexicanos y mexicanas de todos los grupos, partidos, regiones y religiones a que se mantengan unidos tal como lo hicieron los próceres del pasado:25
Un día como hoy, por cierto, de 1821, tuvo lugar un evento crucial que permitió a México alcanzar su Independencia. Se encontraron en Acatempan Vicente Guerrero, Jefe del Ejército Insurgente del Sur, e Iturbide, que comandaba a las Fuerzas Realistas, y se encontraron para hacer la paz. Guerrero e Iturbide habían sido enemigos acérrimos durante años, sin embargo, en ese momento ambos procuraban la Independencia de nuestra Nación. Sellaron su alianza con un abrazo, y de esta reconciliación nació el Ejército Trigarante que consumó la Independencia Nacional.
Ayer como hoy, la unidad de ideales, la unidad de propósitos, la unidad de acción es lo que ha permitido y permitirá a México superar sus enormes dificultades, por irreconciliables que parezcan las posiciones, por difíciles que parezcan los problemas, unidos los mexicanos hemos sido y seremos capaces de enfrentar y de sobreponernos a cualquier desafío.26
Si regresamos sobre los ejes señalados respecto de las interpretaciones que el presidente panista exhibió en torno al origen de la independencia, al contrapunto Hidalgo-Morelos y a la inclusión de Iturbide en la memoria conmemorativa, los tres casos ilustran el intento de FC por buscar un punto de equilibrio entre las interpretaciones liberales y conservadoras sin confrontar por ello, de manera explícita, con la historia de bronce priista. Una operación que resultó más compleja en el caso de la revolución mexicana, puesto que la misma constituye un mito fundacional del nacionalismo vernáculo y su memoria representó siempre un desafío para el PAN. A lo largo de su historia, el panismo se vio a sí mismo “como parte de una amplia corriente nacional que fue derrotada con la Revolución o la posrevolución y luego reprimida” (Loaeza, 2012, p. 399). FC, heredero de ese pasado, estuvo a cargo de la celebración del centenario de una revolución que no formaba parte de su tradición partidaria y que ponía en juego la identidad de sus orígenes y de sus luchas políticas.
LA MEMORIA DE LA REVOLUCIÓN
Las dificultades para procesar la memoria de 1910 no fueron ajenas a la íntima relación que se fraguó entre el nacionalismo, la revolución y el PRI, consolidada en los años cuarenta, cuando se elaboró un consenso ideológico en torno a la memoria revolucionaria. Charles Hale (1996) afirmaba que el proceso de “institucionalización de la revolución”, que convivió con el mito de la “continua revolución”, fue un legado siempre presente que era preciso proteger. En dicho consenso ideológico, la interpretación oficial de la revolución fue la de un proceso propagado por la elite política, donde no había lugar para las contradicciones internas, ya que todas las facciones que en ella participaron contribuyeron a la gloria nacional.
La revolución era pensada como popular, agraria y nacionalista, y como la vía única e indivisible que conducía a México a un futuro feliz y promisorio (Knight, 1989). Esta interpretación del pasado revolucionario, donde prevalecía una narrativa que distinguía héroes y villanos, se convirtió en el mito fundante del PRI. Al analizar los festejos del Sesquicentenario de la Independencia y el Cincuentenario de la Revolución, Virginia Guedea (2014) sostiene que la idea de revolución adoptó una multiplicidad de significados que se entrecruzaron: fue entendida al mismo tiempo como doctrina, como parteaguas de la historia de México, como proceso inconcluso y como orientadora de un rumbo a seguir.
Pero esta memoria oficial no se mantuvo invariable a lo largo del siglo XX. Durante la transición democrática, el nacionalismo priista entró en crisis y la revolución fue borrándose en los discursos de la transición y abandonando su condición de “memoria viva”. Para el momento de su centenario, la nostalgia que por ella y por sus valores había reactualizado el discurso público mexicano perdió la potencia de antaño (Allier Montaño y Hesles, 2010). La transición democrática marcó el fin de la era del consenso ideológico a la que se refería Hale, mientras el mito de la revolución se extinguía al calor de las reformas de la década de 1990 (Aguilar Rivera, 2004). Cabe preguntarse, entonces, si el proceso de extinción simbólica del nacionalismo revolucionario se manifestó en la conmemoración del Centenario de la Revolución Mexicana.
En tal dirección, y a contramano de la tendencia visible a lo largo de la transición, en los discursos de FC las menciones a la revolución fueron reiteradas,27 donde reivindicó su carácter fundacional al sostener que “colocó los cimientos del México moderno que hoy somos”28 y, a su vez, “la idea del México que queremos ser”.29 En la perspectiva del presidente, la revolución seguía marcando el pasado y el porvenir de México. Tomando distancia de lo que muchos sectores de la opinión pública esperaban durante el centenario, el gobierno del PAN no se presentó como ajeno a la tradición revolucionaria para postular que era “patrimonio histórico de todos los mexicanos” y no “de una facción” o “de un grupo”.30 A diferencia de la memoria del siglo XX que dividía a los panistas del régimen oficial, en el contexto conmemorativo la revolución oficiaba como prenda de unión: “Somos un mismo pueblo heredero de la Revolución, una misma generación obligada a conservar y a engrandecer ese legado”.31
Si nos detenemos en el panteón de héroes revolucionarios, FC los recordó como aquellos que “se alzaron para hacer de México un país justo e incluyente, un país democrático”.32 Los héroes más destacados estuvieron presentes en los discursos del presidente: Francisco Madero, Venustiano Carranza, Álvaro Obregón, Emiliano Zapata y Francisco Villa. No obstante, hubo diferentes énfasis en la recuperación de la memoria de cada uno de estos personajes. El más citado, y al que se le dio mayor importancia, fue Madero. Su figura le permitía al PAN traer al presente los valores revolucionarios y, al mismo tiempo, articularlos con una retórica democrática.
FC iniciaba todos los discursos en los que se conmemoró la revolución con una larga reivindicación de la figura de Madero. Dicho personaje habilitaba a trazar una ruptura con el porfiriato, y se justificaba que “tomara el camino de las armas” ante “la falta de respeto a los derechos ciudadanos por parte de la dictadura que dominaba al país”.33 Permitía, además, distinguir la trayectoria panista de la priista, al trazarse un paralelismo entre la revolución y la demanda de democracia que el PAN sostuvo frente al PRI durante largas décadas (Perochena, 2014-2015). Así lo expresaba FC en el discurso de 2010: “Madero […] mostró la fuerza de sus convicciones y principios, y demostró que los autoritarismos son, a fin de cuentas, débiles cuando gobiernan contra la voluntad […] y libertad de los ciudadanos”. El pasado reciente y más lejano se solapaba al afirmar que “todos los que en el Siglo XX lucharon en nuestro país desde diversas trincheras por la democracia, han sido de una alguna manera u otra, legatarios de Madero”.34 El presidente ubicaba al panismo y su gestión como el punto de llegada virtuoso de aquella revolución. El asesinato de Madero en 1913 representaría el momento de “derrape” o “patinazo” de la revolución que desembocaría, décadas después, con la transición a la democracia.35 Dos fechas, entonces, marcaron una tensión en la periodización reivindicada por el panismo. Mientras que en algunos discursos el desvío de la revolución se observa en 1913, en otros se reivindican acontecimientos posteriores como el momento constitucional de 1917.
La atención que mereció la cita de Madero en todos los discursos del 20 de noviembre contrasta con las más escuetas alusiones a Zapata, Carranza, Villa u Obregón. En el marco de esa desigual relevancia, Zapata ocupó un lugar más preeminente.36 FC afirmaba que el gobierno “tiene muy presentes y muy en alto los ideales de Emiliano Zapata” porque “sacar adelante a las familias que trabajan en el campo, es sacar adelante a México”.37 Las referencias se registran, especialmente, en discursos dirigidos a sectores campesinos, en los que el presidente reivindicaba el ideario zapatista de justicia y de “la tierra para quien la trabaja”.38 Un ideario que se hacía extensivo a los segmentos sociales más postergados y que debía continuar para “forjar una Nación más justa y más igualitaria para el hijo del campesino y para el hijo del obrero, para el hijo del indígena y para el del trabajador”.39 Con su evocación, el gobierno panista no sólo interpelaba el carácter democrático de la revolución, sino también su dimensión social: “En aquel México latifundista, las proclamas de Zapata fueron una de las cimientes más poderosas […] que convirtieron a la Revolución Mexicana y a la Constitución del 17, en la primera Revolución y en la primera Constitución social del Siglo XX.”40
En mucho menor medida fueron mencionados Francisco Villa, a quien se lo recordaba por “su anhelo justiciero”, y Venustiano Carranza por “su espíritu constitucionalista”.41 Álvaro Obregón sólo fue citado cuando se enumeraban los héroes revolucionarios, pero no se le dio una verdadera entidad en ninguno de los discursos ni se lo rememoró aludiendo a motivos específicos. Por último, el expresidente Lázaro Cárdenas ocupó un lugar de relevancia en los discursos de FC porque “tuvo la visión de convertir una situación de presión y de clara desventaja para los intereses de México, en la oportunidad de abrirle a nuestro país nuevos caminos de desarrollo al decretar la expropiación petrolera”.42 En diversas ocasiones reivindicó la expropiación petrolera a la que caracterizó como “uno de los actos más significativos que concreta la Revolución Mexicana”.43
Lo analizado hasta aquí da cuenta de que el panteón de héroes, en un principio, coincidió con el forjado en la historia oficial priista. Pero es oportuno destacar que, al igual que en la memoria de la independencia, FC buscó distinguir entre una “fase destructiva” de la revolución y una “fase constructiva” a la que definió como “la verdaderamente trascendente de la Revolución Mexicana”44 porque “no consiste sólo en destruir y derribar lo existente, sino en construir un orden nuevo, que busca ser mejor”.45 Al dividir la revolución en estas dos fases, el presidente incluyó dentro del panteón a José Vasconcelos, quien “se empeñó en hacer vigente el sufragio efectivo y, por lo mismo, realizó una campaña electoral para democratizar al país”,46 como asimismo a los “caudillos culturales de la Revolución”: Manuel Gómez Morin o Vicente Lombardo Toledano, Daniel Cosío Villegas o Miguel Palacios Macedo, Antonio Castro Leal, Alfonso Caso y Vázquez del Mercado.47
La tradición democrática era lo que para FC trazaba un puente entre el pasado revolucionario y el presente: “hay que pasar del sufragio efectivo de la Revolución de 1910, a la democracia efectiva del cambio en el 2010”.48 La asociación no era ajena a la coyuntura y estuvo relacionada con la reforma política que impulsó el panismo y que quedó bloqueada por la oposición. En la perspectiva presidencial, la reforma conduciría a la democracia efectiva, fortalecería la ciudadanía y permitiría superar la parálisis institucional. Al evocar a “la generación de audaces revolucionarios” de 1910 interpelaba a “la generación del Bicentenario” para ampliar las libertades e “impulsar cambios profundos y pacíficos para hacer de México un país más democrático y más justo”.49 En la misma línea se recordó la Constitución de 1917, cuyos principios, valores y postulados “continúan vigentes y permanecen inmutables”. No obstante, advertía el presidente, “también debemos reconocer que el actual diseño no permite generar todos los consensos que México necesita para poder resolver las necesidades de su gente”.50
La revolución se actualizaba como prenda de unidad, como una memoria que debía permitir tejer acuerdos para construir la “democracia efectiva”; una memoria que había que “preservar” sin congelarla en el pasado para poder ampliar e integrar nuevas conquistas. En esa operación, la narrativa buscaba aggiornarse al presente, sin desafiar la versión consagrada por el PRI.
EL PASADO EN EL PRESENTE: DEMOCRACIA Y LIBERALISMO.
En la continuidad y ausencia de una versión alternativa de la historia nacional diferente a la priista, FC buscó instalar un relato conciliador que estaba en sintonía con los desafíos políticos coyunturales que enfrentaba en su estrategia acuerdista, y con el componente liberal consensualista de su tradición partidaria, sin abandonar el componente conservador de sus orígenes. Clausurar las disputas por el pasado era un paso fundamental para pacificar el presente: “Somos ahora, por encima de nuestras naturales diferencias, una misma Nación, heredera de la insurgencia, la reforma y la revolución.”51
Los matices que presentó el relato presidencial sobre el pasado remiten, por un lado, a la reubicación de los mismos personajes históricos en temporalidades connotadas con diversos valores que confluían en la idea de democracia que el PAN procuraba exhibir, y, por el otro, a lo que esa misma temporalidad habilitaba a distinguir en términos de su trayectoria partidaria. Pero un aspecto relevante que signó la periodización de su narrativa es el paralelismo trazado entre los dos momentos fundacionales de la nación: 1810 y 1910. Como mencionamos, en ese paralelismo se evidencian dos fases, una destructiva y otra constructiva, que permiten repensar el modo en que FC procuró conciliar las versiones vigentes y cristalizadas sobre la historia. Una conciliación que se asentó en la fijación de una temporalidad común a las dos efemérides conmemoradas en 2010 que reordenaba en una línea convergente a los protagonistas y acontecimientos del pasado. Hidalgo, en la fase destructiva, era el padre de la patria por haberse propuesto fundar una sociedad mejor y más justa, como lo hicieron un siglo después los que llevaron adelante la revolución mexicana. En este caso, en la fase destructiva, Madero sobresale del resto por su vocación democrática a través de las vías legales. A esas respectivas fases destructivas le sucederían las constructivas, con Morelos y su vocación institucionalizadora del nuevo orden, y Vasconcelos por reivindicar la pureza de sufragio y con ella el pluralismo democrático. La temporalidad binaria y sucesiva que atravesaba a los dos momentos fundacionales de los mitos de los orígenes convergía con la reivindicación de la legalidad, las instituciones y la democracia.
Desde esta perspectiva, es oportuno regresar sobre la pregunta acerca de por qué el panismo no abrió la disputa por el pasado y evitó recurrir a las versiones de la historia conservadora para ofrecer una visión alternativa a la “historia oficial” priista. Como venimos adelantando, diversos autores esbozaron respuestas a la pregunta formulada. Para Luis Medina Peña (2009) existe una represión consciente y deliberada de los gobernantes, que se encontraron frente a la incómoda situación de pertenecer a una elite formada en una historia patria conservadora que debió dirigir un país formado en una historia patria liberal y revolucionaria. Para Aguilar Rivera (2010), si no se logró impulsar una historia conservadora fue más por abulia intelectual que por conformismo ideológico, habida cuenta que los miembros del PAN no conocerían una versión conservadora de la historia de México. Carrillo Luvianos (2010) también intenta responder a la cuestión de la continuidad, pero basándose en la liturgia y ritualidad de los festejos conmemorativos. Según el autor, tres fueron los motivos por los cuales los gobernantes panistas no impusieron una nueva ritualidad. El primero es que existió continuidad en términos económicos y políticos entre los gobiernos del PRI y del PAN. El segundo se refiere a la ausencia de figuras, dentro de la tradición histórica panista, que pudieran transformarse en íconos de veneración nacional. El tercero postula que el PRI habría obstaculizado el desmantelamiento y creación de una nueva liturgia porque hubiera perdido parte de su legitimidad y porque cualquier reinvención de la tradición convertiría al partido que hegemonizó la política en el siglo XX en el antagonista y obstáculo principal para alcanzar la democracia.
La hipótesis que sostenemos recoge estos argumentos y plantea -a la luz del análisis desarrollado- que la renuncia a disputar el pasado se explica, al menos, en dos dimensiones. La primera remite al grado de aceptación que podían alcanzar las interpretaciones históricas disponibles en la opinión pública; la segunda, a las modalidades que adoptó el gobierno para lidiar con el conflicto político en el presente. Ambas estuvieron estrechamente ligadas y en ellas se combinaron diversas variables.
Respecto de la primera dimensión, tal como plantean varios de los autores citados, la historiografía conservadora no gozaba de prestigio en una sociedad que había sido educada en una historia patria liberal. Más allá de las estrategias políticas conciliadoras que FC se impuso para compensar su ajustada legitimidad electoral y sus disputas en el interior del propio partido, el hecho de no haber apelado a alguna de las versiones conservadoras de la historia que formaban parte de la trayectoria del PAN se explicaría por el costo político y cultural que podría haber desatado la operación de revisar el pasado. Un costo que se había puesto en evidencia, cuando en la década de 1990 salieron a la luz nuevos libros de textos oficiales y gratuitos para ser utilizados en las escuelas públicas y privadas de nivel básico. Como sucedió a finales de los años cincuenta, con la imposición del PRI de un libro de texto que desató la airada oposición del PAN, en este caso los nuevos textos generaron una violenta reacción en la opinión pública. Pero a diferencia de lo ocurrido a mediados del siglo XX, las narrativas elaboradas en los noventa estuvieron a cargo de historiadores profesionales que participaban de la renovación del campo producida en esos años. La reacción no se concentró -como en el pasado- en el intento de uniformizar un relato sin contemplar la pluralidad de visiones alternativas, sino que apuntó, básicamente, a “la modificación del universo simbólico en el cual había estado sumergida la historia patria mexicana”, según afirma Aguilar Rivera (2004). Quienes se oponían a la interpretación “revisionista” de los libros de texto sostenían que “herían” el pasado histórico e iban en “contra de la nacionalidad”. El autor demuestra que los impugnadores consideraban que “los nuevos libros revalorizaban a Iturbide y el porfiriato, minimizaban el magonismo, el zapatismo y el villismo, exaltaban el callismo, hacían una apología del alamanismo, justificaban la política imperialista de Estados Unidos y sobreestimaban el papel de los grandes gobernantes y caudillos” (Aguilar Rivera, 2004, p. 23). Se trató, pues, de un momento álgido en las batallas por la historia que se reveló infructuoso para quienes aspiraban a remover los cimientos de los mitos fundacionales. Los libros, finalmente, no fueron distribuidos, y en 1994 se lanzó una versión que eliminaba los puntos polémicos. La experiencia mostraba las dificultades que podían generarse si se abría la disputa por el pasado durante el (Bi)Centenario.
En la segunda dimensión, referida al propósito de generar una política de negociación y reconciliación con el resto de las fuerzas políticas en el presente en un contexto de guerra con el narcotráfico, FC hizo un uso político del pasado integrador. FC buscó conciliar la historia de bronce con algunos matices retomados de una historia conservadora. Esta narrativa, que no reproducía la historia de bronce, pero tampoco era la historia conservadora, se entiende a la luz de una estrategia política coyuntural y de la identidad política liberal del presidente. Al respecto, el abogado e investigador jurídico Rafael Estrada Michel, cercano a Alonso Lujambio, explicó en una entrevista: “Alonso Lujambio tenía claro, como Secretario de Educación Pública, que había que abrir espacios a una visión alternativa historiográfica diferente a la del régimen del PRI. El presidente Calderón sostenía que se podía hacer, pero gradualmente y con mucha prudencia para no enajenar los apoyos precarios que se tenían en el Congreso y la Suprema Corte.”52
En esa dirección, sus discursos e iniciativas memoriales se fraguaron en el constante llamado a la unidad de los mexicanos. En un discurso ofrecido frente al mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional, el presidente pidió “que el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución no sean más en el mural confrontación y desencuentro, sino espacio vivo, concreto y luminoso de unidad y de solidaridad entre los mexicanos”.53 El énfasis en la unidad, en un contexto de debilidad legislativa y de guerra con el crimen organizado, era, por un lado, una estrategia política en relación con los conflictos presentes, y a su vez, un intento por lograr consensos propios de la tradición liberal en la que abrevaba el presidente.
Estos objetivos no implicaron, como hemos visto para el caso de la independencia, replicar sin matices la “historia oficial” priista, sino que operó buscando un punto de equilibrio entre la tradición liberal y la conservadora. La recurrencia de FC a interpretación de Carlos María Bustamente revelaba este intento de evadir la disputa por el pasado saliendo del laberinto por arriba para convocar a la unión de los mexicanos:
Hace 200 años, el insurgente Carlos María Bustamante, hacía la siguiente reflexión:
“El tiempo hizo ver que sólo por medio de la unión podíamos conseguir el anhelado bien de la independencia, y cuando estuvimos desunidos sólo conseguimos destrozarnos infructuosamente.”
Yo invito a todos los ciudadanos, a todas las autoridades de los tres órdenes de Gobierno, sin importar filiaciones partidistas, a que trabajemos unidos en un solo frente para recuperar y conservar nuestros recursos naturales y para devolverle a esta ciudad el aire limpio, la tierra limpia, el agua limpia que merecen quienes en ella habitamos.54
La convocatoria a la unidad en el presente y a la reconciliación de los mexicanos con su pasado debía, así, “preservar la libertad conseguida por los insurgentes”, y respetar la “pluralidad, que nada ni nadie puede vulnerar”.55 La moderación y escasa intensidad que exhibió el presidente panista en los usos políticos del pasado se inscribió en el intento de articular la historia mexicana con las interpelaciones liberales y democráticas del presente. En contraposición a otros líderes latinoamericanos contemporáneos, ubicados en el espectro político de las nuevas izquierdas de sesgo populista, Calderón no apeló a la historia como un potente instrumento de legitimación en el arte de gobernar. Por el contrario, evitó polarizar tanto sobre el pasado como sobre el presente, tomando distancia de las operaciones memoriales agonistas que desplegaron algunos de los presidentes de la región que estuvieron a cargo de las conmemoraciones bicentanarias en sus respectivos países (Perochena, 2022). Lejos de capitalizar y someter las divisiones existentes en la arena política al gran Tribunal de la Historia, el presidente panista optó por otro repertorio:
La conmemoración del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución en el 2010 serán motivo de fiesta, serán motivo de alegría y de orgullo para todos. Nos unirá el sentir nacional, aquel sentir que señalara Renán en su tiempo: el tener glorias comunes en el pasado, una voluntad común en el presente; el haber hecho juntos grandes cosas y querer hacer otras más. La existencia de la Nación es un plebiscito cotidiano.56
Ernst Renán fue citado en más de un discurso de FC. En esta cita recuperaba el eslogan más difundido del clásico autor francés, pronunciado en su célebre conferencia de 1882 en la Sorbona, titulada ¿Qué es la nación?: la nación es un principio espiritual que se expresa en un plebiscito cotidiano. Y aunque el presidente no explicitara otra de las frases más conocidas de Renan (1882), su espíritu subtendía los mensajes que buscaba transmitir: “la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan olvidado muchas cosas”. El entrelazamiento de memoria y olvido estuvo en la base del punto de equilibrio que FC buscó expresar cuando aludía al pasado y traía las controvertidas memorias al presente. Un lazo que define la forma de concebir el vínculo entre historia y política. Olvidar o borrar las diferencias que atravesaron históricamente a México implicaba crear una memoria común que, en nombre de la nación, restituyera la unidad del cuerpo político.