INTRODUCCIÓN
Andrea y Natalia son oriundas de la ciudad de Santa Fe, Argentina, y se mudaron -Natalia primero, Andrea un poco después- a Rosario (a 175 km de su localidad natal), hacia finales de la década de 1980, para iniciar sus carreras universitarias. Se conocían desde adolescentes y habían compartido militancia cuando cursaban la escuela secundaria, en la organización del centro de estudiantes, con la vuelta de la democracia.1 Cuando llegaron a Rosario, sus trayectorias militantes se disgregaron levemente: en 1987, Andrea ingresó al Movimiento de Liberación Homosexual (MLH), mientras que Natalia fue una de las primeras mujeres lesbianas en acercarse a militar al recientemente creado Colectivo Arco Iris (CAI), en 1994. Es a partir de los testimonios de estas dos mujeres que en este trabajo nos proponemos reflexionar sobre la participación lésbica en el movimiento LGBT de Rosario.
El objetivo es explicar la invisibilización y la subordinación de las lesbianas a partir de la hipótesis de que estas podrían fundarse, por un lado, en el peso de las estructuras de dominación heterocispatriarcales y, por otro lado, en el orden de prioridades de las reivindicaciones de las diferentes identidades al interior del colectivo LGBT. Las demandas específicas de las mujeres lesbianas -lo que llamamos agenda lésbica- quedaron desdibujadas ante urgencias coyunturales, tales como la crisis del VIH a finales de la década de 1980, que afectó mayormente a los varones gays, y la violencia institucional hacia las identidades travestis-trans, que se exacerbó durante la década de 1990. Estos aspectos forman parte de lo que llamamos subordinación externa, que se desarrolla de forma concomitante a lo que denominamos subordinación interna, proceso por el que muchas mujeres relegaron sus demandas para cuidar, ayudar y sostener a los(as) compañeros(as), actitudes que se explican por las formas en las que las mujeres somos socializadas en función de los estereotipos de género que reproducen la estructura de dominación material y afectiva.
La pregunta inicial que motivó esta indagación se desprendió de un comentario que hizo Andrea cuando la entrevistamos: “Del colectivo, la lesbiana siempre era la hermana menor.” ¿Qué quería decir?, ¿por qué lo afirmaba terminantemente? De hecho, en otro momento de la entrevista, volvió sobre la misma idea, pero con otras palabras: “la cuestión del lesbianismo fue la hermana pobre dentro de las organizaciones”.2 Esos primeros interrogantes pudieron complejizarse y desplegarse en otros, fundamentalmente a partir de las pistas que nuestras entrevistadas y entrevistados3 fueron brindando a través de sus testimonios. Al interior del movimiento LGBT, ¿existían tensiones entre las distintas identidades?, ¿cuáles eran?, ¿cómo funcionaban los estereotipos de género?, ¿cuál era la gravitación de la problemática de la visibilidad lésbica?, ¿cómo se sentían las lesbianas frente a esto? Para intentar responder a estas preguntas, nos remitiremos a la perspectiva de análisis del giro afectivo entendido como “un campo de experimentación teórico-reflexiva donde conviven indagaciones y exploraciones de cuño feminista y queer en las que se expresa la relevancia política de los afectos y emociones en la vida pública” (Dahbar y Mattio, 2020, p. 1). Conforme con el objeto de estudio y las hipótesis de este trabajo, adscribimos a este universo de reflexiones en tanto el giro afectivo, “se trata también de conceptualizar la capacidad para afectar y ser afectado” (Macón y Solana, 2015, p. 16). En este sentido, intentaremos dar cuenta de las formas en las que las estructuras de dominación heterocispatriarcales se replicaron al interior del movimiento LGBT rosarino, indagando particularmente en cómo se vieron afectadas las mujeres lesbianas.
En Argentina no han corrido ríos de tinta que den cuenta de su historia lésbica y esta siempre fue abordada de forma subsidiaria a, o incluida en, la historia gay. Tal como señala Florencia Gemetro (2009), la producción nacional “es exigua y, más allá de valiosas excepciones que proporcionan entidad al lesbianismo [...] la mayoría de las investigaciones aún hoy se encuentran enmarcadas en el estudio de la homosexualidad masculina [a partir de un enfoque de] [...] los problemas, los objetivos y los interrogantes [que] pertenecen a la comunidad gay” (p. 9).
Si seguimos a Simonetto (2018), podemos reparar en el hecho de que la primacía de las experiencias masculinas en los análisis históricos se debe a que la disponibilidad de fuentes sobre lesbianismo es menor en relación con las de homosexualidad, aunque no podemos desconocer la potencia del sesgo androcéntrico que ha atravesado a la historiografía desde la modernidad. Quizá la punta de lanza en exhumar una historia lésbica en Argentina fue No soy un bombero, pero tampoco ando con puntillas: lesbianas en Argentina, 1930-1976, de Alejandra Sardá y Silvana Hernando (2021), un trabajo que proviene del campo militante, con una clara orientación memorialística, que tiene el afán de recuperar las experiencias lésbicas de mediados del siglo XX. En efecto, los trabajos sobre archivos y memorias lésbicas son los que más han proliferado en los últimos años (Cano, 2017; Malnis, 2023; Nuñez Lodwick, 2021). De extracción propiamente académica, a nivel nacional contamos con trabajos acerca de los discursos que sobre lesbianismo desarrolló el campo médico argentino entre 1940 y 1950 (Ramacciotti y Valobra, 2014); sobre las experiencias colectivas, los comportamientos y las representaciones de mujeres que deseaban a otras mujeres durante la primera mitad del siglo XX (Figari y Gemetro, 2009) y la participación de lesbianas en las organizaciones feministas y sexo-disidentes de la década de 1970 (Benavente y Gentile, 2013). Desde una óptica latinoamericana, sin ser exhaustivas, encontramos análisis sobre las formas contemporáneas de relaciones lésbicas en perspectiva comparada (entre Argentina y Brasil) en las primeras décadas del siglo XXI (Lacombe, 2016) y sobre la situación social, organizativa y legal de las lesbianas en estas latitudes (Sardá, Posa y Villalba Morales, 2006). Para la ciudad de Rosario se cumple lo indicado por Gemetro (2009), según repusimos más arriba: lo lésbico queda subsumido a lo gay (Lovagnini, 2019; Sívori, 2005).
Nuestro horizonte de indagación está marcado por el giro afectivo que no constituye una corriente teórica en sí misma ni reviste homogeneidad (Abramowski y Canevaro, 2017). La bibliografía sobre esta perspectiva indica que existen fundamentalmente dos vertientes de abordaje: por un lado, la que se ocupa de dar cuenta del vínculo que establece el historiador o la historiadora con el pasado y, por otro lado, la que problematiza las emociones del pasado como objeto de estudio (Macón y Solana, 2015). Este trabajo se inscribe en el segundo de estos enfoques en tanto que, entendemos, las emociones son prácticas sociales y culturales cuyo análisis es capaz de dar cuenta del lazo social (Macón y Solana, 2015), por lo que merecen ser estudiadas en sus modulaciones a través del tiempo. En palabras de Abramowski y Canevaro (2017):
Decidimos interrogarlos [a los afectos] porque suponemos que las variables afectivas y emocionales tienen cualidades y una potencialidad que permiten discernir -tal vez no más y mejor, pero sí de manera diferente- ciertas realidades [...] [P]restar atención a los afectos muchas veces ayuda a advertir qué sostiene a los sujetos en determinadas posiciones o lugares, qué los adhiere [...], vincula o junta. En este sentido, a partir de los afectos pueden pensarse intenciones e intensidades así como revisitar la categoría de agencia, no solo desde la acción sino también desde la inacción (p. 16).
Además, es necesario indicar que existen dos planteamientos diferentes en el marco del giro afectivo: por un lado, encontramos lo sostenido por Brian Massumi, para quien los afectos pueden impulsar o bloquear la acción política, teniendo en sí mismos potencial emancipatorio; mientras que, por otro lado, aparece Sara Ahmed -representante de la llamada teoría crítica del giro afectivo-, para quien ningún afecto es por sí mismo ni opresor ni emancipador (Macón, 2013). Esta perspectiva sostiene que no existen “afectos positivos y afectos negativos, sino que su positividad o negatividad, en todo caso, recaen sobre el aumento o la obstaculización de la capacidad de actuar y de pensar en la circunstancia de la afección. La predeterminación de unos afectos como buenos y otros como malos (negativo-positivo) no puede darse sino en el contexto de una moral” (Losiggio, 2017, p. 51).
Por motivos de espacio y de pertinencia problemática, no nos detendremos aquí en cuestiones de orden conceptual: haremos uso indistinto de los términos “colectivo”, “comunidad” y “movimiento” (con minúsculas) por razones pragmáticas, a sabiendas de que, en un análisis más exhaustivo, quedaría en evidencia que no son lo mismo. En un sentido similar, se utiliza la sigla “corta” LGBT (lesbianas, gays, bisexuales y travestis) en tanto se trataba de las identidades sexo-disidentes que, en ese contexto, eran pensables y visibles -aunque con ciertos límites, claro-. De todos modos, es necesario aclarar que la categoría de autorreferencia común para estas identidades en los años ochenta e inicios de los noventa era “gay” u “homosexuales”. A partir de 1992, con la primera marcha del orgullo gay-lésbico en Argentina como hito, se producirá paulatinamente una diferenciación de las identidades sexo-disidentes, a la par de la creciente politización del colectivo junto al aumento en la cantidad de militantes.
Desde estas premisas, entonces, y en el cruce con la historia oral interesa indagar sobre la participación lésbica en el movimiento LGBT de Rosario. Para ello, apelamos a fuentes escritas -materiales producidos por diversas organizaciones y documentos- y realizamos cuatro entrevistas orales. Huelga decir que las historias del MLH y del CAI fueron reconstruidas mayormente a través de los testimonios de los varones gays, quienes declararon cosas como que “[la disolución del MLH] fue un golpe de las tortas”4, idea que puede derivar en falsos sentidos comunes, tales como, respecto al CAI, que “las lesbianas no milita[ba]n mucho”5. Es en este sentido que, haciéndonos eco de lo que sostiene Fauzi Alfaro Andonie (2021), no recogimos los testimonios de quienes ocuparon lugares dirigenciales ya que “bajo esta práctica se refuerza la visión de que hay lugares ‘en los que ocurre la historiaʼ y sujetos que ‘hacen historiaʼ”, mientras que los actores y actrices de base serían percibidos “como sujetos ahistóricos, que estuvieron al margen de los procesos que definieron el devenir de las sociedades y por lo cual sus testimonios no aportarían al quehacer historiográfico” (p. 19). Sin negar la gravitación que para la investigación histórica tiene el acceso a quienes llamamos informantes clave, consideramos importante dar cuenta de esta perspectiva en tanto muchas veces son los(as) mismos(as) entrevistados(as) quienes se escudan bajo las premisas de “no sé qué te puedo decir yo de esto” o “seguramente mengano(a) te va a poder contar más cosas”. Por otro lado, aunque en el mismo sentido, interesa señalar que los varones gays son quienes detentan hoy, en términos de Traverso (2007), las memorias fuertes -que pueden ser pensadas como las oficiales o hegemónicas-, mientras que las memorias lesbianas serían las débiles, es decir las ocultas, reprimidas y/o subordinadas. Así, nos preguntamos con Cano (2017): “¿Pueden nuestras memorias [lesbianas] constituir ejercicios de resistencia frente a las políticas hegemónicas de la (auto)representación?” (p. 12). Con este trabajo, entonces, pretendemos contribuir a la perspectiva de que la historia no tiene un centro y que es posible contrastar con las visiones más oficiales (Traverso, 2007) a partir de la indagación desde nuevas u otras voces.
A continuación, en primer lugar, presentamos las dos organizaciones que agruparon a las sexo-disidencias en Rosario: el MLH y el CAI. Luego, recuperamos el pulso de las subjetividades lesbianas a partir de un problema que aparece sistemáticamente en los testimonios: el de la visibilidad lésbica. Finalmente, esperamos reponer parte de las tramas de las relaciones, acuerdos y conflictos entre varones y mujeres al interior del movimiento LGBT rosarino. Nuestra aspiración de fondo es contribuir al desarrollo de una historia lésbica, en general, y de anclaje local-regional, en particular, que abone a una historia queer verdaderamente federal, que reconozca la agencia militante de las disidencias sexuales en todo el país y problematice la centralidad que históricamente la producción académica le otorgó a Buenos Aires.
LAS PRIMERAS ORGANIZACIONES DEL MOVIMIENTO LGBT ROSARINO: EL MLH Y EL CAI
El MLH6 se formó en 1984 y se mantuvo en actividad hasta mediados de 1989. En principio, fue una agrupación de varones gays a quienes, hacia 1987, se sumaron mujeres lesbianas. Se planteó como una agrupación que trabajaba contra la discriminación y por la defensa de los derechos de los homosexuales, en el marco de la retórica general de los derechos humanos, marcada por el clima de época de la transición democrática.7 Sin embargo, con la crisis del VIH-sida, sus objetivos y preocupaciones se transformaron de forma obligada: fue esta pandemia la que comenzó a marcar la agenda del Movimiento y las acciones llevadas a cabo al respecto parecen haberle otorgado, hacia adentro, un nuevo motivo de existencia y, hacia afuera, una presencia pública de la que hasta entonces carecía (Restovich y Kresic, 2023). Según Theumer (2019), en sus orígenes, el MLH tenía una estructura cerrada y de tipo verticalista, característica que cambió a principios de 1988, cuando se logró cierta democratización en la dirección y en la toma de decisiones. También, aunque no sin disputas, se aceptó la inclusión y aceptación de la participación de travestis. Sin embargo, esta apertura y democratización parecen haber sido un punto de ruptura para el Movimiento, en tanto dejó expuesto el trasfondo de conflictos en torno a cómo debía conducirse la agrupación, qué identidades sexuales debían representarse y/o incluirse en la lucha contra la discriminación, a quienes tenían que apuntar las campañas de prevención del VIH-sida, entre otros. Los testimonios de varones gays citados por Theumer (2019) indican que fue la llegada de las mujeres lo que expuso las debilidades de la agrupación (p. 209). La disolución del MLH tuvo múltiples causas, entre ellas la falta de recursos económicos para mantener el local, desacuerdos sobre el orden de prioridades de los reclamos del Movimiento y cómo atender la cuestión del VIH-sida. Al respecto, es importante resaltar el hecho de que muchos(as) militantes del MLH pasaron a formar parte del Centro de Estudios para la Prevención y Asistencia al SIDA (CEPAS) y/o de Voluntarios contra el sida.8 En efecto, fue la pandemia la que, para Andrea, puso en jaque al Movimiento: “ahí en esa reconversión [al CEPAS] me parece que dejamos el cuero y también perdimos el entusiasmo por militar sobre cuestiones que sí nos interesaban… es como que ahí empezamos a militar VIH como un compromiso moral”.9 La crisis del VIH-sida se presentó como un momento de desánimo y abatimiento que podemos interpretar en un doble sentido: por un lado, aumentó la capacidad de actuar en tanto los y las militantes se organizaron para asistir a las personas que vivían con VIH; pero, por otro lado, para las mujeres lesbianas, en particular significó resignar sus reivindicaciones ya que, aunque el virus no tenía la misma incidencia en ellas que en los varones gays y las travestis, comenzaron a dedicar todo su tiempo militante en acciones de prevención, asistencia y cuidado. Si seguimos el planteamiento de Daniela Losiggio (2017) -según el cual son los contextos los que colorean de positividad o negatividad a las emociones-, podemos decir que la crisis del VIH-sida tuvo un cariz constructivo en relación con la consolidación de las redes de militancia y de amistad, a pesar de su carácter esencialmente trágico, considerando no únicamente la gran cantidad de muertes que produjo, sino también la enorme carga de estigmatización que tuvo en los primeros años de la pandemia.
Por su parte, el CAI se conformó en 1994 y se mantuvo como referente de la comunidad LGBT rosarina hasta 1999. A diferencia del MLH, en el CAI se dio la forma de organización no gubernamental que se proponía luchar contra el VIH-sida, contra la discriminación en todas sus formas y por los derechos de la “gente gay” (Cocciarini, 2019). Si bien la conformación del CAI fue alentada por varones gay, rápidamente se fueron incorporando mujeres lesbianas, por lo que pasó a definirse como organización gay-lésbica. Respecto del VIH-sida, llevó adelante programas de prevención, información, educación y promulgación de políticas de no discriminación, contando para ello con la colaboración de médicos(as) y abogados(as). Por otro lado, también plantearon reivindicaciones de orden más general, tales como el respeto a la sexualidad, la igualdad de derechos, la lucha por la dignidad humana, entre otros. También propiciaron espacios para reflexionar y trabajar sobre familias homoparentales, transexualidad, unión de parejas y leyes antidiscriminatorias, entre otras cuestiones, cuando organizaron, por ejemplo, el 1er. Encuentro Nacional de Minorías Sexuales, en abril de 1996. Hacia finales de 1998, los problemas internos y la crisis económica que atravesaba el país hicieron que el CAI, primera asociación civil en conseguir personería jurídica en Rosario, cerrara sus puertas en 1999 (Cocciarini, 2019).
“NI SIQUIERA SE NOMBRABAN COMO LESBIANAS (...) DECÍAN ‘LAS DEL GREMIOʼ”10
En estos términos, Andrea11 planteaba uno de los que aparecían como los principales problemas de las mujeres lesbianas: reconocerse a sí mismas y visibilizarse como tales. Para Andrea, “lo que había de parte de las lesbianas acá, tratando con las más grandes -nosotras éramos chicas- [era que] ellas no querían saber nada. Estaban absolutamente desinteresadas en politizarse, en visibilizarse, en dar pelea. Ni siquiera se nombraban como lesbianas, se nombraban como homosexuales o como gay.”12 Tal como indica Florencia Gemetro (2009) “[n]o fue sino hasta finales de los ochenta que comenzó a extenderse el uso de la palabra lesbiana entre las activistas locales como una estrategia política de autodeterminación” (p. 6). Respecto al testimonio de Andrea resaltamos, en primer lugar, el hiato generacional que ella reconoce entre las lesbianas más grandes y las chicas. Entendemos que esto puede ser interpretado a la luz de la primavera democrática que significaron los años 1980 en Argentina, en los que la política -en el más amplio de sus sentidos- recobró centralidad y productividad social, por lo que politizarse, organizarse y dar pelea (re)aparecieron como valores. En segundo lugar, aunque respecto a lo recién señalado, aparece un problema anterior a la politización y organización: el reconocerse, nombrarse y visibilizarse lesbianas. En palabras de Natalia,13 “si vos ni siquiera te identificas como lesbiana, ¿qué podés militar o qué podés pedir políticamente o a nivel de derechos? Entonces [la visibilización] era necesariamente el primer paso”.14 Desde la perspectiva de Andrea y Natalia, entonces, visibilizarse era una decisión política que podía tener consecuencias que no todas estaban dispuestas a afrontar.
En esta línea, el análisis de la autoinvisibilización no puede perder de vista el contexto de persecución y estigmatización que vivían todas las sexualidades disidentes en este momento: “la gente vivía mucho con una situación de culpa y poca aceptación de su orientación. ¿Por qué? Porque se daban los golpazos con la familia y con los laburos, o sea, no era por una persecuta15 así loca, era porque las condiciones estructurales eran muy otras.”16 El testimonio remite a los riesgos del coming-out en el contexto bajo estudio: la culpa y el miedo -al rechazo, a la soledad- fueron emociones inherentes a las vidas de las sexo-disidencias en este momento. Si coincidimos con Massal, Cante y González (2019), quienes afirman que las emociones que se desprenden de las relaciones sociales desempeñan un papel central en la toma de conciencia y en la participación política para la eficacia de la movilización y el fomento de la identidad colectiva de un grupo, huelga decir que, ante el panorama recién descrito, los lazos construidos en el marco de las grupalidades fueron fundamentales para reconfigurar los afectos y emociones generados en torno al coming-out.
En el camino a nombrarse y visibilizarse lesbianas, nuestras entrevistadas recuerdan como un hito crucial el 4° Encuentro Nacional de Mujeres (ENM)17 celebrado en Rosario en 1989. La portada de la publicación de las conclusiones del ENM estaba ilustrada con un dibujo en el que aparecían diversas figuras femeninas con carteles en alto en los que se nombraban a las mujeres que, entendemos, habían formado parte del ENM: amas de casa, trabajadoras, sindicalistas, tercera edad, estudiantes y “simplemente mujeres”. Aunque las lesbianas no eran nombradas aquí, fue en el espacio del “Taller de Sexualidad” donde por primera vez se abordó como tema el “lesbianismo y homosexualidad”, junto a otros como la educación sexual y la sexualidad como derecho humano:
Fue en el ’89, hubo el primer encuentro que se hace en Rosario de los Encuentros Nacionales de Mujeres, que estábamos en [la Facultad de] Ingeniería, me acuerdo. Yo fui, no existía el Taller de Lesbianismo y existió el Taller de Sexualidad. Ahí va Ilse Fulskova, está en ese taller y me acuerdo que habló… Y después, yo no sé si fue después de ese o uno o dos años después, empiezan por reclamo de las lesbianas, a haber talleres de lesbianismo dentro del Encuentro…18
En las conclusiones del taller se podía leer que “el lesbianismo no es una enfermedad ni una perversión, sino una opción sexual y una forma de vida válida y digna”,19 mientras que entre las propuestas se consideraron cuestiones tales como “denunciar el ocultamiento y las relaciones de poder que impidan a las mujeres lesbianas y homosexuales la tenencia de sus hijos y su derecho a mostrarse abrazadas o a expresar ternura en público” y “aceptar las variantes sexuales: como la bisexualidad y homosexualidad como formas válidas de expresión”.20 Los ENM fueron centrales en la historia de la militancia lésbica por fuera de los feminismos y de las organizaciones sexo-disidentes: “las lesbianas militantes que militamos el lesbianismo nos empezamos a encontrar a nivel nacional en los Encuentros Nacionales de Mujeres”, dice Natalia.21 Las lesbianas rosarinas empezaron a relacionarse con Ilse Fulskova22 y Adriana Carrasco,23 creadoras de Cuadernos de Existencia Lesbiana, referencia ineludible en la historia de la visibilización lésbica en Argentina (Carrasco, 2020).
El problema de la despatologización de la homosexualidad que apareció en las citadas conclusiones atravesó gran parte del siglo XX:
En 1973 la Asociación Norteamericana de Psiquiatría (APA), en una votación unánime, mayoritariamente solicitada por psiquiatras gays, eliminó del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (el DSM-II) a la “homosexualidad”, que dejó de ser para la disciplina el diagnóstico de una enfermedad perteneciente a las “desviaciones sexuales”. Hubo que esperar hasta 1990 para que la Organización Mundial de la Salud (OMS) retirara la homosexualidad de la lista de enfermedades (Gemetro, 2009, p. 5).
Estos datos nos permiten entender parte de los discursos públicos patologizantes respecto a las disidencias sexuales, los que sin duda repercutían en y alimentaban el ocultamiento y la invisibilización: “era un momento [los años ‘80] de necesitar sacar la patología, sacar el discurso religioso, o sea, el vínculo religioso de la condena a la homosexualidad y, por lo tanto, internamente hacer el trabajo sobre la culpa y la aceptación”.24 Como ejemplo de patologización de la homosexualidad, podemos referirnos a las declaraciones del ministro del Interior durante la presidencia de Raúl Alfonsín (1983-1989), Antonio Tróccoli, ante la revista El Porteño, núm. 29, en mayo de 1984: “La homosexualidad es una enfermedad, de manera que nosotros pensamos tratarla como tal” (p. 7). Al problema de la patologización se le añadió una capa más de sentido con la estigmatización que supuso la crisis del VIH-sida, que estuvo marcada por los compases de la desinformación y el prejuicio: al menos desde 1981 y a escala internacional, el virus fue asociado principalmente a la homosexualidad masculina y a las identidades travestis y trans bajo eufemismos tales como “peste rosa” y “cáncer gay”, que se replicaban en la prensa nacional (Restovich y Kresic, 2023).
Volviendo al problema de la invisibilización, consideramos que también puede ser explicada a partir de las premisas del descreimiento y de las gafas heterocispatriarcales. Andrea encuentra que estos aspectos pueden ser pensados de forma conjunta. En nuestra interpretación de su testimonio, sostiene que había, a nivel social, una suerte de idea en torno a que el lesbianismo no existe, en tanto no sería una identidad estable, sino una etapa más en el desarrollo de la sexualidad de algunas mujeres. En sus palabras:
Todos te decían “se te va a pasar”, o sea, “es una etapa”, “sos muy chica, sos adolescente, estás experimentando, después va a pasar otra cosa” porque culturalmente estaba instalado que la mujer necesitaba un hombre. El gay ya lo tenía al hombre, o sea, no era un tema. El tema es la mujer: la sexualidad era como un tránsito, como una búsqueda… Hubo muchos casos históricos de bisexualidad o de gente que después se casó; te decían eso. Entonces éramos, en ese sentido, menos peligrosas [que los varones gays], porque en algún momento se iba a producir la conversión, nos íbamos a casar, íbamos a tener hijos, qué sé yo.25
En este orden de cosas encontramos, en el archivo privado de Natalia, un cuadernillo que en 1996 escribieron Chela Amadio y Alejandra Sardá: “Todo lo que usted siempre creyó saber sobre las lesbianas y no era cierto” -editado por las grupalidades Lesbianas a la Vista26 y Escrita en el Cuerpo27-. Allí, las autoras explicaban: “Una relación entre dos lesbianas no es una relación entre ‘una que hace de varónʼ y ‘una que hace de mujerʼ: es una relación entre dos mujeres, sin varones. Para una sociedad machista como la nuestra, esto resulta un tanto difícil de digerir”.28 Lo planteado en el testimonio de Andrea y en el cuadernillo de Amadio y Sardá puede pensarse a partir de la consideración del heterocispatriarcado como un orden afectivo que coadyuva a la perpetuación y legitimación de la opresión (Macón, 2020), en tanto reproduce los estereotipos de género y que la existencia lésbica viene a poner en cuestión.
Por lo planteado hasta aquí, queda en evidencia que el problema de la visibilidad lésbica fue central en la historia del activismo. La invisibilización y la autoinvisibilización, que repercutían fuertemente en la sociabilidad lésbica, llevaron muchas veces al aislamiento, el que continuaba perpetuando el mecanismo perverso de no reconocerse, no nombrarse, no visibilizarse: “Las chicas que venían a estudiar [a Rosario], por ejemplo, de los pueblos, ¿sabes las veces que he escuchado, que me han dicho: ‘yo no conozco otra lesbianaʼ, chicas de veinte, veinte y pico de años… ‘no hay lesbianasʼ, ‘yo pensé que era la únicaʼ?”29 Debe considerarse, además del activismo militante, el doble contexto dibujado por la transición democrática y por el feminismo: mientras que con la primera la política recobró centralidad y productividad social, alentando la organización; el segundo demostró que lo personal era político y animó a las mujeres lesbianas a encontrarse.
“LAS MUJERES LESBIANAS SON, ENTONCES, DOBLEMENTE MARGINADAS: POR GÉNERO Y POR ELECCIÓN SEXUAL”30: LAS RELACIONES ENTRE VARONES GAY Y MUJERES LESBIANAS
La cita con la que inicia este apartado pertenece a una entrada de Cuadernos de Existencia Lesbiana, el número 7, de 1989, en la que se proponía explicar las “Diferencias que existen entre homosexuales varones y homosexuales mujeres, o sea entre ‘gaysʼ y lesbianas”, y lo hacía en estos términos:
En nuestra cultura verticalista y patriarcal o machista, el varón ocupa el primer lugar cuando se trata de una relación varón-mujer. La mujer depende del varón [...] Una relación entre varones es marginada en nuestra sociedad por no cumplir con la norma impuesta para todos. Pero se trata de una relación entre dos personas que pertenecen al grupo opresor en relación a las mujeres. Las mujeres lesbianas son, entonces, doblemente marginadas: por género y por elección sexual (p. 8).
Si bien este pasaje hace referencia a la situación de las lesbianas en relación a la sociedad en general, a partir de los testimonios es posible problematizar esta premisa al trasladarla al nivel de las relaciones al interior de las organizaciones LGBT, entre gays y lesbianas: “la lesbofobia, la misoginia, fundamentalmente… los grupos gays eran súper misóginos”.31 Las lesbianas, ¿cómo se sentían al respecto?, ¿cómo explicar esta misoginia?
Nos valemos del testimonio de Andrea para comenzar a pensar algunas respuestas a estas preguntas. Ella expone las tensiones al interior del movimiento en estos términos:
Siempre había esa distinción de lo masculino, de las chicas de los chicos, de los gays de las lesbianas [...] en muchas organizaciones terminaba yéndose mucha gente porque había mucha violencia de parte de los varones. En ese momento el debate gay no admitía lo travesti, o sea, no era que estaban invisibilizados: no podían entrar. A ellos [los varones gays] les causaba… era como que les restaba a la lucha de su reconocimiento. No querían que se los emparentara con cosas exageradas: ellos eran [de] traje y corbata, como cualquier otro, oficinistas, como cualquier otro. Sí estaban más las locas32 y qué se yo, pero tenían una mirada hacia lo travesti, trans súper cerrada en ese momento de los 80, así que había todavía bastantes obturaciones en algunas cosas. Y el transformismo sí, todos lo consumíamos, pero como forma de divertimento, nunca entraba como una temática que tuviéramos, que sea relevante y que sea una parte de la comunidad [a la] que nosotros le teníamos que dar respuestas.33
Las palabras de Andrea introducen la problemática travesti-trans que, junto a la misoginia, pueden interpretarse a partir de la consideración, en primer lugar, de los estereotipos de género y la matriz heterocispatriarcal y, en segundo lugar, aunque en el mismo sentido, tomando en cuenta un aspecto de orden empírico en relación a la construcción de hegemonía al interior de las agrupaciones analizadas: los varones gays eran mayoría, marcaban la agenda y ocupaban los lugares de dirigencia. Por ejemplo, Roberto tiene este recuerdo de uno de los dirigentes del CAI: “Yo creo que [él] tenía una visión muy… No sé, no sé cómo lo llamaría… Muy machista, o sea [para] él era ‘para los gays, gaysʼ, pero los demás… Para él, los bisexuales no existen.”34 Natalia, por su parte, se refiere a la misoginia en estos términos: “Ahora, yo te puedo decir [que si] el grupo de mujeres tenía poder de decisión o de militancia al [mismo] nivel de los varones, y yo te diría que no, por lo menos en el Colectivo Arco Iris.”35
Sin embargo, considerar que la identidad varón gay rosarino organizado era una entidad monolítica y homogénea sería incurrir en un grosero error analítico. En este sentido, y agrietando ese sujeto colectivo a partir de la apelación a las subjetividades, los testimonios también contribuyen a matizar lo que afirmamos líneas atrás: entre los dirigentes, aparece un varón que “pudo establecer los contactos amables, amorosos con los trans [...] que sí podía establecer ese contacto y preocuparse porque formen parte de la organización [...] era el que iba a la Plaza Libertad36 a hablar con ellas y no tenía ningún problema y charlar y convocarlas a la organización para pelear juntos”.37 Es recordado como un referente: “Era un tipo que vos entrabas y te abrazaba en todos los sentidos, no sé si políticamente tenía un gran caudal o no tenía la impronta del feminismo que sí por ahí lo podían haber tenido los chicos del MLH, [...] pero tanto en lo humano, para mí, como en lo militante, es una persona absolutamente honesta, más allá de las coincidencias o no que se puedan tener, porque dentro del movimiento GLTB hay muchas diferencias.”38
Recuperando la pregunta acerca del porqué de la misoginia, entonces, si una primera respuesta tiene que ver con la matriz heterocispatriarcal y el lugar subordinado que en ella ocupan las mujeres y las identidades feminizadas, Natalia añade algunas capas de sentido a este núcleo esencial. En primer lugar, un problema de contexto: “la agenda [local] GLTB en los ’90 empieza a emparentarse con la agenda internacional, entonces eso hace que haya cosas que queden un poco relegadas”.39 La agenda internacional a la que se refiere es la crisis del VIH-sida que pone en alerta a todo el movimiento LGBT alrededor del mundo y convierte a la pandemia en la prioridad. Sin embargo, y a pesar de que las mujeres lesbianas no eran las afectadas mayoritariamente por el virus, se formaron, militaron y participaron en campañas de prevención y en tareas de cuidado. En esta coyuntura, entonces, no era el momento propicio para demandar una agenda lésbica, aunque tampoco lo fue inmediatamente después, ya que recrudeció y se particularizó la violencia policial hacia las travestis y trans. Desde inicios de la década de 1970 regía en toda la provincia de Santa Fe el código de faltas que estipulaba que quien se vistiera e hiciera pasar por una persona de sexo contrario sería arrestado(a) o multado(a). Además, bajo el subtítulo “Prostitución escandalosa y homosexualismo”, disponía que quienes provocaran “escándalo”, hicieran “proposiciones deshonestas” u ofrecieran “relaciones con prostitutas” también serían arrestados(as). Estos artículos del código de faltas -derogados tan tarde como en el año 2010- fueron los instrumentos privilegiados de los que se valió el Estado en la provincia de Santa Fe para la persecución de parte del colectivo LGBT (Restovich y Kresic, 2023). Nos cuenta Natalia:
Las compañeras trans que recién empiezan de a poco a asomarse al movimiento… Un poco traccionadas por el movimiento, pensando en sobrevivir. En ese momento era absolutamente prioritario… Yo me acuerdo que P. ha ido a la madrugada a sacarlas de la cárcel… Era pensar en decir “bueno, a ver, ¿qué particularidad tiene cada grupo como para ponerlo en la agenda?” ¡No podías ni discutir la visibilidad lésbica al lado de una compañera trans que si no la vas a sacar de la cárcel la matan a palos!40
Por su parte, Andrea explica el problema de las agendas y prioridades en estos términos:
nosotras decíamos “bueno estuvimos años militando HIV SIDA y no éramos el grupo de mayor riesgo” y militábamos ese tema y dejamos de lado temas que nosotras teníamos, como este de la violencia ginecológica, que vos vas al ginecólogo y te preguntan “¿cómo te cuidas?” y como esto y lo otro y vos decís “no me tenés que hacer esas preguntas”. Entonces trabajar sobre ese protocolo [de violencia ginecológica], trabajar sobre la cuestión internamente [de] la no culpa, el reconocimiento, la visibilidad, es como que quedaron suspendidas.41
Aquí comienzan a aparecer elementos que nos permitirán responder la pregunta que motivó este trabajo: ¿qué quería decir que, “Del colectivo, la lesbiana siempre era la hermana menor”?42
Las relaciones entre gays y lesbianas al interior del movimiento LGBT rosarino fueron tensas y se pueden leer en un doble registro. Por un lado, en relación con la estructura de dominación heterocispatriarcal que tiene como uno de sus ejes la hegemonía masculina, lo que de por sí supone la subordinación de las mujeres y de las identidades feminizadas. A esto lo llamamos subordinación externa. Forma igualmente parte de esta subordinación externa la agenda de prioridades al interior de las organizaciones: por cuestiones de supervivencia, se imponían las urgencias marcadas por la crisis del VIH-sida y la violencia policial por sobre la agenda lésbica. Por otro lado, aunque de forma concomitante y por efecto de acumulación, encontramos que las rispideces entre gays y lesbianas -y entre las propias lesbianas- al interior del movimiento pueden también explicarse por la consideración de lo que llamamos subordinación interna, proceso por el que muchas mujeres relegaron sus demandas para cuidar, ayudar y sostener a -es decir, empatizar con- los(as) compañeros(as). Estas actitudes creemos que se explican por las formas en las que las mujeres somos socializadas en función de los estereotipos de género, lo que nos lleva al comienzo del argumento: la estructura de dominación, tanto en el orden material como en el orden afectivo.
A MODO DE CIERRE
Una vez me pelee un poco con uno de acá [ciudad de Santa Fe], que yo lo considero bastante misógino, que hace ciclos de cine de comunidad LGBTTIQ+ pero que dentro de los ciclos primero venía todo lo gay, después venía todo lo travesti, y entonces le digo: “¿cuándo vas a meter una película con temática lésbica?” [Y me responde] “y [es] que no hay” y “[es] que no llegan”, [Y le digo] “¡media pila! Vos sos el que organiza y dentro de toda esa sigla la única que no estás poniendo es la L”. O sea, sigue habiendo esa cuestión, sigue habiendo esa disputa, [...] porque está este agregado de los mandatos hacia la mujer que son diferentes. Entonces, como que se sufren esas dobles o triples expulsiones cuando, dentro de las sexo-disidencias, los otros espacios están logrando [sus reivindicaciones]. Inclusive yo militaba [por] el cupo laboral [trans]43 y demás, pero siempre, insisto, son conquistas dentro del colectivo, pero son conquistas de muchas otras disidencias. Yo quisiera saber una conquista del grupo lésbico que podamos anotar: no la hay, no existe, salvo que pensemos en el matrimonio igualitario44 como una conquista para todo el colectivo. Pero específicas, que vos dijeras “hay un cupo laboral lésbico en los equipos de investigación”, no. En ese sentido me parece que todavía hay, insisto, mucho por cuestión de la autorrepresión, pero también de cómo se han ido conformando los grupos: en la misma dinámica de los grupos nos han invisibilizado, aun cuando hemos sido muy activistas.45
Seleccionamos este fragmento de la entrevista con Andrea porque entendemos que sintetiza muchas de las cuestiones que planteamos en este trabajo, establece relaciones pasado-presente y nos ayuda a responder la pregunta inicial: ¿por qué “la lesbiana siempre era la hermana menor”?
Por la lectura aquí planteada, la identidad lésbica se presentó históricamente relegada en función de un conjunto de cuestiones -“como que se sufren esas dobles o triples expulsiones”-. En primer lugar, las estructuras de dominación heterocispatriarcales que recorren todo el tejido social, se reprodujeron al interior del movimiento LGBT rosarino en los años ochenta y noventa -subordinación externa-. Consideramos que esto puede ser en parte explicado si se toman en cuenta aspectos relacionados con los estereotipos de género y la histórica subordinación femenina -“los mandatos hacia la mujer”-: la mujer cishomosexual es subalterna no sólo del varón cisheterosexual, sino también del varón cishomosexual.
Esto, a su vez, en segundo lugar, se relaciona con el orden de prioridades de las reivindicaciones de las diferentes identidades al interior del colectivo: la especificidad de las demandas lésbicas quedaba desdibujada ante las urgencias de las diferentes coyunturas, lo que en algún punto generó tensiones internas -proceso que también responde a lo que igualmente llamamos subordinación externa-. Así, el problema central de la visibilidad lésbica y otros subsidiarios -como el de la violencia ginecológica- fueron sistemáticamente aplazados.
Señalamos, además, que la subordinación externa se articula a la que llamamos subordinación interna, definida fundamentalmente por el relegamiento que las propias mujeres lesbianas hicieron de sus demandas particulares en pos de las urgencias de las coyunturas, marcadas por la enfermedad y la violencia en relación con otras identidades sexo-disidentes. Indagar en las formas en las que las mujeres lesbianas sintieron, pensaron y actuaron ante estas circunstancias, coadyuva a capturar la complejidad de los procesos sociales y de subjetivación (Abramowski y Canevaro, 2017), abonando igualmente al argumento que sostiene que el sistema de dominación heterocispatriarcal puede y debe ser pensado también como un orden afectivo (Macón, 2020) y no únicamente material.
En este sentido, creemos que fue el encuentro y el diálogo con el feminismo el que les permitió a estas mujeres problematizar su identidad y su lugar como mujeres lesbianas, primero, al interior del movimiento LGBT, y después, como espacio de militancia. A su vez, el feminismo fue gravitante para encontrarse y nombrarse lesbianas, en pos de allanar el camino para terminar con la autoinvisibilización.
En el análisis articulado por la historia oral y el giro afectivo, encontramos memorias lésbicas que ponen en tensión las memorias fuertes (Traverso, 2007) -que identificamos con los discursos de los varones referentes históricos del movimiento- a partir del relato de una historia que se confirma polifónica en contra de las narraciones que se presentan unívocas y que no admiten disidencias. La demora en la indagación sobre las memorias lésbicas tiene, entendemos, las mismas raíces problemáticas que reseñamos en este trabajo: desde las estructuras de dominación hasta la autoinvisibilización, pasando por los estereotipos de género, así como por las demás cuestiones aquí abordadas, hicieron que las primeras preguntas a la historia se hicieran sobre -o se enunciaran desde- la identidad del varón gay. Este trabajo, entonces, abona a los intentos por escribir una historia verdaderamente sexo-disidente que incluya y contenga con igual gravitación lo lésbico, lo trans, lo queer, lo gay.