INTRODUCCIÓN
En la esquina noroccidental de América del Sur, la región colombiana de Urabá se ha convertido desde el cambio de milenio en una especie de cuello de botella donde convergen varias de las rutas por las que transitan africanos, caribeños y surasiáticos que llegan a Colombia desde Brasil, Ecuador y Venezuela y que tienen la intención de eventualmente alcanzar la frontera entre Estados Unidos y México. Por décadas, diferentes factores han impedido la construcción del único tramo sin terminar de la Vía Panamericana que pasaría por esta frontera, lo que obliga a estas personas a hacer una travesía en lancha y un recorrido a pie absurdamente largo (entre tres y ocho días) para evitar a las autoridades fronterizas y llegar a la provincia de Darién en Panamá, donde empieza nuevamente la Panamericana.
A diferencia de otros países de la región, Colombia nunca tuvo flujos significativos de migrantes a su territorio, aun cuando la influencia de migrantes europeos y del Medio y Lejano Oriente tuvo efectos importantes en el desarrollo de diferentes regiones del país (Aya Smitmans, Carvajal Hernández, y Téllez Iregui 2010; Bibliowicz, 2001; García Estrada, 2006; García, 2007). Para el nuevo milenio y en parte gracias a la violencia interna, la presencia de migrantes se reducía a unas comunidades pequeñas de extranjeros y sus descendientes y un bajo flujo de turistas y personas de la región andina (Ramírez y Mendoza, 2013).
En contraste, en la actualidad es el masivo éxodo venezolano el que ocupa a las autoridades, los medios y la academia en un país con pocas herramientas jurídicas para regular la migración (Real, 2022). En un panorama como este, el tránsito de africanos, caribeños y surasiáticos hacia Panamá queda prácticamente fuera del campo de visión, desplazado por otros asuntos más urgentes por visibilizar y solucionar. Cuando aparece, es bajo los lentes del tráfico de migrantes y la trata de personas, delitos tipificados internacionalmente y a nivel nacional, que terminan tergiversado y homogeneizando la experiencia de una multitud de personas que son muy diferentes entre sí y que transitan por el continente usando diferentes estrategias.
Inspirados por Khosravi (2011) y Collyer (2007) , elegimos el término “viajero” en lugar del término “migrante” para describir a esta población. Mientras el primer autor usa los términos “transgresor de fronteras” y “viajero ilegal”, el segundo acuña el concepto de “viaje fragmentado,” con el cual busca marcar la diferencia entre un desplazamiento con un destino y una duración para el trayecto preestablecidos y un desplazamiento basado en una gestión independiente de cada trecho en relación con factores como las oportunidades que ofrece cada parada. Ambos autores buscan hacer énfasis en los obstáculos, reglas e interdicciones que los estados nacionales crean al movimiento. Tanto la prensa como trabajos académicos dan por sentado que “los migrantes” tienen un destino y una duración para el trayecto preestablecidos. Sin embargo, para muchas de las personas que hemos conocido, la migración está marcada por la espera y el estancamiento, lo que abre a la indagación los puntos intermedios del trayecto y las relaciones con quienes los habitan.
Este artículo se pregunta por la forma en que se construye el tránsito de estos viajeros por el Darién en la prensa digital, en los documentos institucionales y desde algunos análisis académicos, visiones que se distancian de lo que encontramos en algunas temporadas de trabajo etnográfico en la zona. Sugerimos que el énfasis en las redes criminales y de tráfico que encontramos en estos ámbitos construye el problema como uno de seguridad y orden público, eclipsando las motivaciones y la agencia de los viajeros y simplificando las complejas dinámicas entre ellos y actores locales en el Urabá.
El análisis de prensa constituyó en un principio una estrategia para darle continuidad a un proyecto de investigación durante el confinamiento de la pandemia de la COVID-19. Se basó en la revisión de varios medios digitales colombianos, los periódicos El Tiempo, El Colombiano y la Revista Semana entre los años 2013 y 2019. La metodología implementada para analizar la prensa digital consistió en un ejercicio inductivo a partir del lenguaje encontrado en los artículos. Se identificaron los términos “redes de tráfico”, “tráfico de migrantes” y “trata de personas”. Estos se usaron para seleccionar sistemáticamente todos los artículos publicados en los medios escogidos y, finalmente, depurar la muestra seleccionando sólo aquellos que hicieran referencia a la población de interés, es decir a los viajeros que transitan por Urabá. No pretendimos hacer una análisis cuantitativo ni discursivo que abarcara todas las noticias, sino más bien discutir las tensiones que vimos surgir en la realidad que construyen la prensa, la academia y las instituciones. En cambio, el trabajo etnográfico que hemos hecho en Turbo y Necoclí, dos ciudades con puertos desde donde salen viajeros hacia el istmo en la región de Urabá, nos dieron una perspectiva diferente sobre estas tensiones.
Hicimos dos salidas de campo a Urabá entre febrero y abril de 2019 y en agosto de 2021. Adicionalmente pasamos una semana en Tijuana, México, a finales de 2019 hablando con migrantes que ya habían hecho todo el trayecto hasta la frontera con Estados Unidos. En Turbo y Necoclí hablamos informalmente con personas que trabajan en los puertos, en algunas instituciones estatales y de la cooperación internacional. También conversamos con dueños de los hostales que reciben a los viajeros. Nuestro foco principal fueron viajeros haitianos y africanos quienes en agosto de 2021 llevaban esperando varias semanas para obtener su pasaje y cruzar en lancha el golfo de Urabá. Esta espera prolongada nos permitió interactuar con individuos y familias en repetidas ocasiones y conocer las estrategias de tránsito que los habían traído hasta Colombia y las que esperaban usar para cruzar el Darién y seguir su camino hacia Norteamérica. En conversaciones posteriores tuvimos la retroalimentación de los mismos viajeros y pudimos discutir con ellos nuestras impresiones de campo.1 Sin embargo, el centro de este artículo sigue siendo el rastreo de prensa y, como su correlato, las publicaciones académicas e institucionales.
Necoclí y Turbo son puertos desde los que se cruza el golfo de Urabá donde periódicamente los viajeros se quedan varados. Sus procedencias, condiciones económicas y habilidades culturales (por ejemplo, el conocimiento del español) son muy diversas. Una buena parte de ellos viene de países sudamericanos donde han vivido y sido objeto de fuertes discriminaciones antes de tomar la ruta hacia Estados Unidos (Álvarez Velasco, 2019; Liberona, Piñonez y Dilla, 2021; Rodríguez-Torrent y Gissi-Barbieri, 2020; Rojas Pedemonte, Amode y Vásquez Rencoret, 2015). Algunas personas viajan en grupos compuestos por familiares y amigos cercanos que parten desde un punto específico con miras a llegar todos juntos a Estados Unidos. Pero muchos grupos también incluyen desconocidos con los que se juntan a lo largo de los trayectos y con los que viajan por periodos, separándose cuando los intereses de unos no concuerdan con los de los otros. Juntos, conocidos y desconocidos, se reparten el trabajo de conseguir transporte, alojamiento, procurar comida y ayudar con el cuidado de niños, si es el caso. Siguiendo algunos grupos de haitianos, cubanos, cameruneses y nigerianos a lo largo de su tránsito por Centroamérica, hemos constatado que los grupos se escinden, reconfiguran o mantienen por los intereses y necesidades de sus integrantes y no hemos oído de grupos “cooptados” que sean obligados a moverse de una forma u otra o cuyos movimientos son restringidos por personas externas.
Urabá es una región cuya economía se ha basado históricamente en bonanzas extractivas (maderas, marihuana, cocaína y bananos, entre otras), la más reciente de las cuales es la circulación de caribeños, africanos y asiáticos hacia Panamá. Allí grupos paramilitares y guerrillas han establecido soberanías que compiten con la soberanía estatal (García, 2004) generando violencia. La incertidumbre alrededor de cruzar fronteras entre códigos normativos paralelos permea constantemente la vida cotidiana (Monroy, 2013). Esto hace que se presuponga el control de los viajeros por parte de las redes criminales. Sin embargo, como se verá más adelante, la observación cotidiana de la circulación de viajeros en puntos como Necoclí muestra que tienen un amplio rango de opciones para elegir entre formas y medios de transporte, alojamiento, cambio de divisas y compra de implementos para la caminata por la selva. Cuando se les pregunta por el trayecto recorrido, las historias que hemos recogido muestran algo similar.
Este artículo se enfoca en tres discusiones que vemos emerger del análisis: las ambigüedades de la normatividad internacional y los trabajos académicos que se prestan para la confusión entre tráfico de migrantes y trata de personas; los relatos de la prensa que suelen circular y recircular el lenguaje institucional y le confieren un sustrato “empírico”; por último, el contraste entre estos discursos y algunas observaciones etnográficas preliminares.
AMBIGÜEDADES EN LAS DEFINICIONES DE TRATA DE PERSONAS Y TRÁFICO DE MIGRANTES
Internacionalmente, la trata de personas y el tráfico de migrantes han sido diferenciados progresivamente en el ámbito institucional desde la década de 1990. De ser originalmente pensados como el mismo delito, pasaron a ser tipificados en anexos diferentes en los protocolos de Palermo. Hoy en día, parecen estar bien delimitados en la literatura de los organismos humanitarios y multilaterales y en el código penal colombiano que sigue el espíritu del segundo Protocolo de Palermo, a pesar de que Colombia no lo haya ratificado (Botero, 2016; Palma, 2016). Sin embargo, el tráfico y la trata, aunque legalmente diferentes, comparten elementos importantes que muchas veces generan confusiones y han afectado la forma en que las políticas de prevención y control de estos fenómenos en Colombia se localizan (Acharya, 2004), especialmente en las regiones donde hay presencia de grupos armados. Uno de estos elementos es el movimiento de personas implícito en ambos; el otro es la asociación que tienen con las redes criminales o “grupos delictivos organizados” (ONU, 2004, p. 5), que en Urabá movilizan la imaginación colonial de los centros de poder urbanos al interior del país.
Según las definiciones que dan los diferentes organismos, el tráfico aparece cuando un grupo de personas ayuda a alguien a cruzar una frontera, con la intención de obtener algún tipo de lucro (ACNUR, 2011). Por su parte, la trata implica un movimiento ilegal de personas con el objeto de explotarlos, por ejemplo, obligándolos a trabajos forzados, sin remuneración o subyugándolos a la explotación sexual (ONU, 2004). Los organismos multilaterales señalan que la diferencia entre tráfico y trata se refleja en la relación que establece la víctima con la persona que la mueve. Desde sus discursos, en el tráfico aparece una relación temporal que los migrantes contratan, que, si bien puede ser coercitiva y estar marcada por los abusos, se acaba en el momento en que ellos llegan a su destino o terminan de cruzar la zona del traficante. En la trata, el vínculo entre víctima y victimario no desaparece en el momento de llegada al destino donde ocurre la explotación; además, la trata se puede dar dentro de un mismo estado mientras que el tráfico implica necesariamente el cruce de fronteras internacionales.
La diferencia entre los dos está, entonces, ligada a la agencia de la víctima, es decir, a la libertad de decidir entrar en contacto con los agentes de una u otra y a la habilidad de separarse de ellos. Baird y van Liempt (2016) y otros autores que han estudiado el tráfico de migrantes hacia Norteamérica y Europa también llaman la atención sobre la facilidad con la que el tráfico puede convertirse en trata cuando los traficantes engañan a los migrantes, los amenazan o les quitan sus documentos para obligarlos a actuar de ciertas formas o para extorsionarlos. Estas diferencias son trascendentales para la configuración jurídica de estas prácticas: mientras el tráfico es entendido como un delito contra el Estado, perpetuado por actores que buscan ganancia económica ayudando a los migrantes a entrar a uno o varios países ilegalmente, la trata es un delito contra personas que son cooptadas a través de la fuerza o el engaño por actores criminales que buscan explotarlos a cambio de ganancia económica (Palma, 2016).
De lo anterior, es claro que distinguir entre las dos categorías puede llegar a ser complejo, especialmente en terreno. Tanto administradores y burócratas como los medios tienden a confundir estos delitos o hablar de ellos como si fueran lo mismo. Como lo resalta Palma, en Colombia esto ocurre en parte porque el tráfico es relativamente reciente en el país, pero principalmente porque los casos de trata son más comunes y muchas veces implican facilitar el cruce ilegal de fronteras de las víctimas (Palma, 2016, pp. 97-100). Instituciones como la defensoría del pueblo y otros organismos del Estado que contactamos en Urabá parecen tener la trata muy presente en sus lecturas de las problemáticas actuales, acentuadas por la común asociación entre trata y migración en el caso de venezolanos que transitan por la región.
La revisión bibliográfica sobre el tráfico de migrantes por el Darién sugiere varios elementos básicos sobre los cuales se ha entendido y, en efecto, construido el problema. Tanto el Estado como los académicos en el país han resaltado los lazos de este fenómeno con el crimen organizado, haciendo hincapié en la influencia de las redes de tráfico sobre la movilidad de caribeños, africanos y asiáticos que cruzan el país (Badrán y Palma, 2017; García, 2016; Ocampo y Arboleda, 2016; Palma, 2016). Incluso algunos trabajos con poco piso empírico parecen sugerir conexiones entre conceptos poscoloniales como el de necropolítica (Mbembé, 2003) y el control del territorio de grupos paramilitares que se registra en la prensa (Cárdenas-Benítez, 2021; Rojas y Uribe, 2021;). Según esta bibliografía, toda la movilidad humana de paso hacia Norteamérica parece estar articulada de una forma u otra a traficantes que están asociados entre sí a diferentes escalas. Estas escalas van desde las redes transnacionales que controlan casi todos los aspectos del trayecto -desde el país de origen hasta el país de llegada (Badrán y Palma, 2017)-, a nodos regionales (Ocampo y Arboleda, 2016) donde, por ejemplo, Urabá emerge como un foco de actividades al margen de la ley que entrelazan el tráfico de migrantes con el tráfico de armas y drogas (Cabrera, 2016, p. 222; Rojas y Uribe, 2021).
En otros contextos, algunos autores han identificado relaciones diferentes entre viajeros y tráfico. Por ejemplo, Clot (2017) , quien reflexiona acerca de la migración irregular en el Caribe y América Central, ha llamado la atención sobre la relación entre las políticas represivas de control migratorio y la frecuencia con la que los migrantes recurren a las redes de tráfico. Torre (2018) , analizando representaciones del coyotaje en la prensa mexicana, hace énfasis en la imagen sesgada que los medios construyen alrededor de los traficantes en diálogo casi exclusivo con el estado. Por su parte, Liberona et al. (2021) hacen un análisis crítico de la forma en que políticas nacionales y regionales para combatir el tráfico en Sudamérica tienden a criminalizar a las personas que contratan traficantes que pocas veces parecen estar asociados a redes criminales transnacionales. En su lugar, los autores reconocen una serie de actores locales independientes que incluyen a agentes de diferentes estados, conductores de servicios de trasporte públicos y privados y otras personas que explotan la vulnerabilidad de los viajeros durante sus tránsitos.
En el contexto colombiano, el énfasis en el vínculo entre viajeros y traficantes crea la sensación de que organizaciones criminales, que en Colombia se asocian a las actividades de grupos guerrilleros y paramilitares, monopolizan la movilidad. Planteamos que además del Estado y la prensa, también intervienen los académicos en la construcción de las redes como organizaciones complejas que tienen capacidades locales y/o transnacionales para administrar la movilidad. Esto es claro cuando se revisan la Ley 800 de 2003 y la Ley 0985 de 2005 que se refieren directamente a medidas contra el tráfico y la trata de personas. La primera ley aprueba la convención contra la delincuencia organizada transnacional y el primer Protocolo de Palermo contra la trata de personas. Aquí se incluye una serie de medidas para actuar en contra de la delincuencia internacional dentro de las cuales están incluidos el tráfico y la trata. La segunda ley tiene la intención directa de legislar sobre la trata, su definición claramente es tomada del acuerdo de Palermo, pero no hace referencia al tráfico de personas. Por otro lado, el delito “tráfico de migrantes” está tipificado en el código penal colombiano, donde está agrupado junto con la trata en los crímenes contra la autonomía personal. Según el código, el tráfico ocurre cuando se “promueva, induzca, constriña, facilite, financie, colabore o de cualquier otra forma participe en la entrada o salida de personas del país, sin el cumplimiento de los requisitos legales, con el ánimo de lucrarse o cualquier otro provecho para sí o otra persona” (artículo 188). Según esta ley, el tráfico ocurre cuando se ayuda a alguien a estar en el país sin cumplir los requisitos legales.
Estudios sobre la forma en que políticas internacionales se localizan en terreno resaltan la necesidad de entender los contextos históricos y coloniales en que las “ideas” echan raíces (Acharya, 2004) y toman formas particulares articuladas a dinámicas locales. En muchos casos, la localización o como lo llaman Levitt y Merry (2009) esta “vernacularización” agrega dimensiones totalmente nuevas a los conceptos y a las políticas que salen de ellos. En el caso de Ecuador, que es el puerto de entrada a Colombia para la mayoría de estos viajeros, Ruiz Muriel y Álvarez Velasco (2019, p. 716) han mostrado que las políticas de trata y tráfico también emergen como respuestas y articulaciones neoliberales a los regímenes globales de la migración donde se incrementan los controles para supuestamente proteger la vida y seguridad de los migrantes. De esta forma, la perspectiva de redes criminales articuladas al tráfico de migrantes también la da por sentada el Estado que construye las actividades de los actores armados como un problema de seguridad. Esta perspectiva también se ve reflejada en algunos trabajos académicos. Así, en un artículo de Ocampo y Arboleda (2016), un oficial de Migración Colombia (la agencia que regula el fenómeno migratorio) presenta el tráfico de la siguiente forma:
La red internacional de traficantes está compuesta por personas organizadas y ubicadas en distintos lugares de varios países, que prestan un servicio para facilitar, permitir, conducir, alojar o transportar los migrantes hasta su destino final. Una persona de la red recibe el dinero antes de que el migrante salga del país, y se encarga de pagarle a cada persona que realiza una función durante el trayecto (Migración Colombia, 2015). Migración Colombia ha determinado que los traficantes cobran un promedio de 10 mil dólares a los ciudadanos cubanos, y entre 30 mil y 40 mil a un migrante extra-continental (p. 102).
Otro elemento importante es que el giro punitivo en las prácticas y políticas de control y vigilancia de la migración que se han dado en los últimos años en América Latina (Domenech, 2017) se articula, en Colombia, con las políticas de seguridad frente al conflicto armado. Guerrillas, paramilitares y otras derivaciones contemporáneas de los grupos que controlan partes del territorio nacional entran entonces en las discusiones sobre el tráfico de migrantes. Badrán y Palma (2017), por ejemplo, localizan las redes en las estructuras criminales tradicionales de Colombia así:
La proliferación de estructuras dedicadas al tráfico de migrantes en Colombia ha sido evidente conforme la demanda por estas se ha acentuado. Como el resto de tráficos que se gestan en y a través del país, se han ido estableciendo diferentes mecanismos que regulan las interacciones entre diferentes grupos. Para el caso en cuestión, es interesante observar […] la cohabitación entre estructuras enemigas -del tipo guerrillas y Grupos Armados Organizados- en torno a los roles que toman dentro del tráfico (p. 90).
Estas dos citas muestran la presunción del control absoluto por parte de las redes criminales de los movimientos migratorios en Colombia. En la primera los autores dan cuenta del enfoque institucional que ve el funcionamiento de las redes como una trama que se despliega desde lo global hasta lo local; la segunda entrelaza el tráfico con los actores armados que controlan la geografía social y económica de gran parte del país. Mientras que estas perspectivas representan elementos centrales de la realidad colombiana, asumir que todo el movimiento es “controlado” por agentes criminales reduce la agencia de los viajeros y borra otras prácticas sociales y económicas en la región que no están directamente atadas a los grupos armados. En otras palabras, si para estos autores las víctimas del tráfico son los migrantes, sus estrategias de movilidad no pueden estar desligadas del accionar de las redes, y sus relaciones sociales durante el trayecto no se pueden entender como autónomas. Como mostraremos abajo, esto genera problemas en cómo se lee el fenómeno desde el Estado y la prensa, y resulta en una ausencia significativa de información sobre las estrategias de movilidad y la experiencia de estos viajeros.
Adicionalmente, si pensamos el contexto de Urabá a través de las citas de estos autores, se hace evidente una lógica de jerarquización entre centro y periferia. Hay una preponderancia de presunciones sobre la falta de presencia estatal en esta zona fronteriza y sobre los actores armados no estatales, cuyo control se asume como omnipresente (Serje, 2005). En la prensa, los discursos institucionales y académicos acerca del tráfico adquieren forma en eventos y acciones en los que paradójicamente hay una significativa ausencia de la voz de los migrantes y, por ende, de su propia agencia. Sin embargo, un análisis profundo de lo reportado en los medios, al igual que nuestras incursiones etnográficas, sugieren que la preponderancia de redes criminales en la forma en que se entiende el tráfico es, en parte, un artificio jurídico y político que muestra una realidad parcializada de la circulación por Urabá hacia Centro y Norteamérica. Esto no significa que los viajeros no sean vulnerables a ser víctimas de las formas de violencia endémicas a la región de Urabá, sino que sugiere que como en otros casos de América Latina (Liberona et al., 2021), muchos de los actores que facilitan el tránsito están trabajando de formas individuales, desarticuladas y no coordinadas por un poder centralizado, aun cuando algunos de los traficantes tangan que pagarles a los actores armados para trabajar es sus territorios.
EL UNIVERSO DEL TRÁFICO DE MIGRANTES EN LA PRENSA DIGITAL
En la prensa revisada, la palabra red alude a una organización o estructura, con una cabeza y múltiples tentáculos que cubren diferentes dimensiones de lo que sería la experiencia del viaje. Abarca el transporte, la orientación, el alojamiento, y los documentos para cruzar fronteras y circular por diferentes países. También parece lograr colapsar la distinción entre funcionarios del Estado y redes de tráfico, pues cuando se desmantelan estas últimas es común que caigan con ellas funcionarios de Migración Colombia o de la policía. Incluso se han capturado periodistas que participaban en estas redes.2 Esta idea de omnipresencia de la red coincide con las descripciones jurídicas y académicas del fenómeno.
Las dimensiones de la red no sólo tienen que ver con sus funciones, sino con su extensión geográfica. Al igual que en los documentos discutidos anteriormente, en los artículos revisados las redes a veces se limitan a una región específica de Colombia y en otras tienen tentáculos globales. La desarticulación de la organización “Los Coyotes” en 2018, por ejemplo, muestra que las redes basadas en Colombia pueden tener una amplia extensión. “Los Coyotes” era dirigida por un nepalí, alias Pool, capturado en septiembre de 2018, estaba aliada con otras organizaciones en Colombia (denominadas “estructuras” por la prensa) y sus clientes eran ingresados al país3 desde España.4 Sin embargo, la relación entre la parte transnacional y las partes locales no es clara en la prensa, parecen asumirse más relaciones de las que realmente se conocen.
Esto se evidencia en la forma en que la prensa entiende a las personas articuladas a las redes. Los traficantes son representados de diferentes formas a partir de la ambigüedad entre lo local y lo global. En general, las redes de traficantes son organizaciones criminales sin rostro (salvo cuando hay arrestos) o son individuos actuando en el Urabá cuya asociación con las redes muchas veces es asumida por los medios o los oficiales del Estado. Así, la figura del “coyote”, el traficante local, adquiere una importancia significativa en cómo se entiende el tráfico.
A diferencia del tráfico y la trata, el término coyote no está definido y tipificado. Se refiere originalmente a un predador, un perro salvaje, y es un término que viene de los tránsitos en la frontera entre México y Estados Unidos (Spener, 2009) y se ha expandido a diferentes regiones de Sudamérica. En la prensa colombiana se refiere a los traficantes locales que facilitan los tránsitos y muchas veces parece confundirse también con cualquier ayuda que reciben los viajeros. El coyote es la pieza individual de la red; toda persona que entre en contacto con los viajeros es potencialmente un coyote o traficante. La tensión entre la red como una organización criminal casi ubicua, y redes locales que no tienen una extensión tan amplia acá es muy clara. Sergio Bueno, director general de Migración Colombia entre enero de 2012 y mayo de 2015, citado por El Colombiano, describe redes acéfalas, pero subraya el rol de los coyotes: “El funcionario explicó que en el tráfico irregular de migrantes no hay una organización como tal reconocida internacionalmente. Pero sí están los llamados ‘coyotes’, que tienen distintas funciones: unos se encargan de ingresar a los migrantes ilegales, otros de darles la manutención, de buscar el lugar donde duerman y otros se encargan del tránsito de los migrantes por el país.”5
Los coyotes emergen como proveedores de servicios que necesitan los migrantes. Estos servicios a veces siguen una lógica paralela a la del turismo, donde se ofrecen planes o precios exclusivos dependiendo del paquete que el viajero adquiere, algunos de ellos con cobertura internacional. Inclusive la prensa hace alusión a la variación de los precios según la procedencia del migrante, directamente reproduciendo el lenguaje turístico:
Hace unas semanas se conoció uno de los “paquetes ilegales” que ofrecen los coyotes a los inmigrantes con documentos colombianos falsos en Cali. Darío Daza, director regional occidente de Migración Colombia, le dijo a Semana que los paquetes vip, que incluían documentación completa y hasta un pasaje en avión a México, variaban de acuerdo a la nacionalidad, “un cubano puede pagar hasta 3.500 dólares; y a los que sólo pedían cédula les salía mucho más barato, 400.000 pesos.6
Otro elemento que aparece con fuerza en la prensa es el carácter maligno del fenómeno el cual queda bien recogido en uno de los artículos consultados que lo califica de negocio “macabro y muy lucrativo”.7 Ese rasgo oscuro del tráfico logra absorber y ocultar a los viajeros, lo cual se evidencia en la ausencia significativa de información sobre ellos en la prensa. Los viajeros parecen estar permanentemente acompañados ya sea de traficantes o de organismos de control del Estado; lo más común es encontrarlos en artículos y fotografías rodeados o conducidos por unos u otros. El margen de maniobra de los viajeros queda reducido y, en ese sentido, son escasos los artículos en los que aparecen solos. Hay pocas instancias donde la prensa ofrece más contexto, y las voces de los viajeros están generalmente ausentes. Es más, esta ausencia en ocasiones se les atribuye a las mismas redes, pues como telón de fondo a todo el fenómeno, los traficantes parecen controlar hasta la voz de los migrantes: “Si bien las motivaciones de hacer este largo viaje a Centroamérica o Estados Unidos podrían [sic] ser económica, o para reunirse con su familia en el otro lado del mundo o huir de las crisis que viven sus países origen, la precaria información que dan [sic] no se puede hacer una radiografía, en especial cuando detrás de ellos están las redes de tráfico de personas, las cuales les retiran sus pasaportes y los instruyen para decir nada.”8
En esta nota se entiende la falta de información directa sobre los viajeros como el efecto del poder de las redes. Sin embargo, nuestra propia experiencia en Urabá y en el norte de México ha mostrado que por más que las barreras del idioma y la desconfianza hagan la comunicación con estas personas algo difícil, no es imposible y hay muchas oportunidades para sentarse a hablar donde nadie parece estar “controlándolos”. La ausencia de una voz directa de los viajeros es, más bien, parte de un aire de incertidumbre y sospecha que, para la prensa, permea esta forma de movilidad donde la extrañeza del fenómeno y de sus actores centrales parecen ser infranqueables.
La ubicuidad del poder de las redes en los artículos revisados, sin embargo, no parece impedir el conocer los pormenores económicos de los trayectos, ni algunos detalles de cómo operan los traficantes. Además de los costos de los paquetes mencionados arriba, encontramos descripciones de actividades específicas desempeñadas por individuos dentro del proceso de tráfico. Así, nos encontramos con las descripciones de diferentes “oficios” dentro del tráfico como “campanero” que hace referencia a personas encargadas de vigilar a los migrantes mientras se encuentran en sus rutas de viaje, o “transportistas” y “acogedores”,9 también aparecen esporádicamente referencias a lo que estas personas dicen y piensan del problema.
En el siguiente aparte, un “chilinguero”, que es un término local de Urabá y sinónimo de “coyote”, aparece explicándole al periodista los alcances de una orden dada por las redes:
Desde el pasado 28 de enero, la facción prohibió a los “coyotes” o “chilingueros” transportar más desarraigados por la ruta marítima de Chocó a Panamá. El motivo fue un accidente que atrajo la atención de las autoridades, en el que una embarcación sin permisos naufragó contra los peñascos en la costa de Acandí y fallecieron 19 extranjeros […] Benigno señaló que en la cadena de ganancias se involucran los lancheros y sus ayudantes, como él, que llevan a los pasajeros hasta el caserío indígena Ana Chukuna (más allá de Obaldía); también ganan los indios que los recogen ahí, para llevarlos por una trocha de dos días hasta la vía Panamericana.10
Al examinar detenidamente la anterior cita, podemos ver y oír a los coyotes, que en estos casos no son directamente parte de las redes. Los grupos armados que controlan la región detienen el transporte y esto afecta no sólo al lanchero, sino también a las comunidades indígenas que se benefician de la cadena de ganancias del tráfico. De esta forma, la prensa indirectamente sugiere panoramas más complejos de los que discute explícitamente. En algunos casos excepcionales, los artículos permiten también reconocer las acciones de otros actores desconectados o por lo menos distantes de las redes de tráfico: “Sobreviven gracias a la caridad de la gente de Capurganá y la nuestra, esos que llaman coyotes. Sí, existen coyotes que los estafan y les roban, pero no todos, yo también he sufrido los horrores de la guerra y el desplazamiento”, relata Reinel.11
Del aparte anterior, llama la atención que es el coyote mismo quien habla del oficio y lo defiende, al mismo tiempo que genera una ambigüedad entre el “coyote” y la caridad de la gente. No es claro entonces a qué se refieren realmente algunos de los términos que usa la prensa para describir a los traficantes. Palabras como coyote, chilinguero, campanero y otros parecen estar franqueando el área gris que hay entre las relaciones de sociabilidad y negocio entre “la gente”, y los traficantes entendidos como miembros de organizaciones complejas, pero no lo logran.
Con nuestro análisis no pretendemos afirmar que las redes de tráfico no tengan un sustrato de realidad. Las declaraciones de las autoridades de policía, las capturas, y la evidencia que las acompaña disipan dudas acerca de su funcionamiento, su existencia y su capacidad de monopolizar el fenómeno. Pero tanto los documentos del Estado, como la prensa y la poca producción académica que ha salido sobre este tema parecen ignorar los elementos de sociabilidad y la heterogeneidad de los viajeros que, en terreno, no siempre se ven como los presentan y que claramente también están estableciendo relaciones comerciales y generando empatía entre personas de la región que prestan servicios. Parece haber una necesidad de cooptar los vínculos sociales que generan la prestación de servicios, la empatía y la ayuda que pueden recibir los viajeros y atribuirlos al accionar de las redes de tráfico. En efecto, el Estado mismo evita acciones de asistencia en la medida en que pueden ser leídas como tráfico. Durante el represamiento de 2016, esta es la lógica que siguieron las autoridades: “La resignación les ganó [a los cubanos]. Ante la negativa del Ejecutivo colombiano de habilitar un vuelo que los lleve a México, bajo el argumento de que sería contribuir a una cadena de tráfico de personas, los cubanos se empiezan a ir a pesar del temor que les genera el inhóspito camino.”12
En la relación entre instituciones y medios, la prensa tiene el rol de proveer un firme sustrato empírico a la legislación y las políticas de gobierno. Sin embargo, la realidad de la prensa, más que confrontar y corregir las versiones institucionales las confirma, subordinando sus versiones y reduciendo dicha realidad a los fragmentarios acercamientos al fenómeno que hace el gobierno.
EL TRÁFICO VISTO DESDE ABAJO: PERSPECTIVAS DE VIAJEROS Y OTROS ACTORES
Estudios sobre tráfico de migrantes en otras partes del mundo, especialmente la frontera entre Estados Unidos y México, han llamado la atención sobre los fenómenos que esta perspectiva de redes complejas, organizadas y articuladas no deja ver. La imagen sensacionalista de las redes criminales invisibiliza actividades más localizadas de personas de las regiones que prestan servicios a los migrantes a escalas más bajas como una respuesta a las contingencias económicas de sus regiones (Sanchez y Zhang, 2018). Algo similar es reportado para el caso de migrantes cubanos en Brasil y Chile (Liberona et al., 2021) y surasiáticos en Colombia (Valenzuela, 2019). De acuerdo con algunos estudios (Içduygu y Toktas, 2002), las redes no son homogéneas y los contactos entre migrantes y traficantes muchas veces ocurren a nivel personal a través de otros migrantes o conocidos (Bilger, Hofman y Jandl, 2006; Slack y Martínez, 2018). De forma similar, como mostramos arriba, algunos reportes en los medios señalan a personas locales que entran en contacto con migrantes como un problema de tráfico a priori. Para la migración del África subsahariana hacia Europa por el Mediterráneo, Collyer ha encontrado trayectos independientes que los viajeros van organizando a medida que se mueven. Llama la atención cómo en ese contexto las políticas migratorias también “siguen centrándose en las operaciones de contrabando organizadas a nivel internacional hasta el punto de fetichizarlas como único medio de contrabando internacional”13 (Collyer, 2007, pp. 676-678).
Muchas de estas personas que simplemente estaban organizando transporte, víveres, o ayudándolos a reclamar envíos de dinero internacionales de bancos o agencias de cambio terminan criminalizadas por el Estado como traficantes. Sin embargo, poniendo atención a la cotidianidad en el Urabá, y específicamente en Necoclí, es posible cuestionar la velocidad con que las personas que prestan servicios o ayudan a los migrantes se asocian al tráfico. Allí, la presencia de los viajeros se asemeja más a la del turismo de la región que a la de una población traficada. En el malecón, los locales venden comida y equipos para la selva a los viajeros. Los negocios playeros ponen música popular haitiana, y en agosto de 2021 encontramos haitianos y cubanos en la playa jugando voleibol y tomando cerveza al son de Tony Mix y otros músicos que cantan en creole. Los viajeros en esta época escogían entre quedarse en hoteles o alquilar cuartos o casas a locales y pasaban una semana o más aprovechando las playas y los restaurantes. En febrero de 2020, cuando el volumen de viajeros era mucho menor, tomamos cerveza al son de música popular india pedida por unos nepalíes en una tienda. Varios negocios en el barrio Caribe, contiguo al muelle de Necoclí, ahora promueven sus productos en creole. Por ningún lado se ven miembros de grupos criminales que supuestamente controlan el movimiento y el consume de los viajeros.
Jimson, un joven haitiano que conocimos en agosto de 2021 en Necoclí, venía desde Chile. Del trayecto por Colombia, nos contó que había entrado desde Ecuador por el puesto fronterizo de Rumichaca, sirviéndose de guías. Para cruzar la frontera entre Perú y Ecuador había hecho lo mismo. Pagó 110 dólares de Ipiales a Pasto y 230 de pasto a Necoclí. A la altura de Medellín, faltando ocho horas de viaje por carretera, lo bajaron del bus y no le hicieron ningún reembolso. Para este último trayecto de Medellín a Necoclí viajó por 70 dólares en un Uber. En su paso por Colombia había gastado en total 970 dólares. Pagó caro, pero afortunadamente no lo atracaron en todo el camino. La última vez que hablamos antes de que tomara la lancha para el Darién no tenía todavía un guía, pero estaba negociando por WhatsApp con uno que le habían recomendado sus compatriotas. Como Jimson, los diferentes viajeros con los que hablamos en Necoclí, habían organizado su viaje autónomamente, apoyándose más bien en las experiencias y contactos de familiares para sortear las dificultades y solucionar los impases propios de la migración irregular. Según Valenzuela (2019) , hay otros apoyos que surgen de manera espontánea entre migrantes, o entre ellos y los locales, aunque el autor no desconoce la influencia de grupos que controlan las economías de la región.
En efecto, la presencia de grupos paramilitares y otros actores armados en Urabá es latente y está en voz de comerciantes, hoteleros, la fuerza pública y los cambistas. Sin embargo, en lugares como Necoclí, su influencia sobre el movimiento parece ser más indirecta. Esto en el sentido de que, como en muchos otros lugares de Colombia, estos grupos controlan regiones geográficas y zonas urbanas donde diferentes actores locales deben pagar vacunas o cuotas para poder trabajar ahí. Así, es más común oír de guías que ayudan a los migrantes a cruzar el Darién por dinero que oír de viajeros interactuando directamente con redes criminales. Que estos guías tengan que pagar un porcentaje de la plata a los grupos no implica necesariamente que sean parte de ellos y en muchos casos son personas que viven del tránsito de viajeros en una zona donde el trabajo legal es bastante escaso, como se ha visto en otras fronteras (Sánchez y Zhang, 2018).
Sin embargo, la mirada del gobierno sobre la migración, por lo menos en lo que se refiere a los tránsitos de viajeros caribeños, africanos y surasiáticos es una mirada alejada de las realidades locales, y esto hace fácil presuponer la monopolización de esos tránsitos por redes criminales. La agencia de los viajeros en sus trayectos no es parte de la ecuación, omisión que se articula de forma violenta contra los migrantes, que pueden llegar a ser criminalizados al ejercerla (Domenech y Boito, 2019; Mainwaring, 2016).
Por ejemplo, durante el periodo de confinamiento entre marzo y agosto de 2020, más de 250 personas quedaron varadas en Necoclí por el cierre de la frontera. Tal vez por la emergencia de la COVID-19 o por el hecho de que no hubo naufragios y muertos, este represamiento quedó débilmente representado en la prensa digital. En su gran mayoría, las personas que quedaron varadas en Necoclí eran haitianas, pero también había algunos cubanos, congoleños, guineanos y senegaleses, según nos contó un funcionario de la región. Los gobiernos municipal y departamental organizaron un albergue en el coliseo municipal. Para el funcionario, se estaban generando tensiones debido a la barrera lingüística y a la dificultad de entender las disposiciones del gobierno local y nacional. La alternativa para superar estas dificultades era la función de intérprete de uno de los líderes del grupo de nacionalidad dominicana que hablaba español y creole. Las tensiones en las negociaciones encaminadas a explicar los motivos para el confinamiento llegaron hasta la puesta de una barricada por los viajeros para impedir la salida de los funcionarios públicos del coliseo municipal.
Del relato del funcionario nos llamó la atención que las habilidades lingüísticas del dominicano condujeron a la hipótesis de que se trataba de un traficante. Otra situación que nos llamó la atención en esta entrevista fue la mención de un menor que había llegado solo hasta Necoclí. El solo hecho de que no hubiera adultos con él, dio a pensar que se trataba de un caso de trata de personas. La incertidumbre acerca de la historia del menor, junto con la presencia del dominicano, un potencial traficante, hacía pensar a las autoridades que probablemente había algo más funesto en juego. Este funcionario era parte de la Defensoría del Pueblo, institución que se encarga de garantizar los derechos humanos de las personas frente al estado y particulares a nivel local.
En contraste con esta narrativa que criminaliza la agencia, tanto en Urabá, como en conversaciones que tuvimos en Tijuana, México, con viajeros que habían pasado por el Darién, aparecen muchas formas de viajar por la región y las habilidades para sortear problemas en diferentes partes del trayecto, muchas veces determinadas por las historias personales y habilidades sociales y lingüísticas de los migrantes. Así como lo evidencia el trayecto de Jimson, en buena parte de los casos, estos viajeros no hablan de redes de tráfico, sino que mencionan a personas locales que contratan para servicios específicos y que los ayudan por empatía o los engañan.
En todos estos escenarios la autonomía de los viajeros prima sobre la influencia que tienen los actores criminales sobre su movimiento. Coyotes y otros locales pueden estafarlos, pero también entablar amistades estrechas con ellos, manteniéndose en contacto meses o años después de que siguen su camino. Estos actores locales son quienes muchas veces terminan entrando esa área gris donde coadyuvar al movimiento de viajeros se asocia al tráfico de migrantes que puede tener consecuencias jurídicas. Hoteleros, conductores de bus y de Uber y hasta miembros de la Pastoral Social en Apartadó han reportado el peligro de ser acusados legalmente por tráfico al ayudar a los extranjeros en la región a moverse de un pueblo a otro, a retirar dinero y a alojarse. Son ellos los únicos “traficantes” con los que hemos podido ver a los viajeros interactuar en el Urabá.
CONCLUSIONES
En este artículo hemos mostrado que las políticas colombianas al hacer énfasis en el fenómeno del tráfico, de la mano de regulaciones migratorias que se acercan a las definiciones del delito, tienden a crear la necesidad de enmarcar el tránsito de viajeros hacia Panamá dentro del accionar de traficantes, y en consecuencia, tienden a invisibilizar la autonomía de los viajeros. Desde un enfoque centrado en la autonomía de la migración, se busca precisamente llamar la atención sobre las estrategias y acciones que “enfrentan, negocian y resisten” (Rho, 2021, p. 3) tanto los marcos legales y de interpretación, como las operaciones concretas de regulación por parte de las agencias del estado (Domenech y Boito, 2019). Estas estrategias y acciones incluyen las relaciones con otros actores locales y en muchos casos son imperceptibles para las instituciones que regulan la movilidad, pero de hecho constituyen una fuerza que le da forma en su día a día.
La existencia de actores y organizaciones involucrados en facilitar y controlar los tránsitos es una realidad que al mismo tiempo se convierte en una necesidad institucional y discursiva para entender y regular la migración que tiene como consecuencia criminalizarla (Papadopoulos, Stephenson y Tsianos, 2008). Estos migrantes, en un mundo ideal sin tráfico que los enmudezca y les quite agencia, serían simplemente gente en movimiento que cruza fronteras sin los documentos de ley. En otras palabras, sin organizaciones delictivas y traficantes organizados, no hay marcos legales ni humanitarios para “leer” el problema como algo más que simplemente un tránsito inusual por el territorio nacional. Un mundo ideal donde esa apropiación institucional y discursiva del tráfico estuviera ausente aliviaría a los viajeros de una herramienta más de criminalización por parte de los Estados. Sin embargo, la política migratoria en su conjunto, incluyendo los controles fronterizos y el sistema de visas y pasaportes siguen estando ahí, y son un factor crucial en la fragmentación de los viajes. Por ejemplo, Collyer (2007) señala cómo hasta el inicio de la década de 1980, en los desplazamientos hacia Europa, la gente llegaba directo a los puertos de entrada fronterizo desde donde se admitía o deportaba. En el caso puntual que hemos discutido, Álvarez (2019, 2020) enfatiza la relación que hay entre las políticas nacionales y regionales a la luz de la externalización de la frontera de Estados Unidos donde estos tránsitos se complejizan y criminalizan en un sistema de gobierno del movimiento transnacional.
La construcción mediática, académica y política de la mal llamada migración extracontinental que pasa por Colombia como un fenómeno ilegal está íntimamente ligada a la construcción de los delitos y conceptos asociados al tráfico de migrantes y a la trata de personas. Estas categorías, confusas desde su concepción, son usadas para entender el tránsito de los viajeros hacia la frontera con Panamá. La consecuencia directa es que el Estado, los medios y muchos otros actores usan amalgamas de “trata” y “tráfico” a diferentes escalas del Estado asumiendo, a priori que los migrantes que entran al país buscando llegar a esta frontera para seguir el largo camino a América del Norte son, de una manera u otra, guiados por estructuras altamente organizadas de traficantes que hacen posible su movilidad y se lucran de los servicios que prestan. Las relaciones son concebidas como problemáticas, donde los viajeros corren el riesgo de ser explotados, secuestrados y abusados de diferentes formas, poniendo en riesgo su integridad física y emocional. Académicos, periodistas y funcionarios públicos terminan magnificando el rol de los actores armados en el tránsito de caribeños, africanos y asiáticos hacia América Central.
Observaciones etnográficas preliminares permiten ver otras dimensiones del fenómeno. Muestran, por ejemplo, en qué medida la historia de violencia y relaciones coloniales en la región de Urabá condicionan el acercamiento institucional y de la población local a los viajeros (cf. Acharya, 2004; Levitt y Merry, 2009). La etnografía también permite documentar las múltiples relaciones de codependencia entre locales y viajeros y los recursos de los que los viajeros disponen más allá del control que las redes de tráfico pueden ejercer.