INTRODUCCIÓN
Al iniciar su ensayo Miedo, reverencia y terror, el historiador Carlo Ginzburg (2014), afirma estar convencido de la inutilidad de la palabra “terrorismo” para entender los fenómenos a los cuales hoy se aplica. Creo que es posible sostener la misma convicción con respecto a la de “bandolerismo” para hablar del siglo XIX mexicano, en particular del periodo que va de la guerra de Reforma a la República Restaurada (1857-1876), pues igualmente poco dice de los acontecimientos que pretende ilustrar. “Bandido”, “malhechor”, “plagiario”, “salteador” y otros tantos términos que caen dentro del campo semántico del bandolerismo, en la época pronunciados con asiduidad hasta convertirlos en lugares comunes, estuvieron articulados principalmente en un lenguaje político dominado por las luchas ideológicas y armadas. Es únicamente en el contexto de tales articulaciones en donde aquellas voces cobran sentido. De cierta manera, contribuyen más a entender el carácter del enfrentamiento que los frecuentes y atroces asaltos a diligencias, pueblos indefensos y decentes hacendados. Es tal el argumento que se desarrolla en este artículo. El lenguaje sobre el “bandolerismo” fue un discurso convencional para referirse, encubriéndolos, al enemigo político y al conflicto armado. Digo “encubriéndolos”, porque las elaboraciones en torno a ese lenguaje implicaban una operación para transformar y reducir el conflicto político y la guerra a una simple confrontación entre malhechores impulsados por un frenético interés criminal.
Pienso en dicha operación como un proceso de construcción política, es decir, como la elaboración de un discurso para representar al enemigo, con fines de legitimación, contención y represión de movimientos armados, ello en un contexto social particular, el de la confrontación bélica. Esta construcción se realizó y expresó en diferentes ámbitos, como en las publicaciones periódicas, en la ley y la práctica jurídica. La exposición del análisis propuesto sigue los tres ámbitos mencionados. En primer lugar describo cómo el término “bandido” estructuró, en la prensa periódica, pero no sólo en ella, los discursos sobre las diferencias políticas e ideológicas, así como las descripciones de los hechos de guerra, que aparecen codificadas en un lenguaje sobre bandoleros. En segundo lugar, argumento que este discurso sobre el bandido tenía un claro aspecto instrumental. Leyes particulares, como aquellas dirigidas contra salteadores y plagiarios, no fueron sino dispositivos utilizados básicamente para reprimir y castigar sublevados. En tercer lugar, la práctica jurídica, tal como era expresada en las causas judiciales, frecuentemente actuaba para transformar soldados y guerrilleros en bandidos. A partir del análisis de dos breves ejemplos extraídos de algunas causas criminales practicadas en la ciudad de Aguascalientes durante el segundo imperio y la Republica Restaurada, muestro cómo había un esfuerzo sistemático por parte de las autoridades por desvincular, a soldados y guerrilleros sometidos a procesos penales, de los hechos de la guerra y de cualquier movimiento político, transformándolos en simples bandoleros.
Para entender la producción de discursos sobre el bandolerismo, finalmente, se reflexiona sobre la pertinencia de la noción de código, pues estuvieron estructurados por una narrativa sobre la violencia que recurría siempre a los mismos elementos para describirla, como el saqueo, el plagio y el asalto. Esta retórica, en realidad, resultaba mistificadora, pues encubría ciertos tipos de relaciones y también una serie de estrategias económicas propias de la confrontación armada, ampliamente usadas y sustentadas en el abuso, aquí descritas como una economía guerrillera. En la medida en que la categoría “bandido” expresaba una cosa distinta a lo que era, tenía una función simbólica: por medio de ella se hablaba del enemigo y a la guerra, pero también expresaba las contradicciones ideológicas fundamentales, como aquellas entre liberales y conservadores, basadas en nociones particulares de orden.
El propósito general de esta discusión es aclarar el sentido del discurso sobre el “bandido”, pues me parece que, en parte importante de la bibliografía sobre el tema en México, influenciada por la visión legada por Paul J. Vanderwood (1992), con frecuencia reprodujo simple y acríticamente las categorías de la época, despojándolas de su carácter político, eludiendo, así, la importancia que tuvo dicho discurso para la construcción del Estado mexicano en el siglo XIX. Es debido a lo anterior, que el presente texto comienza con una discusión crítica del concepto de bandolero utilizado por ese autor.
EL BANDIDO INDIVIDUALISTA: GUERRILLEROS AMBICIOSOS EN TRAJE DE CHARRO
Al pasar de los años, una de las principales obras sobre el tema en México, Disorder and Progress, de Paul J. Vanderwood (1984; 1992), parece, sobre todo en lo que toca a su descripción del bandolerismo durante las guerras de Reforma e intervención francesa (1857-1867), y la restauración de la república (1867-1876), producto de una gran confusión. El autor partió de imágenes populares ya establecidas sobre el bandido (Rojas, Lozada, los Plateados), colocándolas en su contexto histórico. Al final, sin embargo, sustituyó el mito por un estereotipo. Alan Knight (1983), en su reseña a la obra, señaló hace tiempo la confusión conceptual de Vanderwood al considerar dentro del fenómeno del bandolerismo algunos movimientos armados de carácter popular. La limitación no lo fueron tanto sus fuentes -la prensa, documentos oficiales y algunos pocos trabajos académicos-, ya que estas permiten entender relativamente bien el pasado, como su particular modo de ver las cosas.
Como otros autores, Vanderwood se sumó a la crítica del concepto de bandolerismo social, de Eric Hobsbawn (2003). De las obras del prestigiado historiador inglés, particularmente Bandidos, publicada originalmente en 1968, había surgido una noción del bandido como un protector, defensor y vengador de los campesinos pobres y oprimidos. Son bien conocidas de las críticas de Anton Blok (1972) al respecto y que fueron reproducidas en Latinoamérica, más o menos en los mismos términos, por muchos autores, incluyendo Vanderwood.1 Estos advirtieron oportuna y pertinentemente del exceso de romanticismo. No había, se argumentó, coherencia entre el bandido social y el mito que lo hacia héroe, y no representaba, en definitiva, una forma especial de rebelión y de protesta campesina, como Hobsbawn había sugerido. Por el contrario. Los bandoleros con frecuencia aterrorizaban a sus propios paisanos del campo. Lejos de promover la articulación de los intereses de los agricultores pobres, la obstruían, impidiendo su movilización efectiva. Los bandidos, sociales o de otro tipo, de hecho, buscaban la protección de hombres poderosos, a quienes debían lealtad, y sin quienes no podrían obtener éxito. Hobsbawn, en fin, había abusado de sus limitadas fuentes, principalmente poemas y baladas populares, construyendo una versión idealizada de los bandoleros y oscureciendo así los vínculos de estos con el poder.
A pesar de la importancia que tuvieron los argumentos anteriores en la reconsideración del concepto de bandidaje social, los revisionistas no hicieron sino reafirmar una simple oposición entre bandido/no bandido. Fueron incapaces de quebrar con la predilección metodológica de Hobsbawn por la construcción de tipos en detrimento del análisis de procesos. Para este, la definición del bandido social dependió de una simple atribución de elementos, promoviendo con ello su esencialización. Sus críticos, confundiendo el tipo con una descripción de la realidad, se limitaron a un ejercicio repetitivo de demostración de inconsistencias. Suministraron fuertes dosis de realidad, señalando cómo aquí y allá había forajidos que no correspondían al modelo. Sin embargo, dejaron enteramente de lado cuestiones de carácter procesual, como la de por qué “un hombre puede ser a la vez un bandido social en sus montañas nativas y un simple ladrón en el llano” (o no serlo en absoluto, podría agregarse), planteada por el mismo Hobsbawn (2003, p. 43), aunque irresuelta tanto por él como por sus críticos. En otras palabras, fue un ejercicio de tipificación, de un lado, y de señalización de inconsistencias, del otro, y no un análisis histórico de un proceso social, oscureciendo el vínculo entre las categorías bandido/no bandido y el papel fundamental del Estado en la definición de esa relación. 2
En Vanderwood esa oposición se manifiesta claramente; además en un sentido enteramente lineal: los bandidos se confrontan o se unen a políticos, entablan negociaciones con hacendados, son usados por militares o confrontados por el gobierno, etc. Uno de los inconvenientes lógicos de tal método es la transformación del análisis en un relato de tipo moral, en el que se confrontan buenos y malos, violentos y no violentos, justos e injustos, orden y desorden, justamente las distinciones que llevaron a diferentes gobiernos a utilizar esa categoría para reprimir movimientos de carácter político, transformándolos en simples actos de bandidaje. De hecho, Vanderwood reprodujo, quizá involuntariamente, de manera simple y por entero, el discurso político de la época basado en aquellas distinciones. Justamente esto constituyó su mayor limitación: la reproducción acrítica que hizo de las categorías al uso, como la de bandido, tomándola literalmente de lo que leyó en la fuentes.
Así, el autor se basó no tanto en la prensa o en documentos oficiales sino en lo que algunos actores privilegiados expresaron al respecto en ellos. Dubois de Saligny, agente diplomático francés, un corresponsal del New York Times, la prensa, sobre todo la conservadora, entre otros, son las voces cuya opinión Vanderwood confirma; o mejor, que parecen confirmar sus hallazgos: el país era un lugar tomado por ladrones y asaltantes. Durante todo el siglo XIX, pero sobre todo entre 1857 y 1867, fue lo que más se reprodujo. Bandidos prácticamente brotaban, por todos lados, en gavillas formadas por miles [sic], arruinando la fortuna de otros, atrofiando el comercio, matando con indiferencia, plagiando, incendiando pueblos enteros. En ese siglo, afirma, los bandidos tuvieron el poder. Las circunstancias de las guerras de Tres Años y de intervención francesa empujaron al gobierno liberal encabezado por Juárez a pactar con ellos, que se transformaron así en combatientes y después, al final de los conflictos, en policías rurales. Aunque concede que “algunos” de sus integrantes pudieron haber albergado alguna convicción, las guerrillas liberales fueron, básicamente, un conjunto de pillos, enfundados en trajes de “charro” (Vanderwood, 1992, pp. 3-51).
Estas ideas son las mismas que se repiten constantemente y donde quiera en la documentación. Durante la guerra de Reforma, fue la manera estereotipada de representar a los combatientes; y durante la de intervención francesa, fue la representación que construyeron los invasores: “En todos los tiempos ha habido en este país y lo habrá por largo tiempo todavía, parte de la población que no hace cosa que el oficio de bandidos con el nombre de guerrillas”, escribe Forey, general del ejército expedicionario francés.3 Los conservadores también la reprodujeron de manera convencional. Las guerrillas liberales son bandidos que “no defienden ningún principio político” y no los motiva “más que la sed del pillaje, el deseo de poseer, a fuerza de crímenes”, son algunos de los latiguillos preferidos. Las anteriores nociones pasaron a constituir el núcleo de la definición de bandido que construyó Vanderwood (1984): no son justicieros, sino “marginados ambiciosos que querían su parte”, en busca de la ganancia, poder o prestigio (p. 42). Cualquier juez local en aquellos años habría secundado estas ideas, como Pedro P. Maldonado, juez de lo criminal en Aguascalientes durante el imperio y que, al dictar en 1864 sentencia a un ladrón que había sido soldado en una de las tantas guerrillas que habían combatido recientemente, lo condena a muerte, argumentando: “Porque en la ignorancia supina que caracteriza a la clase a que pertenece el reo es de todo punto imposible que por convicción haya tomado algún partido para la defensa de principios, lo que nos arrastra a la persuasión de que el móvil que incitó el reo para tomar las armas fue el deseo de lucrar y gozar de todos los deleites que proporciona la vida licenciosa de los bandoleros.”4
El asunto aquí no es si tales afirmaciones son ciertas o no, sino si esa forma de pensar el pasado es la adecuada. Simplemente hay algunas cosas que tenemos que hacer para formular una idea aceptable sobre lo que se describe. Habría bastado hurgar sólo un poco más para darse cuenta del peculiar uso que entonces se hacía de la categoría bandido.
EL BANDOLERISMO COMO REPRESENTACIÓN DEL ENEMIGO
Resulta evidente que en los discursos publicados en la prensa periódica, aunque no sólo en ella, dicha categoría es aplicada simple y sistemáticamente al enemigo. En la conservadora, como en el periódico La Sociedad, desbordan las referencias a bandoleros, y para quienes escriben en ella casi todos los liberales lo son: el presidente Juárez y sus colaboradores, Blanco, Corona, Degollado, González Ortega, Berriozábal y otros, son todos, durante las guerras de Reforma e intervención francesa, sistemáticamente llamados de esa manera. También son cabecillas al frente de hordas vandálicas, turbas de malhechores, cuadrillas de bandidos sedientos de pillaje que, “cubriéndose con el manto de los partidos políticos, amenazan llenar a la sociedad de males destructores”.5 Los jefes de secciones regionales del ejército juarista reciben el mayor encono: son bandidos famosos, célebres facinerosos, ladrones de camino real. Rafael Cuellar, Antonio Rojas, Carbajal, entre muchos otros, que actúan como generales y coroneles en los conflictos armados, son insignes y execrables bandoleros, unos fuera de la ley, asesinos y plagiarios que en los pueblos queman a las mujeres y a los niños, torturan a los viajeros y ponen a rescate a los hombres inofensivos. Son, simplemente, “bandidos y ladrones alistados bajo el nombre de guerrilleros”.6
Este lenguaje lleno de lugares comunes, sin embargo, no era propio de una sensibilidad particular, como la conservadora. Los liberales tenían una opinión idéntica con respecto a aquellos, que expresaban en iguales términos y con la misma convicción. La expresión “bandidos que saquean los pueblos en nombre de la libertad”, lanzada por los conservadores, en los liberales se vuelve “bandidos que asesinan con el pretexto de fuero y religión”. Los traidores aliados de los franceses, los “odiosos” Márquez y Mejía son, evidentemente, unos plagiarios y ladrones. José María Iglesias expresa en El Siglo XIX: “¡Que contrastes! La nación que á sí misma se ha llamado la más grande é ilustrada, se ha venido á aliar con los asesinos y bandidos.”7 Los jefes de las guerrillas conservadoras, “partidas de reaccionarios, o sea, gavillas de bandoleros” (pues son lo mismo), y que sirven de avanzada del ejército invasor hacia el interior del país, son “hombres de sangre y de plagio”, “forajidos”, “bandidos religioneros que roban y asesinan”.8 Las depredaciones que cometen, sirviéndose del incendio, el asesinato y el plagio, forman, se sostiene, el carácter de la reacción. Es claro que esta “facción retrógrada” no posee ninguna convicción, se afirma, pues lucha “sin proclamar ningún principio, y [ha] inscrito en su bandera, como único medio, como único fin de sus aspiraciones, el robo, el incendio, el plagio, el asesinato”. 9 La prensa liberal les atribuye la importante innovación del plagio y el rescate, “industrias de importación española”, y aun su mismo origen y propiedad exclusiva.10
El mismo discurso político sobre las diferencias ideológicas, expresado en un lenguaje enfático sobre el bandido, también estructuró sistemáticamente las noticias publicadas sobre asaltos, plagios y asesinatos, atribuidos a las distintas guerrillas conservadoras o liberales, que tenían lugar en distintos puntos del país. Tomemos, a manera de ejemplo, las siguientes notas:
De nuevo han aparecido por estos contornos algunas gavillas de malhechores que así se ocupan de desbalijar las diligencias como de plagiar a los pasajeros. Uno de los coches de la línea, que llegó de Veracruz a fines de la semana anterior, fue asaltado entre Paso Ancho y la Soledad [y] se llevaron a seis pasajeros, tres de los cuales son jóvenes alumnos de los colegios de la capital, y los tres restantes españoles. Según estamos informados, forman dichas gavillas los restos de la fuerza de Cuéllar perseguida y derrotada en el Departamento de Puebla, que ha venido a merodear por estos rumbos, dividida en tres bandas.11
Escriben de Guadalajara que el famoso bandido Rojas ha entrado a las poblaciones de Amatitán, Tequila y la Magdalena, cometiendo los excesos de costumbre. En el último pueblo ultrajó de todas maneras las imágenes de los santos, bebió vino en los vasos sagrados; se deja entender que saqueó completamente la iglesia, lo mismo que las casas de los vecinos. Pasando a Santo Tomás, hacienda de beneficio de platas, la quemó toda y lo mismo hizo con la hacienda de la Huerta, distante de once leguas de Guadalajara. En Santo Tomás fusiló a todos los dependientes de la casa.12
Se presentan aquí estas noticias referentes a Rafael Cuéllar y Antonio Rojas porque son dos de los muchos bandidos que aparecen recurrentemente en algunos trabajos.13 También porque fueron, de entre los jefes del ejército y las guerrillas juaristas, de los más odiados por los conservadores, particularmente el segundo que, con desprecio, era caracterizado como un salteador, un tigre, un monstruo de barbarie. La violencia que cometía hacía que le desearan la muerte, que llegó en 1865, y fue celebrada. También por Vanderwood, que afirmó que fue su captura y fusilamiento fue un gran favor que los conservadores y los franceses hicieron al presidente Juárez. Pero para sus simpatizantes liberales no se trataba de dos bandidos, sino de valerosos jefes, que moralizaban las fuerzas a su mando.
En el liberal Siglo XIX, las noticias que llegaban sobre la guerra son modeladas de la misma manera:
Según noticias recibidas, se ha restablecido el orden en aquella ciudad (Aguascalientes), capital del Estado de su nombre. Parece que habiéndose tenido noticia de que se acercaba el bandido Juan Chávez con fuerza numerosa, la guarnición, compuesta de 400 hombres, desocupó la ciudad. Chávez entró en seguida y exigió una cantidad, de la cual reunió una parte. Habiendo sabido las fuerzas del gobierno, que los bandidos eran en menor número del que había supuesto, se dirigieron á la ciudad. Al saberlo Chávez, huyó con los suyos cobardemente, llevándose lo que pudo.14
Juan Chávez, que había combatido discretamente en la guerra de Reforma, fue un actor importante para la ocupación de Aguascalientes por el ejército francés en diciembre de 1863. Entonces, el gobierno liberal de José María Chávez, descrito por sus propios adversarios liberales como un anciano del todo inhábil en los asuntos de la guerra (cfr. González, 1881), se vio obligado a desocupar la plaza y retirarse hacia Zacatecas. Él y sus principales colaboradores morirían en Jerez, frente al pelotón francés que los fusiló en el siguiente mes de abril. En La Sociedad y otros diarios conservadores, el encuentro entre las debilitadas fuerzas del gobernador, convertido ya en famoso cabecilla e incendiario, y las enemigas, ganaría noticias como la siguiente:
Que ayer a las once de la mañana una fuerza francesa […] salió en auxilio de los habitantes de la hacienda de Malpaso, asaltada por una numerosa gavilla de salteadores que cometieron sus crímenes de costumbre, asesinando veintiocho personas, hiriendo a 16 hombres, mujeres y niños. Al acercarse la fuerza huyeron los asesinos precipitadamente y fueron a refugiarse a Jerez, donde creían hallarse en seguro: pero a las diez de la noche volvió nuestra fuerza a ponerse en camino y hoy al rayar el día, Jerez era ocupado; los bandidos se dispersaron y huyeron de nuevo, dejando en nuestro poder sesenta prisioneros, otros tantos caballos, dos cañones, armas y despojos de toda clase.15
Un capitán francés, Paul Laurent (1867), anuncia en Francia, la muerte del gobernador José María Chávez simplemente como “la ejecución del bandido Chávez” (p. 135).16
Creer que lo que se describe en todas las referencias y notas anteriores es de hecho el fenómeno del bandidaje, puede llevar a una gran distorsión, pues más que hablar de bandidos hablan de manera convencional de una disputa ideológica y de la guerra. En ellas hay un lenguaje político estructurado a partir de la categoría “bandido”, que se refiere siempre al adversario. Sin embargo, este tipo de material y de imágenes, cuyos ejemplos podrían repetirse interminablemente, ha tenido gran importancia en la construcción de los discursos predominantes sobre el bandolerismo en México durante el siglo XIX.17
La prensa periódica de la época difícilmente tuvo un papel informativo. Tuvo un carácter político que, como ha mostrado Covo (1993), “suplía las carencias informativas por una propensión reflexiva que […] hace de ella una prensa de ideas, de opinión, la cual proporciona a la historiografía un valioso observatorio de los debates ideológicos” (p. 690). Aunque el uso del término “bandolero”, o de otros similares, no confirme tal reflexividad, en lo absoluto, es cierto el carácter político de las publicaciones periódicas, cuyo tono era exacerbado, como es señalado por la autora, por el contexto de una radical división bélica. No creo que sea posible afirmar que, para el caso particular del estudio del bandolerismo, la prensa constituya una fuente menos o más confiable que la de otro tipo de documentación. Discursos y documentos oficiales -cotidianamente publicados en los diarios- están estructurados de la misma forma. Consideremos, por ejemplo, las siguientes comunicaciones, referentes a las operaciones en Michoacán de León Ugalde y Vicente Riva Palacio, durante la resistencia liberal al segundo imperio. Quien ignorase quiénes fueron estos personajes, probablemente caería en la trampa de interpretar estas comunicaciones como describiendo la acción de simples bandoleros:
Exmo. Sr. Ministro de Guerra Quedo impuesto por la respetable nota de V. E., de 7 que el bandido Ugalde ha robado en la Venta de Alcívar la correspondencia y cometido varios excesos (…).
Dios guarde a V. E., muchos años. El General Comandante Superior de Departamento de Michoacán.18
Exmo. Sr. Ministro de la Guerra Tengo la honra de remitir a V. E., la copia de un decreto que ha expedido el bandido Riva Palacio.
Dios guarde a V. E., muchos años. El General Ramón Méndez.19
La codificación de la disputa política y el enfrentamiento bélico en un lenguaje sobre el bandolerismo fue una estrategia recurrente a lo largo de todo el siglo XIX; tan común fue, que dicho discurso puede pensarse como parte de la cultura política de la época. Fue una especie de lenguaje premoderno ampliamente usado para referirse a la rebelión, sin oscuros calculismos, haciéndose más evidente en periodos de trasformación o amenaza revolucionaria. 20 Brian Hamnett (2002), por ejemplo, mostró cómo el gobierno rotulaba los movimientos insurgentes como bandidaje durante la guerra de Independencia, reduciéndolos a simples criminales. Cien años después, las cosas aún funcionaban de la misma manera, y los zapatistas y otros movimientos populares fueron considerados poco más que una banda de ladrones.21 Otros trabajos también repararon en esta construcción política del bandido. Reina (1980), advirtió del uso acrítico del término “bandido”, pues “era empleado por lo general por los propietarios cuando un grupo de hombres recuperaba su tierra por la fuerza” (p. 34). La observación de la autora sobre la dimensión de clase es importante, pero su empleo era mucho más generalizado (p. 993). Gantús (2008) y Gutiérrez (2006) también mostraron cómo, durante la revolución de Tuxtepec y el primer periodo de Porfirio Díaz (1876-1885) diferentes movimientos de protesta eran considerados como simples actos de bandidaje y a sus integrantes considerados y juzgados como plagiarios y salteadores. Falcón (2005) hizo un breve comentario en el mismo sentido sobre una rebelión campesina en Hidalgo, en 1869. El propio Vanderwood (1992), en la introducción a una edición más reciente de su obra clásica, afirmó que el “bandolerismo” pudo haber sido una etiqueta conveniente para desacreditar movimientos de protesta, como lo fue en México durante la independencia y la revolución, y en otros países, aunque no para el periodo que él estudió.22
EL BANDOLERISMO COMO INSTRUMENTO DE REPRESIÓN
La representación decimonónica del bandido tenía un claro aspecto instrumental, con implicaciones muy concretas, con frecuencia trágicas, sobre todo para aquellos que caían en las manos del enemigo. Criminalizar a los contrarios fue un elemento central en luchas armadas que asolaran el siglo. Un bandido por definición moral y jurídica carecía de, como se decía, “planes políticos”. Era un simple ser egoísta que irrespetando la propiedad buscaba el beneficio personal. La transformación jurídica de los grupos armados, tanto de los ejércitos regulares como, sobre todo, de las guerrillas que los apoyaban, en bandas de ladrones permitía la represión armada, y así, al menos en teoría, garantizar así la paz de un orden determinado. Ciertas leyes generales y otros mecanismos como la creación de policías específicas no eran sino una forma de contener las insurrecciones, o al bandidaje que, en el lenguaje de la época, era lo mismo.
La famosa ley del 3 de octubre de 1865 decretada por el emperador Maximiliano, que definió a los integrantes de la resistencia a la invasión como bandidos y criminales es el ejemplo más explícito y nefasto de lo anterior. Pero el lenguaje, el vínculo entre insurrección y bandolerismo, era ya común. El decreto de 30 de abril de 1858, emitido por el gobierno conservador durante la guerra de Reforma, dispuso el enjuiciamiento sumario de los reos juzgados por consejos de guerra, en un intento evidente de reprimir a las guerrillas enemigas. Ya bajo el gobierno liberal, la circular de 12 de marzo de 1861, contra salteadores, y el decreto de 3 de junio del mismo año, contra plagiarios, fueron formulados en el mismo sentido, dirigidos contra los enemigos en armas. La circular ordenaba que tanto los cogidos infraganti como aquellos individuos sobre los cuales las sospechas se hubieran confirmado “ya sea por la perpetración de un robo, ya porque pertenezca a cualquiera de las bandas de forajidos”, fuesen pasados por las armas inmediatamente. Esto sin más trámite que el de un juicio sumario y verbal por cualquier autoridad que hiciera la aprehensión, en el primero caso, y el de formar un acta de las actuaciones practicadas en el segundo. El decreto del 3 de junio, por su parte, estipuló que los plagiarios serían juzgados con arreglo a la ley del 6 de diciembre de 1856, que determinaba medidas similares, sobre todo si se trataba de un “jefe militar de una sedición a mano armada, a los militares que se pasen al enemigo, de capitán para arriba y a paisanos o militares que después de haber hecho armas contra el Supremo Gobierno reincidan en el mismo delito”.
Esta formulación de la ley para castigar enemigos militares y suprimir insurrecciones no se limitó a las guerras de Reforma e intervención. La estrategia continuó por mucho tiempo, en parte porque los movimientos armados no desaparecieron. Así, las leyes contra salteadores y plagiarios decretadas a lo largo de la República Restaurada (1867-1876), de la misma manera, sólo cobran sentido cuando se consideran dentro del contexto del conflicto armado. Concebidas como provisionales y producto de circunstancias excepcionales, dichas leyes fueron prorrogadas con pequeñas modificaciones año con año desde 1869 hasta 1876.23 El problema básico de esa legislación estaba relacionado a la pacificación de la república y al control de las múltiples insurrecciones que hubo a lo largo de ese periodo. En ellas se autorizaba al ejecutivo para tomar las medidas necesarias “contra salteadores y plagiarios, a fin de establecer la seguridad del país”, suspendiendo exclusivamente para aquellos algunas de las garantías fundamentales consagradas en la constitución de 1857.24 Y el problema principal y recurrente estaba constituido por los movimientos armados, y ya sabemos cómo se caracterizaban esos grupos. El título de “ley contra salteadores y plagiarios” era en gran medida un eufemismo para referirse dispositivos utilizados básicamente para reprimir y castigar sublevados.
Las disposiciones eran rigurosas. La ley de 12 de abril 1869, por ejemplo, declaró vigentes la circular y el decreto de 1861 citados. Le ley contra salteadores y plagiarios de 23 de mayo de 1872 estableció también explícitamente su aplicación a los “rebeldes contra los poderes constituidos, cuando no hayan cometido plagio alguno”. Tres años después, en la ley de 28 de abril de 1875, se sustituyó la expresión “plagio alguno” por la de “plagio o robo con asalto”, lo que parecería un absurdo pues sin plagio ni asalto no tendría sentido la aplicación de una ley precisamente contra salteadores y plagiarios, si no es por el hecho declarado de estar dirigida a los rebeldes contra los poderes constituidos. No sólo fue teoría, sino que las leyes fueron aplicadas sistemáticamente contra guerrilleros y ladrones comunes por igual. Fueron juzgados breve y sumariamente jefes e integrantes capturados pertenecientes a restos de las guerrillas conservadoras que habían sobrevivido al desmoronamiento del imperio;25 líderes de insurrecciones populares,26 así como de los nuevos levantamientos armados que aparecían bajo las sombras de nuevas revoluciones después del triunfo de la república en 1867.27 Los casos de aplicación de estas leyes a jefes o miembros de grupos armados son interminables.28 Uno tiene la impresión de que, después de la muerte del presidente Juárez y la sofocación del Plan de la Noria en 1872, las medidas contra salteadores y plagiarios fueron aplicándose cada vez más a simples ladrones, asaltantes, desvinculados con los movimientos armados, pues el país fue pacificándose. Además, el recurso de amparo también fue cada vez más común, en un intento por suprimir los juicios y ejecuciones arbitrarias, hechas al vapor, con frecuencia motivadas por venganza.29 Sin embargo, aquellas disposiciones nuevamente cobraron importancia ante la proliferación de los levantamientos invocando el Plan de Tuxtepec, pronunciado en enero de 1876. Incluso la renovación de estas leyes por Porfirio Díaz en octubre de 1876, y después en 1880, está inspirada por los mismos motivos relacionados a la represión de grupos armados.
EL BANDIDO EN LAS CAUSAS CRIMINALES
Como he argumentado, la representación decimonónica sobre el bandido se construyó en los discursos políticos sobre la guerra y las diferencias ideológicas, expresadas tanto en las publicaciones periódicas como en las partes militares. También en el ámbito jurídico, como en las diversas leyes especiales para juzgar salteadores y plagiaros. En este apartado, intentaré mostrar cómo esa representación era reproducida continuamente por la misma práctica judicial, tal como era expresada en las causas criminales. Dos breves ejemplos pueden servir para este fin. El primero se extrae de diferentes procesos judiciales instruidos contra soldados pertenecientes a las fuerzas del guerrillero conservador Juan Chávez, juzgados en Aguascalientes entre 1864 y1867 por las instancias ordinarias. El segundo, de las causas seguidas contra varios individuos acusados de una serie de asaltos cometidos a distintas haciendas en junio de 1872, en aquel mismo estado. Lo que tienen en común ambos ejemplos es la manera en que, durante los procesos, los acusados fueron desvinculados de los hechos de guerra en que cuyas acciones se inscribieron, acomodándolos en una retórica sobre el bandolerismo.
El paulatino establecimiento del nuevo orden institucional ya bajo el domino imperial fue imponiendo el efecto, aunque precario, de un país pacificado. Testigos en diversos procesos criminales, al escapárseles ya de la memoria las fechas precisas de tales o cuales eventos, recurrían a la imagen de la “época del desorden”, refiriéndose con esa expresión a la guerra, en particular a su momento más violento en 1863. La reorganización del sistema de justicia ordinaria e instauración de los tribunales locales en Aguascalientes, en agosto de 1864 (López, 2010), debe haber contribuido a generar esta impresión. Dieron entrada no solamente a las denuncias por delitos recientes de todo tipo, también por crímenes ocurridos hacía tiempo. Este hecho parece ser sólo parte de un intento más amplio realizado por el gobierno imperial tanto para la pacificación como en la búsqueda de legitimar las nuevas instituciones. El esfuerzo era ejemplar. Las fuerzas rurales fusilaban a cuanto ladrón y guerrillero caía en sus manos. Las cortes marciales hacían cotidianamente lo mismo. Sólo en La Sociedad y en La Equidad, el periódico oficial, se dio cuenta de más de 20 ejecuciones dictadas por la corte marcial instalada en Aguascalientes (cuya capital tenía apenas 30 000 habitantes) entre mediados de 1864 y mediados del siguiente año, aunque debieron de ser muchas más. La justicia ordinaria hacía su parte, condenando a muerte a casi todo sospechoso de haber cometido un crimen, en particular durante la guerra, a pesar de los robos en cuadrilla correspondía a las cortes marciales.
Resulta interesante que, en ese nuevo orden institucional, varios guerrilleros de cuerpos conservadores fueron enjuiciados por crímenes realizados por los movimientos militares durante 1863 que llevaron a la derrota del gobierno liberal y el establecimiento del orden imperial en Aguascalientes. Estos soldados no fueron juzgados con leyes especiales para plagiarios y salteadores, pero sí por leyes comunes aplicadas con rigor. Con base en la Ley General para Juzgar a los Ladrones, Homicidas, Heridores y Vagos del 5 de enero de 1857 y en la ley de 9 de noviembre de 1862, fueron sentenciados por el juez de primera instancia a la pena de muerte, aunque eventualmente les sería conmutada por otros castigos menores.
Si consideramos los procesos judiciales apenas como textos, como entramados argumentativos construidos desde el poder por jueces, defensores y escribanos, es interesante notar cómo a lo largo de las causas judiciales las referencias a los movimientos armados, predominantes en un comienzo, se van desvaneciendo progresivamente, haciéndose cada vez menos frecuentes hasta casi desaparecer o desaparecer por completo. Para los jueces que llevaron los casos, como el citado Pedro P. Maldonado, los acusados claramente eran unos bandidos. A partir de un argumento clasista, no solamente negaba a los acusados toda posibilidad de consciencia política debido a su condición y el lugar que ocupaban en la estructura social, de lo cual derivaba su ignorancia, sino también su contribución, cualquiera que haya sido, para el establecimiento del régimen que él representaba. Hay un esfuerzo sistemático y consciente por parte de las autoridades para desvincular a los acusados del conflicto armado. Si al comienzo abundan las referencias a soldados, jefes y oficiales, al terminar solamente queda el bandido, el criminal, aislado de cualquier evento político. Es, de hecho, significativo que los hayan juzgado con leyes ordinarias, pues indica hasta qué punto se les negaba su participación en los movimientos armados, tanto por las justicias de primera instancia como por los tribunales superiores.
En respuesta al trato que recibían, los acusados con frecuencia argumentaron que no eran bandidos, sino soldados que actuaron respondiendo a las órdenes que recibían de sus superiores. Así, a principios de 1865, Diego Zavala, de 30 años y de ocupación gañán, se defendió de la acusación de robo con asalto en cuadrilla a dos ranchos diciendo que sólo había extraído armas y una silla de montar siguiendo instrucciones superiores.30 También en 1865, otro gañán, de nombre Juan Herrera, fue acusado por varios robos a vecinos de la villa de Jesús María, cometidos durante la guerra.31 Herrera dijo que su superior le había mandado recoger todo el ganado de un potrero de la hacienda llamada San Lorenzo, perteneciente a los naturales de aquella villa y sobre los cuales se pidió un rescate. Herrera afirmó que su única función era cobrar el dinero y cuidar de los animales, siguiendo órdenes de los oficiales. Lorenzo Chávez, un carpintero de 35 años, respondió a los cargos que se le imputaban por robo y homicidio de la misma manera, afirmando que no había entrado en las guerrillas de Juan Chávez como bandido, sino como soldado.32 Los defensores se empeñaron inútilmente, en sustentar estas ideas, argumentando que los hechos por los que se les acusaba habían ocurrido en acciones normales de la guerra y cuyos responsables, en todo caso, deberían de ser no los subordinados, sino los oficiales responsables de las fuerzas.
La ocultación y negación de las acciones de un grupo insurrecto, también podía recorrer el camino inverso. Un ejemplo de esto puede observarse en un expediente de algunos años después, referente a una serie de asaltos a haciendas y ranchos en junio de 1872. A lo largo de esa causa judicial, uno no puede advertir de inmediato el hecho de fondo que se está tratando. El lector es introducido en seguida a una historia pasada de bandidos y malhechores. En una sola acción, en una sola noche, una gavilla de hombres montados y armados asaltó seis haciendas y ranchos al norte de la capital. En cada lugar saqueaban la casa grande, extraían armas y dinero; de las caballerizas sacaban los animales. Los hechos fueron lo suficientemente importantes como para que incluso los diarios de la ciudad de México publicaran discretas notas sobre lo sucedido. Las notas periodistas, codificando los eventos en un lenguaje convencional sobre el bandolerismo, confirmaron los asaltos cometidos por la gavilla, así como el intento de plagio de un propietario.33 En las semanas posteriores, algunos miembros de la gavilla fueron capturados y sometidos al debido proceso. Uno de ellos fue fusilado y al resto se le condonó esa pena por años de prisión.
Pero había más que una historia de bandoleros. Y es apenas al final de la lectura del expediente, que se rebela otra dimensión del proceso. En sus declaraciones, el cabecilla de la banda, de nombre Jesús Sandoval, capturado cuando sus compañeros ya habían sido enjuiciados, llamó a sus hombres “soldados”; al dinero que exigió a los propietarios de las haciendas, “préstamos”, mostrando, inclusive, el recibo que le expidió a uno de ellos. No era, como afirmaban sus acusadores, el capitán de una gavilla. Se dijo el líder de un grupo revolucionario levantado en armas contra el gobierno. Y nunca fue capturado. Él mismo se presentó ante el jefe político de Salinas (Zacatecas). Este aprovechó la oportunidad y, acusándole de plagiario, lo puso preso. El movimiento al que Sandoval hizo referencia fue el encabezado por Porfirio Díaz y pronunciado en diciembre del año anterior (1871) bajo nombre del Plan de la Noria, cuya causa manifiesta era impedir la reelección del presidente Benito Juárez. Como en un proceso dialéctico, en el que a partir de la negación del mundo anterior se establece la nueva oposición predominante, con la derrota de la intervención y del imperio y de los conservadores aliados, la necesidad imperiosa y colosal de restaurar la república, creó sus propias fracturas a partir del ahondamiento de la división entre los liberales. La reelección de Juárez sería el detonador de una nueva insurrección. Así, una nueva guerra civil estaba latente en el país desde hacía más o menos siete meses al momento de los asaltos descritos. Múltiples y pequeños grupos armados levantados contra el gobierno, descritos invariablemente en la prensa y por el gobierno como bandidos, rondaban las principales ciudades de los estados y sus regiones rurales, aunque sin llegar a convertirse en un estallido generalizado de violencia armada. La muerte del presidente Juárez, ocurrida el 18 de julio de 1872, acabó en gran parte con la insurrección y obviamente con la carrera militar de Sandoval. A pesar de haber comprobado el carácter político de su movimiento y de su estatus militar en él, fue condenado a muerte, con base a la ley de salteadores y plagiarios vigente, aunque la pena fue conmutada por la de diez años de prisión.
CONSIDERACIONES FINALES: EL BANDIDO COMO SÍMBOLO
A lo largo de este trabajo se argumentó que, en el siglo XIX, la palabra “bandido”, así como las malhechor, facineroso, plagiario, vandalismo, salteador, y otras de contenido semejante, categorías eminentemente políticas, y que aparecen obsesivamente en la documentación de la época, se integraban sistemáticamente en un lenguaje cotidiano y compartido que expresaba al contrario, al enemigo, y al conflicto armado. Lo que Vanderwood y muchos otros después de él describieron como bandidaje se trata, en realidad, de la guerra. La violencia ejercida por los grupos armados contra particulares y pueblos enteros -sobre cuando se hacían de armas, caballos y dinero- parecía confirmar y justificar ese lenguaje. Pero a pesar de esta violencia -cuyos mecanismos eran comunes a todas las partes-, insurrección y bandolerismo, aunque relacionados, son fenómenos esencialmente distintos y describir una cosa por la otra es, claramente, un acto político. Para los actores involucrados en los conflictos armados, el uso de términos como el de “bandido” tenía sentido, y ese sentido es lo que se debe investigar. Pero no existe razón para transformar esas categorías en instrumentos de análisis. La interpretación literal de los discursos de la época sobre el bandolerismo ha llevado no sólo a replicar los argumentos utilizados por los distintos gobiernos para reprimir movimientos de carácter político, populares o no, sino también a concebir el pasado como un caos motivado por intereses exclusivamente individualistas.
Para entender la producción de discursos sobre el bandidaje, la idea de un código podría ser pertinente. Por un lado, en los ámbitos de producción política del bandolerismo analizados en este trabajo, las referencias a las acciones de bandoleros parecen con frecuencia conformar un sistema casi cerrado. Los acontecimientos que se describen, recurrentemente se presentan como desconectados del conjunto de acciones bélicas que constituyen la guerra. Las acciones de las numerosas guerrillas que pululaban por todo el territorio eran descritas como la obra de bandidos con intereses particulares, reforzando la idea del bandido “que sólo quiere su parte”. Desarticuladas de su contexto y reducidas a esfuerzos individuales de forajidos, las acciones de guerra sólo pueden transformarse en la imagen arquetípica del bandido. Pero esta idea no se sustenta. Los robos, asaltos, plagios y rescates que se describen, estaban bien articulados en un conjunto integrado de acciones de guerra dirigidas a la obtención de armas, caballos y otros recursos para mantener guerrillas, en una especie de economía guerrillera. Esta puede definirse como los procesos y estructuras organizativas a través de los cuales los múltiples grupos armados se hacían de los bienes materiales para continuar la batalla, en un contexto dominado por la bancarrota. Sus mecanismos principales fueron siempre violentos: la leva y los préstamos forzosos, individuales o colectivos; pero también el asalto, la imposición de peajes en los caminos y el plagio. Se imponían rescates no sólo por humanos, también por caballos, bueyes, vacas, burros e inclusive por las cargas de maíz y otros productos quitados a arrieros, hechos que pueden parecer curiosos, pero que son indicadores de penuria y de escasez. Sólo es por la fuerza de la desconexión de estas acciones con otros eventos y de acomodarlas bajo el molde del bandolerismo, que se presentaban como eventos individuales.
Por el otro lado, los discursos sobre el bandolerismo utilizan un repertorio de signos bastante convencionales. Están estructurados por una narrativa sobre la violencia que recurre siempre a los mismos elementos para describirla: el plagio, el incendio, el asalto, el estupro, el feroz deseo individual motiva al bandido. Más que representar los objetos de la realidad, parecen representaciones de una actitud, expresada en un molde habitual. Y a medida que la guerra se tornaba más violenta, como cuando se volvía una lucha de guerrillas, puede percibirse que ese lenguaje, de manera ejemplar en la prensa, se hace más feroz, insidioso, irreflexivo, dominado por lugares comunes que señalan la predilección del enemigo por matar mujeres, niños y ancianos. Nada de esto le quita seriedad a los hechos a los que se refieren y que los inspiraba. La violencia era real, atroz, indignante. Es fácil imaginar un paisaje de haciendas quemadas, pueblos abandonados, humildes campesinos huyendo hacia lugares más seguros, por caminos plagados de ladrones y sembrados de cadáveres. No hay dificultad alguna en entender cómo en un siglo y una época dominada por el constante conflicto armado, la vida cotidiana pudo haber estado estructurada por la violencia, el saqueo y el bandidaje. Sin embargo, en los discursos y noticias no son a los bandidos a quienes vemos, sino es siempre el enemigo encarnando la forma de bandolero.
En otras palabras, el discurso sobre el bandolerismo constituía un sistema de significación para referirse a una cosa distinta; es decir, “bandolero” tenía una función simbólica. Por medio de él se representaba al enemigo y a la guerra. Y parece que este uso estaba integrado a un marco más general que fijaba su sentido. La necesidad de designar al Otro como esencialmente distinto, como no igual, es una operación mental común en las guerras. Se erigen nociones opuestas que establecen una diferencia fundamental entre los protagonistas enemigos. La mirada de Sémelin (2009) sobre la violencia colectiva, ha sido esclarecedora a este respecto. El rebajamiento, la animalización, la cosificación del otro, en fin, la negación de su humanidad, son mecanismos de la masacre. En el enfrentamiento entre liberales y conservadores en Colombia durante el periodo conocido tenebrosamente como La Violencia (1946-1964) y en el enfrentamiento entre grupos insurgentes, paramilitares y las fuerzas armadas en la década de 1990, por ejemplo, distintas operaciones semánticas dirigidas a convertir al otro en no humano, animalizándolos, funcionaron como metáforas de la dominación (Kalivas, 2004; Uribe, 2004).
En el siglo XIX en México, en los discursos políticos predominantes, particularmente durante la guerras de Reforma e intervención francesa, aunque en ocasiones se llamen tigres y chacales, son otras las categorías predominantes que sirven para definir al contrario y establecer la distinción: malhechor, plagiario, salteador, facineroso, entre otras. Son términos directamente relacionados con la naturaleza de los conflictos en juego, que es el de organizar una sociedad política. Liberales y conservadores tenían ideas distintas de hacerlo, pero ambos basaban su discurso igualmente en nociones particulares de orden.34 No se trataba, pues, de localizase mutuamente como culturalmente distintos, sino como políticamente diferentes y antagónicos. Discursivamente se constituyeron, explícitamente, en una verdadera contradicción. La categoría bandido se definía, así, mediante una simple contraposición. No es bandido quien quiebra la ley y comete algún delito, atentando contra la vida o la propiedad. El bandido, es decir, el enemigo, el Otro, es la negación de la sociedad. Y al definirlo como tal, o al definirse mutuamente como tales, operaba una segunda negación, la de la guerra misma. La confrontación armada se transforma en una simple ola de atracos en un mar individualista. La represión ejemplar del bandolerismo es, en consecuencia, la defensa del orden, de la justicia y la legalidad, de la moralidad, del progreso y la civilización. El discurso sobre el bandido, pues, condensa las oposiciones y contradicciones del conflicto, ideológico y armado, entre los diferentes grupos políticos.