Introducción
A mediados de la década de 1530, los primeros obispados instituidos en el virreinato de la Nueva España afrontaban serias dificultades organizativas, soliviantadas, además, por la pastoral evangelizadora que estaban conduciendo en paralelo las órdenes franciscana, dominica y agustina. Así, en la diócesis de México, las quejas del mitrado fray Juan de Zumárraga se orientaron hacia los limitados recursos de los que disponía, y los consiguientes obstáculos económicos que acarreaba en las rentas, las prebendas y los salarios para el sostén de canónigos y clérigos (Castillo Flores, 2018, pp. 45-59). En Michoacán, el primer ordinario investido, Vasco de Quiroga, tuvo que oponerse muy temprano a la “penuria financiera” que fustigaba su obispado (Mazín, 1996, pp. 103-111 y 98-110). Y, en Antequera/Oaxaca, el prelado Juan López de Zárate afrontó complicaciones similares, con las escasas dotaciones y los irrisorios impuestos que se mandó recaudar en su jurisdicción (Vila Vilar y Sarabia Viejo, 1985, pp. 243-249). Aun cuando la Corona y la Real Audiencia de México intentaron mitigar ese malestar en las tempranas haciendas episcopales novohispanas, mediante asignaciones limosneras,1 e incluso con la concesión temporal de encomiendas eclesiásticas a sus titulares,2 resulta obvio que parte del hostigamiento económico que sufrían esas diócesis se debía a su incapacidad por percibir el diezmo entre los indígenas, revocado formalmente por Isabel de Portugal y Carlos V en 1530 y 1533 (Puga, 1563, fols. 88r-88v).
En efecto, por su condición de catecúmenos y neófitos en el cristianismo, los naturales de Nueva España fueron exonerados por un tiempo del pago de la contribución. Esa exención momentánea estimuló, no obstante, la disposición de la Corona, el Consejo de Indias y otros agentes civiles o eclesiásticos a escudriñar entre los indígenas varios canales subsidiarios de tributación tradicional, y no implantada. Fue así cómo, en 1534, -y con un previo parecer remitido por el religioso dominico Domingo de Betanzos y el obispo Zumárraga al órgano consultivo indiano- Carlos V giró un mandamiento a la Audiencia mexicana,
[…] para que, en lo que toca a las tierras que los indios tenían [en su gentilidad] adjudicadas a los templos vanos suyos y papas, os informéis y sepáis qué tierras son las susodichas, y de qué cantidad y calidad, y quién las posee ahora, y con qué título, y si podrá dar parte de los frutos que se cogiesen en las dichas tierras, así para las fábricas [de las iglesias] como para sustentación del clero (Puga, 1563, fols. 89v-90r).
De hecho, varias serían las consideraciones que Betanzos y Zumárraga tuvieron en cuenta al dar noticia de la existencia de esas supuestas “tierras […] de los templos vanos suyos y papas”, referidas convencionalmente en la literatura científica con los nombres en lengua náhuatl de teotlalli o teopantlalli (Caso, 1963, p. 869; Gibson, 1978, p. 253; Lockhart, 1992, pp. 156-157). Ciertamente, Betanzos -como fraile y superior dominico que había transitado ya por los valles centrales de Oaxaca- debió estar al corriente de las instrucciones, reales cédulas y provisiones que, entre 1531 y 1533, se habían emitido en favor del concejo y cabildo de la villa española de Antequera, a fin de que sus vecinos gozaran, a título de bienes de propios o ejidos, de aquellas “tierras que los naturales tenían dedicadas, apropiadas y señaladas para sus ídolos e sacrificios” (Paso y Troncoso, Zavala, 1939, p. 96),3 y de “las tierras de Cochilobos, las tierras de Moctezuma y otras” (Iturribarría, 1955, p. 63). Por su parte, Zumárraga tampoco tuvo que ser ajeno a los reclamos semejantes presentados por el ayuntamiento de la ciudad de México, que, desde 1529, solicitaba la restitución de una serie de terrenos y pueblos que, se decía, habían servido a Tenochtitlan-Tlatelolco en la antigüedad (Bejarano, 1889, p. 14). Y es que los inmuebles ceremoniales indígenas, así como sus riquezas adscritas, estaban siendo igualmente objeto de pesquisa y demolición.4 Más aún: Zumárraga hasta se planteó la posibilidad de acoger varios matrimonios y familias de moriscos cristianos procedentes de Granada, con el objetivo de que conviviesen con los naturales, labrasen sus tierras y los fuesen instruyendo tanto en las técnicas del cultivo de la seda como en la nueva civilidad católica (García Icazbalceta, 1881, p. 113).
Llegados a este punto, resulta conveniente apostillar que la historiografía ha venido prestando atención a esa incuestionable influencia que el mundo nazarí hispanomusulmán desempeñó en el establecimiento del orden virreinal americano, a través de la importación de modelos de organización eclesiástica (Garrido Aranda, 1979), de receptoría judicial (Cunill, 2019, p. 43), o incluso de judicatura y composición concejil en los ayuntamientos (Graubart, 2015, pp. 195-228 y 2022, pp. 110-158; Rovira Morgado, 2016, pp. 80-98), entre otros aspectos no menos relevantes. Sin embargo, muy poco es lo que se ha sondeado y dilucidado en relación con la transculturación y resignificación en la Nueva España de ciertas modalidades islámicas de tenencia sobre la tierra, sistemas de tributación de rentas y censos, tipologías hacendísticas o hasta donaciones piadosas para el sustento de las instituciones religiosas, conocidas en el idioma árabe como waqf, o habis, en su variedad dialectal magrebí-andalusí (castellanizado en habiz o bienes habices) (Hallaq, 1995, p. 31).
Por consiguiente, el presente estudio contextualiza una serie de documentos oficiales, expedidos entre 1536 y 1544, en los que las teopantlalli novohispanas -y su reconceptualización en cuanto que bienes habices indígenas- figuran como constructos hermenéuticos virreinales de dominación imperial. Más allá de presentar la atmósfera jurídica que facilitó su oportuna alusión, argumentaremos asimismo que ambas categorías fueron empleadas como dispositivos de interpretatio y traducción cultural de varias facetas indígenas, utilizando, para ello, un reflejo analógico con otras sociedades no-cristianas. Veremos, del mismo modo, cómo el uso de ambos términos en esta producción normativa y epistolográfica novohispana respondió también a la necesidad de forjar mecanismos de secularización ontológica y reconfiguración semiótica de la sociedad indígena, desgajando artificialmente una pretendida esfera religiosa de otra de tipo civil.
Breves apuntes sobre arquitecturas ceremoniales, bienes agregados y especialistas rituales en el México central y Oaxaca a finales de la época prehispánica
Para entender, pues, por qué tanto las autoridades episcopales de México y Oaxaca como la Corona se obcecaron en esos años por referenciar los disfrutes agrícolas religiosos y los bienes habices de raíz nazarí en su tipificación de las tierras y las rentas indígenas de la Nueva España, resulta inexcusable que efectuemos una aproximación sucinta a varias peculiaridades presentes en la antigua cosmovisión nativa. Ciertamente, un elemento distintivo de las sociedades prehispánicas afincadas en Mesoamérica fue no atribuir una diferenciación nítida entre el poder religioso y el político (López Austin, 1989 [1973], pp. 47 y ss.; Broda, 1976, pp. 37-66; Olivier, 2008), así como el hecho de compartir una matriz de pensamiento común, o “núcleo duro”, que aglutinaba unicidad gnoseológica y diversidad cultural (López Austin, 2001, pp. 47-65). En consecuencia, y cuando menos en el período Posclásico Tardío (ca. 1200-1521), las dos regiones que son objeto de nuestro estudio evidenciaron patrones rituales afines, pero notables particularismos idiosincráticos.
Así, en el México central, cada soberanía regional (o altépetl, en náhuatl) tejió alrededor de su divinidad patrona y templos unas señas de identificación y orgullo identitario local (Smith, 2006, pp. 257-290; Navarrete Linares, 2011, pp. 259-514). En los populosos centros rectores de Tenochtitlan-Tlatelolco, Tetzcoco o Tlaxcala, existía un gradiente funcional en los espacios de culto, que, en términos generales, englobaba los grandes recintos ceremoniales de cada lugar (huey teocalli), inmuebles religiosos preeminentes (iteopan, teopancalli, tzacualli y ayauhcalli, entre otros), edificios de espiritualidad vecinal (calpulco), y plataformas, adoratorios, altares y aras callejeros (momoztli, cihuateocalli, temalácatl, cuauhxicalli o ichialoccan) (Mazzetto, 2014; González Torres, 2023). Ciertas arquitecturas religiosas disfrutaban allí de recursos materiales y humanos anexados, procedentes tanto de haciendas particulares (tecuhtlalli, tecpillalli, pillalli, yaotlalli) como de bienes con un presunto carácter colectivo, ya fuera público gubernamental (tlatocatlalli) o comunitario vecinal (calpullalli).5 Y es que, en Tetzcoco, el cuidado de los templos, los jardines de placer y las residencias reales ubicados en los sitios de Acatetelco y Tepetzinco-Huatepec estaba encomendado a los campesinos terrazgueros del barrio de Atenco (Hicks, 1978, pp. 129-152).
De igual modo, en Tenochtitlan, el recinto del Huitznáhuac se construyó por iniciativa del gobernante Motecuzohma Ilhuicamina, quien lo dotó con la ayuda que los dirigentes de Tetzcoco y Tacuba prestaron para su erección (Torquemada, 1975-1983 [1615], p. 210). El barrio de Tlatelolco contribuía, igualmente, enviando cuadrillas de trabajadores para los reparos recurrentes de este espacio (Carrasco, 1996, p. 169), que percibía asimismo rentas agrarias transferidas de la serranía de Huixachtitlan (Rovira Morgado, 2014, pp. 200-201). A pesar de que existió un sacerdocio especializado en la gestión ceremonial de esos templos -incluyendo un escalafón integrado por una multiplicidad de oficiales, como los tlamacazton, tlamacazqui, tlenamacac o teopixqui, entre muchos otros- (Sahagún, 2001 [1577], pp. 309-310), es de notar que, entre los antiguos nahuas, fue habitual que señores y principales asumiesen también la ejecución de roles rituales (Dehouve, 2013, pp. 37-68; Peperstraete, 2023), contribuyendo seguramente con sus propios patrimonios a satisfacer la actividad cultual que tenía lugar en tales emplazamientos. De nuevo, Tenochtitlan ofrece algunos visos, puesto que la dignidad del cihuacóatl -vinculado a la diosa homónima- tenía acceso a tenencias agrarias privativas en el vecindario rural de Atlixocan,6 así como el mandatario Atlixeliuhqui -encargado del culto al numen Opochtli- explotaba igualmente sementeras allí (Reyes García et al., 1996, pp. 94-103).
Si la imbricación de los gobernantes y nobles en esa compleja vida ritual se intuye para las sociedades indígenas del centro de México, esta circunstancia aflora sin ambigüedad en el área neurálgica de Oaxaca, ya que para el mundo zapoteco y mixteco esas dos dimensiones del poder resultaban completamente indisolubles (Flannery y Marcus, 2003 [1983], p. 132). Las soberanías locales (o quéche, en lengua zapoteca) presentaban allí poca densidad poblacional, hábitat disperso y escasas aglomeraciones de arquitectura monumental. De hecho, esos asentamientos oaxaqueños se asemejaban más bien a casas señoriales, que reconocían tanto una subordinación a los jerarcas hegemónicos (o gehui coqui) del centro de Zaachila/Teotzapotlan como una primacía de Mitla, el gran complejo ceremonial de los valles centrales (Smith y Berdan, 2003, p. 28; Robles García, 2016). Eran, precisamente, los miembros de las parentelas de la aristocracia zapoteca los seleccionados para encargarse del culto a Bezelao -deidad del inframundo- en Mitla, donde los señores, principales y capitanes disponían asimismo de estancias residenciales y se enterraban (Acuña, 1984, p. 260; Burgoa, 1934 [1672], pp.123-125 y 168).
Al igual que en otros puntos de la geografía mesoamericana, en Oaxaca existían también pequeños altares y adoratorios (pecogoxitenipezeelao), edificios rituales de mayor entidad (yohotao) y recintos religiosos de integración interregional (yohopehe) (Córdova, 1578, fols. 24r y 396v), siendo esas arquitecturas conceptualizadas como casas públicas, con plazas para acoger una elevada concurrencia de personas (Lind, 2015, pp. 107-108). Su custodia recaía, además, en diferentes rangos estratificados de especialistas nobiliarios, tales como los huià tào, huezàa yèche, copa pitào o pigàana, por citar los más relevantes (Córdova, 1578, fols. 299v, 349v y 367r). Pero, por mucho que dispongamos de registros lexicográficos zapotecos coloniales que atestiguan la existencia de “primicias de los frutos, mazorcas” (conapichohui) y de “molenderas que molían antiguamente para la casa del demonio, que habían de ser vírgenes” (penigonayona) (Córdova, 1578, fols. 271v y 327v), prácticamente nada es lo que ha trascendido sobre las tenencias específicas y los particulares que suministrarían tales productos y trabajadoras cualificadas. Cabe apuntar que, a semejanza de la estructura agraria prevaleciente entre las etnias nahuas orientales y popolocas del valle de Puebla-Tlaxcala -centrada en la explotación señorial, o teccalli- (Lockhart, 1992, pp. 102-110), en Oaxaca predominaron igualmente las modalidades económicas vertebradas en torno a las tierras patrimoniales de la elite zapoteca (Oudijk, 2000, pp. 73, 131 y 221), tal vez conocidas con el nombre de làache, o “heredad, jurisdicción” (Córdova, 1578, fol. 390r). Altas autoridades, señores y nobles segundones serían, por lo tanto, quienes en la Oaxaca prehispánica asignaron dotaciones de sus haciendas para mantener el boato y la manutención de diputados e instituciones rituales, de entre las cuales sobresalió en Mitla el culto de Bezelao, numen omnipresente de los valles centrales.
Imaginario musulmán, derecho agrario andalusí y legados piadosos nazaríes en los obispados novohispanos
Fue, precisamente, Oaxaca uno de los territorios incorporados a la Monarquía Hispánica que, a ojos de los conquistadores, beneméritos y vecinos castellanos, mostró mayores resonancias culturales con un mundo islámico que recientemente había sido también sometido en la Península Ibérica.
En efecto, los primeros occidentales que entraron en contacto con los zapotecas quedaron estupefactos al atribuirles una estrecha similitud con la vida de los mahometanos. Así, Gonzalo de Sandoval, a su paso por el señorío de Xaltepec, durante la campaña de conquista de Tehuantepec en 1521, se asombró de ver cómo sus señores y principales le recibieron con indumentarias “a la manera de albornoces moriscos” (Díaz del Castillo, 1970 [1575], p. 569). Doce años más tarde, cuando un grupo misionero franciscano dirigido por fray Martín de Valencia pasó por Mitla, su arquitectura le maravilló a tal punto que aparejó su decoración a los “artesones” (Motolinía, 2014 [1541], p. 183), típicos del arte andalusí y mudéjar. Hasta el fraile dominico Juan de Córdova, en su célebre vocabulario zapoteca, se atrevió a realizar una elucubración terminológica sobre “líchi pezèláo” (literalmente, “casa de Bezelao”), traduciéndola como “mezquita de Mahoma” (Córdova, 1578, fol. 267v).7 Y un correligionario suyo, fray Pedro de Feria, fue un paso más allá, cuando en su Doctrina xpiana en lengua castellana y çapoteca incorporó dos ilustraciones presentes en la obra Improbatio alcorani seu libellus contra legem sarracenorum (Ricoldo de Montecroce O.P., siglos XIII-XIV), en las que figuraba un religioso dominico doctrinando a musulmanes (Feria, 1567, fols. 19r y 58v; Frassani, 2017, p. 139).
No causa desconcierto, pues, que cuando Juan López de Zárate, primer obispo de Oaxaca, se trasladó a su sede hacia 1535-1537 existiese ya un poso sociológico propenso a equiparar la cultura de sus feligreses zapotecos con la alteridad islámica, y más aún cuando los fundadores españoles de la villa -como Juan Peláez de Berrio- habían sido originarios o avecindados de Granada (Doesburg, 2022, pp. 14, 17, 817). De ese modo, Mitla fue repensada como una gran mezquita aljama, la adoración universal a Bezelao se asimiló al culto de Alá, y, como veremos en breve, las asignaciones regulares de los patrimonios aristocráticos zapotecos -destinadas a amparar templos y especialistas- se identificaron con los bienes habices de la tradición nazarí.
Es imprescindible puntualizar que una parte de la familia que acompañó el prelado a Antequera tenía profundas conexiones con el reino de Granada, ya que su hermana, Ana de Zárate, estaba casada con Rodrigo Enríquez de Jerez, antiguo capitán que sirvió en la conquista del emirato, y ambos habían residido temporalmente en Guadix antes de trasladarse a la Nueva España (Schwaller, 1987, pp. 41-42). De procedencia granadina fue, igualmente, su primer deán, Pedro Gómez de Maraver, cuyo padre fue abogado en la Real Chancillería local (Cuevas, 1921, p. 342; Schwaller, 1987, p. 27). En realidad, la instalación en Oaxaca de vecinos y cargos eclesiásticos vinculados al reino de Granada complementaba el cuadro de oficiales existente en la Real Audiencia de México y en el palacio virreinal de la capital. Ciertamente, es bien sabido que el clérigo Sebastián Ramírez de Fuenleal -presidente del alto tribunal novohispano, de 1530 a 1535- había sido ya oidor en la Real Chancillería granadina, así como que el ya citado Vasco de Quiroga había frecuentado sus ambientes institucionales. No cabe olvidar tampoco que Antonio de Mendoza, primer virrey llegado en 1535, era hijo de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, nombrado por los Reyes Católicos alcaide de la Alhambra y capitán general de Granada. Dado, además, que dichas personalidades ya habrían estado habituadas a la consulta de los archivos palatinos nazaríes, a la actividad procesal por inmuebles que se generó en la Real Chancillería de esa ciudad,8 así como a la recaudación de diezmos, primicias y otras rentas para la catedral metropolitana del reino (Cabanelas, 1988, pp. 29-54; Marín López, 1996, pp. 357-384; Cabrera Ortiz y Vílchez Vílchez, 2014, pp. 149-166), es lógico pensar que toda esa experiencia administrativa se puso al servicio del gobierno de la Nueva España, re-semantizando, para ello, presuntos nexos homotaxiales con el mundo indígena.
Prueba de ello sería la información contenida en los pareceres sobre modos de uso agrario entre los naturales novohispanos, que se remitieron en esos años a la Corona. Así, en 1532, el presidente Ramírez de Fuenleal giró una carta en la que plasmaba la existencia de tierras patrimoniales de señores y principales -a las que sumaba las de los “valientes hombres de México”, recibidas por merced de los antiguos gobernantes de Tenochtitlan-; tierras de señorío; y tierras de arriendo y comunes, siendo estas últimas aquellas que “dellas [pueblos y barrios] mantenían á los principales que gobernaban, y compravan las ofrendas y gastos de sus templos, y cumplían sus fiestas” (Ramírez de Fuenleal, 1870 [1532], pp. 257-258). Hacia 1538 o 1539 -muy probablemente en respuesta a varias reales cédulas expedidas para que Mendoza destruyese templos prehispánicos e informase sobre sus tierras adjuntas- (García, 1907, pp. 65-67; Solano, 1991, pp. 164-165), el círculo de la corte virreinal elaboró un memorándum adicional. De nuevo, se habló tan solo de “tierras de guerra” (en náhuatl, yaotlalli), “tierras de señorío” (tlatocatlalli) y “tierras particulares de pueblo o barrio” (calpullalli).9
Contrariamente a lo que se podría esperar, este estatuto jurídico tripartito que se atribuye a las tenencias nativas en ambos documentos no se acomoda a los cuatro o cinco tipos de posesión que el derecho común medieval de tradición romana-justinianea reglamentaba en res publicae (bienes estatales), res communes (bienes comunes y concejiles), res universitatis (bienes de propios), res privatae (patrimonios particulares) y res nullius (pertenencias divinas y sagradas, adueñables) (Serna Vallejo, 2005, pp. 969, 972). Con casi total seguridad, este esquema de tres modalidades de ocupación y disfrute sobre la tierra tendría más bien un sugerente eco en las disposiciones jurisprudenciales del fiqh malikí, relativas al derecho agrario en la esfera cultural magrebí-andalusí, y que los autores de esos textos novohispanos pudieron conocer por su familiaridad con Granada y el mundo hispanomusulmán.10 Ello abogaría por la incidencia que manifestó el derecho local de los lugares de procedencia de los primeros residentes españoles en la configuración de la temprana cultura jurídica novohispana, en unos términos equiparables a los planteados para otros espacios coloniales americanos (Tomlins, 2010, pp. 278, 295, 308).
Y es que, en la antigua Granada, habían existido las mamlȗka, o tierras apropiadas de titularidad individual o familiar, cuyo origen se remontaba como gratificación a los combatientes contra los infieles cristianos; el mawat, o inmuebles baldíos de titularidad pública, pertenecientes tanto al emirato como a la comunidad de musulmanes; y, finalmente, el ḫarīm, o tierras comunales, en las que se incluían las mezquitas (Trillo San José, 2003, p. 151; Abboud-Haggar, 2008, p. 477). Es más, los propietarios de las haciendas mamlȗka podían convertirse en custodios de un bien particular -el habiz- cuyos frutos se donaban a perpetuidad para utilidad pública. Conviene enfatizar que, en Al-Andalus y el emirato nazarí de Granada, la aplicación de esos bienes habices abarcó objetivos benéficos, religiosos, bélico-defensivos, culturales y funerarios. Asimismo, mezquitas aljamas, madrazas y otras arquitecturas coránicas menores -como mezquitas vecinales, rábidas, hospitales, zagüías y morabitos- disfrutaron igualmente de su apoyo (García Sanjuán, 2002, pp. 169-255; Carballeira Debasa, 2002, pp. 67-189).
Es preciso advertir que, en Granada, la mayor parte de esa compleja estructura tributaria religiosa se mantuvo inalterada tras la firma de las Capitulaciones, a finales de 1491. A tenor de la política inicial de tolerancia, los Reyes Católicos accedieron allí, de manera transitoria, a no “quitar sus mezquitas, ni sus torres, ni los almudanes, ni les tocarán en los habices y rentas que tienen para ellas […], quedarán a cargo de los alfaquís” (Mármol Carvajal, 1797, pp. 89, 96). No obstante, después de la revuelta del Albaicín (1499) y de la firma de la Real Pragmática de conversión forzosa de la población mudéjar (1502), el destino de los bienes habices cambió. La Corona determinó clasificarlos entonces en varios lotes rentísticos, beneficiando al propio erario regio, a algunas mercedes particulares, al rescate de cautivos, a los recursos concejiles y, finalmente, a la fiscalidad del naciente arzobispado (Vincent, 1985, pp. 85-86; Hernández Benito, 1990, pp. 36, 40, 57 y 98). De hecho, con la institucionalización de la red de diócesis sujetas a esa sede metropolitana, se estructuró la hacienda arzobispal. Por ejemplo, en el ya citado obispado de Guadix, se registraron para la fábrica mayor de la catedral regional todas las posesiones y réditos que tuvo su antigua mezquita mayor.
Las parroquias locales -como la almeriense de Abla- y sus sufragáneas replicaron el modelo a escala rural, aportando habices de las rentas de huertas, viñedos y árboles frutales (Garrido García, 1997, pp. 83-111). En los templos locales del valle de Lecrín, los habices eclesiásticos contemplaron la explotación de bienes raíces campestres, pero también los beneficios y rendimientos urbanos de tiendas, talleres, hornos y almacenes (Padilla Mellado, 2010, p. 152). Es más, la Iglesia mayor de Granada disponía de dotaciones habizales propias en ese mismo valle, heredadas de la etapa islámica (Espinar Moreno, 2015, pp. 51-80), lo que nutría, entre otras muchas contribuciones, las arcas del cabildo catedralicio metropolitano (Garzón Pareja, 1974, p. 66; López-Guadalupe Muñoz, 2000, pp. 75-106).
Fascinados, pues, por esa exitosa organización de la Iglesia granadina, los obispos López de Zárate y Zumárraga iniciaron una fructífera relación epistolar con el titular de su sede, el arzobispo Gaspar de Ávalos (1528-1542). Puesto que, en una respuesta que este último les remitió el 10 de febrero de 1538 se aclaraba que había recibido ya de la Nueva España “cartas de vuestras merçedes […] añejas”, cabe deducir que hubo diferentes misivas, y que habrían sido remitidas, por lo menos, desde 1536 o 1537. En su contestación a los mitrados novohispanos, Ávalos abordó consejos teológico-jurídicos acerca de la servidumbre y la esclavitud indígenas, la dispensa del bautismo entre los naturales y las fiestas que estos debían guardar, ofreciéndose, en lo subsiguiente, a “alunbrallos y edereçallos y servirse en todo aquello en que pusiere la mano” (Marín López, 2006, pp. 267-271).
A la luz de estas comunicaciones y peticiones transatlánticas, se entiende igualmente cómo Isabel de Portugal, a suplicación de Cristóbal Campaya, canónigo de la catedral de México, expidió un mandamiento al virrey Mendoza el 8 de octubre de 1536. Este procurador eclesiástico había notificado previamente que “al tiempo que los indios naturales de estas partes no conocían a Dios y eran idólatras, tenían muchas tierras que solían labrar: y el fruto que así cogían en ellas era asignado para el servicio de sus ídolos y lo daban y presentaban a los falsos ministros de sus cúes”. Con lo que rogaba a la Corona que “las tierras que así los dichos indios tenían diputadas y asignadas para sus ídolos se diesen a la dicha iglesia [catedral de México] y fábrica de ella” (Solano, 1991, p. 155). De nuevo, Zumárraga, López de Zárate y también el obispo de Guatemala giraron una misiva similar a la Corona en 1537. En esa ocasión, se comentó a Carlos V que, en vista de que los indígenas “davan largas ofrendas y dadivas voluntarias á sus teuchales y templos y papas y ministros, no se les haria de mal dar a Dios por via de diezmo alguna cosa”. Se solicitó que se tuviese a bien “mandar aplicar y hacer limosna a las iglesias de aquellas tierras y posessiones de sus templos e adoratorios” (Salazar Andreu, 2005, p. 23). Y una real cédula, fechada a 8 de abril de 1538, fue aún más lejos, puesto que se terminó de asimilar la estructura y organización de esa fiscalidad prehispánica precisamente con el referido modelo impositivo granadino de los bienes habices. En efecto, Isabel de Portugal, a instancias de López de Zárate, conminó finalmente a que:
Don Antonio de Mendoza, nuestro virrey y gobernador de la Nueva España, y presidente de la nuestra Audiencia y Chancillería Real que en ella reside, por parte del reverendo y cristianísimo padre obispo del ciudad de Antequera, de la provincia de Oaxaca, me ha sido suplicado hiciese merced a la fábrica de la iglesia catedral de la dicha ciudad de las tierras que eran de los Ochilobos (sic) y de los paguas (sic) y teupiques (sic), que dizque son a la manera de habices del Reino de Granada, […] quiero ser informada qué tierras son estas y de qué calidad y qué cantidad hay de ellas y si, de hacer merced a la dicha iglesia catedral, venía algún daño o perjuicio a alguna persona, y a quién y en qué […].11
En agosto de ese año, Carlos V secundó la actuación de la reina regente, aunque, en la contestación que remitió a los prelados novohispanos, se les alertó de que “se informe de todas las tierras que hay y de los otros provechos que se daban á los dichos papas y á los cúes, y hoy conservan los caciques, y de qué valor son, y me envíe relación particular de todo ello; y que, entre tanto, se gasten los provechos de ello en las fábricas y ornamentos y sustentación de clérigos de las iglesias de cada pueblo” (García, 1907, pp. 47-48). En paralelo, el contacto epistolar con la sede granadina se mantuvo, puesto que, en 1542, el colegio catedralicio mexicano se comunicó de nuevo con el cabildo de su Iglesia, perseverando en saber cómo había resuelto la transferencia de los bienes habices de época nazarí a las arcas arzobispales (Roldán Herencia, 2010, p. 264). Y, aún en enero de 1543 y 1544, ese deán y cabildo mexicano imploraron una vez más a la Corona y al Consejo de Indias que “no menos será servido de mandar que las tierras de los cues o templos de ídolos que los indios naturales poseen en este obispado se apliquen a esta santa iglesia, como se aplicaron los abices de Granada, mayormente entre tanto los yndios no diezmen”.12
Teopantlalli y habices: limitación exegética, construcción interpretativa y discurso colonial
Del examen de este ciclo documental de 1536-1544 que acabamos de presentar, se coligen varias ponderaciones. Resulta altamente probable que ciertas juntas eclesiásticas, celebradas por los obispos novohispanos en la capital virreinal durante los años 1536, 1537, 1539 y 1541, fueron el foro propicio de reflexión y debate a los respectos que nos atañen (Gil, 1989, pp. 7-34; Gutiérrez Vega, 1991). En ellas, se discutiría qué acervo jurídico peninsular cabía presentar convenientemente ante Granada, el Consejo de Indias y la Corte para enmendar las maltrechas finanzas de las diócesis novohispanas, debido a la supresión temporal del diezmo indígena. Cabe presuponer, además, que esas juntas fueron el ámbito institucional en el que se prepararon las peticiones epistolares, y se recibieron igualmente respuestas oficiales o traslados de reales cédulas.
De hecho, un asunto no menos sugerente, que hace entrever el carácter construido e interesado de esas narrativas sobre las tenencias agrarias y rentas de las teopantlalli -recordemos: acopladas a los bienes habices granadinos-, fue el tratamiento semántico un tanto ambiguo que recibieron. Si bien en el despacho regio de 1534 se hablaba vagamente de frutos, el mandamiento de 1536 caracterizó ya a esas modalidades agrarias indígenas como frutos dados y presentados; la carta de los obispos de 1537, como largas ofrendas, posesiones y dádivas voluntarias; y la respuesta de Carlos V en 1538, como provechos. Todo ello invita a considerar que aquello que se convino catalogar como teopantlalli bajo la mirada colonial, en la anterior etapa prehispánica, no fue más que un conjunto de donaciones, usufructos, beneficios o aprovechamientos basados en asignaciones de sementeras, fuerza de trabajo y extracciones en especie, distribuidas en diferentes tipos de explotación sobre la tierra, ya fuera esta de tipo particular o presumiblemente colectivo (Harvey, 1984, pp. 84-90; Lockhart, 1992, pp. 156-157; Reyes García et al., 1996, pp. 53-54). No obstante -y según lo explicitado asimismo en la real cédula de 1538, la carta del cabildo mexicano a la Iglesia catedral de Granada en 1542, y las misivas giradas al Consejo de Indias en 1543 y 1544- podemos observar que, a medida que aumentó la preocupación por las rentas diocesanas, se intensificó el intercambio epistolar con Granada y se ejecutaron incautaciones económicas a la elite nativa, incriminada de idólatra por la inquisición apostólica mexicana (1536-1543),13 emergió la idoneidad de categorizar esos tipos agrarios como posesiones especializadas en el sostén de la antigua religión prehispánica, hibridándola con la “refracción especular” en la lucha contra el Islam y en los bienes habices nazaríes.
Y es que, a pesar de que surgieron incertidumbres iniciales sobre quiénes eran los tenedores de esos disfrutes agrarios, desde finales de la década de 1530 existió un consenso amplio alrededor de que señores y nobles indígenas los patrimonializaban. Denunciando entonces que la elite nativa de la post-conquista conservaba esos recursos (García, 1907, pp. 47-48), o que sus principales, mandones y mayordomos se habían “entrometido y aposesionado […] por su propia autoridad”, “tiránicamente” (Carrasco, 1967, p. 149), se tejió un relato discursivo de denigración y humillación institucional hacia el señorío natural, tildado de gentílico y usurpador de bienes y tierras colectivos. Desde los universos referenciales hispánicos fue cuajando, de ese modo, una falsa separación dentro de la sociedad indígena, lucubrada en una esfera de “gobierno espiritual” idolátrica -que cabía erradicar- y en un espacio con naturaleza de “gobierno temporal”, con formas del cómputo del tiempo, república y comunidad, abocadas a una salvaguardia mediante su acomodación a la poliçia christiana (Thouvenot, 2015; Botta, 2021, p. 259).14 Fue así cómo, ya en 1538, Carlos V determinó derogar el título de señores naturales a los mandatarios nativos -reduciéndolos a la dignidad de “caciques”-,15 resolvió seguidamente transferir su autoridad y jurisdicción a la Corona y la Real Audiencia de México, y rubricó las primeras ordenanzas civiles para el gobierno de los naturales, que empezaron a organizarse en congregaciones, municipalidades, cabildos y oficios de república propios (Carreño, 1944, pp. 130-135).
Conclusiones
Apartadas las tradicionales autoridades nativas oportunamente de sus parcelas de poder y de la mayoría de aprovechamientos agrarios que hemos tratado en este estudio, resulta adecuado preguntarse qué ocurrió, en última instancia, con ellos. A pesar de que una parte considerable fue, con toda seguridad, objeto de despojo por parte de los encomenderos y las corporaciones concejiles españolas, o bien estuvo sujeta a adueñamientos y transacciones entre particulares, otro porcentaje debió quedar adherido a las tierras comunales de los pueblos y barrios nativos novohispanos (Gibson, 1978, pp. 263-264, 272; Carrasco, 1967, p. 149). Es más, el virrey Mendoza bien pudo adjudicarlos también, en la década de 1540, como bienes de propios de la gobernación en las nuevas municipalidades indígenas.16 Con ello, se confirmaría que algunos de esos usufructos y tenencias, una vez hallados, se recalificaron como inmuebles baldíos o de realengo, mercedados, seguidamente, por la Corona y sus jurisdicciones a las localidades nativas para satisfacer tanto sus gastos de república como su cristiandad. De hecho, unas reales cédulas de 1544, 1549 y 1550 plantearon que la población indígena ya se encontraba entonces en condiciones óptimas para empezar a diezmar (Puga, 1563, fol. 149r; Encinas, 1945 [1596], fols. 184-186),17 desatando, así, las tensiones que, durante la mitra del arzobispo mexicano Alonso de Montúfar (1554-1572), enfrentaron la Iglesia diocesana novohispana con las órdenes mendicantes evangelizadoras. Y es que no deja de ser sugestivo que reflexionemos si una parte de esos peculios de las antiguas deidades mesoamericanas fue utilizada en el culto doctrinero a los santos que cofrades y mayordomos indígenas empezaron a formalizar (Dierksmeier, 2020), una espiritualidad seglar practicada, igualmente, por sus semejantes de Granada al otro lado del Atlántico (García Pedraza y López Muñoz, 1997, pp. 377-392).