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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.42 no.167 Zamora sep. 2021  Epub 02-Dic-2022

https://doi.org/10.24901/rehs.v42i167.877 

Artículos originales

El Arquitecto Luis F. Molina y su impronta en Culiacán: Entrecruces de una biografía y una historia urbano-arquitectónica en el contexto del Porfiriato (1890-1911)

The Architect Luis F. Molina and his imprint in Culiacan: Crossroads of a biography and an urban-architectural history in the Porfiriato context (1890-1911)

José Daniel Chiquete Beltrán1 
http://orcid.org/0000-0002-6548-2325

Angélica de las Nieves Barrios Bustamante2 
http://orcid.org/0000-0001-9837-3240

1Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), campus Sinaloa dchiquete@hotmail.com

2Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, campus Sinaloa. angelicabarriosb@gmail.com


Resumen

En este artículo analizamos cómo la dimensión biográfica de un arquitecto y las condiciones propias de una época coincidieron para poder gestar, en tan solo veintiún años (1890-1911), una profunda transformación espacial en la ciudad de Culiacán, de modo que, aún después de un siglo, dichos cambios continúan siendo determinantes en la estructura e imagen urbana de la capital de Sinaloa, México. El texto muestra que los cambios en la arquitectura y el urbanismo de Culiacán durante las últimas dos décadas del Porfiriato fueron el resultado, no sólo de decisiones estilísticas, técnicas e ingenieriles, sino producto de los cruces de estos factores con otros de índole subjetiva y personal vinculados a la personalidad del arquitecto Luis F. Molina -quien se mudó de la Ciudad de México a Culiacán poco después de graduarse en la Academia de San Carlos- y de las condiciones sociopolíticas y culturales de la élite en el poder.

Entre los datos biográficos relevantes del arquitecto Molina cabe destacar su historia familiar, frustraciones sentimentales y laborales juveniles, aspiraciones personales y condiciones de clase social. Esta dimensión biográfica actuó inserta en las condiciones sociales, económicas y políticas propias de la élite porfirista de Sinaloa, a la que servía, y que fue la promotora de los cambios espaciales principales a través de los cuales buscaba marcar la ciudad con la impronta de su poder y prestigio. Así, este artículo analiza los entrecruces de una biografía y la historia urbana-arquitectónica de Culiacán durante un tiempo específico, claramente delimitado entre la llegada a la ciudad del arquitecto Molina (1890) y su salida como consecuencia del triunfo de la revolución maderista (1911). Nuestro método de análisis es un híbrido donde predomina la microhistoria, pero en relación de diálogo y complementariedad con la historia de las mentalidades, la antropología simbólica de Clifford Geertz, el concepto de representación de Roger Chartier y los análisis estilísticos propios de la crítica de la arquitectura y el urbanismo.

Palabras clave: Arq. Molina; Culiacán porfirista; microhistoria; espacialidad; entrecruces

Abstract

In this article, we analyze how the biography of the Architect Luis F. Molina and the conditions of a specific period (1890-1911) intersected to produce a profound spatial transformation in Culiacan, the capital city of Sinaloa, Mexico. Over a century later, the transformations produced by this intersection still give decisive shape to the urban and visual landscape of the city. The changes in the architecture and urban landscape of Culiacan during this period, the last two decades of “the Porfiriato,” resulted not only from stylistic, technical, and engineering decisions but also from how these decisions were shaped by factors of a subjective and personal nature. Most important among these factors are the personality of the architect Luis F. Molina - who moved to Culiacan from Mexico City shortly after graduating from the San Carlos Academy- and the sociopolitical and cultural characteristics of the city’s ruling elite.

Among the relevant biographical data, this article highlights Molina’s family history, the frustrations, and sentiments that shaped his youth, his personal aspirations, and the conditions of his social class. Molina’s biography intersected with the social, economic, and political conditions of the Sinaloa Porfirian elite, combining to promote spatial changes through which this elite sought to mark the city with the imprint of its power and prestige. This article analyzes the intersections of a biography and the urban-architectural history of Culiacan during a specific time, bound by Molina’s arrival in the city (1890) and his departure, which resulted from the triumph of the maderista revolution (1911). Our method of analysis is a hybrid: microhistory predominates, but this history is in dialogue with the history of mentalités, the symbolic anthropology of Clifford Geertz, Roger Chartier’s concept of representation, and the stylistic analysis typical of architectural critique and urban studies.

Keywords: Arch. Molina; Porfirian Culiacan; microhistory; spatiality; intersections

Introducción: la biografía que impactó a una historia urbana-arquitectónica

El impacto del arquitecto Luis F. Molina en la conformación espacial de Culiacán, capital del estado de Sinaloa, fue trascendental. En apenas veintiún años (1890-1911) su intervención transformó la imagen y estructura urbana de esta ciudad y determinó también la tendencia de su posterior evolución. Llegó de la Ciudad de México en 1890, poco después de haberse graduado en la Academia de San Carlos, invitado por el Gobernador de Sinaloa, el Ingeniero Mariano Martínez de Castro, para construir un teatro en la capital sinaloense, donde se quedó a residir y en la cual gestó obras arquitectónicas de considerable relevancia. Los resultados de la obra del arquitecto Molina son palpables aún en la actualidad. Respaldado por los gobiernos estatales y municipales porfiristas, influyó no sólo en la conformación espacial de la modesta urbe que lo albergó, sino también en la sociedad culiacanense en rubros como el académico, el político y el cultural.

Nos proponemos mostrar que las transformaciones urbano-arquitectónicas que impulsó el arquitecto Molina en Culiacán durante las dos últimas décadas del Porfiriato fueron posibles, no sólo gracias a su talento profesional, sino también debido a las condiciones de su inserción en la élite sinaloense de su tiempo, la cual solicitó y respaldó sus propuestas de cambio porque deseaba marcar la ciudad con símbolos de poder, prestigio y distinción de clase. Molina entendió y concretizó las aspiraciones de este grupo privilegiado porque su biografía, personalidad y aspiraciones lo pusieron en condiciones de comprenderlas y asumirlas como suyas. En este sentido, se dio un entrecruce entre una situación histórica específica, la del Porfiriato en Sinaloa, con una poderosa élite asentada en Culiacán, con intenciones de llevar al terreno de los hechos materiales las aspiraciones del porfirismo con su anhelo de modernidad, progreso y orden, y un arquitecto cuya biografía lo había preparado como personaje idóneo para interpretar estos anhelos, identificarlos como propios y transformarlos en hechos concretos en el ámbito de la espacialidad urbano-arquitectónica.

Con base en lo anterior, planteamos la interrogante que guio nuestra búsqueda: ¿Qué interrelación se estableció entre la biografía del arquitecto Molina y las trasformaciones urbano-arquitectónicas que realizó en Culiacán durante el Porfiriato? Para que la respuesta a la pregunta anterior adquiriera una base más sólida y un alcance de mayor profundidad, de manera complementaria mantuvimos una atención permanente a un tema adjunto e indispensable, el cual también planteamos como cuestión de investigación: ¿Qué condiciones generales hicieron posible que el entrecruce de la vida de un individuo y de un grupo social marcaran espacialmente de manera definitiva una ciudad en una época específica?

Nuestro presupuesto de base es que la obra del arquitecto Molina fue posible gracias a la confluencia de varios factores, aunque nos limitaremos a analizar los entrecruces ya referidos, es decir, los que se dieron entre su personalidad (conformada sobre todo por mentalidad, formación, experiencia de vida, expectativas sociales, talento artístico) y las condiciones sociopolíticas y económicas de la población de Culiacán, especialmente de sus élites dirigentes. Se trata, pues, de analizar la mutua influencia de una biografía y una historia urbano-arquitectónica durante el Porfiriato en Culiacán.

Las obras urbanas y arquitectónicas realizadas por el arquitecto Molina en Culiacán han sido bien estudiadas (Llanes Gutiérrez, 2002 y 2012; Sandoval, 2002; Uzárraga, 2013; Chiquete, 2020), pero no se ha puesto suficiente atención a su personalidad, biografía y motivaciones profundas que guiaron su vida y trabajo. Consideramos que desligar una obra de su creador impide apreciar rasgos relevantes de la misma. Hay dimensiones de una creación artística que se entienden mejor conociendo las disposiciones de ánimo, preferencias y circunstancias de su generador. Por ello, nos acercamos al arquitecto Molina como el hombre del Porfiriato que fue; al capitalino que decidió partir a una provincia lejana y desconocida para él, quedarse en ella durante más de veinte años, transformarla en su conformación espacial, convertirse en un actor político influyente y llegar a ser imprescindible para la élite regional. Queremos revisar cómo la dimensión biográfica es relevante para entender mejor los aspectos esenciales de una contribución urbana-arquitectónica.

La tarea no es fácil pues no se dispone de fuentes de información suficientes para ello. En realidad, sólo disponemos de la propia autobiografía de Molina (2003), la que escribió en los años postreros de su vida, casi cuarenta años después de su salida de Culiacán, basada en recuerdos teñidos por la nostalgia. También fueron un aporte valioso las Actas de Cabildo trascritas y publicadas en los años recientes por el Instituto La Crónica de Culiacán. Nuestra reflexión se basa en primer término en estos documentos, procurando aprovechar la rica información que comparten, tratando de entender el trasfondo de ellos, de leerlos “entre líneas” como también “detrás de las líneas”, procurando encontrar tras la imagen que Molina quiso plasmar de sí mismo a la persona real que sustenta esa imagen.

Como parte sustantiva del método historiográfico, hemos recurrido a los aportes e inspiración de algunas obras imprescindibles. La microhistoria es la disciplina que nos ha proporcionado mayor auxilio más como recurso metodológico para realizar nuestro acercamiento a Molina (Almandoz, 2002; Gilly, 2012). De manera complementaria, también la historia de las mentalidades de la escuela de los Annales (Ginzburg, 2001), la antropología simbólica de Clifford Geertz (1973) y las “representaciones” de Roger Chartier (1992) proporcionaron elementos valiosos para construir nuestro método interpretativo. Consideramos que, como expuso este pensador: “La microhistoria intenta reconstruir, a partir de una situación particular, a partir de «lo normal-excepcional», la manera en que los individuos producen el mundo social” (Chartier, 1996, p. 21). Nosotros queremos señalar algunos elementos del “mundo social” de Molina que influyeron en su creación material.

En las últimas décadas se han multiplicado los estudios historiográficos con temas y personajes más delimitados que en épocas anteriores, centrados también en periodos de tiempo más breves, ya no tan orientados a la larga duración, sino con delimitaciones geográficas y temáticas más precisas. Los estudios focalizados, como algunos de los más relevantes de la microhistoria, prefieren enfatizar la contingencia y autonomía de las formas culturales, en lugar de exponer visiones generalizadoras. Según Arturo Almandoz (2002), la microhistoria es vista en los recientes años como “un planteamiento conceptual y metodológico referente al alcance del estudio, que suele ser asociado con una pequeña localidad o región, en lugar de un contexto nacional”. Otro de los autores que definen en esta dirección la tarea de la microhistoria es Adolfo Gilly, quien después de discutir los cruces que genera este método entre lo personal y lo familiar, local y general, regional y mundial, concluye que “en cada uno de esos puntos de intersección y en sus múltiples combinaciones se determinan focos de tensión sin cuya comprensión es imposible dar cuenta del movimiento interior que anima al proceso histórico” (Gilly 2012, p. 203.

Sustentados en estas perspectivas de la microhistoria, nos preguntamos sobre la personalidad, motivaciones, carácter y psicología de Molina, convencidos de que un mejor conocimiento del personaje podía ofrecer perspectivas nuevas para acercarse a algunos aspectos esenciales de su obra urbano-arquitectónica, como también de la sociedad porfirista de Culiacán.

En la certeza de que el lenguaje es una herramienta útil para comunicar, pero también para crear imágenes, inducir percepciones, definir distancias sociales, entre otras disposiciones, suscribimos la siguiente afirmación de Krzyztof Pomian (1999, p. 26): “la cultura aparece en esta perspectiva a imagen y semejanza del lenguaje: es el conjunto de los sistemas de signos, y las producciones humanas sólo forman parte de él si son sistemas de signos” [las cursivas son del original]. Consideramos que, tanto la autobiografía de Molina como las Actas de Cabildo de la época son también construcciones verbales que reflejan un mundo real, así como uno imaginado o cómo querían que fuera entendido. Por tanto, deben considerarse como productos culturales y productores de símbolos culturales. Sobre esta dimensión de las fuentes pusimos especial cuidado hermenéutico.

Nuestro presupuesto es que la obra del arquitecto Molina en Culiacán está directamente relacionada no sólo con su capacidad profesional, que fue notable, sino también con su estrategia social, aspiración de pertenecer a la élite porfirista de la región, auto comprensión de su persona y la mentalidad propia de su tiempo y clase social. Mostrar los “entrecruces” básicos generados por estos factores es el objetivo prioritario de nuestra exposición.

Luis Felipe antes de ser el arquitecto Molina: “infancia es destino”

Luis F. Molina llegó por primera vez a Culiacán el 22 de febrero de 1890, siendo un desconocido para todos los habitantes de la ciudad, excepto para el gobernador Mariano Martínez de Castro, quien lo había contactado en la Ciudad de México e invitado a ir a Sinaloa para hacerse cargo de la construcción de un teatro. Después de superar algunas dudas iniciales, aceptó el encargo y partió a la capital sinaloense, donde en poco tiempo se convirtió en un personaje de relevancia no sólo por su labor como “Ingeniero de la Ciudad”, su cargo oficial, sino también por su participación política y activa vida social, incluyendo su matrimonio -a los pocos años de haber llegado- con María Teresa de la Vega Amador, miembro de una de las familias más poderosas de la entidad ¿Qué condiciones de su personalidad, mentalidad y formación hicieron posible esta rápida y efectiva inserción en la élite de Sinaloa?

Con el apotegma “infancia es destino” planteó Sigmund Freud (2012) la tesis de que las personas están determinadas en su fase adulta por las condiciones que marcaron su niñez. Esta aseveración nos parece válida en el caso de Molina, al menos de manera parcial. Partiendo de su autobiografía, destacaremos algunos datos que nos permitan dibujar un cuadro de las condiciones de su infancia que pueda ayudarnos a entender mejor la personalidad del futuro arquitecto. Luis Felipe nació como primogénito el 13 de septiembre de 1864 en el pueblo de Ozumbilla, Estado de México, siendo sus padres José Molina Téllez y Luz Rodríguez Estrada (Molina, 2003, pp. 13 y 191). Posteriormente nacieron de este matrimonio otros cuatro varones y tres niñas. Esta familia también sufrió la pérdida de dos hijos en edad muy temprana (Molina, 2003, p. 151). La muerte prematura de los dos hermanos debió haber provocado en Luis Felipe un sentimiento de pérdida, como también en sus padres, quienes se esmerarán siempre en un cuidado especial por el resto de la progenie, especialmente por Matilde, quien sufría ataques epilépticos (Molina, 2003, p. 37).

La familia Molina Rodríguez mantuvo lazos estrechos con la parentela extendida. Tanto la familia nuclear de Luis Felipe, como la amplificada, pueden ser calificadas, un tanto anacrónicamente, como de clase media. Molina se referirá con frecuencia, y casi siempre de manera elogiosa, a sus tíos y primas. Su papá fue varios años director de la construcción del camino de México a Pachuca (Molina, 2003, pp. 22-23), lo que le aseguró durante un largo periodo una remuneración buena y estable, de tal modo que le permitió comprar un rancho en Copilco, cerca de San Ángel, en la Ciudad de México, a donde se trasladó la familia a vivir (Molina, 2003, p. 18). El padre era un trabajador disciplinado y tenía deseos de mejorar sus condiciones de vida, actitudes que se verán siempre reflejadas también en Luis Felipe.

Un tío materno, Francisco Medina, fue su padrino de bautizo (Molina, 2003, p. 18). Otro tío, Ignacio Molina, fue ingeniero militar y había combatido contra los estadounidenses cuando era alumno del Colegio Militar (Molina, 2003, p. 23; Álvarez, 1906, p. 22). Otro hermano de su mamá, Mariano Téllez, también fue ingeniero militar además de arquitecto, y constantemente recibía en su casa al arzobispo Eulogio Gillow (Molina, 2003, p. 24), la máxima autoridad de la Iglesia católica en ese tiempo, lo que es un indicio de la buena posición social de este pariente de Molina. Uno de los hermanos de su papá, Julián Molina, tuvo el abono por una temporada en un teatro, y así Luis Felipe fue en varias ocasiones a ver zarzuela (Molina, 2003, p. 28). Se constata así que nuestro personaje contó en su niñez y adolescencia con modelos de hombres estudiosos, trabajadores y ubicados en posiciones de reconocimiento social. El futuro arquitecto Molina no habría de conformarse con menos y estaría siempre dispuesto a cualquier esfuerzo para lograrlo.

En sus memorias, Molina comparte recuerdos que nos permiten tener una imagen más clara de algunos privilegios que gozó en su infancia. Entre los datos registrados, narra que la familia tenía un auto propio (Molina, 2003, p. 21), lo que para su época era un verdadero lujo. La educación básica y secundaria de Luis Felipe y sus hermanos y hermanas fue proporcionada por maestros particulares. La educación privada era otro signo de distinción para la época. Dato revelador de su posición especial como primogénito es la posesión de un caballo propio, el “Güero”, además de la silla de montar con monograma hecha especialmente para él (Molina, 2003, p. 21). El conjunto de estas condiciones, y otras similares, permite entender parte de la motivación del esfuerzo que desplegará Luis Felipe por seguir el modelo de éxito y prestigio social que vio en su padre y tíos.

La época estudiantil del joven Luis Felipe: entre estudios y enamoramientos

Luis Felipe decidió realizar estudios profesionales en la Academia de San Carlos, la institución educativa más prestigiosa del país en su tiempo, inscribiéndose en la carrera de Arquitectura. Su ingreso y adaptación a la dinámica estudiantil transcurrió con relativa normalidad. Molina se refiere a esta fase sin excesiva nostalgia y siempre mezclando recuerdos de la vida estudiantil con sus actividades familiares y sociales.

En sus memorias se refiere a algunos compañeros de estudio, en especial a los que posteriormente destacaron como profesionistas y tuvieron cierto renombre en México. También recuerda con afecto a varios de sus maestros, mencionando algunos rasgos de cada uno en particular. Sin duda, algunos de ellos se contaban entre los intelectuales liberales más preponderantes del país en ese tiempo, como Ignacio Ramírez, Gabino Barreda, Porfirio Parra y Justo Sierra.

Molina fue ganador de varios de los concursos estudiantiles que eran propios de su carrera (Sandoval, 2002, p. 88), lo que lo reafirmó en la certeza de su talento sobresaliente para el diseño arquitectónico. Gracias a uno de estos concursos recibió una bien dotada beca de 20 pesos mensuales (Molina, 2003, p. 36), lo que le permitió darse algunos lujos estudiantiles. Su buen rendimiento en los estudios permitió al estudiante tener tiempo suficiente para cultivar su vida social: “Joven como era yo entonces y estudiando en escuela profesional, seguí frecuentando mis buenas relaciones, las que poco a poco se hicieron más numerosas” (Molina, 2003, p. 39). No sin cierto candor afirma: “Desde que comencé a tener voluntad propia fui amante de las buenas relaciones y amigo de personas grandes, más que de jóvenes de mi edad” (Molina, 2003, p. 38).

Es de notarse que tenía preferencia por las relaciones con familias extranjeras, al menos son las que mayor atención reciben en sus recuerdos. Por ejemplo, registra las frecuentes invitaciones que recibía de la familia Guernesey, de origen estadounidense, de la que el padre era redactor del periódico Mexican Financier, así como las de la familia francesa Regagnon, dueña del periódico Trait d’Union (Molina, 2003, p. 39). También las alemanas estaban entre su repertorio, como la familia de Carolina Bergen, quien tenía una hija del agrado de Luis Felipe, llamada Luisa. En su texto, Molina enfatiza que él era el único mexicano invitado a estas tertulias germanas: “A sus reuniones siempre concurría yo como invitado, único mexicano, que asistía a estas reuniones, pues en totalidad eran solamente con alemanes” (Molina, 2003, p. 40).

Molina confesó sin ambages en su vejez: “cuando ya tenía dieciséis o dieciocho años […] era yo un joven que comenzaba a presumir” (Molina, 2003, p. 38). Otro testimonio de su tendencia juvenil a la presunción, que no lo abandonó en su vida adulta, se refleja en el siguiente apunte donde refiere con orgullo que en la iglesia de San Ángel el cura y el organista “tenían la bondad de mandar colocar una silla en el presbiterio para que yo lo ocupara, no obstante que había infinidad de personas de todos los sexos y categorías que se apiñaban en la nave de la iglesia” (Molina, 2003, p. 39). En años posteriores, también en Culiacán cultivará muy buenas relaciones con las autoridades eclesiásticas.

Molina compartió que fue un joven enamoradizo. Una de las familias que le gustaba mucho visitar era la Oropeza, donde había varias muchachas más o menos de su edad, y como eran parientes lejanas, tenía acceso sin restricciones a su casa. Les dedicó tanto tiempo que descuidó los estudios, de tal modo que perdió un año de la carrera (Molina, 2003, p. 29). Otra de las familias con las que se relacionó en ese tiempo, y que merece destacarse, es la del licenciado Ignacio Luis Vallarta, hombre prominente del Porfiriato, un elemento clave del sistema jurídico del régimen, quien llegó a ser magistrado de la Suprema Corte de Justicia, secretario de Relaciones Exteriores y gobernador de Jalisco (Poder Judicial de la Federación, 1990, pp. 1136-1137). Luis Felipe afirma que mantuvo una relación de noviazgo con una de sus hijas, Elena, lo que aparentemente fue relevante para que Molina aceptara desplazarse a Culiacán, pues nos induce a suponer que quería un logro profesional y una remuneración alta que lo pusieran en mejores condiciones de cortejo respecto a la hija de un personaje de la alcurnia del licenciado Vallarta.

Previo a su preparación para los exámenes finales de arquitectura, asistió un año a la Escuela de Minería, lo que hacían con frecuencia jóvenes graduados como arquitectos, y probablemente inspirado en el ejemplo de sus tíos, que se habían graduados como ingenieros, y el trabajo que realizaba su padre (Molina, 2003, p. 44). Su examen profesional consistió en el diseño de un teatro, el cual realizó con mucho empeño y sólida investigación, aprobándolo el 24 de octubre de 1888 (Báez Macías, 1993, p. 312). Su diseño fue tan bueno que se expuso en la Exhibición Universal de París (Molina, 2003, p. 301). Los conocimientos adquiridos sobre topografía y diseño de teatro le iban a ser muy útiles en el trabajo que realizaría en Culiacán en los próximos años.

Primeros años como profesionista: transformación del novel arquitecto en celebridad pública

Una vez graduado como arquitecto, Molina llegó a uno de los umbrales más significativos en la vida de muchas personas, donde se enlazan diversos cambios con el paso de la vida estudiantil a la laboral. El novel profesionista debía comenzar a trabajar y no se conformaría con cualquier trabajo y salario, pues “ya no era el estudiante que se conformaba con cualquier remuneración, sino del profesionista que tenía que estar en su papel” (Molina, 2003, p. 52). En su condición de primogénito, la familia había depositado altas expectativas sobre él, además de las que él mismo se había impuesto. Su activa vida social no sería la misma como estudiante que como profesional. De igual modo, su acercamiento a las jóvenes estaría cargado de otras expectativas, ya que no se trataría ahora de juegos adolescentes sino de galanteos amorosos con expectativas matrimoniales, como era lo común en su época entre los hombres de su edad y condición. Nuestro personaje confiesa que entró en una crisis depresiva posterior a su graduación (Molina, 2003, p. 50).

Es probable que Molina, basado en su éxito estudiantil, se hubiera imaginado que el tránsito a la vida profesional sería asequible y acompañado de rápidos logros sociales y económicos, pero no fue así. Tuvo dificultades para lograr un trabajo satisfactorio y se mantuvo varios meses haciendo encargos menores, como croquis y remodelaciones, lo cual le generaba mucha insatisfacción. En su narración le dedica amplio espacio a una experiencia que puede ser sintomática de su sentir, ya que consideró que no le daban el trato y reconocimiento que creía merecer: “puesto que yo ya no me reputaba como un simple dibujante, sino que era un profesionista que merecía más consideraciones” (Molina, 2003, p. 50).

Tal vez esta crisis existencial, el querer satisfacer las expectativas de su familia y su deseo de sentirse con los méritos suficientes para pretender a Elena Vallarta, influyeron para que decidiera aceptar la invitación a ir al “fin del mundo”, a Culiacán, a construir un teatro. Un joven con la mentalidad de Molina no podía menos que sentirse halagado de que un gobernador lo citara para hacerle una propuesta de trabajo, y además haber sido recomendado por uno de sus antiguos profesores, el ingeniero Manuel Calderón (Molina, 2003, pp. 53-54), y un prominente político, Enrique M. Rubio (Molina, 2003, p. 55). Después de alguna resistencia inicial, el arquitecto decidió aceptar la invitación e iniciar los preparativos para el tortuoso viaje, el cual duraría un mes. Pero era joven y ambicioso, además iba financiado por el gobernador y portaba cartas de recomendación, incluyendo una para el magnate Joaquín Redo, a quien debería contactar en Mazatlán (Molina, 2003, p. 57). Molina confiesa que el puerto le causó una “magnífica impresión” por varios aspectos, entre ellos que “las mozas del hotel eran atentas y solícitas y toda la gente muy aseada”, las que comparó con la “gente andrajosa y sucia, hasta donde más” de la Ciudad de México (Molina, 2003, p. 64).

Después de la grata experiencia de Mazatlán, no extraña que el puerto de Altata, ubicado a 60 kilómetros de Culiacán, le haya causado una mala impresión a su llegada, pues “el pueblo era muy miserable y solo había chozas de zacate” (Molina, 2003, p. 65), y que tampoco al Tacuarinero, rústico tren local que unía el puerto con la capital, le haya ido mejor en su evaluación: “pues se componía de una locomotora antiquísima seguida de carros destartalados y todos ellos de manufactura local” (Molina, 2003, p. 66). A pesar de ser relativamente un desconocido, su llegada a Culiacán fue registrada por un periódico de la capital del país:

“El Ingeniero Sr. Luis F. Molina. Procedente de esta capital llegó a Culiacán, el apreciable caballero de este nombre, contratado por el gobernador del Estado, para encargarse de las obras siguientes: Reconstrucción del edificio destinado para el Instituto científico del Estado. Conclusión del Palacio de Gobierno, con todos los departamentos destinados á todas las oficinas públicas del mismo Estado. Construcción de un teatro” (La Patria, 11 de marzo de 1890).

Molina describió como difíciles sus primeros meses en Culiacán, entre otras decepciones contó que no pudo dedicarse de inmediato a trabajar en el teatro, pues se le encomendaron otras tareas. Decidió regresar a la Ciudad de México debido a esta situación, pero también por el deseo de llegar a tiempo al próximo cumpleaños de Elena Vallarta, como se lo había prometido. El recibimiento de parte de Elena y la familia Vallarta no fue el esperado: “La amistad tan íntima que había llevado con la familia del licenciado Vallarta, la encontré algún tanto cambiada pues ya no se me recibió en la forma de antes y en especial la del santo, por quien había hecho el viaje, tan molesto como difícil” (Molina, 2003, pp. 67-68). Los motivos del enfriamiento no los registró el arquitecto en sus memorias, tal vez porque no los conocía o porque no quiso darlos a conocer. Así como esta joven había sido un motivo para su primer viaje a Culiacán, ahora también lo sería para que nuestro personaje decidiera regresar, lo que hizo a las pocas semanas, “resuelto a vivir allí indefinidamente, hasta que las circunstancias me lo permitieran” (Molina, 2003, p. 68).

Molina llegó con una actitud diferente en la segunda ocasión, tal vez sabiendo que las expectativas laborales y amorosas eran complicadas en la Ciudad de México. Ya tenía una idea más clara de Culiacán, su sociedad, sus autoridades, las posibilidades que le ofrecía, así como de su arquitectura y urbanismo. Si no podría ser un gran arquitecto y hombre de prestigio en la capital del país, estaba dispuesto a lograrlo en la capital de Sinaloa, a la que Molina se refirió en ocasiones con cierto desdén como “pueblo pequeño” (Molina, 2003, p. 69).

Molina se dedicó en esta ocasión con empeño a las tareas que se le encomendaron. Su notable capacidad de trabajo le ganó la buena voluntad y confianza de los culiacanenses. No podía pasar desapercibido en Culiacán, una ciudad provincial relativamente pequeña, un joven arribado de la capital del país, profesional formado en la Academia de San Carlos, relacionado con el gobernador Martínez de Castro y otros hombres de la élite regional. Sus aptitudes para la vida social no tardaron en mostrarse en una ciudad muy propensa a las fiestas, los convivios y las celebraciones de todo tipo, de las cuales pronto se convirtió primero en invitado y posteriormente en promotor. “Yo siempre fui de los organizadores de estos bailes, que fueron muy lucidos, por la selecta concurrencia que asistía a ellos” (Molina, 2003, p. 39). Claro, eran fiestas de gente “selecta”, de las familias porfiristas, “muy agradables, pues toda la concurrencia era seleccionada y en ninguna de ellas hubo que lamentar alguna nota discordante” (Molina, 2003, p. 91). Vemos, pues, que Molina se adaptó muy bien a la élite culiacanense, combinando su tiempo entre el trabajo y la vida social: “En estas condiciones viví en la ciudad de Culiacán; trabajando con todo empeño, a la vez que disfrutando de todas las fiestas y reuniones que eran frecuentes y a las que siempre concurría” (Molina, 2003, p. 74).

Enlace con Teresa de la Vega: ingreso a la élite por la alcoba matrimonial

Las condiciones de Molina seguro lo hacían un “buen partido” para las jóvenes solteras de Culiacán y sus respectivas familias. El joven arquitecto, quien había sido rechazado por la familia Vallarta, intentaría de nuevo incorporarse a un linaje de prestigio y abolengo. Conocía ya el funcionamiento de la élite de Sinaloa, compuesta por varias estirpes poderosas entrelazadas por intereses económicos, sociales y políticos. Como afirma Félix Brito (1998, p. 114), era un grupo compuesto por “un reducido número de personas que disfrutó de una gran rentabilidad obtenida a la sombra del poder”. A su vez, precisa Víctor Hugo Aguilar (2004, p. 79) que “las familias oligarcas de Culiacán son De la Vega, Almada, Redo, Martínez de Castro, Ramos-Urrea y Diez Martínez”. Siendo aún más específico, este autor considera a los clanes De la Vega y Almada como las “familias articuladoras” del poder porfirista o cañedista en Sinaloa durante el siglo XIX (Molina, 2003, p. 132).

Esta oligarquía se había conformado en una larga y constante estrategia de apropiación del poder que venía desde los tiempos coloniales (Brito, 1994, p. 128). El enlace matrimonial fue una de las principales estrategias de consolidación de dicho grupo, iniciada en fechas muy tempranas, como lo muestra ya un apunte de 1827 del coronel Bourne, militar inglés retirado, que había estado un tiempo en Culiacán y observado esta situación (Iturriaga, 2009, p. 76). Esta élite se caracterizaba por su hermetismo, como señala Félix Brito, pues era admitido en ella sólo quien aportaba a su fortalecimiento y perpetuación. Este grupo fue el sostén de los gobiernos porfiristas de Sinaloa, quienes detentaron siempre los cargos públicos principales para beneficio personal y de cuerpo social (Brito, 1998, p. 114).

Molina sabía que sus aspiraciones personales y profesionales dependían en gran medida de contar con la aceptación y apoyo de esta élite regional. Al no provenir de una familia acaudalada o de abolengo, nos parece muy probable que hubiera pensado en el matrimonio como una forma efectiva de incorporarse a ella. Esta estrategia de consolidación del poder por medio de alianzas matrimoniales era de larga tradición en Sinaloa (Aguilar, 2004, pp. 166-167). Después de una estancia de más de cuatro años en Culiacán, Molina seguro tenía ya clara su principal opción y táctica, la cual adquirió nombre y forma de mujer en Teresa de la Vega Amador, miembro de la familia más poderosa de la región, hija de Rómulo de la Vega e Isidora Amador de la Vega. Después de un noviazgo de dos años, se realizó el matrimonio de Luis Felipe y Teresa, ambos de treinta y un años de edad. Se casaron el 1 de febrero de 1895, el enlace religioso se celebró en la Catedral y fue oficiado por el presbítero Jesús María Echavarría, fueron sus padrinos Mariano Martínez de Castro y su esposa Rosario Amador.1 Para el matrimonio civil fungieron como testigos Francisco Cañedo, Eriberto Zazueta, Ricardo Martínez de Castro y José Roiz, todos personajes prominentes (Molina, 2003, p. 75; El Correo de la Tarde, 7 de febrero de 1895).

Fue un matrimonio provechoso para Molina, como se constatará durante los siguientes años a través de su rápido ascenso político, económico y social, sin obviar que contribuyó también a ello su innegable talento profesional y disciplina de trabajo. La edad de treinta y un años era atípica en esa época para el casamiento de una mujer. Esto se explica en que para Teresa fueron sus segundas nupcias, ya que, como se registra en el acta de enlace eclesiástico, donde se le da el trato de “Señora Da. Teresa de la Vega”, era viuda de Marcos Urquijo, fallecido hacía catorce años,2 cuando Teresa tenía diecisiete de edad. Molina se vio entonces ligado por parentesco y padrinazgo con los dos gobernadores principales del porfirismo sinaloense -Cañedo y Martínez de Castro-, emparentado al clan más rico y poderoso de la región y a otras familias y personalidades prominentes.

Este tipo de procedimientos son reflexionados también por François-Xavier Guerra (1991, p. 130): “Al parentesco de sangre y al parentesco político se añade, además, el parentesco espiritual, los vínculos que surgen del compadrazgo”. Molina no aportó a la élite sinaloense poder político ni económico, pero sí “capital cultural”, pues este grupo cerrado adquiría con el arquitecto un profesional graduado en la más prestigiosa institución educativa del país. Este tipo de figuras eran excepciones en provincias tan alejadas de la Ciudad de México, como Culiacán, y por consiguiente entraban en la clasificación de “notables” (Aguilar, 2004, p. 149). Para el caso específico de Sinaloa, apunta también Aguilar (2004, p. 60): “Estas redes de información le permitieron a las élites contar con un sistema de reclutamiento de miembros notables, principalmente de profesionistas que pudiesen diseñar los proyectos de la oligarquía”.

Por amor o por conveniencia, parece que el enlace Molina-De la Vega funcionó bien, y en sus memorias el arquitecto se refiere siempre a su esposa con palabras afectuosas. El periódico local Mefistófeles (10 de agosto de 1904) registra el aniversario diez de este matrimonio: “Ayer festejaron el décimo aniversario de su enlace matrimonial el Ing. F. Molina y su esposa Teresa de la Vega y que con tal motivo organizaron un paseo a la toma de agua con las personas de más intimidad”. Este matrimonio fue capaz de llevar una convivencia de más de 57 años sin grandes sobresaltos, hasta que Teresa de la Vega murió en 1952. Ellos procrearon un hijo y una hija, José Luis y María Teresa. El primogénito se convirtió en el gran orgullo de Molina, y en sus memorias le dedica amplio espacio, al que denomina “Remembranzas” (2003, pp. 165-179). El fallecimiento de su descendiente, siendo muy joven, a causa de una apendicitis, fue uno de los golpes más dolorosos en la vida de Molina. Las referencias sobre su hija son esporádicas e incoloras.

En las Actas de Cabildo de 1890 se registra que fue propuesto al cargo de “ingeniero de la Ciudad” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2009, Tomo III, p. 208), y ya en las de abril del mismo año su nombramiento oficial y monto salarial (Catálogo de Actas de Cabildo, 2009, Tomo III, p. 212). Esta celeridad entre propuesta y aceptación -nos parece- obedece a que la élite tenía un claro interés por hacerse de los servicios del arquitecto. Desde esta posición, Molina trabajó intensamente en la reorganización urbana de Culiacán, ampliando calles existentes, alineando otras, abriendo nuevas, lotificando, proponiendo y dirigiendo los procesos de expropiación, determinando los recorridos del drenaje y la ubicación de los focos del alumbrado público -ambos servicios en ciernes-, supervisando la numeración de las casas y planeando la división del área urbana en cuarteles catastrales (Molina, 2003, pp. 77-78).

Se le asignó un salario de 50 pesos mensuales, una cantidad nada despreciable para la época, sin embargo, Molina lo consideró “raquítico” (Molina, 2003, p. 124), tal vez porque lo comparaba con los ingresos habituales de los personajes de su nuevo entorno. Pero involucrado ya en el grupo detentor del poder y conociendo los mecanismos de funcionamiento de la administración pública, él supo generarse otras formas de enriquecimiento, como la adjudicación de terrenos, cobros extras por tareas que debieron ser parte de su función como Ingeniero de la Ciudad, y trabajos paralelos a los propios del cabildo.

En el mismo año de 1890, el primero de su gestión pública, “Luis F. Molina registra un solar que linda al norte con la avenida Martínez de Castro” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2009, Tomo III, p. 252), práctica que parece era habitual, pues las Actas de Cabildo siguen registrando para años posteriores decisiones semejantes (Catálogo de Actas de Cabildo, 2009, Tomo IV, p. 289 y 361). Este manejo fue permanente, pues todavía para el año de 1907 se registran adjudicaciones a su favor, incluyendo la expedición gratuita del título de propiedad (Catálogo de Actas de Cabildo, 2012, Tomo VII, p. 62).

Desde el inicio de su gestión pública, Molina comenzó a cobrar de forma extra por trabajos que estaban dentro de sus obligaciones laborales. En las Actas de Cabildo se registran de manera indistinta diversos ingresos del Ingeniero de la Ciudad como “pagos de honorarios” y “gratificaciones”. Como muestra de estas últimas quedaron registradas en las actas una de 200 pesos por los planos para la Escuela Modelo del Distrito (Catálogo de Actas de Cabildo, 2011, Tomo VI, p. 155), otras de 50 pesos por “asuntos relacionados al ornato y mejoras materiales” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2012, Tomo VII, p. 309 y 443), y varias más. Bajo el rubro de “honorarios” son más frecuentes los registros en las actas: uno de 13.50 pesos por “un informe como comisionado para recibir en nombre del Ayuntamiento el rastro que se construyó en el pueblo de Navolato” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2011, Tomo VI, p. 270); otro de 60 pesos mensuales “para gastos de una comisión de obras públicas” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2009, Tomo IV, p. 101); uno más de 20 pesos por “el reconocimiento de las fincas pertenecientes a las Sritas. Tellaeche y a la Sra. Alejandra Vega de Morales” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2011, Tomo VI, p. 296); otro más de 12 pesos por “la mensura de tres solares cuya adjudicación solicitaron a fines del año pasado los Sres. Ramón Gamero, José Blas Inguanzo y Ramón Maldonado” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2011, Tomo VI, p. 338); incluso otros sin especificaciones del monto a pagar, como el correspondiente “al informe que rindió sobre el estado que guarda la finca en que estuvo establecida la Casa de Moneda” (Catálogo de Actas de Cabildo, 2012, Tomo VII, p. 123).

El ascenso político de Molina fue vertiginoso, especialmente después de su matrimonio. Además de ser el “Ingeniero de la Ciudad” desde su llegada a Culiacán, en 1895 fue nombrado regidor (El Correo de la Tarde, 27 de junio de 1895), desde 1899 fue prefecto interino del distrito de Culiacán (El Estado de Sinaloa. Órgano Oficial de Gobierno [ESOOG], 13 de enero de 1899), en 1902 fue diputado suplente por Sinaloa (Cañedo, 1905, p. 194), en 1905 fue vicepresidente del Ayuntamiento de Culiacán (ESOOG, 27 de enero de 1905, p. 2), presidente para 1909 (ESOOG, 26 de enero de 1909) y en 1910 fue nombrado Magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado de Sinaloa (ESOOG, 22 de septiembre de 1910).

Molina, un arquitecto porfirista y un personaje del Porfiriato

Cuando llegó Molina a Culiacán en 1890 la ciudad se caracterizaba por poseer rasgos provincianos, con un urbanismo no planificado y con tendencias hacia un crecimiento patológico, pero con algunos edificios antiguos de calidad y relevancia que le daban cierta estructura y distinción. Las intervenciones de Molina aportaron a la imagen urbana algunos de los elementos de la estética neoclásica, caracterizada por la elegancia y la sobriedad. Uno de los méritos de este arquitecto fue que incorporó elementos de esta estética sin atentar contra las características existentes. Su estilo distintivo fue un neoclasicismo sencillo, no de ortodoxia estricta, sino contextualizada. La obra de Molina, reiteramos, debe entenderse como el producto de la amalgama de su competencia profesional, su intención de satisfacer los deseos de la élite y la aplicación de algunas directrices del neoclásico en las cuales se formó.

Desde el presupuesto anterior, nos parece que las principales obras de Molina en Culiacán pueden ser entendidas mejor desde esta conjunción de factores. Si analizamos el Teatro Apolo, su edificación más emblemática, se puede apreciar que responde a los cánones artísticos en los que se formó Molina, pero adaptados al gusto de la élite que se lo encargó. El periodista Francisco Gómez Flores, testigo de la época, por ejemplo, observó que a dicho recinto teatral acudía “desde la aristocracia, que en el teatro está abajo, hasta la plebeya, que en el teatro está arriba” (en López Sánchez, 2000, p. 38). El mismo nombre Apolo denota que fue un teatro pensado para satisfacer los gustos de un grupo cerrado y con algún conocimiento de la cultura clásica, suficiente para saber a qué deidad se aludía y qué representaba, y entender el simbolismo de los motivos decorativos presentes en la fachada como la lira de hierro del dios olímpico, la frase en latín ars, natura, veritas y las conchas marinas de Venus (o Afrodita).

El interior de este teatro era el convencional de su tiempo. En principio estaba abierto para todo mundo, pero no todos tenían el privilegio de escoger su lugar en el mismo. El diseño reforzaba las diferencias sociales pues, como señala López Sánchez, “No obstante que el teatro recibía a todos los estratos sociales, su diseño impedía las mezcolanzas. El patio de butacas, plateas, palcos primeros, segundos y la galería no se comunicaban entre sí y el precio del boletaje en cada uno de ellos era diferente” (2000, p. 51).

El publicista estadounidense John R. Southworth, quien visitó el teatro, refirió que también estaba diseñado para ser escenario de las grandes fiestas a las que la élite porfirista y el mismo Molina eran tan afectos: “El teatro es uno de los mejores de México y está arreglado de tal manera, que pueden quitarse los asientos y demás muebles del patio y arreglarse para baile. Allá es donde tienen lugar muchos de los grandes bailes que los hijos de Culiacán, famosos por este arte, celebran a menudo” (1980 [1898], p. 55).

Este servicio del teatro para la promoción y diversión de la élite porfirista se ve reforzado con la presencia en uno de sus costados, siendo parte de la edificación, del Círculo Mercantil, lugar de reunión exclusivo para los hombres más acaudalados del régimen. De esta manera queda denotado que el Teatro Apolo responde en lo arquitectónico a los cánones del neoclásico, pero en lo social y emblemático a los deseos de la élite porfirista de exhibir sus prerrogativas de exclusividad y prestigio.

En el caso del nuevo reclusorio para la ciudad, otra de sus obras icónicas, en consonancia con la ideología porfirista, Molina se propuso diseñar una “cárcel que no pareciera cárcel”, explicando: “no quise, por lo tanto, darle el aspecto tétrico de una prisión, tanto más cuanto que allí se iban a poner los juzgados respectivos, lo que modificaría en parte el buen aspecto de la fachada, que no se señalara con el sello de las prisiones” (Molina, 2003, p. 82). Los juzgados eran parte integral de este proyecto, y por tanto el edifico debería ser testimonio de que se vivía una época de justicia, paz y modernidad, de acuerdo con el pregón oficial del régimen. En este proyecto vemos de nuevo el entrecruce de la habilidad profesional del arquitecto satisfaciendo la demanda ideológica del régimen porfirista del cual quería seguir siendo parte.

El templo conocido como el “Santuario”, diseñado por el ya célebre arquitecto, fue construido en un terreno donado por dos ricos terratenientes de la época, los hermanos Amado y Miguel Andrade, en tanto que la principal promotora de la obra fue Francisca Bátiz de Cañedo (Berrelleza, 2010, p. 352), esposa del gobernador, es decir, fue una obra promovida y al servicio de la élite económica y política, y su diseño debería estar hecho a satisfacción de este grupo exclusivo. Molina proyectó e inició la edificación de esta iglesia, pero no la concluyó debido a su precipitada salida de Culiacán previa a la llegada de los revolucionarios maderistas. Cuando la obra se interrumpió, se alzaba de seis a ocho metros. Algunos años después, la sociedad de Culiacán y la Iglesia católica recuperaron las condiciones para continuar la obra. Con este nuevo templo, la camarilla porfirista había logrado una especie de “iglesia privada”, fortaleciendo además el proceso de consolidación del sector en torno a la plazuela Rosales, espacio clave de la estructura urbana de Culiacán, que fue intervenida por Molina y alrededor de la cual se ubicaron (y persisten) varias de las obras principales del arquitecto.

Otro ejemplo de este deseo de segregación en torno a la plazuela Rosales lo representa la casa que el gobernador Cañedo solicitó a Molina para convertirla en su residencia familiar (Molina 2003, p. 89). El solicitado arquitecto la diseñó intentando cumplir las expectativas del poderoso general, compadre del presidente Porfirio Díaz, pero como la casa finalizada no fue del total agrado de doña Francisca Bátiz, fue vendida al gobierno estatal para convertirla en sede del Colegio Civil Rosales (Berrelleza, 2010, p. 158). ¡Una prueba de que don Francisco mandaba en el estado, pero en casa mandaba doña Francisca!

La erección del mercado Gustavo Garmendia, el más importante de la ciudad, obra colosal para su entorno y tiempo, de notable belleza, responde también a la misma conjunción de factores. Molina había decidido la localización del nuevo inmueble en el mismo lugar de otro ya existente, imponiéndola sobre otras alternativas (Berrelleza, 2010, p. 444). El mercado debía ser también un símbolo de modernidad y responder a los criterios higienistas porfiristas. Sin duda, también fue una obra muy favorable para el grupo de inversores del régimen y que le redituó significativos ingresos económicos al arquitecto, además del aumento de su prestigio profesional y social.

Otra obra icónica fue la Escuela Modelo, que debería ser prototípica para el estado de Sinaloa y llamarse Benito Juárez. Molina, al describirla en sus memorias, subrayó el carácter modélico de su propuesta (Molina, 2003, p. 79). El arquitecto la consideró digna de ser imitada o reproducida en otros lugares, incluso más allá de Sinaloa. Esta escuela y la valoración de su autor revelan la mentalidad de un hombre consciente de su autoridad incuestionable en su campo profesional, como también de su bien labrada posición en el engranaje sociopolítico porfirista estatal.

Conclusiones: entrar al “mundo de Molina” y salir para interpretar el mundo de Molina

Para la realización de esta investigación fue necesario entrar al “mundo de Molina”, especialmente a su autobiografía, leyéndola con la intención hermenéutica de ir “más allá de las palabras”, hasta los silencios, las confesiones directas y también las veladas, los énfasis que revela, las sensaciones que provoca, los dibujos y fotografías que comparte. Desde esta “intromisión” a su intimidad, que él hizo pública, se pudo obtener un perfil de su persona y personalidad, el cual se enriqueció con las múltiples referencias externas que se obtuvieron de las crónicas de su tiempo, los periódicos y otros documentos de su época y posteriores. Entendiendo mejor la persona del artista y sus aspiraciones fue posible establecer los cruces con su obra en Culiacán, la cual conocemos desde otras investigaciones y nuestra propia relación biográfica con esta ciudad. De este modo, la relación entre el creador y su creación fue volviéndose cada vez más clara, especialmente cuando la enmarcábamos en el contexto general del Porfiriato en Sinaloa, tema que ha recibido amplia atención en la historiografía regional, y a la cual se acudió con frecuencia y provecho.

Desde la base y el procedimiento anteriormente expuestos de manera sintetizada, ya delineados desde la introducción del artículo, la información obtenida en la investigación y la reflexión generada a partir de ella pudimos alcanzar una comprensión de Molina más completa y compleja que la sustentada hasta la actualidad por los estudios regionales. Ya que, por lo general, es presentado como un genio artístico, creador de las obras más emblemáticas del urbanismo y la arquitectura del Porfiriato en Culiacán, pero sin mayores consideraciones a su contexto general de creación y a sus condicionantes internas de personalidad, mentalidad e intencionalidad.

La indagación sobre su contexto de vida y sus motivaciones fundamentales nos ha permitido entender mejor la gestación y el significado de sus obras en relación con su contexto específico. Hemos mostrado cómo su formación, ideología, personalidad, vínculos y expectativas están implícitos en su creación, y sin ellos no se puede entender a profundidad su aporte. Consideramos que esta es la contribución más sustantiva de nuestro artículo, tanto por su método como por los resultados obtenidos y las perspectivas que abre hacia futuras investigaciones.

Señalamos que el arquitecto Molina aplicó a Culiacán las ideas urbanísticas características del Porfiriato, fomentó una espacialidad segregacionista, con nuevos barrios o sectores que reflejaban mayor orden, promovió reorganizaciones espaciales de acuerdo con las características socioeconómicas y condiciones de los grupos implicados. El constructor y servidor público se preocupó por la creación de plazas con quioscos como símbolos de la paz social; por la erección de parques para la convivencia, así como de jardines, viveros y bulevares arbolados para regocijo visual y como atenuantes contra el calor intenso de Culiacán. Además, se interesó por la numeración de las casas y la nomenclatura de las calles para reorganizar la espacialidad citadina, a su vez que vio por la implementación de propuestas de limpieza y la reubicación de fábricas contaminantes, siguiendo la preocupación higienista propia de la época. En lo arquitectónico, de igual modo, aplicó los cánones distintivos de su tiempo, especialmente los del neoclásico que se enseñaban en la Academia de San Carlos, logrando diseños meritorios. La adaptación a los terrenos, materiales y obreros disponibles en Sinaloa fue sin duda también otro mérito de Molina. Según nuestra tesis: toda esta ingente obra tuvo como referencias fundamentales de motivación y condición de posibilidad tanto las disposiciones personales del personaje, así como las condiciones específicas de su contexto general.

Aunque hay mucho más que pudiéramos reflexionar, nos parece que lo expuesto es suficiente para comprender al arquitecto Luis Felipe Molina Rodríguez como un personaje central de la historia arquitectónica y urbana de Culiacán que logró acceder a la posteridad historiográfica regional gracias a la combinación de su talento profesional, su sagacidad sociopolítica y las condiciones del contexto general. Su biografía y la historia urbana-arquitectónica de Culiacán quedaron así ligadas desde el Porfiriato hasta nuestros días debido a los entrecruces que se operaron entre ellas.

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Recibido: 17 de Agosto de 2021; Aprobado: 07 de Abril de 2022

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