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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.24 no.95 Ciudad de México  2002

 

Artículos

 

Cultura profesional del docente y evaluación del alumnado

 

Tiburcio Moreno Olivos*

 

* Profesor investigador del Área Académica de Educación en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. tiburcio34@hotmail.com

 

Resumen

Este artículo es un análisis temático cuyas reflexiones se derivan de un trabajo de investigación (1996-2000) realizado para obtener el título de doctor en Pedagogía en la Universidad de Murcia, España. Aunque la tesis no tuvo como eje central el análisis de las culturas de la enseñanza, sino las prácticas de evaluación del alumnado en el contexto del desarrollo de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO), el tema de las culturas de la enseñanza constituyó uno de los referentes teóricos fundamentales, pues nos interesaba conocer los modelos de evaluación con los que el profesorado operaba en la práctica, partiendo de la premisa de que si bien es cierto que el docente tiene un modo individual de evaluar, de valorar los resultados de aprendizaje de sus alumnos, también comparte un modo colegiado de concebir y practicar la evaluación. Es aquí donde las culturas de la enseñanza cobran relevancia, pues ejercen una considerable influencia en la actuación profesional del profesor (como evaluador), tal como quedó de manifiesto en los resultados de la investigación antes mencionada.

Palabras clave: Evaluación, Modelos de evaluación, Educación secundaria, Cultura de la enseñanza, Desarrollo profesional del docente.

 

Abstract

This article contains a thematic analysis whose reflections spring from a research work (1996-2000) that was carried out in order to be granted a doctor's degree in Pedagogy at the University of Murcia (Spain). Although the central focus of the dissertation was not the analysis of teaching cultures, but rather the assessment practices of students within the context of the Obligatory Secondary Education (Enseñanza Secundaria Obligatoria, or ESO), the problem of teaching cultures gradually became one of the main theoretical references: the fundamental interest was indeed to know which assessment models the faculty actually used in their practice, starting from the premise that although it is true that every teacher has got his/her own way to assess, to value his/her students' learning results, he/she also shares a collegial way to conceive and practice assessment. This is where teaching cultures become important, since they have a considerable influence on the professional actitude of the teacher (as an assessor), such as shown in the results of the above-mentioned research.

Keywords: Assessment, Assessment models, Secondary education, Teaching culture, Professional development of teachers.

 

INTRODUCCIÓN

En años recientes han cobrado auge dos líneas de investigación en el campo del desarrollo profesional del docente: la cognitiva, que plantea que los profesores no sólo actúan, sino que deciden cómo y cuándo actuar, y que necesitan guiarse por su pensamiento para poder decidir cuál es la conducta apropiada en cada momento; y la cultural, que alude a la relevancia de los contextos sociales y organizativos (culturas profesionales) en el desarrollo profesional del docente y sus implicaciones para la innovación curricular y el cambio educativo. Propone que no es posible entender la naturaleza profesional de los docentes sin situarse en el contexto en que desarrollan su ejercicio profesional.

En este artículo destacaremos algunos de los rasgos principales que conforman las culturas de la enseñanza, las cuales están siendo fuertemente afectadas por factores contemporáneos que inciden y condicionan su dinámica, especialmente en tiempos de cambios tan acelerados y de tanta incertidumbre respecto a los fines y funciones de la escuela, característicos de la era posmoderna.

En este tenor se plantea que no existe una cultura profesional monolítica en los centros educativos, sino al contrario, se reconoce la existencia de distintas culturas o subculturas profesionales, según las características de quienes las conforman. Aun cuando en la escuela exista una cultura dominante (que puede estar o no formalmente reconocida), no se puede despreciar o ignorar la coexistencia de otras subculturas en el interior de la misma, lo que explica en parte el conflicto y la lucha de intereses entre sus miembros, y dificulta muchas veces el establecimiento de acuerdos o consensos.

Por otra parte, en la última década estamos asistiendo, en el campo de la educación, al paso de un modelo tradicional de evaluación a un modelo más comprensivo y flexible, aunque esto sólo está ocurriendo en el plano teórico. La evaluación ha modificado sus métodos y ampliado sus contenidos, funciones y objetos de estudio. El aprendizaje escolar es caracterizado desde una perspectiva amplia que supera la visión reduccionista que atendía únicamente la dimensión cognoscitiva o intelectual. Gracias a las aportaciones teóricas del constructivismo y a la "nueva ciencia de la mente" (Gardner, 1993) se reconoce la necesidad de ensanchar el concepto de aprendizaje para promover otras capacidades del alumno que han sido descuidadas por la escuela, lo que necesariamente obliga -si se quiere ser coherente- a cambiar el concepto de evaluación, pues al reconocer que existen distintas modalidades de aprendizaje, también se está admitiendo que puede haber diversos recursos analíticos para abordarlo con fines de evaluación.

Por último, resulta fundamental comprender las concepciones que el profesorado tiene acerca de la evaluación y cómo éstas se cristalizan mediante sus prácticas evaluadoras, prestando especial atención al contexto social (culturas profesionales) en el que los docentes trabajan.

 

EL PENSAMIENTO DEL PROFESOR Y SUS IMPLICACIONES EN LA EVALUACIÓN DEL ALUMNADO

Si seguimos la evolución que ha tenido el desarrollo profesional del profesor, se pueden apreciar dos vertientes: una es la perspectiva cognitiva, cuya idea básica es que el profesor piensa y que ese pensamiento constituye un antecedente de lo que hace. Esta perspectiva ha sido conocida como el paradigma del pensamiento del profesor.1

Para comprender, predecir e influir en lo que hacen los docentes, se sostenía que los investigadores debían estudiar los procesos psicológicos mediante los cuales aquéllos perciben y definen sus responsabilidades y situaciones profesionales. De acuerdo con este paradigma de investigación, existen dos dominios que tienen una importante participación en el proceso de la enseñanza: a) los procesos de pensamiento de los maestros, y b) las acciones de los maestros y sus efectos observables. Entre ambos campos hay reciprocidad. Las acciones que llevan a cabo los maestros tienen su origen mayoritariamente en sus procesos de pensamiento, los cuales, a su vez, se ven afectados por las acciones. Se cree que el proceso de enseñanza sólo se comprenderá plenamente cuando estos dos dominios se estudien en conjunto y cada uno de ellos se examine en relación con el otro.

Las diferencias en las estrategias del profesor dependen de las diferencias en sus decisiones e intenciones. Así, comprender el comportamiento docente exige analizar con profundidad los factores y procesos internos que determinan la intencionalidad y la actuación del profesor. Dentro de este esquema el comportamiento es, en gran medida, el resultado del pensamiento del profesor, de sus conocimientos, sus estrategias para procesar la información y utilizarla en la resolución de problemas, y de sus actitudes y disposiciones personales. La conducta del profesor está guiada por su pensamiento y por sus decisiones.

Así, se plantea que en el contexto curricular el pensamiento del profesor aparece estrechamente vinculado con la construcción personal que los profesores hacen de los planes oficiales de cambio y con los modos concretos por medio de los cuales interpretan, redefinen y filtran los contenidos y metas de las innovaciones (Escudero Muñoz, 1986).

La enseñanza puede considerarse como un proceso de planificación y ejecución de actuaciones, como un proceso de adopción de decisiones. A veces el profesor es consciente de sus actuaciones, a veces las realiza automáticamente. El centro de interés se encuentra en los procesos mentales que subyacen al comportamiento; procesos de pensamiento, obtención, organización, interpretación y evaluación de información, que guían y determinan el comportamiento docente en cualquiera de sus etapas. Considerando que no hay comportamientos didácticos válidos para cualquier situación, es el profesor quien define la situación y quien decide cómo afrontarla.

Por otra parte, la investigación educativa ha demostrado que los pensamientos de los profesores influyen en las acciones y decisiones que adoptan en el aula ante la complejidad de la enseñanza, de ahí que, si se quieren obtener evaluaciones que no jerarquicen o seleccionen a los sujetos, y en cambio que enriquezcan los procesos pedagógicos, parece necesario prestar atención a las concepciones que ellos tengan respecto a la evaluación. Lo fundamental para mejorar los procesos pedagógicos perfeccionar la competencia de los profesores para realizar apreciaciones acertadas de sus alumnos, a partir de las capacidades y esquemas de percepción, atribución e interpretación que poseen en las condiciones naturales de trabajo. Las posibilidades de la evaluación integrada de forma natural en el proceso de enseñar y de aprender dependen de las tareas académicas que se practican y de la capacitación del profesorado.

Una evaluación comprensiva requiere un cambio en la mentalidad selectiva dentro del sistema educativo y de los propios docentes, una revisión de las necesidades de formación del profesorado para disponer de una mentalidad más diferenciada en su pensamiento sobre lo que es más importante en la enseñanza y en el desarrollo del currículum. Reclama nuevas necesidades en la organización escolar. Al no existir estas condiciones se puede explicar la permanencia de pautas de control defendidas por la evaluación tradicional, procedimientos rígidos de constatar el rendimiento educativo, aunque se hayan difundido directrices nuevas sobre cómo evaluar.

Por otra parte, uno de los puntos que ha llamado la atención de los investigadores es la influencia que tienen las expectativas del profesor en la evaluación de los logros del alumno. Se ha demostrado (Alonso, Gil y Martínez-Torregrosa, 1992) que los ejercicios atribuidos a estudiantes "brillantes" reciben calificaciones notablemente más altas que los mismos ejercicios cuando se atribuyen a ejercicios "mediocres". Al respecto, Santos Guerra (1996, p. 9) apunta: "cuando se contrastan los comportamientos de los profesores en la evaluación de los alumnos, incluso en las mismas asignaturas, se comprueba la enorme disparidad de criterios que se utilizan".

Estos resultados ponen en entredicho la supuesta objetividad y precisión de la evaluación en dos sentidos: por un lado, queda de manifiesto que las valoraciones están sujetas a amplios márgenes de incertidumbre, y por otro, que la evaluación constituye un instrumento que afecta muy decisivamente a aquello que pretende medir. En otras palabras, los profesores, además de equivocarse al calificar, contribuyen a que sus prejuicios e ideas preconcebidas se hagan realidad, de modo que los alumnos considerados mediocres acaban siéndolo. Por consiguiente, la evaluación resulta ser, más que la medida objetiva y precisa de unos logros, la expresión de unas expectativas en gran medida subjetivas, pero con una gran influencia sobre el comportamiento de los estudiantes y de los mismos profesores.

Siguiendo con las concepciones que los profesores tienen de la evaluación, aparecen en el escenario educativo distintas posturas y maneras de entender esta compleja tarea didáctica, pero hay indicios de que predomina la función de control:

al parecer, la evaluación es una actividad bastante engorrosa para muchos profesores... Muchos de ellos utilizan la evaluación, incluso con cierta complacencia, para mantener el orden, la autoridad y su sentimiento de superioridad sobre los alumnos (Gimeno, 1995, pp. 335-336).

La evaluación asumida como un medio de control por parte de los profesores se refleja en la actitud con la que algunos la imponen; por la forma en que la ejecutan; por el derecho de corregir respuestas interpretables; por la posibilidad de que sus resultados se puedan discutir o no. Así, se convierte muy a menudo en un mecanismo para dominar a otras personas. Los profesores dotados de esa capacidad que les otorga la propia institución educativa norman la conducta de los alumnos en clase, sometiéndolos a realizar tareas poco gratificantes en sí mismas.

El paradigma del pensamiento del profesor ha recibido severas criticas, una de las más importantes es que sus investigaciones se han efectuado aislando el estudio del profesor de toda visión comprensiva de los procesos de enseñanza en los que ese profesor piensa y actúa,

a la hora de extraer conclusiones se aislaba toda referencia al contexto para quedarse sólo con aquellos aspectos que atañían a los procesos cognitivos del docente. Esta descontextualización no sólo da lugar a una desvirtualización de los propios resultados, sino que fomenta una imagen falsa del propio contexto de la enseñanza (Contreras, 1994, p. 159).

Los estudios más recientes en esta línea han intentado superar tales limitaciones.

 

CULTURAS Y SUBCULTURAS DE LA ENSEÑANZA

Es fundamental para abordar la cultura profesional de los profesores hacer referencia al contexto social y cultural más amplio en el que se inserta la escuela como institución, y por consiguiente el trabajo docente.

El concepto de cultura ha sido definido de muchas formas, y aún es altamente debatido entre los escritores sobre el tema. Pérez Gómez (1995) lo define como

el conjunto de significados, expectativas y comportamientos compartidos por un determinado grupo social, que facilitan y ordenan, limitan y potencian, los intercambios sociales, las producciones simbólicas y materiales, y las realizaciones individuales y colectivas dentro de un marco espacial y temporal determinado (Pérez, 1995, p. 8).

Así entendida, la cultura viene a ser el producto de la construcción social a través del tiempo, determinada por una serie de factores físicos, sociales y espirituales que dominan un espacio y un tiempo. Se expresa mediante significados, valores, costumbres, rituales, instituciones y objetos materiales y simbólicos que rodean la vida individual y colectiva de la comunidad.

Si se tuviese que señalar algunos de los rasgos más característicos de la cultura de la enseñanza en estos momentos, destacarían quizá el individualismo,2 el aislamiento y el hermetismo. Aunque estas actuaciones constituyen una forma peculiar de lo que se denomina como cultura de la enseñanza, desde luego, hay otros tipos de cultura del profesor que también son importantes, dada su influencia en el trabajo que realiza.

Desde una perspectiva genérica, se puede decir que estas culturas sirven de marco en el que se ponen en marcha, mantienen y prevalecen ciertas propuestas de trabajo y métodos de enseñanza.

La cultura escolar provee, así, a sus miembros, un marco referencial para interpretar los eventos y conductas, y para actuar de modo apropiado y aceptable a la situación. Desde este enfoque, los centros escolares responden a los cambios planificados externamente según lo que la propia cultura considera que es bueno (congruencia con el contenido normativo de la cultura) y verdadero (congruencia con lo que estiman se adapta y conviene a su contexto). Un cambio que viola estos patrones culturales genera resistencia y oposición. El nivel de aversión variará según el carácter (por ejemplo, sagrado versus profano) de las normas y patrones organizativos por cambiar, y de su grado de novedad con cada cultura o subculturas. El análisis de la cultura escolar existente puede convertirse, entonces, en un buen predictor del impacto que puedan tener determinadas innovaciones.

La culturas de la enseñanza comprenden creencias, valores, hábitos y formas de hacer las cosas asumidas por las comunidades de profesores que tienen que afrontar exigencias y limitaciones exigidas similares en el transcurso de muchos años. La cultura transmite a sus nuevos e inexpertos copartícipes, las soluciones históricamente generadas y compartidas de manera colectiva en la comunidad.

Por su parte, Santos Guerra (1995, p. 42) concibe a la cultura profesional como "el conjunto de prácticas, creencias, ideas, expectativas, rituales, valores, motivaciones y costumbres que definen la profesión en un contexto y en un tiempo dado". Existen ciertos elementos primordiales que condicionan la configuración y desarrollo de la cultura profesional de los docentes: la concepción que se tiene de su función, las condiciones sociales en que se mueve, la formación con la que cuenta para el desarrollo de la función y el contexto organizativo en que se desarrolla. Esto conformará un contexto referencial para el aprendizaje ocupacional de los docentes que participen de esa cultura. Por lo tanto, si se aspira a entender lo que hace el profesor y por qué lo hace de una determinada forma y no de otra, es necesario comprender la comunidad educativa, la cultura de trabajo en la que se encuentra inmerso y de la que forma parte.

Al respecto, se plantea que

cada escuela representa una minisociedad, idiosincráticamente creada, construida y mantenida por sus miembros, aunque, naturalmente, por medio de sutiles procesos de 'coexistencia' con las demandas externas [...] cada escuela dispone de su propia cultura (conjunto heterogéneo de creencias, valores y normas no necesariamente codificadas), que contribuyen a dar sentido y significación a lo que se hace, definiendo, al tiempo, sus por qués y para qués (Escudero, 1990, p. 202).

Las culturas de la enseñanza coadyuvan en dar sentido, apoyo e identidad a los profesores y a su trabajo. A menudo los profesores están físicamente solos en sus aulas, sin la presencia de otros adultos; pero psicológicamente, nunca lo están. Su quehacer cotidiano en el aula está sujeto a la influencia de las visiones y orientaciones de los compañeros con los que trabajan actualmente y con los que han colaborado anteriormente. Las culturas de los profesores y las relaciones entre ellos se encuentran entre los aspectos más destacados de su vida y trabajo, desde el punto de vista educativo; constituyen un contexto vital para el desarrollo del profesor y para su forma de enseñar; lo que sucede en el interior del aula no puede divorciarse de las relaciones establecidas fuera de ella.

Compartimos el reconocimiento de que una organización no suele tener una cultura unificada. Cada departamento, comunidad ocupacional o laboral, con el paso del tiempo desarrolla su propia subcultura,3 por lo que, frecuentemente, en las organizaciones predominan más las diferencias y conflictos que el consenso. Sobrevalorar el lado estructural de la cultura es dejar de lado la autonomía potencial de las culturas de cada subcomunidad ocupacional en el interior de la organización. La cultura se configura, así, como factor mediador entre los componentes estructural e individual/grupal. Se puede aludir a la existencia de la cultura dominante de una organización en cuanto sus valores básicos (ethos o mores) son compartidos por la mayoría de los miembros; al tiempo que hay subculturas, sin que el concepto tenga connotaciones peyorativas, de grupos (profesores, alumnos, directivos) o en el interior de éstos (la cultura de los profesores de secundaria como diferente de la de los de primaria). A la dimensión de unidad de una organización, como conjunto de metas y valores compartidos, hay que añadir esta dimensión conflictiva de desacuerdos en su interior.

Desde una lógica de eficacia, cuando estas subculturas predominan, la escuela no tiene un plan común de actuación, esto es lo que Hargreaves (1996) denomina "balcanización". Así, en el interior de una escuela secundaria las áreas o departamentos suelen configurar subculturas distintivas específicas de las disciplinas académicas. Las divisiones en especialidades y asignaturas generan también diferentes comunidades de profesores que las imparten, con su propia cultura profesional. Al respecto, Gimeno (1996) afirma que las transiciones se establecen, en ciertos casos, por un hecho simple: la vida dentro del sistema escolar global, con todos los usos que ha generado, puede concebirse como un peculiar mosaico de culturas, que acoge en su seno a subculturas diferenciadas por las que tienen que transitar los individuos en función de la edad y de las opciones educativas que toman.

Hargreaves (1996) ha resaltado cómo la cultura escolar puede ser definida en función de dos factores: contenido y forma. El contenido de una cultura se compone de aquello que piensan, dicen y hacen sus miembros. Se trata de las creencias, valores, hábitos y modos de hacer, asumidos por los equipos de profesores, sobreestimando los aspectos compartidos de una cultura al ser importantes en ciertos contextos con fuertes lazos de integración y consenso (por ejemplo, en determinados centros educativos religiosos o privados); en otros muchos centros la cultura puede estar subdividida en dos o más. De este modo, los valores y creencias compartidas pueden representar una forma de la cultura de los profesores, pero existen otras formas.

La forma consiste en las pautas de relación entre los miembros que comparten dicha cultura, que pueden adoptar, por ejemplo, la forma de aislamiento, de grupos o facciones de competencia, o de adscripción más amplia a una comunidad.

Según Bolívar (1993), la forma se refiere a las pautas o modelos de relación y asociación entre los miembros de una cultura; en nuestro caso, las relaciones de trabajo de los profesores con sus colegas dentro y fuera de la escuela. Esta forma de la cultura organizativa de los profesores puede ser más importante que el propio contenido. Una descripción monocromática de dos tipos opuestos de cultura de los profesores en los centros escolares se ha hecho familiar en los últimos años: una cultura predominante en la enseñanza de aislamiento, individualismo y vida privada, frente a la imagen emergente de una cultura común de la colaboración, caracterizada por normas de colegialidad, donde los profesores se ayudan y apoyan unos a otros de modo habitual, comparten fines y objetivos, etcétera.

Cambios en contenidos, actitudes y creencias de los profesores pueden dar lugar a cambios en la forma de la cultura de los profesores y en las relaciones de trabajo con sus colegas; y es en las formas de la cultura docente como se reproducen, reconocen y redefinen los contenidos de esa cultura. Por su parte, la forma de la cultura escolar de los profesores puede tener significativas implicaciones para el cambio educativo, en la medida en que puede frustrar o hacer que se lleven con éxito los compromisos compartidos.

Las prácticas docentes, generadas históricamente y compartidas en los contextos organizativos de las instituciones educativas, forman una cultura ocupacional, con interacciones, modos de ver y actuar específicos. Los procesos de socialización y el ejercicio de la profesión en cada comunidad laboral (escuela/zona, etapa/nivel educativo, área/materia, hombres/mujeres, etc.) generan formas de ver y actuar que suelen configurar una determinada cultura profesional, asociada normalmente con una estructura laboral u ocupacional. Las culturas profesionales de la enseñanza están constituidas por los supuestos, cuerpos de conocimientos y creencias compartidas, así como por las formas de relación y articulación en el contexto organizativo y laboral de los centros educativos.

Las diferencias entre la enseñanza elemental y secundaria pueden ser consideradas, en muchos aspectos, equivalentes a las diferencias que surgen entre dos culturas muy distintas. Pasar de una escuela a otra no significa simplemente cambiar de instituciones, sino también de comunidades, cada una de ellas con ideas propias acerca de cómo aprenden los estudiantes, cómo se organiza el conocimiento, qué forma debería adoptar la enseñanza, etc. Por lo general, el paso de la educación elemental a la secundaria supone transitar de una concepción generalista del currículum y la enseñanza, a otra más especializada en la que éste y el profesorado se dividen en función de esa especialización en las asignaturas. Dicho paso significa que los alumnos dejen atrás el concepto de relación con un solo enseñante que les conoce bien, para entablar relaciones menos frecuentes con una amplia gama de profesores especializados en asignaturas.

En resumen, dicha transición supone el abandono de una comunidad personal y de apoyo, para entrar a formar parte de una asociación distante e impersonal. En cuanto al profesorado, las principales diferencias entre las escuelas primarias y las secundarias residen en el estilo y la estrategia de enseñanza. Hay ejemplos, sin embargo, de que tales diferencias son con frecuencia magnificadas.

Las estrategias de enseñanza en la escuela secundaria se hallan tan fácilmente estereotipadas como aquéllas utilizadas por los docentes de primaria. El estudio de Barbara Tye (1985), referido por Hargreaves, et al. (1996), que se basa en una encuesta realizada a gran escala en las aulas de la escuela secundaria estadounidense, llegó a la conclusión de que "todas las aulas de escuela secundaria son desalentadoramente similares", con pautas idénticas de presentación frontal, preguntas cerradas y trabajos de mesa; pero a pesar de esta uniformidad general, se aprecian algunas variaciones importantes.

Algunas de esas variaciones están relacionadas con la asignatura. Por ejemplo, en el informe de Ball (1980) sobre las actitudes de los profesores respecto a la enseñanza en grupos heterogéneos, se menciona que los miembros del departamento de francés empleaban enfoques predominantemente didácticos, centrados en el profesor, pero no sucedía lo mismo con los profesores de matemáticas e inglés. En otros estudios también se han registrado diferencias en el enfoque pedagógico entre los departamentos de inglés y matemáticas, y entre asignaturas académicas y profesionales (Little, 1993).

Por otra parte, es necesario enfatizar que este enfoque cultural de enseñanza va más allá del ámbito de las escuelas, pues contempla la influencia en el trabajo docente del contexto social más amplio. Considera que la escuela como institución social se ve sometida a presiones externas de diversa índole, que tienen que ver fundamentalmente con las exigencias del mundo capitalista globalizado. Se busca desenmarañar el complejo panorama que se vive en los centros educativos como consecuencia de "la fuerte sacudida" que sufren las instituciones públicas en esta etapa de transición de la era moderna a la posmoderna, con todas las ventajas e inconvenientes que esto conlleva.

Desde esta óptica, las culturas profesionales pueden, y de hecho son, ambientes facilitadores (generadores de solidaridad, cooperación, confianza, apoyo, etc.) u obstaculizadores (promotores de ansiedades, temores, desconfianza, falta de solidaridad, etc.) del trabajo y desarrollo profesional y personal del docente. A la luz de estas aportaciones teóricas, la imagen y función del docente debe replantearse y redefinirse, entendiéndose que la superación de las dificultades de su trabajo no dependen sólo de sus conocimientos y habilidades profesionales o cualidades personales (aunque éstas evidentemente son importantes), sino de las posibilidades reales que los contextos sociales ofrecen.

 

Algunos condicionantes actuales de la cultura profesional del docente

a) Los profesores tienen fuertes competidores, no son los únicos depositarios del saber.

Los medios de comunicación, las bases de datos, los discos compactos e internet almacenan un caudal de conocimientos más amplio, más elaborado y mejor presentado que el que tiene el profesor(a). Este hecho desmitifica la figura del profesor(a) y condiciona la tarea que debe realizar en la escuela. El docente no es la única fuente de conocimiento ni la más fidedigna. Además, la forma activa, apoyada en las nuevas tecnologías, que presentan algunos programas, contrasta con la crítica situación que enfrenta el profesorado en un aula masificada.

b) Los valores al alza en la sociedad no son los de índole cultural, intelectual, crítico, reflexivo, sino los que tienen que ver con el pragmatismo, el éxito, el dinero, el prestigio y el poder.

Los modelos de conducta por imitar que se promueven a través de los medios masivos de comunicación distan mucho del trabajo arduo, cotidiano, perseverante, disciplinado del que estudia y se cuestiona sobre el valor ético de la realidad y no sólo sobre el valor material y económico de las cosas.

c) La escuela actual ya no puede garantizar un trabajo seguro, socialmente bien valorado y con una alta remuneración, las cosas han cambiado.

Existen modos rápidos, eficaces y fáciles de acceder al dinero y a la fama que están alejados de la paciente labor del estudio. El constante bombardeo en los medios sobre personajes (banqueros, narcotraficantes, políticos) que han amasado cuantiosas fortunas casi por arte de magia -al cabo que el fin justifica los medios-, se contrapone con los modelos de vida que la escuela, con tan poco éxito, intenta promover entre el alumnado.

d) Los alumnos(as) traen a la escuela un cúmulo de saberes muy amplio y diversificado. Sin embargo, la información que tienen es caótica, manipulada por intereses comerciales, contradictoria, fragmentaria y poco rigurosa.

La tarea primordial de la escuela, y por ende la del profesorado, ya no consiste en proporcionar al alumnado un bagaje más amplio de conocimientos -lo que no significa que se deba descuidar el contenido escolar, sólo que ahora importa más la calidad que la cantidad-, sino dotarlo de los principios, métodos, estrategias y fundamentos para discriminar la información que recibe, someterla al análisis y rigor científicos y aplicarle criterios de empleo al servicio de la ética.

e) La actitud de las personas por conseguir sus metas de forma rápida y con el mínimo esfuerzo, pone en entredicho el modo lento y laborioso de acceder al conocimiento.

Los estudiantes cuyos sentidos están embotados (pues viven en la era de la imagen, el sonido y el color), perciben la enseñanza como monótona y poco atractiva; quizá desconocen que aburrirse también forma parte de la condición humana y que una clase muy technicolor no necesariamente significa una buena clase.

Aunado a la crisis de la modernidad han aparecido en escena nuevas condiciones sociales y culturales que condicionan el trabajo de los profesores en las escuelas. En lo económico, la flexibilidad y una nueva concepción del consumo y la acumulación, tanto de bienes materiales como de conocimiento e información. En lo político, la globalización y la reconstrucción de las identidades nacionales. En el ámbito social, la muerte de las certidumbres que dan paso a la aceptación de la diversidad en sus más amplias facetas (religiosas, culturales, étnicas). En lo organizativo, la burocratización deja paso a instituciones más flexibles. En lo personal, la posmodernidad rescata el valor de las emociones, de la identidad individual, de las diferencias y de la autonomía.

Evidentemente, al modificarse las condiciones y los valores sociales, la enseñanza y el trabajo de los docentes se ve afectado en la misma medida. De acuerdo con Hargreaves (1996) existen tres ejes básicos en los cuales se concentran los retos que la posmodernidad plantea a los profesores: el trabajo, el tiempo y las culturas de la enseñanza; en esta última confluyen las dos primeras. El citado autor denomina culturas de trabajo

al conjunto de supuestos básicos, actitudes, valores, creencias [...] que son compartidos por los docentes, sea en general o en un grupo concreto, así como a las pautas de relación e interacción entre ellos y a las condiciones contextuales de su trabajo (Hargreaves, 1996, p. 15).

 

CULTURA PROFESIONAL Y EVALUACIÓN DEL ALUMNO

Como ya se ha referido en líneas anteriores, en los últimos años ha habido avances significativos en el discurso pedagógico y la teoría de la evaluación, lo que ha permitido el paso de un modelo tradicional de evaluación, centrado en el alumno y su rendimiento académico, en cuya valoración se empleaba una serie de instrumentos de carácter cuantitativo, a un modelo más amplio, abierto y flexible en cuanto a su objeto, funciones, metodología, agentes participantes, etc. Se trata de propuestas que conciben el aprendizaje escolar como un fenómeno multicomponencial, y a la enseñanza como una tarea que tiene como propósito el desarrollo de habilidades intelectuales de orden superior, así como la adquisición y promoción de valores y actitudes deseables, que hagan del individuo un sujeto autónomo, crítico, reflexivo, participativo, solidario y responsable con sus semejantes.

No obstante los logros teóricos antes referidos, todavía estamos lejos de poder echar las campanas al vuelo, pues la realidad de las escuelas en muchos países del mundo revela que las maneras que tiene el profesorado de practicar la evaluación apenas si han sufrido modificaciones. Las prácticas suelen ir a la zaga de los progresos de la investigación educativa y el discurso pedagógico.

De acuerdo con los recientes aportes de la investigación en el campo de la psicología cognitiva (véase Eisner, 1998; Gardner, 1998), existen distintas formas4 y modos de representar el conocimiento,5 lo que quiere decir que la enseñanza no debe reducirse a los modos convencionales de aprender, pues esto traería consigo serias limitaciones para la capacidad humana; significa también el reconocimiento de que existen diversos tipos de inteligencia que manifiestan variaciones en los individuos, así como sus implicaciones para el aprendizaje escolar y su evaluación.6

Considerando que lo que se evalúa en la escuela es el aprendizaje escolar de los alumnos, es fundamental caracterizarlo desde una amplia perspectiva, sin encorsetarlo -como tradicionalmente se ha hecho- en atender sólo el campo de lo intelectual, sino ampliándolo para promover el desarrollo de otras capacidades del alumno; en el entendido de que al haber distintas modalidades de aprendizaje existen por tanto también diversas vías de tratamiento para su evaluación.

Se plantea que el modelo de evaluación que el profesorado de un centro educativo comparte está dado en parte por las prescripciones que la administración educativa hace a las escuelas y que éstas deben cumplir, es decir, las disposiciones oficiales de cómo el profesorado, en este caso de secundaria, debería evaluar a los alumnos. Pero sabemos que el modelo dispuesto por las autoridades educativas no se desarrolla de forma vertical, que antes de llegar al aula pasa por varios filtros. El primer tamiz lo representa la escuela, que de acuerdo con su historia, tradiciones y política educativa adoptadas, hará su interpretación del modelo evaluativo propuesto. Después está el profesorado, que como colectivo profesional introduce sus adaptaciones, influido por las culturas o subculturas de la enseñanza que caracterizan la escuela a la que está adscrito, y por último, cada docente a título individual hará los ajustes que considere pertinentes en función del contexto real en el que tiene que ejercer su enseñanza (características de los alumnos, tiempo disponible, creencias, experiencia) y de sus conocimientos y habilidades docentes.

El foco de nuestro trabajo consistió en conocer (para comprender) cómo se desarrollaban las prácticas de evaluación del aprendizaje en secundaria. Para calibrar el desarrollo de la evaluación en el plano formal fue necesario partir de un modelo-guía que permitiera contrastar en qué medida se estaban cumpliendo las metas educativas propuestas. Este referente lo constituyó el modelo de evaluación propuesto por la Ley orgánica de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), en 1990 para la Educación Secundaria Obligatoria (ESO).

Entre los hallazgos del estudio realizado destaca el hecho de que se evalúa en distintos momentos, se hable o no de evaluación, y que las jerarquías de excelencia (Perrenoud, 1996) que construye el profesorado y conforme a las cuales evalúa o valora el aprendizaje del alumno y su actuación en la escuela, van más allá de la evaluación formal y puntual.

La evaluación funciona en múltiples planos y los hilos mediante los cuales se vinculan o entretejen las prácticas de evaluación en esos diferentes planos muchas veces son débiles o están poco articulados. En muchas ocasiones los maestros construyen tales prácticas siguiendo las políticas de la escuela o las directrices establecidas en los documentos oficiales, y otras, se las organizan por su cuenta de acuerdo con lo que ellos entienden que debe ser la evaluación al margen del discurso oficial, es decir, la evaluación queda reducida más a una cuestión personal del profesor con su grupo y asignatura. Lo anterior permite apreciar cómo ésta está alejada o entra en abierta contradicción con los planteamientos teóricos generales de lo que debe ser la evaluación.

En relación con los contextos culturales en que actualmente se ejerce la evaluación educativa en las escuelas, nos interesa destacar la necesidad de una reflexión colectiva que conduzca a los profesores al análisis y elaboración de propuestas de mejora de sus prácticas evaluadoras, porque si realmente se pretende hacer de la evaluación un instrumento de seguimiento y mejora del proceso, es preciso no olvidar que se trata de una actividad colectiva, de un proceso de enseñanza-aprendizaje en el que el papel del profesor y el funcionamiento del centro constituyen factores determinantes. La evaluación ha de permitir, pues, incidir en los comportamientos y actitudes del profesorado.

Coincidimos con el planteamiento de que una reforma educativa no llega a calar en las ideas y prácticas pedagógicas que son responsables del aprendizaje de los alumnos, a menos que sea debidamente adoptada, adaptada y desarrollada en los centros educativos, en las aulas, en las interacciones entre alumnos y profesores, en nuevos aprendizajes para unos y para otros.

Hay evidencia empírica (Moreno Olivos, 2000) de que no existen patrones evaluativos uniformes, aunque a diversos niveles de análisis existen similitudes, se hacen visibles diferencias, lo que a su vez es una prueba de que las culturas escolares vinculadas con categorías supraindividuales dan parte de la situación pero no de toda, porque los sujetos individuales muestran actitudes y comportamientos que son resultado de su biografía personal, su experiencia docente y la cultura profesional a la que pertenecen.

Dadas las considerables diferencias que descubrimos entre el profesorado, en sus prácticas de evaluación del alumno, según su pertenencia a una subcultura profesional de primaria o de secundaria (y entre departamentos dentro de un mismo centro), nuestra investigación vino a confirmar la idea de que una organización no suele tener una cultura unificada.

Debido en parte, precisamente, a estas diferencias entre los intereses y perspectivas de subculturas profesionales distintas, conseguir una colaboración efectiva entre distintos centros (o dentro de un mismo centro) se convierte en una tarea casi imposible, como ha sido expresado por algunos de los profesores que participaron en este estudio. La cultura se configura como factor mediador entre los componentes estructural e individual/grupal.

Una de las implicaciones del estudio realizado fue que el profesor tiene un modo personal y colegiado de evaluar, condicionado en parte por la cultura profesional del colectivo al que pertenece, y en parte, influido por su biografía personal, de modo que cualquier propuesta evaluadora que se le haga deberá contemplar estos factores que, puestos en un contexto determinado, le darán a la evaluación un carácter peculiar.

 

CONCLUSIONES

Lograr un cambio en la concepción de la evaluación que tenga su equivalente en la práctica real implica prestar una atención especial al conocimiento y las capacidades del profesor, quien es a final de cuentas el que cristaliza o no las propuestas de cambio y mejora; apelar a la importancia de los métodos de conocimiento del profesor para adquirir información, mientras participa en situaciones naturales de enseñanza, supone conceder un peso importante a sus capacidades para percibir los procesos educativos y a sus esquemas de interpretación.

Para conseguir una evaluación con carácter formativo, será necesario volver la mirada al conocimiento constante que el profesor obtiene sobre el proceso educativo, y por tanto, prestar atención a sus pensamientos y creencias, pues actualmente dos cuestiones parecen estar claras: 1) que las creencias de los profesores son relativamente estables y resistentes al cambio, y 2) que existe una íntima relación entre los sistemas de creencias de los profesores y sus conductas en clase. Si queremos que cambien las conductas de los profesores hemos de procurar que los individuos inicien conductas intencionales dirigidas a producir un cambio en su ambiente, incluso un cambio cultural.

Cambiar las concepciones y prácticas de evaluación del profesorado requiere, entonces, cambiar la cultura profesional, promoviendo la emergencia de nuevos roles y patrones de relaciones entre los profesores, rediseñando los entornos laborales, las estructuras organizativas y los modos de pensar y hacer la enseñanza.

 

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Notas

1. Los comienzos de esta línea de investigación se encuentran en Estados Unidos, siendo una de las obras pioneras La vida en las aulas, de Jackson (1994), en la que se exponen los resultados de uno de los primeros estudios en que se intentó describir y comprender los constructos y procesos mentales que guían la conducta de los maestros.

2. Es cierto que la cultura del individualismo impide el desarrollo profesional, al limitar el compartir experiencias y conocimientos; pero no hay que confundirla con tener autonomía profesional o individualidad, ni convertirla en una especie de herejía. La individualidad suele ser un requisito necesario -en determinados momentos- para el trabajo docente, y no se opone a una colaboración y trabajo conjuntos.

3. Van Manen y Barley (1985), citados por Coronel Llamas (1995), definen a las subculturas como una subunidad de miembros de la organización que interactúa regularmente entre sí, identificándolo como un grupo distinto dentro de la organización, que comparte un marco de problemas definidos en común y actúa sobre la base de comprensiones colectivas únicas para el grupo.

4. Las formas de representación son dispositivos que funcionan como una especie de vías por las cuales los conceptos visuales, cinestéticos, olfativos, gustativos y táctiles logran hacerse públicos, condición que puede adoptar la forma de palabras, imágenes, música, matemáticas, danza, etc. Cada vez que se emplea una forma de representación (por ejemplo, la prosa) se omiten al mismo tiempo otras cualidades del mundo que la forma no puede "nombrar".

5. Según Eisner (1998), cualquier forma de representación puede tratarse de uno o más entre tres modos:

a) El modo mimético comunica por medio de la imitación, esto es, representa mediante la réplica, dentro de los límites del medio empleado, de los rasgos superficiales de algún aspecto del mundo cualitativo. Extrae los rasgos sobresalientes de algún aspecto del mundo y los representa como una imagen dentro de algún medio.

b) El modo expresivo hace referencia a que lo que se representa no son los rasgos superficiales del objeto o acontecimiento, sino más bien su estructura profunda o, en otras palabras, su carácter expresivo. El modo expresivo de tratamiento no es simplemente un artificio agradable, sino que es en sí mismo parte del contenido de la forma de representación.

c) El modo convencional. En este caso, convencional significa simplemente que, como los individuos viven en sociedad dentro de una cultura, aprenden que ciertas convenciones ocupan el lugar de otra cosa. El vocabulario casi totalmente arbitrario de nuestro lenguaje discursivo es un ejemplo del modo convencional de tratamiento de las formas de representación. La relación entre la forma y el referente es arbitraria.

Las distinciones que se han hecho entre lo mimético, lo expresivo y lo convencional no deben interpretarse en el sentido de que una forma de representación utiliza solamente una forma de tratamiento, sino que los tres factores se combinan. Por ejemplo, la pintura utiliza elementos miméticos, expresivos y convencionales en la misma obra.

6. Al respecto, Gardner (1993) plantea que los estudios de la cognición sugieren que hay distintos modos de adquirir y representar el saber; es necesario tomar en consideración estas diferencias individuales tanto en nuestras pedagogías como en nuestras evaluaciones. Algunas veces los estudiantes que no pueden ser aceptados según las medidas habituales de competencia, manifiestan un dominio y una comprensión significativos cuando éstos se han obtenido de un modo diferente, más apropiado.

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