Cuando Miranda Fricker escribió su famoso libro Epistemic Injustice. Power and the Ethics of Knowing no imaginó -o quizá sí- que su libro sería uno de los más citados en el mundo porque había acuñado el concepto extraordinario de justicia epistémica. Con este término, Fanny del Río ha logrado hacer visible, en su libro Hacia una crítica ética de la historia de la filosofía en México desde una perspectiva de género, la clase de injusticias que surgen de ignorar los trabajos filosóficos de muchas mujeres (invisibilizadas de muchas maneras), así como la forma en que durante siglos la gran ausencia de sus nombres y de su legado han sido parte de los procesos educativos que tan sólo desde hace poco tiempo hemos empezado a cuestionar. Y éste es el mayor mérito del incansable trabajo de las feministas. En este caso, no sólo es la acuñación crítica de formas de injusticia que antes no habíamos tenido la claridad para visualizar, comprender o percibir, lo cual es -creo yo- uno de los valores más importantes de la crítica. Esta fuerza cognitiva se llama disclosure o develamiento, un término que reivindica los usos que Heidegger le dio en su sentido estético y como "aparición"; sólo que yo he querido darle un giro postheideggeriano con la metáfora del telón que se abre y en el que hace su aparición la "escena".
El libro de del Río enlaza sus argumentos críticos y develadores a partir de tres modelos de injusticia epistémica: los de Miranda Fricker, Michelle Moody-Adams y Chesire Calhoun, que la autora contrasta y critica con gran lucidez. Su poder iluminador reside en su capacidad para mostrarnos el tipo de problemáticas que se hallan en las estrategias y las costumbres, en la cultura y las tradiciones del mundo patriarcal. Del Río nos advierte que su trabajo no es sólo un proyecto que incluye a estos modelos, sino que también recorre con muestras empíricas todo lo que se ha publicado como partes de la historia de la filosofía en México desde 1943 hasta 2018. Nos revela así que de las "diecisiete obras no se incluye en su índice ni una sola filósofa, mientras que [en] las seis restantes la ratio hombre/mujer refleja una importante desigualdad numérica: 37/2, 62/9, 59/8, 20/2, 31/9, 16/1" (p. 7). Ante estos datos, lo que antes nos parecía "normal" ahora empieza a revelarse como una exclusión sistemática que requiere de un trabajo como el que nos ofrece nuestra autora. Este déficit de representación no puede pensarse sólo como producto de los prejuicios en ciertos contextos; nos remite más bien a cómo en la institucionalización de la filosofía -como disciplina del saber crítico- simplemente no se reconoce el trabajo de las mujeres. Por eso, el camino que Fanny del Río elige es el de "seguir las huellas de las injusticias epistémicas" para dar cuenta de la increíble desproporción entre las obras que incluyen a filósofos hombres y el ridículo número en donde aparece mencionado, casi como un milagro, el nombre de alguna mujer. El libro no es una simple denuncia; es más bien un trabajo de gran seriedad filosófica que, como mencioné, analiza tres modelos epistémicos e inquiere si proponen vías para comprender mejor por qué las estrategias de invisibilidad hacia las mujeres son realmente injusticias.
El empleo de estos tres modelos le permite a del Río ensanchar el horizonte reflexivo para cuestionar si, como dice Miranda Fricker, la injusticia epistémica puede eximir de culpa a los agentes. En el segundo modelo, el de Chesire Calhoun, se argumenta que no es posible adjudicar responsabilidad a los agentes porque las formas de opresión tienen lugar en contextos específicos y éstos los hace ciegos a sus propios prejuicios. Por su parte, Moody-Adams es la autora más radical, ya que piensa que los agentes son responsables morales de sus acciones y, por lo tanto, no existen excusas morales para disculpar su ignorancia. Moody-Adams es además una autora negra, mujer y filósofa, que conoce con profundidad lo que significan las formas de opresión que pueden coexistir.
Como la autora explica bien, el primer modelo -el de Fricker- rechazaría la existencia de responsabilidades cuando tanto los contextos como las instituciones son las que construyen las concepciones del mundo de los agentes. Para ello apela al ejemplo que Fricker ofrece de la película de Anthony Minghella, El talentoso Sr. Ripley: Ripley ha asesinado a su amigo Dickie, cuya novia, Marge, tiene cada vez más la sospecha de que Ripley es el culpable y el padre de Dickie, Herbert Greenleaf, no le cree porque piensa que la "intuición de Marge" es insuficiente, pues además no posee prueba alguna. Según la conceptualización del trabajo de Fricker, lo determinante es que el padre de Dickie no se puede elevar hacia los niveles críticos necesarios para poder combatir sus propios prejuicios y, por eso, la injusticia testimonial no lo hace culpable. Lo cierto es que para quien haya visto la película lo que importa de este argumento es que el padre de Dickie se pierde de la posibilidad de poseer un conocimiento que le permitiría saber quién asesinó a su hijo y, por ello, es culpable de algo más profundo. De alguna manera, le resta "humanidad" a Marge cuando le niega la posibilidad de que pueda tener muchas más posibilidades de saber por qué Ripley podría ser el asesino de su novio. En realidad, Fricker termina por exculpar a Greenleaf y a todo aquel que se conforma con seguir las formas rutinarias y tradicionales de conducta, lo cual impide que haya posibilidades de transformaciones que pudieran suponer algo así como un progreso moral. Pero del Río tiene razón: siempre puede haber alguien cuyo comportamiento sea excepcional y provoque transformaciones, por lo que es posible detectar dos cosas que son importantes: los recursos morales que poseemos son esenciales y también, como he dicho antes, pueden permitirnos ser firmes en la forma en la que somos capaces de convertirnos en agentes de cambios.
El segundo modelo, el de Chesire Calhoun, aborda la responsabilidad moral como una forma de opresión social. Distingue entre los casos ordinarios de comportamiento incorrecto y los casos de opresión. Para Calhoun, las diferencias entre ambos se articulan en términos de tres posibilidades: como anormalidad contra normalidad, como comportamiento opresivo y el que puede ser visto desde la perspectiva de la anormalidad moral. Para del Río, y con razón, ésta es una forma de problematizar las injusticias tan inaceptable como la primera, pues si en la ignorancia no hay culpa, entonces hasta podemos terminar por legitimar lo que ciertamente debe ser inaceptable.
El tercer modelo, el de Moody-Adams, también vincula el contexto con la agencia, pero esta autora responsabiliza a las instituciones culturales, por lo cual siempre es posible concebir al agente también como responsable de sus acciones. Y quizá lo más interesante de este modelo es lo que Moody-Adams ha llamado la "falla empírica", que se refiere a cuando un agente no hace lo debido en las ocasiones en las que lo que tiene enfrente es evidentemente una injusticia. Señala del Río: "cuando las personas eligen no saber, las consecuencias pueden extenderse a cualquiera", y por eso ciertas formas culturales reflejan y normalizan la ignorancia, como ilustra muy bien el caso de los policías Thomas Lane y Alexander Kueng, quienes acompañaban a Derek Chauvin mientras éste mantenía su rodilla en el cuello de George Floyd, quien se quejaba desesperadamente de que "no podía respirar". Aquellos dos policías no hicieron nada por disuadir a Chauvin de quitarle la rodilla del cuello; por el contrario, simplemente se dedicaron a ser testigos de esa forma inaceptable de violencia tan típica de los agentes policiales que poseen una cultura racista. Por eso también fueron condenados.
El trabajo de del Río adquiere su fuerza conceptual -develatoria y crítica- cuando analiza cómo entender la "injusticia epistémica" en relación con su análisis de las ausencias y omisiones de mujeres filósofas en los libros sobre la filosofía en México. Y aquí es donde el concepto de injusticia epistémica adquiere su fuerza develadora. Comenzando con Samuel Ramos, quien ignoró la tesis de Paula Gómez Alonzo titulada La cultura femenina, hasta los proyectos que le siguieron, con eminentes filósofos como Miguel León Portilla, Edmundo O'Gorman, José María Gallegos, Luis Villoro, Leopoldo Zea, Fernando Salmerón, Abelardo Villegas y luego Ramón Xirau, quienes incluyeron a una sola mujer: Sor Juana -después Xirau añadiría a María Zambrano-. La aparición de otros libros no cambió la situación de invisibilidad de las mujeres. La filosofía no era -pero tampoco se abría- para las mujeres. Tal era la mentalidad imperante o bien, según cita nuestra autora a Guillermo Hurtado, "el clima de ideas" hizo inaceptable que una tradición eminentemente masculina pudiera autorizar a las mujeres con su entrada (p. 49).
Una vez que del Río avanza en su trabajo, los términos que emplea nos permiten comprender que el tema conlleva "violencia", la cual también puede estar asociada con la invisibilidad, como cuando del Río nos remite al trágico caso de Rosa Krauze: "Aplicando la fórmula al ejemplo de Rosa Krauze, cuyo análisis sobre Caso fue citado profusamente [...] sin que se le integrara como la ensayista de altura que era, se puede ver que no se le tomó como una autoridad por derecho propio, sino como una mera fuente de información" (p. 57). Y después fue víctima de otras formas de silenciamiento porque no la mencionan otros. Ni siquiera en el trabajo de Carmen Rovira se hace mención alguna de filósofas, lo que supone el paralelo con la convicción del homosexual de que su homosexualidad es una enfermedad.
Más tarde, en la obra de Antonio Ibargüengoitia se mencionan a 62 filósofos y a 9 filósofas. Para 2002, José Manuel Villalpando Nava menciona a 59 filósofos y a 8 filósofas. En 2005, Gabriel Vargas incluye en su Esbozo histórico de la filosofía en México (siglo xx) y otros ensauyos a 7 filósofos y a ninguna filósofa. En 2008, Mauricio Beuchot incluye a 12 filósofos y a ninguna filósofa. Y, por si fuera poco, el propio Enrique Dussel, tan preocupado por reivindicar lo propio, menciona en su obra a 20 filósofos y sólo a 2 filósofas. Para el 2010, Mario Magallón Anaya menciona a 6 filósofos y a ninguna filósofa. Y en 2013, mi colega y amigo Carlos Pereda menciona a 31 filósofos y a 9 filósofas. Por su parte, en el 2016 Margarita Valdés menciona a 20 autores y sólo a 3 autoras. Y, por último, ya en el año 2018, Gustavo Leyva incluye a 1131 autores y sólo a 85 autoras.
¿Qué podemos concluir tras el recorrido crítico e iluminador que ofrece el trabajo de Fanny del Río? La única manera de responder es siguiendo algunas de las pistas que ella misma nos ofrece: necesitamos recuperar el papel de la crítica ética para rescatar de la invisibilidad a las muchas mujeres que son parte de la gran tradición filosófica en México. Sin embargo, para eso debemos generar conciencia sobre el problema, como lo hace la obra que me ocupa en estas líneas y que espero que pueda leerla mucha gente. Y también pensar que podemos ser agentes del cambio, desde las aulas, mediante la enseñanza de las obras de autoras que prácticamente nadie conoce, con la modificación de los programas de estudio, con cursos monográficos y sustituyendo a varios autores hombres muy reconocidos con autoras menos conocidas. Podemos ser agentes de cambio si examinamos los conceptos que ellas han propuesto y, tal vez, acuñado, discutiendo sus libros y otorgándoles la visibilidad que merecen y el lugar que se les ha arrebatado durante tanto tiempo. Gracias al análisis exhaustivo que nos obsequia del Río, tanto de los modelos epistémicos como de sus limitaciones, entendemos que el trabajo de género puede ser de tan alta calidad que su crítica será, seguramente, un parteaguas para la enseñanza de la filosofía en México en este presente que nos urge transformar.









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