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Diánoia

versión impresa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.57 no.68 Ciudad de México may. 2012

 

Reseñas bibliográficas

 

Leticia Flores Farfán, En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre la alteridad en Grecia antigua

 

David Arturo Delgado Esquivel

 

Editarte, México, 2011, 117 pp.

 

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México davo_gto@hotmail.com

 

Hace más de veinte siglos que la civilización griega abandonó el teatro de la historia y dejó a Occidente un legado inagotable. En las palabras que usamos permanecen, aunque diluidos, ciertos saberes que les fueron propios a esos hombres del Mediterráneo, y lo mismo en nuestras ciudades, sociedades y formas de mirar el mundo. Es cierto que los griegos han sido idealizados durante mucho tiempo y también es probable que nunca lleguemos a entenderlos del todo. Observados a la distancia y debido a la turbiedad que acompaña al tiempo, los griegos se nos vuelven cada vez más otros. Con todo esto y a pesar de la irreductible velocidad del mundo en que vivimos, aún son posibles los espacios en los que podemos llevar a cabo esa saludable práctica de encararnos con los actores del pasado. No es casualidad que Platón con su gran pluma haya querido legarnos esos maravillosos ejercicios literarios que a la postre llevarían el nombre de Diálogos, conversaciones en las que el ateniense convoca a Sócrates, Diotima, Fedro y Alcibíades, entre otros, a mirarse de frente y compartir su logos, a mirarse en el espejo que se forma en las pupilas del otro.

Siguiendo esta actitud propia de los griegos, Leticia Flores Farfán ha escrito En el espejo de tus pupilas. Ensayos sobre la alteridad en Grecia antigua, una obra que, como la propia autora señala, bien podría llevar el título de Los griegos y sus otros. La razón se encuentra justamente en el propósito del libro: el examen de algunas de las formas en que los griegos construyeron la imagen de sí mismos al tiempo que se diferenciaban de una amplia gama de otredad compuesta por mujeres, niños, esclavos, bárbaros y animales. En esta variedad de entes se destaca como el muy otro la figura del guerrero, del hombre y el ciudadano griego. En una cultura con espíritu agonal, en la que un hombre vale lo que vale su logos, la identidad de un individuo coincide con la valoración social que se genera en la mirada de quienes lo rodean.

Con un importante aparato crítico y un vasto conocimiento de la cultura griega, la doctora Flores Farfán nos guía por un mundo griego que construye sus valores a partir del espectáculo. En el primer capítulo, que lleva por nombre justamente "El poder de la mirada", nos acercamos a la dinámica del agonismo, tan cara a los griegos, donde la guerra es el lugar propicio para dar muestra pública de la virtud. Para ser reconocido por los otros como kalós —como virtuoso, bello, valeroso—, el hombre griego usa el cuerpo tenso y calentado con el sol y la fatiga para mostrar su valía. La contextura del cuerpo está asociada no solamente al éxito en la actividad atlética y guerrera, sino también a la estatura moral de la persona. Es por ello que durante la guerra en Ilión fue tan importante conservar intacto el cuerpo de los guerreros o bien lacerarlos con el fin de destruir sus cualidades y valores, tal como sucedió con Héctor, cuyo cadáver fue arrastrado por el carro de Aquiles.

El héroe griego, con sus avatares y sus cuitas, es el modelo del personaje que alcanza en grado sumo la estimación pública, la timé. Con ello, el héroe busca incansablemente pervivir en la memoria y huir del olvido. Aun después de que la fuerza vital lo haya abandonado, el cuerpo muerto permanece sujeto a la dinámica de la mirada. El ejemplo más claro de esto se encuentra en los rituales funerarios. Dar sepultura a un cadáver es permitir que siga el camino al mundo de los muertos y se mantenga presente en la memoria de los vivos. Dejar insepulto un cadáver es condenarlo al ultraje eterno. Semejante tratamiento estaba reservado para criminales, traidores y sacrílegos, aquellos que por sus actos son merecedores de la verdadera muerte, que consiste en el olvido, el silencio, la oscura indignidad y la ausencia de renombre.

Con la misma intención de dibujar el rostro del amigo y distinguir lo propio de lo extraño, los griegos construyeron toda una serie de relatos con el fin de explicar su origen y perpetuar los lazos filiales que aseguran la cohesión de la sociedad. Los personajes de estos relatos son justamente los nacidos de la tierra, aquellos que crean un estrecho vínculo con el suelo donde nacieron, quienes por ser autóctonos han logrado un establecimiento más sólido, más civilizado y puro. Detrás de estos relatos, nos dice la autora, se encuentra toda una estrategia retórica mediante la cual se legitima el poder de mando y la autoridad. Sin un mito vinculante que permita a todos los ciudadanos "alegrarse y entristecerse por las mismas cosas", resulta imposible fundar una ciudad. Esto es algo que no pasó desapercibido para Platón, quien plantea los beneficios del "hermoso riesgo de creer en un mito" que, a la manera de un bien aplicado pharmakon, produzca convicciones firmes y saludables.

Pero, como destaca Flores Farfán, hay un aspecto negativo implicado en la retórica nacionalista, ya que es mediante discursos como éstos como los griegos explican quiénes son ellos y, al mismo tiempo, quiénes son los diferentes: los extranjeros, los excluidos, los "no griegos", quienes no comparten la lengua, las creencias y las formas de vida gestadas en la polis. Se atribuye a dos grandes personajes de la historia griega, Tales y Sócrates, el estar agradecidos por tres cosas: el ser hombre y no animal, varón y no mujer, griego y no bárbaro. Aunque hable la misma lengua y haya nacido en el mismo suelo patrio, la mujer griega es vista como un colono extranjero entre los hombres. En "El eterno femenino", la autora del libro reseñado explica la forma en que los griegos constituyeron la idea de lo femenino como lo foráneo, lo irracional, lo peligroso y lo doliente.

Atenea, Andrómaca, Penélope, Pandora, Clitemnestra, Hécuba y Medea son acaso algunos ejemplos paradigmáticos de la idea de lo femenino que habitaba en el imaginario griego. Si Atenea es la diosa que protege a la ciudad que lleva su nombre, ello se debe a que se han eliminado de su imagen los atributos de lo femenino y se han destacado otros: su ser de diosa virgen, guerrera, racional. Las demás mujeres, en cambio, se ajustan más a la definición de Pandora, la primera de la raza de las mujeres; raza maldita, terrible pero a la vez necesaria, regalo envenenado, bello mal. Ante semejante naturaleza, el hombre ha de considerar a la mujer un ser a medias que requiere la guía de la razón masculina para conducir sus acciones. La buena mujer habrá de morar en la oscuridad de la casa y habrá de rodearse de silencio, aun si es una diosa. La buena mujer, tan propensa al llanto, habrá de controlar sus impulsos frente al dolor que le cause la muerte de sus propios hijos, acaso ciudadanos muertos en defensa de la patria. Pero toda previsión es insuficiente cuando la propensión gana y la fuerza de lo femenino se desborda; cuando las madres dolientes se vuelven terriblemente madres que no olvidan ni perdonan, y que por lo mismo son incapaces de participar de la voluntad conciliadora que proviene de las instituciones hechas por los hombres. Su deseo de venganza raya en una actitud antipolítica, de peligroso desprecio por la justicia al extremo inconcebible de Medea, la mujer que por sus actos terribles no puede sino confirmar su condición de bárbara y extranjera.

Lo enteramente distinto, lo completamente otro del hombre griego se hace visible por medio de una narrativa identitaria que fijó sus límites a la par de los acontecimientos históricos que marcaron a la cultura griega. La distinción entre héllenes y bárbaroi —los griegos de pleno derecho, quienes conocen efectivamente la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo perjudicial, y los bárbaros, aquellos que por su forma de hablar y actitudes son más parecidos a los animales irracionales— se alimentó durante largo tiempo con un discurso fuertemente ligado a la retórica de la guerra. Esta distinción se hace más evidente al observar los avatares de las Guerras Médicas, en las que los hoplitas, cuerpo de guerreros unidos, representan los ideales de la ciudad con cada paso firme. Los bárbaros son identificados con los persas, un cuerpo desigual de mercenarios que, a diferencia de los guerreros que miran de cerca al oponente y a la muerte, prefieren atacar desde lejos, con arcos y flechas. En ese ejército y su comandante Jerjes se combinan todas las características del bárbaro: su ser tiránico, su cercanía con lo femenino, su lujuria, su desenfreno, su crueldad, su servilismo, su irracionalidad. "Bárbaros y barbarófonos" completa este abanico de otredad a partir del cual los griegos configurarán sus múltiples rostros haciendo uso constante del juego de polaridades construido a partir de ideas como animal/hombre, mujer/varón, esclavo/libre, irracional/racional. Como bien señala la autora de En el espejo de tus pupilas, son las presencias y las omisiones, las afirmaciones y los silencios, los relatos y los decretos los que van configurando los saberes colectivos y los marcos de inteligibilidad de toda comunidad humana, aquellos construidos por los griegos y, gracias a su mirada, también los nuestros.

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