Introducción
A principios de la década de 1970, buena parte de los países de América Latina se encontraban bajo el yugo de férreas dictaduras militares. A partir de la década de los ochenta, y de manera más consistente en los años noventa, se llevaron a cabo diversos procesos de transición democrática en varios de estos países que fueron capitalizados por la derecha; sin embargo, la adopción del modelo neoliberal, seguida de la aplicación draconiana de las políticas de ajuste estructural dictadas por el Consenso de Washington, limitaron severamente las libertades políticas ciudadanas lo que, aunado al empobrecimiento crónico de grandes segmentos de la población, generó un enorme descontento social que fomentó el caldo de cultivo que posibilitó un proceso emancipatorio de larga duración, encabezado por gobiernos progresistas de izquierda. Esta lucha libertaria ha tenido ciclos de ascenso y retroceso. El primer ciclo de ascenso se produjo durante la primera década del siglo XXI, cuando movimientos y partidos de izquierda llegaron al poder en Venezuela (1999), Brasil (2003), Argentina (2003), Uruguay (2005), Bolivia (2006), Chile (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Paraguay (2008) y El Salvador (2009). De 2009 a 2015 se produjo un período de relativo estancamiento. Sin embargo, entre 2015 y 2019, se dio un nuevo repunte de la derecha, pero revertido rápidamente a partir de 2018, por un segundo ciclo de ascenso de gobiernos de izquierda.
La lucha política y electoral que se ha presentado entre izquierda y derecha en el escenario latinoamericano en las últimas dos décadas no se ha dado en el vacío, sino que ha estado permeada, y forma parte, de la recomposición de las relaciones de poder dentro de la globalización de la economía -impulsada por el neoliberalismo- la cual puede entenderse como la estrategia política que permite al capital monopólico y a las burocracias de las grandes potencias impulsar una nueva fase de la internacionalización del capital a fin de imponer un mecanismo renovado de regulación hegemónica mundial, y al cual deberán sujetarse las naciones, las comunidades y los individuos, independientemente de su ubicación en cualquier parte del mundo (González, 2013). Esencialmente se trata de un plan concertado entre las fuerzas políticas y económicas mundiales para asegurar un sistema social injusto y excluyente, ejecutado a través de diversos organismos internacionales (G7, FMI, BM, OCDE, ONU) con el objeto de despojar a las naciones de su soberanía económica y a las personas de su carácter comunitario y de sus lazos sociales, abandonándolas ante un mundo de necesidades artificialmente constituidas que solamente podrán satisfacerse mediante el consumo individualizado, diferenciado e inequitativo (Hinkelammert y Mora, 2013).
Sobre este complejo telón de fondo, se produjeron diversos procesos de institucionalización de la economía social y solidaria (ESS), incluida como parte constitutiva de los programas de desarrollo social de los distintos gobiernos de la izquierda latinoamericana. Sin embargo, el gran movimiento paradójico fue que, a pesar de los importantes cambios y readecuaciones introducidas en el marco jurídico y constitucional, y de la creación de una fuerte infraestructura institucional de soporte, acompañada de bastos programas de promoción y fomento a los que se asignaron montos considerables de recursos financieros, los resultados fueron modestos y hasta regresivos en algunos casos. Explicar las causas de estos resultados, a primera vista incomprensibles y notoriamente contradictorios, constituye el objetivo principal de este artículo. Para ello, se utilizó un enfoque de investigación de carácter cualitativo, apoyado en fuentes de información secundarias, lo que requirió una amplia revisión de la literatura publicada en los años más recientes, así como de la legislación vigente en la materia.
Para los fines del presente estudio, la ESS es concebida como el proceso de articulación socioeconómica que abarca a diversos grupos marginados o en condiciones de pobreza, tanto del medio rural como del urbano, excluidos de los circuitos económicos formales, producto de los procesos de reconversión productiva que se han implementado en las últimas cuatro décadas. De esta manera, en el marco de inseguridad económica prevaleciente, y como una forma de resistencia ya sea ante el riesgo de pauperización social o ante la amenaza de migración forzada por causas económicas, vastos segmentos de la población han emprendido el camino de la estructuración autónoma a fin de alcanzar su reinserción coordinada en los mercados económicos, laborales y comerciales de los cuales han sido desalojados. Para ello han utilizado diversas formas de organización empresarial o semiempresarial -con reconocimiento legal o sin él- mediante las cuales se pretende realizar una gestión social del factor trabajo que les permita generar autoempleo e ingresos dignos: emprendimientos unipersonales, unidades domésticas de agricultura familiar, asociaciones comunitarias y vecinales, microempresas y “changarros”, sociedades cooperativas, asociaciones mutualistas, fundaciones, bancos del tiempo, ecoaldeas, empresas recuperadas, etc. De este modo, se ha configurado un sector económico y social con características propias que ha empezado a actuar como movimiento social reivindicativo, con la finalidad de potenciar su participación en dinámicas sociales, políticas y culturales que definen los procesos de desarrollo a nivel local, regional o nacional.
La exposición de los resultados se organiza del siguiente modo. El primer apartado está dedicado a describir y evaluar el desempeño de los gobiernos de izquierda durante la llamada primera ola, así como a analizar las condiciones que han permitido la emergencia de una segunda fase expansiva. El segundo apartado se consagra enteramente a reflexionar sobre los diferentes modelos de institucionalización de la política pública que fomentó la ESS. En el tercer y último apartado se exponen las conclusiones generales del estudio.
El ascenso al poder de la izquierda en América Latina en el siglo XXI
La llegada al poder de diversas coaliciones y partidos políticos de izquierda puede explicarse como resultado de la conjunción de diversos factores, entre los que destacan: la postura antineoliberal asumida por la izquierda en la oposición, el hartazgo político de la ciudadanía ante la corrupción, la mala administración de los gobiernos neoliberales, el apoyo organizado de diversos movimientos sociales emergentes, y la oferta de una narrativa justicialista y un programa nacionalista de progreso social. La confluencia histórica de intereses entre las nuevas élites progresistas y amplios sectores de la población excluida de los procesos de modernización, se produjo al enfrentar los negativos efectos provocados por la aplicación del modelo neoliberal durante tres décadas, lo que conllevó un enorme costo social en pérdidas de derechos sociales, aumento de la pobreza y exclusión social sin precedentes (Stiglitz, 2015). Por ello, lo que muchos grupos sociales deseaban era revertir los efectos y agravios de los programas neoliberales. Fue gracias a esas condiciones tan precarias que se llegó a una situación límite de consternación social con respecto a regímenes políticos dominados por partidos tradicionales, en los que imperaba la impunidad. El descontento era tal que en Ecuador, Bolivia y Argentina, varios presidentes electos fueron destituidos sucesivamente por grandes movilizaciones sociales de repudio, dado su incumplimiento de las promesas electorales (Suárez, 2007).
El hecho de que los partidos y coaliciones electorales de izquierda pudieran canalizar a su favor ese enorme malestar social, se debió, en buena medida, al apoyo organizado de diversos movimientos sociales emergentes. Los más visibles fueron “los Piqueteros, en Argentina; los Sin Tierra, en Brasil; los agrario-Cocaleros, en Bolivia…” (Illades, 2017: 173), aunque también fue destacada la lucha de las organizaciones juveniles y estudiantiles, de las mujeres, los ecologistas, los campesinos e indígenas y los sindicalistas. A ello habría que sumar, la labor de animación y acompañamiento político desplegada por numerosas organizaciones de la sociedad civil y comunidades eclesiales de base, que enarbolaban la lucha por la defensa y ampliación de los derechos humanos. El surgimiento de los gobiernos de izquierda, en muchos casos, fue producto de la lucha de resistencia desplegada durante décadas por dichos movimientos sociales, por lo que bien se les puede considerar como sus precursores. De hecho, en algunos países como Bolivia y Ecuador, los citados movimientos sociales pudieron desarrollarse de manera amplia y extendida debido a que el centralismo del modelo neoliberal en las urbes y regiones “con potencial económico”, aunado a los prejuicios racistas de las élites gobernantes, se tradujeron en un relativo abandono de extensos territorios pobres y sin atractivo económico para el capital, en donde la gente permaneció y recreó formas de organización y producción tradicional, llegando a constituir auténticos poderes paralelos.
En este contexto de efervescencia social, el gran acierto de los partidos de izquierda fue su capacidad para unificar las demandas sociales dispersas y canalizarlas por una vía electoral. De esta manera, se logró estructurar una narrativa que ofrecía un horizonte de esperanza a través de procesos de transformación social de carácter legal y pacífico, y una mejor democracia para abrir un posible camino para el mejoramiento político de sus naciones.
Una vez instalados en el poder, los gobiernos de izquierda trataron de impulsar modelos económicos de carácter nacionalista y estatista, basado en la ampliación del mercado interno, con el propósito de aplicar reformas sociales que permitieran solventar las desigualdades que padecían esos países. En el campo político, el discurso imperante fue el combate a la corrupción, se radicalizó la democracia y se intentó reconocer y ampliar los derechos ciudadanos. En lo social, idealmente se diseñó una política distributiva del ingreso de gran envergadura y larga duración. A nivel de la política internacional, se promovieron procesos de integración regional y de intercambio Sur-Sur.
Evidentemente la experiencia de cada país fue única y diferenciada, sin embargo, en un intento de síntesis de algunos de los rasgos comunes del modelo de desarrollo aplicado por los gobiernos de izquierda durante esta primera ola, puede destacarse, en primer lugar, el hecho de contar con un nuevo texto constitucional (Venezuela, Ecuador y Bolivia), factor que para varios analistas explica el por qué estos tres gobiernos pudieron plantear un avance en los procesos de transformación de sus sociedades o bien resistir embestidas de actores internacionales contrarios a estos procesos.1 Con la expedición de las nuevas cartas magnas se trató de revitalizar el pacto social, refundar el Estado y establecer bases para el desarrollo de estas naciones, lo cual también se tradujo en el reconocimiento jurídico y político de una nueva hegemonía política y social.
En segundo lugar, se descentralizó la injerencia mayoritaria del mercado y se impulsó el retorno del Estado, con lo cual se trataba de ampliar el sector público como motor y regulador de la economía y como posible promotor y protector de los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Entre los aspectos regulatorios implementados sobresale el relativo al mercado laboral, lo que tuvo, al menos, dos efectos positivos. Por una parte, la introducción de mejoras legislativas destinadas a ciertos grupos de trabajadores: jornaleros agrícolas, empleadas domésticas y trabajadores informales. Por otro lado, el restablecimiento del sistema de negociaciones tripartitas entre empresarios, trabajadores y Estado. En este contexto, se estableció una alza del salario promedio de los trabajadores y una relativa reanimación de la organización sindical.
En tercer lugar, como señala Zibechi (2010), las fuentes para financiar la política pública se basaron en la exportación de productos primarios y semindustriales, en una suerte de “reprimarización de la estructura productiva”. En Bolivia, Ecuador y Venezuela se apostó a la renta de los hidrocarburos, en Argentina, a la renta agraria y minera, y en Brasil, a la industrialización combinada con la exportación de productos agropecuarios y mineral de hierro. Esta estrategia tuvo éxito debido a las ventajas competitivas que ofrecía el mercado internacional de las commodities durante la primera década del siglo XXI. En Venezuela, por ejemplo, fue necesario llevar a cabo nacionalizaciones como la de la empresa Petróleos de Venezuela (PDVSA), recuperada por el Estado después de una huelga de sus trabajadores. En Bolivia, la empresa de gas se nacionalizó en condiciones similares.
Sin embargo, en todos los casos se produjo una fuerte dependencia respecto al patrón de acumulación mundial, basado en el extractivismo2 y el semiindustrialismo. La mayoría de estos países, al ser primario-exportadores, se encontraban fuertemente atados a la globalización de la economía y a la imprescindible inversión extranjera directa. Por esta razón, las empresas multinacionales no tuvieron mayor dificultad al implementar grandes proyectos productivos de carácter extractivista y depredadores del medio ambiente. De esta suerte, como asevera Zibechi (2010: 6), lo que se produjo fue una apropiación privada de bienes comunes, como el agua y los territorios, y una reconversión a gran escala de la “naturaleza en mercancías […] exportadas a los países centrales o emergentes como China e India”.
A partir de estos contextos, los gobiernos de izquierda- durante el período comprendido entre 2002 y 2013- consiguieron no sólo reactivar la economía sino mantenerla dentro de una tasa promedio regional de crecimiento que “supera el 4%, alcanzando en algunos países a superar el 6%” (Mirza, 2018: 15). Debido a este crecimiento, se intentó un uso más social de los excedentes económicos, comparativamente con lo que sucedía en épocas anteriores. En efecto, la recuperación de las rentas petroleras y de la exportación de productos primarios se destinó, en buena medida, a distribuir el ingreso mediante políticas públicas de inclusión social, que se pensaron para mejorar sustantivamente a la población en general. Lo que se intentó, por tanto, de acuerdo con Mirza (2018), fue aplicar un enfoque de política social con tres componentes fundamentales: 1) acceso universal a servicios básicos como educación, salud y vivienda; 2) discriminación positiva para el acceso a prestaciones no contributivas; y 3) focalización subsidiaria para atender a sectores vulnerables como población indígena, campesina y afrodescendiente, mujeres jefas de hogar, adultos mayores y minusválidos. Uno de los instrumentos principales de ejecución fueron las transferencias monetarias directas a los beneficiarios, las cuales no superaron 1 % del PIB en ningún país. Bajo este esquema, el presidente Lula da Silva en Brasil “aplicó políticas redistributivas del ingreso por medio de programas sociales robustos (Beca Familia, Hambre Cero, Universidad para Todos) y un incremento sustancial del salario mínimo, las que permitieron aminorar la desigualdad y sacar de la pobreza a 60 millones de personas” (Illades, 2017: 173).
Puede decirse, entonces, que el balance de la política social fue positivo en tanto vislumbraron algunas mejoras en las condiciones de vida y de trabajo de la mayoría de la población e, incluso, se percibió un reforzamiento y ampliación de los segmentos de la clase media. En este sentido, se reforzó un discurso de que los pueblos fueron incluidos en el proceso de desarrollo nacional y que, en consecuencia, los ciudadanos fueron reconocidos como titulares de derechos económicos, sociales, políticos y culturales. Según Mirza (2018: 15), “el desempleo se ubicó en un 7 % promedio para la región, se mejoraron los niveles de matriculación escolar y -en muchos casos- se abatió el analfabetismo”.
Sin embargo, tales mejoras no son sostenibles en el tiempo, ya que, como han indicado diversos autores (Vanhulst, 2015; Coraggio, 2018), la reinserción social y económica de poblaciones excluidas sólo puede lograrse al cabo de un largo, intenso y continuado proceso de apoyo y acompañamiento. Por esta razón, los beneficios sociales obtenidos por los sectores marginados durante la primera década del siglo xxi son poco estables y fácilmente reversibles. Además, los avances se sitúan en el ámbito del combate a la pobreza; sin embargo, en reducción de la desigualdad, los logros conseguidos fueron poco significativos, tal como lo revela el hecho de que el Índice de Gini “se redujo apenas unas décimas en una década”, según Mirza (2018: 16). En este marco, dos aspectos negativos prevalecieron en el procedimiento de ejecución de la política social. Por una parte, el relativo predominio de la focalización que se justificó como un mal necesario a fin de obtener mejores resultados a menores costos y, por la otra, el privilegio por las trasferencias directas e individuales a los beneficiarios, lo cual tuvo el efecto de crear clientelas relativamente pasivas y dependientes de los apoyos gubernamentales. Si el modelo de desarrollo económico y social aplicado por los gobiernos de izquierda durante la primera década del siglo xxi es evaluado desde la perspectiva de su sostenibilidad y consistencia, se advierte que el patrón primario exportador es vulnerable a los cambios del contexto económico mundial. Por ello, cuando las condiciones externas cambiaron, los ingresos estatales se estancaron y ya no se pudo sostener ni el crecimiento económico ni los programas sociales. En Venezuela la dependencia de las finanzas públicas respecto a las exportaciones petroleras llegó a ubicarse en 85 %; en Ecuador dicha dependencia respecto a las exportaciones de gas, se situaron en 50 % y, en Bolivia, en 35 % respecto al gas y 30 % del estaño.
Aplicar una política fiscal recaudatoria entre los sectores más ricos, tal como lo ha recomendado Piketty (2019), pudo haber sido una opción, pero no se tuvo la correlación de fuerzas ni la disposición para avanzar en esa dirección. Lo cual confirma que estos gobiernos siguieron una tendencia de disminución de la pobreza -particularmente la pobreza extrema y la indigencia- pero no necesariamente en revertir la desigualdad.
Por otra parte, es evidente que el modelo primario exportador afecta gravemente al medio ambiente, ya que mantener los niveles de exportación demandados implica una explotación intensiva de los recursos naturales, lo que a su vez requiere de obras de infraestructura como carreteras y otros megaproyectos. Derivado de ello, se genera una tensión constante con los pobladores asentados en los territorios en los que se realizan las obras de infraestructura, cuya consulta previa e informada es legalmente insoslayable para cualquier gobierno. Lamentablemente, en muchos casos, esta tensión no se pudo resolver en los mejores términos: en Bolivia, por ejemplo, el proyecto de la carretera que comunicaría a Villa Tunari en el departamento de Cochabamba, con Santiago de Moxos en el departamento del Beni y que atravesaría el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure, después de una férrea resistencia de diferentes movimientos indígenas y campesinos, se suspendió; en cambio, en Ecuador, el proyecto de extracción de petróleo en Yazuní, se ejecutó en contra de la voluntad de los pobladores locales. En medio de estas y otras contradicciones internas, a finales de la primera década del siglo XXI, se produjo una contraofensiva política de la derecha. De este modo, en 2009 y con el apoyo del ejército, el Tribunal Supremo Electoral y la Corte Suprema de Justicia, “legaliza” un golpe parlamentario en Honduras que destituye al presidente Manuel Zelaya. Tres años después, en junio de 2012, ocurre lo mismo en Paraguay, el presidente Fernando Lugo es destituido por el Senado de aquel país, apelando a argucias legales infundadas.
La respuesta de la derecha se extendió a Argentina con la victoria electoral en segunda vuelta, de Mauricio Macri, quien asumió el poder el 10 de diciembre de 2015. Ese mismo año, en Venezuela, la izquierda perdió la mayoría en el Parlamento. Sin embargo, el golpe más severo se produjo en Brasil, el 31 de agosto de 2016, cuando la presidenta Dilma Russef fue declarada culpable por el Senado del delito de responsabilidad en el maquillaje de las cuentas fiscales y la firma de decretos económicos sin aprobación formal del Congreso y, en consecuencia, destituida del cargo a partir de la fecha indicada, consumándose así una nueva decisión legislativa antidemocrática dentro del Estado. De manera paralela, se desata una persecución legal en contra del expresidente Lula da Silva que lo lleva a la cárcel, produciéndose una judicialización de la política. En Ecuador, Lenin Moreno, una vez investido en el cargo de presidente de la República (24 de mayo de 2017), abandona la política de izquierda. En Colombia, Iván Duque, triunfa en las elecciones de junio de 2018, con la asesoría directa del expresidente Álvaro Uribe, aplica con firmeza una continuidad uribista. Finalmente, no obstante el descredito acumulado por los sucesos parlamentarios en diferentes países latinoamericanos, en noviembre de 2019, contando con el apoyo de la OEA, la derecha desconoce el triunfo electoral de la fórmula reeleccionista de Evo Morales y Álvaro García Linera, en los comicios celebrados el 20 de octubre de ese año. Por su parte, en la segunda vuelta de las elecciones celebradas el 24 de noviembre de 2019 en Uruguay, el Frente Amplio pierde la presidencia de la República, ante una alianza variopinta, encabezada por Luis Lacalle Pou, del conservador Partido Nacional.
En todos los casos, los nuevos gobiernos de la derecha tuvieron en común la reanudación de un modelo con tintes neoliberales y, en consecuencia, un desajuste de ciertos avances sociales logrados por los gobiernos de izquierda. En Argentina, durante el gobierno de Macri, en aras de un crecimiento modesto se produjo un endeudamiento externo de dimensiones colosales. En Uruguay, de acuerdo con Guerra (2021), al concluir el primer año del gobierno de Lacalle y como producto de la aplicación de un severo shock de austeridad, alrededor de 100 mil personas cayeron bajo la línea de pobreza, la indigencia aumentó, los salarios y las pensiones se contrajeron y los recursos públicos destinados a salud, educación y vivienda decrecieron severamente.
Ahora bien, la permanencia en el poder de la izquierda durante la primera ola se debió a que trataron de actuar con pragmatismo y con relativa prudencia en relación con los empresarios nacionales y extranjeros, así como con las instituciones internacionales de crédito y las grandes corporaciones transnacionales. En razón de lo anterior, su gestión gubernamental se caracterizó por el reformismo más que por la transformación estructural. Algunos, incluso, retiraron tanto de su agenda de gobierno como de su discurso político e ideológico, los temas relacionados con la superación del neoliberalismo y la transición hacia el socialismo. Sin embargo, ninguno de estos gobiernos cumplió el objetivo de modificar el sistema económico de mercado, ya que como hemos visto se aplicó un modelo extractivista acorde al patrón de acumulación vigente a escala internacional en el que el subcontinente latinoamericano siguió desempeñando un rol subordinado, la propiedad privada no fue afectada y el libre mercado y la apertura a las inversiones extranjeras permanecieron intactos. Por eso, cuando el contexto macroeconómico mundial cambió en sentido desfavorable al modelo primario exportador, como producto de la recesión económica mundial desatada por la crisis financiera de 2008-2009, en forma casi inmediata se redujeron los ingresos gubernamentales, lo que paralizó e incluso revirtió algunos de los avances apuntalados. Tampoco se logró transformar el régimen político patrimonialista, ni modificar sustancialmente la relación clientelar con algunos grupos sociales, que no contaron con las condiciones y oportunidades necesarias para acceder al umbral de ciudadanía. En suma, los avances en desarrollo social fueron importantes, pero insuficientes. No están consolidados y son fácilmente reversibles, ya sea por programas neoliberales o bien por circunstancias imponderables como la pandemia del Covid-19 desatada, o la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022, cuyos efectos están siendo devastadores, en toda América Latina.
Aun así, a pesar del retorno de la derecha, se está produciendo una segunda ola de gobiernos de izquierda en varios países de América Latina: Andrés Manuel López Obrador en México (2018), Alberto Fernández en Argentina (2019), Luis Arce en Bolivia (2020), Pedro Castillo en Perú (2021), Xiomara Castro en Honduras (2021), Gabriel Boric en Chile (2021) y Gustavo Petro en Colombia (2022). En buen medida, el rechazo a la derecha se explica por su visión cercana al neoliberalismo, lo cual pone de manifiesto que para esos gobiernos la desigualdad es una condición ineludible del crecimiento económico. La sociedad civil, en cambio, parece haberse percatado de las distinciones, por lo que, al compararlos con lo que habían sido los gobiernos de izquierda, terminan volcándose electoralmente por las mismas formulas políticas que habían apoyado durante la primera década del siglo XXI, al menos que la división de la izquierda, le otorgue el triunfo electoral a la derecha, como ocurrió en Ecuador, en abril de 2021 (De Sousa, 2020).
Esta segunda ola es producto del ascenso previo de los movimientos sociales en países como Chile, Colombia, Brasil y Ecuador, con repercusiones significativas en toda la región. En Ecuador, por ejemplo, en 2019 el pueblo se opuso a los acuerdos que Lenin Moreno había suscrito con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y protagonizó una auténtica sublevación popular a fin de revertirlos; en Argentina, la lucha feminista no sólo logró integrarse y movilizarse a escala nacional sino que alentó el fortalecimiento y extensión de la lucha por los derechos de la mujer en varios países latinoamericanos; fenómenos análogos se presentaron en el caso de los movimientos ecologista, indígena y campesino y, por supuesto, con el de la ESS.
Modelos de institucionalización de la economía social y solidaria implementados en América Latina
Otra característica común de los gobiernos de izquierda durante la primera década del siglo XXI fue la incorporación a la ESS como parte de su programa de gobierno; incluso, en Brasil, Argentina y Uruguay, existió un inicial y relativo consenso discursivo en el sentido de estimar que el apoyo estatal en este campo debería servir para reforzar la gobernabilidad y democratizar el sistema de relaciones entre sociedad y Estado. Bajo esta premisa, se reconocía que la política social asistencialista tenía límites y que, por tanto, a mediano y largo plazo sería ineludible invertir en desarrollar las capacidades asociativas y empresariales de la gente para generar emprendimientos socioproductivos que permitieran aumentar la riqueza social disponible a nivel local o comunitario, así como su reinversión en esos mismos espacios, posibilitando de esta manera, no sólo una mayor cohesión social sino también contribuir al desarrollo nacional. Idealmente, se procurarían impulsar políticas de desarrollo económico con enfoque de integración social, mediante las cuales se fortalecería la ciudadanía activa y se abandonaría el asistencialismo denigrante que induce a la pasividad y desmovilización ciudadanas.
No obstante, con el paso del tiempo, las experiencias de fomento y promoción de la ess, a pesar de las importantes modificaciones legislativas realizadas, el establecimiento de una nueva y robusta infraestructura institucional y la inversión de montos significativos de recursos financieros, no fueron del todo exitosas. Como lo han documentado diversos autores (Hintze, 2010; Coraggio, 2014; Vanhulst, 2015), la institucionalización de la ESS ocurrió preponderantemente por dos vías opuestas y deformadas: el neopopulismo asistencialista y clientelista y la imposición de una política poscapitalista desde el Estado. En cambio, los procesos de coproducción democrática y participativa, entre los gobiernos y las organizaciones representativas de la ESS, ocurrieron de manera más escasa y coyuntural. Veamos algunos ejemplos de la manera en que se concretaron esas políticas en algunos países de América Latina, empezando por la experiencia de (co)construcción más destacada del período de análisis.
(Co)construcción de la política pública
La experiencia más amplia y duradera de este tipo de política se produjo en Brasil durante los dos mandatos presidenciales de Lula da Silva: (2003-2007 y 2007-2011). Sin embargo, para comprender la vitalidad del proceso de interlocución social y política establecido en este país, es importante recuperar como antecedente, la celebración, en enero de 2001, del Primer Foro Social Mundial en Porto Alegre cuya agenda incluyó el tema de la ESS, por lo que fue analizado y discutido por una amplia pluralidad de actores, tanto de Brasil como del resto del mundo. Como resultado de lo anterior, se constituyó el Grupo de Trabajo Brasileño de Economía Solidaria.
Durante los dos años siguientes, el citado grupo consiguió mantener la continuidad de sus reuniones y actividades, logrando extenderse sobre buena parte del vasto territorio brasileño, de tal modo que entre diciembre de 2002 y junio de 2003 organizó tres Plenarias Nacionales de ESS. En la tercera, realizada en Brasilia, contó con la presencia de más de 800 delegados de 18 de los 27 estados brasileños. Al cabo de esta reunión se crearon dos importantes organizaciones: por una parte, el Foro Brasileño de Economía Solidaria (FBES) con la participación de representantes de tres tipos distintos de actores: los emprendimientos de la ESS, las entidades de asesoría y fomento y, funcionarios públicos adscritos a dependencias gubernamentales vinculadas con la ESS y, por la otra, “la Red de Gestores Públicos, formada por dirigentes de los gobiernos estatales y municipales encargados de las políticas a favor de la economía solidaria” (Singer, 2009: 58). Ese mismo año se creó la Secretaría Nacional de la Economía Solidaria (SENAES), adscrita al Ministerio de Trabajo y Empleo.
Los primeros seis meses de la SENAES se abocaron al desarrollo de un amplio proceso de concertación con el FBES y a partir de ello se aprobó el llamado Programa de Economía Solidaria para el Desarrollo, que constituyó el primer programa nacional de fomento de la ESS en Brasil. Los procesos de interlocución entre la SENAES y el FBES, con altas y bajas, se mantuvieron durante los siguientes tres años, adquiriendo su punto culminante en junio de 2006 con la celebración de la Primera Conferencia Nacional de Economía Solidaria. De acuerdo con el reglamento de la Conferencia se eligieron “más de mil delegados en las conferencias estatales, de los cuales la mitad representaron a los emprendimientos de economía solidaria, una cuarta parte a órganos del poder estatal y la otra cuarta parte a entidades de la sociedad civil” (Zibechi, 2010: 11). Una vez concluidos los trabajos de la Conferencia, se instalaron sendos Consejos para materializar los acuerdos emanados de ésta. Entre éstos destaca la formación del Consejo Nacional de Economía Solidaria, creado ese mismo año, con la participación paritaria de representantes gubernamentales, emprendimientos de ESS y entidades no gubernamentales dedicadas al fomento y asesoría de dichos emprendimientos (Horbat, 2015). Un dato indicativo de los avances posibles, se obtuvo con el segundo mapeo nacional de emprendimientos económicos solidarios, realizado en 2007, pues de acuerdo con Cotera (2019: 163), éste permitió constatar la existencia de “21 859, con 1 750 000 trabajadores asociados”.
Hacia principios de 2009, la política pública de fomento a la ESS contaba entre sus logros: la formación de una red nacional de agentes locales de desarrollo solidario; el establecimiento de diversas redes de emprendimientos solidarios a nivel estatal y municipal; la creación de numerosos centros y dependencias públicas, adscritas a diferentes gobiernos estatales y municipales, consagradas al fomento de la ESS; la formación de un Sistema Nacional de Comercio Justo y Solidario; la recuperación de empresas privadas en bancarrota por parte de sus trabajadores; la creación del Sistema Nacional de Información en Economía Solidaria, y el involucramiento de 22 ministerios del gobierno federal en actividades, proyectos y programas de fomento a la ESS en asociación con la SENAES (Singer, 2009).
En 2012, la SENAES, junto con otros aliados institucionales del gobierno y fuera de éste, consiguió la promulgación de la Ley 12.690, relativa a las cooperativas de trabajo, así como la creación del Programa Nacional de Fomento a las Cooperativas de Trabajo. Sin embargo, en un hecho inesperado y hasta entonces inusual que marcó el fin del proceso de coconstrucción de las políticas públicas de fomento a la ESS, el gobierno de Dilma Rousef intenta, inicialmente, desaparecer a la SENAES y, posteriormente, degradarla en su jerarquía administrativa e institucional. La inmediata movilización del movimiento de la ESS, tanto a nivel nacional como internacional, impidieron la consumación de ambas tentativas gubernamentales; no obstante, la SENAES se vio afectada en términos de reducción presupuestal, disminución de competencias y falta de apoyo institucional (Chiariello, Azevedo y Pereira, 2021). El retiro del apoyo gubernamental afectó igualmente al FBES, generándose diversos procesos de dispersión y estancamiento en su interior. A nivel del movimiento en su conjunto, se produjo un relativo retroceso, lo que quedó constatado en los resultados que arroja el tercer mapeo nacional de emprendimientos económicos solidarios, realizado entre 2010 y 2013 y que, de acuerdo con Gaiger (2014), sólo permite comprobar la permanencia de 19 708 emprendimientos con 1 423 631 asociados.
En este contexto, en 2015, se creó la Unión Nacional de las Organizaciones Cooperativistas Solidarias (UNICOPAS) con el fin de promover el llamado cooperativismo “solidario”, en franca contraposición al tradicional “cooperativismo empresarial” practicado por la Organización de las Cooperativas de Brasil (OCB) desde 1969.
En junio de 2016, la SENAES es degradada a Subsecretaria y, en 2019, con el arribo al poder del gobierno de derecha de Jair Bolsonaro, se ordena la desaparición del Ministerio del Trabajo y Empleo y el traslado de la SENAES al Ministerio de la Ciudadanía, pero en forma de Departamento de Economía Solidaria, adscrito a la Secretaría Nacional de Inclusión Social y Productiva Urbana (Chiariello, Azevedo y Pereira, 2021). De esta manera, si bien la política pública de fomento a la ESS no desaparece del todo, se redujo presupuestalmente y fue fragmentada en su operación entre lo rural y urbano y entre lo solidario y lo empresarial. El cooperativismo solidario será atendido con una política marcadamente asistencialista, en tanto que el cooperativismo adscrito a la OCB seguirá siendo apoyado bajo una visión empresarial y productivista.
Política social populista de impulso a la economía social y solidaria
La desviación neopopulista de fomento a la ESS, instrumentada en el marco de lo que podría definirse como una política económica popular y neokeynesiana, se impuso principalmente en Argentina, sobre todo, en el ámbito federal. En cambio, en los niveles estatal y municipal, durante los primeros años del gobierno de Néstor Kirchner, hubo mejores condiciones para impulsar algunas experiencias relevantes de coconstrucción, como la relatada por Zibechi (2010) en el barrio de Almagro, de la ciudad de Buenos Aires.
Bajo este contexto, para Coraggio (2014), los programas de fomento a la ESS de cobertura nacional, una vez definidos desde arriba, se enfocaron en la atención de problemas urgentes como el combate al desempleo, la disminución de la pobreza y la inclusión social. Los beneficios se otorgaron directamente a las organizaciones de base y se desconoció a los organismos de integración de segundo o tercer nivel en los que habitualmente aquellas se agrupan para llevar a cabo una acción colectiva más eficiente y representativa. El acceso a los recursos resultó relativamente fácil, lo cual generó adscripción pasiva y meramente receptiva a proyectos políticos exógenos que reprodujeron la desorganización de la gente. De este modo, se reeditó el sistema clientelar añejo de transferencias de apoyos materiales a cambio de respaldo electoral; y si bien en algunos casos hubo descentralización en la ejecución de las políticas, esto se debió a que el aparato gubernamental carecía de capacidad para implementar programas masivos como el Plan Nacional de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la obra”, impulsado en 2003 por el Ministerio de Desarrollo Social con el objeto de proveer de insumos básicos a las cooperativas y cuya cobertura aspiraba a alcanzar a 2 millones de personas. Este programa, hacia marzo de 2005, según Zibechi (2020: 13), “llegó a financiar 33 861 unidades productivas llegando a un total de 425 670 pequeños productores”.
Otra de las acciones relevantes de apoyo a la ESS fue el establecimiento en 2004 del “Monotributo Social”, el cual, según Pastore y Altschuler (2015), procuró apoyar en la formalización de los emprendimientos sociales para que puedan facturar, así como acceder al sistema jubilatorio y de obras sociales. Se trata, en realidad, de una nueva categoría tributaria, que proporciona acceso a la seguridad social y que formaliza el trabajo con muy bajas prestaciones. Estos mismos autores dan cuenta de la puesta en marcha de tres importantes acciones más. En 2006 se promulga la Ley de “Promoción del Microcrédito”, con el objeto de facilitar el acceso al crédito a las cooperativas con una tasa de interés anual de 6 % y una operación que refuerza el sistema de garantía solidaria e impulsa la formación de consorcios jurisdiccionales y redes territoriales. En 2008 se emitió la Ley de “Marca Colectiva” con la finalidad de mejorar la identidad y el valor agregado de las empresas de la ess; y, finalmente, en 2009, se creó el Programa Ingreso Social con Trabajo “Argentina Trabaja”, desde el cual se ejecutan obras de infraestructura, de equipamiento urbano y de saneamiento ambiental en comunidades locales. Cabe destacar que en este programa, únicamente se otorgaban subsidios a trabajadores informales o desempleados si se organizaban en cooperativas. En consecuencia, los subsidios a trabajadores individuales se cancelaron y se dio paso a la formación de múltiples cooperativas de trabajo.
De esta manera, la fuerte crisis de empleo que enfrentó Argentina, a partir de 2003, dio pie al surgimiento de centenas de cooperativas y empresas sociales, cuya formación fue prácticamente inducida por los programas estatales de desarrollo social, por lo que su sostenimiento dependió, en lo fundamental, de apoyos gubernamentales, provenientes tanto del ámbito nacional como del municipal. Al respecto, Bermúdez (2020: 316) afirma que entre 2003 y 2015 se crearon “casi 20 mil cooperativas en el marco de 11 programas sociales”. Datos del Ministerio de Desarrollo Social (MDS, 2015) revelan que con este conjunto de programas, durante el período indicado, se lograron crear seis millones de puestos de trabajo. Además, los nuevos emprendimientos contaron con una resolución del Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social (INAES) que facilitó su constitución y que reglamentó el funcionamiento de cooperativas de trabajo vinculadas a actividades económicas impulsadas por los gobiernos nacional, provincial o municipal.
Ese universo de cooperativas y empresas sociales inducidas y sostenidas por el Estado, no es homogéneo, ya que en su interior se expresan grados variables de dependencia y de autonomía. Muchas de ellas desaparecieron en el corto y mediano plazo, a medida que se concluía la obra pública para las que fueron creadas, en tanto que otras pudieron sobrevivir gracias a su vinculación con diversos movimientos sociales o mediante su adscripción a organismos de integración superior, como la Central de Trabajadores de la Economía Popular (CETEP) o la Confederación Nacional de Cooperativas de Trabajo (Schujman, 2022). De cualquier modo, el fenómeno de las nuevas cooperativas “inducidas por planes sociales”, generó un intenso debate al seno del movimiento cooperativo. Como parte de esta polémica, autores como Cracogna (2013), Coraggio (2014) y Lais Puzino (2018), afirman que, una vez más, los programas de fomento a la ESS estuvieron arropados con cambios en lo simbólico, particularmente en el lenguaje, pero, en realidad, se trató de cambios meramente formales o superficiales. De esta forma, en vez de asumirse como una línea prioritaria de desarrollo económico y social, se mantuvo dentro de los cánones tradicionales de la política social asistencialista, de tal manera que en el campo de las políticas públicas de fomento a la ESS, no hubo novedad alguna. El gobierno no fue consecuente y dio marcha atrás a su intención inicial de ciudadanizar la política pública en esta importante materia.
Sin embargo, es necesario reconocer que, en forma simultánea al fenómeno anterior, durante el período 2003-2015, se produjo una relativa emergencia de nuevas cooperativas, creadas por iniciativa autónoma de sus socios, entre las que destacan las recuperadas de empresas privadas en quiebra (Ruggeri, 2009). En 2011, tales cooperativas fueron incentivadas con la expedición de un nuevo ordenamiento legal que introdujo modificaciones a la ley de concursos y quiebras y que facilitó el proceso de adquisición de la empresa privada por sus extrabajadores. Sin embargo, esta ley, si bien abrió las puertas a la recuperación, se limitó a declarar la utilidad pública, sin aportar los fondos para que se integraran con un mínimo “capital semilla” (Schujman, 2015).
Visto en retrospectiva, resulta evidente que las políticas públicas de fomento a la ESS aplicadas durante el período 2003-2015, no fueron planeadas a largo plazo para garantizar su sostenibilidad y para eliminar la dependencia de los beneficiarios respecto de los planes sociales. En realidad, lo que se buscaba era aplicar una estrategia amplia y vigorosa de contención social con la finalidad de combatir el desempleo galopante, sin reparar en las formas y mecanismos de su instrumentación y mucho menos en las consecuencias de mediano y largo plazo. Durante los cuatro años que van de 2015 a 2019, con la llegada de la derecha al poder, la política argentina de fomento a la ESS cambia radicalmente. Las políticas públicas omiten a las cooperativas, e intentan sustituirlas por “emprendedores individuales” o transferencias directas a las personas, como el “salario social complementario”. A nivel macroeconómico, se imponen incrementos confiscatorios en las tarifas de los servicios públicos privatizados que afectan no solamente a las cooperativas y empresas sociales, sino al conjunto de la población.
De igual forma, se produce una fuerte embestida en contra de las instituciones creadas durante los gobiernos peronistas. A título de ejemplo, puede apuntarse la práctica desarticulación de la Secretaría de Agricultura Familiar, lo que suscitó innumerables conflictos con los sectores campesinos e indígenas. A las Cooperativas de Trabajo Asociado (CTA) se les persigue y hostiga. Así, del 2008 a 2015 se pasó de 12 760 CTA a 30 938; pero, en tan sólo dos años, esto es, de 2016 a 2018, se produjo un severo decrecimiento desde las 29 944 que existían a sólo 8 618 que lograron sobrevivir. Una situación similar se presentó en el caso de las cooperativas recuperadas, algunas de las cuales terminaron cerrando, en tanto que otras lograron sobrevivir auto explotándose. En números globales, a fines de 2018, se tenían registradas “30 000 cooperativas activas y 12 000 en proceso liquidatorio” (Lais, 2018: 22). A partir del 10 de diciembre del 2019, con la reinstalación de un nuevo gobierno de carácter progresista, se produjo una decisión largamente reclamada por el movimiento cooperativo y de economía social: el traslado del INAES al Ministerio de Desarrollo Productivo, así como una multiplicación de acuerdos para establecer políticas interministeriales de apoyo a la ESS.
Todos estos hechos forman parte de un relanzamiento de las políticas públicas de fomento a la ESS, que no han venido acompañadas de la legislación que facilite su sostenibilidad y que ponga fin a la dependencia de los planes sociales gubernamentales, dotando a las empresas sociales de un mayor grado de autonomía. De hecho, aunque en el discurso se postula un nuevo enfoque de “Políticas Socio Productivas”, en el corto tiempo de su implementación y dados los imperativos impuestos por los efectos de la pandemia del Covid-19, ésta se ha concentrado en apoyar fundamentalmente a las “cooperativas inducidas”, por lo que es previsible que se mantenga la inercia de la añeja política social asistencialista y clientelista.
Fomento de la economía social y solidaria desde el Estado como vía para la construcción de un sistema económico poscapitalista
La tentativa de impulsar la ESS como vía coadyuvante para la construcción de un “sistema económico poscapitalista” desde el Estado se dio principalmente en Venezuela y, de alguna manera, en Ecuador y Bolivia. Sin embargo, la resistencia de la derecha en 2017 en Ecuador con el traslado del poder a Lenin Moreno y, en 2019, con el golpe de Estado en Bolivia, frenó momentáneamente la aplicación de tal estrategia, razón por la cual en este apartado nos concentraremos en la experiencia venezolana.
En Venezuela, la Constitución de 1999 en su artículo 308, mandató al Estado para que protegiera y promoviera cualquier forma de “asociación comunitaria para el trabajo, el ahorro y el consumo, bajo régimen de propiedad colectiva, con el fin de fortalecer el desarrollo económico del país, sustentándolo en la iniciativa popular”. Con ello, la ESS quedó inscrita en el proyecto de desarrollo nacional de la nueva República Bolivariana de Venezuela. Sobre esta base, el Plan de Desarrollo Económico y Social de la Nación 2001-2007 del gobierno chavista se propuso impulsar un modelo de economía mixta integrada por las empresas de los sectores público, privado y social. En el año 2001, a fin de estimular el desarrollo de la ESS, se emitieron dos ordenamientos jurídicos: la Ley del Sistema Microfinanciero y la Ley Especial de Asociaciones Cooperativas. Dado que el objeto del primer precepto legal consiste en crear, y desarrollar el sistema microfinanciero, una vez expedida la Ley, se crearon, en forma sucesiva, las siguientes instituciones: Fondo de Desarrollo Microfinanciero, Banco del Pueblo Soberano y el Banco de la Mujer.
En 2002, atendiendo al mandato de la Constitución en el sentido de que: “Estados y Municipios descentralicen y transfieran a las comunidades y grupos vecinales organizados los servicios […] estimulando las expresiones de la economía social […] como una estrategia para la democratización del mercado y del capital”, se creó el Ministerio de Estado para el Desarrollo de la Economía Social (medes), como Órgano Asesor de la Presidencia de la República, destinado a garantizar la protección y fomento de la ESS como un instrumento para fortalecer el tejido social-productivo, tratar de hacer realidad la justicia social e intentar coadyuvar al bienestar económico de los sectores populares desfavorecidos. El nuevo Ministerio se constituye así en el ente encargado de formular, coordinar, dar seguimiento y evaluar las políticas y programas de promoción de la ESS. Sin embargo, durante 2002 y 2003 Venezuela atravesó por una coyuntura marcada por la agudización de la confrontación política, lo cual incluyó un paro en la industria petrolera y un fallido golpe de Estado en contra del presidente Hugo Chávez. Su casi inmediato retorno al poder fue acompañado de una radicalización de las políticas públicas, algunas de las cuales se materializan mediante la puesta en marcha de las llamadas: “Misiones”, que involucraron una intensa participación y movilización ciudadana y comunitaria como prerrequisito para derribar las resistencias de la institucionalidad heredada, que fue incapaz de acoplarse al ritmo o velocidad de las transformaciones impulsadas desde el Estado.
En este marco, el 12 de septiembre de 2004, el presidente Chávez durante la transmisión del programa radiofónico Aló Presidente, anunció la transformación del medes en el nuevo Ministerio de la Economía Popular (MINEP) y declaró que la tarea fundamental a desarrollar por el MINEP sería la implementación de la “Misión Vuelvan Caras” con el propósito de incentivar el combate al desempleo mediante la movilización de recursos y estímulos a las iniciativas económicas que se generen desde la comunidades (Hintze, 2010). Bajo esta orientación, se intentó un fuerte impulso a la formación de cooperativas, subsidiándolas con activos con la finalidad de incentivar la transformación del modelo económico, social, político y cultural imperante. Según Alonso (2007), apoyado en datos de la Superintendencia Nacional de Cooperativas (SUNACOOP), el número de cooperativas registradas pasa de poco menos de 400 en 1998 a 131 050 en 2006. No obstante, de acuerdo con este mismo autor, en 2007, únicamente entre 30 % y 40 % de las cooperativas registradas se hallaban activas. Aparentemente tales cifras eran conocidas por el presidente Chávez, quien, en 2005, desacreditó públicamente a las cooperativas y manifestó su interés por promover en su lugar las llamadas empresas de producción social, que surgieron a partir de la multiplicación y consolidación “de experiencias exitosas de unidades asociativas existentes, de las que se establezcan como resultado de la acción del Estado, y de la transformación de empresas del Estado o de empresas capitalistas privadas” (Coquies y Rodríguez, 2019: 243).
Paralelamente, en el transcurso de 2006, el gobierno central puso en marcha los Consejos Comunales en todo el país, concebidos como el espacio privilegiado para hacer realidad la participación popular en el manejo y gestión autónoma de sus propios recursos comunitarios. Con esta misma lógica, en enero de 2007, el MINEP se transformó en el Ministerio de la Economía Comunal (MINEC), destacando aún más el papel de las comunas y los Consejos Comunales en la construcción del llamado “Socialismo Bolivariano del Siglo XXI”, cuyo lanzamiento público se había hecho desde febrero de 2005 con el fin de “buscar alternativas de desarrollo de las naciones, más allá del capitalismo actual y de las posiciones socialdemócratas” (Coquies y Rodríguez, 2019: 241). El 13 de septiembre de 2007, se puso en marcha la “Misión Che Guevara”, destinada a reforzar el plan de formación técnico-productiva de “Vuelvan Caras”, profundizando la transformación ideológica y la inserción de la población venezolana en el nuevo modelo socio productivo comunitario con el objetivo de “impulsar la producción nacional y transformar el sistema socio-económico capitalista imperante en el país por un modelo económico socialista comunal” (Coquies y Rodríguez, 2019: 244). Bajo esta misma orientación, en julio de 2008, se expidió la Ley para la Promoción y Desarrollo de la Economía Popular (LFEP) con el objeto de establecer el “modelo socio-productivo comunitario, para el fomento de la economía popular, sobre la base de los proyectos impulsados por las propias comunidades organizadas”. En correspondencia con lo anterior, en abril de 2009, el MINEC fue reducido a Viceministerio, adscrito al Ministerio del Poder Popular para las Comunas y la Protección Social.
En diciembre de 2010, retomando el espíritu y propósitos de la LFEP, se promulgó la Ley Orgánica del Sistema Económico Comunal (LOSEC), con la finalidad de expandir la práctica del comunalismo en todo el territorio nacional, dentro del “marco del modelo productivo socialista, a través de diversas formas de organización socio-productiva, comunitaria y comunal”. El Sistema Económico Comunal, fue definido como “el conjunto de relaciones sociales de producción, distribución, intercambio y consumo de bienes y servicios, así como de saberes y conocimientos […] a través de organizaciones socio-productivas bajo formas de propiedad social comunal”. El funcionamiento del Sistema estaría garantizado por la acción de los Consejos y Comités de Economía Comunal, concebidos como “la instancia encargada de la promoción del desarrollo económico de la comuna”. De este modo, se proponía impulsar la organización y articulación socioeconómica desde las comunas, las cuales debían elaborar su propio plan de desarrollo comunal, contribuir a la satisfacción de las necesidades colectivas y reinvertir socialmente el excedente, mediante una planificación estratégica, democrática y participativa. Dentro del nuevo modelo de acumulación, a decir de Coraggio (2014: 11), “haciendo hincapié sobre un cierto grado de autarquía local”, las comunas cumplirían una función central “en la sustitución de importaciones, particularmente de los componentes de la canasta básica”, motivo por el cual se propicia “su integración en cadenas productivas”. Para ello, se propuso la creación de diversas formas de organización, entre las que pueden mencionarse: empresas de propiedad social directa comunal, empresas de propiedad indirecta comunal,3 empresas de autogestión, unidades productivas familiares y grupos de intercambio solidario. Adicionalmente, se incentivaría el trueque comunitario directo, concebido en el artículo 6 de la LOSEC como una “modalidad de intercambio de bienes, servicios, saberes y conocimientos con valores mutuamente equivalentes, sin necesidad de un sistema de compensación o mediación”, o bien mediante el uso de monedas comunales no convencionales.
Sin embargo, como señala Coraggio (2014), este diseño organizacional, no partía de las formas de organización preexistentes en las comunidades sino de una construcción “desde arriba”, pero que no correspondía ni con el modelo ideológico mental ni con los ritmos y formas de organización tradicional de los pobladores de las comunas. Por tal motivo, aunque se postulaba que el desarrollo endógeno sería el modelo que debía estimularse desde los territorios, la coordinación de la gigantesca movilización que implicaba construir la economía desde cada una de sus comunas, por disposición de la propia LOSEC, quedó centralizada en el Ministerio del Poder Popular, de ámbito federal, cuyas funciones iban desde el otorgamiento de personalidad jurídica a las organizaciones socioproductivas hasta el diseño e implementación de los programas de apoyo a los proyectos productivos emanados de las comunidades.
Inmediatamente, dos obstáculos estructurales se opusieron a la concreción del proyecto comunalista:
Las resistencias se originaron en las propias comunas, dada la inexistencia de organización previa que pudiera responder eficazmente a las consignas provenientes del Estado.
En el predominio del centralismo burocrático estatal que, en lugar de ayudar, entorpecía y encarecía la buena marcha del proyecto. Dicha problemática, en un primer momento, se pretendió resolver a través de la canalización de cuantiosos recursos y mediante la formación masiva de cooperativas, de las cuales, como ya se apuntó, apenas llego a funcionar un porcentaje reducido.
De esta manera, hacia finales de 2012, poco antes del fallecimiento de Hugo Chávez, ocurrido en marzo de 2013, el modelo comunalista mostraba evidentes signos de agotamiento. No obstante, el gobierno presidido por Nicolás Maduro (2013-2022) ha persistido en reconocer a la comuna como una entidad constituida por la iniciativa soberana del pueblo organizado y, por tanto, como la semilla a partir de la cual se edificaría la sociedad socialista. Con base en ello, no ha vacilado en declarar que en Venezuela se impulsa no solo un sistema económico comunal, sino un Estado comunal.
De acuerdo con Uharte (2019: 55-56), en 2015 estaban registradas 1 433 comunas a nivel nacional y para 2019, dicha cifra se incrementó a 3 094. Sin embargo, a partir de este último año, “con la cada vez más aguda crisis económica, muchas comunas han perdido fuerza”, a tal grado que “hoy en día muchas de las comunas creadas formalmente no funcionan; las que funcionan lo hacen en una situación adversa” determinada tanto por “una situación de continua guerra económica… como una limitación del apoyo desde las instituciones a la lógica comunal”.
Conclusiones
Como se ha visto a lo largo de este trabajo, para la economía social y solidaria (ESS) el arribo al poder de la derecha se ha traducido en vaivenes significativos. Por su parte, los gobiernos de izquierda, mediante los procesos de institucionalización que han implementado, apenas alcanzan a logar un mayor reconocimiento y visibilidad social y política de los actores de la ESS, pero están aún muy lejos de propiciar las condiciones jurídicas y políticas para que el proyecto emancipador que ésta enarbola, pueda convertirse en una realidad extendida y autosostenible, lo cual se debe, principalmente, a que no se logra resolver la falta de sintonía entre las prioridades e intereses gubernamentales y las necesidades y capacidades asociativas y empresariales reales de las empresas de la ESS.
La indisposición gubernamental a involucrarse en procesos de (co)construcción de las políticas públicas es sintomático de la falta de confianza de la clase política en la sociedad civil organizada. Esta circunstancia, aunada al distinto grado de desarrollo que presentan las organizaciones de la ESS, así como a su escasa integración gremial, deriva en que las políticas públicas terminen definiéndose desde la esfera gubernamental, respondiendo a objetivos diversos y hasta radicalmente extremos, como los ampliamente comentados de manejo populista clientelar o de imposición de una agenda de transformación social, difícil de cumplir por los emprendimientos solidarios bajo el ritmo y los plazos unilateralmente definidos en los programas de gobierno.
En este marco de confusión, descoordinación e incomprensión gubernamental, en muchos casos, los funcionarios se han inclinado más por regular y controlar a los actores de la ESS que por fomentarlos e incentivarlos. Así, atendiendo a un criterio pragmático, lo que se cobija bajo el manto del fomento a la ESS, son en realidad iniciativas funcionales a los gobiernos en turno, cuyo objetivo principal es abonar al incremento de su legitimidad política. En estas condiciones, el apoyo gubernamental a la ESS no es constante, sino fluctuante; no es de largo plazo, sino coyuntural o temporal; no se asume como una política de Estado, sino como un asunto de interés del gobierno en funciones, y no adopta un carácter integral, sino parcial y fragmentario, atendiendo en forma aislada, ya sea el ahorro, el consumo, la generación de empleo o la capacitación técnica.
La fragilidad de los procesos de institucionalización de la ESS es tan evidente que, en poco tiempo, se puede desmantelar todo el andamiaje institucional, extinguir las políticas públicas de fomento y promoción y hasta alterar el marco normativo, tal como ocurrió en Brasil durante el breve período comprendido entre 2017 y 2019. Precisamente por ello, resulta preocupante y hasta desolador, el muy moderado impulso que se le está dando a la ESS en Argentina, toda vez que se trata de un país que, junto con Bolivia, forma parte de la segunda ola de gobiernos de izquierda en América Latina, de los que se esperaría una radicalización de sus acciones de transformación económica y social para ir más allá del tibio progresismo social, aplicado durante la primera ola. Queda claro que, en esta como en muchas otras materias, aprender del pasado y dialogar y concertar con los actores sociales, es fundamental para no cometer los mismos errores y mantener viva la esperanza de que, más allá del neoliberalismo globalizador y del extractivismo nacionalista, otra economía es posible.