Introducción
En la llamada "era de las migraciones" (Castles y Miller, 2004; Castles, 2005) resulta necesario discutir los principios en los que se sustentan los sistemas políticos actuales para poder construir propuestas más incluyentes que permitan la gestión de la migración con apego a los derechos humanos. La ciudadanía, si bien garantiza los derechos de los connacionales, limita los derechos de los inmigrantes, porque son derechos que se sustentan en la pertenencia a una comunidad política, lo cual imposibilita la inclusión de poblaciones que provienen de otras comunidades.
En este artículo se revisan las tres principales propuestas de ciudadanía que provienen del republicanismo, el liberalismo y el comunitarismo para dar cuenta de los límites que presentan para incluir a inmigrantes y extranjeros. Como mostraremos, cada modelo de ciudadanía resuelve de manera distinta las bases del orden público y la condición del individuo en tanto ciudadano, pero las tres tienen límites para garantizar los derechos a las personas que no comparten, sea por nacimiento o por naturalización, la pertenencia a una comunidad sociopolítica.
El debate central de los modelos de ciudadanía radica en la relación entre igualdad, libertad y diversidad (Touraine, 1998). Aunque ninguna de estas posturas, al reinterpretar los dilemas contemporáneos, niega el pluralismo político y cultural de las sociedades actuales, difieren en la importancia de esta diversidad en los asuntos públicos (Thiebaut, 1998). Además, en el artículo se da cuenta de las revisiones a estos tres modelos de ciudadanía, que hemos denominado "clásicos", que han dado como resultado propuestas más incluyentes. Estas alternativas intentan garantizar un conjunto de derechos sociales, políticos, económicos y culturales a los grupos sociales minoritarios, no necesariamente a grupos de inmigrantes.
Asimismo, se analizan algunos avances en materia de derechos humanos (Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular y Pacto Mundial sobre Refugiados) y de derechos políticos (denizenship) en algunos países. Sin embargo, como se mostrará, aún queda mucho por hacer y es urgente revisar los fundamentos de los sistemas políticos concretos, anclados en la soberanía nacional, para garantizar un conjunto de derechos básicos a las personas que, por diferentes causas, se encuentran en un lugar diferente al de su nacimiento.
En general, la migración internacional muestra una tendencia creciente en tamaño: se estima para 2019 alrededor de 272 millones de personas fuera de sus países de origen, es decir, 3.5 % de la población mundial. En su mayoría, se trata de migración laboral (dos terceras partes), por lo cual los flujos ocurren de países en desarrollo a países con economías más grandes como los Estados Unidos de América, Alemania, Arabia Saudita, la Federación de Rusia, Reino Unido y los Emiratos Árabes Unidos. En contraste, los tres mayores emisores de población son India (17.5 millones), México (11.8 millones) y China (10.7 millones) (OIM, 2019).
Por otro lado, se encuentran las personas refugiadas que, a diferencia de los migrantes, salieron de su país por persecución, conflicto o violencia (ONU, 2018c). Esta población ha aumentado considerablemente a partir de 2010: actualmente hay 26 millones de personas refugiadas. A diferencia de la migración laboral, este tipo de movilidad humana suele ocurrir entre países vecinos, independientemente de su grado de desarrollo económico (ACNUR, 2020).
Ambos tipos de movilidad, sin considerar el efecto de la pandemia por Covid-19, muestran tendencias crecientes, aunque la población refugiada cuenta con garantías mínimas derivadas del derecho internacional y de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. Sin embargo, todas las personas (migrantes y solicitantes de refugio) ven mermados sus derechos económicos, sociales, políticos y culturales por "no pertenecer" a la nueva comunidad política y por no permanecer en su país de nacimiento.
Para propósitos de exposición, el artículo se divide en tres grandes secciones y un apartado de reflexiones finales. En la primera se revisan críticamente los tres modelos clásicos de ciudadanía (republicana, liberal y comunitarista). Posteriormente, se exponen algunas propuestas recientes que discuten la diversidad sociocultural y la garantía de derechos (multiculturalismo, identidad libertaria y política del reconocimiento), para continuar con una revisión, en la tercera sección, de los avances concretos en materia de derechos humanos y políticos (denizenship) para migrantes, refugiados y residentes. El artículo finaliza con un apartado de conclusiones, en las que se evalúan los avances en derechos humanos y políticos y se señalan los retos para los sistemas políticos actuales.
Modelos clásicos de ciudadanía
El republicanismo y el bien común
Para el republicanismo, el orden político se sustenta en la participación de los individuos en la esfera pública. Dicha participación está orientada por la construcción del bien común; es decir, la participación sólo puede ocurrir en los espacios públicos, desligada de lealtades familiares o sociales que, al corresponder al ámbito privado, son consideradas como pre-políticas (Brettell, 2006; Ochman, 2006).
El "bien común", en su versión clásica, requiere la superación de las identidades particulares y de los intereses individuales en la acción política. Por tanto, opera como un principio ético-político que cohesiona a los individuos en comunidad y va más allá de las membresías particulares (Ochman, 2006). Como implica integración individual bajo el principio del bien común y la negación de identidades previas -como la familia o la etnia-, se trata de un modelo de ciudadanía que no se funda en la diversidad cultural (interna) de una sociedad determinada, sino que parte de que la política es una actividad intrínseca al ser humano.
El nacionalismo proclamó que la nación, el legado vivo de una larga y tortuosa historia, era un bien en sí mismo; y no solo un bien entre otros, sino el bien supremo, que empequeñece y subordina a todos los demás. Los revolucionarios republicanos, por su parte, postularon la república como la fábrica del bien común, y como la única fábrica capaz de producirlo. La sociedad buena de los republicanos se encontraba en el futuro, no se había logrado aún, y difícilmente se alcanzaría sin el trabajo de la república. (Bauman, 2002: 174)
Aunque el republicanismo se funda en la universalización del derecho a la ciudadanía, ésta únicamente se puede ejercer como miembro formal de, y en, un Estado nación, de manera que ciudadanía y nacionalidad se traslapan, aunque son categorías diferentes. La primera, en un sentido general, refiere a una condición política definida por un conjunto de deberes y obligaciones, mientras que la segunda tiene una connotación de identidad en la medida en que se comparten visiones del mundo, prácticas e instituciones (Brettell, 2006).
Por tanto, para tener acceso a un conjunto de derechos y bienes sociales se requiere la nacionalización de los extranjeros e inmigrantes, es decir, de que se reconozcan como miembros de una nación. Aquí el principio de membresía territorial define fuertemente los derechos de las personas y la legitimidad de las obligaciones de los gobiernos nacionales. Como sostiene Benhabib (2004), este tipo de ciudadanía es insuficiente ante los flujos migratorios y la desterritorialización de los procesos económicos.
Los principios del republicanismo clásico se revisaron después de la crisis provocada por los regímenes totalitarios y se buscaron formas para incluir la pluralidad en la construcción del bien común. En este tenor se encuentra la propuesta de Arendt (1993), quien realiza una reinterpretación del bien común a partir de la libertad y de la pluralidad. Para ello, esta autora rompe con algunos principios de la filosofía política clásica y de la teoría política. En primer lugar, cuestiona las definiciones esencialistas que sitúan lo político en el Hombre,1 ya que este planteamiento niega la pluralidad de los hombres y de la sociedad. En segundo lugar, rechaza la idea del zoon politikon, porque no hay nada en la esencia del hombre que sea político; por lo contrario, sostiene la autora, el hombre individual es apolítico: "La política nace de Entre-los-hombres, por lo tanto, completamente fuera del hombre. De ahí que no haya ninguna substancia propiamente política. La política surge entre y se establece como relación" (Arendt, 1993: 46).
En este sentido, la construcción de un mundo político sólo es posible en la pluralidad, es decir, a partir de ciudadanos con perspectivas disímiles que interactúan y dialogan en la esfera pública. En esta propuesta, el principio de "libertad" se convierte en el sine qua non del bien común, porque la libertad sólo se puede realizar en el espacio público (y no en el espacio privado como presupone el modelo liberal). De esta forma, el republicanismo incorpora a la diversidad (Ochman, 2006).
Otra propuesta es la que realiza Habermas (1966; 1990), quien sugiere ampliar los criterios de inclusión de la esfera pública a partir del principio de "contribución" de los individuos a la sociedad y no de la "nacionalidad", de manera que cualquier individuo que contribuya a una sociedad pueda participar en la construcción de las regulaciones legales y sociales que le afectan. Para ello, apela al principio de "igualdad" y no al de "membresía" a la comunidad política (entendida como nación).
Para Habermas, el problema de la "inclusividad" puede ser resuelto mediante cuatro premisas: 1) nadie que pueda hacer una contribución relevante puede ser excluido de la participación; 2) a todos se les dan las mismas oportunidades de hacer sus aportaciones; 3) los participantes pueden decir lo que opinan, y 4) la comunicación tiene que estar libre de coacciones internas y externas (Habermas, 1966; 1990).
Esto implica el cambio de identidad nacional a identidad cívica como principio de la membresía política, de manera que los arreglos institucionales normativos serían válidos sólo en la medida en que estuvieran acordados por los interesados. Los participantes, según el autor, tendrían el mismo derecho a proponer nuevos temas y a reclamar justificación en los presupuestos normativos. Únicamente bajo estos términos, afirma Habermas (1990), se garantizaría la igualdad discursiva en una conversación moral, universal y democrática, porque permitiría la participación (mediante argumentos discursivos) de todas las personas que contribuyen a una comunidad política.
Benhabib (2004), retomando la propuesta de Habermas (1990), propone el mecanismo de "iteraciones democráticas" para someter a revisión los criterios y significados de la membresía política y el contenido del bien común, de manera que este último no se asuma como un principio dado y abstracto que requiere del sacrificio de los intereses individuales. Esta propuesta, denominada como federalismo cosmopolita, permitiría una nueva configuración de la democracia a partir de la articulación de los derechos universales con los derechos derivados de la ciudadanía, de la proliferación de sitios de representación y de la participación discursiva. Se trata, entonces, del surgimiento de una ciudadanía subnacional y transnacional (Benhabib, 2004).
La universalización del derecho a la ciudadanía constituye parte del nuevo republicanismo y del federalismo cosmopolita, estos buscan contrarrestar la individualización y la fragmentación de las sociedades modernas (Bauman, 2006) y ofrecen alternativas para incluir a extranjeros, migrantes y refugiados (Benhabib, 2004; Habermas, 1966, 1990). Sin duda representan un avance en la materia, pero su instrumentación se dificulta, ya que la revisión constante del bien público por parte de todos los involucrados sólo es posible en comunidades pequeñas (Ochman, 2006).
El liberalismo y la vida privada
El segundo modelo de ciudadanía se basa en los principios liberales, por lo que el orden público es entendido a partir de la autonomía de los sujetos y de los derechos individuales. A diferencia del modelo republicano, considera que la esfera pública es limitada frente a los dominios y alcances individuales. Por ello, es en el espacio privado donde el individuo puede realizar libremente sus intereses. Este modelo presupone que la capacidad de elegir es previa a aquello que es elegido, lo cual explica el cambio de preferencias en el transcurso de la vida de las personas y reduce el determinismo social (Thiebaut, 1998).
En este sentido, las elecciones y las preferencias del individuo no están prefijadas ni determinadas socialmente, sino que el individuo siempre puede cambiarlas, criticarlas o avalarlas. Es decir, el ciudadano que el modelo liberal presupone no está sometido a creencias compartidas porque es un sujeto autónomo, con identidad e intereses propios, antes que un miembro de la comunidad política. Por tanto, no es reducible a los valores que la sociedad le inculca y no está completamente constreñido por ésta.
En este modelo, el principio de libertad individual (así como la diversidad de intereses particulares que de esta última se derivan) hace imposible la conformación del bien común, por ello, la legitimidad del sistema político liberal se sostiene en el principio de justicia (Ochman, 2006). De esta manera, la justicia predomina sobre el bien común y esto repercute en que los ciudadanos puedan examinar sus acciones bajo el principio de razón pública.2
Para el liberalismo, la diversidad individual y la pluralidad cultural necesitan las nociones políticas de autonomía individual y neutralidad estatal3 para evitar que la pluralidad individual sea socavada bajo la noción del bien común. El énfasis de este modelo de ciudadanía radica en la autonomía del individuo, independiente de la dimensión colectiva; esto hace que el sujeto parezca como "anterior y fuera" del mundo social. Por esto, las críticas provenientes principalmente del comunitarismo sostienen que el "yo liberal" es un "yo" sin ataduras, sin vínculos y sin atributos, es decir, un "yo" inexistente, abstracto e irreal (Thiebaut, 1998).
Las revisiones del liberalismo que responden a estas críticas replantean al ciudadano, afirmando que no es un sujeto ajeno a sus vínculos sociales -que actúa según sus preferencias y calcula el rendimiento-, sino un ciudadano que puede diferenciar en su identidad niveles y lógicas (Ochman, 2006). De esta manera, el liberalismo reconoce el vínculo entre individuo y sociedad, pero considera que ni la sociedad ni el Estado pueden imponer un modelo específico sobre los individuos, porque esto limitaría las capacidades personales. El espacio de la libertad individual, por consiguiente, es el espacio privado. De esta forma, mientras el ciudadano republicano tiene la obligación de construir lo público, el ciudadano liberal tiene el derecho a la vida privada.
En ambos modelos, la ciudadanía se construye a partir de la distinción entre lo público y lo privado. La diferencia es que en el modelo republicano se prioriza la primera dimensión sobre la segunda, mientras que el liberalismo antepone la esfera privada a la esfera pública (republicanismo) y a la cultural (comunitarismo).
El modelo liberal está diseñado para garantizar el mayor espacio de libertad individual para realizar los fines privados y las potencialidades personales. En este sentido, la ciudadanía liberal requiere la construcción previa de un individuo capaz de ejercer su autonomía frente a grupos, redes e identidades colectivas. Los individuos, antes de ser ciudadanos, son personas con gustos y preferencias que no tienen que ser discutidas públicamente, siempre y cuando no atenten contra el bienestar y la libertad de las demás personas (Ochman, 2006). En consecuencia, la ciudadanía liberal se centra en la dimensión legal, es decir, en un conjunto de derechos garantizados por el Estado.
Una de las críticas a este modelo de ciudadanía, que se realiza desde el republicanismo, es que el ciudadano es un consumidor de derechos que está poco interesado en cumplir con las obligaciones que surgen de la colectividad. De igual manera, la ciudadanía liberal al estar centrada en los derechos, favorece el repliegue individual al ámbito privado, reduce la participación en los asuntos colectivos y delega la toma de decisiones públicas -las cuales son tomadas y ejecutadas por personas especializadas-, es decir, la participación pública se reduce a los asuntos formales establecidos por el Estado.
[...] el liberalismo está dispuesto a bajarse del tren republicano en la estación llamada laissez faire -"ser y dejar ser a los demás"-, pero el tren republicano sigue camino hacia la remodelación de la libertad individual en una comunidad automonitoreada, empleando de este modo la libertad individual en la búsqueda colectiva del bien común. Por haberse negado a recorrer el siguiente tramo del camino, el liberalismo se queda con una agrupación de individuos libres pero solitarios, libres para actuar pero que no tienen voz ni voto sobre el ambiente en el que actúan, y que, sobre todo, no tienen ningún interés en ocuparse de que los otros también estén libres de actuar. (Bauman, 2002: 175-176)
Para el modelo liberal, el pluralismo y el conflicto que genera la diversidad de intereses y valores individuales es constitutivo de la vida privada. Por tanto, las instituciones públicas se rigen por el principio de "neutralidad valorativa" para garantizar únicamente la igualdad de los individuos. La diversidad cultural es planteada como un asunto de jerarquías identitarias, es decir, el individuo tiene una identidad primaria y es la que el Estado protege; posteriormente, tiene identidades étnicas o de grupo (construidas bajo el principio de autenticidad), pero estas son secundarias y privadas. De esta forma, el individuo del modelo liberal tiene derechos en tanto humano, pero no genera derechos de reconocimiento por su identidad étnica o cultural, porque es una identidad secundaria y pertenece a la esfera privada (Rockefeller, 1993).
Este modelo de ciudadanía permitiría incluir los derechos de los inmigrantes, apelando a los principios de la libre elección de la comunidad política y diferenciación individual por encima de las identidades colectivas (como la nación o la cultura dominante de una sociedad). El problema radica en que los sistemas políticos liberales concretos no someten a revisión a sus instituciones, políticas o prácticas en torno a la migración, sino que asumen que el proyecto liberal se ha realizado completa e idealmente, y cualquier propuesta de revisión se considera un atentado contra la libertad.
La inclusión de extranjeros e inmigrantes en los sistemas políticos liberales requiere "refutar el mito de la clausura", es decir, erradicar la idea de que el proyecto social y político está terminado ideal y completamente (Bauman, 2002) y asumir abiertamente que la distribución de los recursos y el lugar de nacimiento son criterios contingentes y arbitrarios: las ventajas de los individuos dependen de un criterio azaroso como lo es el lugar de nacimiento o el lugar de la buena (o mala) fortuna (place of good fortune) (Smith, 2004), por tanto, se requiere resituar el principio de justicia más allá de las fronteras nacionales.
Comunitarismo y la pertenencia cultural
El modelo comunitarista pone el énfasis en la pertenencia a una comunidad cultural como elemento central. Las creencias morales, públicamente compartidas por los individuos, son el garante del orden político y jurídico (Thiebaut, 1998). Mientras el modelo liberal, como hemos mostrado anteriormente, se basa en un sujeto autónomo, el modelo comunitarista parte de un individuo que sólo tiene sentido en la medida en que pertenece a una comunidad particular.
El "yo" liberal que antecede a los fines, afirman los comunitaristas, ignora el peso de la comunidad sobre las elecciones individuales. Si bien los individuos eligen los fines voluntariamente, lo hacen dentro de los límites de una comunidad específica. Esta comunidad no sólo define lo que los individuos tienen (como marco de referencia de sus elecciones), sino lo que los individuos son. En este sentido la comunidad es constitutiva de la identidad y de las preferencias individuales. El individuo tiene la capacidad de comprenderse porque es autorreflexivo y en ello radica su libertad, pero la libertad no es absoluta, sino que está limitada por una comunidad (Thiebaut, 1998; Ochman, 2006).
La principal crítica al individuo comunitarista radica en el peso de lo social, ya que reduce la libertad individual. El individuo comunitarista, al igual que el individuo del republicanismo, tiene un vínculo orgánico con la sociedad que hace que los intereses colectivos predominen sobre los individuales. La diferencia radica en que en el modelo comunitarista la esfera privada es también una dimensión pública (Benhabib, 2004; Ochman, 2006).
Dado que la comunidad es explicada a partir de un acuerdo consensual, ésta no es un medio para la ejecución de los fines individuales, sino que es un fin en sí misma, un bien que mejora la vida de los individuos. En este sentido, la comunidad no es procedimental sino sustancial, porque hace posible el acuerdo de la "vida buena" a partir de una cultura compartida. Este planteamiento transforma lo social en político y, en consecuencia, la ciudadanía es un asunto de sociedad civil más que de sociedad política.
Desde esta perspectiva, la ciudadanía no se puede reducir a un estatus legal, otorgado por el Estado como en el modelo liberal, ni a un asunto de participación en la esfera pública como en el modelo republicano, sino que es un asunto de pertenencia, cuyas obligaciones y derechos son definidos por la comunidad. Por tanto, requiere una participación política sustancial e individuos que abandonen su rol de consumidor de bienes y derechos para ser ciudadanos activos con obligaciones. Su objetivo es construir lo social y no sólo lo político, lo cual implica mayores obligaciones entre ciudadanos, tales como reciprocidad y ayuda mutua (particularismo ético), y menores para con los individuos que no pertenecen a la comunidad política (Ochman, 2006).
La ciudadanía comunitarista requiere la participación en actividades como elecciones, candidaturas, políticas públicas, trabajo social, asociaciones voluntarias y servicio comunitario. El ciudadano tiene derecho a defender sus propios intereses, pero sobre todo tiene la obligación de revisarlos y ajustarlos de acuerdo con la comunidad de pertenencia (Ochman, 2006). En esto radica el principal desacuerdo con las corrientes liberales.
La ciudadanía comunitarista, por tanto, no posibilita la inclusión de inmigrantes, ya que postula el derecho de las comunidades a controlar la entrada de los extranjeros para asegurar la compatibilidad entre intereses individuales y colectivos. En todo caso, implica para las diferentes poblaciones de inmigrantes un intenso proceso de asimilación para hacerse parte de la comunidad receptora, dado que esta ciudadanía es fuertemente definida por la pertenencia. El particularismo ético que presupone entra en contradicción con los principios universales.
Propuestas recientes: diversidad, igualdad y reconocimiento
El multiculturalismo y el reconocimiento de la diversidad
El debate sobre la diversidad cultural y la democracia ha llevado a proponer formas novedosas de articular los principios de libertad individual e igualdad social a fin de que las democracias liberales puedan garantizar los derechos de las minorías sin sacrificar el principio de igualdad. Las políticas públicas focalizadas, las extensiones legales y las reformas constitucionales que reconocen las identidades de los grupos entran en tensión con los derechos políticos y civiles que la ciudadanía liberal pregona. En una primera etapa de esta discusión, se confrontaron radicalmente el modelo liberal con el modelo comunitarista, tomando los principios del segundo como la base de los derechos de las minorías. La discusión sobre el reconocimiento de los derechos de los grupos etnoculturales inició defendiendo a estos grupos de la intrusión del liberalismo; es decir, el derecho a la diferencia sociocultural condenaba a los grupos al aislamiento y a la conservación de lo "étnico" (Kymlicka, 2003).
Posteriormente, se introdujo el principio de igualdad para repensar las diferencias socioculturales, de manera que hubo un rompimiento con la dicotomía antagónica entre liberalismo y comunitarismo para incorporar en el "derecho a la diferencia" el principio de la "igualdad". Las minorías y los grupos etnoculturales que existen en una democracia no demandan protección ni aislamiento de las fuerzas de la modernidad, que actúan en las sociedades liberales, sino participar plena e igualitariamente en esta (Kymlicka, 2003). El multiculturalismo dejó de ser una discusión sobre la mayoría liberal y la minoría comunitarista para convertirse en un debate sobre el significado del liberalismo y la posibilidad de extender los derechos de las minorías dentro de los principios liberales. Esto dio origen al culturalismo liberal, en el que la identidad y la cultura no entran en contradicción con la libertad individual, sino que los derechos y las demandas de las minorías se discuten con relación a los valores liberales. Finalmente, en una tercera etapa, se sometió a revisión el principio de "neutralidad estatal" (Kymlicka, 2003).
El modelo liberal, como se argumentó anteriormente, se sustenta en el principio de neutralidad cultural, ya que asume que los valores son un asunto privado que no debe intervenir en el diseño institucional, pero las instituciones públicas no se crean en el vacío social, sino que reproducen los elementos de la cultura societal.4 Si las instituciones públicas y privadas están diseñadas desde la cultura nacional dominante, el principio de neutralidad valorativa es un principio falso que pregonan los Estados liberales. Por tanto, en vez de apelar al principio de neutralidad valorativa y fomentar implícitamente una cultura societal, los Estados tendrían que promover activa y deliberadamente a todas las culturas que coexisten en el territorio (Kymlicka, 2003).
La relación entre migración y Estado multicultural puede ser resuelta, según este autor, desde las minorías nacionales, en la medida en que estas puedan ejercer algún tipo de control sobre el volumen de inmigrantes para no saturar la capacidad de integración de las sociedades. El problema general del que parte el autor -y que lo lleva a posicionarse a favor del control de la inmigración por las minorías nacionales- es que se utilizan los flujos migratorios para socavar la diversidad cultural subnacional, conduciendo a los inmigrantes hacia los territorios de las minorías y esperando que la diversidad se reduzca ante el aumento de la mayoría nacional, ahora por la asimilación de los inmigrantes a dicha mayoría.
Entonces, para Kymlicka (2003), la alternativa es dejar en manos de las minorías el acceso al territorio y los procesos de integración de los inmigrantes para asegurar la diversidad cultural y las autonomías subnacionales. Sin embargo, el rechazo de los inmigrantes es un problema generalizado; no es exclusivo de las mayorías ni de las minorías nacionales. En este sentido, la propuesta de la gestión de los flujos migratorios por parte de los grupos culturales subnacionales no resuelve el problema de la exclusión de los inmigrantes, sólo cambia el problema de nivel.
El modelo multicultural no reconoce a los inmigrantes como una cultura más, que como tal favorece la diversidad sociocultural de la sociedad receptora, sino como una amenaza para la diversidad cultural preexistente. Por tanto, sostenemos que el problema de la inclusión y del reconocimiento de la pluralidad social a partir la migración no es planteado ni resuelto por el multiculturalismo -en ninguna de sus tres vertientes-, porque está orientado únicamente a ampliar los criterios de la inclusión interna, es decir, la de los grupos subnacionales que conforman el Estado nación.
Las propuestas liberales y el reconocimiento de la diversidad
Hay otras propuestas, desde principios liberales, que revisan la inclusión de la diversidad cultural, como la que plantea Touraine (1998) y Taylor (1993). Por un lado, Touraine (1998) conjuga el principio de igualdad con el de diversidad a partir del individuo. En este sentido, propone la igualdad de los actores en la orientación estratégica (y no moral) de la acción social, en la participación en el mercado y en el uso de las tecnologías, mientras que el problema de la diversidad lo sitúa en la necesidad de los sujetos por construir su identidad (individual y colectiva).
De esta manera, los derechos civiles tendrían que ir más allá de la dimensión legal (liberal) para reconocer el "derecho de cada individuo a conjugar, en la experiencia de la vida personal y colectiva, la participación en el mundo de los mercados y de las técnicas con una identidad particular" (Touraine, 1998: 81). Cualquier sistema que se diga democrático, según este autor, debe reconocer institucional y sustancialmente el derecho de cada individuo a la autoidentificación. En este sentido, ninguna sociedad política puede forzar la pertenencia de los individuos ni la integración a las normas de la sociedad, independientemente de si son normas de la mayoría o de alguna minoría nacional. Esta propuesta se basa en la idea de un sujeto democrático5 que se define por la identidad personal que decide construir.
Los sujetos son iguales porque comparten un principio: la libertad humana. De esta forma, mientras que la libertad es condición previa de las identidades y de la igualdad de los individuos, la diversidad personal y cultural es una construcción social y, en ese sentido, se articula con pautas sociales diferenciadas. El sistema político no puede remitirse a valores superiores y colectivos, como propone el republicanismo o el comunitarismo, porque esto hace incompatible la igualdad con la diversidad (Touraine, 1998). Para Touraine -y a diferencia de la propuesta multicultural- la igualdad y la diversidad sólo se pueden conjuntar a partir del individuo, de manera que el derecho a la pertenencia cultural no es una relación determinada por la colectividad, sino construida desde el sujeto mismo: todos los sujetos son iguales porque todos buscan la diferenciación individual y colectiva.
En otro tenor se encuentra la propuesta de Taylor (1993) -cuyo referente empírico es el Estado y la sociedad estadounidense. Para este autor, la diversidad cultural es una discusión necesaria porque las sociedades modernas se han vuelto más diversas y porosas, es decir que "están más abiertas a la migración multinacional y que un número cada vez mayor de sus miembros lleva la vida de la diáspora, cuyo centro está en otra parte" (Taylor, 1993: 93). El argumento central del autor se basa en que el "reconocimiento" de los grupos minoritarios es parte de la identidad individual y colectiva, por tanto, implica el derecho a ser reconocido y respetado como diferente: "un individuo o un grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestra, como reflejo, un cuadro limitado, o degradante o despreciable de sí mismo" (Taylor, 1993: 44).
La identidad moderna es una construcción individual que se elabora en diálogo con los demás, de ahí la importancia del reconocimiento. El otro principio que propone el autor es el de "autenticidad", el cual considera es también universal en la medida en que postula que "cada quien debe ser reconocido por su identidad única" (Taylor, 1993: 61). En este sentido, ser distinto es parte del potencial que todos los hombres tienen para definir su identidad individual y colectiva. El reconocimiento de la diversidad en un sistema liberal que propone Taylor (1993) se sustenta en el aporte valioso que cada grupo social puede hacer; sin embargo, resulta insuficiente, porque, como señala Wolf (1993), la diversidad es en sí misma valiosa para cualquier sociedad, independientemente de los aportes concretos que puedan realizar los grupos a la sociedad mayoritaria; por tanto, el reconocimiento de la diversidad implica aceptar que las diferentes culturas son parte constitutiva de la sociedad.
En particular, Walzer (1993) -en los comentarios que realiza a la propuesta de Taylor- afirma que el liberalismo es una opción para los inmigrantes, porque estos estuvieron dispuestos a correr los riesgos culturales desde el momento en que decidieron emigrar. El autor supone que los inmigrantes están forjados en el ideal de los derechos individuales y por ello "eligieron" migrar a un Estado liberal, por lo que el sistema no requiere modificaciones profundas, sino de individuos dispuestos a asimilarse a la sociedad mayoritaria. Las revisiones del liberalismo de Taylor (1993) y Walzer (1993) son insuficientes para la inclusión de poblaciones de inmigrantes y resultan más una defensa del liberalismo estadounidense. En este sentido es que cobra relevancia discutir y revisar los sistemas políticos actuales, es decir, dejar de asumir que están dados de una vez y para siempre y que las resoluciones pasadas son intocables.
Avances en derechos humanos y derechos políticos
Derechos humanos, migrantes y refugiados
Los derechos humanos en el sentido moderno tienen un antecedente filosófico en el derecho racional de Locke y Rousseau, mientras que históricamente remiten a la Convención de Virginia de 1776 -que declaró la Independencia de las colonias inglesas en América- y en la Declaración de los Derechos del Hombre (Caballero, 2000; Habermas, 1997). Si bien abren un debate polémico en torno al carácter moral que se les adjudica (Habermas, 1997), han permitido ciertos avances en materia de derechos para migrantes, asilados y refugiados.
Como señala la Organización Internacional para la Migraciones (OIM, 2019), hay dos acuerdos recientes en materia de migración y refugio que marcan un parteaguas en la cooperación internacional. Por primera vez, todos los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) firmaron dos pactos mundiales de corresponsabilidad en la atención a migrantes y refugiados: el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular (2018) y el Pacto Mundial sobre los Refugiados (2018) (ONU, 2018a; 2018b).
El primero es un acuerdo que emana de la Conferencia Intergubernamental encargada de Aprobar el Pacto mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular (2018). Sus antecedentes se encuentran en el Diálogo de Alto Nivel sobre la Migración Internacional y el Desarrollo (2006 y 2013), en el Foro Mundial sobre Migraciones y Desarrollo (2013) y en la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes (ONU, 2016).
Este pacto funge como un marco general para "facilitar la migración segura, ordenada y regular, reduciendo la incidencia de la migración irregular y sus efectos negativos mediante la cooperación internacional" (ONU, 2018a: 4). Cuenta con 23 objetivos que se desglosan en diferentes acciones de aplicación y seguimiento y pretenden cubrir de manera integral varias dimensiones del proceso migratorio, incluyendo la salida, el tránsito, el asentamiento y el retorno. Por ello, los objetivos están encaminados a la gestión de las fronteras y las rutas migratorias, a la generación de información de la migración y de las personas migrantes, al desarrollo sostenible de los países y a la atención de las personas migrantes (empoderamiento, inclusión, trabajo digno, reconocimiento de aptitudes, no discriminación y provisión de servicios) (ONU, 2018a). Este último grupo de objetivos es el que está centrado en las personas.
Sus resultados aún son inciertos. Se expondrán en el Foro de Examen de la Migración Internacional que se celebrará por primera vez en 2022, y posteriormente cada cuatro años (ONU, 2018a). Sin embargo, es importante señalar dos cuestiones: 1) el pacto no es vinculante y 2) tiene como eje trasversal a la soberanía nacional.
El Pacto Mundial reafirma que los Estados tienen el derecho soberano a determinar su propia política migratoria y la prerrogativa de regular la migración dentro de su jurisdicción, de conformidad con el derecho internacional. Dentro de su jurisdicción soberana, los Estados podrán distinguir entre el estatus migratorio regular e irregular, incluso al decidir con qué medidas legislativas y normativas aplicarán el Pacto Mundial, teniendo en cuenta sus diferentes realidades, políticas y prioridades, y los requisitos para entrar, residir y trabajar en el país, de conformidad con el derecho internacional. (ONU, 2018: 5)
El segundo acuerdo es el Pacto Mundial sobre los Refugiados, el cual deriva de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, el Foro Mundial sobre Migraciones y Desarrollo (2013) y la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes (2016) (ONU, 2016, 2018a, 2018b). Los refugiados, a diferencia de los migrantes, han sido reconocidos previamente como una población que requiere protección y las acciones dirigidas a su atención se derivan del derecho internacional.
La diferencia entre este acuerdo y la Convención de 1951 radica en que el Pacto Mundial sobre los Refugiados suma a todos los Estados miembros de la ONU y a otros actores (como asociaciones civiles, empresas privadas y organizaciones internacionales) en la distribución de responsabilidades para acoger y dar apoyo a los refugiados. Tiene cuatro objetivos centrales: 1) aliviar las presiones de los países que reciben refugiados, 2) desarrollar la autosuficiencia de los refugiados, 3) ampliar el reasentamiento a otros países y 4) fomentar las condiciones para el regreso voluntario de los refugiados a sus países de origen (ONU, 2018b). El Pacto sí considera respuestas regionales: por ejemplo, para América Central -que es una zona con alto número de refugiados y solicitantes de asilo (307 900 personas)-, se creó el Marco Integral Regional para la Protección y Soluciones (MIRPS) que incluye a los países de México, Belice, Costa Rica, Guatemala, Honduras y Panamá (ONU, 2018c).
El Pacto Mundial sobre los Refugiados, al igual que el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, no es jurídicamente vinculante, sino que se sostiene en la voluntad política y en las contribuciones -también voluntarias-, tomando "en cuenta la legislación, las políticas y las prioridades de cada país" (ONU, 2018a: 3). El carácter voluntario y el énfasis en la soberanía nacional de los Estados de ambos pactos reducen el efecto que puedan tener en la garantía de derechos para migrantes y refugiados.
El carácter moral que se les atribuye a los derechos humanos y la dimensión en la que se sitúan (innatos a la persona) llevan a omitir la regulación jurídica porque se asume que son garantizados por todos los Estados. Esto desemboca en una ambivalencia jurídica, porque los derechos humanos no son ni protegidos ni negados, ni garantizados ni rechazados por los gobiernos nacionales. Sin embargo, dicha ambivalencia en el marco jurídico no deviene de su carácter moral, sino de la soberanía nacional que trastocan (Habermas, 1997).
Los derechos humanos tienen originariamente una naturaleza jurídica. Lo que le presta la apariencia de derechos morales no es su contenido, y con mayor motivo tampoco su estructura, sino su sentido de validez, que trasciende los ordenamientos jurídicos de los Estados nacionales. (Habermas, 1997: 81)
Toda norma jurídica para ser estipulada requiere argumentos morales. Los derechos fundamentales se justifican en sí mismos, es decir, regulan aspectos que por su generalidad tienen un fundamento moral, pero esto no mina su dimensión jurídica. Antes bien, son derechos reclamables y requieren de sistemas jurídicos (Habermas, 1997; Benhabib, 2004). Como se trata de garantías de todas las personas, y no sólo de los ciudadanos, su cumplimiento no es únicamente un asunto nacional, sino que demanda un segundo nivel de regulación -supranacional- para garantizarlos; sin embargo, esto trastoca los fundamentos del Estado nación.
Derechos políticos y residentes
Todos los países tienen procedimientos para que un extranjero pueda "hacerse" ciudadano mediante "naturalización", es decir, adquirir la nacionalidad del país de recepción. Este proceso permite seleccionar a la población que puede ser ciudadana y se utiliza como criterio para extender los derechos a la población inmigrante que se naturaliza. Algunos países han extendido los derechos civiles para inmigrantes y otros los derechos políticos para residentes. Por ejemplo, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos, Noruega, Francia, Alemania, Inglaterra y Japón han ampliado el conjunto de derechos civiles para residentes, visitantes distinguidos y migrantes temporales autorizados (Kondo, 2001), mientras que los derechos políticos para residentes (que no se han naturalizado) está previsto en al menos 40 países (Bauböck, 2005).
Esta ampliación de los derechos políticos para residentes no ciudadanos es denominada denizenship y se sustenta en el principio de "residencia" más que en el de "pertenencia" a una nación (por nacimiento o por naturalización). Su fundamento se encuentra en la reciprocidad o en la compensación. Algunos países, mediante acuerdos regionales, otorgan derechos políticos a los ciudadanos de otros países a cambio de garantizar los derechos políticos de sus conciudadanos que viven en el exterior: este es el principio de reciprocidad y opera principalmente entre los países de la Unión Europea (UE) y entre los países nórdicos (Bauböck, 2005; Dingu-Kyrklund, 2001; Kondo, 2001). Por otro lado, el principio de compensación se aplica cuando un país otorga derechos políticos a un sector amplio de la población que reside o ha residido en su territorio por mucho tiempo y no tiene acceso a la naturalización, como en el caso de personas procedentes de Rusia que radicaban en Estonia (Bauböck, 2005).
Acorde a los datos que presenta Bauböck (2005), se pueden identificar cinco grupos de países a partir de las características del derecho al voto que estipulan para inmigrantes autorizados o residentes permanentes (ver Cuadro 1). Cabe señalar que ninguno de ellos permite ocupar cargos de elección popular (derecho a ser votado). El primer grupo incluye a países en donde los inmigrantes autorizados británicos pueden votar; el segundo lo conforman países que permiten el voto a todos los residentes permanentes, independientemente de la nacionalidad, siendo Nueva Zelanda el país más incluyente.
Grupo | Derecho al voto | Países | Elecciones | Características |
---|---|---|---|---|
1 | Limitado a
una nacionalidad |
Canadá Australia Israel |
Locales Nacionales Locales |
Para residentes británicos |
2 | Amplio: todas
las nacionalidades |
Nueva
Zelanda Chile Malawi Uruguay Alemania Austria Bélgica Bulgaria* Chipre Croacia* Dinamarca Eslovaquia Eslovenia España Estonia Finlandia Francia Grecia Hungría Irlanda, Italia Letonia Lituania Luxemburgo |
Nacionales | 1 año de residencia 5 años de residencia 7 años de residencia 15 años de residencia |
3 | Limitado a miembros de la Unión Europea |
Malta Países Bajos Polonia Portugal República Checa Rumania* Suecia |
Locales Regionales |
Para residentes
autori- zados. Irlanda, Países Bajos, Es- tonia, Hungría, Lituania, República Checa y Eslo- venia además extienden el derecho al voto a todos los residentes, indepen- dientemente de su país de origen. Portugal ha hecho facti- ble el voto para residentes procedentes de Brasil. |
4 | Limitado a países con acuerdos |
Noruega-Islandia Belice-Venezuela |
Locales | |
5 | Estipulado en
la constitución |
Bolivia Colombia |
Locales | No se ha implementado en la práctica. |
* Países incorporados después de 2004.
Fuente: Bauböck, 2005.
El tercer grupo corresponde a los países miembros de la Unión Europea (UE) que permiten el voto, en elecciones locales y regionales, de los residentes que provienen de algún país miembro de la UE. El cuarto grupo lo conforman países que han establecido acuerdos para posibilitar el voto en elecciones locales: Noruega e Islandia, y Belice y Venezuela. Finalmente, el quinto grupo concierne a países que han estipulado este derecho en sus respectivas constituciones, pero no lo han llevado a la práctica: Bolivia y Colombia (ver Cuadro1).
Los acuerdos que permiten el voto en elecciones locales ocurren en ámbitos subnacionales, mientras que los acuerdos bilaterales o multilaterales van más allá de la dimensión nacional. Ambos muestran que no se socava la soberanía nacional al permitir la participación política a los extranjeros (residentes y migrantes autorizados).
Conclusiones
En este artículo hemos expuesto los diferentes modelos de ciudadanía, poniendo énfasis en sus implicaciones para las personas en movilidad humana (migrantes, solicitantes de refugio y refugiados) y en cómo, desde los modelos clásicos de ciudadanía, los derechos basados en la pertenencia a la comunidad política (por nacimiento o naturalización) están negados para las poblaciones más vulneradas: las que carecen de documentos.
La tensión entre igualdad y diversidad sigue latente en las democracias liberales en condiciones de pluralidad cultural. La propuesta multicultural recupera aspectos del liberalismo en su tercera etapa, pero antepone el derecho a la diferencia en su dimensión colectiva, es decir, el derecho de los grupos socioculturales a ser incluidos en el modelo estatal. El modelo de Estado multicultural, si bien amplía los criterios de inclusión interna de los Estados modernos, no resuelve el problema de la exclusión de los inmigrantes: estos siguen siendo considerados como una amenaza para la diversidad cultural interna del Estado nación.
Las propuestas que conjugan libertad y diversidad abren la posibilidad de incluir a los extranjeros, dado que estos, como agentes libres, tienen la opción de elegir su comunidad política. En este sentido, un Estado liberal posnacional tendría la obligación de garantizar que esto ocurriera en las mejores condiciones. Sin embargo, los mecanismos actuales de control de la inmigración que realizan todos los países (que se consideran democráticos) entran en contradicción con los principios liberales, porque las políticas implementadas desde la década de los noventa se sustentan en el control de las fronteras y en la seguridad nacional.
Como hemos mostrado, algunos principios liberales permiten discutir los derechos de los extranjeros, apelando a la condición del individuo en tanto persona portadora de derechos inalienables. Por ello, cuando el multiculturalismo -en su tercera etapa- o el republicanismo -en la revisión del bien común- buscan bases más incluyentes, introducen presupuestos derivados del liberalismo. El potencial de este modelo radica en la libertad individual.
De esta forma, los principios liberales brindan un marco amplio que permitiría el libre tránsito de las personas, la libre elección de la comunidad política y el derecho a la diferenciación colectiva e individual. Sin embargo, se requiere una revisión crítica de los sistemas políticos concretos, porque, por un lado, en materia de migración y refugio dichos sistemas atentan contra la libertad individual de las personas (inmigrantes y solicitantes de refugio) y, por el otro, no someten a revisión la aplicación de los principios de libertad y justicia, sino que asumen que sus proyectos están acabados.
La contradicción entre la emigración como un derecho y el control de las fronteras nacionales que limita la entrada de las personas y hace imposible la inmigración es un asunto que no se ha abordado directamente en las instancias nacionales e internacionales. El libre tránsito está estipulado en la mayoría de las constituciones, pero no el libre arribo a un lugar diferente al de nacimiento, mucho menos cuando este cambio implica el cruce de fronteras nacionales. A pesar de que se trata de un mismo proceso migratorio, el tránsito y el arribo aún no son considerados como derechos.
Actualmente, las garantías mínimas que protegen a migrantes y refugiados se sustentan en los derechos humanos. En este sentido, los dos pactos mundiales firmados en 2018 son un avance importante en la materia porque plantean explícitamente la corresponsabilidad de todos los países (miembros de la ONU) en los procesos de migración internacional y en los éxodos forzados (que originan la necesidad de refugio y asilo). Sin embargo, su cumplimiento depende de la voluntad política y de las prioridades que cada gobierno establezca; de ahí que se requieran acuerdos vinculantes y una estancia supranacional que proteja los derechos de las personas, más allá de su nacionalidad.
Sostenemos que los derechos humanos como eje rector de políticas en materia de migración y refugio permitirían superar los límites nacionales y nacionalistas y ampliar las obligaciones de los gobiernos. Por ello, es importante discutir públicamente los principios de las comunidades sociopolíticas y diseñar instituciones que superen los anclajes nacionales y que estén orientadas a atender a las personas que, voluntaria o involuntariamente, dejan sus lugares de origen. De esta forma, los avances en materia de derechos humanos aún se enfrentan a las barreras provenientes del Estado nación, y se requeriría un orden supranacional para vigilar y sancionar el incumplimiento de los acuerdos internacionales en materia de derechos para migrantes y refugiados (en la salida, tránsito, arribo y retorno), es decir, de acuerdos vinculantes.
Por otro lado, es importante señalar y reconocer los avances en materia de derechos políticos, por mínimos que estos sean, ya que la dimensión política es la que presenta más resistencia a la participación de los no ciudadanos. El reto radica en resituar lo universal en los contextos jurídicos concretos para disminuir el riesgo de dejar de lado lo político en nombre de lo moral, como ocurre con los derechos humanos. Entonces, como sostiene Benhabib (2004), una alternativa posible es la interrelación entre derechos políticos y derechos humanos.
Finalmente, la movilidad humana implica a todos los países, más allá de los Estados emisores y receptores, como han asumido los Estados miembros de la ONU y como muestran las cifras recientes de migración y refugio (OIM, 2019). Por lo tanto, se requieren nuevas formas para asegurar los derechos en diferentes comunidades políticas y para vincular jurídicamente los derechos humanos en cada país, de manera que podamos construir nuevos acuerdos y modelos de ciudadanía postnacional que permitan la inclusión plena de extranjeros, migrantes, refugiados y asilados.