Introducción
El título de este texto reproduce la pregunta que Max Horkheimer se planteaba en un escrito de 1930, en el cual cuestiona la sociología del conocimiento propuesta por Karl Mannheim, específicamente el uso que éste hace del concepto de “ideología”. Según Horkheimer, Mannheim transforma a dicho concepto “en universal, y ‘el pensamiento humano, en todos los partidos y en épocas enteras’ recibe el marbete de ‘ideología’. Con ello, el concepto de ideología es despojado de los restos de su significación impugnadora, y adquiere carta de ciudadanía en la filosofía del espíritu” (1974: 259. Las palabras entre comillas simples son referencias a Mannheim realizadas por Horkheimer). En tanto, se la vuelve una noción descriptiva de un rasgo constitutivo del pensamiento humano, adquiriendo su pasaporte en las investigaciones de dicho pensamiento, al precio de perder su fuerza impugnadora. Aquello que la torna una noción crítica, por la cual, al señalarse un determinado pensamiento como ideológico, se está, en el mismo acto, criticándolo como sostén de una situación de injusticia que se procura dejar atrás. En esta transformación reside lo “nuevo” del concepto de ideología acuñado por Mannheim.
Hoy cabe volver a esta discusión, pues ella adquiere una singular actualidad en el uso que del concepto de ideología hacen algunas de las perspectivas contemporáneas más relevantes. Un retorno que no es simple reiteración, como si el contexto conceptual no se hubiese modificado en el casi siglo que ha pasado. Por el contrario, este problema adquiere su configuración específica en relación con el contexto presente, en el cual -de mínima- se han reformulado radicalmente algunas de las nociones centrales de los “grandes relatos modernos” (como las de sujeto, totalidad, verdad, entre otras), si es que -de máxima- no se les ha dado muerte. En definitiva, este trabajo se pregunta: ¿estamos ante un nuevo concepto de ideología, signado por la lógica cultural -con su impacto en la lógica teórica- postmodernista?1
Con este interrogante como guía, se abordan aquí dos relevantes perspectivas de este siglo XXI, si por tal período se entiende aquél que comienza con el fin del “corto siglo XX”, que Hobsbawm (1999) fecha con la disolución de la URSS. Me refiero, por un lado, a la teoría política de Ernesto Laclau y, por otro, a la sociología pragmática de la cultura de Luc Boltanski.2 Dos autores con escasos puntos de contacto entre sí y es justamente por ello que se los elige, con vistas a marcar su convergencia en torno a esta cuestión. Además de la relevancia que sus obras tienen, en sus respectivos campos, junto con el importante papel de la noción de ideología en sus propuestas.
Sobre tal base, este texto sostiene que, aun en sus diferencias, el uso que ambos autores hacen de dicha noción presenta una serie de rasgos en común, los cuales conducen a una misma consecuencia: la elaboración de un (nuevo) concepto de ideología que, al tornarlo una herramienta descriptiva, lo despoja de su significación impugnadora. Con vistas a dar cuenta de esto se abordarán las perspectivas de Laclau y Boltanski en paralelo, para recién en la última sección reunir ambas discusiones, dando cuenta de las consecuencias de su convergencia, a la vez que se desmaleza un sendero por el cual dejar atrás las limitaciones de este uso “post”, sin por ello descartar sus aportes.
1. Laclau o la ideología como falsa representación de la plenitud
1.1 Supuestos ontológicos de la teoría de la hegemonía
Esta sección se concentra en el concepto de ideología elaborado por Laclau, una de las piezas centrales de su maquinaria teórica. Para aprehender el rol de este concepto es necesario, primero, realizar una caracterización general de dicha teoría. Tarea que aquí no tendrá ninguna pretensión de originalidad, pues sólo procura brindar la base para la posterior discusión de su uso de ideología. De allí que quepa seguir el resumen que el propio Laclau plantea, en La razón populista, de “algunos supuestos ontológicos generales” (2005: 91) que guían su análisis.
Su punto de partida lo brinda la noción de “discurso”, puesto que, en su perspectiva, “el discurso constituye el terreno primario de constitución de la objetividad como tal” (Laclau, 2005: 92). El complemento de ello es que no hay un más allá del discurso, dando lugar, así, a una concepción inmanentista que parte de “la negación de un tal nivel metalingüístico” (Laclau, 2000b: 13). Por ello, la conformación de toda objetividad se da dentro de y determinada por la lógica del discurso que se manifiesta, así como la categoría ontológica fundamental de la teoría laclauiana. A partir de esto, sostiene que “lo social debe ser identificado con el juego infinito de las diferencias, es decir, con lo que en el sentido más estricto del término podemos llamar discurso” (Laclau, 2000a: 104). En esa cita se trasluce una recepción de la perspectiva estructuralista, en tanto es la relación entre elementos diferenciales lo que establece el sentido de cada uno de éstos, por lo que ninguno tiene un sentido substancial, pasible de ser fijado por fuera de ese juego relacional (en línea con la concepción de Saussure). Pero también se trasluce su punto de ruptura para con el estructuralismo, su momento “post” estructuralista, cedido por la infinitud de ese juego de diferencias, que es, también, la imposibilidad de fijar una relación estable entre los elementos, un orden a partir del cual determinar el sentido de los elementos, de manera relacional, pero en un juego cerrado. Frente a esto último
hoy día tendemos a aceptar la infinitud de lo social, es decir, el hecho de que todo sistema estructural es limitado, que está siempre rodeado por un “exceso de sentido” que él es incapaz de dominar y que, en consecuencia, la “sociedad” como objeto unitario e inteligible que funda sus procesos parciales, es una imposibilidad (Laclau, 2000a: 104).
Esa infinitud es, entonces, el rasgo esencial de lo social, pero no se trata de una esencia positiva, antes bien aquí se considera “a la apertura de lo social como constitutiva, como ‘esencia negativa’ de lo existente” (Laclau y Mouffe, 2006: 132. Las cursivas son mías). Con ella se da “muerte” a uno de los “grandes conceptos modernos” (especialmente, de la tradición del marxismo): la totalidad. En tanto su constitución es imposible, debido al juego de diferencias, cuya infinitud es inerradicable. Sin embargo, esto no lleva a Laclau a un pleno abandono de dicho concepto, antes bien busca reintroducir la pregunta por su conformación, dentro de un contexto signado por esa “muerte de los grandes conceptos”. Es de tal esfuerzo de donde provienen los matices, que tornan más compleja e interesante su propuesta.
Laclau, entonces, reintroduce la noción de totalidad, más aún, sostiene que ella, si bien imposible, es necesaria. En efecto, “la operación de cierre [de la totalidad] es imposible, pero al mismo tiempo necesaria” (Laclau, 2000b: 19). Imposible, pues implica dominar el exceso de sentido, por lo que es la propia ontología la que la imposibilita. Necesaria, “porque sin esa fijación ficticia del sentido no habría sentido en absoluto (Laclau, 2000b: 19). Y “un discurso en el que ningún sentido pudiera ser fijado no es otra cosa que el discurso del psicótico” (Laclau, 2000a: 104). Frente a la imposibilidad ontológica se yergue una necesidad -que cabría calificar de antropológico filosófica- por instaurar un sentido en el mundo; o bien, la necesidad del zoon politikon de darse algún ordenamiento, pues Laclau también considera al “estado de naturaleza […] como ausencia de todo orden en la lucha generalizada de todos contra todos” (2000a: 86). Sólo alguna forma de ordenamiento de las diferencias podría evitar el estado de naturaleza o que el sujeto se torne psicótico. ¿Cómo se constituye ese orden imposible pero necesario?, tal es la pregunta clave del pensamiento de Laclau, aquella a la que su concepto de hegemonía viene a dar respuesta.
Para instituir tal orden, es clave trazar una frontera que limite la infinitud, frontera que será siempre precaria, debido a la indomesticabilidad del juego de diferencias. A su vez, los elementos que la trazan “deben proceder a partir de la interacción de las propias diferencias” (Laclau, 2005: 94), ya que no hay un más allá del discurso. Por eso, sólo las diferencias, en su relación, pueden establecer el límite a partir del cual se diferencia una totalidad, precaria pero finita, de aquello que estaría por fuera de ella, aun cuando eso no sea un afuera del discurso. Estamos ante un “exterior constitutivo” (Laclau, 2000a: 49), cuyo acto de expulsión genera la diferencia entre la totalidad -que queda así delimitada- y aquello expelido. Ello también produce que todas las diferencias que forman parte de dicha totalidad tengan ahora un rasgo común: su diferenciarse de lo expelido. Es decir, “con respecto a lo excluido, todas las otras diferencias son equivalentes entre sí” (Laclau, 2005: 94), el reverso de lo cual es que “lo que está más allá del límite de exclusión implica la imposibilidad de lo que está de este lado del límite. Los límites auténticos son siempre antagónicos” (Laclau, 1996: 72). El antagonismo, la negación de lo expelido, cuya exterioridad permite limitar precariamente la totalidad, generando una equivalencia de sus diferencias, es también una amenaza para dicha totalidad, en tanto exterioridad a la misma que impide su cierre. En definitiva, “es porque lo social está penetrado por la negatividad -es decir, por el antagonismo- que no logra el estatus de la transparencia, de la presencia plena” (Laclau y Mouffe, 2006: 172). Hegemonía es el nombre de ese ordenamiento imposible pero necesario, por ello en la teoría laclauiana, “‘política’ es una categoría ontológica” (Laclau, 2000a: 77) y todo ordenamiento de su infinitud, necesariamente fallido, es de carácter hegemónico.
1.2 El carácter constitutivo de la ideología
Éste es el contexto conceptual dentro del cual Laclau propone su noción de ideología. Dos son las vías por las que plantea la “muerte” de este “gran concepto”, para luego proponer su “resurrección”, en una reelaboración del mismo que lo ajusta al horizonte de discusiones contemporáneo. La primera de ellas cuestiona el uso de “ideología” como una falsa representación, la cual es criticada desde un punto de vista extra-ideológico que, por tanto, pretende escapar a la precaria fijación de sentido, propia de toda formación discursiva. En definitiva, se trata de un punto de vista que se autoadjudica una posición metalingüística, para criticar desde allí a las demás formaciones discursivas. Concepción contraria al inmanentismo sobre el cual se erige la perspectiva de Laclau, para quien “no hay un fundamento extra-discursivo a partir del cual una crítica de la ideología podría iniciarse”, por lo que “todas las críticas serán necesariamente intra-ideológicas” (Laclau, 2000b: 13). Además, como se vio, el antagonismo anula la posibilidad de cualquier transparencia, tal “esencia negativa” de lo social, por lo que no hay mirada capaz de atravesar plenamente lo social, para aprehender su esencia.
Por esto último, él considera que la pretensión de velar dicha negatividad, de alcanzar esa transparencia, es la falsa representación por antonomasia. En efecto, “lo que afirmamos es que la noción misma de un punto de vista extra-discursivo es la ilusión ideológica por excelencia” (Laclau, 2000b: 14). La ideología no es el velo que impide alcanzar una sociedad reconciliada consigo misma, sino que, en una inversión en espejo de tal postura, es la formación discursiva que plantea a tal reconciliación como posible de ser alcanzada.
La segunda vía cuestiona al uso de “ideología” como la falsa consciencia, es decir, se trata también de una falsa representación, pero ahora del sujeto (clase) en relación a su posición social y a sus intereses; pues ello presupone que tales intereses pueden ser fijados por fuera (o antes) del infinito juego de las diferencias, dentro del cual se produciría su falsa representación. Para Laclau, semejante afuera no existe, por lo que los intereses y la identidad del sujeto no son determinables con anterioridad al discurso, antes bien encuentran su fundamento a posteriori del precario ordenamiento de tales diferencias. Por ello, no hay una representación verdadera a partir de la cual fijar la falsedad de esa conciencia; por el contrario, él sostiene que “todo sujeto es esencialmente descentrado, que su identidad no es nada más allá de la articulación inestable de posicionalidades constantemente cambiantes” (Laclau, 2000a: 140-105. Las cursivas son mías). En esto puede verse, nuevamente, una inversión en espejo del uso marxista de “ideología”, por la cual ésta ya no es una instancia que vela los verdaderos intereses del sujeto, sino la pretensión de establecer tal verdad, cuyo reconocimiento permitiría una identidad plena de ese sujeto para consigo mismo (una toma de conciencia que posibilitaría el pasaje del en sí al para sí).
En ambas vías se destacan dos rasgos centrales del uso que Laclau hace del concepto de ideología: por un lado, como éste entraña una inversión especular de los usos predominantes en el (gran relato moderno del) marxismo; por el otro, que ello no conlleva el abandono de la ideología como falsa representación y, consecuentemente, su oposición a una representación verdadera. Por el contrario, él considera insatisfactorio dicho abandono, ya que “la misma afirmación de que ‘la identidad y homogeneidad de los agentes sociales es una ilusión’ no puede formularse sin introducir el supuesto de una representación falsa” (Laclau, 2000a: 106). Es decir, su cuestionamiento a toda pretensión de fijar una esencia positiva, en tanto no daría cuenta del antagonismo como “esencia negativa” de lo social, conlleva afirmar el carácter falso de la primera representación, que vela así la verdadera naturaleza de lo social. Laclau se propone, entonces, contribuir a la “resurrección” del concepto de ideología a través de un procedimiento que es, centralmente, la inversión especular de aquel uso cuya “muerte” busca decretar. Así, puede mantenerse
el concepto de ideología y la categoría de falsa representación en la medida en que invirtamos su contenido tradicional. Lo ideológico no consistiría en la falsa representación de una esencia positiva, sino exactamente en lo opuesto: consistiría en el no reconocimiento del carácter precario de toda positividad, en la imposibilidad de toda sutura final. […] Y en la medida en que lo social es imposible sin una cierta fijación de sentido, sin el discurso del cierre, lo ideológico debe ser visto como constitutivo de lo social. Lo social sólo existe como el vano intento de instituir ese objeto imposible: la sociedad. La utopía es la esencia de toda comunicación y de toda práctica social (Laclau, 2000a: 106. Las cursivas son mías).
Lo anterior muestra cuál es la consecuencia central de este uso de ideología: ella es, ahora, constitutiva de lo social. Sólo a través de esa falsa representación puede generarse el precario orden, necesario para evitar el discurso psicótico o el estado de naturaleza, aun cuando dicho orden es imposible, por lo que la pretensión de instituirlo es utópica. Noción esta última que, entonces, ya no se opone a la de ideología, criticando al presente a partir de referencia a otro tipo de sociedad. Por el contrario, se confunde con ella; ambas aluden a la pretensión de una sociedad reconciliada, ontológicamente imposible.
Esto brinda la base para “deconstruir” (más que criticar) cualquier formación discursiva puntual (nivel de lo óntico), con su voluntad totalizante, necesaria, pero (ontológicamente) imposible. “Deconstrucción” que no altera la necesariedad estructural-objetiva de la ideología, pues sin ella sólo nos queda la psicosis o el estado de naturaleza. En definitiva, sin ideología no habría hegemonía, pues el vínculo hegemónico tiene un “terreno preciso de su constitución, que es el de la ideología” (Laclau y Mouffe, 2006: 101). Entonces es dicha tensión “entre necesidad e imposibilidad la que da a la ideología su terreno de emergencia” (Laclau, 2000b: 20), la que la torna constitutiva de todo ordenamiento de lo social y de toda identidad subjetiva. A través de este uso, Laclau plantea “la posible re-emergencia de una noción de ideología que no esté obstaculizada por los problemas inherentes a una teorización esencialista” (Laclau, 2000b: 14). Aunque sería más preciso decir: a una teorización asentada en una esencia positiva, pues su concepción también hace pie en una esencia, sólo que negativa. De ella provienen algunos de sus principales problemas.
1.3 Una teoría post de la ideología
El primero de sus problemas es la deshistorización de la categoría de ideología, al darle un carácter eminentemente formal. Por tanto, se la puede utilizar para el análisis sociohistórico de una configuración óntica particular, con vistas a deconstruir la pretensión totalizante de esa formación discursiva. Pero nada de esto altera la función estructural-objetiva que la ideología cumple, en respuesta a lo político como categoría ontológica, de donde proviene su necesariedad para la constitución de todo ordenamiento de lo social. En tanto categoría formal, la ideología se mantiene siempre igual aun cuando varíen sus contenidos ónticos -por los que la perspectiva de Laclau no se preocupa-, pues ello no impacta en dicha forma. Así, Laclau plantea una concepción “de la ideología como dimensión de lo social que no puede ser suprimida, no como crítica de la ideología” (2000b: 21, nota 8. Las cursivas mías). En efecto, en esta trama teórica carece de todo sentido hacer de la ideología el objeto de la crítica y, consecuentemente, parte de la lucha contra una sociedad particular-concreta (la capitalista, en la tradición del marxismo), pues nada de ello alterará su carácter constitutivo.
El cuestionamiento laclauiano al esencialismo positivo -punto que comparto- postula, en su lugar, un esencialismo negativo -punto que cuestiono-, lo cual lo lleva a desvincular a la ideología de toda sociedad particular, diluyendo su historicidad. Complemento, éste, de su tornarla constitutiva de todo orden social, de toda identidad subjetiva e, incluso, de toda experiencia, puesto que “la ideología es una dimensión que pertenece a toda experiencia posible” (Laclau, 2000b: 36). Lo anterior deriva de que, en esta teoría, el cuestionamiento al esencialismo no es radical, al limitarse a rechazar su versión positiva, pero reemplazándola con su imagen especular: un esencialismo negativo. En ello puede detectarse un rasgo distintivamente postmodernista, en línea con el clásico análisis que de esta lógica cultural hace Fredric Jameson. Él señala como frente al “gran concepto moderno” de sujeto, se plantea ahora “la fragmentación del sujeto” (Jameson, 1991: 31), producto de una infinitud de diferencias que no pueden articularse más que precariamente, pues la identidad subjetiva está siempre amenazada de retornar a la fragmentación, al verse excedida por dicha infinitud. Por eso, como se vio, para Laclau la subjetividad está esencialmente descentrada. La cuestión aquí, según Jameson, es si se concibe a ese descentramiento del sujeto como el producto de particulares condiciones sociohistóricas, en ruptura con el sujeto centrado, predominante en el moderno período previo (posición sostenida por Jameson). O bien, si se afirma que el sujeto centrado “nunca existió, sino como una especie de espejismo ideológico” (Jameson, 1991: 32). Esta última es la posición post, que coincide tanto con la concepción laclauiana del sujeto, como con su uso de la noción de ideología, entendida como la falsa representación de una identidad plena y centrada del sujeto, que vela una fragmentación de raíz ontológica y no sociohistórica.
Este fundamento ontológico de la teoría de Laclau, expresado en la noción de “discurso”, lleva también a que su perspectiva presente el rasgo clave del postmodernismo: una “nueva superficialidad” (Jameson, 1991: 22), entendida como principio formal de la configuración de la trama teórica. En efecto, aun cuando la apelación al par esencia (negativa) y apariencia (falsa representación) podría brindar una sensación de profundidad -en línea con los modelos de profundidad propiamente modernos (cf. Jameson, 1991: 29)-, la característica sobredeterminante de esta teoría es su inmanentismo, el partir de la afirmación de que no hay metalenguaje, de que “todos los discursos que organizan las prácticas sociales están al mismo nivel” (Laclau, 2000b: 12). Por esta superficialidad se produce la tensión entre imposibilidad -determinado el infinito juego de las diferencias- y necesidad -para evitar el estado de naturaleza- que subyace a toda formación discursiva, tensión que “da a la ideología su terreno de emergencia”. Más aún, es esta nueva superficialidad la que hace de esa ideología la herramienta a través de la cual describir una dimensión constitutiva de la experiencia humana.
Estos rasgos propiamente post, la deshistorización de lo fragmentario y la nueva superficialidad, son los que le permiten a Laclau darle al concepto de ideología “carta de ciudadanía” en la teoría política, contribuyendo así a su “resurrección”, pero al precio de que pierda su “significación impugnadora” (en el sentido planteado por Horkheimer) de los procesos políticos estudiados. Por supuesto, todavía queda la posibilidad de “deconstruir” una formación ideológica particular, lo cual no ha de ser confundido con su crítica, con la pretensión de develar las relaciones de dominación que ella encubre, para así contribuir a la lucha contra ellas. Antes bien, dicha deconstrucción entraña la reiteración de siempre el mismo ejercicio formal, por el cual se señala la falsedad de la pretensión totalizante de una formación discursiva. Por ello, la deconstrucción es una tarea sin fin, en dos sentidos distintos: el primero alude a que no tiene término posible, se reitera sin cesar y sin modificaciones, al estilo de los castigos del Tártaro; pues con ella no se pretende erradicar o dejar atrás la formación ideológica, sino, como mucho, a una ideología particular, pero a sabiendas de que en su lugar vendrá otra ideología a cumplir la misma función, ya que ella es necesaria. Todo ello cual torna a esta deconstrucción en un ejercicio tan formal como el concepto de ideología de Laclau.
En lo anterior ya puede detectarse el segundo sentido, el cual indica que se trata de una tarea sin orientación, en tanto la persecución de un fin (político) no es un elemento de esta deconstrucción. Más aún, en el marco de la teoría laclauiana, puede entenderse cuál es el fin de producir ideología (evitar el estado de naturaleza), pero ¿cuál es el fin de deconstruir una formación ideológica que, necesariamente, va a ser reemplazada por otra formación igual de ideológica, en tanto cumple la misma función estructural-objetiva? ¿Es que acaso hay ideologías mejores que otras y cabría luchar por ellas? Esta última cuestión atañe al contenido óntico de dicha formación, plano dejado de lado por el formalismo laclauiano que, como tal, no cuenta con los elementos conceptuales a través de los cuales fundamentar tal superioridad. Con una posible excepción: el que un ordenamiento hegemónico sea “menos ideológico” que los demás, al representar “menos falsamente” la inneradicabilidad del antagonismo, es decir, al dejar percibir la contingencia y precariedad de esa hegemonía. Tal el lugar que Laclau (siguiendo en esto a Mouffe) le asigna a la democracia.
En este punto, él retoma el argumento de Claude Lefort, según el cual la revolución democrática “supone una mutación profunda a nivel simbólico” (Laclau y Mouffe, 2006: 232), que genera el advenimiento de una nueva forma de institución de lo social. Así, “según Lefort, la diferencia radical que introduce la sociedad democrática es que el sitio del poder pasa a ser un lugar vacío y que desaparece la referencia a un garante trascendente y, con él, la representación de una unidad sustancial de la sociedad” (Laclau y Mouffe, 2006: 233). Se diluye la (falsa) representación de dicha unidad, que es también, generar el espacio para una representación, al menos mínima, de la infinitud de lo social, lo cual impide “soldar” el ejercicio del poder -la tarea política- a una subjetividad particular. Por esta vía puede considerarse a la formación democrática como la menos ideológica de las formaciones hegemónicas, aun cuando no carezca de toda ideología, pues ello implicaría “la ausencia de toda referencia a esa unidad que si bien es imposible, es, sin embargo, un horizonte necesario para impedir que […] se asista a una implosión de lo social” (Laclau y Mouffe, 2006: 234).
Pero esto implica, en primer lugar, deshistorizar el argumento del propio Lefort, para quien es la muerte de “los dos cuerpos del rey” la que produce dicha mutación, generando una configuración de lo social que no existía con anterioridad -en línea con la concepción del descentramiento del sujeto como producto histórico, planteada por Jameson. No es que la configuración anterior (teológico-político) fuese errada, sino que entrañaba otro modo de producir lo social. Es decir, no cabe asumir que en el planteo de Lefort, aun con su clara defensa de la sociedad democrática, ésta sea ontológicamente superior a otras configuraciones sociales.3 Esto indica, en segundo lugar, la vía por la cual, en la teoría de Laclau, se podría hacer de la democracia la orientación política por la cual luchar: investirla de una superioridad ontológica, en tanto formación que mejor se adapta a las necesidades que la naturaleza de lo político impone. Así, “se plantea en términos de un saber” (Laclau y Mouffe, 2006: 88) aquello que la separaría de otras formaciones sociales, pues es la exploración trascendental de lo ontológico (y no ya una filosofía de la historia) la que fija dicha superioridad, única vía por la cual Laclau puede darle una orientación a la tarea de deconstrucción, pero cayendo en exactamente la misma limitación que le cuestiona al marxismo.
La consecuencia de todo esto es que la tarea política de la teoría no es ya la (marxista) crítica de la ideología, pero tampoco, en sentido estricto, la deconstrucción de la misma, pues ¿en pos de cuál fin y para lograr qué? (a menos que aceptemos la superioridad ontológica de la democracia, con base en un argumento isomórfico al que Laclau rechaza en el marxismo). Antes bien, en esta concepción, “la tarea principal de la izquierda […] es la construcción de lenguajes que proporcionen ese elemento de universalidad que hace posible el establecimiento de vínculos equivalenciales” (Laclau, 2011: 210); es decir, la tarea política por antonomasia es producir ideología, en un movimiento que completa la inversión en espejo de los grandes relatos modernos (en especial, del marxismo).
2. Boltanski o la ideología como disimulo de la contradicción
2.1 Fundamentos de la sociología del juicio moral
Esta sección se enfoca en el uso que Luc Boltanski hace del concepto de “ideología”, el cual, si bien a primera vista puede parecer lateral a su perspectiva, resulta central al estudio que, junto con Chiapello, realiza del “nuevo espíritu del capitalismo”. Instancia que pone de manifiesto la conexión de dicho concepto con el conjunto de su propuesta. Para abordar este uso resulta necesario -aquí también- realizar primero una caracterización general de su teoría, en cuyo núcleo se sitúa una problematización sociológica de la moral. Esto es, una interrogación acerca de cómo los actores sociales establecen el “deber ser” que orienta su actuar; específicamente, él problematiza el sentido de justicia que los actores sociales ponen en juego. Tarea para la cual resulta clave que el punto de vista sociológico no reduzca a tales actores a “cultural dopes”, a individuos engañados o que simplemente reaccionan -casi mecánicamente- a lo determinado por la lógica social-objetiva, concepción en la cual sus facultades “se ven subestimadas o ignoradas” (Boltanski, 2014: 40). Frente a esto, Boltanski procura hacer de dichas facultades su objeto de estudio, enfocándose en su capacidad de producir un juicio moral acerca del carácter justo o injusto de una situación.
Semejante punto de partida
no implica necesariamente que debamos conceder valor de ley a todas las referencias morales de los actores, sí que reclama al menos que nos las tomemos lo suficientemente en serio como para quedar en condiciones de estudiar el modo en que los actores mismos tratan el hiato existente entre las exigencias normativas y la realidad, bien para criticar la situación en que se halla el mundo tal cual lo conocemos, bien, a la inversa, para responder a la crítica mediante una justificación (Boltanski, 2016: 11).
En la cita anterior pueden detectarse dos rasgos claves de esta perspectiva: el primero atañe a su rechazo a la pretensión de establecer, a través del conocimiento sociológico de la realidad, una ley moral universalmente válida. Antes bien, su intención es realizar una “descripción fiel de las andanzas de los actores” (Boltanski, 2014: 46), específicamente de su modo de dotar de sentido moral al mundo, sin que ello implique asumir la validez de dicha normatividad para otros actores y, menos aún, investirla de un carácter universal.
El objeto de estudio está determinado por los esquemas de dotación de sentido subjetivos, cuya objetivación presupone que el punto de vista sociológico se sitúe en lo que Boltanski denomina una “exterioridad simple”, vía por la cual la mirada sociológica toma “un punto de apoyo de carácter más o menos extraterritorial respecto de la sociedad que esté siendo objeto de la descripción” (Boltanski, 2014: 25). Esto no ha de ser confundido con el posicionamiento en una “exterioridad compleja”, entendida como un punto de apoyo que le permitiría, a la sociología, dotarse “de los medios precisos para realizar un juicio sobre el valor del orden social que esté siendo objeto de la descripción” (Boltanski, 2014: 25). Paso que hace de la normatividad no ya el objeto de estudio, sino una dimensión de la propia sociología. Boltanski rechaza una sociología valorativamente orientada, sosteniendo, en cambio, su “neutralidad axiológica” (2016: 9). El reverso de lo cual es su rechazo a “las teorías críticas”, en tanto éstas “tienen la especificidad de contener toda una serie de juicios críticos sobre el orden social que el analista viene a asumir en su propio nombre, abandonando de ese modo la aspiración a la neutralidad” (Boltanski, 2014: 19).
En relación con esto puede aprehenderse el segundo rasgo, el cual refiere a cómo ese rechazo no lleva a Boltanski a abandonar la pregunta por la crítica. Al contrario, él la reintroduce en su perspectiva, pero como su objeto de estudio. La crítica no es ya una dimensión de la teoría (como en las “teorías críticas”), sino uno de los productos del sentido de justicia de los actores (se hace una sociología de la crítica). Así, la “crítica” es aquí entendida como la denuncia de una injusticia por parte de los actores, quienes ponen en juego sus capacidades para justificar dicho juicio moral. El complemento de esto está definido por el otro producto del sentido de justicia de los actores: la justificación del carácter justo de una situación, confirmando así su compromiso con ella. Todo esto permite percibir cómo la sociología de la moral, propuesta por Boltanski, se especifica en una sociología de la crítica y de la confirmación, capacidades de los actores que se sustentan en una gramática de la justificación, cuyo estudio permite “reconocer los principios normativos que subyacen a la actividad crítica de las personas ordinarias” (Boltanski y Thévenot, 1999: 364).
Para estudiar tales principios, Boltanski propone su concepto de “ciudad” [cité], el cual “trata de modelizar el tipo de operaciones a las que se entregan los actores […] cuando se encuentran confrontados a un imperativo de justificación” (Boltanski y Chiapello, 2010: 64). Modelización que ha de dar cuenta de cómo esas operaciones se hallan atrapadas
en una tensión entre dos exigencias: la de ordenar a los seres humanos en aquellas situaciones en las que vienen a interactuar en función de su grandeza respectiva y la de respetar su igualdad fundamental, derivada del hecho de su pertenencia a una humanidad común (Boltanski, 2016: 415-416).
Es decir, tanto la crítica como la confirmación parten de la exigencia contenida en el “principio de la común humanidad”, el cual plantea “una forma de equivalencia fundamental entre estos miembros que pertenecen todos con el mismo título a la humanidad” (Boltanski y Thévenot, 1991: 96). Pero los actores no dejan de establecer diferencias e, incluso, jerarquías que introducen una desigualdad entre los miembros de la ciudad. ¿Cómo se justifica esta jerarquía si todos pertenecemos a la común humanidad, que nos torna equivalentes? Las respuestas que los actores dan, los distintos regímenes de justificación a los que apelan, es lo modelizado en las diferentes “ciudades”. Cada una de ellas, por tanto, “se apoya en un principio de evaluación distinto que al considerar a los seres bajo una determinada relación […], permite establecer un orden entre ellos. Este principio recibe el nombre de principio de equivalencia” (Boltanski, 2014: 54, nota 29). Así, se da lugar a una segunda equivalencia, interna a cada ciudad, la cual permite establecer una jerarquía (justificada) entre sus miembros, al brindar un criterio a través del cual mensurar la “grandeza” de cada uno.4
Con estos elementos, Boltanski plantea una problematización de la justicia que puede cuestionar -y dar “muerte”- a las modernas pretensiones universalistas, al cuestionar su dificultad para aprehender la pluralidad de criterios a través de los cuales los actores juzgan una situación como (in) justa. Sin embargo, este dar cuenta de las diferencias procura no caer en una infinitud diferencial, que disolvería todo fundamento sobre el cual asentar el juicio moral, dando lugar a un relativismo para el cual ya no habría un sentido común de justicia entre los actores. Bajo esta luz, puede leerse a la teoría de Boltanski como el esfuerzo por reintroducir la cuestión moral, la pregunta por lo justo e, incluso, por la crítica, dentro de un contexto signado por la “muerte” de las “grandes” pretensiones universalistas modernas. Es de tal esfuerzo de donde provienen los matices que tornan más compleja e interesante su propuesta.
En semejante tarea tiene un papel clave la noción de “equivalencia”, en tanto ella alude al principio que permite evitar la dispersión en una infinitud diferencial, estableciendo la base común, la relación equivalencial, a partir de la cual juzgar y mensurar los distintos elementos de la situación. Por ello, el sentido común de justicia “reside en una noción de equivalencia” (Boltanski y Thévenot, 1999: 359). Todo esto le permite a Boltanski evitar tanto el universalismo absolutista, como el pluralismo relativista, para dar lugar, en cambio, a “la posibilidad de un pluralismo limitado de principios de equivalencia” (Boltanski y Thévenot, 1999: 365). Ello debido a que cada ciudad se construye sobre tan sólo un principio, al cual cabe considerar, por ende, “un principio universal destinado a regir a la ciudad” (Boltanski y Thévenot, 1991: 87). Se evidencia, así, su ambivalencia, en tanto universal dentro de una ciudad, pero particular a ella, sin imperio sobre las demás ciudades. La limitada cantidad de estas últimas da lugar, entonces, a un pluralismo limitado.
De lo anterior se sigue que “los diferentes principios de equivalencia son formalmente incompatibles entre sí, ya que cada uno es reconocido en la situación en la cual su validez es establecida como universal” (Boltanski y Thévenot, 1999: 365). A lo sumo puede darse un compromiso entre dos principios de equivalencia, pero aun así “el principio apuntalado por el compromiso permanece frágil, en tanto que él no puede ser relacionado a una forma de bien común constitutiva de una ciudad. El establecimiento de un compromiso no permite ordenar a las personas según una grandeza propia” (Boltanski y Thévenot, 1991: 338), pues permanece abierta la tensión entre los dos órdenes de grandeza, por lo que siempre puede denunciarse la injusticia de un ordenamiento apelando al otro principio de equivalencia, es decir, apoyándose en una ciudad para criticar a la otra.5 Instancia en la cual no hay cómo juzgar a cuál de los dos principios ha de privilegiarse, pues para justificar tal juicio habría que apelar a un (meta)principio de equivalencia entre los principios de equivalencia -que mensure la “grandeza” de cada principio-, pero no existe semejante “metaposición”, “no existe una posición de sobrevuelo [surplomb], exterior y superior a cada uno de los mundos” (Boltanski y Thévenot, 1991: 285). Por lo tanto, el conflicto entre principios de equivalencia se revela irresoluble.
2.2 La necesidad de la ideología y de la crítica
Estos son los rasgos principales de la sociología propuesta por Boltanski, cuyo estudio de la normatividad se enfoca en la modelización de los principios a través de los cuales se justifica la crítica al carácter injusto de una situación, así como la confirmación de su carácter justo. “Por todo ello, la confirmación y la crítica han de ser consideradas como dos funciones que tienden a definirse mutuamente y a no existir sino en virtud de la existencia de la otra” (Boltanski, 2014: 163). Tal es el contexto conceptual dentro del cual Boltanski propone su uso de la noción de ideología. Apela a ella, especialmente, en El nuevo espíritu del capitalismo, libro que “tiene por objeto los cambios ideológicos que han acompañado a las recientes transformaciones del capitalismo” (Boltanski y Chiapello, 2010: 33). Son estos cambios los que dan lugar a la emergencia de un nuevo espíritu del capitalismo, pues llaman “espíritu del capitalismo a la ideología que justifica el compromiso con el capitalismo” (Boltanski y Chiapello, 2010: 41). En suma, su libro se propone estudiar los cambios que sustentan la confirmación del compromiso con las “flexibilizadas” relaciones sociales capitalistas, es decir, estudian la ideología neoliberal.
Fenómeno particular a partir del cual Boltanski (junto con Chiapello) pretende
proponer un marco teórico más amplio para la comprensión del modo en que se modifican las ideologías asociadas a las actividades económicas, siempre y cuando no demos al término ideología el sentido reductor -al que lo ha reducido frecuentemente la vulgata marxista- de un discurso moralizador que trataría de ocultar intereses materiales que quedarían, no obstante, continuamente puestos en evidencia por las prácticas. Preferimos acercarnos al sentido de ideología desarrollado, por ejemplo, en la obra de Louis Dumont, para quien la ideología cons- tituye el conjunto de creencias compartidas, inscriptas en instituciones, comprometidas en acciones y, de esta forma, ancladas en lo real (Boltanski y Chiapello, 2010: 33).
En un uso del concepto de ideología que cuestiona al de la “vulgata marxista” y que reduce la capacidad de los actores (volverlos “ideological dopes”, si se quiere). Para, en cambio, entenderlo como el conjunto de creencias compartidas, que justifica la confirmación de la situación (el espíritu del capitalismo confirma el compromiso con el capitalismo), cuyo complemento funcional es la crítica de esa situación, también sustentada en un sentido común institucionalizado. Todo lo cual sitúa como eje del mentado libro a la tensión entre la confirmación, ideológicamente justificada, y la crítica, instancias ambas que acompañan las transformaciones de las relaciones sociales capitalistas (de una faceta “organizada” a otra “flexible”). En este marco, no está en juego la verdad o falsedad de tales creencias; en efecto,
la cuestión de saber si las creencias asociadas al espíritu del capitalismo son verdaderas o falsas, de vital importancia en numerosas teorías de las ideologías, […] no es fundamental en nuestra reflexión, pues ésta se limita a describir la formación y la transformación de las justificaciones del capitalismo, no a juzgar su verdad intrínseca (Boltanski y Chiapello, 2010: 46, nota 17. Las cursivas son mías).
Boltanski propone advertir en dicha tensión, entre confirmación y crítica,
una contradicción y valorar que se trata además de una contradicción que se encuentra en cierto modo inscrita en el núcleo mismo de la vida social común, y que conviene abordarla […] considerando que constituye, en este nivel de análisis, una contradicción insuperable. La llamaremos “contradicción hermenéutica” (Boltanski, 2014: 143).
Sus polos son, por un lado, la abertura de una discusión que pone en cuestión la realidad de la realidad (crítica) y, por el otro, el cierre de tal discusión, al sostenerse la actual institución de la realidad (confirmación). Sobre este telón de fondo puede percibirse por qué “es evidentemente la contradicción hermenéutica la que viene a abrir una brecha por la que acierta a introducirse la crítica” (Boltanski, 2014: 160). En última instancia, “la posibilidad de la crítica deriva de una contradicción ínsita en el núcleo mismo de las instituciones, a la que designamos con el nombre de contradicción hermenéutica” (Boltanski, 2014: 9), así como también deriva de ella la confirmación de tales instituciones. La ausencia de cualquiera de estas dos instancias supondría la superación de la contradicción hermenéutica, dando lugar ya sea a un pleno dominio de lo instituido (ausencia de crítica), que no dejaría lugar alguno para la puesta en práctica de las capacidades de los actores, ya sea a una plena inestabilidad de las relaciones (ausencia de confirmación), lo cual “acabaría generando una infinita fragmentación de los significados” (Boltanski, 2014: 152).
En este punto se observa cómo, para Boltanski, la crítica realizada por los actores no es ya un proceso ordinario de la vida social, sino incluso una necesidad inscripta en su mismo núcleo (“La necesidad de la crítica” es el título del capítulo IV de De la crítica). Necesidad no en el sentido de su urgencia actual, frente a las dominaciones sociales hoy instituidas, sino en el de que constituye una de las instancias de la contradicción insuperable que está en el centro del funcionamiento de la vida social. La crítica, entonces, “asume la tarea de deshacer las relaciones que se establecen, según general aceptación, entre las formas simbólicas y los estados de cosas” (Boltanski, 2014: 175), pero donde este deshacer es parte del funcionamiento normal de la sociedad, que la crítica no altera. En esta concepción, ella no es más que uno de los extremos de esa suerte de movimiento pendular, a través del cual se produce necesariamente el sentido común sobre el mundo.
El esperable complemento de lo anterior es “la necesidad de un espíritu para el capitalismo” (Boltanski y Chiapello, 2010: 40), caso puntual de la más amplia necesidad de una ideología, y su confirmación, para la institución de lo social, con vistas a evitar la “infinita fragmentación de los significados”. En esta perspectiva, por tanto, la crítica de la ideología constituye un proceso que se encuentra en el núcleo mismo de la vida social, pues se trata de una de las manifestaciones de la insuperable contradicción hermenéutica, cuya otra manifestación, igual de nuclear, es el apaciguamiento ideológico de la crítica. Ambos conceptos quedan situados en el mismo plano, manifestaciones de la fundamental contradicción hermenéutica, que cumplen funciones simétricamente inversas y complementarias, igual de necesarias para la vida social y, como tales, igual de insuperables.
2.3 Una teoría post de la ideología y de la crítica
El recorrido anterior permite aprehender cómo este uso de la noción de ideología hace de ella y de la crítica instancias necesarias de la institución de lo social, movilizadas ambas por la contradicción hermenéutica. Esta última se revela como el motor fijo que, a través de su dinámica interna, pone en movimiento a las demás instancias, con la consecuente tendencia a la deshistorización que dicha fijación acarrea. Pues según esta perspectiva, pueden cambiar los espíritus del capitalismo e, incluso, elaborarse un herramental conceptual a través del cual describir tales transformaciones, pero todo ello no altera la necesariedad de la ideología, que evita la infinita fragmentación de los significados. La contradicción hermenéutica también establece un límite para la capacidad de actuar de los actores, pues su carácter “insuperable” la sitúa en un más allá (o más acá) de ésta y, consecuentemente, escapa también a tal capacidad la posibilidad de dejar atrás a la ideología (no a un contenido particular, sino a la ideología como tal). En oposición a lo que sostiene la “vulgata marxista”, sí apuesta por una acción capaz de desterrar todo resabio ideológico, a partir de una transformación radical de lo instituido.
Lo anterior se pone de manifiesto al problematizar el “régimen político”, al cual Boltanski define como el
conjunto de disposiciones que, siendo constitutivas de diferentes sociedades históricas, vienen a establecerse alrededor de la contradicción hermenéutica con la intención de encarnarla de distintas maneras, pero también con el propósito simultáneo de alcanzar a disimularla (2014: 186).
Es decir, se trata de una disposición de lo social que lidia con la contradicción hermenéutica, encarnándola a la vez que la disimula (¿acaso velándolo ideológicamente?), en pos de estabilizar una particular institución de lo social. Aun cuando, por supuesto, “ningún régimen político puede escapar por completo al riesgo de la crítica, ya que ésta aparece en cierto modo inserta, en diferentes formas, en la contradicción hermenéutica” (Boltanski, 2014: 186). Sobre esta base se puede analizar y describir un régimen político concreto, junto con sus transformaciones, lo cual implica echar luz siempre sobre el mismo proceso de disimulo que, a su vez, la crítica vendría a evidenciar (¿develando lo ideológicamente velado?). Proceso éste que queda más allá de la capacidad de acción de los actores, que no es alcanzado por la historia.
Semejante necesariedad de la ideología puede ser leída a la luz de la ruptura con los “grandes relatos modernos”, específicamente con los “relatos críticos”, pues éstos aspiran a producir, a través de la práctica de la crítica, una sociedad transparente, sin ideología, que vele las verdaderas relaciones sociales, dando lugar, así, a una sociedad reconciliada, en la cual, a su vez, los actores son plenamente dueños de sus acciones, pues el sentido último de éstas no escapa a su capacidad de determinación racional. Por eso, con dicha sociedad, se alcanzaría “el fin de la prehistoria y el comienzo de la historia”, entendiendo por esta última aquel producto del actuar consciente de los actores. El reverso de lo cual es sostener que en la “prehistoria” (nuestro presente) ellos no saben lo que hacen, con la reducción de sus capacidades que eso implica, al tornarlos cultural dopes o, más precisamente, “ideological dopes”.
Como se vio, éste es uno de los ejes del rechazo a las teorías críticas, planteado por Boltanski -punto que comparto. La consecuencia es, paradójicamente, establecer un límite infranqueable para las capacidades de los actores, pues ellos no pueden transformar de raíz a su producto: lo social que instituyen con su actuar. La insuperabilidad de la contradicción hermenéutica, y de sus expresiones en la crítica y la confirmación ideológica, entraña una suerte de inversión en espejo (de carácter post) de aquella pretensión característica a los “grandes relatos” (modernos), según la cual la historia se dirige hacia su reconciliación final. Inversión que hace de la contradicción no ya el producto sociohistórico, de condiciones sociales concretas (por caso, la sociedad capitalista), sino un rasgo constitutivo de la vida social, dando lugar a lo que, con Jameson, puede denominarse “un milenarismo de signo inverso” (1991: 15). Ya no se promete un futuro radicalmente distinto, el fin de la prehistoria, sino que se tiene la certeza de que todo régimen político será una variación particular de siempre-la-misma tensión, propia a la contradicción hermenéutica, decretándose así el fin de la historia.
En lo anterior puede percibirse cómo, en la teoría de Boltanski, se encuentra también presente otro rasgo del posmodernismo: su “nueva superficialidad”, pues aun cuando la contradicción hermenéutica es presentada como claramente más fundamental, lo cual podría dar lugar a una profundidad, lo relevante para su teoría es, sin embargo, su consecuencia, esto es, la relación entre la crítica y la confirmación ideológica que establece. Éstos son los objetos estudiados por Boltanski, los cuales son investidos de una necesariedad, que es también marcar la imposibilidad del pleno dominio de uno, pues implicaría eliminar al otro. Todo lo cual hace de ideología y crítica instancias tan fundamentales y constitutivas como la contradicción hermenéutica, a la vez que quedan ambas situadas en un mismo plano.
Estos rasgos post, la deshistorización de la tensión en que se funda su planteo, junto con la “nueva superficialidad”, son los que le permiten a Boltanski darle, al concepto de ideología, su “carta de ciudadanía”, para la descripción de la dimensión normativa de la vida social. Pero al precio de que ella pierda su “significación impugnadora” de los procesos estudiados; más aún, hasta la noción de “crítica” pierde tal significación impugnadora, en tanto simple descripción de una dimensión constitutiva de la vida social. Por ello, tanto la crítica de la ideología, como el apaciguamiento ideológico de la crítica, son tareas sin fin en los dos sentidos ya mencionados: en primer lugar, no tienen término posible, toda crítica ideológica sólo puede aspirar al reemplazo de esta última por otra ideología, que cumpla la misma función (para evitar caer en la infinita fragmentación de significados), asentándose para ello, tal vez, en otro principio de equivalencia -propio a otra ciudad-, pero eso no la torna menos ideológica. En ello se ve, en segundo lugar, que tal crítica no entraña una orientación específica. En efecto, aun cuando la crítica de la ideología se asienta en el sentido de justicia de los actores, no hay, en esta perspectiva, elementos a partir de los cuales tomar partido por un principio de equivalencia, adoptando la orientación que éste entraña, en detrimento de otros principios. Se puede describir cómo un actor opta por una orientación y no por otra, pero ello no justifica esa opción, más que para el actor que la sostiene. Como los principios de equivalencia son inconmensurables, no hay elementos que puedan definir este conflicto.
Por esta vía, el “pluralismo limitado” de Boltanski, que busca combatir el universalismo moralista -punto con el que coincido-, termina trasladando a otro nivel el relativismo que también buscaba combatir (para un desarrollo de esto véase Gambarotta, 2020), con la consecuencia de que el sentido común de justicia de los actores no puede dar un fundamento común para lidiar con la coexistencia de orientaciones diferentes. En esta concepción no hay elementos que puedan justificar la toma de partido por una orientación, más que para el actor (individual o colectivo) que sostiene ese principio de equivalencia. En una suerte de solipsismo que, en el momento en el cual tematiza la relación con otro, cuyo principio de equivalencia es distinto del mío, lleva al relativismo ilimitado que el propio Boltanski cuestiona.
Sin embargo, él deja de lado estos elementos, que están en las bases mismas de su sociología, cuando plantea su propuesta emancipatoria. Para ello afirma que, aunque todos los regímenes políticos disimulan la contradicción hermenéutica, no son todos iguales entre sí; pues en aquellos que menos lugar se deja para ésta y, consecuentemente, para la crítica, es donde la dominación más se hace sentir. En suma,
en un contexto de dominación la contradicción hermenéutica es objeto de una exclusión. Cabe decir, por consiguiente, que, en caso de vernos confrontados a situaciones de este género, resulta totalmente legítimo utilizar un idioma normativo y calificarlas como patológicas (Boltanski, 2014: 187).
Instancia en la cual reintroduce una normatividad que ya no es sólo del actor, pues pretende una validez superior (¿universal?) que, como tal, sólo puede ser planteada desde una posición de “sobrevuelo”. Sólo desde allí puede aprehenderse ese núcleo necesario de lo social, que, en tanto insuperable, conduce a que todo intento de excluirlo sea “calificado como patológico”, apelando al idioma normativo propio de la “exterioridad compleja” que él mismo cuestiona. En una inversión en espejo de las consideraciones normativas predominantes en los “grandes relatos modernos”, pues lo patológico ya no es la contradicción, el desacuerdo -como todavía Habermas (1989, 1999) plantea; al respecto véase Gambarotta, 2014-, sino la pretensión de reconciliación.
En efecto, el mejor (en un sentido normativo) régimen político será aquel en que menos se disimula la contradicción hermenéutica, esto es, el menos ideológico, aun cuando ésta es necesaria y, por tanto, insuperable. En un régimen así “no habría por tanto más remedio que reconocerle a la realidad social su verdadera dimensión, es decir, aquello que le es constitutivo -su fragilidad y su condición inacabada-” (Boltanski, 2014: 243. Las cursivas son mías). En este marco, la emancipación “no puede fijarse el cometido último de lograr la disolución de toda institución” (Boltanski, 2014: 245) y, más en general, del específico modo en que (según Boltanski) se instituye lo social, que incluye la necesaria participación de la ideología. Antes bien, su cometido ha de consistir
en desvelar […] que no sólo carecen de fundamento las instituciones, que el poder que ejercen se asienta en un “lugar vacío” -como señala Claude Lefort-, sino que tampoco se da la circunstancia de que, por reconocer esa ausencia de fiador, proyectado desde la exterioridad hacia la interioridad, vienen a verse aquellas en un particular peligro, o no se vuelven más frágiles, si se prefiere, de lo que ya son (Boltanski, 2014: 246).
El objetivo es dejar a la vista esa fragilidad, para lo cual hay que desvelar lo que la ideología vela, pero sin caer en una infinita fragmentación, sin pretender la “disolución de toda institución”, para lo cual es necesaria la ideología. Su carácter insuperable (en un “milenarismo de signo inverso”) se revela como respuesta a ese “lugar vacío” que, para Boltanski, no es un producto histórico, a diferencia de lo que plantea el propio Lefort, quien lo problematiza como producto de la muerte de los dos cuerpos del rey. Por tanto, la tarea no puede ser nunca dejar atrás una contradicción definitoria de nuestro presente (histórico), sino que, en una imagen especular de este planteo, ha de procurarse establecer “una relación de familiaridad con esta contradicción [hermenéutica], una contradicción que todos aprenderían a encarar, aunque no tanto para superarla como para habituarse a vivir en su compañía, es decir, con ella, en la fragilidad” (Boltanski, 2014: 242). La tarea de la crítica emancipatoria no es transformar radicalmente la sociedad, apostando por la capacidad de acción de los actores, sino aceptar lo que la sociedad constitutivamente es, insuperable limite a la capacidad de ese actuar para producir historia.
3. Una convergencia post
El recorrido en paralelo, realizado en las dos secciones anteriores, transitó por la senda de una lectura interna del uso de la noción de “ideología” en las propuestas teóricas de Laclau y de Boltanski. Sobre esa base pueden ahora resumirse sus puntos en común, a los que cabe considerar el producto de que ambas teorías se inscriban en un mismo horizonte conceptual o, más aún, a que ambas expresen el actual Zeitgeist: lógica cultural postmodernista -con su impacto en esa específica esfera cultural abocada a la producción de teoría social. Lo anterior no implica dejar de lado una relevante diferencia entre ambas perspectivas, pues mientras que Laclau pone su foco en la lógica estructural-objetiva, sin adentrarse en la interrogación densa del punto de vista del actor, es en este último, en cambio, donde se sitúa el foco de Boltanski. En definitiva, en un caso se pone en juego un modo de conocimiento objetivista y en el otro uno preponderantemente subjetivista, pero ambos inscriptos en el mismo horizonte conceptual, a punto tal de que cabe considerarlos como dos vertientes (objetivista y subjetivista) de la “teoría post” (cf. Gambarotta, 2016). Su común inscripción en esta última es la imputable de que compartan los rasgos principales de su modo de emplear la noción de ideología.
Uno de tales rasgos es la “nueva superficialidad”, la cual entraña una ruptura para con los modelos de profundidad. Estos últimos pretenden captar la falsedad de la consciencia empírica de los actores; que, por tanto, ha de ser superada en favor de que ellos adopten la orientación político-moral correcta, aquella que daría cuenta de sus verdaderos intereses, posibilitando su emancipación. Ahora bien, aceptar el cuestionamiento post de dichos modelos de profundidad no lleva necesariamente a aceptar la manera en que estas teorías “salen” de esta ruptura. En tanto, lo que construyen a partir de esta negación fundamental es un modelo de superficialidad cuya consecuencia -según se vio en cada una de las secciones anteriores- es poner en juego una noción de ideología que ha perdido el sentido impugnador que tenía en los “grandes relatos modernos”, para tornarse, en cambio, una noción descriptiva de un proceso constitutivo de lo social y, como tal, necesario para su institución. En suma, esta superficialidad conlleva “la abolición de la distancia crítica” (Jameson, 1991: 75) y, con ello, la posibilidad de situar al punto de vista sociológico en un afuera que, sin retornar a la pretensión “meta” (discursiva, diría Laclau), propia de (lo que Boltanski llama) la “exterioridad compleja”, consiga romper con la sola instancia descriptiva de lo determinado, para tornarse en un momento de su crítica. Por esta vía podría delinearse una ideología que, conservando la negación post de los modelos de profundidad, no adopte su mirar superficial.
Otro rasgo en común proviene de lo que cabe caracterizar como la inversión en espejo de aspectos fundamentales de los “grandes relatos modernos” (en realidad, de cómo éstos son percibidos desde el punto de vista post). Este procedimiento instaura una serie de pares dicotómicos, en los que las teorías post defienden el polo opuesto al atribuido a los “grandes relatos”, pero sin romper la lógica sobre la cual se asienta dicha dicotomía. En efecto, allí donde estos últimos plantean una necesidad histórica -central a todo progreso teleológico-, aquéllas sostienen una contingencia fundamental; donde éstos plantean un universalismo moral, aquéllas un relativismo; donde éstos vislumbra la posibilidad futura de una sociedad reconciliada, aquéllas afirman el carácter constitutivo del desgarramiento actual.6 En ninguno de los casos se discute el supuesto fundamental sobre el cual se construye la dicotomía: la capacidad del punto de vista teórico de atravesar plenamente a lo social, tornándolo transparente, para captar así su esencia, sea ésta una esencia positiva o bien una negativa (oposición que no deja de constituir una dicotomía), como el inerradicable antagonismo o la insuperable contradicción hermenéutica. En definitiva, ambos puntos de vista fijan una certeza acerca de lo constitutivo de lo social.
Esencialismo cuya otra faz es la disolución de la dimensión histórica, al eternizarse rasgos definitorios de esta sociedad, fijándolos como constitutivos de lo social, a secas. Por caso, el lugar vacío del poder, que para el propio Lefort es un producto histórico que le permite caracterizar lo distintivo de una sociedad particular-concreta, como la moderna, es convertido, por las teorías post, en una característica de lo social, con la que tendrá que lidiar toda hegemonía o todo régimen político. Característica que queda situada en un más allá (o en un más acá) de la capacidad de acción de los actores. Por eso, si frente a la situación actual se intenta señalar otro régimen político (u otra hegemonía) por el cual luchar, éste no va a implicar una alteración radical de la situación actual, pues ello es imposible. Antes bien, su superioridad reside en su mejor adaptarse -que es también una resignación de la capacidad de acción- a la necesidad de lo social. Por eso, la tarea política no es, no puede ser, disolver el momento ideológico, sino cuando mucho reducirlo al mínimo posible.
Frente a esto, cabe conservar el rechazo al esencialismo positivo, a la vez que se lo profundiza, en un rechazo al esencialismo negativo. Nada de esto implica renunciar a aprehender los rasgos constitutivos, pero de esta sociedad. Los procesos necesarios para que ella, en su particularidad concreta, se reproduzca, sin que ello habilite a proyectarlos más allá de este modo de instituir lo social. No se trata, entonces, ni de postular la certeza de una reconciliación que le pondría fin a la prehistoria, ni su imagen especular de una certeza de la imposibilidad absoluta de tal reconciliación. Se trata, en cambio, de acoger la limitación de nuestro punto de vista teórico, que no torna transparente a lo social y, por tanto, no puede saber si el antagonismo (o la contradicción hermenéutica) es inneradicable, es decir, se trata de acoger la incerteza (Gambarotta, 2014).
En este punto cabe retomar algunos de los planteos de Horkheimer, quien le cuestiona a Mannheim que al universalizar el concepto de ideología (al tornarlo constitutivo), “desvía la atención de la función social de la ‘ideología’” (Horkheimer, 1974: 262). Diluye la pregunta por cómo un particular material cultural impacta necesariamente en la estructuración de esta sociedad, una necesidad que no es, entonces, universalizada; por el contrario, es particular a esa estructuración de lo social. Es dentro de esta última que cumple dicha función, una determinada manera en que los actores dotan de su apariencia al mundo. Esto da lugar a un uso del concepto de ideología como “apariencia necesaria”, pero donde tal “apariencia” no es entendida como lo opuesto a la esencia -según plantea el modelo de profundidad-, sino como el producto de ese particular modo en que los actores configuran lo visible, desde su punto de vista socialmente determinado. Es esa relación de determinación la que lleva a que ese modo de estructurar lo social produzca necesariamente dicha apariencia, la cual, a su vez, es necesaria para la reproducción de dicha estructuración, brindando un apoyo cultural sobre el cual sostener una situación de injusticia.
Función social que puede ser aprehendida por un punto de vista posicionado en un “afuera” que rompa con la inmediatez, sin por ello pretender tornarse una “exterioridad compleja”. En este sentido, “el gesto de Münchhausen tirándose de la coleta para salir del pozo se convierte en esquema de todo conocimiento que quiere ser más que comprobación” (Adorno, 2001: 72) o descripción de lo determinado, pues pone en juego un movimiento que no pretende estar por fuera de lo social, escapando a toda determinación; antes bien, busca (autorreflexivamente, diría Adorno) problematizar ese peso de lo social sobre las propias categorías teóricas, a través de las cuales se problematiza el peso de lo social.
Una breve referencia a un material cultural concreto puede contribuir a esclarecer este uso del concepto de ideología como apariencia necesaria. Material tomado de la investigación que Boltanski, junto con Chiapello, realiza del “nuevo espíritu del capitalismo”. Una de cuyas características es hacer de la defensa de la libertad y autonomía individual el apoyo cultural a partir del cual criticar al anterior espíritu del capitalismo, predominante desde el período de posguerra. Tal es la base sobre la cual este nuevo espíritu, al que cabe llamar neoliberal, produce su crítica, que es el objeto estudiado por Boltanski y Chiapello. Es decir, ellos desarrollan una sociología de la crítica neoliberal, que no hay que confundir con una sociología crítica del neoliberalismo. Esta última, en cambio, puede practicarse si se problematiza cómo la autonomía propugnada por el neoliberalismo entraña un proceso de abstracción, por el cual su sujeto, el individuo, aparece como aislado del contexto particular en el cual ella habría de concretarse. Tal autonomía aparece en las publicidades para choferes de Uber, las cuales prometen el fin del trabajo en relación de dependencia, al brindar la posibilidad de ser autónomo, de “ser tu propio jefe”; pero haciendo abstracción de una estructuración de lo social que sólo lo posibilita a condición de que, a la vez, seas “tu propio empleado”, y uno dispuesto a trabajar de manera flexible.
La crítica a esta función ideológica de la libertad y autonomía del individuo no tiene por qué llevar al abandono de estos valores; si se apuesta por esa libertad, entonces cabe exigir que se cumpla la promesa que el espíritu neoliberal contiene, pero que no concreta. Sólo la plantea de una manera abstracta, en tanto su concreción no tiene lugar dentro de esta particular estructuración (capitalista) de lo social. Ello evidencia el carácter utópico de esa promesa, que está en el núcleo de la función ideológica desempeñada por este material cultural. Es de esa utopía, y no de otros valores, que la crítica del neoliberalismo puede extraer su orientación, apostando por concretar dentro de esta sociedad la libertad y autonomía individual que está contenida en el modo, ideológicamente impactado, en que los actores dotan de su apariencia al mundo social.










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