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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.56 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 14-Ene-2025

https://doi.org/10.22201/fcpys.24484903e.2022.56.82564 

Artículos

La institucionalización de la individualización en la sociedad contemporánea

The institutionalization of individualization in contemporary society

Ruslan Posadas Velázquez* 

Víctor Hugo López Llanos** 

* Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM. Profesor Investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM), Plantel “Casa Libertad”. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I. Contacto: ruslan.posadas@uacm.edu.mx

** Maestro en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Contacto: victor.hugo.170989@hotmail.com.


Resumen

En el siguiente artículo se aborda la génesis del actual proceso de individualización en la sociedad contemporánea, destacando la forma en que el capitalismo en su vertiente neoliberal ha construido el imaginario social que permite al individualismo legitimarse a la par de institucionalizarse. En este sentido, el individualismo es, fundamentalmente, un sistema social histórico, producto de las diversas transformaciones que desde el nacimiento del capitalismo moderno industrial en Europa occidental impuso de manera paulatina una forma de organización en las diversas esferas políticas, culturales y económicas.

Palabras clave: individualización; sociedad contemporánea; capitalismo; filosofía; imaginario social

Abstract

The following article deals with the genesis of the current process of individualization in contemporary society, highlighting the way in which capitalism in its neoliberal aspect has built the social imaginary that allows individualism to be legitimized as well as institutionalized. In this sense, individualism is, fundamentally, a historical social system, the product of the various transformations that, since the birth of modern industrial capitalism in Western Europe, gradually imposed a form of organization in the various political, cultural and economic spheres.

Keywords: individualization; contemporary society; capitalism; philosophy; social imaginary

La individualización libera a la gente de los roles tradicionales, pero también la

condiciona de muchas maneras. En primer lugar, los individuos se alejan de las

clases basadas en el estatus. Las clases sociales se han destradicionalizado. Esto

lo podemos ver en los cambios producidos en las estructuras familiares, en las condiciones

de la vivienda, en las actividades, el ocio, en la distribución geográfica de

las poblaciones, en la afiliación de sindicatos y la suscripción a sus clubes,

en la manera de votar, etcétera.

Ulrich Beck

Individualización y globalización

El proceso de individualización1 se manifiesta en la actualidad como una forma ideológica de relación cuyo fundamento tiene su base en los valores del mercado, produciendo diversos cambios en las conductas de los individuos a través de sus roles y hábitos, expresados en la hedonización, el egoísmo, el consumismo exacerbado y en la creciente competencia para emprender nuevos espacios de desarrollo laboral y personal. Esta lógica de organización social origina diversas repercusiones en el ámbito de la política, ya que fragmenta su actividad, pero sobre todo limita y disminuye los quehaceres comunitarios y solidarios para el logro del bien común.

En este sentido, el individualismo es, fundamentalmente, un sistema social histórico, producto de las diversas transformaciones que desde el nacimiento del capitalismo moderno industrial en Europa occidental impuso de manera paulatina una forma de organización en las diversas esferas políticas, culturales y económicas.

Comprender su articulación, funcionamiento y perspectivas actuales en el mundo, exige desestructurar su propia configuración a través de diferentes coyunturas en las que el individualismo fue adquiriendo su naturaleza y sus manifestaciones. Podemos intentar resumir esta realidad del individualismo en una serie de enunciados abstractos que devienen de la lógica del capitalismo moderno, pero sería absurdo utilizar tales abstracciones para juzgar y clasificar su realidad.

Por tanto, en su lugar proponemos rastrear y describir cómo se produjo y bajo qué mecanismos se desarrolla en términos de una forma de organización de la sociedad, así como las repercusiones que entraña cuando se observan a la luz las prácticas políticas contemporáneas.

Si bien es cierto que la individualización es una forma de expresión social que resguarda costumbres, conductas y valores morales que se manifiestan en el individuo como una forma de organización, constituye también la manera en la que los individuos se relacionan políticamente, ya que el individuo se libera de sus tradiciones y afiliaciones políticas, que a su vez lo condicionan de diversas maneras

Con el propósito de analizar los momentos en los que el individualismo se expresa y articula, abordaré tres categorías que me permitirán comprender dicho proceso: la división social del trabajo, entendida como un hecho social que indica hasta qué punto se han especializado las tareas y las responsabilidades del individuo en el ámbito productivo; la solidaridad orgánica concebida como aquella que mantiene unidos a los individuos a partir de distintas tareas y conocimientos, creándose una red de interdependencias (Durkheim, 1987) cuya práctica genera un tipo de especialización de la fuerza de trabajo, constituida en términos de una forma de separación y articulación dirigida a incrementar la producción. Esto permitirá que el individuo establezca relaciones sociales basadas a través de la producción mercantil, procediendo a una moralidad (Simmel 1989) donde las ideas y actitudes estarán encaminadas a una mayor competencia productiva, al egoísmo exacerbado de bienestares privados y de un acceso a la libertad asumida a partir del acceso al consumo de mercancías.

La división social del trabajo y la solidaridad orgánica configuran dos elementos fundamentales dirigidos a la cosificación del individuo, cuyo propósito es la fabricación de mercancías. Esta facultad es precisamente la que dará sentido a la construcción de la monetización del individuo. Estas particularidades que promoverá el capitalismo industrial y que continuarán configurando las lógicas de asociación de los individuos hasta la fase global de nuestros días, dará como resultado un proceso de individualización de la sociedad fenómeno analizado por autores como Gilles Lipovetsky, Richard Sennett, Zygmunt Bauman y Ulrich Beck, por mencionar algunos.

Este tipo de relación se interiorizará en la vida de los individuos como forma cotidiana de existencia, ya que esta lógica establecida por el capitalismo moderno exige y demanda una especialización tanto de los roles productivos como de las condiciones sociales, donde el mercado requiere de la coordinación de funciones y actividades por parte de agrupaciones cada vez más grandes y centralizadas “que describen simultáneamente una forma de contención”, [permitiendo la] creación de una forma específica de regulación y dominación social” (Elias, 1989: 97).

De este modo, tanto la solidaridad orgánica como la división social del trabajo y la monetización del individuo como forma de relación confeccionarán al individuo mediante un orden civilizatorio, generando diversas transformaciones sociales, tales como la construcción de una nueva moralidad basada en la ocupación laboral, la competencia y el acceso al consumo. Estos elementos serán asumidos en términos de progreso y desarrollo personal; productores de valores sociales basados en la especialización de roles; y admitidos como una nueva actitud manifiesta en la vida cotidiana de los individuos reflejada en las actividades políticas expresadas en la maximización de sus bienes personales y la diferencia política, sustituida por la ocupación laboral.

El individuo se aleja de los compromisos y relaciones de apoyo tradicionales, pero las cambia por las imposiciones de la existencia en el mercado laboral. A pesar de estas nuevas formas de imposición, las culturas individualizadas fomentan la fe en el control laboral, en el deseo de una “vida propia” (Beck, 2003: 340).

De esta manera, la forma de concebir la sociedad se materializará a través de formas ideológicas en la que los individuos admiten al ordenamiento social como un producto naturalizado, resultado de la imposición de las lógicas que establece el mercado trasladadas a cualquier ámbito de la vida pública y privada e impulsadas por los aparatos institucionales del Estado y los discursos hegemónicos de las diversas elites políticas y económicas nacionales y transnacionales, dirigidos a cosificar y distorsionar las realidades de los individuos.

Si bien la individualización de la sociedad es el resultado de una serie de lógicas impulsadas por el capitalismo a través de sus elites y por el debilitamiento del poder político frente al poder económico, es posible rastrear dos coyunturas en las que se visibiliza de manera radical su desarrollo. Bajo la lógica antes señalada, la emergencia de la individualización puede identificarse a la par del surgimiento del capitalismo industrial de principios del siglo xix. Sin embargo, a partir del siglo xx, la lógica del individualismo sedimentará sus prácticas específicas, toda vez que la división social del trabajo, la solidaridad orgánica, la especialización de la mano de obra y la monetización del individuo, provocarán diversas transformaciones culturales, haciéndose más visibles con el agotamiento del Estado benefactor y la creciente democratización de las sociedades modernas surgidas después de la caída del muro de Berlín.

El discurso civilizatorio de la sociedad y el individualismo

El nacimiento del capitalismo originó una serie de transformaciones que se expresaron en diversas formas de concebir al individuo frente a la sociedad, las cuales bajo lógicas productivas dieron pauta al ordenamiento de la sociedad a partir de diversos valores y conductas morales y civilizatorias. Por ejemplo, el sentido de libertad como la capacidad de elección por parte del individuo en los roles sociales y políticos, la diferencia por el otro, la necesidad de consumo como reflejo de estatus y bienestar y el trabajo como sinónimo de progreso, integración social y desarrollo colectivo.

La división social de trabajo, la solidaridad orgánica y la creciente especialización para la producción de mercancías se trasladaron paulatinamente a los roles y actitudes de los individuos de la sociedad del siglo XIX. Este proceso tuvo efecto a partir de relacionarse con otro y mediante la instrumentación de capacidades que fueron desarrolladas en el espacio de trabajo y que detonaron que el individuo fuera construyendo un sentido de pertenencia, buena conducta y acato a la autoridad.

Estas tres categorías atisbarán una ambigüedad moral en la relación entre el individuo y la sociedad en el mundo contemporáneo, cuyos elementos permanece anclados a la expansión del individualismo, “…ya que este fenómeno está claramente asociado con el crecimiento de la división del trabajo, lo cual produce especialización de la función profesional y fomenta, por tanto, el desarrollo de talentos, capacidades y actitudes específicas” (Giddens, 2008: 10).

Con el paso del tiempo, las prácticas que se fueron desarrollando en el espacio productivo que imponía la división social del trabajo, la solidaridad orgánica para originar mercancías y la constante especialización de la mano de obra, configuraron un ordenamiento social donde la idea de dividir para progresar en las sendas productivas fue uno de los primeros elementos que dio sentido a una forma racionalizada de comportamiento en el individuo.

El individuo inmerso en el sistema capitalista ocupará un rol importante en la lógica productiva, ya que no solamente será productor de bienes, sino que también será su consumidor. En este sentido, el individuo desarrollará determinadas actividades que le permitirán obtener un ingreso, convirtiéndose así en un consumidor de bienes y servicios. Bajo este nuevo orden productivo, la individualización aparece como fenómeno social con repercusiones en el ámbito social, ético y político (Durkheim, 2012: 170).

Con la Revolución industrial y a través de todo siglo XIX se desarrollarán paulatinamente nuevas formas de socialización producto de la creciente acumulación de capital y mercancías;

el individualismo que produce el capitalismo industrial, se expresa en los valores, creencias y prescripciones normativas que enaltecen la defensa y la dignidad de la persona con base a un conjunto de derechos y responsabilidades que exaltan la libertad, autonomía y responsabilidad cívica (Durkheim, 2012: 170).

Esta afirmación vendrá a legitimar y fundamentar la lógica individualista.

La forma de organización será utilizada por la elite hegemónica bajo la retórica del progreso que los individuos deben adoptar para satisfacer sus propias necesidades y así repercutir positivamente en el desarrollo de la sociedad y la economía, así como también en la actividad política. De este modo nacerá la idea del culto al individuo, convirtiéndose en una especie de fe común que compartirán los miembros de la comunidad. Sin embargo, como apunta Durkheim, “si bien orienta todas las voluntades hacia el mismo fin, ese fin no es social, y esta fe no nos liga a la sociedad sino a nosotros mismos. Por consiguiente, no constituye un auténtico vínculo social” (Durkheim, 2012: 186).

Esta afirmación será expuesta detalladamente por Durkheim en su obra De la división del trabajo (1992). Proceso que asocia con las manifestaciones solidarias que se expresan en cada uno de los trabajadores para lograr producir una mercancía común. A esta relación Durkheim la llamará “solidaridad orgánica o por diferencias” (Durkheim, 1992: 56). Esta forma de solidaridad será concebida como un producto del proceso de diferenciación a partir de nuevos mecanismos de colaboración que fomentan la iniciativa, reflexión, valoración, cooperación y autorrealización, no solamente del medio productivo, sino también de la persona misma. Bajo esta lógica, la solidaridad se convierte en un valor esencial del trabajo, pues será el elemento necesario por el cual el individuo se relacione con el otro para fabricar mercancías de forma rápida y concisa.

En este contexto, nacerá la idea de que el individuo se “auto-realiza” o dignifica para mejorar sus condiciones existenciales y materiales a partir del ejercicio del trabajo. Por lo tanto, la división social del trabajo, más allá de cumplir un elemento clave en el sistema de producción, se convertirá en un promotor de diversos valores morales que permitirán y fomentarán en el individuo la idea de ayudarse con el otro para incrementar la productividad y, de este modo, progresar en la línea de lo social (Durkheim, 1992).

El individuo solidario en la productividad traerá consigo una paradoja que el propio capitalista generará, ya que el individuo no necesariamente desarrollará bienestar personal, pues el trabajador no verá una prosperidad en su salario, sino más bien en el perfeccionamiento productivo.

El perfeccionamiento requerirá de la especialización de los individuos para cumplir roles que demanda la fabricación de mercancías. Este rol propiciará que el trabajador tenga la capacidad de imaginar y crear herramientas para lograr una mayor prosperidad, siendo solidario con su semejante y cumplir con los fines para los cuales el individuo fue contratado. De manera que el individuo se sentirá comprometido con su lugar de trabajo de tal forma que desarrollará una especie de identidad organizacional con su espacio de trabajo y conciencia colectiva para producir mercancías. De ahí que no sea raro que, a lo largo del siglo XIX, los individuos se especialicen en alguna actividad industrial como ensambladores, pintores, soldadores, empacadores, cargadores de materias primas, entre otros.

Esta demanda de hombres especializados en su fuerza de trabajo regulará la producción de hombres capacitados, justo como ocurre con las mercancías que él mismo origina. En este sentido, la existencia del individuo “está reducida a la condición de otra mercancía (…) asimismo, su destino está regulado por la oferta y la demanda de su fuerza de trabajo” (Marx, 1980: 52). En consecuencia, el individuo no sólo lucha por su subsistencia física, sino también para lograr un trabajo; es decir, “por la posibilidad, por los medios, de poder realizar su actividad” (Marx, 1980: 53).

Sin embargo, estos procesos se reducen a relaciones de producción que se establecen entre los individuos como una forma natural de vida, ya que los roles de la especialización que promueve la solidaridad orgánica a través de la división del trabajo se materializan en ideas morales que expresarán la personalidad del individuo y que deben desarrollarse según las cualidades específicas de cada persona. “Esta forma general, el precepto (maxime) que nos ordena a especializarnos, es impugnado por todos lados por la máxima contraria, que nos ordena realizar todos un mismo ideal” (Giddens, 2008: 14).

En consecuencia, la división social del trabajo desarrolla un prototipo de solidaridad orgánica (Durkheim, 2007), la cual tendrá como propósito incrementar la producción y las utilidades. Ello repercute en que la división social del trabajo genere una diferenciación entre los individuos, ya que éstos deberán actuar con el otro para ayudarse mutuamente con el objetivo de cumplir un interés privado para generar mayores ganancias a menor costo y tiempo.

Esta lógica permitirá que la solidaridad orgánica desarrolle en el individuo una “conciencia conciliadora de intereses privados” (Durkheim, 2007), formando una sensación de sentimientos comunes que genera la utilidad de las ganancias creando una conciencia de producción y consumo, lo que cimienta una realidad que orilla al individuo a especializarse para adentrase en las dinámicas que establece la división social del trabajo, y en consecuencia acceder a un empleo que posibilite obtener un salario y así poder acceder a la sociedad de consumo.

Esta tendencia que establece el capitalismo industrial a través de la división social del trabajo para especializar a los individuos, fomentará que la organización de lo social no sea de forma homogénea, toda vez que orilla a los individuos a la capacidad de cumplir un rol y un papel en la sociedad. En este sentido, en la individualización subyace desde sus inicios una práctica de inclusión y exclusión.

Inclusión en el sentido que el comportamiento desemboca en una constante y prolífica hedonización del individuo y a su vez responde siguiendo la idea de Isaiah Berlin, en una libertad negativa que se sintetiza bajo el discurso de “haz de tu vida lo que quieras”. Es decir, actuar como mejor nos parezca, sin que nadie se interponga u obstaculice nuestros actos (Berlin, 2003: 49). Y de exclusión, en la forma como la solidaridad se traslada y se hace orgánica toda vez que requiere mayor dependencia por parte del individuo para subsistir y satisfacer sus necesidades privadas, justificada bajo el discurso de “arréglatelas como puedas”.

Sin embargo, la individualización se yuxtapone cuando los objetos de consumo se estandarizan y simulan estar producidos bajo el alcance de cualquier individuo. Parafraseando a Simmel, la individualización aúna y diferencia, incluye y distancia, crea la apariencia de la simulación bajo el transfundo- de la estandarización de los objetos deseados (Simmel, 1988).

Este juego de inclusión e exclusión hace al individuo un ser más unilateral y dependiente, pues acarrea la competencia no sólo entre los demás individuos, sino también consigo mismo, ya que la división social del trabajo eleva la fuerza productiva, pero al mismo tiempo reduce al individuo a una máquina. Por tal motivo, la solidaridad orgánica que genera el capitalismo moderno parte de la suposición de que todos los individuos, para cumplir con el proceso de producción, deben ser diferentes.

Esta diferencia se genera a través de funciones especiales que el individuo adopta para generar una mayor productividad (Durkheim, 2007). En consecuencia, al existir una mayor división social del trabajo, el individuo debe ser más solidario para producir y a la vez debe estar más especializado y coordinado con el otro para generar mayores bienes y ganancias.

En este sentido, Durkheim argumentará que la individualización “no debe entenderse como disolución de lo social, sino como una forma de conciencia colectiva forjada en la identidad y en la moralidad del individuo expresada en la lógica productiva” (Durkheim, 2012: 186). Justificando esta forma moderna de organización de lo social y del individuo, sustraerá beneficios personales y colectivos, pues permitirá la armonía, la cohesión social y el desarrollo progresivo de lo económico.

En Las formas elementales de la vida religiosa (2007), Durkheim enfatiza que el individualismo puede ser entendido como la religión de los individuos que opera como una especie de fundamento de la identidad a partir de los lazos morales que sacraliza convirtiendo a los seres humanos en objeto de culto.

No solamente el individualismo no es la anarquía, sino que es, desde ahora, el único sistema de creencias que puede asegurar la unidad moral del país. […] En realidad, la religión del individuo es una institución social, como todas las religiones conocidas. Es la sociedad la que nos asigna este ideal como el único fin común que puede actualmente reunir las voluntades. […] así, el individualista, que defiende los derechos del individuo, defiende al mismo tiempo los intereses vitales de la sociedad. Por eso, en ese sentido, el individualismo es como una especie de religión (Durkheim, 1970: 270-275).

Durkheim analiza la organización de lo social a través de un individualismo que impulsa el capitalismo industrial moderno a partir de un conjunto de creencias, valores, actitudes, costumbres y pensamientos, que se forman en el individuo a través de la relación con el otro, pero que gira en torno a los ideales y propósitos del sistema productivo, afirmando “que la vida en sociedad es imposible si no existen intereses superiores a los intereses individuales” (Durkheim, 2002: 45).

Por ello, estas prácticas y valores comienzan a instrumentar una forma de individualismo que se manifiesta y radicalizará en el presente. Una característica fundamental del proceso de individualización es la creación de servicios y productos disponibles para ser consumidos.

En consecuencia, con el nacimiento del capitalismo y de los procesos de individualización, la sociedad se define, de acuerdo con Lipovetsky, como una sociedad de servicios, debido a la proliferación de la seducción por parte del mercado para incrementar el deseo de consumir mayores productos y bienes materiales (Lipovetsky, 2002).

En este sentido, la división social de trabajo, la solidaridad orgánica y la creciente especialización de la sociedad, paradójicamente no aísla a individuos, sino que los une y sacraliza mediante el ejercicio de las causas productivas bajo el argumento de bienestar y desarrollo personal, con la intención de ser integrado a la sociedad de servicios.

Pues el ejercicio, pero sobre todo la adopción de estas categorías en la vida privada del individuo, le permiten integrarse en la vida pública en un campo de interconexiones, de posibilidades de desarrollo personal, así como de opciones de sobrevivencia predeterminadas por la elite local y global, pero sin adoptar el más mínimo compromiso por sobrellevar y mejorar el bienestar colectivo.

Con todo el peso que una afirmación supone, podríamos decir que estas tres categorías constituyen los elementos fundamentales para que el individuo, en su imaginario, se sienta liberado, digno y superado en sociedad; configurándose un estado de dependencia no hacia el otro, sino a la integración de las sendas del mercado.

Sin embargo, es en el terreno del empleo en donde nace la idea del reconocimiento por sí mismo y de los otros, ya que sin establecer relaciones que demanden algún tipo de compromiso vitalicio, se forja una sensación de reconocimientos con base a propósitos que maximicen la productividad y las utilidades de la empresa. Esta situación detona que el individuo, a partir de sus capacidades, habilidades, actitudes y pensamientos para producir, sea considerado como una persona única y diferente.

El empleo se manifiesta bajo el proceso de individualización como una actividad lucrativa, en donde las acciones que se realizan quedan reducidas a mercancías, pero que paradójicamente cimienta una sociedad dividida, pues quienes obtengan el beneficio del empleo y a través de su salario percibido por las horas laboradas, el individuo se percibirá más libre para acceder al consumo de mercancías; y quienes no logren acceder a éste, el individuo se verá en la zona de los poseídos.

Este proceso confeccionará un individuo productivo cuya condición se convertirá en una mercancía, lo que lo despojará de toda condición humana, ya que desvaloriza su tiempo, su pensamiento y su libertad de transformar su propia realidad.

Al respecto, Marx menciona: “La desvalorización del mundo crece en razón directa a la valorización de las cosas. El trabajo no sólo produce mercancías; se produce así mismo y al obrero [individuo] como mercancía, y justamente en la proporción en que se producen mercancías en general” (Marx, 1980: 61).

Esto tiene como consecuencia que el individuo desarrolle un sentimiento de egoísmo, rompiendo la conciencia colectiva de la productividad. Ello posibilita que la identidad y las formas de relacionarse con el otro se vuelvan más débiles y volátiles.

Durkheim subraya:

Para que así sea, es preciso que la personalidad individual se haya transformado en un elemento mucho más importante de la vida en sociedad, y para que haya podido adquirir esta importancia no basta que la conciencia personal de cada uno se haya acrecentado en valor absoluto, sino también que haya aumentado más que la conciencia común. Es preciso que se haya emancipado del yugo de esta última, y, por consiguiente, que ésta haya perdido el imperio y la acción determinante que en un principio ejercía (Durkheim, 2007: 130).

La división social del trabajo, la solidaridad orgánica productiva y la especialización transforma la personalidad del individuo, cosificando su carácter y su existencia en un valor absoluto. Esto genera que el individuo aparezca en sociedad como un ser diverso en su manera de pensar, de sentir y actuar, situándolo en un sitio libre de una multitud creciente de disidencias individuales.

En consecuencia, el proceso de individualización se radicaliza y muta hacia el espacio social, cuando las lógicas del capitalismo y del mercado se transforman, se flexibilizan y se liberalizan fomentando nuevas formas de actuar y de concebir al individuo en su espacio de convivencia. Así, el individuo es orillado hacia la senda de la necesidad, lo que lo impulsa a buscar sus propios recursos que posibiliten su existencia.

Sin embargo, es la división social del trabajo la que llena cada vez más la función de la conciencia común; “ella es la que sostiene unidos a los agregados sociales” (Durkheim, 2007), ya que a través de la solidaridad orgánica a consecuencia de la flexibilidad laboral, el propio capitalismo recrea un individuo con una moral fundamentada en intereses privados, cuyas expresiones son visibles a través de la animación narcisista y la conducta hedonista, pues la flexibilización de la estructura económica que se origina a partir del empleo viene acompañado de discursos, como la libertad de consumo, de recreación y acción como una forma de vida, cuyo propósito es establecer la vida digna y la felicidad pública a través de acciones privadas.

Estas acciones privadas quedaran reducidas a prácticas muy específicas, en donde el empleo se presentará como el único espacio posible para alcanzar la bonanza y la felicidad social, sin importar el quehacer político, cultural o todo aquello que tenga que ver con un lazo de responsabilidad social. En consecuencia, el individuo en su condición de empleado objetiviza su trabajo, de la misma forma que el trabajo es su objetivización (Marx, 1952).

La objetivación aparece hasta tal punto como pérdida del objeto, que el trabajador se ve privado de los objetos más necesarios no sólo para la vida, sino incluso para su trabajo. “De esto resulta que el hombre sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, en el beber, engendrar, y en todo a los demás que toca a la habitación y al atavío” (Marx, 1980: 65). Sin embargo, bajo el proceso de individualización, este derrotero se manifiesta en una liberación individual expresada en actitudes autónomas, pero a la vez el mismo individuo es esclavizado a la oferta y la demanda de empleo, de seguridades y derechos.

El hombre liberado se vuelve dependiente del mercado laboral, y por ello mismo, dependiente de, por ejemplo, la educación, el consumo, las ayudas del Estado de bienestar; y finalmente, de las posibilidades -y modas- de la atención médica, psicológica y pedagógica. La dependencia del mercado se extiende a todos los ámbitos de la vida. Como señalará Simmel, el dinero individualiza, estandariza y globaliza (Beck, 2003: 340).

Esa idea será considerada por Georg Simmel para entender los problemas de la sociedad moderna, donde los cambios socioculturales de inicios del siglo XX van a expresar contradicciones que serán fundamentales con relación al individuo en sociedad, donde la división del trabajo y el consecuente desarrollo de la economía monetaria conducirá al individuo a la mercantilización y objetivación de los valores personales, originando cambios en los modos de pensar y de actuar.

Simmel entiende la diferenciación de las especialidades laborales en los desenvolvimientos individuales del ser urbano, desde la irrupción de la economía monetaria en relación con la expansión del campo demográfico. Para nuestro autor, la expansión del campo demográfico permite la ampliación de los círculos sociales que se darían en las grandes ciudades, dando lugar a una mayor diferenciación en las actividades y relaciones de los individuos.

De esta manera, la división social del trabajo genera un individuo cada vez más realizado y pleno, en el que el crecimiento personal da lugar a cambios progresivos tanto de conducta como de valores, pues el individuo tendría la necesidad de ser más solidario, comprensible, competitivo e inteligente para incrementar la productividad y la eficiencia. En este escenario, la noción del conjunto social asemeja a la idea de un laberinto, donde el dinero se convierte en el nuevo eslabón-conector de la sociedad, pues la idea del dinero se convertirá en la mercancía esencial como producto de intercambio y socialización entre los individuos (Simmel, 1977: 537).

Con la aparición del sistema capitalista existe una noción de desplazamiento de la sensibilidad de lo humano por la mercancía. Ello permite que la elite hegemónica reproduzca el discurso de que la sociedad sea visualizada como un campo de relaciones económicas, cosificando y proyectando al individuo en el mundo de las cosas.

Esta organización de las sociedades basadas en torno a la economía capitalista y el dinero, tiene efectos manifiestos en la personalidad y en los valores propios, ya que el componente monetario se convierte en uno de los pilares y principales formas de socialización de los individuos sustentados a través de relaciones vacías carentes de efectividad y de tipo meramente instrumental, bajo la premisa de que cuando compro algo por dinero, me es indiferente a quién le compro, siempre que sea lo que deseo y se ajuste al precio que debo pagar.

Lo anterior en palabras de Simmel se describe de la siguiente manera: “La observación que aparece en los billetes de banco de que su valor será pagadero al portador sin necesidad de comprobación de identidad, es significativa de la objetividad absoluta que se da en las cosas del dinero” (Simmel, 1977: 547).

“El dinero compone un individuo sensible a los sentimientos del valor, de la práctica de las cosas y el sentido de su existencia” (Simmel, 2003: 3). Esta condición subvierte el orden natural de las cosas, ya que el individuo emite un juicio sobre el valor de las cosas lo que subjetiva su realidad a través de la cosificación del orden cotidiano a través de diferencias y jerarquías (Simmel, 2003).

El individuo les atribuye valor a las cosas y las adopta para sí mismo, siempre y cuando éstas cumplan satisfacciones y placeres. Para ello, “el dinero es el elemento que expresa de manera tangible la relación recíproca entre objetos intercambiables” (Simmel, 2003).

El deseo asigna un valor económico al objeto, esto fomenta una diferencia y una jerarquía entre quienes poseen ese deseo y el deseante. Para que el deseante acceda al deseo, éste debe pagar por un precio para poseer el objeto y satisfacer su placer.

Simmel afirma que el valor del objeto como tal no se ve afectado por el deseo que se tenga de él, pues dicho valor se encuentra por encima de las apetencias de los sujetos. Estos, en el proceso de intercambio, mantienen para sí la impresión de haber obtenido mucho más de lo que han dado a cambio; es decir, que con independencia de los objetos que son intercambiados, los sujetos creen haber obtenido alguna ventaja, siendo ésta la causa y el resultado del intercambio (Simmel, 2003). “Esa presunción de mutuo beneficio, ausente de formas de posesión de las cosas como el trueque, el robo o el regalo, garantiza y facilita la instalación del dinero en las relaciones interpersonales” (Simmel, 2003: 65).

El dinero produce un valor a las cosas. Con el triunfo del capitalismo globalizado, los individuos se convierten en símbolos de valor, perseguidores de deseos y ávidos de reconocimiento; los orilla a convertirse en un sujeto disciplinado creando hábitos que satisfagan sus intereses. Así se origina un individuo altamente ocupado. Esta condición y formas de actuar en el mundo, Hegel lo había denominado “cultura práctica” (Hegel, 1968). Esto permite que el individuo se cosifique en un ambiente de relaciones cuya necesidad es cubrir sus propias necesidades.

En consecuencia, el dinero afecta las relaciones de las personas, altera el pensamiento y enaltece el goce, ya que la búsqueda incesante del placer, de la felicidad privada y el reconocimiento por sí mismo que otorga el éxito laboral, social o cultural, se sobrepone a la libertad basada en la experiencia de la voluntad, materializada en la acción política plural, cuyo propósito es satisfacer y perseguir el bien común y, por ende, la felicidad pública.

En términos sociales, la economía monetaria reduce los valores morales del individuo a la especificidad de las cosas (Simmel, 1977: 555). Por ejemplo, se desvanece la idea del respeto a sí mismo, el reconocimiento de la dignidad y la libertad, así como la capacidad de relacionarse con el otro para mantener activos los valores colectivos y perseguir su bienestar a partir de la dinámica de la acción política. En el marco de esta problematización, Simmel identifica el conflicto de la cultura moderna.

De este modo, obtenemos una visión de orden económico que es mucho más densa que la dialéctica histórica, ya que hay una preocupación por la cotidianidad de las relaciones personales y mercantiles como resultado de valores y condiciones que produce el propio sistema capitalista. En otras palabras, las condiciones impuestas por el capitalismo moderno, a través de sus dinámicas y valores productivos se ocupan de manipular a las conciencias de los individuos generando diversos tipos de conductas que aparentan ser normales ante el otro.

De ahí el surgimiento de estereotipos y estigmas hacia aquellos individuos que renieguen y/o critiquen el modelo de sociedad que promueve el capitalismo, donde el egoísmo personal se antepone a la lógica de la solidaridad colectiva.

No es raro leer en las redes sociales o escuchar opiniones en diferentes lugares públicos sobre la descalificación hacia aquellos individuos que promueven algún derecho social o civil o algún grupo vulnerable en específico; o actores políticos que se manifiestan en algún lugar público, los cuales son desautorizados por aquellos que divergen de su afiliación política. Existe una tendencia a la exclusión dirigida a quienes simplemente piensen de una forma diferente política y socioculturalmente.

El individualismo se manifiesta en un primer momento no como forma acrítica, apática o reformadora de ordenamiento de la sociedad, sino como un elemento clave que tiene sus bases en los mecanismos, roles y actitudes que establece la lógica de producción a partir de la solidaridad productiva y se deposita, reproduce y se interioriza en la mente de los individuos generando una forma de civilización. Richard Sennet referirá a esta nueva condición del individuo como la corrosión del carácter (Sennet, 2000).

En este contexto comienzan a construirse discursos progresistas donde el trabajo, el buen comportamiento y la ocupación laboral, significan estabilidad social, desarrollo personal y colectivo. La dinámica que promueve el capitalismo, a inicios del siglo xx, comienza a configurarse en términos del proceso civilizatorio de la sociedad.

De la misma forma que Durkheim, Norbert Elias considera que la individualización de la sociedad a principios de siglo XX, es

producto de una transformación social ajena al control de las personas y resultado de sus relaciones mutuas, que se produce a la par de la creciente diferenciación de las funciones sociales y el dominio cada vez mayor sobre las fuerzas naturales (Elias, 1989: 96).

Los procesos de individualización como mecanismo civilizatorio serán caracterizados por la movilización de pequeñas agrupaciones hacia grandes conglomerados humanos. El individuo dejará de pertenecer a pequeños grupos sociales para incorporarse a grandes organizaciones y corporaciones sociales (Elias, 1989: 97).

Por ejemplo, si bien el individuo continúa teniendo lazos familiares, permanentemente se ve en la necesidad de buscar organizaciones sociales más grandes para cumplir con sus satisfacciones, conseguir emplearse en alguna industria, comercio o consorcio, incluso en algunas comunidades de recreación cultural o en algún tipo de gremio sindical, político o social que le aseguren su estabilidad personal.

Norbert Elias afirma que el proceso de diferenciación se vincula a la circulación del dinero. En la medida que aumenta la especialización, se requiere la coordinación de funciones y actividades por parte de agrupaciones cada vez más grandes y centralizadas que describen simultáneamente una forma de contención, esto es, la creación de una forma específica de regulación y dominación social (Elias, 1989: 97).

La especialización genera diferenciación, segregación y competencia; por lo que al adentrase en esta dinámica, el individuo tiene que jugar el rol de la libertad dentro de las márgenes de la elección individual. Esto es porque los seres humanos obedecen cada vez a sus propios dictados y a sus propias inquietudes; por lo que según Elias, generan una especie de deliberación materializada en las diferentes opciones que establece todo el sistema en su conjunto (Elias, 1989: 115).

Sin embargo, las diferentes opciones también producen un estado de insatisfacción, generando sociedades cada vez más violentas, toda vez que los individuos al no reconocer sus placeres y virtudes en el mundo de lo social gestan en él un vacío, dolor, desdicha, descontento y malestar (Zabludowsky, 2013: 239).

Estas frustraciones son el resultado de sociedades que viven bajo estándares y normas del mercado, ya que la competencia plantea algunas veces objetivos inalcanzables para muchos individuos. Por ejemplo, la idea de convertirse en hombre millonario, inmerso en la opulencia del capital, del glamour y la excentricidad social. En este sentido, la idea del progreso y desarrollo personal queda inmerso en el imaginario colectivo, estableciendo fantasías y utopías mercantiles para alcanzar el pleno desarrollo, y a su vez alcanzar la plena libertad (Zabludowsky, 2013: 242).

Bajo este contexto, los seres humanos aprenden a diferenciarse los unos de los otros; a competir y destacar, ya sea en el colegio, en el trabajo, en la familia o en cualquier grupo social a partir de sus propias cualidades para llegar a sentir orgullo de sí mismos; ser dignos de aplauso, reconocidos en los premios y encontrar satisfacción en sus propios éxitos.

Por consecuencia, en sociedades de este tipo, los ámbitos en los que uno pueda brillar en el sótano se encuentran rigurosamente delimitados. Descollar sobre los otros puede provocar desaprobación, destierro, negación y olvido: “No es fácil mantener el equilibrio justo entre la capacidad de ser semejante a los demás y la facultad para ser único y distinto, por lo que lograr este balance y lograr el anhelo del reconocimiento genera conflictos” (Zabludovsky, 2013: 238).

Por ello, la individualización deviene en una estructura de la personalidad propia de las sociedades industrializadas, en la que el ideal del yo busca diferenciarse de los demás (Zabludovsky, 2013: 247). Las personas suelen experimentar la sensación de que la vida social les impide la autorrealización de lo que son interna y naturalmente. Desde esta óptica, la sociedad es percibida como una especie de cárcel, una autoridad hostil y poderosa que impone limitantes a sus súbditos y lo obliga a contener dentro de ella misma (Zabludovsky, 2013: 247).

Elias afirmará que en realidad los individuos viven bajo la percepción de no poder vivir la propia vida, “ya que la construcción de esta forma de vida es el esquema básico de la personalidad, siendo un producto de los procesos de individualización y civilización caracterizados por una mayor contención de los impulsos” (Elias, 2005: 96). Estos procesos se evidencian en ciertas etapas de la vida, particularmente en la adolescencia y la juventud y específicamente a la hora de morir (Elias, 2005: 100).

Esta última etapa es analizada por Elias en la obra La soledad de los moribundos, donde explica que lejos de ser una cuestión meramente biológica, la vivencia de la muerte responde a distintas formas de autopercepción según los diferentes momentos de la civilización. Debido a que “en las sociedades estatales desarrolladas se vive una represión hacia la muerte generada, en gran medida, por el poderoso impulso hacia la individualización que se inicia en el Renacimiento y que se prolongó hasta nuestros días” (Elias, 2005: 60).

En este sentido, el motivo vivencial de la muerte en solitario responde a la idea que tienen los seres humanos sobre sí mismos como personas totalmente autónomas, separadas, distintas e independientes de los demás.

A partir de sus valores y dinámicas, el capitalismo engendra en los individuos la orgullosa autoconciencia de ser civilizados a partir de su propia dinámica para demostrar que las formas de comportamiento consideradas típicas del hombre son factores que originan transformaciones en las estructuras sociales y políticas, así como también en la estructura psíquica y del comportamiento en los individuos. El capitalismo civiliza a los individuos a partir de lazos, necesidades, valores y normas históricas que este sistema de producción va configurando en el tiempo, impulsado a partir de los aparatos ideológicos del Estado y de las continuas crisis que genera el mismo sistema.

De manera que cuando se reestructura la sociedad, lo hace de la misma forma. En este sentido, es posible afirmar que nos encontramos ante una nueva etapa del individualismo, pero ahora en su versión civilizatoria, manifiesta como una forma natural de socialización donde se aparenta el interés constante por la acción política, pero que subsiste el divorcio constante por la misma.

Esta forma civilizada de la individualización tomará mayor fuerza a partir de la posguerra, con la naciente elite política tecnocrática y el ascenso global de la burguesía que tendrá su expresión a partir de la década de los años setenta. Con el resurgimiento del liberalismo económico y la crisis estructural del Estado benefactor vendrá a configurarse una nueva visión del hombre, de la sociedad y de la forma de concebir el quehacer político, dando inicio a una nueva lógica de administrar y organizar a la sociedad moderna. La solidaridad productiva, la especialización del individuo y el incremento de la monetización del individuo atravesarán los rincones más privados del individuo, trasladándose hacia la esfera familiar, educativa, laboral y moral.

El individualismo institucionalizado y la vida privada

La división social del trabajo, la solidaridad orgánica, la creciente especialización y la monetización del individuo como una forma de relación, constituyen elementos clave para desarrollar un tipo de sociedad, cuyos lazos aparecen supeditados a procesos mercantiles, generando un individuo que antepone su bienestar privado a las necesidades sociales y políticas.

Esta forma de relación representa el mecanismo fundamental que permitió construir los valores morales que dieron sentido y razón de ser al individuo frente a la sociedad industrial emergente, pero sobre todo que dieron sustento a las estructuras que el mismo individuo crea y modifica a partir de su actividad social. En este sentido, estos tres elementos, paulatinamente, se irán materializando y cosificando en la vida ordinaria de los individuos; es decir, poco a poco se trasladarán hacia el espacio social.

Por lo tanto, si bien la solidaridad orgánica seguirá existiendo y desarrollándose en el terreno laboral-productivo, ahora también se manifestará en los ámbitos sociales expresándose en grupos y organizaciones de diversa índole política, religiosa, cultural y recreativa.

Estas colectividades serán solidarias de su propia causa. Y esto detona una creciente división de lo social para resolver y demandar lo que los individuos necesitan para solucionar sus conflictos, lo que produce que el individuo cumpla roles específicos de su causa, y a su vez produzca una especie de especialización sobre temas y problemas de índole público. Esta situación producirá que el proceso de individualización se institucionalice.

La institucionalización de este proceso se llevará a cabo a partir de cambios que el propio capitalismo instrumentó al interior de la sociedad. Mediante el aprovechamiento (o estimulación) de diversas crisis económicas surgidas durante la segunda parte del siglo xx, el capitalismo influyó en la transformación tanto desde la lógica de la especialización de la mano de obra como de la solidaridad orgánica, generando un registro diferente del individualismo, más adecuado para los tiempos por venir.

Con este propósito, más allá de ajustar sus mecanismos de producción, hizo cambios que impactaron diversos campos sociales y políticos de corte liberal democrático, que se expresaron en discursos sobre la libertad y que se materializaron paulatinamente en derechos sociales con la intención de legitimar y dar credibilidad al discurso de progreso y desarrollo que se efectuaba hacia aquellos años después de la Segunda Guerra Mundial.

Esto significó que cuestiones vinculadas de la posguerra, la educación, la libertad y el progreso, se convirtieran en los nuevos estándares de la elite política y económica para fundamentar el nuevo ideal y construir una sociedad cada vez más moderna y democrática, con el propósito de justificar el proyecto político y económico, así como fundamentar al capitalismo como aquel proyecto que promueve y desarrolla bienes, derechos sociales y civiles a través de la vía democrática en donde todos los individuos tienen iguales derechos para elegir, movilizarse, expresarse, pero sobre todo para asociarse con quien más le convenga (Beck, 2002).

El proceso de individualización, que aparece en los espacios productivos a través de la solidaridad orgánica, la división social del trabajo y la creciente especialización para cumplir con los roles de producción, se acuerpa y se traslada hacia los terrenos sociales mediante la democracia liberal a partir de una idea particular de libertad.

(…) de las sin duda muchas características distintivas de la libertad moderna son de interés espacial: su estrecha relación con el individualismo, y su conexión genética y cultural con la economía de mercado y el capitalismo (el tipo de sociedad definido recientemente por Peter L. Berger como “producción para un mercado de individuos o asociaciones emprendedoras con el propósito de obtener una ganancia). El núcleo duro del individualismo […], en la experiencia psicológica con que empezamos: el sentido de una distinción clara entre mi ser y el de los otros. La importancia de esta experiencia se ve muy aumentada por nuestra creencia en el valor de los seres humanos en sí mismos (Bauman, 2010: 92).

Desde la primera mitad del siglo XX, el capitalismo industrial impuso una forma de administrar sus recursos y mecanismos de reproducción, sobre todo a partir de la Gran Depresión de 1929. Este acontecimiento permitió que el Estado saliera a flote para rescatar una “nueva forma” de producción. Ello colocó al Estado como el nuevo administrador y organizador de los recursos destinados a lograr la estabilidad económica, gobernanza política y cohesión social.

La nueva forma de organización, sostenida sobre la figura del Estado, tuvo repercusiones sociales que fueron claramente visibles en la vida cotidiana del individuo, expresado principalmente en la constitución de la familia, el pleno empleo, el sindicalismo y en la creciente educación de los individuos. Estos núcleos de relación, como especie antagónica de la individualización, resguardaban una forma de colectividad impulsada por el Estado y por el propio sistema capitalista, pues ambos equilibraban e impulsaban una configuración de la sociedad a partir de acciones dirigidas a fortalecer el respeto y la importancia de los lazos familiares; el Derecho y la protección al trabajo, y la necesidad de educar para emprender el desarrollo de un mejor porvenir de la sociedad a través del conocimiento, la ciencia y las artes. Estos lazos sociales sufrirán una fuerte transformación a finales de la década de los años sesenta (Beck, 2002).

Una idea particular que vendrá a modificarse radicalmente se refiere a la forma de organización de la vida familiar de mediados del siglo xx, donde “El hombre era el que ganaba el pan de cada día y la mujer se quedaba en casa” (Beck, 2002: 68). Esta idea de familia jugó un papel fundamental en el imaginario social de aquellos tiempos, al representar una forma solidaria y colectiva de sociedad, en la que los roles estaban establecidos a partir de normas y valores morales que permitían una estructura específica de asociación. Ulrich Beck menciona al respecto:

En las industrializadas sociedades occidentales de los años cincuenta y setenta se cantó la glorificación de la familia (…) La familia fue anclada a la constitución y acogida bajo especial protección del Estado; en la vida cotidiana la familia constituía el modelo de vida reconocido y al que se aspiraba; la teoría social entonces dominante la consideraba necesaria para el funcionamiento del Estado y la sociedad (Beck, 2003: 11).

Las transformaciones derivadas de las diversas crisis económicas y políticas de aquellos años, así como de los diversos movimientos sociales y la persecución del ideal democrático, permitieron que las formas tradicionales de organización social se fueran modificando paulatinamente.

A finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, llegaron el movimiento estudiantil y el movimiento feminista, que llamaban a la rebelión contra las estructuras tradicionales. La familia fue desenmascarada como ideología y como prisión, como la sede de la violencia y la opresión cotidianas (Beck, 2003: 12).

En la década de los años setenta se abrió un intersticio, dando lugar a diversos derechos beneficiando a ciertos estratos de la población, instrumentándose en el individuo la capacidad de convertirse en un ciudadano garante y poseedor de derechos y obligaciones que le permitían ser en sociedad y, asimismo, involucrarse por la vía institucionalizada y normativa a los ámbitos políticos registrados y regulados bajo el ordenamiento de la ley.

En este sentido, el individuo socavaba con su poder ciudadano a través del compromiso solidario sobre los asuntos públicos, y a su vez ayudaba a consolidar y reproducir la cuestión soberana. Esto ayudaba a que el individuo mantuviera un cierto sentido de pertenencia política, así como un sentido de solidaridad y comunidad.

Sin embargo, las modificaciones en la esfera social comenzaron a desarrollarse cada vez más con mayor velocidad. La incorporación al mundo laboral y académico de las mujeres dio lugar al cambio de los lazos familiares, dando paso a la emergencia de diversas posiciones políticas, económicas, culturales y civilizatorias que impactaron radicalmente la relación entre hombres y mujeres, lo que derivó en la fundación de nuevas instituciones educativas y procesos productivos acordes con las nuevas expectativas e imaginarios de la sociedad contemporánea resultado de la creciente democratización de la sociedad.

El ámbito productivo fue un elemento clave para liberalizar y democratizar al individuo a partir de la creciente especialización. La sociedad moderna entró en una lógica fundamental en la que ahora no solamente especializará al individuo (hombre), sino ahora también a la mujer. Por ello, la solidaridad orgánica y la división social del trabajo ya no sólo se manifestarán en el espacio laboral, sino que también se expresará en la vida cotidiana y privada de los individuos. Asignar roles en la casa y el trabajo, ser solidario con el otro para mantener estabilidad emocional y social, dividirse el trabajo en familia y profesionalizarse en la escuela, corrieron a la par de la idea de bienestar, equidad, respeto y progreso (Beck, 2002).

Aquí se ve claramente que la individualización se pone, y se mantiene, en marcha, básicamente con relación a las oportunidades crecientes que existen en el sistema educativo, así como a los retos que se siguen de éstas en cuanto a trabajo remunerado y movilidad en el mercado laboral. Esto significa que, en la medida en que (…) las mujeres se vuelvan móviles en esta espiral de la individualización en cuanto acceso a la educación, al mercado laboral, a las carreras profesionales, a las ambiciones y a la constante disponibilidad en la misma medida que los hombres, la dinámica de la individualización dará otra vuelta de tuerca entera a la sociedad (Beck, 2001: 67).

Esta nueva idea viene a complementarse con la idea de la libertad de roles, de pensamiento, entretenimiento, expresión, ideología, elección y asociación, donde el elemento clave para desarrollar estas proyecciones fue acompañado de la transformación del capitalismo. Indudablemente, este nuevo individuo será pensado y concebido por el neoliberalismo, lo que dará lugar a un nuevo discurso social, político, económico y ético, que justifique las nuevas relaciones de producción a través de una nueva forma de sociabilidad.

En este sentido, el individualismo adquiere un nuevo significado en este contexto, donde la división del trabajo, la solidaridad orgánica, la especialización y la monetización del individuo serán redefinidos por el pensamiento y la elite neoliberal; construyendo la idea de hombre libre e innovador, artífice de su propia existencia. El discurso del individualismo aparece en el proyecto neoliberal y empieza a absorberse y proclamarse por diversos grupos de élite social, cultural y por supuesto política.

Es en este momento cuando se retoma y se autorrealiza el pensamiento ilustrado en el individuo, como aquella capacidad de ser libre de actuación y elección, donde el individuo tiene la capacidad de pensarse por sí mismo y situarse ante al otro como diferente y único, movido bajo los estándares que promueva la libertad impulsada desde la élite económica, pero administrada y limitada bajo un marco normativo que posibilitará la igualdad entre los hombres y, a su vez, sienta en su carácter, en su pensamiento y en su actitud, la condición de ser libre en sociedad expresada en la movilidad y toma de decisiones.

En otras palabras, se retoma el famoso principio único de John Stuart Mill: “que la razón de que la sociedad intervenga frente al individuo, es la prevención del daño a otros” (Mill, 2012: 56).

Este enfoque de la libertad por parte de Stuart Mill, que Isaiah Berlin denominó libertad negativa, se puede describir como cesión de poder para utilizar la vieja expresión del profesor Robert Nisbet. Esta forma de poder interferirá en el individuo a través de su vida privada, ya que en “la medida de que éste realice actividades privadas no debe ser importunado en modo alguno” (Berlin, 2003: 50).

Esta forma de libertad promoverá la idea de que el individuo, en su necesidad de ser en sociedad, debe estar arraigado por su particularismo y movido por sus intereses privados, pues la suma y perseguimiento de ellos darán como resultado beneficios colectivos y se verán reflejados en la cohesión y bienestar de la sociedad.

Por contraparte, Rousseau temía esta situación, pues no aceptaba que el individuo estuviese arraigado bajo ningún particularismo, pues sus intereses privados (los de su familia, su negocio y su religión) impedirían que el individuo se convirtiese en un ciudadano totalmente comprometido con la voluntad general (Rousseau, 2011). Esto quiere decir que para Rousseau el individuo no debiera tener raíces si el objetivo era formar parte de una única totalidad; en otras palabras, “la soberanía colectiva sin límites, ni topes o compensaciones” (Espada, 2005: 220).

Tras el agotamiento del Estado de Bienestar, la vida del individuo comienza a proyectarse como una empresa, sustrayendo la nueva idea de “comportarnos [ante la vida] como capitalistas frente a ella y organizar todos los referentes de nuestra vida autónoma y apresurada en la obediencia hacia las leyes del mercado. Es decir, que nos convirtamos en empresarios de nosotros mismos” (Beck, 2001: 70). Este argumento se convertirá en la nueva forma ideológica de organización social y modelo perseguido a partir de los años ochenta del siglo pasado.

En este sentido, el individualismo aparecerá como el surgimiento de una dinámica institucional, que tiene como destinatario al individuo y no al grupo (Beck, 2001: 67). Por lo tanto, el individuo se convierte en el objetivo de la política institucionalizada, dejando atrás la vieja actividad de las políticas de masas. Lo que significa que el Estado atomizará a la sociedad a través de diversas acciones que fomentan la idea de lo individual sobre lo colectivo. Por ejemplo, a partir de la flexibilización del empleo, mediante la desaparición de sindicatos, a través del nacimiento de programas de gobierno dirigidos a los individuos y no a los grandes grupos sociales, entre otras prácticas.

Con respecto a las repercusiones en el ámbito político, existe una latente transgresión hacia el lazo comunitario y solidario que se traduce en una especie de fragilización de las trayectorias de los individuos, expresada en la pérdida de seguridades sociales como vivienda, el acceso al empleo, sólo para señalar algunas. Además, como un atentado constante contra aquellos que protejan los diversos beneficios laborales tales como los sindicatos y diversos grupos que tienen como propósito garantizar los derechos laborales.

Este proceso ha implicado la alteración de las condiciones de vida del individuo, “pues se le traspasan de facto los riesgos que produce el desvanecimiento del Estado social y la entrada a la empresa privada” (Posadas, 2015: 95).

Esto originó que la individualización de la sociedad se convirtiera en una nueva etapa histórica caracterizada por la emergencia de un modo de socialización inédito que rompió con las viejas referencias que unían a la sociedad, como el sentido de la revolución para crear un mundo mejor; la laicidad y las diversas ideologías que proponían una forma alterna de concebir al mundo se rompen para dar paso a lo que Lipovetsky denomina un proceso de personalización.

El proceso de individualización procede de una perspectiva comparativa e histórica, designa la línea directriz, el sentido de lo nuevo, el tipo de organización y de control social que nos arranca del orden disciplinario… ruptura con la fase inaugural de las sociedades modernas, democráticas-disciplinarias, universalistas-rigoristas, ideológicas-coercitivas, tal es el sentido del proceso de personalización (…) Negativamente, el proceso de personalización remite a la fractura de la socialización disciplinaria, positivamente, corresponde a la elaboración de una sociedad flexible basada en la información, en la estimulación de necesidades (Lipovetsky, 2002: 6).

Con el proceso de personalización nació la idea de la autogestión individual, pues cada sujeto asumió la autonomía relativa respecto al poder y en consecuencia suprimió al máximo sus relaciones con la burocracia y los demás ordenamientos emanados de la esfera gubernamental. En ese sentido, la retórica del poder se convierte en lo que Foucault identificó en una parte de su obra intelectual cuando afirma que “El poder no se posee, se ejerce”, y el individuo aparenta ejercerlo mediante su condición de libertad.

Por tanto, no es que los individuos se divorcien de la política, pero asumen un papel parsimonioso con respecto a los referentes que procedían de ésta. Por ello, ahora los individuos se ocupan más por profesionalizarse en la escuela o en cualquier lugar en donde sea posible, acechando el sentimiento de solidaridad desde su trinchera, pero sin que el compromiso sea para siempre.

Así, la especialización del individuo es el ejemplo paradigmático de este nuevo proyecto individualista. A partir de la década de los ochenta, el capitalismo comienza nuevamente a transformarse, recomponiendo sus modos de producción, tecnificándose cada vez más y, a su vez, complejizando sus lógicas de operación y consumo, así como también diseñando nuevas tecnologías basadas en la informática para la operación en el mercado, dando paso a la radicalización de los lazos solidarios orientados hacia la productividad, la tecnificación de la división del trabajo y la especialización de la mano de obra, detonando una mayor radicalización, así como la monetización del individuo.

Por tanto, la diferencia es que ahora no sólo se llevará a cabo esta práctica en cuestiones manuales, sino también en aquellas orientadas a sistemas complejos de producción que provengan de la ingeniería y la robótica. En este contexto, el creciente individualismo será aprovechado por las lógicas y dinámicas del mercado y expresadas también en el ámbito político. Cuya forma se manifestará en todas aquellas estructuras burocráticas que anteriormente estaban supeditadas a las riendas del Estado, y que fueron paulatinamente sustituidas por la tecnificación de la actividad gubernamental, así como una mutación considerable del espacio público; pues al menos hasta el nacimiento de la globalización y con el desarrollo de la tecnología, la acción política no sólo se encuentra y se realiza en los terrenos tradicionales (plaza pública), sino que ahora también se desarrolla desde el espacio cibernético.

Bajo este nuevo contexto, no hace falta salir a las calles y encontrarse con el otro físicamente; basta con hacer un grupo en alguna red social, hablar sobre situaciones que se desprendan del fenómeno político y entablar juicios y críticas sobre el mismo. Por lo tanto, la pluralidad también cambia de lugar y se hace espontánea, generando un proceso de individualización que, además de cambiar los lazos sociales, modifica drásticamente la forma de actuar en la política.

El proceso de individualización tendrá como característica fundamental la idea de la plena libertad, pero con opciones establecidas y limitadas por el mismo mercado, con un tipo de relación a disposición y elección bajo sus estándares de seducción e intereses privados. Tendrá una gama de opciones para acceder a la educación para especializarse, pero con espacios públicos educativos restringidos; el individuo tendrá en sus manos la capacidad de crear sus propios medios de trabajo, además de que podrá decidir sobre su futuro y tomar decisiones: qué hacer, qué innovar, qué proponer. Dejará de sentirse oprimido por las estructuras del Estado, por lo que la actividad política se verá desplazada hacia terrenos menos visibles.

Antes, teníamos todavía la ventaja de que el otro nos oprimía, y podíamos defendernos contra él en el plano político. Ahora, en esta ulterior fase del capitalismo, el empresario descarga sobre el propio individuo la presión de la auto-explotación y auto-presión, y esto debe ser un motivo de alegría, pues anuncia el nacimiento de un hombre completamente nuevo (Beck, 2001: 70).

Esta nueva concepción del individuo, de la política y del capitalismo globalizado que aparece con el fin de la Guerra Fría, expresada en el símbolo relacionado con la caída del muro de Berlín, comenzará a consolidarse a partir de la década de los noventa. El Estado inicia un proceso de desregulación, liberalización y privatización de los bienes y servicios que antes eran considerados como públicos. Los grandes grupos desaparecen o en su defecto comienzan a hacer disminuidos en cantidad.

El trabajo se flexibiliza y, por lo tanto, los sindicatos, gremios y grupos comienzan a fragmentarse, así como las grandes agrupaciones sociales y culturales, dando lugar a una concepción de solidaridad productiva redefinida a partir de vertientes locales y particulares. Al cercenar los espacios de trabajo garantizados por el Estado en el pasado, el individuo es obligado a crear sus propios recursos, desarrollando una nueva cultura con base en la capacidad para innovar y ofertar mercancías que permitan su subsistencia a través de mecanismos gubernamentales y políticas dirigidas a la creación de su propia empresa y su propio lugar del trabajo.

Ahora serán los bancos transnacionales y no el Estado quienes ofertarán diferentes tipos de crédito y “facilidades” para emprender una nueva fuente de trabajo. Siguiendo a Bauman, es posible afirmar que la individualización se manifiesta en distintas direcciones, de lo personal a lo relacional y luego a lo laboral.

La situación ha cambiado ahora; el ingrediente fundamental del cambio es la nueva mentalidad de “a corto plazo” que vino a re-emplazar a la de “a largo plazo”. Los matrimonios “hasta que la muerte nos separe” son una rareza: los miembros de la pareja ya no esperan estar mucho tiempo en compañía del otro. Según el último cálculo, un joven americano con un nivel educativo moderado supone que cambiará de empleo al menos once veces durante su vida laboral; esa expectativa de “cambio de empleo” seguirá sin duda en aumento antes de que concluya la vida laboral de la generación actual. “Flexibilidad” es el lema del día, y cuando se aplica al mercado de trabajo, significa el final del empleo “tal como lo conocemos” y el trabajo con contratos a corto plazo, contratos renovables o un sin contrato, puestos sin seguridad incorporada, pero con la cláusula de “hasta nuevo aviso” …el trabajo se ha convertido en un deporte “de clase media alta” o de “alto rendimiento”, más allá de la capacidad y del alcance práctico de la mayoría de los que buscan trabajo… La pequeña parte de la población que trabaja lo hace de manera muy intensa y eficaz, mientras que la otra parte se queda al margen porque no puede mantener el rápido ritmo de producción y, podemos añadir, porque la manera en que se realiza el trabajo deja poco espacio, y cada vez menos para sus habilidades. La vida laboral está saturada de incertidumbre (Bauman: 2001: 34-35).

Bajo esta lógica, no es extraño que las políticas de asistencia y desarrollo social se relacionen con la creación de programas sociales vinculados a la innovación de espacios laborales y creación de escuelas tecnológicas orientadas al desarrollo de capacidades y recursos del individuo dirigidas a cumplir una función técnica específica en el mercado laboral y/o medio productivo; o en su defecto, encaminadas al autoempleo. Todo esto matizado por la idea de la libertad de auto-dirigirse y de auto-administrarse en el mundo actual, sumergido en un ambiente de constante incertidumbre.

La libertad del individuo moderno se desempeña en la capacidad que tenga el propio sujeto para supervisar y corregir su conducta. De esta manera, la libertad surge “de la incertidumbre; de cierta subdeterminación de la realidad exterior, del carácter intrínsecamente problemático de las presiones sociales” (Bauman, 2010: 105). El individuo libre de nuestros tiempos es, para emplear una frase de Robert Lifton, un “hombre proteico” (Lifton, 2008); es decir, una persona que es sub-socializada y que se relaciona en la irelación al no establecer ningún mecanismo de sensibilidad exterior hacia su semejante. Pero, por otro lado, vive sobre-socializado, pues está en constante interconexión con el mundo que lo rodea, ya sea en su trabajo, en sus redes sociales, en sus institutos educativos, en su iglesia, en sus grupos recreativos, en sus centros de diversión y de consumo.

Por ello, que la libertad del individuo pretende alcanzar fines propuestos; es como si la condición de ser libre se convirtiera en un medio para conseguir resultados deseados. Esta articulación es, desde mi perspectiva, el carácter esencial del propio individualismo moderno, pues el “pluralismo, la heterogeneidad y el desorden social, lo crea la necesidad como la posibilidad de la elección individual, la motivación subjetiva y la responsabilidad social” (Bauman: 2010: 104).

Esta forma de posicionarse por parte del individuo engendra en la sociedad una nueva moralidad. Ya es el mismo individuo quien desvaloriza la idea de abnegación; estimulando y persiguiendo sus deseos inmediatos a través de la pasión y el ego, que se traduce en una idea de felicidad intimista y materialista. La moralidad del individuo moderno se traduce bajo el apotegma: “costos-beneficios”.

Esta forma de individualización generada por el sistema capitalista produce grandes paradojas que cambian toda la concepción en el esquema de producción. Benjamin Coriat las denomina “pensar al revés” (Coriat, 2003), donde a grandes rasgos la productividad comienza a redefinirse de forma inversa. Es decir, la solidaridad productiva y la división del trabajo dejan de ser esquemáticas y automáticas, para ahora emplearse por periodos cortos de tiempo y por demanda de producto.

En otras palabras, se deja de producir mercancías a gran escala, para producirse por pedido o por oferta. Sin embargo, el trabajador dejará de percibir un salario por jornada de trabajo. Desde ahora, obtendrá un pago por mercancía fabricada o vendida, disminuyendo aún más su salario, pero paradójicamente con mayores demandas y ofertas del mercado que lo orillarán a especializarse cada vez con mayor frecuencia y a mayor velocidad.

De esta manera, la solidaridad orgánica de la que hablaba Durkheim y la división social del trabajo se redefinen y se reorientan. Ese nuevo espacio para el desarrollo y la subsistencia puede situarse en nuestro propio hogar o en cualquier lugar que cuente con las condiciones necesarias para laborar. Todo esto maquillado bajo el discurso de hágalo usted mismo. Manténganse siempre actualizado en nuestros cursos y diplomados de capacitación para hacer crecer a su empresa desde la comodidad de su hogar. No se limite, haga su sueño realidad.

Estas dinámicas que comenzaron a desarrollarse en los años noventa, en nuestros días se convirtieron en una forma cotidiana de organización social y paradójicamente aumentan los problemas sociales como la pobreza, la marginación, la desintegración social, la violencia, entre otros. Pues el individualismo, que deviene de las estructuras del Estado y de los valores del mercado, es apto para aquellos individuos que estén preparados técnicamente, con las condiciones y recursos necesarios para involucrarse en sociedad. Esta expresión de sociedad se configura a partir de terrenos con más riesgo y menos certidumbre, en donde el individuo tiene cada vez más repercusiones, precauciones, miedos y peligros en cualquier ámbito de la vida pública y privada.

Estos pasajes que sustrajo el capitalismo en su fase globalizada a partir de las nuevas lógicas de administración y organización social, cultural y política basada en el individualismo, en la actualidad ocupan un lugar central en el pensamiento de grupos académicos e intelectuales como el posmodernismo.

Sin embargo, la interpretación pasiva del proceso de individualización que trajo la división social del trabajo, la solidaridad orgánica y la especialización, destruye cada vez más la idea del sujeto, pues el discurso individualista genera una oposición doblemente artificial de la racionalidad de los individuos supeditada y distraída por una ideología consumista, innovadora y con una moral meramente hedonista, que a su vez afecta directamente a la acción y libertad política. Pues la individualización, más allá de expresarse con el alejamiento e indiferencia de los individuos, afecta la forma de hacer política.

La política trata de estar juntos, los unos con los otros y con los diversos. Justo como Hanna Arendt mencionará en una parte de los escritos que conforman la obra ¿Qué es la política?: “Los hombres se organizan políticamente según determinadas comunidades esenciales en un caos absoluto, o a partir de un caos absoluto de las diferencias” (Arendt, 1997: 45).

En consecuencia, la aparente libertad que establece el individualismo a partir del abanico de opciones predeterminadas, de la retórica del progreso, de la ambición por el desarrollo de las posibilidades y de los valores que a partir de la especialización, de la solidaridad orgánica y de la división del trabajo, que simplemente se traducen en valores que promueve el mercado a partir del consumo, de la competencia y de la relación por la eficacia, es simplemente una traducción imaginaria del sentido y de la condición de ser realmente libres, afectando de una forma drástica e indigna la manera de existir de los individuos modernos.

El individualismo que se impone bajo esta nueva ideología arropada en el consumo, en la idea de la plena libertad de movilidad y la innovación contante por sobresalir en sociedad, se contrapone a aquellos que conciben al individuo como la parte alterna, siempre crítica y consciente de su propia existencia. Ya que el individuo por su condición de sociabilidad, transformador de la realidad y de los espacios de existencia, no deja de ser un zoon politikon, pero no por naturaleza como algunos autores lo consideran, es un animal político siempre y cuando se relacione con el otro.

La política no es una condición natural depositada en el interior del mismo individuo. El individuo se hace de la política en la medida en que se relaciona con el otro y con los diversos haciendo emerger un espacio público para ejercer la libertad de la acción política expresada en el habla y el juicio, parafraseando a Arendt.

Por su parte, el individualismo fundado bajo la racionalidad económica, promovido e impulsado a partir de la solidaridad orgánica, la división social del trabajo y la especialización está sobre todo asociado a un optimismo del que estamos muy lejos de alcanzar. Pareciera que todos los sistemas de organización que se materializan a través de las instituciones políticas y económicas, y de aparente promoción de libertad y bienestar, vendrán por sí solos a solucionar todas aquellas condiciones, seguridades y protecciones que el individuo cada vez demanda y necesita. En este sentido, la sociedad de individuos deja de ser ese espacio de seguridad y subsistencia, para convertirse en lo que Beck denomina “sociedad del riesgo” (2006).

Este nuevo tipo de sociedad moderna genera nuevas paradojas que se desprenden de los tres ejes identificados desde el nacimiento del capitalismo industrial: la división social del trabajo, la solidaridad orgánica y la especialización; ya que al trasladarse al terreno de lo social, no sólo imposibilita la necesidad de comunidad hacia el bienestar social, sino que genera contradicciones internas dentro de la sociedad misma, lo que transgrede a la monetización del individuo que establece el mercado a partir del empleo y el salario convertido en salario.

Los cambios que produce la globalización han alterado significativamente las prácticas sociales que se expresan en acciones imperfectas y contradictorias que no encajan y estabilizan a la sociedad. En este sentido, los procesos que han dado lugar a la fragilidad de la acción política y el caótico ascenso de los valores del mercado, han acribillado en la vida pública la actividad social.

Siguiendo la idea de Zygmunt Bauman, vivimos en la nueva era líquida en donde todo lo sólido se desvanece en el tiempo, casi siempre a corto plazo. De ahí que las paradojas en esta nueva época sean una de las características principales tanto de la actividad política, de la vida social y de las expresiones culturales. No hay definición certera de los límites. De ahí que este resultado produzca una especie de resentimiento social con lo político, pues la retórica que se genera desde las élites políticas y económicas no corresponde con la realidad de los individuos y de la sociedad.

Vivimos en un tiempo en el que suponemos que el sentido de la libertad radica en aquello que nos faculta y nos permite realizar todo lo que deseamos sin temor a que nos castiguen. Pero las estructuras económicas y políticas imponen al individuo mecanismos de control, al establecer una baraja de opciones predeterminadas que el individuo en cualquier momento de su vida debe elegir.

Esta aparente libertad, que no es más que una expresión de la supuesta autonomía personal, hace que la vida sea más complicada. “Durante milenios el hombre ha llevado una vida dura, pero sabía a qué atenerse. Hoy tenemos que escoger y eso es difícil” (Lipovetsky, 1987). Por lo tanto, la libertad no se encuentra en la capacidad de elección, de movilidad, ni de la especialización constante para involucrarnos solidariamente a los mecanismos productivos y cosificar nuestras relaciones a partir del costo-beneficio.

El individuo es realmente libre cuando actúa en el terreno de lo político; pues a diferencia de lo que muchos pensadores han considerado, la política tiene y retoma sentido al convertirse en el lugar de las posibilidades. La política es el sentido de la libertad (Arendt, 1997: 66). Si bien es cierto que en nuestros tiempos líquidos reina la desesperanza y la incertidumbre, es el ambiente que arropa nuestra realidad. El individuo en la medida en que pueda actuar será capaz de llevar a cabo lo improbable y conseguir lo impredecible.

La retórica de la individualización hace germinar en el individuo una forma de ideología que busca la transformación del mundo a partir de su privacidad y, por ende, del mejoramiento de sus condiciones de vida. Todo este discurso arropado por la proyección imaginaria de la libertad y de la vida digna que propagan las elites políticas y empresariales de todo el mundo, que no es otra cosa que justificación y legitimidad de un tipo de proyecto político liberal impulsado por el sistema capitalista global que se materializa en los deseos, en las ideas y comportamientos ordinarios del individuo, pone entre paréntesis la acción política real.

En la política bajo regímenes que pretenden ser democráticos, esta ideología se expresa a partir del ejercicio del sufragio por una periodicidad establecida, y ese acto se maquilla bajo la frase: “participa, infórmate y elige”.

La necesidad de acceder cada vez más a la lógica consumista a través de la especialización y profesionalización escolar para después integrarse al campo laboral, acrecentar el valor de la solidaridad, pero sin que los derechos del mismo individuo se vean afectados por la actividad o demanda del otro; la necesidad de expresar u opinar todo lo considerado público pero sin tener el más mínimo acto de responsabilidad o afectación sobre su condición material y de pensamiento, es una de las diversas formas en las que se expresa, convive y desenvuelve el individuo de nuestros tiempos.

De ahí que no sea raro que mientras más libre se sienta el individuo, más insegura percibe su vida; mientras más autónomo vislumbre, más confundido estará en el transitar de su existencia; mientras más especializado se encuentre, más inseguridad correrá en su trayecto de vida. Por ello, esta forma de existencia tendrá repercusiones sociales a considerar, tales como el aumento de suicidios de jóvenes, depresiones, segregación y marginación, inmigración, vandalismo, violencia, adicciones, entre otros problemas sociales.

Al respecto, Zygmunt Bauman menciona:

La inseguridad y la incertidumbre nacen a su vez de la sensación de impotencia: parece que hemos dejado de tener el control como individuos, como grupos y como colectivo. Para empeorar aún más la situación, carecemos de las herramientas que pueden elevar la política hasta el lugar en el que ya se ha instalado el poder, algo que nos permitiría reconquistar y recobrar el control de las fuerzas que conforman nuestra condición compartida, y definir así nuestro abanico de posibilidades y los límites de nuestra libertad de elección; un control que, en el momento presente, se nos ha escapado (o nos ha sido arrebatado de las manos). El demonio del miedo no será exorcizado hasta que encontremos (o, para ser más exactos, hasta que construyamos) tales herramientas (Bauman, 2007: 42).

El proceso de individualización establece una ideología que parece es inamovible a través de las relaciones de producción bajo el reino de la propiedad privada, el goce y estremecimiento de deseo que instituye el propio mercado a través del empleo, la fetichización de la mercancía y la monetización del individuo. Pareciera que la vida de los individuos depende más de las cosas y los objetos; y no de las relaciones sociales basadas en el compromiso, en el encuentro recíproco y solidario por el otro hacía problemáticas afines y colectivas.

Como si la ideología del individualismo estableciera una máxima: “Las cosas producidas por encima de los individuos libres, críticos y pensantes dominaran a los individuos y éstas condujeran el destino de éstos”. Sucesos recientes en el mundo demuestran todo lo contrario; en realidad, los individuos no son dominados por las mercancías sino por sus propias relaciones sociales, aflicciones, sentimientos y juicios sobre un valor social, ético, económico y político.

Por tanto, la individualización como forma de imposición social y económica tendrá repercusiones fundamentales en la acción política de los individuos. Bajo esta idea individualista, renace de nuevo el sentido de la política, pero abandona el imaginario tradicional de la vieja institución para concebir y crear una nueva forma de hacer política que vaya más allá de las sendas tradicionales que deviene de la actividad del Estado.

En este nuevo contexto cargado de tintes desesperanzadores, es pertinente cuestionarnos: ¿es posible una acción política plural en una sociedad de individuos? ¿Volver la mirada hacía la acción y la libertad política favorecería la construcción de un pensamiento crítico dirigido a construir, configurar y transgredir los procesos de individualización instrumentados por las elites económicas?

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1Cabe destacar que para entender el desarrollo de la individualización con el proceso histórico de diferenciación social que caracteriza a la modernidad y que se expresa en un conjunto de creencias, prácticas y normas sociales que han sido propias de las sociedades capitalistas industrializadas. Este punto de partida, eminentemente sociológico, se distingue de las polémicas y reflexiones que contraponen al individuo con el proceso de individuación y de los diversos debates teórico-epistemológicos que posicionan al individuo como un método de ordenamiento a través de su vinculación y desarrollo con la estructura social, como por ejemplo el individualismo metodológico o la individuación que proponen la filosofía griega clásica. Por tanto, en la presente investigación se parte desde la terminología propuesta por autores clásicos y contemporáneos de la sociología, como Émile Durkeim, George Simmel, Norbert Elias, Zygmunt Bauman, Ulrich Beck y Gilles Lipovertsky.

Recibido: 18 de Agosto de 2021; Aprobado: 28 de Febrero de 2022

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