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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.46 no.124 Ciudad de México mar. 2024  Epub 28-Ene-2025

https://doi.org/10.22201/iie.18703062e.2024.124.2853 

Artículos

Destierros políticos y arraigos artísticos de fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, 1803-1853

Political Exiles/Banishments and Artistic Affinities of Fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, 1803-1853

* Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, Ciudad de México, México, cuajrat1@unam.mx.


Resumen

La biografía del monje y polígrafo Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera está a la espera de un libro que dé cuenta de su personalidad como intelectual y político, pero también de su papel como promotor de las artes y pensador estético. Este trabajo es un comienzo: reconstruye la figura del “sabio padre Nájera” y los múltiples aspectos de su quehacer como personaje público: educador, lingüista, geógrafo, arqueólogo, traductor, orador sagrado, bibliófilo e impulsor de la renovación artística en la Academia de San Carlos y en los centros escolares de San Luis Potosí y Guadalajara. Igualmente rescata parte de su pensamiento político y de su activismo, un tanto olvidado, en el surgimiento del partido conservador; su cercana relación literaria e intelectual con Bernardo Couto y Lucas Alamán (quienes, a su muerte, levantaron la escultura y monumento funerario que aún se conserva en el Hospital de Jesús, obra de Manuel Vilar).

Palabras clave: Fray Manuel Nájera; Academia de San Carlos; partido conservador; Orden del Carmen; arte y estética del siglo XIX; monumentos funerarios

Abstract

A biography of the monk and scholar Manuel de San Juan Crisóstomo Najera giving full account of his intellectual and political personality, and also of his activity as art promoter and aesthetic philosopher, is ­still something waiting to be produced. This text seeks to reconstruct the figure of Nájera-the “learned cleric”-along with the many aspects of his work as a public figure: educator, linguist, geographer, archaeologist, translator, religious preacher, bibliophile and promoter of artistic renewal at the Academy of San Carlos and the schools of San Luis Potosí and Guadalajara. It also brings to light his political thought and his activism during the emergence of the conservative party-a forgotten topic-and his close literary and intellectual relationship with Bernardo Couto and Lucas Alamán (who, upon his death, built the sculpture and monument, a work of Manuel Vilar, that is still preserved in the Hospital de Jesús).

Keywords: Fray Manuel Nájera; Academia de San Carlos; conservative ­party; Carmelite Order; art and esthetics in the 19th Century; funerary monuments

A Eduardo Báez Macías,

In memoriam.

El comportamiento tan agitado o contradictorio de algunos actores sociales durante el tiempo previo e inmediato a las independencias de Hispanoamérica está marcado por la polarización, la movilidad y el encierro; y más aún, porque sobrellevaron su vida, pensamiento y obras a un grado muchas veces irreductible por el apego a sus ideas. Tanto así que los más radicales, inclusive, se ganaron el desconocimiento o la marginación de sus propios paisanos y correligionarios. Por mencionar dos nombres de clérigos intelectuales paradigmáticos por sus existencias, tan intensas y borrascosas, que ­vivieron entre la paradoja y el exilio, o que pasaron a los índices de la heterodoxia, aquí están las figuras de fray Servando Teresa de Mier y del andaluz José Blanco White (por algo, junto con el caraqueño Andrés Bello, fueron concurrentes y contertulios durante los mismos años en Londres).

Más allá de los giros ideológicos que jalonan su pensamiento, en estos hombres es posible distinguir una tipología bastante reveladora de los tiempos ­convulsos: revolucionarios reclutados en las propias filas de la Iglesia, y más tarde enfrentados al dilema de las lealtades entre la patria y el rey, la fe y la razón, que desembocan en un decidido antihispanismo. En cambio, poco sabemos de otros tantos de sus congéneres que abrazaron los ideales del hispanismo y que militaron con la misma enjundia o desgracia, pero desde el bando de “la reacción”, y bajo un ímpetu igualmente legítimo y apasionado: edificar, modificar o conservar lo mejor del legado cultural del Antiguo Régimen, pero para configurar el nuevo rostro de sus naciones con arraigo a su cultura.

Una de las figuras políticas y culturales que ha quedado más ensombrecida es, sin duda, la del mexicano fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera (1803-1853). La corta vida de este carmelita criollo y sabio, científico y polígrafo estuvo marcada por sucesivos destierros políticos, ideológicos y religiosos; al grado de que su figura, como dirigente y pensador, aún permanece olvidada por la historiografía de los primeros años del México emancipado. Esto a pesar de que fray Manuel fue en su tiempo lo que Enrique Krauze ha llamado un “caudillo cultural e intelectual”, pues compartió junto a Lucas Alamán o Bernardo Couto, una sólida y consecuente agenda política y estética que culminó con la restauración de la Academia de San Carlos en 1843. Esta empresa estuvo en buena medida inspirada por sus ideas conservadoras, por una filosofía cristiana aplicada al mejoramiento social y por una estética peculiar en consenso con las enseñanzas de la Biblia como doctrina social.

En otras palabras, la vida pública y el activismo de fray Manuel también abren una posibilidad para articular una tipología de sucesivos exilios personales y sociales durante la primera mitad del siglo XIX, algunos de ellos atrapados a contracorriente entre el naufragio del Antiguo Régimen y los jalonazos por la emergencia soberana de los estados modernos. Una tipología que también es propia de “la ronda de las generaciones”, como la llamó Luis González y González, que nos permite reconocer en línea ascendente y descendente las genealogías intelectuales y, como en este caso, los antagonismos y adhesiones que se generan entre las clases dirigentes y los grupos políticos.1 En esto, fray Manuel también es un ejemplo vehicular para enriquecer la génesis del pensamiento conservador, y en particular aquella estética “nazarena” que se implantó durante la restauración de la Academia Nacional de San Carlos en 1843.

Al dedicar este artículo al recuerdo de nuestro amigo y compañero el doctor Eduardo Báez Macías, evocando la figura del padre Nájera, pude reunir por azares del destino tres lugares de la memoria que, de manera especular, ocuparon sus mejores afanes como historiador del arte y se corresponden con varios de sus grandes libros: la Orden del Carmen, la Academia de San Carlos y el Hospital de Jesús.2 Estas tres instituciones virreinales también fueron cuna espiritual, casa cultural y sepulcro final en la corta vida del mismo fray Manuel, un hombre igualmente consagrado al estudio y la docencia.3

Del exilio jesuítico al ingreso carmelitano

Manuel nació el 10 de mayo de 1803 en la capital del virreinato, y fue bautizado el día 19 del mismo mes con el nombre de Manuel José Ignacio de María de Guadalupe (fig. 1). Era hijo de don José Ignacio de Nájera y doña María Ignacia Paulé, y fue el primogénito varón de una familia compuesta de tres varones más y dos mujeres, una de ellas, la mayor, profesó como religiosa. Sus biógrafos no dudan de que la “cuna ilustre” y la fortaleza intelectual de la figura paterna fueron determinantes para que, desde muy jovencito, manifestara disposición para el estudio y facilidad para los idiomas. Valga decir que su progenitor hizo estudios de filosofía y teología antes de casarse, y también los correspondientes al derecho civil y canónico. Con estos últimos conocimientos se desempeñaba como funcionario de la hacienda real cuando fue electo diputado a las Cortes de Cádiz, en 1814, aunque finalmente no pudo embarcarse dado el regreso del despotismo con Fernando VII. Don José Ignacio, culto y laico, había formado una tertulia literaria junto a otros notables criollos ­decisivos en la emancipación y construcción ideológica de la nación y sus instituciones, tales como fray Servando Teresa de Mier, Francisco Sánchez de Tagle, José María Fagoaga y Miguel Santa María. En el seno de este círculo intelectual se dedicaba a la traducción del inglés, francés e italiano de textos de ­teoría y economía política, que sirvieron de inspiración para la Constitución de la primera república federal de 1824 y la agenda nacionalista antes y luego de la Independencia.4

Hipólito Salazar, Retrato de fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, litografía, 1854. Tomada de Alamán y Lerdo de Tejada, Noticia de la vida y escritos del reverendo padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo (vid. infra n. 4). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

A la edad de quince años, Manuel comenzó a estudiar gramática latina en el Seminario Conciliar; luego ingresó en el Colegio de San Ildefonso, y al poco tiempo lo admitieron en la Orden del Carmen, donde buscaba liberarse de las ataduras cotidianas que lo pudieran limitar en el estudio y para refugiarse en el ambiente de recogimiento propio de su carisma. Hay que destacar que en San Ildefonso, y aún adolescente, alcanzó el momento de la restauración de la Compañía de Jesús (ocurrida en 1816), y se benefició, junto con José Bernardo Couto (quien también nació en 1803), de las enseñanzas lingüísticas y estéticas del anciano padre Pedro José Márquez -entonces repatriado desde Roma. Ahí escuchó sus lecciones y se admiró de sus amplios conocimientos acerca de la tradición clásica, la arqueología y las antigüedades americanas,5 más aún, al haber mantenido este jesuita anticuario su prestigio como favorito y protegido, en la Ciudad Eterna, del ministro-embajador español José Nicolás de Azara, quien fue vocero del clasicismo y editor del tratado pictórico-estético de Antón Rafael Mengs y defensor del axioma académico del “bello ideal”. A su paso por el colegio jesuítico, Nájera también entabló una de sus amistades más fraternas y duraderas: aquella con el orizabeño Couto, quien sería su gran aliado, tanto en el partido político que organizaron, como en sus gustos y afanes estéticos (fig. 2).

Autor por identificar, Retrato de José Bernardo Couto, litografía, 1898. Tomada de Obras del doctor D. José Bernardo Couto, I. Opúsculos varios (Ciudad de México: Victoriano Agüero, 1898). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

Pese a la oposición paterna (quien finalmente era un liberal moderado), y a pesar de que la familia esperaba que fuera una decisión temprana y pueril, el muchacho Manuel finalmente tomó el hábito e hizo votos de profesión en el convento de Puebla, el 10 de junio de 1819. Y lo hizo no sin el azoro del propio fraile provincial que estaba perplejo de su “entusiasmo y vehemencia” por apartarse del siglo y de la vida acomodada de los suyos.6

Para despejar las reticencias de don Ignacio respecto a la temprana vocación de su hijo, una carta del obispo de Durango y exrector de la Universidad, Juan Antonio Castañiza, fue decisiva; máxime que existía un vínculo familiar entre ambos. Era la misiva de un tío a su sobrino-nieto, ambos formados en la mentalidad ilustrada. La autoridad del prelado de Nueva Vizcaya no sólo era moral o social sino también eminentemente intelectual, dada su carrera universitaria, política y eclesiástica, y es posible que, para nuestro autor, el tío-bisabuelo, obispo y tercer marqués de Castañiza, haya sido una figura referencial en el ámbito familiar y educativo: había sido el gran protector de los jesuitas durante el exilio, y la figura que más se empeñó en el retorno de la Compañía a la Nueva España y en la reapertura de sus planteles. Uno de los hermanos del obispo neovizcaíno también fue jesuita, y de hecho pudo regresar a México en 1809, y para 1816, con el restablecimiento de los jesuitas, tomó las riendas como padre provincial de la Compañía de Jesús: me refiero al padre José María Castañiza y González de Agüero (quien murió ese mismo año).

Fray Manuel no sólo padeció entre su familia las consecuencias de la expulsión, sino que él mismo debió resentir el resquemor de pertenecer a una élite criolla agraviada, ya que finalmente nuestro fraile carmelita no era cualquier hijo de vecino (estaba emparentado de manera colateral con los condes de Bassoco, el marqués de Santa Fe de Guardiola y la poderosa familia Fagoaga).7 Quizás ahora se entiendan mejor las reservas del padre de fray Manuel para disuadir su llamado a la vida espiritual, en vista de que ello significaba dejar de lado un capital social acumulado que se encarnaba, precisamente, en el varón primogénito.

Manuel, pues, estudió filosofía en los colegios de El Carmen de San Joaquín de Tacuba (1822) y de San Ángel (1825) todavía bajo “los principios de la antigua escuela” y, de ese enfrentamiento con la periclitada escolástica e inspirado por la teología positiva, sin duda nació su afán por buscar otras vías de renovación en la práctica de la enseñanza, los estudios de lingüística y de las artes y ciencias en general. No por acaso, tales fueron los campos del conocimiento en los cuales, a la larga, desarrolló su principal trabajo a título personal; sin descuidar sus preocupaciones políticas, sociales y apostólicas conforme a su doble estatuto de religioso y ciudadano. En aquel entonces esa labor binaria se valoraba como un principio de responsabilidad social: la intervención del individuo con conocimientos especializados en los asuntos de “utilidad pública”.

La especulación estética, como aquí se verá, no era un adorno más en su carrera, y ésta debió anidar mediante su temprano contacto con el padre Márquez y la estrecha amistad con Couto. Por otra parte, la amenidad de la huerta de San Ángel y la biblioteca de aquel colegio fueron un aliciente, un espacio ideal para consagrarse al estudio, no sin antes convencer al rector acerca de la ingente necesidad de actualizar el acervo con autores modernos y en otros idiomas, todo ello en pro del cultivo de una oratoria sagrada más doctrinal y menos panegírica, o simplemente una alejada del estilo gerundiano, ya pasado de gusto y decoro. No en balde cuando Manuel profesó en religión adoptó el nombre de san Juan Crisóstomo, el gran orador antioqueno, célebre por su “boca de oro”, defensor y panegirista de la doctrina, pero también la gran víctima del poder imperial bizantino que lo condujo dos veces al exilio (una figura que será premonitoria para nuestro personaje, como se verá abajo).

Fray Manuel quedó ordenado en 1826 para ejercer los oficios sagrados, y de inmediato se enfrentó a un drama social que marcó el resto de sus días: prácticamente solo, tuvo que sortear la casi extinción de la provincia carmelitana de San Alberto, desde el momento en que se aplicaron las leyes de expulsión de los españoles de 1827-1829. Tal como dijo su amigo Lucas Alamán, “la marca” carmelitana era sinónimo de adelanto en las letras y afinidad al empresariado agríco­la-bancario, al poder económico y a la alta cultura. Dado que la inmensa mayoría de sus hermanos, por quienes dio la batalla, eran peninsulares, la orden estuvo a punto de su total “disolución”.8 Sin duda, como veremos, este ambiente de hispanofobia y persecución anidó en el pecho del fraile, impotente al ver a sus compañeros partir injustamente al exilio; lo mismo que otrora sucedió a los jesuitas americanos, esto sin duda acentuó sus preferencias políticas e ideológicas en los siguientes años de actividad pública e intelectual.

Destierros entre filias y fobias, el arraigo potosino

A punto de cumplir 25 años, en abril de 1828, este criollo tuvo que asumir el priorato del fastuoso y monumental convento de San Luis Potosí, pero ya esquilmado en la renta de sus haciendas agrícolas por las guerras de Independencia, y, sobre todo, situado en medio de aquellas expulsiones de los peninsulares decretadas por el Congreso Federal durante el gobierno de Guadalupe Victoria, luego ejecutadas por la presidencia de Vicente Guerrero. No sobra insistir en que, de manera particular, la Orden del Carmen estaba conformada en su mayoría por monjes peninsulares merced a un voto de reserva a los criollos y, desde luego, excluyente de otras calidades de individuos carentes de “pureza de sangre”. En aquella ciudad la salida forzosa de los peninsulares fue particularmente numerosa y agresiva, “oprobiosa” porque también se apoyó en un decreto, aún más radical, del Congreso estatal.9 Un informe del comandante general del Estado al ministro de Relaciones, fechado en mayo de 1826, describe el clima de zozobra y temor, previo a la expulsión de facto:

En esta ciudad se hallan más de quinientos españoles recientemente venidos de varios pueblos, pues, aunque en esta capital se observó con sorpresa, hace cosa de dos meses la traslación a ella, casi repentina, de varios españoles y señaladamente como quince de los principales, y según me he informado no llegan entre todos a sesenta. Ya apenas podrían contarse ciento cincuenta entre los antiguos vecinos, religiosos, clérigos y algunos que correspondían al ejército español y que se quedaron dispersos o capitulados. Es cierto que en este Estado y en el de Tamaulipas hay muchos españoles de los referidos capitulados, que con licencia del gobierno o sin ella, se quedaron entre nosotros y por lo común se dedican al comercio en pequeño, como en clase de viandantes protegidos por sus paisanos de esta capital, o Pueblo Viejo o de Tampico, el Nuevo, con recelo por los patriotas celosos; acostumbran celebrar unos convites, so pretexto de las fiestas religiosas, para festejar a Fernando VII.10

En efecto, el comandante anexaba un libelo suscrito por “los patriotas”, que denunciaba una inminente “invasión enemiga, favorable a nuestros enemigos”, integrada por un éxodo de “toda la gachupinada” de los pueblos, compuesta de medio millar de hombres que, encubiertos y armados, se concentraban en la capital del Estado. También señalaba que el puerto de Tampico era la parte más vulnerable para un desembarco de reconquista por parte de “la madrastra patria”, porque estaba controlado totalmente por peninsulares y otros “criollos que son como los sirvientes y adoradores de los gachupines”. El encono iba más allá de los “funestos presagios” y, formado un padrón de los indeseables infidentes, se hizo notar que en el claustro del Carmelo potosino anidaba una nutrida camarilla de españoles, casi todos mayores, de entre los cuales sólo uno era criollo o “ciudadano mexicano” (a diferencia de los conventos de San Francisco, con cuatro españoles, y San Agustín con uno).

Veamos, si en el censo de 1825, la comunidad potosina sumaba una docena de hábitos, según informa Alfonso Martínez Rosales, Nájera prácticamente se quedó solo al término de su priorato en 1831, luego de sepultar a los seis ancianos que, impedidos por motivos de salud, pudieron sustraerse del exilio.11 Los nombres de los diez monjes que fueron empadronados como indeseables extranjeros eran: José de San Fermín, Lorenzo de la Madre de Dios, José de San Fernando, Fernando de Santa Eufrosina, Juan de la Visitación, Francisco de San José, Félix de San Jorge, José de Cristo, Francisco de Santa Teresa, Pedro de San Juan Bautista y Bartolomé de la Madre de Dios.12 Este último fraile en verdad estaba inmiscuido en los planes secretos para que desembarcaran las tropas de reconquista en Tampico.13 Desde finales de 1827, la ciudad ludovicense era un verdadero polvorín social y estaba frontalmente dividida ante esta disposición, tan arbitraria al derecho como radical en su expresión ideológica, en especial por su antihispanismo. Máxime que, a diferencia de Querétaro o Puebla, ahí el clero regular hispano era mucho menor, pero no así los exmilitares o desertores del ejército realista o los comerciantes comprometidos con Fernando VII. En este contexto tan polarizado, pues, hizo su aparición el criollo y bonancible padre Nájera, no sólo para hacerse cargo de una comunidad en vilo sino para administrar un cuantioso capital regional y urbano, fuente de financiamiento para muchísimos ciudadanos, inquilinos, hortelanos y rancheros.

Este duro golpe a sus correligionarios y a la precaria viabilidad de su orden durante los años de la primera República Federal representó para nuestro biografiado un segundo exilio en su propia tierra, si se quiere también sentimental y corporativo; pero de lo que no hay duda es del efecto que tuvo en su personalidad intelectual e ideológica por venir. Tengo para mí que fue el verdadero origen de su acendrado hispanismo y cosmopolitismo, y de su toma de distancia con los primeros liberales. La expulsión de los españoles estaba justificada por el Estado mexicano y sobre todo por un ala radical yorkina, que la interpretaba ya no sólo por el resquemor del criollo al gachupín sino como un preventivo ante aquellos conatos de reconquista militar, pero también se justificaba por la codicia local, ya que el propio gobernador autoimpuesto de San Luis Potosí, Vicente Romero, incondicional de Guerrero, confiscó bienes a los exiliados, incautó sus propiedades e impuso préstamos forzosos sin un “manejo limpio” o con sospechosas “malversaciones”.14 Incluso, el radicalismo del gobernador y sus diputados locales llegó al extremo de impedir que los padres y cabezas de familia fueran acompañados al exilio por sus respectivas esposas y descendientes y, además los condenó a una pena de destierro de medio siglo antes de obtener el derecho para reunirse con los suyos.15 Merced a su correspondencia con Lucas Alamán sabemos que el padre Nájera fue un encarnizado enemigo de Romero desde su llegada a San Luis, a quien se enfrentó no sólo en medio de los destierros forzosos o ante sus excesos autoritarios, sino también varios años después durante la crisis por la invasión estadounidense. Este mismo personaje ya estaba empoderado como ministro de Estado, y Nájera estuvo al tanto de sus corruptelas como parte del gabinete “liberal” en la vicepresidencia de Gómez Farías, y de sus políticas para afectar los bienes del clero (especialmente cuando Romero intentó presionar a la orden para lograr la venta de las haciendas agroganaderas carmelitanas).16

No obstante, a la larga, la misma clase gobernante tuvo que admitir que la expulsión había sido una medida extralimitada y contraproducente que causó un efecto nocivo en la economía por la fuga de capitales y que acabó polarizando aún más a la sociedad y sus regiones. Además, esta profilaxis patriotera era una medida que traicionaba los ideales y el espíritu unificador del Plan de Iguala en su lema: unión, religión e independencia. Para el estado eclesiástico, las expulsiones de 1827 y 1828 eran resultado de las consignas que se habían tomado en secreto en las logias masónicas, fomentadas, además, por algunos extranjeros y diplomáticos y sus aviesos intereses para debilitar al Estado mexicano (tal como la actuación tan polémica del ministro yanqui Joel R. Poinsett). En esto, la opinión de Lucas Alamán es del todo convergente con la de fray Manuel, y es posible que desde ahí tuviera origen la fraternal e inquebrantable amistad que entabló éste con el historiador, empresario y político guanajuatense: “La provincia de San Alberto puede decirse que quedó en aquel entonces destruida, habiéndose reducido los conventos a uno o dos individuos”.17

En la capital potosina, en junio de 1826, fray Manuel también pudo sumarse a la inauguración del Colegio Guadalupano Josefino, el cual al poco tiempo recuperaría la sede del antiguo plantel de los jesuitas a iniciativa de su benefactor, el gobernador del estado, Ildefonso Díaz de León, y de otro humanista renovador, quien había estudiado filosofía con Juan Benito Díaz de Gamarra en su colegio oratoriano de San Francisco de Sales en San Miguel el Grande: el doctor Manuel Gorriño y Arduengo. Como parte de la formación en filosofía moderna, en este lugar se abrieron las consabidas cátedras de latinidad, filosofía, teología y jurisprudencia, pero también las nuevas de oratoria, castellano, francés, inglés, matemáticas, taquigrafía, física, geografía, astronomía y dibujo. Debe notarse que ésta era la primera vez que se enseñaba taquigrafía en el país, y en esto el padre Nájera era congruente con su agenda filológica y lingüística.18 También es significativo que el rector Gorriño adoptó las mismas constituciones y reglamentos del Colegio de San Ildefonso de México y, como bien se sabe, aquel liderazgo intelectual del padre Díaz de Gamarra en el colegio sanmigueleño llenó el vacío educativo e intelectual que, para muchos criollos, ­representó la expulsión de 1767. El oratoriano Gamarra fue quien preservó una institución clave en la educación novohispana y así logró continuar con el programa de renovación filosófica que habían comenzado los padres ignacianos.19 De hecho, el proyecto de establecer el colegio potosino anidaba desde 1819, cuando Gorriño solicitó al virrey conde del Venadito que, ya restablecida la Compañía de Jesús en la Nueva España, regresaran a San Luis algunos de sus miembros para la reapertura de su antiguo plantel.20 Es posible que la falta de eco que tuvo esta primera iniciativa se deba a que precisamente la ciudad minera fue el teatro más violento de rebelión cuando se ejecutó la expulsión de 1767 (y luego escenario de la más cruenta represión del visitador José de Gálvez). En su discurso inaugural de 1826, el rector Gorriño no dejó de evocar los nombres de la intelectualidad potosina del siglo XVIII, destacados en sus distintos ramos, y casi todos miembros de la Compañía de Jesús o educados por ellos.21

No por acaso, el interés de Nájera por las lenguas antiguas, autóctonas y extranjeras se afianzó y perfeccionó durante su priorato potosino, según afirma Francisco Sosa: “Además comenzó a trabajar por difundir su saber en varios ramos útiles: enseñó la taquigrafía a muchos niños; contribuyó a la formación del Colegio Guadalupano de San Luis, llenando tan cumplidamente las obligaciones de su ministerio, que bien pronto se captó la estimación de la sociedad potosina por su caridad y beneficencia”.22 Para el embajador inglés en México, en la joven república, este plantel era modélico y excepcional porque no sólo acogía “a los estudiantes pobres para su instrucción gratuita”, sino que era raro ejemplo de utilidad pública, ya que tal “institución se fundó mediante una suscripción voluntaria, en que se reunieron 42 mil dólares en seis semanas”. Desde luego que también reunía a los jóvenes de las élites locales, conforme al probado diseño jesuítico:

Tenía cincuenta y seis alumnos, además de dieciocho pensionados, hijos de familias respetables, cuyos padres podrían contribuir anualmente con ciento cincuenta dólares para gastos de su mantenimiento, y su floreciente situación se puede considerar como prueba tanto de la existencia de un espíritu público superior al que los viajeros conceden a los mexicanos como de un deseo de mejoramiento que en poco tiempo debe producir efectos benéficos.23

No hay duda de que fray Manuel pertenecía a una generación que padeció los estragos de la educación media y superior por la ausencia de los jesuitas, pero que también alcanzó a vislumbrar que, con su restauración, se abrían nuevas oportunidades de formación y utilidad pública. Se trataba de un proyecto para reabrir los antiguos colegios ignacianos, pero bajo la responsabilidad de los estados confederados, empresa que él mismo encabezó no sólo en San Luis, sino posteriormente en sus años de residencia en Guadalajara y la Ciudad de México. Tal fue su primera y segunda experiencia con los efectos del exilio, la cual, a través de los ojos del anciano y sabio padre Márquez, le mostraba la cara más absolutista o intolerante del uso y abuso del poder. Tanto la del régimen borbónico (sordo ante las representaciones políticas de los criollos) como la de un estado nacional envuelto en las discordias de sus élites (o tomado por las consignas de las logias y camarillas), tanto la revuelta del padre Arenas en contra de los españoles, como la revolución de la Acordada que arremetió en contra de los mercaderes peninsulares y saqueó el Parián.24

Ya para entonces, en la escena potosina fray Manuel era una figura destacada en la política, y un actor social con agenda pública: lo mismo era el protector de la juventud desvalida, que el orador consentido en los púlpitos, diligente en el confesionario o un munificente mentor en su tertulia literaria. Ya que, según un periódico local, recibía en su celda y biblioteca:

A personas de toda jerarquía de esta capital y a los apreciadores del buen gusto y adictos al estudio de los escritores antiguos. Su librería está abierta a cuántos quieran y desean instruirse, particularmente en bellas letras. Inspira, fomenta y propaga el estudio de este ramo de literatura, difundiendo el buen gusto entre sus amigos, y se presta con particularidad para el análisis y observación de los mejores rasgos de la elocuencia, y traducir autores latinos, explicar la historia de la religión y de la América, y hablar en la mayor parte de los idiomas modernos de Europa.25

En verdad, Nájera era un personaje nada más lejano de la regla de una orden contemplativa y del modelo de un erudito de claustro y celda, ya que en medio de la proclamación del Plan de Jalapa de diciembre de 1829, formulado para derrocar la presidencia de Vicente Guerrero e imponer al vicepresidente Anastasio Bustamante: “En San Luis Potosí nombróse una junta de notables para examinar dicho plan, y Nájera, que figuró en ella, se manifestó adicto a él, atrayéndose el odio del partido opuesto”.26 No sólo eso, según Alamán, en aquellas discusiones el fraile no desaprovechó la ocasión para denostar al ejecutivo local, Vicente Romero: “Por la opresión que San Luis sufría por los que se habían apoderado del gobierno de los Estados”.27 Este apoyo al golpe que removía del poder al grupo de la logia, yorkina declaraba a Guerrero “incapacitado”, e instalaba una república centralista encabezada por “la gente de orden y de bien”, tuvo altos costos en sus planes religiosos y educativos. La orden de destierro le llegó cuando sus letras y conocimientos ya gozaban de un gran prestigio y recién había asumido el cargo de rector del Colegio de San Ángel en las afueras de la Ciudad de México.

Destierro de facto, razón de Estado: Filadelfia

Es posible, como dijimos, que desde ese momento también se estrechara su amistad con Lucas Alamán -luego intensa y prolongada-, quien era uno de los ideólogos de la sublevación de diciembre de 1829 y quien, al triunfo de los suyos, quedó al frente del Ministerio de Relaciones. El partido centralista en el poder aplicó por revancha y de manera general la misma política del destierro a los líderes derrotados, entre ellos Lorenzo de Zavala. Sin embargo, también es verdad que poco antes el gobierno de Guerrero había ejecutado la anhelada expulsión del embajador estadounidense Joel R. Poinsett, personaje astuto e indefendible, acusado de intervenir en la política interna del país. Así, las penas de destierro decretadas por los congresos sucesivos estaban de moda, y no dejaba de ser una paradoja que el primer desterrado y ejecutado por no guardar la sentencia respectiva del Congreso federal fuera el mismo libertador de México, Agustín de Iturbide, fusilado apenas desembarcó en Soto la Marina, en julio de 1824.

Dados los vaivenes políticos, tres años después, el costo y la venganza para Nájera y sus aliados no se hicieron esperar, y apenas se instaló en 1832 el gobierno de Valentín Gómez Farías, “en unión de otros personajes notables, fue deportado a los Estados Unidos”. Más aún porque entonces ya se dejaron sentir las primeras medidas anticlericales y reformistas. Entre la lista de notables expulsados estaba el exvicepresidente Anastasio Bustamante, José María ­Gutiérrez Estrada y quien luego sería arzobispo de México, el canónigo ­doctoral, Manuel Posada y Garduño, quienes siguieron rumbos distintos. Lo cual, amén del trastorno o la desgracia que le causaban “las tempestades políticas”, dice Sosa, “fue para él nueva ocasión de celebridad”.28 Ya que al llegar a Filadelfia, Nájera encontró una sociedad culta, amiga de las bellas artes y altamente receptiva a sus talentos como educador, latinista, lingüista y americanista.

Los dos discursos de Nájera dictados en latín ante la Sociedad Filosófica Americana (sendas disertaciones sobre el origen de las lenguas otomí y tarasca), le granjearon celebridad y el ingreso a varias academias americanas y europeas. El otomí era de las lenguas indígenas más intrincadas y con pocos nexos con otras de Mesoamérica, y estaba pendiente que sobre ésta se hiciera una reflexión comparativa, de parentesco y de carácter difusionista. Fray Manuel se había empeñado en desentrañar las estructuras lingüísticas del otomí no sólo como un reto técnico sino también cultural, precisamente porque dominaba esta lengua desde que, siendo joven, la aprendió al lado de un cura doctrinero. Y había, además, algo de mayor importancia para su agenda religiosa: pretendía abonar al paradigma aún en boga, aunque ya en crisis, para “probar la monogénesis del lenguaje humano y reforzar la hipótesis bíblica relativa al origen del lenguaje”.29 Este ensayo de filología lingüística tuvo resonancia continental -aunque estuviese errado en algunas de sus premisas. En él sostenía que el otomí, al ser monosilábico, mantenía hipotéticos vínculos con el chino, y que, por añadidura, esto probaba el origen asiático de los primeros pobladores de América (esta idea era compartida por el afamado historiador William Prescott, quien concedió una cita al opúsculo del mexicano). Nájera tradujo esta obra al castellano, ampliada y reeditada apareció en México en 1845 con el apoyo presidencial, con dedicatoria a su amigo Couto, por entonces ministro de Justicia e Instrucción Pública. Merced a este viaje de razón forzosa, el fraile carmelita no sólo había sido congruente con sus ideales políticos por hallarse en desacuerdo con las medidas radicales del gobierno liberal de Gómez Farías, sino que, además, pudo expandir sus campos de conocimiento, y apreciar y contrastar la diversidad de las culturas entre los dos países durante más de un año que se prolongó su estancia.

La historiografía más reciente ha dado a fray Manuel el título de “primer lingüista mexicano”, cuya labor también abrió las puertas a “la antropología” tal como la conocemos: en tanto disciplina aplicada a comprender la cultura de las sociedades indígenas. Más mérito se le reconoce a su Gramática de la lengua tarasca, que quedó inédita hasta 1870 y tuvo dos ediciones más. Buena parte de su producción se hizo para refutar a otros de sus colegas galos que con ligereza o error se adentraban en el estudio de las hablas autóctonas. Según Guzmán Betancourt, el paso de Nájera por Filadelfia le permitió transitar de su faceta como políglota y filólogo a otra más avanzada; es decir, la de lingüista, con la plena conciencia de que inauguraba una profesión apenas sistematizada como disciplina de “investigación científica de los idiomas”, o como conocimiento propio de la diversidad y la identidad cultural.30 En realidad, en esta agenda intelectual se palpa otra de sus herencias jesuíticas y de raigambre criolla: una reivindicación cultural, muy semejante a la emprendida por Francisco Xavier Clavigero en su Historia antigua de México, que buscaba contestar, con un contundente mentís, a las teorías denigratorias de los filósofos deterministas que menospreciaban la condición y cultura del hombre americano. No se trataba, pues, de “jerigonzas indignas de fijar la atención de un filósofo”, sino de idiomas gramaticalmente estructurados y significados por sus voces.

Restañar heridas del destierro: el arraigo jalisciense

La caída de Gómez Farías y el regreso de Santa Anna al poder permitieron a fray Manuel retornar a su país en mayo de 1834, y ya en octubre sus superiores lo destinaron como prior de la comunidad de Guadalajara con el propósito de repoblar el enorme convento y su extensa huerta, situados en una ciudad de creciente importancia política y adelanto industrial. En la capital de Jalisco, desempeñó una ingente labor científica, cultural y educativa por casi dos décadas: fue nombrado por el gobernador como inspector escolar y protector del Colegio de San Juan, de las academias de Pintura y Escultura y otra de Música. Además, fue el principal reformador de la enseñanza primaria, media y superior impartida por el Estado al actualizar sus planes de estudio en su faceta de gramático y pedagogo. Por todos estos empeños, en 1842, fue nombrado presidente de la Compañía Lancasteriana.31 Finalmente, el obispo tapatío lo hizo consultor y censor en el gobierno de su diócesis.

En la restauración del Colegio de San Juan Bautista y la apertura de sus nuevas cátedras, Nájera se sintió a sus anchas y a la vez pagó otra deuda de juventud sacándose una espinita luego de las condenas del despotismo y el jansenismo contra los jesuitas. Especialmente por haberse inspirado en la figura del padre Clavigero, que de allí mismo salió arrestado rumbo al exilio. Bajo su estela ilustrada no sólo dotó o buscó los recursos para abrir las cátedras, sino que formó reglamentos y planes de estudio, como nos dice otro de sus biógrafos: “Este establecimiento que tanto habían ilustrado los PP jesuitas, entre los cuales se halló el inmortal Clavigero, volviese a figurar, aunque por poco tiempo, como uno de los mejores planteles de aquella ciudad”.32 La oración inaugural del curso fue una triple declaración: estética en pro del neoclasicismo, histórica por su hispanismo, y filosófica por abrazar el estoicismo. Nájera no desperdició la oportunidad para arremeter en contra de los filósofos deterministas france­ses e ingleses que menospreciaron a los ingenios americanos, por medio de la evocación del legado modernizador de su gran impugnador, Clavigero: “México dio luz a escritores cuyas obras se conservan con aprecio en las bibliotecas de Europa. Dentro de estas paredes, bajo estos techos, tal vez en esta misma sala, uno de nuestros más grandes hombres [Clavigero] hizo conocer a mediados del siglo pasado a la juventud de Guadalajara, los sistemas de Newton, de Leibnitz y de Descartes”.33 También se amparó en las alabanzas de Humboldt a la ciencia novohispana para insuflar de patriotismo a los jóvenes estudiantes, al tiempo que hizo un elogio epistémico de las cátedras que entonces se abrían: filosofía, lógica, moral, jurisprudencia, medicina, historia, matemáticas y literatura. No dejó de hacer publicidad a las tres academias anexas al colegio: las de botánica, química y música. Y por último recomendó a la juventud la lectura de sus autores favoritos: Chateaubriand, Milton, Klopstock y Racine (y denostó la ingratitud y el cinismo de Voltaire). Dejó, por último, el proyecto para montar un museo de antigüedades prehispánicas en un ala del colegio, con el propósito de estudiar y mostrar las conexiones de las culturas de América con las de Asia, que tanto le inquietaban.

Ya se ve, luego de su experiencia potosina, que Nájera fue un educador y reformador nato, un enciclopedista, comprometido con la utilidad pública, y que por eso mismo pudo remontar los tres cierres que, por vaivenes políticos, le infligieron a su colegio restaurado.

En medio de estas encomiendas estatales, también procuró dar nueva vida a la Academia de Bellas Artes de Guadalajara, y, en 1835, propició, junto con el gobernador centralista José Antonio Romero, la llegada desde México del pintor José Antonio Castro, quien asumió la dirección del plantel.34 Castro había sido discípulo aventajado de Rafael Ximeno y Planes en la Academia de San Carlos y, de tal suerte, hizo mancuerna con Nájera para divulgar las ventajas de la enseñanza del dibujo entre la población. En 1840, el fraile redactó una disertación sobre cómo alcanzar la perfección o el “bello ideal”, no sólo por la corrección de los modelos inertes, como los yesos, ornamentos y las láminas, sino por los estudios directos del natural.35

Dos años más tarde fue el encargado de pronunciar un discurso en pro de las bellas artes con motivo de la visita que hizo el gobernador a la Academia tapatía. Esta pieza fue una suerte de manifiesto estético, cuyo principio rector era obviamente “el genio del cristianismo” tomado de Chateaubriand, en tanto principio inspirador de todas las artes de la cultura occidental. Así, afirmó que la facultad de la imaginación, como potencia creadora de las bellas artes, debe su grandeza e inspiración a la revelación de la fe religiosa:

Nada prueba tanto, señores, la importancia de la pintura para el hombre que se halla en la escuela de la perfectibilidad intelectual, y de consiguiente social, como la armonía que de aquella y la única religión digna del hombre, resulta. ¡Oh, tu genio de Chateaubriand! Ven a inspirarme tu bíblico y homérico lenguaje, para que presente yo a la pintura adornada con aquellos atavíos con que nunca hechizó a la antigüedad pagana, y que tan llena de gracia como majestad, la engalana la religión del hombre. [… ] Y ¿cuál otro, señores, es este genio del hombre que mantuvo el fuego sagrado entre las ruinas del Santuario; que halló los dogmas de la verdad filosófica en el corazón; que descubrió una fe para la misma imaginación, y a las bellas artes obligó a reconocer el origen de su grandeza, de sus gracias y de su hermosura? ¿Cuál otro puede ser sino el cristianismo?36

También era muy sintomático que Nájera apostara ya por una estética nazarenista y exaltara las virtudes formales “del hechizo del divino pincel de Rafael”, explayándose en su famosa Madonna sixtina. De tal suerte se erigía en pregón y preludio de la llegada de este movimiento pictórico a México, afincado en la superioridad ética y estética de los temas bíblicos, para luego desarrollarse, con significación política, en los grandes cuadros de historia.37 En estas líneas fray Manuel no sólo parece ser un heraldo del nazarenismo que en la Academia capitalina comenzarían a practicar los discípulos de Pelegrín Clavé y Manuel Vilar, sino también del programa patriótico y edificante de los monumentos a los héroes, al que también tenía que contribuir el plantel. Todo esto por medio del poder de las imágenes virtuosas y edificantes, dirigidas a los ciudadanos de buena fe y buenas costumbres, capaces de reconocer verdad, bondad y belleza:

El cristianismo ha inspirado a la pintura ese bello ideal todo místico, todo espiritual que nos hechiza en el pincel del divino Rafael, cuya elevación y cuya pureza son el ideal de la religión y de la fuerza interior que ella comunica a el alma: […] él, él fue al que a Vanucci [Il Perugino] presentó el objeto de mayor ternura en la Caridad cristiana; a Le Seur, el patético, en el Sacrificio de Abraham; a Carache [Lodovico Carracci], como el esfuerzo de lo sublime, la tierra convertida en cielo, en la Transfiguración. Con razón madame Staël [Anne Louise Germaine Necker], ese genio de muchos grandes hombres en el cuerpo de una mujer, no solo olvida las preocupaciones de la escuela árida del calvinismo, en que fue educada, sino que salía de sí toda y quedaba extática, a vista del cuadro de la Virgen, pintado por Rafael, que se conserva en Dresde, y es uno de los más ricos tesoros que poseen las bellas artes. En las largas vestiduras de esta casta doncella, no ve sino la expresión del poder; en la fisonomía de la niña, encontraba una belleza celestial al través de lo terrestre; el Niño de esa dichosa Madre, tiene a sus ojos en el semblante, apenas formado, un rayo de fuerza omnipotente, que no puede servir de aureola sino al Ser Divino; y por la sonrisa humilde, llena de confianza de los angelitos que contemplan al Hijo y la Madre; reflexiona que al lado del candor celestial, conserva sus encantos la inocencia. Aquí fue sin duda donde experimentó que los cuadros inspirados por la religión cristiana dejan una inspiración semejante a la de aquellos Salmos que mezclan con tanto encanto del que lo escucha, la poesía con la piedad.38

Y para rematar su pieza, nuestro autor invocó el acto de la contemplación directa como revelación del misterio, confiado en su poder transformador, tanto en lo espiritual como en lo social: “Si Goethe echaba de menos el Júpiter Olímpico que tanto admiraron los antiguos, y decía: si yo lo hubiera visto yo sería un hombre mejor, convengamos en que la perfección de la sociedad está en proporción al cultivo de las bellas artes”.39

En el convento tapatío fray Manuel escribió, además, ocho diálogos sobre asuntos estéticos en los que explicaba “los principios para juzgar la belleza o el buen gusto en los objetos naturales y en las obras de arte”.40 Con estas especulaciones sobre el gusto y la belleza es posible que siguiera las huellas ilustradas de su maestro el jesuita Márquez, pero también los preceptos del idealismo y el romanticismo en boga. Baste citar la siguiente descripción de sus biógrafos acerca del contenido de estos escritos:

En ocho diálogos, figurando A y B como interlocutores, explicó el padre Nájera los principios para juzgar de la belleza y buen gusto en los objetos naturales y en las obras de arte. En la primera de estas lecciones expuso de qué manera el gusto es el resultado de la delicadeza, que afecta al sentimiento, y de la corrección que depende de la razón y el juicio. En la segunda, explica al genio como creador de todo lo bello, compuesto de las bellezas parciales, trayendo, con oportunidad, el ejemplo de Fidias, en su bello ideal de la Venus de Medici. En la tercera trata de la sublimidad, como objeto también del gusto, y aplicando esta lección a las bellas letras, se ocupa en la cuarta y quinta conferencias, de explicar todavía el sublime, con los incomparables himnos del poeta inspirado por la Divinidad, y con algunos pasajes de Homero, Virgilio, como autores antiguos; y de Racine, Milton, Ossian y otros muchos entre los modernos. En la sexta se propuso demostrar las causas de la belleza, y de cuántas maneras puede ésta reproducirse en los escritos; siendo también el asunto de la séptima y octava explicar los escollos que en el lenguaje y en el estilo deberá evitar el escritor para no perjudicar a la belleza y el buen gusto de las obras. El padre Nájera adoptó para estas lecciones los principios de Blair, ofreciendo continuarlas, pero, o no lo hizo por alguna ocupación más adelante, o se han perdido como tantos escritos suyos.41

No sobra insistir en que, para la historia del arte, estas obras de fray Manuel deben destacarse por ser de las primeras reflexiones que en México, de una manera sistemática, especularon sobre el fenómeno estético, la condición de la belleza y sus causas. Sin embargo, sus manuscritos, dispersos y sobrevivientes, no sólo son históricos, lingüísticos y de especulación estética; hay otros que se acercan a la numismática, botánica, geología y homilética, y que están a la espera de compilarse, estudiarse y editarse (algunos en los anaqueles de la Biblioteca Pública del Estado de Jalisco).42 Por algo, escribió Alamán: “Su librería está abierta a cuantos quieren y desean instruirse, particularmente en bellas artes, de las que es un elogiador entusiasta. Inspira, fomenta, y propaga el estudio de este ramo de literatura y difunde el buen gusto”.43

El Carmelo tapatío como parnaso y museo

Bajo su priorato, pues, puede decirse que Nájera hizo del monasterio carmelitano una verdadera academia del conocimiento, del arte y la cultura local; por eso en sus interiores se desplegó una elocuente galería pictórica acorde con el decoro espacial, por los temas elegidos, pero cuyo programa de conjunto era toda una declaración de principios y doctrina, es decir, la visualización de un manifiesto ideológico, sin duda enderezado ante el creciente laicismo. Era también una suerte de teatro de la memoria para evocar algunos de los lugares de Tierra Santa, y transportar mentalmente al visitante a los sitios en que surgió la cristiandad como origen y destino de la civilización occidental. No en balde Nájera había transformado un espacio de clausura y recogimiento individual en una nueva casa para ejercitantes laicos, habilitada sobre todo en tiempos de cuaresma, “días de expiación en que dicho sagrado recinto abría sus puertas a los piadosos hijos de Guadalajara”.44

En aquel entonces no sólo se renovaron los retablos de la nave y sacristía, sino que fray Manuel también ideó su galería de historias bíblicas, héroes y alegorías en la portería, escalera, los ambulatorios y el osario; ámbitos tachonados de inscripciones reflexivas o dísticos para meditar, algunos de la pluma de fray Manuel, en los que puso todos sus talentos filológicos y dominio de lenguas:

Se leían, de trecho en trecho por toda la longitud de los muros, hermosas y sublimes inscripciones escritas en todos los idiomas antiguos y modernos, en cuya preciosa enciclopedia figuraba en primera línea el difícil y desconocido idioma de los hijos de Guatimotzin, siendo tan curioso ornato, así como todas las bellezas que enriquecían al templo y monasterio, debido al ardiente celo y elevado ­gusto que en todas sus obras distinguía al célebre y antiguo prior fray Manuel de san Juan Crisóstomo.45

En el testero de la sala de profundis, un sitio clave en la espiritualidad carmelitana, consagrado para la oración, la vida comunitaria e ingreso del refectorio, Castro pintó su gran cuadro de velación en el Santo Sepulcro, con empaque romántico y conmovedor, a juzgar por la descripción que se hizo:

Una mAGNífica representación bíblica, obra clásica del referido artista Castro, del cual daremos al lector una ligera idea por el aprecio que su memoria inspira a los admiradores de aquellas notables producciones que enriquecen este monumento. Hacia arriba, en primer término, se hallaba el cadáver del Salvador medio recostado en el fondo tenebroso de un sepulcro tajado de viva roca. A corta distancia, dos bellos genios celestiales, vestidos de luto y recogidas sus alas de armiño, ­miraba el uno, de rodillas y en la actitud más pesarosa, la efigie exangüe del Redentor; el otro, inclinada la cabeza, bañada de lágrimas, una negra piedra. Una nube oscura y densa vagaba con pesadez sobre aquella escena profundamente lúgubre y tierna, aterradora y sublime. A través del nubarrón, en último término, se distinguía una colina melancólica, árida y pedregosa, en cuya cima se advertían, elevadas, tres grandes cruces. En la parte inferior de dicha pintura, se leía: Primogenitus mortuorum, y encaminándose hacia la salida se distinguía una grande lápida, escrito con gruesas letras de relieve dorado: ¡Aquí te espero!46

El pintor y el mentor respetaron el sentido del decoro con un tema ad hoc, ya que en este espacio de velación era precisamente para condolerse del sacrificio en el Calvario y empatar con la velación de los ángeles acompañando al cuerpo vulnerado de Jesús, sin duda con un ánimo expiatorio o para saldar los pecados sociales. Todo esto mediante el manejo de los sentimientos encontrados de la compasión y la ternura, tal como enfatiza la descripción.

Otra novedad impresiónante eran l¡” pin’uras del cubo de la escalera: “En cuya pared de frente al descanso, se dejaba ver una original pintura de perspectiva que presentaba el interior de un antiguo templo en ruinas. Concluido el segundo tramo, la vista era agradablemente sorprendida por otra pintura de grandioso efecto, en la que se veía al profeta Daniel en la cueva de las fieras”.47 Ésta debió leerse, como sucedía en la exégesis tipológica, como una prefigura de la resurrección de Jesús, de la salvación universal y del valor de la oración y la templanza ante la adversidad, sobre todo aquella que proviene de los falsos sabios y del despotismo.

Todo el recorrido conducía a la biblioteca, concebida como un depósito sagrado y fin último de sus afanes, ya que la librería conventual era ciertamente un Sancta Sanctorum, pero ahora abierta para la utilidad pública:

Contigua a dicha galería, seguía un espacioso salón, iluminado por asimétricas ventanas, cuyo cielo se adornaba con un vistoso cielo raso agraciado en todo su contorno con raras y simbólicas pinturas al temple. Este salón guardaba una selecta y copiosa biblioteca, la cual, por sus sublimes obras, preciosos manuscritos y crónicas, ocupaba uno de los primeros lugares entre las que poseían los monasterios de la República, excitando por tan justo título la admiración del viajero que gozaba de la ocasión para visitarla, así como la anterior galería mencionada.48

En efecto, esta galería, previa al ingreso a la biblioteca, estaba separada por un cancel de hierro forjado y en verdad era una pequeña pinacoteca consagrada al gusto y a los héroes culturales de fray Manuel: “Una rica galería de bellos lienzos de pintura y acabados bustos, que representaban a los genios más ilustres del antiguo y nuevo Continente, entre cuya notabilidades ocupaban un lugar prominente el heroico libertador de Irlanda, don Daniel O’Donnell, el azote del protestantismo: Fénelon y el mencionado Nájera, gloria distinguida de su Orden”.49 No sabemos quiénes más de los pensadores americanos y europeos estaban en escultura, pero por la sola mención de estos dos personajes no queda duda de que el radar ideológico de fray Manuel estaba al día y empataba con su lucha en el partido conservador: desde el abogado emancipador de los católicos en Irlanda, en su lid pacifista contra la represión británica, hasta el obispo, teólogo antijansenista y fabulista, quien censuró el despotismo y los excesos de los reyes.

Llaman la atención las obras de perspectiva y el temple del plafond en esta biblioteca carmelitana, ya que allí seguramente Castro seguía las enseñanzas de un gran profesional en este género de pintura ejecutada sobre techos: la de su maestro, el valenciano don Rafael Ximeno y Planes.50 Castro usó la misma técnica y género para ornamentar los muros laterales del templo, mientras que en el sotocoro pintó al óleo dos temas poco usuales, pero entonces de sugerente correspondencia simbólica: El Niño Jesús disputando entre los doctores y Jesús presentado ante el pretorio, “siendo dichas obras, del distinguido artista mexicano don José Castro”.51 Como un pendant de temas evangélicos, éstos podían leerse en clave jurídica o foral: mientras la sabiduría divina florece en los estrados académicos, la justicia de los hombres se equivoca en los tribunales humanos. El colofón de todo el programa estaba en los cuadros seriados situados entre las arcadas del claustro, que debieron ser toda una declaración poética y espiritual: “Cuya vastas dimensiones y sorprendentes pinturas que lo hermoseaban, le daban un aspecto de templo, realizando su mérito un cuadro de perspectiva que aparecía al fondo, cuyo poético pensamiento nos presentaba al célebre cantor de El genio del cristianismo, visitando las antigua ruinas de Grecia”.52 Así, a un tiempo que Nájera apostaba por la restauración de la Iglesia amenazada por las revoluciones en pro de un estado confesional, también declaraba su adscripción estética al “bello ideal” de la antigüedad grecolatina. Por ejemplo, notemos aquella oda visual a François Chateaubriand, el gran viajero a Tierra Santa, la misma que nuestro fraile había evocado en su gran proyecto pictórico. No deja de sorprender que al menos este último y controvertido autor, y el irlandés O’Donnell, fueran representados como héroes políticos y culturales, aún en vida, y desde un lugar que comenzaba a ser llamado Atenas tapatío o la Florencia mexicana.

Este meticuloso ejercicio de écfrasis, que hemos citado en partes, fue obra de un anónimo “hijo de la Iglesia”, indignado por la destrucción del conjunto y testigo ante lo irremediable. Su obra también empata con la gran elegía de otro escritor, liberal desencantado, que denunció los excesos de la piqueta reformista en la Ciudad de México: Manuel Ramírez Aparicio.53 Tal descripción del monumento se publicó en 1864 bajo un impulso igualmente melancólico: tanto por las ruinas representadas en los muros, según hemos visto, como por las provocadas por la barbarie, que había profanado un hortus edénico y un museo del saber y la memoria, para convertirlo en un “cuartel inmundo”. La destrucción no era sólo en razón de la especulación urbana, para subastar los predios a los agiotistas, sino una medida de poder simbólico, según sus palabras finales:

Al contemplar el triste aspecto que ofrece este célebre monumento arruinado, con sus hermosas pinturas maltratadas y otras borradas, la preciosa galería, biblioteca y demás bellezas que la enriquecían, arrebatadas por sus profanadores en los horribles momentos de su furor impío, el alma no puede consolar su pena sin evocar de la tumba a los manes de los cenobitas que vivieron y murieron allí, entre los cuales parécenos descollar la sombra venerable del sabio Nájera, que poseída de indignación, se levante pidiendo al cielo descargue su tremenda justicia sobre los despiadados destructores de su amado templo.54

Todo, pues, parecía ir en contra de una orden religiosa incómoda o decadente, que fue el blanco preferido de la desamortización en ésta y otras comunidades del país. Pero es posible que tanta saña también se deba a la figura ya entonces proscrita del padre Nájera; o si se quiere, ya estigmatizada por las ideas, valores, discursos y acciones que había asumido durante la etapa previa a la Constitución de 1857 y a la sangrienta Guerra de Reforma.

Al mismo Castro puede atribuirse sin duda el mejor retrato al óleo del padre Nájera, que ahora conserva el Museo Regional Potosino, pero que debió ser pintado en Guadalajara: fray Manuel, vestido con su hábito regular y tonsurado, empuña un plano cartográfico con las costas mexicanas del océano Pacífico, sin duda una declaración de su dedicación a la geografía nacional, pero también muy posiblemente una alusión al encargo que recibió del gobierno estatal para estudiar las condiciones geológicas y sísmicas del occidente de México (fig. 3).55

José Antonio Castro (atrib.), Retrato de fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, óleo sobre lienzo. Museo Regional Potosino, Instituto Nacional de Antropología e Historia, San Luis Potosí. Fotografía: Valentín Ortiz. “Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia”, SECULT.-INAH.-Méx. 

Tales galerías pictóricas y repositorios bibliográficos, si bien desaparecieron, quedaron como punto de referencia en la leyenda urbana y como tema de la cultura regional (fig. 4). Baste citar este pasaje novelado del jalisciense Victoriano Salado Álvarez, evocado en sus Episodios nacionales mexicanos. Aunque Salado no alcanzó a conocer a Nájera, es de llamar la atención no sólo que se basó en la vox populi, sino que su elogio intelectual -y el penetrante retrato de su personaje-, provenía de un escritor de pensamiento liberal:

Los más de los días ocurríamos a la celda del padre Nájera, prior del Carmen y el hombre que con mayores aptitudes de maestro haya conocido en mi vida. Era fray Manuel de S. Juan Crisóstomo Nájera, como se le llamaba oficialmente, alto, de tez blanca, gordo sin llegar a obeso, de fisonomía nobilísima y distinguida como ninguna. Ya la historia lo ha traído en lenguas, y parece excusado pregonar aquí méritos suyos. Baste decir que su erudición en ciencias sagradas y profanas era portentosa; que conocía, como nadie los conocía de seguro en el país, los idiomas sabios como los indígenas y los orientales; y sobre todo, que su competencia en asuntos de arte no tenía entonces, ni tiene ahora, ni tendrá en muchos años competidor posible. Lo mismo leía, admiraba y comentaba una tragedia de Sófocles que una comedia de Plauto, que un poema de Byron. Lo mismo pronunciaba, con aquel su estilo atildadísimo, una oración acerca de los sistemas filosóficos, que un discurso para celebrar un fausto acontecimiento político. En su celda encontraban labor y asunto los pintores, a quienes hizo ejecutar una serie de retratos de hombres célebres con inscripciones apropiadas, parto del ingenio del buen prelado; tarea los músicos, a quienes daba a conocer y hacía ejecutar los más grandes primores que producían los genios de entonces; modelo los escultores, a quienes mostraba las fidelísimas reproducciones que guardaba de las mayores obras de arte de los museos de Europa, y auxilio, consejo, protección y estímulo los arquitectos, los poetas y los simples estudiosos. El convento del Carmen era al mismo tiempo una pinacoteca, un museo, una biblioteca, una colección de monumentos y una casa de oración. Desde la entrada ostentaba, escritas en las paredes, sentencias de los clásicos, máximas de buen vivir, nobles y atractivas enseñanzas; algo más se avanzaba y se iban descubriendo tesoros que en todos los conventos podían haberse adquirido, pero que en todos faltaban porque no se contaba con el gusto exquisito, el hermoso desinterés y la noble iniciativa de Nájera, que no se curaba de aumentar las rentas, ni de adquirir inmuebles, y de poseer más ganados, y a quien más importaba una edición rara o un cuadro de mérito, que una casa o un saco de dinero. A nosotros nos recibía con una exquisita amabilidad, y no sólo corregía nuestros ensayos, nos daba consejos fructuosísimos y nos deleitaba con su conversación, sino que nos enseñaba la sociabilidad, la buena crianza y la grande y noble tolerancia, que eran la base de su carácter.56

Antoni Utrillo, Retrato de fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, cromolitografía, 1902. Tomado de Salado Álvarez, Episodios nacionales (vid. supra n. 53). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

Narrativa alternativa: el sermón guadalupano y la historia nacional

El padre Nájera también fue el más aplaudido orador sagrado de su tiempo y ya se entiende que en sus sermones se distinguió por construir una visión armoniosa y civilizatoria de la Conquista, el guadalupanismo y todos los valores de la hispanidad, que iba a contrapelo de la naciente ideología liberal que desconoció la labor evangelizadora de la Iglesia y la gestión del gobierno virreinal.

El sermón guadalupano del 12 de diciembre de 1839 se hizo célebre entre sus escuchas en la catedral tapatía y circuló ampliamente en el país como pieza de lectura. Alamán le reconoce el mérito de haber sido el primero en cambiar la narrativa sobre el sentido de las campañas de Hernán Cortés y el proyecto de incorporación de América a la monarquía española, esto sin negar el uso de las armas y la crueldad para abatir a Moctezuma y Cuauhtémoc, o incluso dando paso “a la esclavitud de los encomenderos”. Sin embargo, estos excesos para construir otra realidad no fueron en vano, eran la causa eficiente para el nacimiento del país. Lo mismo que Jerusalén castigada por los pecados de sus prevaricadores, México tuvo que aceptar la ira de Jehová, para que así se hiciera más notable su justicia y templanza con la llegada del Evangelio. Pero también algo más: como condición para poder generar instituciones y cambios sustanciales en la sociabilidad y el futuro de sus habitantes. Por falta de “instrucción y sano juicio”, según Alamán, desde 1821 era común denostar los hechos de la Conquista, más por “el furor” antihispanista que por el conocimiento profundo de la experiencia histórica. México había sido un territorio reservado para mejores fines, tanto por el orden natural como por los avances científicos y el progreso de la náutica; así, ante la amenaza de que otra potencia más depredadora se hiciese del imperio de Moctezuma, era una ventura providencial que España fuese a quien, por sobre todas, le tocara ser un “instrumento de castigo y maestra de civilización”.57

En efecto, se trataba de una predestinación cuasi profética, con destino misericordioso y privilegiado, merced al apostolado mendicante jamás visto en otras latitudes del orbe. A partir de la segunda mitad del siglo XVI la Corona fue ensanchando y unificando bajo su gobierno un territorio nunca imaginado, creando instituciones del saber y la cultura que fueron a la postre los mismos semilleros de la conciencia de autonomía y del deseo de emancipación de España. Es decir, España misma forjó un carácter de nobleza y conciencia, que al cabo devendría el espíritu libertario de la emancipación:

Tú, [España], le abriste la puerta a las ciencias, que en el siglo XVI te eran amigas y familiares, tanto cuanto no lo eran a pueblo alguno de los que ahora brillan más que tú en la carrera del saber. Tú hiciste con México, lo que muy tarde y muy mezquinamente hicieron la Inglaterra y la Francia, y no muy temprano el Portugal, con sus conquistas; abriste colegios, estableciste Universidad, fundaste casas de educación, y en ellas el joven hijo de Moctezuma aprendió a leer la ruina de Troya en la lengua de Homero, sobre las humeantes cenizas de Tenoxtitlan; y lo más importante, los hijos de los que adoraban poco antes a Tlaloc y Huitzilopochtli, veían desplegado ante sus ojos el cuadro de los vaticinios de la venida de un Salvador, y la ruina y el castigo de la idolatría, recibían esas lecciones de boca de Moisés y de los Profetas. Tú nos participaste de la civilización de tu siglo en que fuiste grande y explotaste, aunque mal, la riqueza virgen de nuestro suelo. Tú comunicaste al mexicano un carácter caballeresco, que unido al dulce que tiene de sus madres, lo hacen generoso y noble. Tú, en fin, nos diste el germen de la independencia, que se fermentaba en nuestras venas con la sangre heroica de los que arrojaron a los árabes a los desiertos de África, y aun se acordaban de venir de los que hicieron temblar a Roma en los días de su poder.58

En verdad era una pieza de tesis “arriesgada”, como dijo Alamán, que sorprendió a muchos y caló en la conciencia de sus partidarios, que lo leían como un compendio reflexivo de historia patria. Especialmente por una de su frases lapidarias y justificativas: “El bien de la conservación de México, pues, estaba exigiendo que su triunfo fuese el año de 1821”. Así que, por primera vez durante los años republicanos, no sólo se aquilataban los saldos de la política real del Antiguo Régimen como un “instrumento de civilización” y se contrastaba la mezquindad de otras potencias, sino que el autor también retrató una realidad más compleja y dialéctica. Y esto sin negar la violencia de la Conquista y la encomienda del siglo XVI, y sobre todo la exacción y ceguedad de la Corona a partir de los últimos años del virreinato. Nájera no dudó en denunciar el reinado del pusilánime Carlos IV y la política absolutista, el atentado a la estabilidad financiera de la Nueva España que desataron los préstamos forzosos o los vales reales para pagar las guerras ni toda una serie de agravios a los suyos, los criollos.

Éste sería “el brinco” historiográfico de fray Manuel: atribuir a la misma y esencialista España el espíritu independentista, templado desde la reconquista del territorio en la Península. Nada que ver ni por asomo con el espíritu libertario y destructor de la Revolución francesa y en esto era consecuente con las mismas ideas antidisruptivas de la historia de Alamán, seguidor e introductor en México del pensamiento de Edmund Burke.59 Más allá del artilugio retórico al emplear un vector asincrónico entre reconquista y conquista, el ingenio del orador persuadía a sus escuchas o movía sus sentimientos más recientes. Esto de­­bido a que, un año antes, cuando se trasladaron los restos de Agustín de Iturbide desde Tamaulipas a la Catedral de México, se desató un sentimiento de culpa y expiación nacional: un parricidio colectivo. En fin, por los pecados sociales cometidos y las luchas fratricidas que se habían iniciado justamente con el fusilamiento del libertador y autor de las Tres Garantías. Ahora la guerra era de México contra México sin “el bien de la conservación de México”. En los párrafos del sermón están algunos de los gérmenes y temas más visibles del conservadurismo mexicano, que funcionan a modo de un examen de conciencia colectiva, de purgación y deprecación morales elevadas, por ejemplo, el patronato guadalupano como vertebrador de la nación, el culto al Cristo Rey de las naciones, supremo juez, que pone orden ante el pecado, la inmoralidad y la impiedad de la clase política. Tan sólo el orden y el tradicionalismo son garantes de las nuevas libertades y no al revés, ya que establecen la paz y se conserva la justicia, exclamaba Nájera.

En su tesis de España como maestra libertaria, fray Manuel tampoco faltaba a la verdad desde su propia óptica de criollo: como testigo adolescente de la guerra de Independencia, bien sabía que los mejores y más cultivados caudillos habían salido de los semilleros de la ciencia y la cultura o de instituciones auspiciadas por la Corona: el Real Seminario de Minas, el Colegio de San Nicolás de Michoacán o el correspondiente de San Francisco de Sales en la Villa de San Miguel.

En suma, este fraile era todo un vocero intelectual del naciente partido conservador, y pieza clave de la conciencia religiosa de sus más connotados miembros. Así, tanto por su guía y doctrina, su sabiduría y conocimientos al servicio de la educación del guadalaxarensis populo, como por su caridad con la infancia o los desvalidos, fue llamado en vida “el Borromeo mexicano”.

Esto es bastante sugerente, no sólo por su liga con el vigor unificador y estructurador de la Contrarreforma, sino por sus mismos intereses en el arte y el decoro litúrgico. En medio de esta saga intelectual, el tiempo ya no le alcanzó para concluir la traducción de una obra que juzgaba imprescindible para combatir una mala doctrina ideológica que empezaba a cundir en la sociedad: el comunismo. Se trataba del ensayo de teoría política, escrito en francés, de Alfred Sudre: Historia del comunismo o refutación histórica de las utopías socialistas de 1849. De seguro que había motivos para que el partido conservador actuara y se radicalizara, como se verá abajo.

El trauma de la guerra, la invasión de los Estados Unidos de 1847 y la firma de los tratados de Guadalupe cohesionaron, aunque en momentos patéticos y desgarradores, a la tríada de amigos: Couto, Alamán y Nájera. Si Couto fue miembro de la comisión diplomática para poner fin al diferendo, tanto Alamán como el fraile destilaron amargura y desazón al creer que en verdad se extinguía el proyecto de nación y la viabilidad del Estado mexicano. Desde su residencia de Guadalajara, fray Manuel, en su calidad de geógrafo, fue consultado sobre los diferendos fronterizos para dividir el territorio por petición del presidente Manuel de la Peña y Peña; mientras Alamán, como ya se sabe, quedó compelido moral y revulsivamente a redactar su historia de México. Eran momentos de definiciones, y la clase intelectual -y de cualquier partido- dejaba atrás sus meras aficiones eruditas y periodísticas, para asumir un nuevo papel eminentemente ideológico: el de profetas y visionarios sociales.

Un busto, un rostro, una figura: el sepulcro

Fray Manuel pasó sus últimos días en México. Al morir, el 16 de enero de 1853, toda la prensa sin distingo de facción o partido, como El Universal, El Monitor y El Siglo Diez y Nueve, hizo los elogios de la figura intelectual y la obra ­educativa del fraile carmelita. Incluso la muerte fue parte de su leyenda de hombre sabio, ya que acabó sus días atacado por una enfermedad causada por “el reblandecimiento cerebral, que produce el exceso de estudio”.60 Entre el círculo de sus amigos y admiradores este deceso fue tristemente lamentado, “un día aciago para la República”, una pérdida irreparable que afectaba la cultura de su tiempo. Ya que además fallecía en plena madurez y creatividad intelectual: literalmente murió rodeado por sus libros, y asistido por sus hermanos de religión. El orador de las honras fúnebres veía en su partida un mal presagio: durante aquellos tiempos turbulentos, se echarían de menos su sabiduría y ecuanimidad, y su muerte representaba un trastorno o una “especie de calamidad pública, como nuevo castigo que sufre nuestro pueblo, [ya que] sus grandes talentos hubieran servido para dominar la situación y contribuir a la quietud de su país”.61 Eran los meses en que Santa Anna se empezó a llamar Su Alteza Serenísima, en diciembre consumaría la venta de La Mesilla a los Estados Unidos, mientras estaba a punto de estallar la proclama anticlerical y agrarista del Plan de Ayutla (en marzo), hecho que más tarde abriría las puertas a una guerra civil.

Para la opinión pública -más allá de su autoridad en tan distintos ámbitos del arte y el conocimiento-, en su persona también se encarnaba la figura de un verdadero dirigente y forjador social -aunque oculto tras bambalinas-, identificado como progenitor de la camada más reciente y vigorosa de sus correligionarios políticos, según dijo José Valadés:

Cabeza de este nuevo grupo era el padre Nájera, de la orden de carmelitas. Virtuoso, modesto, de vastísima cultura, Nájera era el guía espiritual de quienes habían de tomar la bandera alamanista. No aparecía en público como aparecían el padre Miranda, Rafael de Rafael, Aguilar y Marocho o Díez de Bonilla; pero era quien señalaba un nuevo camino y conducía a sus amigos hacia la formación de un partido: el Partido Conservador en 1845.62

Su amigo Lucas Alamán, como vimos, había mantenido correspondencia con fray Manuel, no sólo como aliado político sino también al compartir afanes ­eruditos e intelectuales; así, durante su estancia en Guadalajara, Nájera dedicó largo tiempo a recopilar documentos y testimonios sobre la guerra de Independencia para remitirlos a Alamán mientras éste redactaba su Historia de México. Ya se ve que el historiador, por su parte, se sintió más que obligado a escribir la biografía, reunir a los autores del sentido obituario y organizar las ceremonias de exequias de fray Manuel. Sin embargo, los primeros trazos de esta vida los dejó inconclusos porque, a los seis meses, también Alamán -de improviso- lo acompañó a la tumba (por causa de una pulmonía fulminante). Dicho trabajo lo prosiguió y publicó en 1854 Fernando Lerdo de Tejada, bajo el título de Noticia de la vida y escritos … que tantas veces hemos citado; Lerdo, además, hizo un voto para recopilar y editar, en un solo cuerpo, la obra tan dispersa o manuscrita de Nájera (proyecto que no llegó a buen puerto). En la portadilla lucen los títulos que fray Manuel reputó en vida: cronista de la Orden del Carmen de México, sinodal, censor y consultor teólogo del obispado de Guadalajara, socio corresponsal de la Sociedad de Geografía y Estadística de México, miembro honorario de la Sociedad Médica de Guadalajara, de la Sociedad Americana de Filadelfia y de los Anticuarios de Copenhague.

El ceremonial de las exequias quedó reseñado en una elegante y prolija relación impresa, que estuvo acompañada del sermón fúnebre predicado por el doctor Juan Ormaechea, canónigo de Catedral, ilustrada por el litógrafo Hipólito Salazar, e intitulada: Corona fúnebre en honor de fray Manuel de S. Juan Crisóstomo de la Orden de los Carmelitas Descalzos, impresa por Ignacio Cumplido, también en 1854 (fig. 5).63 En la portada alegórica se disponen los instrumentos literarios y científicos del fraile, esparcidos entre los velos negros y la corona oval formada por un festón de lauros y palmas y destaca, al pie, una lámpara de aceite como atributo del estudio. Es, pues, un hermoso ejemplo del diseño tipográ­fico romántico. Más adelante se encartan dos litografías que nos brindan la vista del catafalco de las exequias en el Oratorio de San Felipe Neri o Casa Profesa -celebradas la mañana del 16 de febrero-, y el monumento sepulcral definitivo cerca del crucero del templo de Jesús Nazareno.

Hipólito Salazar, portada de Corona fúnebre en honor de fray Manuel de S. Juan Crisóstomo de la Orden de Carmelitas Descalzos, litografía, 1854. Tomado de Alamán y Lerdo de Tejada, Noticia de la vida (vid. supra, n. 4). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

Bajo la cúpula del templo filipense, quedó erigido el sencillo túmulo efímero de tres cuerpos, escoltado por cuatro hacheros de calamina, obras de Manuel Tolsá. En lo alto del pináculo de terciopelo negro estaba tendido su hábito carmelitano como prenda de su humilde investidura monacal. Los epitafios en los cuatro paños de la pirámide, escritos en castellano, fueron obra de sus amigos, José Bernardo Couto, Alejandro Arango y Escandón, José María Lacunza, Manuel Carpio, y de su sobrino, el licenciado Juan Ignacio de Nájera y Lascuráin. En sendos versos, éstos no dejaron de rememorar las penas y sinsabores que padeció por el destierro, su magisterio potosino y jalisciense, y el alcance de su fama internacional (fig. 6). Couto, por su parte, quiso tributar un último reconocimiento a su viejo condiscípulo en el Colegio de San Ildefonso: no sólo compuso las inscripciones latinas para el túmulo y las de su sepulcro definitivo en el Hospital de Jesús, sino que gestionó que la Junta Superior de la Academia donara un canto de mármol para el busto que diseñó Manuel Vilar, director del ramo de escultura de la Academia (que analizaremos abajo).

6  Hipólito Salazar, Honras de fray Manuel de San Juan Crisóstomo, de la orden de Carmelitas descalzos, celebradas en la iglesia del Oratorio de San Felipe Neri el día 15 de febrero de 1853, litografía, 1854. Tomado de Alamán y Lerdo de Tejada, Noticia de la vida (vid. supra n. 4). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

Este último familiar, el sobrino Juan Ignacio, estrechaba aún más los lazos con la Academia, ya que apenas en julio 1852 había sido nombrado “académico de honor” por sus méritos y cultura (también bibliófilo y quien ordenó y clasificó la biblioteca de la escuela); e incluso otro pariente, de nombre José Estanislao Nájera, había servido como conserje de aquel plantel, desde 1832 hasta su muerte en 1861.64 Un año antes había muerto otro pilar intelectual e institucional de la Academia: el presidente y benefactor de ésta, Francisco Javier Echeverría. Así, con gran pesar institucional y social, el mismo grupo comandado por Couto e Ignacio Nájera había encabezado la comisión para celebrar sus correspondientes honras fúnebres en la Profesa.65

Ya se adivina, en consecuencia, que la afinidad de fray Manuel y de su familia sanguínea, intelectual y espiritual con los restauradores de la Academia habría favorecido el buen éxito y el merecido homenaje que constituyó la erección del monumento final en el Hospital de Jesús. La litografía de este edículo nos muestra lo que aún era el proyecto de un “sepulcro sencillo y digno”, y que en un principio se tenía pensado levantar en la iglesia de monjas de Santa Teresa la Antigua (quienes en aras de su hermandad carmelitana, tendrían mucha honra en recibir su cadáver). El edículo tumbal que finalmente se alzó en el templo del Hospital de Jesús por empeños del hermano y bajo la influencia de Alamán, debe explicarse dado el vínculo del historiador con esta obra pía cortesiana (ya que se había desempeñado como apoderado-gobernador de los descendientes del Marqués del Valle -Hernán Cortés-, fundador del hospital).66 Manuel Vilar había modelado años antes en yeso los bustos de los dos amigos como un pendant, y ahora, en su afán de hacer valer el adiestramiento de sus alumnos, delegó en Pedro Patiño Carrizosa la tarea de trasladarlo al mármol para coronar así el monumento, gastos que fueron sufragados por Ignacio Nájera (fig. 7).

Manuel Vilar (dibujo) e Hipólito Salazar (litografía), Monumento funerario de fray Manuel de San Juan Crisóstomo, litografía, 1854. Tomado de Alamán y Lerdo de Tejada, Noticia de la vida (vid. supra n. 4). Colección Jaime Cuadriello. Reprografía: Fernando Herrera. 

Tampoco fue una casualidad que esta tumba quedara vecina del mausoleo colectivo de la familia Alamán, el sarcófago individualizado de don Lucas o de que el cuerpo del escultor catalán haya sido depositado en otro de los muros del mismo templo luego de su muerte en 1860; con lo cual, para sus memorias póstumas, todos ellos conviven con los huesos del conquistador de México y fundador del hospital más antiguo de América. Por eso aquí conviene recordar aquello que el propio Nájera pensaba acerca del papel memorioso y ejemplar que desempeñan los monumentos escultóricos, y que quedó descrito en su discurso dirigido a la juventud jalisciense. Según el credo romántico de fray Manuel, inspirado por las ruinas clásicas y la lapidaria (desde aquellas enseñanzas del padre Márquez), las piedras talladas y las inscripciones eran memoriales contra el olvido, eran voces vivas del pasado, avisos morales a un pasajero o visitante que iluminaban en forma momentánea la oscuridad de los vetustos edificios:

Esos recuerdos, esos sentimientos que inspiran lo verdaderamente grande y sublime, vienen a confundirse con los que excitan los objetos que nos rodean: los monumentos de las bellas artes; los esfuerzos de los genios de Atenas y Roma; la belleza intelectual, encarnada, por decirlo así, por el cincel, que están como contemplándonos y ensoberbeciéndose con nuestras miradas, tan pasajeras como falibles.67

En efecto, por su intrínseca tipología y género, los monumentos son también documentos -o viceversa-, y pueden ser muy elocuentes si el historiador los lee desde esa identidad binaria e intercambiable, como pedía en sus análisis Erwin Panfosky.68 En el Museo Nacional de Arte se conserva el yeso modelado de 80 centímetros de altura ejecutado por Vilar, director del ramo de escultura de la Academia de San Carlos. Es, como dijimos, el diseño que sirvió para el traslado marmóreo tallado por un discípulo de Vilar, Pedro Patiño Carrizosa, hijo del también escultor Pedro Patiño Ixtolinque. Fray Manuel aparece revestido con el hábito y la capa carmelitana, su cuello emerge de una holgada capucha y su cabeza es de tamaño natural; el pelo está tonsurado, pero conserva un mechón en la frente. Las facciones del rostro corresponden a las de un hombre maduro y entrado en carnes, tiene una frente amplia y un entrecejo poco marcado; la mirada es impasible y dirigida al espectador; presenta profundas ojeras, nariz aguileña, mejillas abultadas con las comisuras marcadas, el mentón prominente y una papada naciente (sin duda, se mira más avejentado que los 50 años que sumaba al momento de morir) (fig. 8).

8  Manuel Vilar, Fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, vaciado en yeso, 1853. Ciudad de México, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Museo Nacional de Arte. Fotografía: Arturo Piera. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2024. 

Este busto en posición frontal descansa sobre un basamento circular, y está dispuesto en el clásico formato romboidal que impone el género, con los hombros anchos y el ropaje holgado, para conferirle un empaque robusto y más aún, de connotación “heroica”. En su diario particular, Vilar no sólo confirma la paternidad del retrato, sino también del diseño del monumento o conjunto fúnebre, pese a la colaboración que le había prestado su discípulo. Hacia mediados de abril de 1854 escribió: “Hice el dibujo para el sepulcro del reverendo padre fray Manuel Nájera”.69 Este yeso aparece en el inventario de la Academia de 1867 y fue valuado en 60 pesos.70

Tampoco es una casualidad que la afinidad intelectual entre el biógrafo Alamán y su biografiado se haya visto reflejada durante la séptima exposición de la Academia en 1855, cuando los bustos de los difuntos escritores finalmente fueron llevados al mármol por los discípulos de Vilar -Martín Soriano y Pedro Patiño-, respectivamente (figs. 9 y 10).71 Nótese su buen adiestramiento técnico para cincelar sobre este material y obtener, mediante el uso de limas, el acabado terso y pulido de las facciones. Un crítico de arte del diario conservador El Universal reseñó los dos mármoles, casi como si formasen un pendant, de la siguiente manera:

En la clase de práctica del mármol vemos dos bustos copiados originales del señor Vilar, y ejecutados por los señores Soriano y Patiño. Uno es el retrato del excelentísimo señor don Lucas Alamán, y otro es el del reverendo padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo. Ambos nos gustan bastante por su perfecta semejanza con los originales del señor Vilar, porque hay en ellos soltura de cincel: podría desearse en algunas partes un poco más de limpieza; pero los ligeros defectos que en este particular se notan son disculpables en todo principiante que no posee una larga práctica de trabajos en materia tan dura y delicada como el mármol. Los señores Soriano y Patiño han sido premiados con una mención honorífica por estas obras. Sabemos que el busto […] del padre Nájera se colocará en el sepulcro que está construyendo para guardar los restos de aquel ilustre religioso en la iglesia del hospital de Jesús, a expensas de su hermano el señor licenciado don Ignacio Nájera.72

Pedro Patiño Carrizosa, Fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, mármol, 1855. Templo de la Limpia y Pura Concepción y de Jesús Nazareno. Ciudad de México. Fotografía: Fernando Herrera. “Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia”, SECULT.-INAH.-Méx. 

10 Martín Soriano, Lucas Alamán. Obra a partir de un original de Manuel Vilar, mármol, 1854. Ciudad de México, Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Museo Nacional de Arte. Reproducción autorizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, 2024. 

En el catálogo del acervo del mismo plantel hecho por Manuel Revilla en 1905 así quedó registrado: “No. 158. Busto en yeso de Fray Cristóbal [sic] Nájera, notable cultivador de las lenguas indígenas de México, original de Manuel Vilar”.73 De tal suerte, en el lado del Evangelio de la iglesia del Hospital de Jesús quedó la versión en mármol, rematando un sencillo sarcófago con frontón y acróteras en los ángulos. Luce en el centro el escudo estrellado carmelitano y en la amplia lápida se leía el epitafio latino compuesto por José Bernardo Couto, ya entonces nuevo presidente de la Junta de Gobierno de la Academia.

Dos efigies al óleo se suman a su iconografía contra la desmemoria, pero que entonces celebraron su fama y legado cultural en Guadalajara. Hay un retrato póstumo -el más conocido-, del pintor jalisciense Felipe Castro de 1854, y que está actualmente en la Biblioteca Pública del Estado. Es muy semejante al modelo de la litografía de la Corona fúnebre y elocuente porque fray Manuel descansa la mano sobre uno de sus volúmenes.74 Hay otra efigie de mejor factura, comentada líneas arriba, en la que se le mira más joven y vigoroso -ahora en la colección del Museo Regional Potosino, que puede atribuirse al padre de Felipe, el susodicho académico José Antonio Castro, y que posiblemente proceda del convento de Guadalajara. Sin duda, es un cuadro de excelente factura y realizado en el contexto de un profesor académico, ya que en sus encarnaciones se dejan ver las buenas enseñanzas de Rafael Ximeno y Planes en el plantel de México. No fue una casualidad que este último artista también haya realizado uno de los retratos más conocidos de Alamán, que fue muy celebrado, e igualmente mereció su traslado al grabado en lámina.

En esta efigie, incluso, no deja de ser sugerente que el rostro regordete y vivaz -así como el semblante amable y sereno-, reflejen algo de la personalidad y psicología de Nájera que corría de boca en boca o de la bonhomía y el carácter amable con el que, de común acuerdo, sus contemporáneos lo evocaron: “La finura de su trato, su franqueza y espíritu cultivado”, más los “bellos modales, afabilidad y dulzura con que discutía algún punto de las ciencias”.75

Coda

Nájera murió orgulloso de su ciudadanía mexicana y preocupado de que alguien pusiera en duda la hondura de su patriotismo: incluso sus allegados pudieron afirmar durante las exequias que “nunca fue desmentido su patriotismo” ante las críticas y recelos de sus adversarios políticos. El cronista de aquellas ceremonias puso punto final a la relación con el siguiente exhorto: “El padre Nájera vivirá perpetuamente en la memoria de los mexicanos, y su nombre pasará para servir de ejemplo a la posteridad, ornado con una imperecedera aureola de gloria, por sus virtudes y por su saber, que supo utilizar a favor de la patria”.76

Ya se ve que la nave del Hospital de Jesús despuntaba como un panteón de los hombres ilustres del partido conservador, y que, debido al cambio de leyes y regímenes, por causas ideológicas y sanitarias, poco más tarde quedó en el olvido. Como tantos edículos tumbales en templos y cementerios, ahora esta urna marmórea es el único rastro de la vida de Nájera en la memoria urbana: una seña silenciosa y empolvada de la trayectoria de un intelectual capitalino que dio ingentes batallas contra la ignorancia, la intolerancia y la incomprensión; pero cuya corriente de pensamiento, paradójicamente, aún mantiene antagonistas y detractores entre la clase política de nuestros días, por increíble que parezca. Especialmente ahora que la palabra “conservador” ha vuelto a quedar estigmatizada por la retórica oficialista proferida día a día desde el Palacio Nacional, desconociendo su original impronta patriótica -esencialmente antiyanqui-, y su legitimidad como estructura de pensamiento político, como su peculiar visión histórica del pasado nacional y su respectiva proyección para el futuro estatal. En vano pensamos que proscribiendo los nombres de algunos de estos personajes, o al dejarlos confinados en las sombras, pasamos la página de la reflexión histórica. Desde la República Restaurada, muchos de estos mexicanos notables se quedaron sin calle, pedestal o plaza conmemorativa; quizá para bien, a la larga, ya que la historia de bronce ha tenido efectos contraproducentes en nuestros días; por un lado, no escapa a una retórica “políticamente correcta” para poder sobrevivir y, por el otro, es cada vez más un contendor carente de contenidos o ideas.77

En realidad, el exilio moral y político de algunos personajes posibilita la vitalidad de la historiografía, y ya sabemos que los héroes consagrados sobreviven a sus promesas no cumplidas y los olvidados, en cambio, nos demandan nuevas miradas porque, pese a sus arquetipos, se hallan en constante transformación.78 Las estatuas de bronce representan personajes simbólicos e inestables, por paradójico que parezca: metáforas encarnadas que se acomodan al discurso del ­presente, que se sirven de manera selectiva del pasado y, por ello mismo, sin posibilidad de una existencia crítica para imaginar o diseñar el futuro. Aunque, a decir verdad, el olvido de esta figura carmelitana merece una reflexión más detenida que atienda a varios factores que expliquen su casi total ausencia en la memoria historiográfica: la muerte prematura, el hecho tan lamentable de que su obra manuscrita haya quedado inédita y dispersa hasta el presente, y que tan sólo un manojo de sus discursos, oraciones y sermones pasaron a la imprenta. También su propia condición frailuna hizo la otra parte, fray Manuel quedó alejado de los foros políticos o laicos y, como ya hemos dicho, los estigmas ideológicos que sobrevinieron con la derrota del pensamiento conservador, venidos y mantenidos desde el oficialismo moderno y contemporáneo.

Vale la pena poner aquí, por último, una de las inscripciones en verso que se leían en el túmulo de Nájera -obra de su sobrino Juan Ignacio-, una verdadera metáfora heterocrónica y absurda, si se vuelve a leer, 170 años después:

En tiempos de odio y rencor fatales,

En medio de las ofensas y la grita,

Se mantuvo intrépido levita

Guardando del santuario los umbrales.

Vio de la patria la aflicción y el duelo,

Y con prolijo afán oró por ella.

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Vilar, Manuel. Copiador de cartas (1846-1860) y diario particular (1854-1860). Palabras preliminares y notas de Salvador Moreno. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas. [ Links ]

Ward, Henry George. México en 1827. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1981. [ Links ]

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"Recuerdo del Carmen de Guadalajara" (Guadalajara: Imprenta de Dionisio Rodríguez, 1864). En Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Guadalajara (julio de 2007). https://arquidiocesisgdl.org/boletin/2020-1.phpLinks ]

3Eduardo, cada vez que abramos alguna de las páginas de los títulos que publicaste, para aumentar nuestros saberes y proseguir en nuevas investigaciones, amigos y lectores estaremos unidos otra vez a tu persona, siempre caballerosa y amable, y ten por seguro, agradecidos y deudores con tus respectivas y profundas contribuciones.

7Árbol genealógico de fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera en Geneanet: https://gw.geneanet.org/bbeauvillain?lang=es&pz=bruno&nz=beauvillain&p=manuel+de+san+juan+crisostomo&n=najera+alvarez (consultado el 13 de enero de 2022). Mi agradecimiento a Julián Alonso Briones Posada por hacer el seguimiento genealógico de la familia de Nájera y así poder corregir desde su fecha de nacimiento, hasta esclarecer sus vínculos con la nobleza novohispana.

8La provincia de San Alberto de Nueva España era sólo una, y estaba asentada en las ciudades del Altiplano mexicano y el Bajío, preferentemente, pero mantuvo extensiones en sus casas de Oaxaca, Orizaba, Guadalajara, Valladolid y San Luis Potosí. Un autor del siglo XIX asegura que el total de los miembros en 1822 era de 235, de los cuales fueron expulsados hasta tres cuartas partes de ellos en tres etapas distintas. Véase José de Jesús Orozco, “Los carmelitas en el siglo XIX”, en Jessica Ramírez Méndez y Mario C. Sarmiento Zúñiga, coords., La presencia de la orden del Carmen descalzo en la Nueva España (Ciudad de México: Secretaría de Cultura/Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2019), 391-393.

10Archivo General de la Nación (AGN), Gobernación, sin sección, caja 96, exp. 4, leg. 3, f. 2v -3.

12AGN, Gobernación, sin sección, caja 96, exp. 4, leg. 3, f. 12.

19El mismo padre de fray Manuel, don Ignacio Nájera, también había sido uno de los colegiales de San Francisco de Sales en San Miguel El Grande. Alamán, Noticia de la vida, 4.

42En este repositorio tapatío se conserva una miscelánea que perteneció al arzobispo Pedro Loza y Pardavé con los impresos de sus oraciones, discursos y sermones, pero la historia de sus manuscritos extraviados está por seguirse y merece un rastreo: por comunicación oral sabemos que la familia Palomar Verea conserva algunos de ellos. Agradezco esta información a la licenciada Clarisa Hernández Esqueda y la misma María Palomar cuya reciente ausencia lamentamos todos sus amigos.

4435. Se puede consultar en Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Guadalajara, julio de 2007, https://arquidiocesisgdl.org/boletin/2020-1.php (consultado el 24 de febrero de 2022).

45Recuerdo del Carmen, s. p.

46Recuerdo del Carmen, s. p.

47Recuerdo del Carmen, s. p.

48Recuerdo del Carmen, s. p.

49Recuerdo del Carmen, s. p.

51Recuerdo del Carmen, s. p.

52Recuerdo del Carmen, s. p.

54Recuerdo del Carmen, s. p.

55Sosa, “Nájera, fray Manuel”, 161. Mi agradecimiento para Fausto Ramírez por hacerme notar la relación entre los dos retratos y su origen tapatío.

63Esta miscelánea fúnebre se compone de tres textos: semblanza, relación de las exequias y oración fúnebre; lleva por título Noticia de la vida y escritos del reverendo padre fray Manuel de San Juan Crisóstomo, de apellido Nájera (Ciudad de México: Ignacio Cumplido, 1854).

Recibido: 09 de Octubre de 2023; Revisado: 30 de Enero de 2024; Aprobado: 02 de Enero de 2024

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Líneas de investigación: Guadalupanismo; cultura simbólica; pintura novohispana y arte mexicano del siglo XIX.

Lines of research: Guadalupanism; symbolic culture; Novo-Hispanic painting and Mexican nineteenth century art.

Publicación más relevante: España/Nueva España. El arte de la pintura en cuatro tiempos (Madrid: Museo Nacional del Prado, 2022).

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