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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.27 no.87 Ciudad de México sep. 2005

 

Artículos

 

La ambigüedad de Clío. Pintura de historia y cambios ideológicos en la España del siglo XIX

 

Carlos Reyero

 

Universidad Autónoma de Madrid

 

Resumen

La pintura de historia ocupó un papel angular en la consolidación de nuevas ideologías: las visiones de determinados sucesos del pasado se convirtieron en pruebas irrefutables de una determinada dinámica de la historia. En la España del siglo XIX se observan, tras una aparente continuidad de temas y mensajes comparables, significativas variaciones iconográficas y semánticas, en relación con la específica circunstancia política e ideológica de cada momento. Un estudio diacrónico comparado de argumentos tales como la legitimidad dinástica, la muerte de Lucrecia o el papel del enemigo en el relato plástico permite reconocer los valores cambiantes de la historia. Se demuestra así que los cuadros de historia no son ilustraciones permanentes de un pasado inmutable. Clío se revela, pues, como una musa ambigua, y la pintura también.

 

Abstract

History painting occupied a key role in the consolidation of new ideologies: the visions of particular events of the past became irrefutable justifications of a particular dynamics of history. In nineteenth-century Spain one observes, behind an apparent continuity of comparable themes and messages, significant iconographic and semantic variations in relation with the specific political and ideological circumstances of each moment. A comparative diachronic study of arguments such as dynastic legitimacy, the death of Lucretia or the role of the enemy in the visual narrative enables one to recognize the changing values of history, making it clear that historical paintings are not permanent illustrations of an immutable past. Clío thus reveals herself as an ambiguous muse, and the art of painting likewise.

 

Las sucesivas exposiciones que bajo el epígrafe Los Pinceles de la Historia1 tuvieron lugar en el Museo Nacional de Arte de México, D.F., entre el año 2000 y 2003, así como el coloquio celebrado con relación a ellas en el año 2004,2 han permitido revisar la dimensión política e ideológica de un género artístico en la construcción de la identidad nacional. Frente a una tendencia a considerar cada imaginario nacional aisladamente, como portador de unos valores inmutables y específicos, se constata la coincidencia de mensajes comparables, aun con temas diversos, que a su vez son modificados según las necesidades de cada tiempo histórico.

En España, el análisis de las evidentes implicaciones ideológicas y políticas que, durante el siglo XIX, intervinieron en la génesis y difusión de la pintura de historia ha tendido a ser presentado como una galería permanente de valores consolidados.3 El hecho de que la mayor parte de los grandes cuadros históricos fuese realizada durante un periodo relativamente corto, entre la segunda mitad de los años cincuenta y finales de los ochenta —es decir, durante poco más de treinta años—, proporcionó a todos ellos un inevitable aire de familia, donde los recursos plásticos apenas quedaban diferenciados por las consabidas variantes generacionales, lo que indujo a una percepción de los mismos como resultado de una historia inmutable, proyectada hacia el futuro sin discusión.

A ello contribuyeron decisivamente, desde luego, los esfuerzos de los propios contemporáneos, que así lo concibieron o desearon, hasta el punto de no recomendar repetir temas ya tratados, y, muy en particular, la fortuna crítica alcanzada por determinadas obras, cuyos diferentes asuntos favorecieron a posteriori una secuencia ilustrativa sin distinciones temporales, eliminando enseguida del museo imaginario otros similares abordados con anterioridad o posterioridad, o despreciando el componente circunstancial que los produjo, que a menudo explicaba su éxito inicial.4

En ese sentido, el deseo de presentar la formulación histórica de la nacionalidad española como un proceso coherente y sin fisuras, que es un cometido primordial del género, ha relegado a segundo plano la variabilidad de circunstancias en las que ese proceso tuvo lugar, donde otros intereses propagandísticos intervinieron también. Por eso, del mismo modo que genéricamente hemos comprendido que el componente ideológico-político fue tan decisivo en la construcción de un determinado imaginario histórico, tanto desde el punto de vista creativo individual como del de la recepción social, habremos de conceder al carácter cambiante de ese componente un valor también crucial, no sólo para explicar el alcance circunstancial de distintos pasajes y argumentos, sino, sobre todo, a la hora de distinguir lecturas sobre las imágenes a lo largo del tiempo, que terminaron por quedar equívocamente indiferenciadas.

En contra de lo que algunos críticos contemporáneos ingenuamente pretendían,5 los cuadros de historia no son ilustraciones permanentes de un pasado inmutable. Una reflexión diacrónica sobre el género histórico en España plantea la existencia de distintas soluciones iconográficas, formales y conceptuales en relación con los asuntos tratados y con la elección de éstos, así como de variaciones sobre su utilización. Este trabajo analiza esta hipótesis en tres direcciones distintas: 1) cómo se visualiza un mismo mensaje, en concreto el de la legitimidad dinástica, en distintos momentos del siglo, según exigen y permiten las circunstancias; 2) cómo un mismo tema, el de la muerte de Lucrecia, encarna valores distintos según la época, y 3) cómo algunos asuntos, particularmente de carácter guerrero, sufren variaciones iconográficas y semánticas a lo largo del tiempo, en función de intereses distintos.

 

Formulaciones visuales de la legitimidad dinástica

La legitimidad de un determinado personaje para ocupar el trono —por lo general el hijo del rey, pero no siempre— constituye un argumento recurrente en la pintura de historia española a lo largo de todo el siglo, no sólo con el fin de contrarrestrar las pretensiones carlistas, sino igualmente para explicar la excepcional circunstancia de que varias mujeres ocupasen sucesivamente el trono y la regencia durante largos años, lo que llevó a la necesidad de incardinar esa situación, en principio anómala, en un discurso coherente y continuo de largo alcance; y, también, porque la legitimidad de los reyes para reinar constituye un hilo conductor fundamental para argumentar la continuidad de la nacionalidad española.

Por consiguiente, tanto valores circunstanciales como permanentes, no siempre coincidentes ni con la misma fortuna defendidos, convergen en la necesidad de fortalecer un mismo mensaje que, sin embargo, tuvo soluciones plásticas diversas. Veamos los matices en una secuencia cronológica de preocupaciones comparables.

Federico de Madrazo pintó en 1833 el cuadro La enfermedad de Fernando VII (Madrid, Palacio Real) (fig. 1) que, sobre todo gracias a la difusión de la imagen litografiada con el título El amor conyugal, contribuyó decisivamente a poner de relieve la entrega personal a su esposo de la que sería nombrada ese mismo año, tras enviudar, reina gobernadora, y, por añadidura, a fortalecer los derechos preferentes a ocupar el trono de la hija de ambos, Isabel, frente a las pretensiones de los partidarios de Carlos María Isidro, el hermano del rey, que aspiraba a la corona, al cuestionar la abolición de la ley sálica, que impedía reinar a las mujeres.6 Se produce aquí un fenómeno de identificación entre los afectuosos desvelos de la reina por su esposo y el respeto a la voluntad de éste como rey, paradójicamente denostado absolutista, a la vez que se fortalece la imagen de fidelidad de María Cristina a unos intereses de Estado. Curiosamente, María Cristina, que estaba llamada a encarnar la causa liberal, contraería un matrimonio morganático con Fernando Muñoz, apenas un mes después de la muerte de Fernando VII, lo que, unido a su escaso compromiso con esa causa, desacreditaría su posición, hasta obligarla a emprender el camino del exilio en 1840. Por lo tanto, como asunto histórico el cuadro carecía de valor edificante permanente y fue conservado como mera obra de carácter privado por la hija menor de los reyes, la princesa Luisa Fernanda.

En ese sentido, es muy significativo que ya en 1833 aparezca relacionada la joven reina Isabel II con su antepasada Isabel la Católica, como procedimiento legitimador, en un cuadro de Vicente López, de paradero desconocido, titulado Isabel la Católica guiando a Isabel II al templo de la Gloria (fig. 2), cuya imagen litografiada también estuvo muy difundida.7 Aunque no es un cuadro histórico sino alegórico, pone de relieve la necesidad de fundamentar la legimitidad dinástica en figuras históricas de valor consolidado, frente a la controvertida herencia inmediata de Fernando VII.

Esta utilidad del prestigioso reinado de Isabel la Católica para justificar el de Isabel II, que llevó a paralelismos inauditos, explica la proliferación de temas "isabelinos" durante su reinado, cuyo significado, por lo tanto, va más allá de la mera exaltación de un pasado nacional.8 No deja de ser curioso, no obstante, que la imagen de una reina como Isabel la Católica, que llegó a reinar como hermana de Enrique IV, al ser tachada de ilegítima la hija de éste, Juana, sirviese para dar coherencia legitimadora al trono más de trescientos años después. Eso explica, por ejemplo, por una parte, la aparición de temas como los pintados por Juan García Martínez en 1862, Manifestación del rey don Enrique IV al pueblo segoviano (Gerona, Museo de Bellas Artes), que es un modo de visualizar la voluntad del rey a favor de su hermana, o por Luis Álvarez Catalá en 1866, Isabel la Católica en la cartuja de Miraflores (Madrid, Museo del Prado) (fig. 3), donde acude a honrar los restos mortales de su padre, como si hubiera sido una heredera directa; y, por otra, la demonización de un rey legítimo como Pedro el Cruel, frente a su asesino Enrique de Trastamara, iniciador de la dinastía a la que pertenecía la reina Católica.9

No cabe ninguna duda de que el énfasis puesto en subrayar con ejemplos plásticos la voluntad de los grandes monarcas a favor de sus hijos, especialmente en la hora de su muerte, como Jaime I o Felipe II, sirvió para reforzar la continuidad dinástica. Pero si en algún lugar este argumento cobró sentido más allá de las circunstancias en las que fue pintado, aunque sin olvidar el peculiar momento isabelino, fue en la decoración del Congreso de los Diputados. Para la cabecera del Salón de Sesiones, Antonio Gisbert pintó en 1863 la Jura de Fernando IV en las Cortes de Valladolid, donde el papel más relevante es ocupado por una segura matrona que representa a su madre, María de Molina, que parece velar por el destino de su hijo.10 Sólo en algún retrato regio, como el que José Casado del Alisal pintara en 1864 de Isabel II (Valladolid, Universidad) por encargo de la sociedad financiera El Crédito Castellano, aparece la figura de la reina en una actitud protectora hacia su hijo Alfonso, referencia que también quedaría caduca tras el destronamiento de Isabel en 1868, sin que la Restauración llevada a cabo seis años después en la persona de Alfonso pusiese demasiado empeño en traer a la memoria las preocupaciones maternales de la reina de los tristes destinos.11

Un pasaje histórico que entra en colisión con la aparente naturalidad con la que se argumenta el derecho de sangre —y por lo tanto introduce otro elemento en la legitimidad de los reyes para reinar— es el llamado Compromiso de Caspe: nueve compromisarios reunidos en esa ciudad aragonesa, tres por cada uno de los territorios que formaban la Corona de Aragón, vacante tras la muerte en 1410 de Martín el Humano, Aragón, Cataluña y Valencia, decidieron elegir como rey a Fernando de Antequera, infante de Castilla. El tema es pintado por Dióscoro Puebla en 1866 (Madrid, Congreso de los Diputados) y, en torno a 1890, por Emilio Fortún (Caspe, Ayuntamiento), Andrés Parladé (Sevilla, Capitanía General) y Salvador Viniegra (Caspe, Ayuntamiento).12 Es evidente que se trata de legitimar el derecho de los reyes a reinar sobre una base asamblearia, más propia de los tiempos modernos que del antiguo régimen.

Si la defensa que habían hecho los liberales de Isabel II frente a su padre, el absolutista Fernando VII, había impedido utilizar imágenes legitimadoras de carácter familiar, y lo mismo había sucedido a la llegada de Alfonso XII, que ocupó el trono tras la completa desacreditación política de su madre, que vivía exiliada en París, se presentó una ocasión distinta con la inesperada muerte de Alfonso en 1885, sin descendiente varón y con la reina viuda embarazada de tres meses.

En la prensa —en concreto en La Ilustración Española y Americana— se publicó una imagen titulada Últimos momentos de S.M. rey don Alfonso XII (fig. 4), donde aparece, en primer término, la reina viuda, completamente abatida y de rodillas, que sujeta la mano derecha del moribundo, y al otro lado del lecho las figuras de su confesor, el cardenal Benavides, y, probablemente, su tío el duque de Montpensier, mientras por la izquierda un caballero se apresura a salir de la estancia, con la intención de comunicar rápidamente la noticia.13 Es evidente que se trata de generar entre los lectores una ilusión de instantaneidad informativa, pero, como en el caso de otros últimos momentos, no resulta inocente en su mensaje.

Comparemos esta imagen con el cuadro de historia concebido por José Benlliure en 1887 titulado El último beso (Madrid, Museo del Prado) (fig. 5).14 La penumbra permite teatralizar la escena, a la que asisten más personajes, todos circunspectos, sin que nadie experimente la necesidad de acudir a informar del suceso. Junto a la cabecera, pero en pie, está su viuda, vestida ya de luto, que se limita a enjugarse las lágrimas con un pañuelo, como si la contención del dolor fuese propia de su condición. Desde el punto de vista iconográfico, la diferencia sustancial radica en la presencia de las infantas María de las Mercedes y María Teresa, que ponen el toque melodramático.

No obstante, la gran imagen política destinada a legitimar la herencia de Alfonso XII se constata en un gran cuadro de historia, encargado en 1886 por el Senado —donde se conserva—, que representa la Jura de la Constitución por la reina regente (fig. 6), acontecimiento que tuvo lugar el 30 de noviembre de 1885, cinco días después del fallecimiento del monarca. Joaquín Sorolla, que se vio obligado a terminar el cuadro tras el fallecimiento, en 1890, de Francisco Jover, que lo había iniciado, no lo entregó hasta 1898, a partir de lo cual ha venido ocupando un lugar preeminente en la Cámara Alta como encarnación, precisamente, de valores políticos modernos, al visualizar el papel sumiso de la corona a "la Constitución y a las Leyes", como reza el juramento formulado por la regente.15 En ningún otro cuadro anterior hay una continuidad tan explícita entre el rey muerto, que se llora, y el que está por venir, todavía en el seno materno.

De modo más alegórico se constata, también por primera vez en la historia visual del siglo XIX, un uso de la memoria paterna en el grabado aparecido en 1886, tras el nacimiento del príncipe Alfonso, en La Ilustración Española y Americana (fig. 7): la reina viuda sujeta en brazos al bebé, en presencia de sus dos hijas mayores, para presentarlo ante un busto del monarca desaparecido, al que se rendirá culto conmemorativo durante toda la Restauración, lo que no había sucedido ni con Fernando VII ni con Isabel II durante el reinado de sus hijos y herederos.

Tres historias de Lucrecia

La desaparición de las connotaciones sexuales en La muerte de Lucrecia (figs. 8 y 9) —que se suicida para salvar su honor, tras haber sido violada por Sesto Tarquino, lo que mueve a la venganza de su padre y esposo— constituye una peculiaridad propia del tratamiento moderno del viejo tema de la historia romana a partir del neoclasicismo, cuando se prodigaron los argumentos heroicos destinados a poner de relieve la indisoluble asociación entre virtudes privadas y públicas, preocupación que una buena parte de la pintura académica conservará a lo largo del siglo XIX.

Eco de este gusto constituye, en principio, la sucesiva interpretación del argumento que realizan tres pintores españoles en otros tantos momentos de aquel siglo. Se trata de tres cuadros de gran importancia histórica y estética en cuanto tales, que, además, tuvieron, en su momento, una repercusión decisiva en la fortuna crítica de sus autores —José de Madrazo, Eduardo Rosales y Casto Plasencia—, así como en el devenir de la propia pintura española. Sin embargo, las contingentes circunstancias de su ejecución y recepción, junto a la percepción anquilosada del argumento, por lo demás ajeno a la historia de España, han limitado, entre otros factores que ahora veremos, su uso icónico.

Veamos en primer lugar el de José de Madrazo, realizado en Roma en 1806, llegado a España en 1819 y conservado, sin que existan reproducciones fotográficas, en las colecciones reales durante todo el siglo XIX, donde se cita hasta 1895, aunque actualmente su paradero se desconoce, por lo que sólo es posible estudiarlo a través de un grabado italiano contemporáneo.16 Madrazo ambienta la escena en la misma habitación de Lucrecia, donde ha tenido lugar la afrenta, en el instante previo a la muerte de la ilustre patricia, acogida por su padre y esposo, que, en presencia de una nodriza y una doncella, forman un grupo que encarna la expresión de la compasión. A la derecha, Bruto y Poplícola juran venganza, de modo que ambos aluden a la expresión de la ira.

Aunque se trata, por lo tanto, de una caracterización abstracta de sentimientos a partir de un episodio pretérito, donde la fidelidad conyugal es presentada con el más alto grado de heroísmo, el público culto que contempló el cuadro en Roma no podía dejar de tener en la mente que esa venganza había traído consigo el fin de la monarquía de los Tarquinos y la proclamación de la República romana en el año 510 a.C. Dentro de la extendida costumbre de leer la historia como una enseñanza válida para el presente, son muy significativos los recelos que, en tal sentido, despertó en el emperador de Austria cuando contempló la pintura en el Palacio de España en Roma en 1805, como cuenta Valentín Carderera, que añade: "Otras personas, ya ignorantes o ya maliciosas, han procurado hacer de este cuadro un tormento para la paz artística. Varias veces he oído quejarse de esto al autor."17 No es probable que en José de Madrazo, absolutamente fiel al rey Carlos IV, a quien ofreció el cuadro en reconocimiento de su pensión, hubiese la más mínima intención de acabar con la corrupción del antiguo régimen. Pero es evidente que esa lectura circunstancial del pasaje limitó su fortuna crítica.

El segundo gran cuadro sobre el tema había sido empezado a pintar por Eduardo Rosales en Roma, al menos en la primavera de 1867, aunque desde finales de 1865 ya tenía en mente una escena de historia de Roma que bien pudiera ser ésta. En todo caso, en pleno reinado de Isabel II y por un pintor que precisamente había sido calificado de "isabelino" por su triunfo en la exposición nacional de 1864 con el cuadro Doña Isabel la Católica dictando su testamento (Madrid, Museo del Prado), se aborda un tema que no sólo no pertenecía a la historia de España sino que, en principio, poseía sospechosas connotaciones republicanas y remitía a un gusto anticuado.18 Sin embargo, los numerosos testimonios del propio pintor durante su dilatada ejecución no parecen contar con estos dos peligros: únicamente se plantean las dificultades derivadas de la tensión que impide a los modelos posar con continuidad y el dramatismo que desea trasladar al cuadro.

Sólo después de su exposición, Rosales explicaba, para justificar la inicial incomprensión crítica, que su mayor deseo había sido que "el cuadro hiciera estremecer [...] la emoción de lo terrible [...] que palpitase el drama", destacando el contraste entre Bruto y Lucrecia. Aquél contempla "la escena de desolación [como] un momento oportuno, un momento esperado con ansia, durante toda su vida, y quizá encontrado con secreto regocijo, como oportunismo para la realización de sus planes; es un hombre político y los políticos no tienen corazón". Frente a él, "el dolor de un padre ante la deshonra y la pérdida de una hija".19 Los viejos sentimientos de compasión y venganza se habían transformado, pues, en dolor íntimo y razón de Estado, sin relaciones causales entre ellos, como sugería la narración de Tito Livio y había sido interpretado el episodio hasta entonces.

El caso es que La muerte de Lucrecia (Madrid, Museo del Prado) de Rosales no fue concluida hasta 1871 en su estudio de Madrid, cuando, tras la revolución de septiembre que destronó a Isabel II y la regencia de Serrano, las Cortes habían proclamado rey a Amadeo I de Saboya, que había llegado a Madrid a principios de ese mismo año. Por consiguiente, la situación política para su recepción oficial en la exposición nacional de 1871, donde se dio a conocer, era completamente nueva y, en apariencia, favorable. No fue así: como se sabe, la mayor parte de los críticos —es cierto que a causa de la ejecución, que fue calificada de "desmañada y grosera"— despreció la obra, que quedó, tras el cierre de la exposición, arrollada en el estudio del artista. Ni el alcance humano ni la circunstancia política condujeron a una aceptación del cuadro.

Sin embargo, muy poco tiempo después, durante 1873, el Estado inició negociaciones para su adquisición. En la prensa se llegó incluso a dar la noticia de que el 20 de mayo de ese año, Rosales había aceptado la suma de 12 000 pesetas. La compra no se consumó porque Rosales murió el 13 de septiembre, pero ¿se había producido un repentino cambio de gusto o tuvo algo que ver la proclamación de la I República? Rosales moría en plena fama y su prestigio bendecía toda su obra. Sin embargo, a pesar de que un grupo de pintores, entre los que se contaban personas tan poco sospechosas de republicanismo como Federico de Madrazo o Carlos Luis de Ribera, elevó en 1876, inmediatamente después de la restauración alfonsina, una instancia para que las Cortes adquiriesen la pintura, ello no se produjo hasta 1882, siendo Sagasta presidente del consejo de ministros.

Tanto el cuadro de Madrazo como el de Rosales sitúan la acción en un interior y concentran la emoción del relato en unos pocos personajes principales, que responden a gestos teatrales sucesivos que, sin embargo, como es costumbre, aparecen representados de manera simultánea en la pintura. La tercera pintura sobre el tema se revela, no obstante, incluso desde su propio título, como una obra muy distinta, sobre todo en lo que respecta al sentido compositivo y a la concepción narrativa. Se trata del Origen de la República romana (Madrid, Museo del Prado) (fig. 10), que Casto Plasencia pintó, como los anteriores, en Roma, al amparo de la Academia Española de Bellas Artes, en 1877.20 La circunstancia de que Rosales hubiese sido propuesto como primer director de la institución recién creada, que no pudo ocupar por fallecimiento, junto al prestigio que su obra había alcanzado ya por entonces, explica, al menos en un inicio, el interés del joven pintor hacia el tema.

En concreto, el cuadro de Plasencia se inspira en el pasaje, extraído de la Historia de Roma de Liddelle, donde se cuenta que una vez conscientes de lo sucedido, Bruto y el resto de los familiares de la suicida "tomaron el cuerpo de Lucrecia y, transportado al Foro, excitaron al pueblo de Colacia a sublevarse contra el tirano".21 Se trata, pues, de un episodio de levantamiento popular, motivado por una causa que se presenta como justa, argumento que la burguesía conservadora asumió sin mayores problemas cuando se refería a un hecho pasado, integrado ya en el discurso del poder. Pero ni remotamente ha de verse en él un explícito alegato republicano, frente a la monarquía recién restaurada. Lo que ante todo se nos presenta es una visión espectacular de la Roma antigua, que es deudora de la interpretación realizada por los pintores franceses e ingleses coetáneos, destinada a sobrecoger en su exhibición pública por su carácter escenográfico —no hay que olvidar que es un lienzo gigantesco, de casi siete metros de largo— más que en virtud de un mensaje edificante preciso. El cuadro nos apabulla por su grandiosidad, pero no trata de construir ningún pensamiento plástico, íntimo o político, como los anteriores.

 

De la beligerancia a la concordia

La relativamente menor importancia cuantitativa que tuvo la pintura de historia en España durante la primera mitad del siglo XIX,22 frente a la eclosión de obras que se produjo después, ha ocultado una de las misiones de las imágenes nuevas, que era la de modificar mensajes antiguos, aparentemente fundamentados en los mismos textos, o bien basados en un mejor conocimiento de lo sucedido, en el caso de relatos contemporáneos. Pero incluso entre las dos generaciones habituales de artistas es posible diferenciar no sólo modos y objetivos distintos, respecto a la interpretación de episodios y mensajes, según la cronología, sino, sobre todo, variantes iconográficas sustanciales que ponen en evidencia una constante reinterpretación y reutilización de la historia.

Las posibilidades de contraste son, naturalmente, muy amplias, pero el fenómeno que ahora me interesa destacar es la desaparición de un heroísmo de carácter beligerante, por lo común triunfalista, formulado frente a un enemigo odioso, que se ve sustituido por un sentimiento general de concordia, expresada de diversos modos, que implican una cierta pérdida de culpabilidad del enemigo. En general, el poderoso, en el ejercicio de su autoridad, ha tratado siempre de argumentar su posición como resultado de un equilibrio de fuerzas contrapuestas, beneficioso para todos, que sólo él es capaz de mantener. Pero la transformación de una historia beligerante en una historia de relativa igualdad, donde todo parece resolverse sin demonizar al enemigo, conduce a la presentación de los tiempos modernos como el resultado natural de una feliz armonía que implica una falsa aceptación de la diversidad.

Los principales temas bélicos representados en la pintura de historia española del siglo XIX proceden del enfrentamiento con los vecinos del sur y del norte. Hacia el sur, la llamada Reconquista del territorio ocupado por los musulmanes se concibe como un proceso de afirmación de la nacionalidad española a lo largo de la Edad Media, que culmina con los reyes católicos. Las guerras de África en la época contemporánea se interpretan como una continuidad de ese enfrentamiento. Por el norte, el enemigo son los franceses: sin dejar de lado controversias medievales y modernas, el gran pretexto de los pintores es la guerra de la Independencia. Hay, por supuesto, otros episodios guerreros, de magnitud no despreciable, como los relacionados con la interpretación nacionalista de la antigüedad ibérica frente a los romanos, la expansión de la Corona de Aragón por el Mediterráneo, el enfrentamiento con los indígenas americanos y las vicisitudes de las guerras carlistas. Pero las posibilidades comparativas que poseen los primeros por su recurrencia, en cuanto a demostrar alteraciones visuales a lo largo del tiempo, son mucho mayores.

Veamos, en concreto, tres mutaciones que sufre la interpretación plástica de esos temas guerreros con el paso del tiempo. La primera es la sustitución de un enemigo humillado e inferior por una relación relativamente igualitaria con aquel que ya ha sido vencido. La transformación se comprueba en episodios que representan rendiciones. La entrega de llaves de las ciudades conquistadas constituye, en principio, un argumento proclive a la humillación del enemigo y a la exaltación del vencedor. Así, en 1852, el pintor Juan de Mata Prats pinta la Entrega de llaves de Almería por el rey moro Muley al rey Fernando el Católico (Madrid, Museo del Ejército). El pintor presenta al rey católico en primer término, con gesto altivo, que no se molesta ni en descender de su caballo, mientras el humillado musulmán, a pie, se acerca con la cabeza baja. La Historia de España de Modesto Lafuente, que empezó a publicarse en 1850, aunque probablemente no utilizada todavía por el oscuro pintor local, ya advierte que "Fernando reprendió al comendador de León y a los demás caballeros porque no habían hecho al moro los debidos honores, diciendo que era muy grave descortesía rebajar a un rey vencido ante otro rey victorioso. Y no consintió que el zagal le besara la mano, ni hiciera acto alguno de humillación: antes instándole a que volviera a subir al caballo de que se había apeado le colocó al lado suyo, y juntos marcharon hasta el pabellón real."23 Parecida opción toma en 1862 Eusebio Valldeperas cuando pinta la Rendición de Loja por Fernando el Católico (Sevilla, Reales Alcázares), a pesar de que también la Historia de España de Modesto Lafuente cuenta que "el rey Chico salió casi desfallecido en compañía de Gonzalo de Córdoba a besar la mano de Fernando, que le recibió con la dulzura y benignidad que acostumbraba a usar con los vencidos".24 Pero el pintor optó por presentar al rey musulmán de rodillas, postrado ante el Católico. Todavía en 1884, un pintor anclado en una estética pretérita, Pedro González Bolívar —pariente y discípulo del romántico Carlos Luis de Ribera—, concibe en los mismos términos el cuadro Alhamar, rey de Granada, rinde vasallaje al rey Fernando III el Santo (Santiago de Compostela, Universidad), un tema que ya había sido propuesto por la Academia de San Fernando nada menos en 1760.

En el último tercio del siglo XIX, sin embargo, la mayoría de las imágenes que aluden a una rendición, las cuales son numerosas, ofrecen encuentros aparentemente menos desiguales. Quizá haya que situar el punto de partida en La rendición de Bailén (Madrid, Museo del Prado) (fig. 11) de José Casado del Alisal, que fue exhibida con gran éxito en la exposición nacional de 1864: allí, a imitación de La rendición de Breda de Velázquez, el general Castaños no humilla al francés; antes al contrario, se quita el sombrero con cortesía, frente al gesto altivo del gabacho. Idéntica actitud toma el gobernador valenciano Luis de Cabanilles al recibir prisionero a Francisco I, en el cuadro de Ignacio Pinazo El desembarco de Francisco I, rey de Francia, en el muelle de Valencia, hecho prisionero en la batalla de Pavía (Valencia, Diputación Provincial).25 Pero el cambio se hace más patente en La rendición de Granada (Madrid, Palacio del Senado) (fig. 12), pintada por Francisco Pradilla en 1882: allí, los reyes católicos a caballo —los críticos aceptaron la presencia de Isabel como una concesión a una verdad moral, aunque no respetase la verdad histórica, lo que no era poca manipulación respecto a rendiciones anteriores de aquella guerra— se encuentran con Boabdil, también a caballo, "árabe de pura sangre", según explica el propio pintor, abriendo una fastuosa comitiva que, sin duda alguna, constituye la parte más atractiva del cuadro, frente al acartonamiento de las poses cristianas, por más que ocupen una posición preeminente en la composición.26

La segunda transformación visual es una gradual marginación —o, incluso, desaparición— del enemigo, como si produjera incomodidad su explícita aniquilación o su presencia en las derrotas, lo que conlleva una personalización de las hazañas bélicas desde el punto de vista exclusivo del vencedor, real o moral. En El 2 de mayo de 1808 (Madrid, Museo del Prado) de Francisco de Goya, hay una clara valoración del drama encarnizado frente a la narración descriptiva. Todavía en el cuadro pintado en 1838 por José de Madrazo y titulado Asalto de Monte frío por el Gran Capitán (Segovia, Alcázar), que es un episodio de la guerra de Granada en el que Gonzalo Fernández de Córdoba se atreve a cruzar él primero la muralla enemiga para entrar en la fortaleza, hay un enfrentamiento cuerpo a cuerpo entre cristianos y moros, conservando éstos una relevancia iconográfica considerable.27 También en el cuadro de Rafael Tejeo Episodio de la conquista de Málaga, pintado en 1850, el moro Ibrahim-el Djerbi, que es prendido antes de consumar su atentado contra los reyes, ocupa, con su indumentaria pintoresca, el centro de la composición.28

Pero, en general, conforme avanza el siglo, la representación de la heroicidad de los vencedores no necesita enemigo. Hay numerosos ejemplos, pero analicemos los más comparables con los asuntos citados: la evocación musulmana en el cuadro de Carlos Luis de Ribera ¡Granada, Granada, por los reyes don Fernando y doña Isabel! (Burgos, Catedral), comenzado en 1853 y terminado en 1890, se reduce a dos cadíes convertidos al cristianismo, Hiaga y Mohamed, que aparecen en el extremo derecho del cuadro. En los cuadros relativos a episodios de la guerra de África, la preeminencia de las tropas españolas y el protagonismo de sus generales es absoluto: en el cuadro de Francisco Sans, pintado en 1864 y titulado La batalla de Tetuán (Madrid, Museo del Ejército), el pintor pone de relieve la figura de O'Donnell que, a caballo, dirige su ejército, sin que se distinga al adversario; lo mismo vuelve a hacer al destacar a Prim en el cuadro que pinta al año siguiente, El general Prim, seguido de los voluntarios catalanes y el batallón de Alba de Tormes en la batalla de Tetuán (Barcelona, Museo Militar de Montjuich), donde los enemigos se reducen a dos figuras en primer término. Incluso el gran cuadro de Fortuny de 1863 sobre la Batalla de Tetuán (Barcelona, MNAC, Museo de Arte Moderno), tan fascinado por el mundo islámico, que posee una considerable relevancia visual en aquel cuadro, aparece también presidido por las figuras de O'Donnell y Prim. La dramática compasión a la que invita Vicente Palmaroli en Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío (Madrid, Ayuntamiento) (fig. 13), de 1871, sólo es goyesca por el recuerdo del lugar y el tema, porque la maquinaria destructiva de los franceses, apenas evocados en la remota distancia, ha desaparecido, y la resistencia impasible del descamisado contra el pelotón ha dado paso a un grito desconsolado hacia el cielo.29

Una tercera transformación es la sustitución del triunfalismo guerrero generalizado por el victimismo heroico personalizado, protagonizado por quienes encarnaban la razón de la historia, que debió de parecer una forma de persuasión ideológica más verosímil, ya que la ética de la verdad de los sentimientos individuales se contrapone al absurdo de una fuerza abstracta. El origen de este procedimiento hay que situarlo, como se sabe, en el romanticismo, pero la pintura de historia española fue mucho más proclive a su representación en el último tercio del siglo. En ese sentido, es muy significativa la historización de los episodios de la guerra de la Independencia, frente a las estampas contemporáneas grabadas o los cuadros de Goya, concebidos con una misión circunstancial y propagandística muy concreta, por más que hayan terminado por quedar universalizados. La muerte de Daoizy defensa del parque de Montelón (fig. 14), de 1862, y La muerte de Velarde, de 1864, pintados por Manuel Castellano para el salón de sesiones del Ayuntamiento de Madrid y hoy en el Museo Municipal, inician una secuencia de pinturas donde los protagonistas más destacados del levantamiento contra los franceses —además de Daoiz y Velarde, el teniente Ruiz, Manuela Malasaña, Agustina de Aragón o el general Álvarez de Castro, entre otros— ocupan un lugar central en la visualización histórica.30 La importancia que tuvo la decorosa identificación concreta de los héroes, respecto al anonimato propuesto por Goya a comienzos de siglo, llevó a Pedro de Madrazo a escribir, respecto al cuadro de Antonio Gisbert El fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en las playas de Málaga (Madrid, Museo del Prado) (fig. 15), de 1888, que había estado más acertado que Goya, "que nos representó a las víctimas del día 3 de mayo del año 8 en un grupo de feos e innobles pillastres sacado de la hez del vecindario madrileño".31

Todo lo dicho apunta a una profunda versatilidad de la historia, que contradice las pretensiones de uniformidad y unanimidad con las que las pinturas fueron concebidas y utilizadas después. Puede concluirse, pues, que, a pesar del profundo componente narrativo y literario que posee el género, aparentemente determinado por una rigurosa elaboración documental, visual e intelectual previa, que condiciona su significado sea cual sea la calidad artística del resultado obtenido, las imágenes poseen, como tales, unos valores persuasivos cambiantes, a los que no son ajenos los parámetros que intervienen en la evolución del gusto, entendido como una confluencia de preferencias estéticas e ideológicas que se acomodan a muy diversas circunstancias.

 

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Notas

1. Los pinceles de la historia: De la patria criolla a la nación mexicana, 1750-1860 [2000]; La fabricación del Estado 1864-1910 [2003]; La arqueología del régimen, 1910-1955 [2003], México, Conaculta-INBA-Museo Nacional de Arte/Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM.

2.Coloquio internacional Los Pinceles de la Historia. Imagen, Memoria y Poder, 16801966, México, Museo Nacional de Arte, 18 y 19 de febrero de 2004. Una primera lectura de este trabajo fue dada a conocer en dicho coloquio. Quiero agradecer a los organizadores la gentileza de la invitación, y muy especialmente a Fausto Ramírez, Esther Acevedo y Jaime Cuadriello. Igualmente, mi gratitud hacia Tomás Pérez Vejo, que fue un comprensivo comentarista de mi intervención, y a Peter Krieger, que me ha animado y dado consejos para su publicación.

3.Carlos Reyero, La pintura de historia en España. Esplendor de un género en el siglo XIX, Madrid, Cátedra, 1989. Véanse, sobre todo, los capítulos 4 y 5, pp. 109-149. Sobre aspectos relacionados con la construcción de la identidad nacional, véase, entre otros, Tomás Pérez Vejo, Nación, identidad nacional y otros mitos nacionalistas, Oviedo, Ediciones Nobel, 1999.

4.Reyero, Imagen histórica de España, 1850-1900, Madrid, Espasa-Calpe, 1987. Como analicé en este trabajo, la secuencia plástica de la historia de España tendió a ser construida a partir de los cuadros que alcanzaron una mayor fortuna crítica en cada uno de los distintos episodios.

5. Baste citar, por ejemplo, el testimonio de José García, con ocasión de la exposición nacional de 1862, cuando dice que "un cuadro consagra una acción famosa y la populariza y extiende con mayor facilidad que otro género"; y, más adelante, asegura: "Alta y noble empresa sería la de perpetuar en grandes lienzos la historia patria. Ella inspiraría emulación y aliento a los artistas y, llevada a cabo, sería digna escuela donde nuestro pueblo recibiese a la par estímulos de la virtud y gloria y lecciones del escarmiento", citado por Reyero, La pintura de historia..., p. 92. El crítico da por hecho que la galería de hechos históricos es una realidad inmutable, no determinada por la ideología. También la Galería de Batallas y la Galería de Cruzadas, del Palacio Nacional de Versalles, en Francia, por más que hoy sean percibidas como un fruto de la política artística de Luis Felipe, fueron concebidas como exaltación de la nación francesa, por encima de la intencionalidad política que encierre cada asunto.

6. José Luis Díez (dirección científica), Federico de Madrazo y Kuntz (1815-1894), Madrid, Museo del Prado, 1994, núm. 3, pp. 132-135 (catálogo de exposición).

7.Díez, Vicente López (1772-1850), Madrid, Fundación de Apoyo a la Historia del Arte Hispánico, 1999, vol. II.

8.Reyero, "Isabel II y la pintura de historia", Reales Sitios, 1991 (1er. trimestre), núm. 107, pp. 28-36.

9. Sobre estas obras, véase Reyero, Imagen histórica de España..., pp. 232-235.

10.Amalia Salvá, Colecciones artísticas del Congreso de los Diputados, Madrid, Congreso de los Diputados-Fundación Argentaria, 1997, pp. 75-77.

11. María José Redondo Cantera, Una casa para la sabiduría. El edificio histórico de la Universidad de Valladolid, Valladolid, Universidad, 2002, pp. 78-79.

12.Sobre estos cuadros, véase Reyero, Imagen histórica de España..., pp. 194-199.

13.La Ilustración Española y Americana, 1885, II, pp. 320-321. Reproducido por Díez, "Alfonso XII, rey de España. Crónica de un reinado a través de los grabados de La Ilustración Española y Americana", en el catálogo de la exposición Cánovas y la Restauración, Madrid, Ministerio de Educación y Cultura, 1997, núm. 118 (catálogo de exposición), p. 356.

14.Díez (dirección científica), La pintura de historia del siglo XIXen España, Madrid, Museo del Prado, 1992, núm. 44, pp. 414-417 (catálogo de exposición).

15. Pilar de Miguel et al., El arte en el Senado, Madrid, Senado, 1999, pp. 338-341.

16.Díez (dirección científica), José de Madrazo (1781-1859), Santander, Fundación Marcelino Botín, 1998, pp. 356-361 (catálogo de exposición).

17. Recogido por Díez, José de Madrazo.., p. 360.

18.Algunas de estas cuestiones fueron abordadas en Carlos Reyero, "La historia pasada como historia presente: Rosales, Casado y Gisbert o la política en el Prado", en Svetlana Alpers et al., Historias inmortales, Barcelona, Fundación Amigos del Museo del Prado-Galaxia Gutemberg, 2002, pp. 331-351.

19. Recogido por Díez, La pintura de historia.p. 288.

20. Esteban Casado Alcalde, Pintores de la Academia de Roma. La primera promoción, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1990, p. 48; Carlos Reyero (comisario de la exposición), Roma y el ideal académico. La pintura en la Academia Española de Roma, 1873-1903, Madrid, Academia de San Fernando, 1992, pp. 92-93 (catálogo de exposición).

21.Recogido por Díez, La pintura de historia..., pp. 318-320.

22. Es sabido que la gran eclosión de la pintura de historia como género, en España, coincidió con la organización de las exposiciones nacionales de Bellas Artes a partir de 1856, ya que el reglamento de éstas lo fomentaba especialmente, hasta que el varapalo sufrido por la crítica y el jurado internacional en la Exposición Universal de París de 1889 condujo a una rápida e inmediata desacreditación. Ello no quiere decir que no se pintaran significativos cuadros de historia en la primera mitad del siglo, pero si comparamos el desarrollo cualitativo y cuantitativo que tuvo el género en otros países europeos en ese mismo periodo, habremos de reconocer esta menor importancia relativa. Véase, por ejemplo, Monika Flacke (coord.), Mythen der Nationen. Ein Europäisches Panorama, Berlín, Deutsches Historisches Museum, 1998 (catálogo de exposición).

23.Recogido por Reyero, Imagen histórica de España., p. 244. Sobre las pinturas, véase pp. 250-251.

24. Ibidem, pp. 247-248.

25. Carlos Reyero (comisario de la exposición), La época de Carlos V y Felipe II en la pintura de historia del siglo XIX, Valladolid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 1999, pp. 188-191 (catálogo de exposición).

26.Díez, La pintura de historia.., pp. 306-317.

27. Díez, José de Madrazo.., pp. 314-319.

28. Díez, La pintura de historia.., pp. 146-149.

29. Ibidem, pp. 150-153, 240-223 y 298-301. Sobre Francisco Sans, véase también Carlos Reyero, "Los seguidores de Thomas Couture en España: Francisco Sans y Manuel Ferrán, pintores de historia", en Homenaje al profesor Antonio Bonet Correa, Madrid, Editorial Complutense, 1994, vol. II, pp. 1207-1216.

30.Casado Alcalde, Pintores de la Academia de Roma, pp. 132-133.

31. Recogido por Reyero, La pintura de historia.., p. 158.

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