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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versión impresa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.26 no.84 Ciudad de México mar. 2004

 

Libros

 

Traza española, ropaje indiano. El Cristo de Telde y la imaginería en caña de maíz
Pablo F. Amador Marrero

Ayuntamiento de Telde, 2002

 

Imaginería michoacana en caña de maíz
Sofía Irene Velarde Cruz
México, Conaculta, 2003

 

Traza española, ropaje indiano. El Cristo de Telde y la imaginería en caña de maíz / Imaginería michoacana en caña de maíz

 

por María del Consuelo Maquívar

 

Los purépechas o tarascos de Michoacán legaron al mundo del arte una técnica extraordinaria, que fue muy apreciada y demandada por los europeos, no sólo en la Nueva España, sino más allá de sus fronteras, hasta la misma sede del rey; me refiero a la escultura en pasta de caña de maíz. A pesar de la importancia que estos trabajos tuvieron, no sólo desde el punto de vista artístico, sino de la trascendencia que significó su extensa exportación durante los tres siglos del virreinato, poco, muy poco se ha escrito sobre estas imágenes.

Los autores, Sofía Irene Velarde, mexicana de Michoacán, y Pablo Amador, español de las Islas Canarias, abordan este asunto bajo su particular visión y, sobre todo, bajo su personal formación académica: la historia y la restauración. Como es de suponerse, ambos investigadores tienen puntos de vista coincidentes, ya que trabajan sobre las imágenes mexicanas, tanto las que se localizan en nuestro país como las que salieron para España durante el virreinato; también, los dos aportan noticias que contribuyen al mejor conocimiento de este arte escultórico tan peculiar y desconocido todavía para algunos.

Según asientan las crónicas novohispanas, fueron los misioneros que evangelizaron la región los primeros que impulsaron a los indígenas a continuar utilizando la técnica heredada de sus antepasados. De esta manera, mientras los naturales les enseñaban a los españoles una nueva técnica escultórica, éstos inculcaban la nueva religión y con ella una nueva iconografía religiosa.

Pronto estos trabajos despertaron la admiración de los mismos europeos, tal como lo menciona el agustino fray Matías de Escobar en la Americana Thebaida : "Se paga tanto el Señor de ver consagradas aquellas cañas en imágenes suyas, que quiere obrar por ellas las mayores maravillas, en prueba de lo mucho que le agradan aquellos soberanos bultos fabricados de las cañas."1 También un franciscano, fray Jerónimo de Mendieta, alabó la factura de estas imágenes que fueron tan cotizadas en la península: "Como llevan también [se refiere a España] los crucifijos huecos de caña, que siendo de la corpulencia de un hombre muy grande, pesan tan poco, que los puede llevar un niño y tan perfectos, proporcionados y devotos [...]."2

Respecto a los artistas que ejecutaron estas obras, es muy posible que, conforme llegaron los escultores europeos a estas tierras, algunos debieron entusiasmarse con la nueva técnica y se dieran a la tarea de aprenderla de los propios indígenas. Así fue que elaboraron imágenes en las que se combinó la manufactura indígena, especialmente en cuanto al soporte y el modelado, y la tradición europea, con respecto a los modelos y la técnica de la policromía. Por otra parte, resulta interesante comentar que este material no aparece mencionado en ninguna de las ordenanzas novohispanas expedidas para los escultores,3 lo cual hace pensar en la posibilidad de que, especialmente durante el siglo XVI, estas imágenes se hayan trabajado en los talleres conventuales dirigidos por los frailes.

A propósito de los artistas, tanto Pablo Amador como Sofía Velarde mencionan —como ya lo habían hecho los investigadores que les antecedieron— a los de La Cerda como los primeros que hicieron Cristos de caña; sin embargo, especialmente Velarde aporta nueva y valiosa información. Dedica un apartado al origen de Matías, el primero de la dinastía, y recuerda que tradicionalmente se ha dicho que Vasco de Quiroga lo mandó traer de España: "Sabemos que Matías contrajo matrimonio con una indígena del lugar y que ambos procrearon un hijo mestizo de nombre Luis." Utiliza las fuentes tradicionales de los cronistas, así como los estudios contemporáneos, para hablar de la descendencia del escultor y explica las diversas confusiones que se han suscitado entre los escultores y dos pintores del mismo apellido, Juan y Manuel. También se refiere a los caciques indígenas que aparecen retratados en un lienzo del siglo XVII, Mateo y Antonio de la Cerda, fundadores de la iglesia de Cozamaluapan. Lo cierto es, como la autora bien dice, que faltan por aclararse muchas dudas con respecto a estos artistas, e incluso piensa en la posibilidad de que se trate de dos familias diferentes; reflexiones que nos invitan a continuar investigando sobre el tema.

Muy cotizadas fueron estas esculturas por los conquistadores y religiosos, de tal forma que, desde el siglo XVI, salieron para España cantidad de ellas y, como dice Pablo Amador Marrero: "se encuentran repartidas por toda su geografía".

Respecto a las ventajas que tenía la novedosa técnica prehispánica sobre la acostumbrada talla en madera que practicaban los españoles, bien sabemos que lo más atractivo para ellos fue el poco peso de las esculturas. La pasta de caña les permitía ejecutar imágenes de grandes dimensiones cuya ligereza facilitaba su traslado en las procesiones. Prueba de lo anterior es la tradición que señala Amador respecto a las "bajadas" del Cristo de Telde: consisten en descender la imagen de su retablo barroco y sacarla en procesión para llevar a cabo ciertas rogativas o para celebrar anualmente su fiesta el mes de septiembre.

Este investigador inicia su libro con una interesante relación de las obras que atravesaron el Atlántico, de la Nueva España a las Islas Canarias. Dice que "Fue la devoción de los emigrantes canarios la causante de que la arribada de la mayoría de las piezas americanas conservadas en las Islas sean de carácter sacro." Afirma también que las primeras importaciones artísticas fueron precisamente los Cristos de caña y entre ellos destaca la imagen del altar mayor de la iglesia de San Juan en Telde, sobre la que basa su estudio. Comenta que, por lo que se ha investigado en los archivos españoles, esta escultura llegó alrededor de 1555 y desde entonces recibe el culto de los piadosos canarios.

Considero que la mayor aportación de este autor es el minucioso análisis que presenta sobre la manufactura de estas esculturas y reconoce los estudios de tres investigadores mexicanos: Abelardo Carrillo y Gariel, quien en 1949 publicó sus hallazgos sobre la restauración del Cristo de Mexicalzingo, así como los trabajos más recientes de Andrés Estrada Jasso y Rolando Araujo. Lo anterior lo lleva a decir que "las restauraciones, tanto europeas como americanas, son las que arrojan mayor cantidad de datos fehacientes sobre las diferentes técnicas en las que se realizaron durante varias centurias esta tipología de imágenes". Efectivamente, ha sido a través de este tipo de estudios que se ha conocido realmente cómo se ejecutaban estas obras; de otra manera, a simple vista, no se hubieran logrado desentrañar los "secretos" constructivos de estas esculturas.

El autor español presenta las diversas formas de utilizar los materiales que constituían los soportes de las imágenes, así como también menciona los adhesivos más frecuentes. Corrobora el uso de moldes para los Cristos, como ya lo había narrado el cronista agustino Matías de Escobar, y dice que este fraile seguramente fue testigo de la ejecución de alguna de estas imágenes; de ahí que Amador sostenga, con justa razón, que lo que se tenía como hipótesis, ya se pudo confirmar sin duda alguna.

Los dibujos y las fotografías del libro de Pablo Amador son esenciales para comprender mejor los trabajos realizados y los importantes hallazgos que se dieron en la imagen de Telde. Cabe destacar que, además de los análisis químicos que se hacen comúnmente de la policromía, este investigador también utilizó otros métodos modernos, como la endoscopia clínica y los rayos X, los cuales aportaron importante información sobre la manufactura, los materiales utilizados y las anteriores intervenciones que había sufrido la imagen. Gracias a estos métodos, se pudo corroborar el empleo de diversos tipos de papel, entre los que hay que destacar algunos fragmentos de códices, los que, según explica el investigador hispano, pertenecen al centro de México.

Por su parte, Sofía Velarde principia su libro con una acuciosa revisión histórica sobre la región de Michoacán, desde la época prehispánica hasta la evangelización. Valiéndose también de las aportaciones de sus colegas mexicanos que la antecedieron, habla de la fabricación de estas obras y especialmente dedica unas líneas al problema de los aglutinantes. Según ella, a través de los análisis que se han hecho, se han detectado de variados tipos, como los extraídos de bulbos de orquídeas, de cola de conejo y de baba de nopal; sin embargo, opina: "hay que seguir indagando, mediante estudios formales y multidisciplinarios, la composición orgánica de las imágenes realizadas con esta técnica".

Me atrevo a decir que la importancia de la investigación de Velarde radica sobre todo en el rescate que hace de las obras que ha localizado en su estado: "en las iglesias y capillas que se encuentran en Michoacán, ya que hemos podido constatar que aún las más pequeñas comunidades, conservan una o varias imágenes realizadas en caña de maíz" y, por lo visto, todas ellas reciben aún el culto de sus fieles habitantes.

Ante la imposibilidad de referirse a todas las obras, Sofía Irene Velarde presenta una relación de las imágenes que localizó en las poblaciones de Morelia, Tupátaro, Pátzcuaro, Tzintzuntzan, Quiroga y Santa Fe de la Laguna. Puedo imaginar que muchas de estas esculturas hayan pasado inadvertidas a nuestros ojos, ya que muchas veces suele confundirse a simple vista la talla en madera con el trabajo de pasta de caña de maíz.

A través de la revisión que hace esta autora, se puede confirmar una vez más que, además de la figura de Jesucristo, se trabajaron otro tipo de devociones, como las diversas advocaciones marianas. En las fichas que presenta de cada imagen, aporta interesantes comentarios rescatados de diversos escritos, tal es el caso de la famosa Virgen de la Salud atribuida a un encargo específico de Vasco de Quiroga y que originalmente estaba toda trabajada con la pasta de la caña; sobre ella narra los curiosos sucesos que se suscitaron cuando mutilaron su cuerpo en el siglo XVII, con el fin de colocarle las diversas vestimentas que desde entonces suele llevar.

Varias esculturas llaman la atención en el catálogo que nos brinda, como el relieve del Descendimiento de la cruz, que se encuentra en el que fuera convento de San Francisco en Tzintzuntzan. La autora afirma con pesar que este relieve "se encuentra totalmente carcomido por diversos microorganismos y se ha perdido totalmente una de sus partes inferiores, en donde se puede apreciar la caña de maíz". Sería de suma importancia que, así como se rescató el maravilloso frontal del altar de la pequeña iglesia de Tupátaro, que hoy puede admirarse nuevamente en su lugar y que ciertamente, como dice la investigadora, es una obra "única en su género", también se restauren otras obras, como el relieve de Tzintzuntzan; de lo contrario se perderán irremediablemente.

A través de estas dos investigaciones, se recupera un poco más de la historia y procesos de manufactura de las imágenes fabricadas con pasta de caña de maíz. Los textos de Pablo Amador y de Sofía Irene Velarde ponen de manifiesto que esta técnica escultórica, que ha prevalecido a lo largo de cuatro siglos, ofrece aún muchas incógnitas que hay que resolver mediante una labor interdisciplinaria. Por lo anterior que se ha comentado y mucho más que no es posible puntualizar aquí, pienso que estos dos libros vienen a enriquecer la bibliografía del arte colonial mexicano.

 

Notas

1. Fray Matías de Escobar, Americana Thebaida, México, Imprenta Victoria, 1924, p. 148.         [ Links ]

2. Fray Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiática indiana, México, Porrúa, 1971, p. 404.         [ Links ]

3. Las ordenanzas para escultores obligaban a trabajar la madera, el hueso y la piedra, y se expidieron en 1568, 1589 y 1703.

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