Introducción
En los últimos años, el Estado mexicano en su pretensión de evitar que las poblaciones irregularizadas ingresen a su territorio ha diseñado políticas paradójicas, focalizadas y racializadas que, por un lado, responden a los intereses de Estados Unidos de frenar cualquier migración que pueda considerarse una amenaza para su seguridad y, por el otro, promueven discursos que escudan acciones cada vez más restrictivas y violentas sobre bienestar y respeto por los derechos humanos de las personas migrantes.
Estas políticas paradójicas impuestas por México, además, han permitido “la intervención de la delincuencia organizada en las rutas migratorias, mediante la extorsión sistemática, el secuestro y la trata de personas” (París, 2017:158), incluso la muerte.
Durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), las principales rutas migratorias hacia Estados Unidos empezaron a coincidir con las rutas de tráfico de drogas, lideradas por diversas células del crimen organizado, entre ellas Los Zetas y El Cártel del Golfo, las cuales evidenciaron que las políticas migratorias más que proteger a las personas migrantes, las exponen a situaciones de violencia, desprotección, impunidad y clandestinidad.
Desde entonces, la violencia perpetrada contra las personas migrantes a manos de la economía criminal, entendida como las diversas actividades económicas ilícitas, se ha hecho evidente a través de varias masacres como la de los 72 en San Fernando, Tamaulipas, en 2010, la de Cadereyta, en Nuevo León, en 2012, la de Güémez, Tamaulipas, en 2014 y la de Camargo, Tamaulipas, en 2021. [1]
Pese a las condenas nacionales e internacionales por estas masacres, el gobierno de México ha dejado claro que no tiene interés por disminuir los riesgos y las violencias a las que se enfrentan las personas migrantes durante el tránsito. En este sentido, el objetivo de este artículo es mostrar la tolerancia y la indolencia de las autoridades mexicanas ante la gestión de la economía criminal en el tránsito migratorio y la escasa respuesta política ante las masacres de migrantes.
Este trabajo se divide en cuatro apartados. El primero busca explicar cómo el Estado mexicano ha tolerado y permitido la violencia criminal, lo que ha condicionado el tránsito migratorio en el país. El segundo apartado da cuenta de los hechos que enmarcaron dos de las masacres de migrantes más mediatizadas en los últimos años en México: San Fernando y Cadereyta. El tercer apartado reflexiona sobre la masacre que tuvo lugar en Camargo durante la pandemia por COVID-19, periodo en el que se establecieron fuertes controles fronterizos como medidas para evitar la propagación del virus sin que se frenara la movilidad irregular, pero sí haciéndola más vulnerable. Finalmente, se esbozan algunas reflexiones finales.
1. Economía criminal y migraciones irregularizadas en México
La globalización neoliberal, más allá de alterar el papel del Estado, ha obligado a repensarlo. En este sentido, en vez de asumir que los Estados son titulares supremos del poder exclusivamente para dominar y gobernar, se podría enternder cómo se ejerce el poder en la sociedad actual a través de diversas relaciones sociales, instituciones y cuerpos que no se ajustan directamente a la idea “clásica” del Estado (Agudo, Estrada y Braig, 2017).
Estamos ante lo que Trouillot (2011) define como Estado “ampliado”, idea que alude a la dispersión de los procesos de legitimación del poder que han sido transferidos por el Estado a diferentes actores –organismos supranacionales, organizaciones no gubernamentales, empresas transnacionales, economía criminal– que construyen, detentan, ejercen y difunden el poder en toda la sociedad.
Lo anterior nos permite desmontar la idea del Estado como la máxima sede del poder y, a la vez, examinar los roles que juegan las instituciones no estatales (Mezzadra y Neilson, 2013). Es decir, el sistema estatal no está desapareciendo, pero de manera deliberada permite que surja “una economía radicada en paraísos fiscales [,] un espacio secundario y relativamente libre de regulaciones” (Truong, 2001: 56) en donde las actividades criminales son permitidas y toleradas.
En este sentido, la construcción de un espacio secundario o de una segunda economía –término ocupado por Rita Segato (2014)– no hubiera sido posible sin la potestad del Estado. Bajo este contexto, tanto en México como en otros países ha sido posible la reproducción de la economía criminal, la cual se entiende como las diferentes formas delictivas –crimen organizado, contrabando de armas, tráfico y trata de personas, tráfico de órganos, corrupción, cobra de cuotas, entre otras (Truong, 2001; Segato, 2014; Gómez y Lagunes Hernández, 2019)– que están produciendo altas sumas de dinero no declarado, en el marco de la segunda economía.
La economía criminal ha logrado controlar amplios territorios (entre estos, las rutas migratorias) a través de la informalización de la economía, la desregulación, el aumento vertiginoso del capital no declarado e, incluso, la apropiación de instituciones del Estado por medio de prácticas de colusión y corrupción.
A partir de la lucha entre organizaciones criminales por el control de territorios se inició una espiral de violencia en la que quedaron atrapadas no sólo las poblaciones de los territorios en disputa, sino también poblaciones migrantes.
Las poblaciones migrantes en su tránsito hacia Estados Unidos, sobre todo aquellas que se encuentran en situación irregular, pobres, no blancas son las que fácilmente están siendo amenazadas por está economía criminal, con frecuencia hechas presas a través de la violencia criminal. El problema radica en que, al tratarse en su mayoría de migrantes con calidad migratoria irregularizada, se les deja en los márgenes de la ley.
Aunado a esto, a partir del “giro securitario en el gobierno de las migraciones” (Varela, 2017: 4), con el que se han aumentado las restricciones, en México los flujos migratorios se están encontrando de manera más directa con la economía criminal. El conjunto de medidas tendientes a la securitización ha provocado que el tránsito de las personas migrantes se realice a través de rutas más peligrosas y violentas dominadas por la economía criminal.
Lo anterior no sería posible sin el papel activo que ha jugado el Estado en la reproducción y la tolerancia de la economía criminal en tres sentidos: en primer lugar al permitir la operatividad de la economía criminal a través de la informalización de la economía, la desregulación y el aumento vertiginoso del capital no declarado (Segato, 2014). En segundo, mediante el ejercicio de prácticas corruptas e indolentes por parte de funcionarios públicos –soborno, mordida, pago de cuotas– que permiten la impunidad. En tercero, por medio del involucramiento de fuerzas de seguridad o de agentes estatales en ejecuciones extrajudiciales, detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y masacres (París, 2017).
En este contexto, se ha observado que la violencia criminal perpetrada contra las personas migrantes se ha vuelto hipervisible mediáticamente a través de las masacres, que desde lo sucedido en San Fernando, Tamaulipas, en 2010 (Varela, 2017), se han convertido en el tropo dominante de la violencia contra los migrantes en México a la vez que son sepultadas en la indolencia e impunidad legal por autoridades que hacen poco o nada para prevenirlas.
2. Refrescando la memoria: masacres de personas migrantes en Nuevo León y Tamaulipas
Durante el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012), México vivió una de las etapas más violentas registradas en su historia, la cual está vinculada a problemas con el narcotráfico. Como estrategia para “contrarrestar” la violencia e inseguridad producto de la lucha entre cárteles de la droga por el control del territorio, el gobierno en turno lanzó la “Guerra contra el Narcotráfico”. Para esto, México recibió asistencia de Estados Unidos, por lo que ambos países aplicaron una estrategia de cooperación conocida como Iniciativa Mérida (Rosen y Zepeda, 2015).
Si bien esta iniciativa no tenía un corte migratorio, en poco tiempo se convirtió en uno de los referentes clave de restricción migratoria irregularizada en el sur de México a partir de la cual se generaron otras iniciativas de aseguramiento y control como el Programa Frontera Sur (Castañeda, 2016). Estas iniciativas provocaron la diversificación de las rutas por México de las personas migrantes irregularizadas y forzaron el tránsito por las que ocupa el crimen organizado.
En agosto de 2010 se hizo pública la noticia de la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) calificó este suceso como una grave violación a los derechos humanos de las personas migrantes irregularizadas en tránsito hacia Estados Unidos.
La brutalidad y la violencia de los hechos, así como la indolencia con la que las autoridades enfrentaron el caso, [2] hicieron que las condenas nacional e internacional no tardaran en surgir, sin que hasta el momento se haya obtenido justicia.
Dos años después de San Fernando, en mayo de 2012, ocurre una masacre similar (en cuanto a la brutalidad de los hechos y la indolencia de las autoridades mexicanas) ahora en el municipio de Cadereyta, en el estado de Nuevo León.
Ambos eventos tienen varios puntos en común. En primer lugar, la impunidad y falta de transparencia en los procesos judiciales. En este sentido, las autoridades mexicanas no han dado explicaciones claras sobre los motivos, los escenarios y los actores que cometieron dichos asesinatos. En segundo, como afirma Varela (2017), estas masacres, orquestadas por los cárteles mexicanos en complicidad con los funcionarios públicos de los estados de Tamaulipas y Nuevo León, se perpretaron como un mensaje de terror. En tercero, la violencia se ha vuelto una herramienta central para visibilizar el poder que se disputan los cárteles de la droga. Los cuerpos de las personas migrantes se han vuelto el mensaje ante un público aterrorizado (Segato, 2014).
3. ¿Acaso no aprendimos nada? La masacre de migrantes en Camargo, Tamaulipas
Debido a la pandemia por COVID-19, desde marzo de 2020 la frontera terrestre entre México y Estados Unidos se mantiene cerrada a viajes no esenciales sin que esto represente una reducción en los flujos de tránsito por México (SRE, 2020). Si ya era difícil y peligroso el tránsito por México para las personas migrantes irregularizadas, con la pandemia se ha agravado, ya que quedan en franca desprotección.
En este contexto, el 22 de enero de 2021, México volvió a estar bajo los reflectores internacionales tras registrarse otra masacre de migrantes, ahora en el municipio de Camargo, en el estado de Tamaulipas.
En el interior de una camioneta se encontraron 19 cuerpos (16 de origen guatemalteco y 3 mexicanos), tras una denuncia ciudadana que alertó sobre un vehículo que se incendiaba (INM, 2021). El martes 2 de febrero, la Fiscalía General del estado de Tamaulipas informó sobre la detención de 12 policías estatales por estar presuntamente involucrados. Los cargos en su contra fueron homicidio calificado, abuso de autoridad y falsedad en los informes redactados y en el desempeño de funciones administrativas (DW, 2021).
Tras la masacre de Camargo se hizo más evidente la complicidad entre los funcionarios públicos y la economía criminal. Además, se pudo observar que la cobertura mediática fue una herramienta importante no sólo para visibilizar lo sucedido, sino como un medio para exigir justicia por parte de los familiares de las víctimas. Por desgracia, pese a las exigencias de justicia que los familiares de las víctimas solicitaron por medio de las instancias consulares, la cobertura en medios duró un par de semanas, pues se vio eclipsada por las noticias relacionadas al COVID-19.
Prospectiva
La situación migratoria irregularizada sigue siendo una característica que pone en desventaja a las personas migrantes que se internan en otros Estados. Pese a que instrumentos internacionales en materia de derechos humanos [3] han hecho énfasis en el reconocimiento, la garantía y la protección de las personas migrantes, muchos derechos continúan condicionados por el estatus migratorio de entrada. Lo anterior debido a que los Estados, en pleno goce de derechos, implementan medidas y políticas para restringir la movilidad irregularizada bajo argumentos como la seguridad y el bienestar nacional.
Históricamente este tipo de posicionamientos ha contribuido con discursos nativistas y racistas que ven a las personas migrantes como los “otros” –extraños, sospechosos y agentes que propician inseguridad– en los lugares de tránsito o destino. Su condición irregularizada los confina a una serie de etiquetas relacionadas con la sospecha y la amenaza (Oboler, 2014). Estas etiquetas, además, sirven para perpetuar prácticas de impunidad, violencia y desatención.
Este panorama podría explicar por qué en ciertas coyunturas el tema migratorio es de relevancia política-económica y por qué en otros momentos queda en omisiones político-jurídicas de los Estados que incluso permiten a la economía criminal la gestión de estas poblaciones.
En el caso de México, desde hace años, se han instaurado políticas, planes y leyes con un enfoque de derechos humanos (SRE, 2019). Entonces, ¿qué está fallando? Por desgracia, estas iniciativas en su mayoría se han quedado en el discurso. Pese al enfoque en derechos humanos, el Estado ha primado por prácticas securitativas que han puesto en mayor riesgo a las personas migrantes en tránsito. Aunado a esto, el tránsito por México se ha hecho más hostil y peligroso a partir de la pandemia, pues se ha evidenciado que los movimientos humanos no paran, sino que, por el contrario, se adaptan a las circunstancias.
En este sentido, tomando en cuenta que los desplazamientos humanos seguirán siendo parte de nuestra realidad pese a las restricciones impuestas, se deben buscar alternativas dignas para el tránsito o, por lo menos, algunas que no lleven a las personas migrantes a encontrarse de cara con el crimen organizado y la muerte.
Además, se deben promover estrategias de sensibilización respecto a la migración irregularizada. Estrategias focalizadas en la sensibilización de la población en general, sobre todo en aquellos espacios en los que se tenga contacto directo con poblaciones migrantes. Dichas estrategias no deben fomentar ni la criminalización ni la revictimización de las personas migrantes. Para conseguirlo será necesario hacer alianzas con actores estratégicos como los medios de comunicación, la sociedad civil y las instituciones de impartición de justicia.
De no actuar ahora, continuarán las masacres de migrantes y el país seguirá retratado como un Estado violento, corrupto, impune y complaciente con las economías criminales.
Conclusiones
En los últimos años, las personas migrantes en tránsito por México enfrentan no sólo las restricciones que se han impuesto respecto a su movilidad, además han sido expuestas a la violencia exacerbada que en muchos casos las ha llevado a la muerte.
Tras la pandemia por COVID-19, los flujos migratorios irregularizados no se han detenido pese a las restricciones formales de entrada que muchos Estados han implementado y mantenido hasta nuestros días (aumento de la militarización de la frontera). Aunado a esto, en México esta situación excepcional ha ocasionado que las economías criminales tengan mayor injerencia durante el tránsito migratorio. A su vez, el mismo contexto ha permitido una desatención de las autoridades que se excusan en tener como prioridad la atención sanitaria. La violencia perpretada por los grupos del crimen organizado tampoco ha tenido tregua, como se ha visto con las masacres sucedidas a inicios de 2021.
La situación se complicó con la entrada de Joe Biden al poder en Estados Unidos, quien, desde el comienzo de su mandato solicitó a México mayor atención en el control fronterizo bajo la dinámica “del buen vecino”. Al respecto, no ha sido extraño observar que, en lo que va del periodo presidencial de Biden, México ha puesto en marcha políticas más represivas como las “devoluciones en caliente” o las restricciones a las caravanas migrantes (Manetto, 2021) con tal de frenar la migración irregular (sin olvidar las restricciones fronterizas).
Sin presión de actores como sociedad civil hay poco seguimiento institucional y, por ende, limitado acceso a la justicia, por lo que este escenario permite que la economía criminal y los funcionarios implicados continúen violentando a la población migrante. Sumado a esto, pese a la hipervisibilización de las masacres de migrantes, las violaciones a derechos humanos han quedado eclipsadas por la pandemia.