Introducción
No es casualidad que se escriba este trabajo en los tiempos del coronavirus. Muchos indicadores señalan que el coronavirus es un tema que atañe a lo político, más allá de lo sanitario. La gente ha obedecido de forma tan resignada a estas formas renovadas del discurso sanitario y estatal, que genera sensaciones ominosas.
La propagación virósica de esta renovada versión de la peste negra asusta por la imposibilidad de detener la pandemia, tanto como el espectáculo que ha impuesto la Media ante la misma. El temor se asocia también a distracciones y torpezas de los gobiernos, que despiertan sentimientos de desvalimiento y desprotección.
Desde esta situación el tiempo del coronavirus ha sido también la oportunidad de nuevos ajustes fiscales en Latinoamérica y en todo el mundo. Se han tomado así medidas severas, según se argumenta, derivadas necesariamente de la situación sanitaria. A partir de aquí se puede abrir el debate sobre si estamos o no frente a un modelo neoliberal que se renueva desde el discurso sanitario. Probablemente no hay aún sustento empírico para dirimir la cuestión, pero cabe indicar como antecedente, que la estrategia habitual de la reforma tributaria, el endeudamiento y recortes en el gasto público, ha sido una práctica frecuente en los modelos neoliberales del mundo y Latinoamérica.1
Como sea, estos ajustes económicos no han despertado indignación ni protesta. Y en tal sentido quizás lo más preocupante es que estas medidas de ajuste se han presentado como la única posibilidad de reacción ante la crisis e impuestas como la única solución posible a efectos de evitar el caos y el descalabro social. Ya no hay por ende convencimiento racional, sino imposición desde la amenaza de pánico. Desde aquí, una indagación por este disciplinamiento sanitario, prácticas totalitarias que se van generalizando y los efectos tanáticos de una lógica cancerígena e invasiva -parafraseando a Castoriadis-, se impone.
La práctica tanatopolítica sin un contrapeso biopolítico basado en la capacidad de rebeldía, argumentación, confrontación, pensamiento políticamente incorrecto, corre el peligro de transformarse en definitiva, inaugurando una expiación sacrificial social generalizada, donde el que no muera sanitariamente, lo hará por el desempleo, la carestía, la desesperación o la precariedad crónica.2 La capacidad biopolítica de preservar, tutelar, salvaguardar la vida humana, dentro de políticas de profilaxis y cuidado social, que se han gestado como elemento fundamental del proyecto de la modernidad, se va de esta manera, progresivamente deslegitimando.3
La metodología utilizada para el presente trabajo se basó en una revisión bibliográfica extensa e integradora sobre el tema, teniendo en cuenta la perspectiva de diferentes autores, pero también investigaciones que conciernen a diferentes escuelas de pensamiento, tratando de mantener una perspectiva lo más amplia posible. Partiendo del discurso biopolítico, lo tanatopolítico, el discurso sanitario, la perspectiva economicista y el discurso jurídico, como parámetros de análisis, se busca una indagación que recoja aquellos debates que puedan surgir desde los mismos.
Hay que señalar que no hay aún suficientes investigaciones enfocadas en el papel cada vez más protagónico de las nuevas modalidades de lo tanatopolítico, y en cómo las mismas influyen en importantes reconfiguraciones del concepto de ley, ciudadanía y en un reposicionamiento decisivo del lugar social de lo precario, conjugado a la tentación de lo totalitario.
Por ende, para poder profundizar y complejizar este campo de altas novedades sociales y culturales, se incorporó un criterio interdisciplinario al análisis de los datos preliminares, tratando de no ceñir el trabajo exclusivamente a lo biopolítico, introduciendo elementos analíticos tomadas de la sociología, la antropología, la psicología social, el psicoanálisis y la teoría política, entre otros.
El método de análisis utilizado fue escoger entonces aquellos temas que operaran como emergentes -como el coronavirus-, para destacar y analizar a profundidad aquellos procesos que se relacionan a reconfiguraciones decisivas de lo biopolítico y lo tanatopolítico, manteniendo una perspectiva integradora de posibles factores sociales, subjetivos, y políticos en juego, intentando establecer algunas hipótesis que pudieran clarificar e indagar tendencias sociales, culturales y de la cotidianeidad que se están operando de forma invisibilizada o soterrada.
De esta manera, el trabajo tiene como objetivo profundizar desde perspectivas culturas, políticas, sociales y antropológicas las implicaciones de procesos de disciplinamiento, que se renuevan y actualizan a partir del discurso sanitario del coronavirus, en términos de precariedad, tanatopolítica y tentación totalitaria, procesos que pasan generalmente inadvertidos, a pesar de los preocupantes cambios que van gestionando e imponiendo. En este sentido, el objetivo último del artículo es trascender lo meramente “contestatario”, buscando proponer herramientas de análisis que permitan ir comprendiendo renovadas, nuevas e impredecibles tendencias que emergen, paulatina pero indeclinablemente, en el tejido social, cultural y subjetivo de esta primera mitad del siglo XXI.
Disciplinas, virus y discurso sanitario
En la perspectiva de Foucault, el sujeto es objeto del poder dentro de una red disciplinaria que se expande de forma algorítmica y siempre expansiva. Esta dispersión imprevisible y permanente, garantiza docilidad y control minucioso del cuerpo, actitudes sociales y probablemente tipos previsibles de pensamiento. Responde a una lógica de utilidad y ahorro de economía del poder, en tanto la imposición del consentimiento opera como habilitación tácita para impedir la resistencia o la búsqueda de alternativas.4
El disciplinamiento es de esta manera una tecnología del poder basado en la docilidad del cuerpo individual, con lo que la anatomía corporal se reconfigura decisivamente como anatomía política, en términos de anatomopolítica. Pero también el poder se aplica a las poblaciones y al cuerpo social en tanto docilidad: se busca circunscribir los movimientos y las rutinas del colectivo, en cada momento y en cada lugar.5
De esta manera los gestos, los comportamientos, los hábitos, las palabras, la reconfiguración de lo corporal, las políticas de precaución permanente, se unifican bajo el procedimiento, los discursos y las tecnologías del control.6 Esta pretensión obsesiva disciplinante probablemente se acentúa en la medida que se fragiliza una subjetividad que basada en la capacidad racional de argumentar y la capacidad emocional de resguardarse, soportes de los llamados sistemas expertos, ya no pueda alertar y reaccionar ante procesos que en su exceso, no provocan sino incertidumbre ontológica.7
Podría suponerse que este poder se legitima en tanto aparentemente convence de que a través de él -y gracias a él-, lo caótico permanece bajo control, estableciendo el consenso de que el poder disciplinante es el que hace posible que la sociedad y los cuerpos puedan trazar límites, piel, fronteras para “expulsar” o mantener a “raya” a peligros, enemigos, desorganizaciones. Probablemente la escena temida que lleva a aceptar el dispositivo disciplinario, sus coacciones e imposiciones, es el terror de que lo social desaparezca, con lo que se promueven conductas de docilidad como el deseo de ser “buen” hijo, “buen” ciudadano, “buen” vecino. En definitiva: encarnar espléndidamente la virtud ejemplificante.8
Desde esta virtud ejemplificante se intenta establecer un ideal común: la supervivencia colectiva, la protección de la “madre-sociedad”, el recaudo de lo “paterno herido”. Proteger, estar alerta, cerrar puertas y ventanas, si es necesario, se impone como forma de conjurar lo caótico de supuestas fantasías parricidas, matricidas y fratricidas, que pueden “atentar” contra la calma y el control del status societario. La violencia del disciplinamiento se presenta de esta manera, como la contraparte necesaria -y generada en realidad desde ella- a la supuesta violencia innata del hombre hobbesiano.9
Algunos autores han señalado la probable relación entre el disciplinamiento y el capitalismo. Punto que se debe completar con aquellas innovaciones tecno-científicas desde las cuales el capitalismo se ha desarrollado, las que no se explicitan por exceder los límites de este trabajo.
Pero es importante al menos indicar como la práctica disciplinante actual es indisociable de una renovada visión capitalista, la que se legitima en el discurso de la emergencia sanitaria para imponer ajustes fiscales que precarizan calidad y condiciones de vida.10 Simultáneamente, se implanta con vigor una visión economicista basada en recortes presupuestales y medidas económicas, ahora en nombre de la urgencia sanitaria. Ajustes economicistas que se reciben como inevitables y aún más, impostergables. No puede sino llamar la atención como los mismos son recibidos con una resignación que raya la apatía y la claudicación.
Aunque todavía es prematuro indicarlo, cabe indagar si se trata de un neoliberalismo que se renueva, con un discurso de ahorro imperioso que alcanza por igual a gobiernos de derecha e izquierda, discurso tanto más eficaz desde la buena publicidad que obtienen gobiernos y prácticas totalitarias.11
Discurso sanitario y virus por doquier
Como variedad específica del poder disciplinante, señalemos la progresiva consolidación del discurso sanitario que se comienza a imponer desde fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El mismo se relaciona a la promoción de una imagen del cuerpo individual y social caracterizado como asediado y rodeado por agitaciones, virus e ideologías peligrosas y disolventes.12
Esta “peligro inminente” es tanto metáfora como metonimia de una época de desórdenes, protestas, cambios varios, los que despiertan miedos, pánicos y sensaciones ominosas de que el mundo conocido peligra y está a punto de estallar o desvanecerse. Frente a la posible digresión descontrolada, se comienzan a ensayar políticas pedagógicas, y sanitarias de cordura adulta, buen tino racional y cuidados cada vez más extremos del cuerpo y la higiene.13
Los inmigrantes, los adolescentes, los obreros, las enfermedades y la sexualidad se vuelven sospechosos de instigadores del descontrol y de revueltas, mientras los ciudadanos y los padres de familia son convocados, por el contrario, a extremar cuidados y vigilancias dictadas bajo pautas de republicanismo y estrategias médicas fortalecedoras y protectoras, para someter y estar alertas de forma permanente para garantizar el orden social.14 Cabe indicar que cada categoría a disciplinar mantiene su especificidad y rasgos de complejidad propios. No es lo mismo lo que implica la categoría “inmigrante” que la categoría “adolescencia”, por ejemplo. Lo que se quiere indicar es que en términos del imaginario social, el discurso sanitario-pedagógico escamotea estos rasgos diferenciadores para imponer cierta noción isomórfica unificadora de que todas estas categorías, en tanto no se puedan controlar, educar, socializar, pueden llegar a ser un “peligro” a la homeostasis social.
La buena gobernabilidad, la democracia, la virtud republicana, la madurez serena, la salud espartana, son dispositivos puestos al servicio del control social. Se observará que el disciplinamiento sanitario, no incumbe solamente a cuerpos, sino también a valores, actitudes, decisiones y formas sociales que son consideradas dignas de orgullo y reconocimiento.15
Su contrario: el descontrol social, el derroche, el organismo infectado, la molicie, la rebeldía, son colocados como males execrables o desórdenes, que agitan paranoicamente fantasmas de extinción social. Para evitarlo, todo ha de ser educado, todo es educable: la sexualidad, el adolescente, el cuerpo sexualizado, el inmigrante, la mente crítica, para garantizar fuerza, decisión, adultez, temple y salud. De esta manera aparece un uso redoblado del dispositivo pedagógico, que se multiplica en órdenes, enseñanzas, moralejas, ejemplos, tareas y correcciones por doquier y donde sea, actuando como herramienta imprescindible del discurso sanitario. Ideal de un cuerpo individual y social higiénico y sano que se apoya en la contención, la medicina, la higiene, la pureza, basado en prácticas y sobreentendidos que hacen posible la sociabilidad, el progreso y la civilización.16
Se impone así la imagen de un cuerpo personal y social ideal, casto, continente, renunciante, sano (extremadamente sano), reflejando una supuesta homeostasis social, biológica e identitaria como máximo fin. A esta fortaleza virtuosa se le contrapone el peligro -frente al cual hay que estar siempre alerta- de la posible invasión de lo virósico, lo pulsional, lo extraño e irreconocible, operando de forma avasallante y descontrolada.17
Se trata de una imagen del cuerpo social e individual como un organismo formado en capas sucesivas por el Estado, las familias, el sujeto. Su opuesto, temido y espeluznante, es el germen, lo invasor, lo que genera aprensión en tanto representante del terror de la disgregación y el descontrol.18
La sociedad y los cuerpos comienzan a ser puestos en un nuevo escenario de control paranoico ante el pánico que despierta un enemigo que se comienza a consensuar, biológica y metafóricamente, como el enemigo por excelencia: lo virósico. Desde la entronización de este “enemigo” virósico, todo lo que pueda representar desorden o cambio, se comienza a imaginarizar en términos biológicos. La biología facilita así la metáfora de lo virósico para representar todo lo que genera desvalimiento y acoso desde lo interno y lo externo de lo social, sea el virus de las pandemias, los adolescentes que se rebelan, los obreros que reclaman.19
Por tanto, queda establecido el gran enemigo: el virus irrefrenable, capaz de condensar el peligro del deseo desordenado, el cambio social violento y los sujetos irresponsables. Amenazas, que se cree, pueden llevar a un estado antihomeostático sin retorno, aglutinando lo incomprensible e innombrable del terror ante el cambio y lo imprevisto.20
En los albores del siglo XXI el coronavirus actualiza en clave pandémica esa amenaza siempre tan latente y siempre tan bien aprovechada por el disciplinamiento. Asimismo la red virtual establece también su zona de terror virósico, denunciando el “peligro” de los hackers, los que “manipularían” esos “miles” de virus que asolan el sistema comunicativo global.21
Como emergente social de este virus despedazador, se impuso en el novecientos como ejemplo la adolescencia, la sexualidad, las revueltas sociales. Desde una sociedad convencida que está sitiada, rodeada y al acecho, no puede haber sino políticas de chivo expiatorio encargadas de hacerse cargo de tramitar temores y aprensiones.22
La pandemia del coronavirus ha renovado estas políticas de expiación, situando ahora a los adultos mayores como grupo supuestamente “más expuesto” biopolíticamente ante el virus amenazador. Esta categorización tiene a su vez un correlato también económico: en un mundo cada vez más pospandémicamente precario, es inevitable que se profundice la tendencia de que las familias dependan, en mayor o menor grado, de la jubilación/pensión del adulto mayor. Al darwinismo virósico y social, se sumará entonces probablemente un darwinismo familiar.23
De qué se trata cuando se trata de totalitarismo
La concepción de totalitarismo que se presenta en este trabajo,24 implica una tendencia ideológica, social y política, emergente a partir de la precariedad del contrato social y la resignificación de los conflictos sociales, individuales y vinculares en términos de endurecimiento, fundamentalismo e intolerancia.25
Desde esta perspectiva este totalitarismo es incapaz de ser explicado simplemente como desviación despótica, accidente de la democracia, o variedad dictatorial, ya que las mismas responden a pesar de todo a lógicas de pacto social, mantenimiento de un colectivo e ideales comunitarios.26
La hipótesis que plantea Bauman de un mundo “líquido” de permanente cambio e incertidumbres donde las certezas son sustituidas por preguntas atormentadoras y de las que no se sabe bien las respuestas, acerca de cómo vivir, como buscar la felicidad, cómo construir o reconstruir los vínculos, debería ser revisada.27
Lo que se observa más que lo “líquido”, es lo “precario”, en términos de pérdida de certezas fundamentales como el estatus de la garantía y la continuidad laboral, eficacia de las promesas de porvenir e integración social y fragmentación de valores compartidos en múltiples tribus urbanas que mantienen sus propios valores, así como recelo y desconfianza entre sí. Por ende, más que lo líquido y fluido, parece constatarse una especie de estado de guerra civil y enfrentamiento “no declarado” que se observa a diferentes niveles: competencia entre minorías por sus derechos, guerra virósica, estrategias difamatorias y de denuncia desde y con las redes y la media.28
Esta competencia denodada se acompaña y se sostiene desde la resurrección del fanatismo religioso, cultural y político, y la prevalencia de dogmatismos varios a los cuales parece imposible cuestionar o frente a los cuales tomar distancia. Sociedad talibánica que impone certezas neoevangélicas, referencias duras y por ende, la intolerancia. Toda y cualquier guía moral de nuestros días, sean movimientos sociales, reivindicaciones de minorías u otros, parece que tuvieran que pasar inevitablemente por rasgos de intolerancia y pasión ideológica, donde antes o después se advierte severidad, extremismo y la política del “todo o nada”.29 El Otro ya no es “amigo” ni “enemigo, sino un “irreconciliable” con el que la convivencia se torna imposible o peligrosa. Desde aquí la posibilidad de concretar contraargumentos, antiprogramas, y generar procesos emancipatorios se empobrece. Quizás haya que generar un debate previo, más estructural, en torno a condiciones de diálogo, respeto y tolerancia que se tornan imprescindibles para poder comenzar a dilucidar alternativas realmente válidas e instituyentes.
Mientras tanto, pasamos a la cultura de los chivos expiatorios: la maestra ridícula, el patriarcalismo obtuso, el político corrupto, la familia como desorden moral, los inmigrantes robando el trabajo “escaso”, las mujeres que “abandonan” el hogar, el padre “ausente”. El mundo se tiñe de paranoias varias que incluyen un mundo deshumanizado, por donde circulan los descartables, los expulsados, los perdedores, los inintegrables, a los cuales se aplican políticas de exterminio (físicas o simbólicas), las que no se cuestionan en tanto ya no se cuestiona nada que venga desde la autoridad o el fanatismo.30
Esta desconfianza -que difícilmente se visualiza como tal- se acompaña de estrategias sociales que determinan la importancia de lo inmediato, el uso de lo mágico e irracional y la extrema intolerancia a la espera y la frustración. No se puede pensar desde el otro y con el otro. Desde allí las figuras de solidaridad, tolerancia, empatía y solidaridad se transforman en simples eslóganes sin contenido o son materia de burla o incomprensión.31
Gérmenes del mal radical o la banalidad del mal,32 donde la anulación de la flexibilidad y la tolerancia y de sentir compasión frente al sufrimiento del otro o el distinto, o incluso el negar el peligro de la muerte y la devastación33 se acompaña de la desresponsabilización de actos y una política de impunidad, que se ha convertido en pauta legitimada en lo cotidiano.34
El miedo frente a lo que se sindica como “amenaza” -y en definitiva casi todo potencialmente se transforma en amenazante-, es más fuerte y más radical que cualquier esbozo de duda. De hecho la duda es eliminada desde el pánico que genera esta precariedad del miedo. Es un mundo de mandatos. Hacer lo que se manda. Obedecer prestamente. El “todo es posible” es correlato del “nada se cuestiona”.35
En esta vertiente de dominio, parece que se instaurara la figura del amo, como encarnación de este poder que fascina y se idealiza por su exceso, el que es dirigido hacia un colectivo al que se intenta ubicar como esclavo.36 Este amo parece plantear, además, un mandato omnipotente e incuestionable, con lo que se propician rasgos de una sociedad de sumisión. Como negativo de la figura de ciudadanía, se impone de esta manera el modelo del sujeto en tanto súbdito-obediente, del que se espera su consentimiento ante lo instituido.37 Las cosas ya vienen dadas y son incambiables. En estas condiciones, toda posibilidad de cambio instituyente o de resistencia es negada, erradicada, excluida.
Este tipo subjetivo sumiso-súbdito-obediente, parece implicar la anulación de las estructuras cognitivas y afectivas que hacen posible el pensamiento crítico y festejo de la ignorancia, con incremento de ansiedad, emociones de tipo ataque y fuga, infantilización y anulación de la categoría de realidad por la de virtualidad.38
El sujeto obediente obedece desde una categoría de obedecimiento inédita, desde el momento que la misma ya no parece tener el contrapeso, subjetivo y social, de la capacidad de rebeldía, argumentación, confrontación, que caracterizan la formación tradicional de identidad del ser humano desde la modernidad.39
Por consiguiente la capacidad de ciudadanía se pierde y el par derechos y obligaciones es sustituido por seducción y manipulación.40 Se va consolidando un experimento comunitario caracterizado por el aislamiento y falta de relaciones tradicionales (cara a cara). O no hay ya interacción social o la misma se reconfigura desde nuevos códigos virtuales. La sociedad, o mejor dicho, la sociedad del pacto social se paraliza y congela. No hay ya múltiples realidades, ni paradigmas complejos, ni perspectivas diferentes. Una realidad unidimensional, maníaca, jocosa, es la que se impone, donde casi todo se puede festejar y donde casi todo puede amenizar.41 Esta “realidad” virtual alcanza extremos insospechados de pretensión ensídica, donde es prácticamente posible que el mundo de la realidad sea sustituido por la cavidad amniótica de la pantalla donde todo está, y está ya y simultáneamente, y donde el contacto físico, sensorial, vincular se vuelve irrelevante ante el tecleo incesante de signos y figuras.42 Los sistemas expertos han sido sustituidos por sistemas esquizofrenizantes.43
Comienza a imponerse una nueva forma de pensar, interactuar y percibir donde la diferencia entre verdad y falsedad se agota o deja de tener relevancia e importancia. Todo puede ser mentira, todo puede ser verdad. Desde allí se impone una forma de ideología totalitaria, llamada lo “políticamente correcto”, desde la cual, y eso en un sistema que se dice democrático, se impone la censura tácita de lo que está correcto expresar y aquello que, por el contrario, será sancionado, denunciado, denigrado, sistemáticamente. Es una imposición ideológica que gusta, sin embargo, de presentarse como plataforma democrática, abierta a ideas y opiniones. La misma se impone desde el Estado, pero también desde movimientos sociales y de “cambio”, donde la reivindicación de la fuerza y la necesidad de unanimidad implica en definitiva que cualquier disenso sea perseguido y excluido.44
A título de un mundo que se presenta como a punto de descontrolarse, inseguro y a merced de invasiones virósicas, el sistema totalitario logra que se le tenga miedo al mundo, al otro y al pensamiento.45 Esta tendencia totalitaria es por ende altamente preocupante, y más aún si se tiene en cuenta la dificultad que existe en torno a ella, por el pudor de seguir afirmando que vivimos en democracias plenas y “sanas”.46
Y sin embargo, por otro lado, la Media se encarga de ensalzar a gobiernos totalitarios, como los de China, Corea, Taiwán como los únicos capaces de tomar las férreas decisiones que se deben encarar frente a la actual pandemia del coronavirus. Gobiernos totalitarios que no dudan en acudir al espionaje virtual si es necesario, o al control total si así lo deciden. Gobiernos admirados en su “dureza”, como aquella figura del amo arriba señalada y como reiterando al mundo que la hora de las aspiraciones liberales republicanas ya son cosa del pasado.47
Lógica cancerígena del espectáculo
¿Cómo se soluciona este malestar social donde la multiplicación incesante de lo precario se correlaciona a la multiplicación de la figura del amo? ¿Reproduciéndose cancerígenamente en forma de espectáculo? Si fuera así, internet sería un buen ejemplo al respecto. No tiene límite. Tampoco tiene comienzo. No hay adelante, ni atrás. Pura conectividad, o mejor dicho: puro enter. El malestar de lo precario parece ceder ante la fascinación en la multiplicación cancerígena de este dispositivo de supuesta “comunicacional” virtual, donde se reinstaura permanentemente la fascinación de lo divertido.48
La sociabilidad es ahora entrar al magma amniótico de las redes, estar pegado, pegoteado a las redes. Una fantasmática de vida intrauterina terrorífica se vuelve posible, con la pregunta inquietante sobre si la realidad que impone la pantalla, es sugerencia, mandato o malentendido oniroide.49
Los rituales colectivos son ahora signos y señales que se reciben o se mandan por y a través de la pantalla. Culminación del proceso paranoico virósico de la modernidad, donde ya no es posible el: “yo y el otro”, ni “yo contra otro”, sino el radical “yo a buen resguardo del otro”. El mundo real pasa a ser un apéndice del mundo virtual… El mundo real, paradójicamente, es ahora soso, aburrido y lento. Lo interesante está donde en realidad ya no hay nada real.50
Esta lógica cancerígena de lo virtual es simultáneamente hiperadaptativa: una vez dentro, la ansiedad adictiva ya no deja salir ni desprenderse. Hay que hiperadaptarse a las redes, que están allí siempre, para siempre. El celular siempre a nuestro lado. Siempre cautivados y a la espera de una respuesta, un mensaje, una invitación. Esto implica asimismo una proliferación cancerígena del pensamiento, en la forma de la duda permanente, indicando sentimientos de inseguridad y baja autoestima.51
La sociabilidad cara a cara se debe evitar si es posible, con lo que los intercambios emocionales, culturales y económicos pasan a depender cada vez más de un sistema virtual que por ende se vuelve irremediablemente omnipotente. El mismo pasa a encarnar el signo del progreso y más aún: el signo mismo de una tecnología que ha salvado al mundo de un posible “naufragio” en tiempos de pandemia y confinamiento.52
No preocupa solo que más y más personas recurran a más celulares, más tabletas, más redes, sino que es a lo único que recurren como vehículo de socialización y cultura. A la progresiva imposición del dispositivo único (la pantalla), se une la situación de que si no es la pantalla, es nada. Lo que implica por un lado las fortunas que el capitalismo incrementa con la política del único dispositivo y por otro, la fragilidad de una humanidad que pasa a depender de un dispositivo único.53
Es una socialización donde el riesgo del encuentro se desecha a favor de lo virtual: amistades virtuales, amor virtual, sexo virtual, donde las fronteras entre lo sincero, el engaño y la manipulación se encuentran difuminadas.54 Todo pasa por el poder de la pantalla y lo relevante pasa a ser fotos, filmaciones, selfis, y envío o recibimiento de mensajes en redes, blogs, “muros”.
Pero en realidad esta red omnipotente no es tan omnipotente como se pretende, está siempre asolada siempre por hackers, virus y ciber-terroristas. Ponerse a disposición de la red implica entonces también la enorme posibilidad de ser saqueado, timado, manipulado. Así como la red es cancerígena en nuestras vidas, el virus es también cancerígeno con la red. Juego de espejos que nunca empieza y nunca termina, condenado a proliferarse y continuar. Los hackers en internet, como los migrantes en las fronteras y la pobreza en las calles, inauguran territorios de terror de los que sin embargo no se puede prescindir.55
La lógica viral del espectáculo permite quizás completar una posible descripción cultural de una nueva generación. Una que duerme poco y mal, una que prefiere masturbarse al sexo real, una que se deja engullir por intercambios virtuales signados por el engaño, la mentira y el photoshop. Una generación siempre endeudada, siempre culpando al otro, donde todo es piel y visibilidad. Una generación resignada a ser parte de la pobreza o del empobrecimiento, condenada al uso de la tarjeta para gastos, transacciones y vacaciones. Una generación que parece condenada al control.56
La sociabilidad virtual que se propone e impone en la cultura actual, se organiza alrededor de la pantalla como cuadrado-rectángulo despidiendo una luminosidad estética fascinante, legitimada en tanto se la presenta como logro máximo de la globalidad comunicativa.
Pero la estructura material de las diversas versiones en que se comercializa la pantalla (computador, celular, tableta, video-juego, televisor, cine), en realidad busca distraer de un propósito profundamente tanático: desposeer al ser humano ofreciendo a cambio un simulacro oniroide, que no es sino una estructura ambigua entre adentro-afuera; público-privado; yo-otro. Un simulacro de pacto social en tiempos en que se arrasan los pactos sociales.57
Junto a la sociedad disciplinaria arribamos a la sociedad de control y aunadas a las dos, la sociedad de la sumisión, donde el poder incesantemente busca, espía, insiste. Un mundo organizado alrededor de una sucesión interminable de passwords como simulacro de individuación y simulacro de protección de algo que en realidad está siempre a punto de ser arrebatado, expoliado, con lo que el sujeto termina por sentirse menos seguro, más débil, y vulnerable.58
El poder opresor, el poder gratificador, el poder aniquilador
De acuerdo con el análisis que realiza Giddens el poder no es intrínsecamente opresor y sin embargo, no por eso deja de ser efectivo en su capacidad de obtener obediencia, acatamiento o seguimiento. Si la perspectiva de la fuerza o la violencia como medio de lograr la continuidad del poder es desechada, se debe recurrir a un análisis positivo del poder: qué del poder gratifica o qué necesidades cubre del sujeto o del colectivo, para alcanzar tal grado de adhesión, adhesión que es aún más masiva en gestiones totalitarias. En otras palabras: qué exigen los sujetos para volverse cómplices de su estructura de dominación.59
Desde esta perspectiva se podría indicar que el poder permite al sujeto desembarazarse sin culpa ni malestar, de tareas que le atañen: hacerse cargo de su libertad o de su necesidad de elegir o aún de la necesidad de erigirse como sujeto instituyente.60
Otros autores pondrán el acento en el beneficio de reconocimiento y distinción que proporciona la autoridad, unido al triunfo sobre rivales fraternos y la descarga de odios rencorosos y vengativos sin consecuencias como la represalia o la vergüenza, aspectos que permitirían cierta restitución de la autoestima y el narcisismo mortificado.61
Desde una perspectiva más regresiva aparece la necesidad de cuidado, protección, cobijo, donde lo social pasa a constituirse como una especie de “matriz nutricia”. El poder satisface necesidades psíquicas narcisistas y objetales, en el orden de pertenencias identitarias y referencias identificatorias estructurales, que defienden de la angustia de no obtener asignación en el deseo del Otro, lo que psicoanalíticamente se describe como desamparo originario (hilflosigkeit) y angustia de no asignación (zwanglosigkeit).62
En una perspectiva biopolítica el poder inaugura desde aquí dos momentos estructurantes. Uno de promesa, por el cual aceptando el lugar en un conjunto se garantiza la disminución de la inseguridad y de la angustia de desamparo. Y otro de amenaza, por el cual el rehusamiento a este lugar, implicará el incremente de angustias y desvalimientos.63
Esta descripción de la estructura de poder en términos de gobernabilidad y lazo social, donde es aún posible sostener promesas y garantías, remite a la consolidación de procesos de ciudadanía relacionados con derechos y obligaciones. Es un tipo de poder consensuado, republicano, con la capacidad de alcanzar resultados colectivos, y estableciendo conductas y formas de pensar que se comparten y enriquecen. La manifestación de fuerza o su amenaza no es, por lo tanto, el caso típico del uso de este tipo de poder.64
Es un poder deudor de formas de autoridad y consenso que transmiten en función de tales, tranquilidad en la cotidianeidad, unido a un sentido lógico racional que permite no solo explicación, sino también anticipación del mundo. Las normas generan una sensación de comprensión de este, tolerando la necesidad de transgresión. No se espera que se acaten todas las normas. Tampoco se espera que se vulneren todas.65
La experiencia de poder planteada en este trabajo, se configura, sin embargo, desde otros parámetros. Es una experiencia de poder donde el pacto social y sus emergentes (Estado, instituciones, familia, fraternidad), parecen caducar y simultáneamente, también la capacidad negociadora a nivel de los colectivos. Desde esta configuración la masa o la multitud pasa a ser un sujeto colectivo sumiso del poder disciplinario.66
Este disciplinamiento no busca transmitir ni permitir tranquilidad ni calma. Por el contrario, comienza a predominar lo desconcertante y paranoico erigidos en dos posiciones emocionales básicas y disyuntivas: ataque y fuga, o se ataca o se es atacado. Entre ambos pasa a predominar la parálisis y una subjetividad obediente donde el mundo virtual pasa a ser el mundo real, habitado por una categoría de zombies, u objetos vivos-muertos.67
El poder ataca, reduce, mortifica y cuanto más lo hace, más adhesiones despierta. La teoría del apego desorganizado, indica cómo es posible que las situaciones de maltrato, puedan, paradójicamente, llevar al impulso de ahondar la dependencia hacia el abusador. Estas formas de apego desorganizado implican que se inhiben procesos mentales que permitirían el reconocimiento del otro como lastimando o perjudicando. De este modo el sujeto puede paradójicamente sentirse impulsado a acercarse al abusador, aún a costa del desmantelamiento de su capacidad crítica y de su necesidad de calma. El sujeto prefiere atacarse antes que reconocer que es atacado, por quien necesita y anhela que sea quien lo proteja, cuide, ampare.68
Este tipo de poder se podría suponer entonces que no necesita tranquilizar, sino que su fuerza radica, por el contrario, en su capacidad de incentivar malestar e inquietud. En la medida que siempre el Otro tiene razón, el sujeto se devalúa cada vez más en su capacidad de cambio o crítica. Fuera de eso queda el levantamiento de la masa, virulento, violento, que así como comienza se aplasta o dispersa, como si se tratara de un desencadenamiento instintivo y salvaje al que hay que reprimir ipso facto.69
Ya no hay capacidad reflexiva del sujeto hacia la sociedad y de la sociedad hacia el sujeto. La norma está ahí porque tiene que estar ahí, sin posibilidad de ser discutida o transgredida. Puede no ser compartida, pero ha de ser siempre acatada. Las estructuras cognitivo-afectivas que permiten decidir: el razonamiento, la frustración, la tolerancia, el tiempo de espera, son desactivadas y sustituidas por estructuras cognitivo-afectivas que alientan la obediencia: la ansiedad, los trastornos de personalidad, el desconcierto, la baja autoestima, la rumiación del pensamiento.70
De esta manera, más que la culpa o la vergüenza, es el sentimiento de permanente ansiedad y baja autoestima el que impone una sensación de vulnerabilidad y angustia que se cronifica. Si el origen de la cultura implica algún tipo de pacto, por el contrario, el sostén de la cultura totalitaria se basa en la destitución de los sistemas de seguridad ontológica, sin los cuales se vive bajo una tensión y un estrés permanente, y bajo la amenaza de la posibilidad de catástrofe inminente: cualquier cosa (peor) puede pasar, en cualquier momento, en cualquier lugar.71
La necesidad de sentirse seguro, protegido, amparado, pasan a segundo plano. Lo importante, casi lo único importante, es sobrevivir, como sea, de la manera que sea. Y este totalitarismo, con sus referencias duras, con sus sistemas de pensamiento rudimentarios, con su gusto por la escena y el espectáculo, con su maníaca necesidad de mantener la cabeza “ocupada” alentando diversión y entretenimiento, parece ser la mejor opción.72
Parte importante de esta diversión es la denigración y el espectáculo de la humillación del otro. Por ende este poder no se basa necesariamente en la admiración o los rasgos morales del yo ideal colectivo. Lo que se admira un día es denigrado al siguiente. Al volverse superfluo el dispositivo ideológico de la admiración, la moral, las virtudes y lo ejemplar, se recurre a la fuerza coactiva represiva, dentro de políticas de microgenocidio. Si en algún momento el poder de gobernanza tuvo referencias edípicas al padre protector y a la madre nutricia, las mismas parecen haberse sustituido por el imaginario de los poderes arcaicos y terroríficos del padre hórdico.73
De esta manera el poder totalitario plantea la necesidad de sobrevivir a condición de estar siempre atentos a los supuestos “peligros” latentes. La obediencia no erradica la amenaza viral, por el contrario, la mantiene siempre en un borde amenazante, del cual retornará si los sistemas en los que se encarna la obediencia no son acatados. Situación que implica la disolución del sujeto instituyente en el campo social, junto al resurgimiento de la ideología hobbesiana del hombre como ser peligroso y animalesco, imponiéndose por ende la necesidad de una fantástica voluntad de dominio para “contrarrestar” el miedo virósico e incontrolable.74
Esta dialéctica del amo y el esclavo ya no es el sacrificio del sujeto al trabajo y la fatiga. Esta perspectiva represiva debe ser revisada. No hay ya trabajo sino desempleo estructural, y más que fatiga hay entretenimiento todo el tiempo, siempre. Este tipo de poder parece relacionarse entonces a una destitución que desinviste los fundamentos del contrato social, imponiendo un imaginario totalitario que se presenta ya no funcionando de acuerdo con leyes humanas, a semejanza de procesos maquínicos de perfecto ensamblaje, o de un organismo virtual poderoso que impone obediencia.75
Es una especie de “adiestramiento sumiso” que a diferencia de Castoriadis, que lo veía como un estado imposible e indeseable, se perfila cada vez más como algo viable, desde una sociedad incapaz de transgredir el mandato, que se impone como lo único pensable, lo políticamente correcto o lo sanamente apropiado.76
A partir de aquí cabe hacer algunas conjeturas. ¿Es posible suplantar el potencial instituyente radical del ser humano por una imposición totalitaria que nunca se presenta en realidad como tal? ¿Los términos de desvalimiento y angustia puestos en juego pueden llegar a ser suficientes para garantizar su continuidad?
Por lo pronto, tenemos por delante una estructura de dominación que desecha por anacrónicas las nociones de poder, autoridad, gobierno, y busca y se centra exclusivamente en mantener sumisión. La sumisión lo más absoluta posible del ser humano.77 Cabe pensar entonces si no estamos frente a un proyecto de sociabilidad inédito que pretende la forclusión violenta del núcleo mismo del ser humano: su capacidad instituyente.78
Este proyecto totalitario ya no implica la capacidad de alcanzar resultados racionales y compartibles, sino la mera producción y reproducción de un disciplinamiento cancerígeno, desde un devenir de siempre lo mismo y donde “dominar”, como veremos a continuación, fácil y peligrosamente, se puede confundir con “aniquilar”79
Precariedad tanatopolítica
Se propone de esta manera denominar “precariedad tanatopolítica”, a aquella configuración de poder que impone un cambio radical en el escenario de los pactos y negociaciones sociales, y frente al cual no se puede procesar pensamiento ni capacidad de anticipación ni reacción. Termina por imponerse entonces desde lo confusamente precario, junto a la acumulación de situaciones de pérdida, falta de referencias seguras y profunda desciudadanización que se unen a otras de endeudamiento crónico, omnipotencia virtual y sumisión a las normas, más allá de lo que parece razonable o sensato.80
De esta manera se obedece más allá de lo necesario, poniendo por consiguiente en peligro la capacidad de supervivencia (real o simbólica) del sujeto y los colectivos que le atañen. Es, parafraseando a Marcuse, una obediencia “sobrante”81 que puede llevar a situaciones genocidas de exterminio físico o simbólico.
Existe de esta manera un pasaje del homo ludens, en tanto colectivo que instaura la cultura lúdicamente,82 al homo sacer, asociado a procesos totalitarios de exterminio e instaurando la figura de un poder que como soberano puede decidir quién puede ser exterminado desde la figura de la impunidad.83 La estructura del pacto social se sustituye por la de un homo demens, en el que predomina la conjunción de la desmesura, lo inestable, la incertidumbre y la confusión entre lo objetivo y lo subjetivo, en términos de alienación y extrañeza.84
Estas dimensiones antropológicas que pasan a predominar indican asimismo que las garantías sociales y culturales, se vuelven escasas o imposibles, al efectuarse una anulación de la “promesa” y del “porvenir” como dispositivos psicosociales emergentes del contrato social. Por el contrario, se imponen estructuras carentes, deficitarias, empobrecedoras, que al mismo tiempo se organizan desde la severidad, la nulidad de lo compasivo y la ridiculización de la fraternidad solidaria, donde la supervivencia impone en el imaginario una ideología alrededor del “observar” sin actuar ni comprometerse.85
El voyeurismo incentivado desde el disciplinamiento totalitario viraliza plataformas de diversión y entretenimiento que no hacen sino redoblar estructuras sociales que ya no pueden ofrecer estabilidad y continuidad. Desde las mismas el instante, y la yuxtaposición de estos, pasa a ser la experiencia social e identitaria por excelencia, tanto como defensa hacia un futuro hacia el cual ya no hay posibilidad de proyectarse.86
Las cosas pasan a ser como son, desde un instituido que propone la impunidad, ya no solo como figura jurídica, sino como figura excitante que entretiene y desresponsabiliza crónicamente. Correlativamente, la misma virtualidad, internet, redes, celulares, inaugura un control casi absoluto y sin precedentes, que no solo sobrepasa las reflexiones previas sobre el control, sino además cualquier ficción distópica al respecto.87
Desde ese control totalitario se impone un “afuera” donde pasan a ubicarse los indigentes y perdedores, los virus amenazantes y la falta de conectividad a internet. Con ese “afuera” se mantiene un recelo permanente, se lo elude o se lo evita. Por el contrario, el “adentro” pasa a ser la “zona de confort”, la zona de la plena conectividad, el confinamiento que erradica los peligros y los virus, desde una territorialización de fortificación amurallada.88
Este intento del máximo control se acompaña de la aparición periódica de una sensación de catástrofe inminente, que implica la sensación paranoica de que vivimos en un orden fragilizado y persecutorio, asediado por virus malignos, sociales y/o sanitarios, como forma de pesadilla descontrolada. Control que no pocas veces utiliza políticas microgenocidas, en caso de que se lo estime necesario.89
Simultáneamente pasan a predominar cada vez más otros rasgos totalitarios desde una versión fundamentalista e ideológico pasional, armados desde consignas severas y dogmatismos, que raramente se presentan o se vivencian como tal. Por el contrario, los mismos son presentados como necesarios, irrenunciables, y hasta justos e imprescindibles, sin que esta distorsión del dispositivo jurídico90 sea percibido ni aceptado en su carácter de tal.91
El agotamiento del dispositivo jurídico profundiza aún más rasgos tanatopolíticos del poder que se acentúan sin un contrapeso bio-político, en términos de la capacidad de rebeldía y confrontación, que ha formado parte intrínseca de la subjetividad tradicional del ser humano. En cuanto el sujeto se aleja del proyecto disciplinante de la sumisión y el acatamiento, el Poder parece que tiene derecho a masacrarlo (física o simbólicamente) y eso porque se ha transformado en un ajeno y un irreconocible, desde el momento en que evita, cuestiona o transgrede el mandato social. La capacidad de tolerancia y amparo social se reduce cada vez más.92 De esta manera, toda pauperización de lo social, lo cultural y lo subjetivo es preocupante en tanto revela fracturas irreversibles del contrato social.
Siguiendo esta lógica, la cultura pandémica actual, no reproduce sino rasgos de confinamiento, extrema obediencia, desesperación y paranoia propios de una cultura totalitaria, tanto más eficaz en tanto difícilmente es percibida en su carácter de tal. El “relato” pandémico es depositario, tanto como reproduce, de amenazas y terrores totalitarios en torno a una especie de Apocalipsis, por el cual nos acercamos indefectiblemente a un mundo desastroso, virósico, explosivo en la incapacidad de contener turbas y desorden, que justifican retroactivamente represiones desde una fuerza violenta y tanática.93
Por otro lado es necesario señalar que si lo tanatopolítico totalitario es tan eficaz, es también porque el mismo uso de la violencia se legitima en movimientos sociales que entienden que la vía del cambio es la fuerza, la imposición y las medidas de choque, renunciando a la capacidad racional de negociación, diálogo e intercambio. De la misma manera, la idealización que se hace de lo global y lo trasnacional como supuesto nuevo “orden” mundial, no encubre sino la acción también totalitaria de compañías varias, lobbys transnacionales y élites internacionales con potencial hegemonía global, que no dudan en presentarse como “mesiánicas salvadoras”, cuando en realidad profundizan precariedades e injusticias varias.
Conclusiones
La pandemia del coronavirus dista mucho de ser meramente un problema sanitario. Surge como emergente de un disciplinamiento totalitario que reactualiza la estructura paranoica de un discurso sanitario que extrema, por un lado, la vulnerabilidad precaria del cuerpo-organismo-sociedad y por otro, endurece las características amenazantes del virus atacante y “disolvente” de la organización social, justificando medidas de fuerza, violencia y sumisión.
De esta manera la presencia de lo precario se coagula en discursos y prácticas donde se acentúan fragilidades y ansiedades, y donde el agotamiento del dispositivo jurídico y racional no puede hacer contrapeso alguno a la arbitrariedad, el fundamentalismo y el apasionamiento ideológico que atraviesa al sujeto, el Estado y los colectivos. La pasión del que obedece, a su vez, se facilita por el desplome de la capacidad de juicio crítico, incentivado desde plataformas virtuales omnipotentes y omniscientes que hacen ya innecesaria la tarea de distinguir realidad de mentira.
Por otro lado, se constata el resurgimiento de un economicismo extremo que lleva adelante ajustes fiscales con antecedentes desastrosos, a título y a excusa legitimante de la situación sanitaria. Este economicismo mantiene un renovado poder de convencimiento en el enunciado de que es necesario “ahorrar” para prevenir apocalípticos déficits fiscales. Podría indicarse que la “indisciplina” que podría verse reflejada en los déficits presupuestales y por ende el descontrol de la inflación, es ciertamente lo contrario del disciplinamiento que urge el capitalismo. La disciplina estatal legitima y redobla esta disciplina economicista, que a su vez legitima y redobla la disciplina de los cuerpos y las actitudes sociales.
Pero cabe preguntarse, ¿el coronavirus hubiera tenido el mismo efecto sanitario si los países que sufren el shock de la pandemia no hubieran pasado previamente por décadas de recortes a los sistemas de salud y a los sistemas de bienestar por parte de gestiones neoliberales? El efecto de pobreza acumulada, recursos básicos desatendidos, situaciones de desnutrición, infraestructura sanitaria diezmada, una vez más no pueden sino alertar sobre posiciones economicistas implacables y severas.
Desde un enfoque más detallado de las diferentes expresiones de lo tanatopolítico, sería quizás importante recalcar que la renovación de esta versión del discurso economicista pone en primer plano la problemática de la precariedad, desmontando todo lo que se pueda desmontar, y sin dejar nada a cambio.94 Por otro lado, la renovación del discurso totalitario tanatopolítico parece apuntar a la incapacidad política del sujeto por enfrentarse a dispositivos fuertemente instituidos y ante los cuales se acentúan los procesos de desciudadanización. Ambas situaciones remiten a procesos de zozobra y malestar ontológico.
Por el contrario, las plataformas virtuales, redes, zoom, internet, han pasado a ser mesiánicamente las salvadoras de la continuidad y el orden mundial. Son también las herederas de aquella legitimidad que pierden rápidamente los dispositivos propios del contrato social: la familia, lo adulto, lo pedagógico, lo jurídico, lo político, protegiendo supuestamente al sujeto de precariedades y pánicos.
Se ha mencionado la pérdida de ciudadanía como eje del totalitarismo virtual-sanitario. Pero a partir de lo señalado en este artículo es posible igualmente ofrecer otro punto de análisis. Aquel en el cual la disyuntiva no radica solo en la oposición ciudadanía-des-ciudadanización ni ágora pública versus espacios claustrofóbicos, sino en la posibilidad de que se anulen las figuras sociales del: portador, es decir, el sujeto que siente que puede aportar algo a lo social; el apuntalante, es decir, el sujeto que se siente representado en los conjuntos, y el guardián, es decir, el sujeto que quiere o anhela cuidar o preservar lo social.95
Si así fuera el caso, el discurso tanatopolítico se impondría como un espacio social sin herencia y sin herederos, agotándose las experiencias de transmisión e incrementándose el amontonamiento y el residuo tanático que no se logra transformar, preservar y expandir como capital cultural generacional.96 La utopía instituyente, como forma de discurso biopolítico del cuidado y la preservación, se acercaría al punto peligroso de ser sustituida por experiencias erráticas y desconcertantes, huérfanas de un sentido histórico emancipatorio.
A partir de aquí la discusión de posibilidades emancipatorias y programas alternativos se vuelve altamente problemática. ¿Cómo rescatar un discurso biopolítico de cuidado y precaución, con tolerancia a lo instituyente, donde el sujeto recupere su propia “voz” desde conjuntos capaces de tolerancia a la frustración y negociación, retomando a su vez un discurso liberal de ciudadanía y participación? La pregunta queda planteada. Su respuesta, por el momento, excede los límites de este trabajo.