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Signos filosóficos
versão impressa ISSN 1665-1324
Sig. Fil vol.14 no.27 Ciudad de México Jan./Jun. 2012
Artículos
Th. W. Adorno: el elogio de la teoría y la impaciencia de la praxis
Th. W. Adorno: The praise of theory and the impatience of praxis
Esteban Alejandro Juárez*
* Secretaría de Ciencia y Tecnología (SECYT)/Universidad Nacional de Córdoba, juarezeal@hotmail.com
Recepción: 19/05/11
Aceptacióo:26/10/11
Resumen
En este trabajo se pretende mostrar el sentido político que adquirió la defensa de la teoría por parte de Adorno en los últimos años de su vida. él empleó esta defensa como una respuesta a los imperativos de los estudiantes de izquierda de plegar la teoría crítica a la intervención práctica inmediata. Para justificar esta tesis se atiende no sólo a lo que decía, sino también, en un nivel discursivo diferente, a lo que estaba haciendo cuando empleaba concentraciones de términos y enunciados densos y eruditos para manifestarse. Esto lleva a incluir las reflexiones y valoraciones de Adorno referentes a la actitud teorética y a la praxis, principalmente aquellas esbozadas en Dialéctica negativa, en un contexto más amplio.
Palabras clave: activismo político, Adorno, dialéctica negativa, praxis, teoría.
Abstract
This work pretends to show the political sense that the defense of the theory by Adorno acquired in the last years of his life. He used this defense as an answer to the students's imperatives of applying the critical theory to the immediate practical intervention. In order to justify this thesis will be considered not only what Adorno said, but also, in a different discursive level, what he was doing on having used concentrations of terms and dense and erudite declarations. This entails, then, to relate Adorno's reflections and assessments concerning to the theoretical and practical approach specially those outlined in Negative Dialectic to a broader contextual framework.
Key words: political activism, Adorno, negative dialectic, praxis, theory.
ANACRONISMO Y ACTUALIDAD DE LA FILOSOFÍA
En 1966, Theodor W. Adorno comenzaba su gran obra Dialéctica negativa con un motivo tan provocativo como ambicioso: poner en marcha el proceso de autoilustración de la misma noción de experiencia filosófica. Si retomar este concepto arraigado en su propia tradición intelectual era urgente para él, ello se debía a la exigencia ante la que se encontraba la teoría filosófica al haber traicionado sus promesas de configurar la totalidad de lo real según los criterios del conocimiento racional. Desde los primeros párrafos del libro, Adorno rastreaba en la vida de la experiencia filosófica, en particular de aquella que iba de la dialéctica hegeliana a su revisión materialista, las señales sismográficas del fracaso del proyecto emancipador de la razón moderna. Pues ni se había cumplido el ideal del sistema hegeliano, donde el pensamiento conceptual fuese uno con la realidad racional, ni éste se habría consumado de la mano de un sujeto social que lo produjera en la transformación prácticorevolucionaria de la sociedad, tal como Karl Marx lo había postulado en sus tesis sobre Ludwig Feuerbach:
La filosofía, que otrora pareció obsoleta, se mantiene con vida porque se dejó pasar el instante de su realización. El juicio sumario de que meramente interpretaba el mundo, de que por resignación ante la realidad se atrofió también en sí, se convierte en derrotismo de la razón tras el fracaso de la transformación del mundo. (Adorno, 2005: 15)
Si bien Adorno no abundaría en disquisiciones sobre lo que entendía en concreto por esa consumación malograda, a través de su críptica escritura se podría entrever la alusión a un hecho histórico determinado por la ausencia de una acción revolucionaria que condujera a una sociedad liberada de la dominación violenta. Pero justamente del hecho de haber dejado pasar el momento de su consumación práctica, Adorno derivaba la perentoriedad y la persistencia de la filosofía; aunque ahora ella sobrevivía con un signo distinto, nutrida únicamente por la función negativa de la autocrítica del pensamiento conceptual. "Tras haber roto la promesa de ser una con la realidad o de estar inmediatamente a punto de su producción, la filosofía está obligada a criticarse a sí misma sin contemplaciones" (Adorno, 2005: 15). Esto significaba que la filosofía sólo justificaría su derecho a la existencia, luego de la frustración revolucionaria, en tanto que pudiese enfrentarse a sí misma para delimitar su fuerza y comprenderse como parte producida dentro de la totalidad del estado de cosas devenido.
Así, por una parte, la condición de posibilidad de la teoría filosófica radicaba en la crítica de sí misma como razón constituyente; y, por otra, ella no podía renunciar a comparecer su pretensión de verdad ante la actualidad del presente histórico. Pero ahora ambos momentos de la relación estaban determinados insoslayablemente por el fatal imperativo categórico que Adolfo Hitler había impuesto tanto a las acciones como a los discursos: evitar que Auschwitz, o algo parecido, volviese a tener lugar (Adorno, 2005: 334).
Ante este imperativo, que abría una grieta entre las pretensiones de verdad y representación de la razón moderna y su consumación práctica,1 la filosofía se hallaba urgida también a confrontar, y aquí Adorno se centraba en una peculiar lectura de la izquierda hegeliana, con las limitaciones de la tradición dialéctica, tanto de Hegel como de Marx:
Lo que en Hegel y Marx resultaba teóricamente insuficiente se transmitió a la praxis histórica; por eso se ha de reflexionar teóricamente de nuevo, en lugar de que el pensamiento se pliegue irracionalmente a la primacía de la praxis; ella misma era un concepto eminentemente teórico. (Adorno, 2005: 141)
ésta parecía ser la empresa reservada para una dialéctica que se volviera, con la fuerza del concepto, contra ella misma, luego de constatar la participación del pensamiento conceptual en el fracaso de las ilusiones de abarcar la multiplicidad de lo real, tanto teórica como prácticamente, de sus predecesores:
Una filosofía modificada debería cancelar esa pretensión [...] Tendría su contenido en la diversidad, no aprestada por un esquema, de objetos que se le imponen o que ella busca; se abandonaría verdaderamente a ellos, no los utilizaría como espejos en los que reproducirse, confundiendo su copia con la concreción. No sería otra cosa que la experiencia plena, no reducida, en el medio de la reflexión conceptual. (Adorno, 2005: 24)
Entonces si para Adorno la filosofía aún era posible como experiencia, lo era en tanto que crítica de la idea de filosofía como realización. Esto no sólo disponía una nueva función para la teoría dialéctica, sino también un nuevo horizonte histórico de expectativas para colmar un concepto viable de praxis liberadora.
La consecuencia que extraía Adorno de esto para la relación entre teoría y praxis, en la sociedad vuelta un sistema cerrado e irreconciliado con los sujetos que lo habían constituido (Adorno, 2005: 33), era que ese vínculo, más que tender a su identidad, se hallaba necesitado de un esfuerzo que llevara al extremo sus tensiones inmanentes, dislocando así sus anteriores ligamientos desde dentro. A este esfuerzo, Adorno lo encomendó casi exclusivamente a una noción modificada de filosofía, es decir, a la dialéctica negativa. Ella era la única que podía elevar a conciencia conceptual el carácter aparente no esencial de un mundo racionalizado que había llegado a ser real y, al mismo tiempo, reconocer el momento de lo que todavía no era razonable en medio de la cosificación general. En su mismo trabajo de negación, tanto de sí misma y como del mundo devenido, la filosofía aspiraba también a una vedada utopía (Adorno, 2005: 62), a una participación de lo diferenciado entre sí sin violencia ni angustia (Adorno, 2009: 661).
Así, por la experiencia filosófica negativa se podía llegar a desentrañar, aunque ahora sólo en los fragmentos dispersos luego de la consumación malograda, el momento propicio en el que el sistema mostraría sus fisuras y, desde allí, reconocer las oportunidades, si no ya de una posible transformación de la realidad social, por lo menos el modelo de una resistencia contra su clausura total. "En tal resistencia sobrevive el momento especulativo: lo que no se deja prescribir su ley por los hechos dados los trasciende incluso en el contacto más estrecho con los objetos y en el repudio de la sacrosanta trascendencia" (Adorno, 2005: 28).
Llevado al terreno de la política, el énfasis en la teoría no anularía abstractamente la fuerza material de la praxis colectiva para la transformación social. En uno de sus últimos textos, Adorno decía: "Un concepto no obtuso de praxis ya sólo puede referirse a la política, a las relaciones de la sociedad que condenan a la praxis de cada individuo a ser irrelevante" (Adorno, 2009: 680). Al enunciar esto, Adorno retomaba la crítica a la acción moral individual que Hegel había efectuado contra Kant. Hegel, al ampliar a lo político el concepto de acción moral, mostró cómo no era la voluntad pura del individuo la que podía alterar la realidad, sino que, por el contrario, ésta le decretaba al individuo los márgenes de su actividad. Sin embargo, Adorno advertía, ahora con Kant contra Hegel, sobre la violencia contra lo individual que ejercía solapadamente el análisis hegeliano al expandir el concepto de praxis a la política. En su unilateralidad, tanto la moralidad kantiana como la filosofía del derecho de Hegel, representaban dos momentos dialécticos de la autoconciencia burguesa de la praxis, pero, como momentos escindidos, ambos eran falsos:
La humanidad, que no existe sin la individuación, es revocada virtualmente por la supresión arrogante de la individuación. Una vez que la actuación del individuo (y de todos los individuos) se ha vuelto despreciable, también la actuación colectiva se paraliza. (Adorno, 2009: 680)
Adorno deducía entonces de la imposibilidad de sortear este dilema en las condiciones históricas propias del capitalismo avanzado, porque para sortearlo tenía que aparecer una figura de la praxis superadora tanto de la impotencia del momento moralindividual como de la violencia del momento políticouniversal, la actualidad de la teoría, la única que podía siquiera aspirar a entrever esa huidiza figura de la praxis política auténtica en medio de su actual imposibilidad.
Es decir, Adorno cuestionaba tanto el dualismo abstracto entre teoría y praxis, como su completa identificación. Contra ambos extremos, él apelaba a no diluir la autonomía de la autorreflexión crítica, sin la cual la acción política concebida como aquella cuya fuerza modificaría las relaciones sociales para que se pudiese ser diferente sin angustia no lograría ser una acción consciente del entretejido histórico de generación y causalidad que tornó posible el sufrimiento extremo. Sobre todo, por la necesidad imperiosa de dar expresión a ese sufrimiento, pues no habría verdadera praxis si se ahogaba el impulso expresivo del sujeto, el cual pervivía en la libertad del pensamiento no reducido a la reproducción de lo dado (Adorno, 2005: 28). Pero con esa libertad del momento expresivo sólo se podía pretender dar voz a la falta de libertad reinante.
Tras la oportunidad desaprovechada, la conciencia teorética crítica sería ineludible para conocer si los efectos de cualquier praxis política conducían a reforzar la tendencia general hacia una nueva recaída en la barbarie o si esa praxis se articulaba con fuerzas dirigidas a la reconciliación sin violencia de todo lo viviente (hacia la utopía):
Ese conocimiento sería filosofía. Suprimirla por el bien de una praxis que en esta hora histórica perpetuaría el estado de cuya crítica es asunto de la filosofía sería un anacronismo. Una praxis que intente establecer una humanidad racional y mayor de edad persevera en el hechizo de la desdicha sin una teoría que piense el todo en su falsedad. (Adorno, 2009: 411)
Era por ello que la defensa de la teoría como ejercicio crítico de su propia pretensión cognoscitiva, lo cual constituía para Adorno su irreducible núcleo temporal, pretendía aspirar, a su vez, a acreditarse como un pensador inquisitivo de las formas de praxis social en el presente histórico. "Crítica de la sociedad es crítica del conocimiento y viceversa" (Adorno, 2009: 665).
El esfuerzo de cumplir esta ambiciosa articulación se volvió acuciante para Adorno. Luego de los resultados a los que había llegado junto con Max Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración, ya no podía tomar sin más, como apoyo para la reflexión crítica, con las categorías de "la sociología, la psicología o la teoría de conocimiento" (Adorno y Horkheimer, 1997: 51). Estas categorías encerraban el riesgo de caer en las consecuencias indeseables de un realismo ingenuo o en un uso instrumentalizado del pensamiento teorético. Con esa advertencia, las inquietudes tardías de Adorno orbitaron alrededor de aquel tópico que prometía imbricar cuestiones de crítica gnoseológica inmanente con problemas del intercambio en la vida social. Si bien fue insistente en la necesidad de demarcar ese momento de articulación momento de importancia capital para el establecimiento de una praxis no deformada, Adorno en este punto no ofreció mayores especificaciones sobre cuál sería en concreto esa instancia decisiva abierta a través de la autocrítica de la razón misma que permitiese configurar una salida a una situación percibida como totalmente opresiva.
Para Adorno, esa sombra de indeterminación, en la década de 1960, se volvió singularmente conflictiva. Pues en torno a ella se desencadenó una álgida controversia con los estudiantes alemanes de izquierda del Sozialistischer Deutscher Studentenbund (SDS, Alianza de los Estudiantes Socialistas Alemanes), quienes, motivados en un primer momento por la radicalidad de las tesis de los teóricos críticos, impulsarían entre 1967 y 1969 las principales acciones de protestas del movimiento antiautoritario en la República Federal Alemana.2
LA CRÍTICA AL TEORICISMO ADORNIANO
En el convulsionado clima político de aquellos años, la apelación adorniana a la concentración en la teoría y la elucidación de los límites de la praxis adquiría un sentido político peculiar. En efecto, la defensa de la intransigencia teórica comenzó a dirigirse, aunque no de forma exclusiva, pero sí de forma persistente, contra el requerimiento de los estudiantes políticamente radicalizados del SDS de traducir la teoría crítica a la praxis revolucionaria.
Dos años antes de que Adorno publicara Dialéctica negativa, Rudi Dutschke, el importante referente del SDS berlinés, ya manifestaba lo desconcertante que resultaban las vacilaciones de los intelectuales críticos respecto de la tesis de la consumación práctica de la teoría:
También hoy existen en Alemania excelentes análisis, los cuales son efectuados, principalmente, por la "crítica cultural institucionalizada" (Adorno, Horkheimer) y por los profesores de izquierda (Bahrdt, Friedeburg, Lieber, Habermas, Bloch, entre otros más).
Sin embargo, nos preguntamos ¡¿cómo es posible que todavía pueda ser sostenible, por esos destacados pensadores, la separación, completamente incomprensible en el marco de la actual realidad alemana, de pensamiento y ser, de teoría y praxis?! (Dutschke, 1964: 179)
Sería HansJürgen Krahl, dirigido por Adorno en sus estudios de doctorado y el más destacado portavoz de la fracción antiautoriataria del SDS en Fráncfort, quien articularía, años más tarde, la imputación más directa y lúcida del grupo contra la postura de su maestro. En el artículo "Las contradicciones políticas de la teoría crítica de Adorno", aparecido en 1969, Krahl interpretaría la reticencia adorniana a participar en los movimientos de protesta como un síntoma de su obstinada sujeción al individualismo burgués, no obstante haberle reconocido la correcta comprensión de lo irrevocable de su ocaso.
Para Krahl, el destino monádico del individuo aislado por las leyes de producción de la actividad abstracta estaba reflejado en el "individualismo burgués" adorniano (1971: 285). ésta era la razón principal por la cual Adorno no había podido trasladar su compasión por la miseria de la historia de Occidente a un momento de la teoría que se encaminó hacia una praxis liberadora. El problema era, según Krahl, que si Adorno veía bloqueada toda acción revolucionaria, con el argumento de que ella potenciaba la tendencia que deseaba combatir, con ello se boicoteaba toda crítica política que pretendiese distinguir entre una praxis correcta en una situación prerrevolucionaria de sus deformaciones extemporáneas. Toda praxis quedaba, a priori, bajo la sospecha de activismo ciego.
Tratando de envolver a Adorno en las consecuencias que éste no extraía de su propio pensamiento,3 Krahl terminaba considerando que el concepto de praxis social adorniano se desfiguraba al punto de asimilarse a la "pobreza categorial" heideggeriana de "un concepto nohistórico de la historia" (Krahl, 1971: 288), y que así la teoría crítica perdía todo vínculo concreto con la transformación real.
Al definir a la praxis de ese modo, Adorno perdía el momento de organización necesario, que debía desprenderse de la teoría, para un fin emancipador. Por la misma inmanencia de sus conceptos, la dialéctica negativa culminaba entonces tornándose una nueva forma de teoría tradicional. Con ello quedaba suprimido uno de los puntos esenciales por los cuales, desde el originario programa de Horkheimer de la década de 1930, la teoría crítica se conectaba con la tradición marxista: el de la unidad de teoría y praxis como vínculo dinámico entre la teoría críticocientífica y la acción revolucionaria orientada por el telos de la liberación.
En la década de 1960, esto resultaba irreconciliable con la posición de Adorno (Adorno y otros, 1967: 166), pues, a su juicio, la praxis revolucionaria estaba completamente obturada (Adorno, 1969a: 111). Por ello, Adorno asumía, mediante su defensa de la reflexión teorética, las contradicciones objetivas de la figura del individuo burgués sin sobrepasarlas en una representación positiva (Habermas, 2000: 155). Esto implicaba resistirse a convertir el momento de espontaneidad, originado en aquella figura y necesario para una praxis auténtica, en un fetiche; es decir, era un modo de no sustraerse al momento del conocimiento objetivo del proceso históricosocial en el cual el sujeto actuaba y se constituía como tal. Si bien el mismo Adorno concedía que ese fetichismo tenía su fuente "en la reacción del sujeto a la impotencia objetiva de la teoría" (Adorno, 2009: 682) ante el mundo cada vez más regimentado, esa reacción desfiguraba la misma praxis que era necesaria para quebrantar ese mundo. De este modo, en tanto que ella perdía su contacto con el contenido del movimiento histórico y se comportaba como si el momento subjetivo de dicho proceso, en apariencia espontáneo, fuese algo inmediato (Adorno, 2009: 709) caía presa de la tendencia preponderante hacia la colectivización total, y, sobre todo, la praxis se pervertía al recurrir a la disolución en lo amorfo del yo individual, justamente el agente de esa misma praxis (Adorno, 2009: 710).
Teniendo en cuenta esto último, habría que matizar una lectura que pudiera sugerir que su postura frente al SDS haya sido en todo momento de radical animadversión. Adorno no juzgará siempre de modo negativo, y sin mediaciones, el potencial de la acción espontánea del SDS, sino que su crítica se dirigía, a veces subrepticiamente, contra las formas de pensamiento (representadas muchas veces por los líderes del SDS) que se inclinaban hacia la primacía de lo colectivo y hacia el predominio compulsivo de la praxis sobre la teoría (Adorno, 2009: 708). Con ello atentaban, en última instancia, no sólo contra la reflexión paciente, sino también contra la misma espontaneidad subjetiva como momento necesario de la praxis (Adorno, 2009: 680).
EL MOMENTO DE LA ESPONTANEIDAD
Si los reclamos contra Adorno del movimiento estudiantil antiautoritario fueron tan incisivos, en gran parte se debía a que ellos mismos se nutrieron en la década de 1960 de la preocupación que Adorno manifestaba a finales de la década de 1950: que los resabios del nacionalsocialismo, como sistema de alienación paranoica, continuaban operando en el seno de la democracia en las prácticas cotidianas. Concretamente, Adorno se percataba de que la reeducación política de Alemania, orientada por los aliados en medio de un marcado auge económico, dejaba inmutable las condiciones estructurales para que persistieran los impulsos fascistas.
En "¿Qué significa renovar el pasado?", Adorno no sólo desestimaba la posibilidad de que los encuentros que fomentaban el contacto amistoso entre alemanes e israelitas tuviesen alguna eficacia; además consideraba que el antisemitismo sería combatido con éxito, y él pensaba como un marxista, si se modificaban las condiciones sociales objetivas que lo posibilitaron:
Que el fascismo haya sobrevivido, que la elaboración del pasado no se haya conseguido todavía y haya degenerado en su caricatura, en el olvido vacío y frío, se debe a que persisten los presupuestos sociales objetivos que causaron el fascismo [...] El pasado habría sido elaborado una vez que se hubieran eliminado sus causas. (Adorno, 2009: 498 y 503)
La propuesta de Adorno para afrontar este proceso de auténtica asimilación del pasado abogaba entonces por desencadenar la autorreflexión en los propios sujetos involucrados. Para lograr ese objetivo, Adorno exhortaba, curiosamente luego de los resultados pesimistas en torno a las ciencias sociales de Dialéctica de la Ilustración, a la colaboración de la sociología con la investigación de la propia historia, además de reclamar con mayor insistencia en la profundización en el psicoanálisis. Pero también presentaba una tesis que se constituiría en manos del SDS en una de las proclamas preferidas en los conflictos tanto universitarios como en la esfera pública general: quienes debían ser reeducados, eran los mismos educadores, y éstos permanecían inmodificables por aquellas medidas de reeducación política que los aliados intentaban llevar a cabo con las jóvenes generaciones. Lo que Adorno exigía en 1959, los estudiantes lo enarbolaban como estandarte de sus luchas durante la década de 1960. Más aún, percibían la vigencia del autoritarismo en una figura, estudiada profundamente por Adorno, tan problemática como eficaz: la total conformidad de los sujetos con un sistema económicosocial expansivo basado en el consumo masivo y la manipulación mediática.
En varias ocasiones Adorno se manifestó abiertamente aprobando sus acciones como una forma de espontaneidad, diciendo que allí todavía latía la posibilidad de que algo fuese diferente de lo existente. En esa espontaneidad pervivía una huella del sujeto individual, cuya forma de experiencia sería una condición para pensar en una reconciliación no distorsionada. En abril de 1968, en una conversación radial con Hellmut Becker, a propósito de los disturbios de los estudiantes de Bremen, y ante el argumento muchas veces expresado por Adorno, que ahora era utilizado por la derecha política, de que en sus métodos de protesta los estudiantes reproducían el estado de cosas que querían combatir, Adorno intentaba apartarse de las deletéreas consecuencias que sacaban de sus ideas los grupos reaccionarios. Allí, Adorno se expresaba de un modo positivo acerca de la ilustración política de las jóvenes generaciones:
Si el comportamiento de los alumnos de secundaria de Bremen prueba algo, esto no es precisamente otra cosa que el que la enseñanza política no fue tan poco fructífera como acostumbra a subrayarse; o lo que es igual, que estas personas no se han dejado arrebatar la espontaneidad, que no se han convertido en instrumentos complacientes de un orden preexistente. (Adorno, 1998a: 108)
Por esa misma fecha, en la conferencia "¿Capitalismo tardío o sociedad industrial?", reiteraba su descripción de las acciones estudiantiles. En esa conferencia mencionaba los disturbios provocados por activistas concediéndoles el mérito de oponerse a las presiones de asimilación de lo diferente a la totalidad social. Llamativamente, contra su inclinación a afirmar que las protestas reforzaban la tendencia a la clausura del sistema social, Adorno sostenía un margen de incertidumbre acerca del horizonte que abrían esas acciones:
Sólo en los tiempos más recientes se han hecho visibles huellas de una tendencia opuesta precisamente en los más diversos grupos juveniles: resistencia contra una adaptación ciega, libertad respecto a los fines elegidos racionalmente, aversión ante el mundo como vértigo y representación, presencia de la posibilidad de cambio. Si frente a ello triunfa sin embargo la creciente pulsión de destrucción social, es algo que está por verse. (Adorno, 2004a: 343)
Además, Adorno compartía con los estudiantes del SDS un núcleo importante de ideas críticas sobre la situación social y cultural alemana. Estas ideas no sólo abarcaban el cuestionamiento general del carácter ideológico de las promesas de emancipación burguesa y del poder manipulador de los medios masivos sobre la praxis cotidiana, sino que también tocaban puntos específicos. Por ejemplo, coincidían en el malestar por las serias carencias de coparticipación democrática en el ámbito de la formación académica (Adorno y otros, 1967: 157); en el rechazo a la aprobación del gobierno alemán de las leyes de emergencia en mayo de 1968 (Adorno, 2010: 399400); y también en las denuncias contra las normas represivas en la esfera penal de la sexualidad (Adorno, 2009: 469487).
Sin embargo, Adorno no dejó de temer que las formas de provocación de estos jóvenes, como le sugirió a Marcuse en una carta (Adorno, 1969b: 104), llevaran a lo que Habermas denominó fascismos de izquierda. Fundamentalmente, Adorno no aceptaba la exigencia del SDS de una traducción directa de la teoría crítica a la práctica y su incitación declamativa a ser señalados como los sujetos destinatarios de esa teoría.
IFIGENIA EN BERLÍN
Un episodio puede brindar algunas claves para comprender con mayor nitidez el uso político de la noción de teoría que Adorno tenía en mente y también lo distante que esta noción se encontraba de las exigencias de esos estudiantes. En 1967, en la Universidad Libre de Berlín, por invitación de Peter Szondi, Adorno se había preparado para disertar sobre "El clasicismo de la Ifigenia de Goethe". Antes de comenzar la exposición, estudiantes del SDS berlinés y de la Comuna I irrumpieron en la clase entregando volantes y exhibiendo unas pancartas donde se leían los lemas "Ifigenistas de todos los países, uníos" y "Los fascistas de izquierda de Berlín saludan a Teddy, el clasicista" (Kraushaar, 1998: 267). Inmediatamente después interpelaron a Adorno para que se pusiera a disposición como experto en un proceso judicial abierto a un representante de la Ausserparlamentarische Opposition (APO, Oposición extraparlamentaria). Adorno se negó a discutir su posición con los estudiantes y pronunció, impasible, una muy erudita disertación.
¿Implicó esta abstinencia hacia la contingencia política una muestra del desinterés lúcido del intelectual individualista burgués?, o, ¿fue otra de las formas en que Adorno creía que la política sobrevivía en medio de su imposibilidad?; es decir, ¿no puede acaso esta conferencia ser leída como una advertencia contra el carácter reaccionario que la praxis estaba asumiendo en el movimiento estudiantil?
Adorno veía en la demanda de decidir ante alternativas que él consideraba igualmente falsas la presión del sistema social sobre la exangüe libertad del individuo. De allí que la elección del tema de la conferencia, el clasicismo de Ifigenia del Goethe tardío, no resultaba caprichosa. Lo que Adorno llevó a cabo con su disertación puede ser leído como una "estrategia discursiva oblicua" (Skinner, 2007: 149), donde venteaba su propia posición sobre el abandono de la mediación teorética en las acciones de su auditorio, los estudiantes radicalizados. En este contexto, su discurso apuntaba más allá del nivel de enunciación erudita sobre los avatares técnicosliterarios del viejo Goethe. En ella Adorno intentaba, en otro registro discursivo, advertir a su público de los riesgos de todo proyecto emancipador si se canalizaba por la mera práctica:
Que Goethe no soportara ya la protesta contribuía a la crítica del espíritu burgués, del que él mismo participaba sin embargo hasta en lo más íntimo. Le repugnaba el burgués que juega al héroe; barruntaba algo de siniestro secreto de una revolución y de una conciencia supuestamente liberada que, como luego en Francia hacia 1789, tiene que recurrir a la declamación porque no es completamente verdadera, porque en ella la humanidad se invierte en represión e impide la humanidad en su integridad. (Adorno, 2003: 484)
Contra las exigencias de este grupo de estudiantes para que se comporte como un "flautista de Hamelin" (Wilding, 2007: 1736), comportamiento que no era para él sino el reflejo de la tendencia coactiva de la totalidad, Adorno no consintió expresarse en un lenguaje que no fuera erudito. Porque sólo en un lenguaje que no pretendiera ser dependiente de la praxis inmediata y que se rigiese por su dinámica autónoma, Adorno veía destellos de la humanidad negada en la vida social. No sólo en la conferencia sobre Ifigenia, sino también en los temas y en el lenguaje elegido en los cursos que dictó a finales de la década de 1960 se puede extraer, afín al modo en que participan elementos no estéticos en la forma de la obra de arte, el modo oblicuo de Adorno para entrever contenidos políticos y sociales.
¿UN ESTETA APOLÍTICO?
Es cierto que Adorno no sólo rechazaba la tesis del predominio de la acción defendida por el SDS, sino que también lo fastidiaban los reclamos de ese grupo a su persona. Esta queja era expresada concretamente en su correspondencia con Szondi, donde exteriorizaba su hartazgo de que el SDS lo tratase "a él, como también a Habermas y Friedeburg, como meras figuras para ser manipuladas" (Adorno, 1968: 65) y disponibles para sus fines.
En esta tensa atmósfera se gestaron muchos de sus últimos textos y conferencias. En ellos, Adorno exponía una defensa de la teoría que, si bien podría leerse como una puesta en obra del momento de autorreflexión exigido por la Dialéctica negativa, también operaba, en otro registro discursivo, como invectiva contra la praxis impaciente de los activistas que se autoproclamaban los sujetos indicados de la transformación social. Desde esta perspectiva, el elogio adorniano de la teoría, más que representar a un intelectual resignado cuyo carácter ideológico radicaría en que expresaba el temor del hombre privado, que, por miedo, se abstenía de participar en la res pública y se justificaba teóricamente por ello asumía un fundamental papel político, si por política se entendía, según Adorno, aquellas acciones humanas que crearían las condiciones materiales para que los sujetos fuesen libres y felices auténticamente. Sin embargo, para Adorno, el sueño político ilustrado no se había logrado, porque no existían los individuos que pudiesen llevarlo a cabo sin distorsiones. Era por ello que la experiencia filosófica y, especialmente, la experiencia estética (Adorno, 2004b: 184), debían cargar sobre sí con la responsabilidad de las promesas políticas incumplidas de la modernidad ilustrada. Adentrarse en estas experiencias implicaba también la conciencia de su impotencia para la transformación social.
Esto último no debería conducir a construir una imagen de Adorno como un esteta contemplativo y apolítico. Contra esta imagen, Henry Pickfort ha acentuado la función política de las participaciones públicas de Adorno como "intervención por problematización" (2007: 333), ya que sus análisis materiales concretos contribuyeron a mostrar la urgencia de conocer por qué la sociedad que podía ser, debido al estado alcanzado de sus fuerzas productivas, un lugar donde la felicidad para todos fuese posible estaba ante la inminencia de convertirse en un sitio irreversiblemente infernal, por la cerrazón de la organización de las relaciones sociales.
Por más que la crítica filosófica fuese débil políticamente, ella se orientaba a una transformación material y democrática en la medida en que no ocultaba el elemento del cual obtenía su fuerza normativa: el impulso somático de eliminar el dolor. En tal sentido, el propio método de la dialéctica negativa podía concebirse, en parte, como el intento, cercano a la genealogía de Nietzsche y al psicoanálisis freudiano, de iluminar el enraizamiento pulsionar y mimético de toda teoría, enraizamiento del cual ésta adquiría su potencia material negadora de la totalidad falsa: "El momento corporal recuerda al conocimiento que el sufrimiento no debe ser, que debe cambiar [...] Por eso lo específicamente materialista converge con lo crítico, con la praxis socialmente transformadora" (Adorno, 2005: 191).
El problema era que para Adorno la transformación de la organización social que posibilitaría que desaparezca hasta "el último de los mendigos" (Adorno, 1998b: 200), el último rastro de sufrimiento que la especie se causaba a sí misma, estaba paralizada. Toda acción, por la rigidez del tejido social, y por más que estuviese impulsada por honestas intenciones de eliminar el dolor, impulso que Adorno vacilantemente reconocía en el movimiento estudiantil, estaba conminada a endurecer la ya asfixiante totalidad. De los efectos de este diagnóstico tampoco se hallaba librada la misma crítica teórica de la obstrucción de la praxis:
Son muchas las cosas que hablan de que en un conocimiento cuya posible relación con una praxis transformadora está al menos temporalmente paralizada tampoco hay en sí una bendición. La praxis es aplazada y apenas puede esperar; esto también afecta a la teoría. (Adorno, 2005: 228)
Sin embargo, ante un contexto en el cual la respuesta a la pregunta "¿qué hacer?", generalmente esgrimida contra cualquier pensamiento crítico, permanecía indefinida por la amenaza de contribuir a lo peor que envolvía a toda praxis, Adorno se inclinaba al resto de felicidad que se alojaba en el pensar. De este modo, encontraba explicación el mayor crédito político que Adorno otorgaba a sus pequeñas intervenciones en la opinión pública. Esta posición quedaba evidenciada en sus Lecciones de sociología. Ante la sugerencia de un alumno de que la teoría de la sociedad se alejaba de la praxis y se acercaba a una modalidad del reformismo, Adorno replicaba:
Yo diría que la estructura social actual tiene [...] el carácter de algo mal construido, de una "segunda naturaleza", increíblemente compacta, y justamente por ello, en determinadas circunstancias, el más modesto ataque a la realidad existente tiene una significación, casi diría, simbólica, mucho más grande de lo que en sí mismo implica. (Adorno, 1996: 45)
Adorno no dejaba demasiado margen para pensar que ese efecto mayor que producirían las intervenciones críticas en la esfera pública fuese alcanzado por otros medios que no rondaren el discurso teórico. Esta opción era casi la única la otra era la experiencia estética en la que Adorno podía pensar una cesura que posibilitase una praxis diferente en medio de la rigidez de lo existente:
Lo desesperado de una situación en que la praxis que haría falta está deformada, proporciona paradójicamente al pensamiento un respiro que sería un crimen práctico no aprovechar. Al pensamiento le favorece hoy día irónicamente que no se pueda absolutizar su propio concepto; y es que, como conducta, sigue siendo un pedazo de praxis, por oculta que ésta sea a sí misma. (Adorno, 2005: 228)
De este aire suministrado a la teoría no se concluía ningún conjunto de medidas para guiar los pasos de una praxis ulterior. Si la praxis auténtica en Adorno necesitaba una conciencia teórica de la totalidad, que había devenido falsa, la actitud contemplativa también era, en medio de la totalidad, ella misma no verdadera. La teoría, en tanto producto social, no podía por sí misma trascender el velo ideológico que asfixiaba a la sociedad. Por ello, la teoría, en tanto también era una forma de conducta, pero consciente de su falta de libertad y de su falsedad, se legitimaba sólo como crítica, es decir, como resistencia contra las exigencias coactivas de la aplicación práctica de la racionalidad instrumental dominante.
De este modo, si se puede extraer una pregunta persistente que recorre los últimos años en la vida de Adorno, ésta es saber cómo funciona el pensamiento en el intento de superar la vida dañada sin convertirse totalmente en cómplice de las prácticas de dominación. Lo interesante es que, para Adorno, la respuesta implicaba tensionar hasta lo insostenible la relación teoría y praxis. Y esta tensión no se resolvía porque, en la resistencia al impulso de consumar en la práctica a la teoría impulso que marcó la filosofía de los hegelianos de izquierda, Adorno anclaba su crítica al carácter coercitivo del principio de identidad de la razón moderna. Por ello, pedirle a la teoría que fuese escrita para revolucionarios, según parecía le demandaba a Adorno Susan BuckMorss (1981: 70), implicaba sellar a priori una brecha que, para el francfortiano, era insaturable, pues, a su juicio, la relación entre teoría y praxis poseía un carácter discontinuo (Adorno, 2009: 693). Para mostrar ese dislocamiento cualitativo que respetaba la autonomía de la teoría respecto de la praxis, su momento de espontaneidad, pero que no por ello dejaba de estar vinculada con una forma de praxis, Adorno ponía como ejemplo la fortuna que corrieron textos como Dialéctica de la Ilustración. Este libro, a pesar de haber sido escrito sin intención de ser directamente aplicado, había tenido, sin embargo, un incisivo poder práctico (Adorno, 2009: 694).
Por ello, el hecho de que Adorno observase en toda praxis actual el despliegue de la razón dominadora no significaba que postulase una imposibilidad de principio para la praxis. La argumentación favorable a la contemplación teórica no implicaba que Adorno afirmara que ante la praxis total de dominación la opción estuviese radicalmente en el otro extremo. El hechizo al que estaba sometida la sociedad únicamente se rompía por la praxis ilustrada, aunque ese hechizo pesaba sobre los hombres por medio de ella. El callejón sin salida donde se hallaba la praxis radicaba en que se había tornado insensible y alejada del pensamiento y, por ello, coadyuvaba al endurecimiento del hechizo que gravitaba sobre sus mismos productores. Es decir, se había llegado a una situación en la cual el dominio del sistema social sobre el individuo era total, porque éste lo reproducía hasta en su más recóndita interioridad:
Como en el pasado, los hombres, los sujetos individuales, están bajo un hechizo. Éste es la figura subjetiva del espíritu del mundo, la primacía del cual más allá del proceso vital externo ella refuerza interiormente. Se convierten ellos mismos en aquello contra lo que nada pueden y que los niega a ellos mismos. (Adorno, 2005: 316)
RESIGNACIÓN Y EXPERIENCIA
En sus últimas intervenciones, Adorno exaltó de modo singular el papel de la teoría como crítica de la impaciencia revolucionaria, que suponían las acciones y los discursos de los estudiantes políticamente más radicalizados. En "Resignación", una conferencia pronunciada en 1969, Adorno se defendía de la acusación de quietismo, indicando el peligroso dislate en que caían aquellos que oscurecían el rol de la teoría como momento de la praxis. Actuando de ese modo, sugería Adorno, se desbarataba la oportunidad de articulación política que llevaba consigo el pensamiento como intransigencia ante la presión de la situación objetiva. Esa resistencia teorética, la cual se ejercía de una forma tan solitaria como la de los artistas autónomos, aunque no por ello dejaba de contener un momento de solidaridad con otros sujetos, era lo contrario de la resignación:
El pensar abierto remite más allá de sí mismo. Siendo un comportamiento, una figura de la praxis, es más afín con la praxis transformadora que un comportamiento que obedece a la praxis [...] El pensamiento tiene el momento de lo general. Lo que se ha pensado certeramente tiene que ser pensado también en otro lugar, por otras personas: esta confianza acompaña hasta al pensamiento más solitario e impotente. (Adorno, 2009: 711)
Esta injerencia evidenciaba la especial atención de Adorno en despertar en la conciencia pública la comprensión sobre la situación objetiva en que se encontraban las formas de praxis radicalizadas. Para Adorno, se trataba de reactivar dialécticamente su relación con la teoría, sin proclamar una identidad que subsumiera la praxis a la teoría, ni una antítesis absoluta, ni tampoco asumir un voluntarismo práctico desafectado de toda teoría. Todas estas opciones amenazaban con fortalecer el todo falso.
En tal sentido, también "Notas marginales sobre teoría y praxis" se puede leer como un intento de pensar en términos de la dialéctica negativa el presente histórico algo que iba más allá de la autojustificación de un modo de comportamiento desvinculado de cualquier compromiso político y social. Su inquietud en las "Notas... " se centraba en conectar el problema de la relación teoría y praxis con el del vínculo entre sujeto y objeto (Adorno, 2009: 675). De hecho, Adorno pensaba publicar, junto con esas "Notas...", el artículo "Sobre sujeto y objeto", y adosar ambos como "Epilegómenos" a la segunda edición de Dialéctica negativa. "Sobre sujeto y objeto" consistía en reflexiones críticas sobre el modo en que las principales teorías epistemológicas de la modernidad confrontaban la relación entre sujeto y objeto. Pero al enfocarse en problemas epistémicos, Adorno pretendía resaltar el maridaje dialéctico entre la crítica del conocimiento y la crítica social (Adorno, 2009: 665).
El punto esencial en este último texto radicaba en que en el tratamiento dado por la filosofía moderna, de Kant a Husserl, la relación entre sujeto y objeto se reducía al primado epistémico del principio de subjetividad constituyente, con la desoladora consecuencia de que con ello colapsaba la posibilidad de una genuina experiencia con el objeto, la cual sería genuina en tanto que protegiera algo de la cualidad no idéntica de los objetos, cualidad no circunscripta a la asimilación violenta de la intencionalidad del sujeto cognoscente (Adorno, 2009: 669). Con la idea de experiencia, en este contexto de disputas epistemológicas, Adorno no aludía a una restitución de una inocencia originaria previa a toda escisión entre sujeto y objeto, ni tampoco apelaba a una armónica conciliación en un futuro próximo. Lo que intentaba indicar era una nueva posición del sujeto ante el objeto en la relación cognitiva, una modulación del conocimiento que implicaba un "estado de diferenciación sin dominio en el que lo diferenciado participa lo uno en lo otro" (Adorno, 2009: 661). En esta relación, el sujeto ya no necesitaba concebirse como el intérprete soberano y unificador del conocimiento de la realidad, sino que se entregaba a los impulsos sensibles que despertaba en él el mundo de los objetos. Minima moralia (1998b) ya había constituido una magistral puesta en obra de esta idea.
El desarrollo del conocimiento de su sensibilidad, ante los distintos objetos, conducía a que el sujeto, como expresa Axel Honneth a propósito del sujeto adorniano, adquiriera habilidad y "precisión en el registro de sus percepciones que es el presupuesto para experimentar el horizonte cualitativo, 'no idéntico', de todos los objetos" (2009: 96). Según Honneth, Adorno estaba convencido de que con esa tematización de las experiencias subjetivas sería posible que el objeto se presentase en su objetividad fáctica, ya que de ésta también formarían parte las propiedades cualitativas a las que tiene sólo acceso la experiencia subjetiva lúcida y precisa, pero no el concepto esquematizador. El desesperado esfuerzo en Dialéctica negativa fue entonces sostener esto sin dejar que con ello se introdujera en el proceso cognoscitivo el peligro, siempre latente, de la subjetividad desenfrenada: la violencia de la arbitrariedad subjetiva.
DIALÉCTICA DEL PRIVILEGIO
En "Sobre sujeto y objeto", Adorno especulaba sobre cuál sería el lugar diferenciado del sujeto frente a la cualidad no idéntica del objeto:
La posición clave del sujeto en el conocimiento es experiencia, no forma [... ] El esfuerzo del conocimiento es sobre todo la destrucción de sus demás esfuerzos, la violencia contra el objeto. A su conocimiento se acerca el acto en el cual el sujeto desgarra el velo que teje en torno al objeto. El sujeto es capaz de hacer esto sólo si confía con una pasividad sin miedo en su propia experiencia. (Adorno, 2009: 668669)
Adorno advirtió sobre lo desatinado de que esa posición del sujeto capaz de experiencia fuese mentada como una privilegiada cualidad constitutiva. Esa posición en la reflexión filosófica no sería sin más una condición dada de conocimiento, sino un momento social e históricamente constituido. La figura históricosocial de ese sujeto individualizado había sido configurada ya por la sociedad burguesa liberal. ésta había permitido que algunos de sus miembros pudiesen formar la identidad de su yo de tal modo que tuviesen la capacidad de diferenciarse según normas de acción que aparecían ante él como vinculantes, pero a la luz de un análisis libre y racional, tanto de los objetos como de las relaciones con otros sujetos (Adorno, 2005: 50).
El problema radicaba en que, bajo la coacción irracional del mundo administrado, pocos serían los sujetos capaces de una experiencia subjetiva que permitiese un conocimiento auténtico del objeto y una posible praxis emancipadora. Adorno depositaba esta posibilidad sólo en aquellos escasos sujetos que, favorecidos por las circunstancias, todavía podían ofrecer alguna resistencia a lo que el curso del mundo había hecho de ellos. Él se servía en esta defensa del privilegio intelectual del argumento de que en las condiciones sociales en las que la mayoría de los sujetos eran educados sería ficticio suponer que todos ellos podrían entender el modo en que operaba el todo social o por lo menos llegasen a notarlo.
De las imputaciones de reaccionario elitismo intelectual y, por lo tanto, de incorrección política, a las que este iconoclasta planteamiento se exponía, Adorno era plenamente consciente. Lo destacable aquí era que, para tratar de justificar su posición filosófica sin quedar atrapado en una mera legitimación de ese beneficio intelectual basado en su propia realidad biográfica, Adorno invocaba a la fuerza moral que suponía la expresión filosófica rigurosa:
A aquellos que han tenido la dicha inmerecida de, en su composición espiritual, no acomodarse por entero a las normas vigentes una dicha que bastante a menudo tienen que expiar en su relación con el entorno cumple expresar con esfuerzo moral [...] lo que la mayoría de aquellos para los que lo dicen no son capaces de ver o, para hacer justicia a la realidad, se prohíben ver. El criterio de lo verdadero no es su inmediata comunicabilidad a cualquiera. (Adorno, 2005: 49)
Por cierto, Adorno empleó esta conversión dialéctica del privilegio en crítica del privilegio en la "Introducción" de la Dialéctica negativa, con la intención de mostrar la violencia desencadenada contra el mismo individuo que llevaba consigo el modelo cientificista de conocimiento objetivo. Este modelo tendía a elidir toda instancia subjetiva en tanto que la reducía a un resabio de arbitrariedad no deseada para el conocimiento, así como el idealismo filosófico absolutizaba su papel como lugar incondicionado. Dialéctica negativa pretendía ser entonces un correctivo de la relación entre sujeto y objeto de estos modelos de conocimiento. Pero también esta dialéctica que alteraba la posición del sujeto en relación con la objetividad aparejaba implicaciones sustanciales para la relación entre la teoría y la praxis:
A la experiencia filosófica lo último que le conviene es la arrogancia elitista. Debe darse cuenta de hasta qué punto, según su posibilidad en lo existente, está contaminada de lo existente, en último término con la relación de clases. En ella las oportunidades que lo universal concede intermitentemente a los individuos se vuelven contra lo universal que sabotea la universalidad de tal experiencia. (Adorno, 2005: 49)
Que Adorno haya retomado estas reflexiones sobre sujeto y objeto en 1969, y que haya pensado publicarlas junto a la serie de notas sobre teoría y praxis como "Epilegómenos" a una nueva edición de la Dialéctica negativa, posiblemente se haya debido, no sólo a la necesidad de aclarar algunos puntos no comprendidos en la abigarrada escritura de ese trabajo anterior, sino también a que Adorno veía con mayor pesimismo una concesiva apertura de lo universal a la experiencia de los auténticos individuos. Pues, los sujetos individuados eran, según Adorno, los únicos que podían oponerse todavía a lo que el espíritu había hecho de ellos y sin los cuales toda praxis estaría condenada a reproducir lo dado. De esa eliminación de la experiencia individual participaban, sin desearlo, los estudiantes radicalizados con sus proclamas del presuroso paso a la acción.
EL PRIMADO DEL OBJETO
En las "Notas...", Adorno trasladaba esta operación argumentativa, concebida contra el imperialismo conceptual, a su análisis de la anatomía del activismo político. Adorno consideraba allí que la exhortación a sacrificar la individualidad por parte de los estudiantes en favor de lo colectivo era concomitante de la fetichización de la espontaneidad. Adorno ya no defendía aquel instante de la espontaneidad en los exponentes del SDS como expresión de resistencia contra la coacción del hechizo del todo, sino que ahora los acusaba de favorecer a la impotencia objetiva. Es decir, al hipostasiar el momento subjetivo de la espontaneidad, los activistas esterilizaban, a su vez, cualquier aproximación responsable a una experiencia plena. Toda relación con un contenido objetivo se convertía en sus manos en mera ocasión para la actividad de la subjetividad arbitraria, sin notar que la espontaneidad, más que ser absolutizada contra la reificación social percibida como mal radical, debía introducirse, mediante la reflexión teorética, en las grietas producidas por la asfixiante carga del sistema, y que sólo desde allí se abría la posibilidad real de sabotearlo. Para Adorno, por lo tanto, toda pretensión de llevar a cabo una praxis política radicalizada, en tanto que disipaba el momento de la autorreflexión filosófica como deseo y límite de un contenido objetivo, más que una condición que permitía realizar una redención de la experiencia atrofiada, caía víctima de la misma mutilación de la experiencia (Adorno, 2009: 676).
Junto a esta crítica de la fetichización de la espontaneidad, Adorno añadía que la opción por la praxis exigida por los estudiantes violentaba el "primado del objeto" (Adorno, 2009: 681 y ss.). Esta tesis remitía a uno de los núcleos fuertes de Dialéctica negativa. Con la expresión prioridad del objeto, Adorno no invocaba a una restauración de la confianza en el serasí del mundo exterior, desprovisto de toda autoconciencia. El primado del objeto necesitaba de la reflexión sobre el sujeto y de la reflexión subjetiva, más que negarla; por lo cual la subjetividad era un momento conservado por el momento articulador de la primacía del objeto. De este modo, el saberse menos del sujeto, en tanto se tornaba consciente de su situación real, de su condicionamiento a una objetividad que lo desbordaba y también lo reducía, era un requisito para su liberación. Sólo ante la reflexión subjetivoindividual se descubría el tejido objetivo, que oprimía al individuo, como una totalidad falsa. Entonces, el giro hacia el sujeto, según Adorno, no desaparecía cuando era sometido a su revisión. Ésta se cumplía más bien en interés subjetivo de la libertad. También este interés era un momento histórico necesario de la autorreflexión. La prioridad de lo objetivo significaba, en suma, la progresiva diferenciación cualitativa de lo mediado en sí, "un elemento de la dialéctica que no le era trascendente, sino que estaba articulada en ella" (Adorno, 2005: 175). De este modo, el uso adorniano de la expresión primado del objeto en el contexto epistémico trataba de abolir todo sistema de jerarquías entre sujeto y objeto, negando toda pretensión de erigir a uno de los polos como momento fundante. Ateniéndose al dualismo sujetoobjeto como momento históricamente devenido y falso, Adorno no renunciaba a captar sus justas mediaciones intrahistóricas. Desde este momento articulador, la dialéctica negativa intentaba promover una constelación conceptual no reductora que permitiera pensar la convivencia entre los hombres y entre éstos con lo que no era precisamente subjetivo.
Esta aclaración de la idea de primacía del objeto, enunciada en gran parte en Dialéctica negativa y en "Sobre sujeto y objeto", posibilita comprender mejor por qué Adorno, en "Notas marginales sobre teoría y praxis", uno de sus textos más políticos, extendía el uso de este argumento a su particular beligerancia con los activistas (Adorno, 2009: 681). Para él, una praxis que no redundase en fortalecer aquello a lo que se oponía, no debía diluir la mediación histórica contenida en la exigencia de la primacía del objeto, algo que aquéllos mancillaban. Según Adorno, lo que subyacía a su accionar y a sus proclamas era una vacía refracción de su propio deseo, de su voluntad subjetiva de poder elevada a rango sustancial. Esto significaba, en clave política, que el activismo pretendía romper con la opresión de la situación objetiva sin mayor apoyo que su propio deseo. Con ello, no sólo su accionar se volvía inútil, por no saber aquello contra lo que se dirigía, sino que absolutizaba el momento subjetivo, por más unión colectiva que declamasen. Pero dicho momento era sólo una instancia, ineludible, que mediaba y que, a su vez, era mediada históricamente por la praxis humana. La desatención por parte de los activistas de este proceso de diferenciación cualitativa de lo mediado en sí, su olvido, según Adorno, no sólo reificaba a la conciencia teorética, reduciéndola a un recetario instrumental para la acción, sino que también terminaba empobreciendo a la praxis misma.
CRÍTICA DE LA PRAXIS COMO FIGURA DEL DOMINIO
Adorno no respondía con su crítica a las pseudoactividades de los estudiantes del SDS, entre las que incluía a la discusión manipulada con fines propagandísticos y a la acción tácticoestratégica (Adorno, 2009: 685), a la pregunta por cómo sería concretamente aquella praxis política no represiva que no favoreciera una clausura mayor de la totalidad social. Lo que sí decía, en cambio, era que la encrucijada de la praxis no encontraría otro cauce para su resolución que no fuese por vía teorética (Adorno, 2009: 691692).
La provocativa defensa de teoría, como un momento ineludible de la praxis auténtica, no se detenía en la crítica a las formas de pseudoactividad. Aquella praxis teorética indicaba más bien una crítica al curso más general en que se inscribían las pseudoactividades de los estudiantes del SDS. La determinación de la conciencia de este curso llevaba a indagar las etapas de un proceso reflexivo que se extendía hacia la constitución genética de la misma praxis. Esto conducía a Adorno a ir más allá de la forma de dominio de una praxis histórica determinada, es decir, ir más allá de aquella aparecida junto al surgimiento del capitalismo. En efecto, para explicar esto, Adorno intentaba reconstruir los pasos más abarcantes seguidos por una forma de praxis que orientaba, paradójicamente, un proceso emancipador de la monotonía del trabajo necesario para la conservación de la vida. Pero, para pensar este proceso, Adorno colocaba la praxis de los sujetos, como actividad exploradora y a su vez liberadora de su dependencia material, en tensión con el trabajo de la especie humana entendido como dominio de la naturaleza (tanto externa como interna). Esta tensión de la actividad del sujeto gravitaría de forma determinante en el modo aporético en que Adorno comprendía toda praxis:
Mientras que la praxis promete sacar a las personas de su encierro en ellas mismas, siempre ha sido cerrada: por eso los prácticos son inabordables y la referencia de la praxis al objeto está socavada a priori. Podríamos preguntarnos si hasta hoy toda la praxis de dominio de la naturaleza, no habrá sido, en su indiferencia al objeto, pseudopraxis. (Adorno, 2009: 675)
La contracara perversa del proceso de trabajo reducido al dominio compulsivo era la renuncia innecesaria, en un estadio avanzado de las fuerzas productivas, a la dicha en el sujeto que lo realizaba. Y esto era pasado por alto por los activistas: "La praxis era el reflejo de la penuria; esto la sigue desfigurando hasta hoy, cuando quiere suprimir la penuria" (Adorno, 2009: 678).
Desde esta reflexión contra la misma praxis se podrían configurar los límites del elogio adorniano de la teoría. Pues, el ejercicio de la teoría ni alcanzaba a quebrar la reproducción de las relaciones de dominación ni él mismo estaba exento de la falta de libertad imperante.
Por estas razones, el énfasis en la contemplación de Adorno no debería ser pensado sin más mediaciones bajo la figura del intelectual burgués abstractamente aislado, o como un huésped de privilegio, según la sarcástica expresión de Georg Lukács, en el "Gran Hotel Abismo". Si bien es verdad que, para Adorno, la huella de la felicidad quedaba resguardada en el modelo del hombre que reflexiona "La felicidad que se ve en los ojos del pensador es la felicidad de la humanidad" (Adorno, 2009: 711), también es cierto que esa felicidad se volvía ilícita en medio de la infelicidad general. Que la reflexión crítica fuese presentada como una forma de resistencia contra la instrumentalización de toda praxis y contra toda felicidad sucedánea (Adorno, 2005: 325), y no como su consumación, no sólo era un indicio del engaño del todo; también lo era de la posibilidad de la felicidad para todos que esa totalidad negaba:
El hecho de que algunos vivan sin ocuparse del trabajo material y, como el Zaratustra de Nietzsche, gocen de su espíritu, ese injusto privilegio, implica que tal cosa sería posible para todos; en especial, dado el nivel alcanzado por las fuerzas productivas técnicas, que permite vislumbrar la dispensa universal del trabajo material, su reducción a un valor límite. (Adorno, 1969a: 167)
El dilema al que se enfrentaba Adorno radicaba en el hecho de que las condiciones materiales, para que se diera una transformación social que posibilitase la reconciliación de lo viviente, sólo podrían instaurarse, según él, por medio de un proceso histórico de autosacrificio de los impulsos del yo. Es decir, el proceso que dispensaría a los sujetos del maleficio ancestral del trabajo era el mismo proceso que la ambivalente fuerza de la dialéctica de la ilustración había puesto en marcha (Adorno y Horkheimer, 1997: 53). Ante este dilema, Adorno defendía la actitud contemplativa como forma de resistencia contra la eliminación de la individualidad de la conciencia humana subjetiva, contra el confinamiento del entramado histórico constituido por las resonancias múltiples de la experiencia de los sujetos sedimentadas a lo largo de su historia. Según las frágiles esperanzas de Adorno, la interacción entre las resonancias subjetivas y el mundo circundante mantenía latente la posibilidad de una irrupción que iluminase un trato justo con lo no idéntico. Esto lo llevaba a plantear una crítica severa al trabajo entendido como dominio violento de lo diferente: "El pensamiento sería verdadero si se liberara de la maldición del trabajo y reposara en su objeto" (Adorno, 2009: 537).
Según Adorno, el pensamiento verdadero sólo sería posible en una sociedad libre, y una sociedad liberada de la carga que pesaba sobre el trabajo habría de necesitar de la praxis política. ésta produciría las condiciones materiales necesarias, no sólo para la libertad, sino también para la felicidad humana. El problema era que dicha praxis estaba, para Adorno, completamente obturada y el pensamiento no encontraba otra vinculación con ella, en el mundo rigurosamente administrado, que no fuese bajo la forma pervertida de programa instrumental para la acción. Por ello sólo un pensamiento que mantuviese viva la fuerza ilustradora de la crítica filosófica, y que se atuviese a la dinámica de los objetos concretos sin identificarse con el estado de cosas, podría alumbrar algo de verdad y felicidad en medio de la falsedad e infelicidad general.
La filosofía no puede recomendar ella sola medidas o transformaciones directas. Ella cambia sin dejar nunca de ser teoría. Creo que habría que hacerse la pregunta de si el que un hombre piense las cosas y escriba sobre ellas como yo lo hago no es también una forma de oponerse. ¿No es, entonces, la propia teoría una forma genuina de la praxis? (Adorno, 2010: 415)
Estas palabras fueron unas de las últimas manifestadas públicamente por Adorno. Con ellas reafirmaba su compromiso con la actividad teorética como una figura de la praxis, ya que una praxis transformadora no podría prescindir de los individuos reflexivos y autónomos que desencadenaran en sí mismos el proceso de ilustración que la totalidad social impedía. En esa forma de actividad teorética negativa, Adorno resguardaba las esperanzas de hallar los indicios de un sujeto independiente, que si bien por sí mismo no podría modificar la sociedad, sería en todo caso una condición necesaria para ello. Pues en ese individuo, Adorno no sólo anclaba la resistencia contra la perpetuación coactiva del destino mítico, de la tendencia hacia la coacción total, sino también le adjudicaba la posibilidad de dar voz a una humana comunidad política libre de dominio violento.
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1 Un notable tratamiento de la problemática relación adorniana entre filosofía y su incompatibilidad con la experiencia después de Auschwitz, se encuentra en Menke, 2005: 170184.
2 La crónica y documentación más completa sobre los conflictos de Adorno con el movimiento estudiantil se halla reunida en Kraushaar, 1998.
3 Sobre este punto véase Schwarzböck, 2008: 134140.
* En este caso y los siguientes, se decidió dejar el año de escritura y no el de la edición usada para facilitar la lectura en cuanto a fechas se refiere. N. del E.
INFORMACIÓN SOBRE EL AUTOR
Esteban Alejandro Juárez: Profesor asistente e investigador de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina). Doctorando de Filosofía y becario de SeCyTUNC. Licenciado en Filosofía y en Ciencias de la Información, ambos títulos otorgados por la UNC. Miembro investigador del programa de "Filosofía social y teoría de la sociedad" del Centro de Estudios Avanzados (UNC) y del programa "Las nuevas orientaciones en la historia políticointelectual" de la Universidad Nacional de Quilmes. Ha sido estudiante de la Johannes GutenbergUniversität en Mainz (Alemania). Estudia el pensamiento de Theodor W Adorno y de la Teoría Crítica de la Sociedad. Ha publicado diversos artículos científicos en revistas especializadas y en volúmenes colectivos.