La coordinación interuniversitaria como problema político en el seno de un proceso histórico-social
Entre 1983 y 1989 las cuestiones de la coordinación y el gobierno del sistema universitario argentino fueron resignificadas como un capítulo de la recuperación democrática. Sin embargo, en el marco de las tensiones generadas durante los procesos de normalización institucional (destitución de funcionarios de la Dictadura, concursos docentes y recuperación del gobierno colegiado), sumado al crecimiento fuerte de la matrícula por la apertura al ingreso “irrestricto”, la crisis político-económica de fines de la década de 1980 terminó frustrando el proyecto que planteaba la construcción, por parte de los propios universitarios, de un sistema de coordinación. Este proyecto se había iniciado con el decreto de creación de un Consejo Interuniversitario Nacional (CIN) -integrado por Rectores de universidades públicas- para coordinar “las políticas entre las Universidades Nacionales y de ellas con los distintos niveles y jurisdicciones de la educación de la República Argentina, la cultura y los organismos de investigación científica y técnica” (Decreto 2461/85, art. 2°). Así, durante la década de 1990, tuvo lugar en Argentina una reestructuración profunda de la Universidad, articulada por la sanción de la Ley de Educación Superior (LES) en 1995, una de las normas componentes de la reforma educativa neoliberal y neoconservadora realizada durante los gobiernos de Carlos Menem. Además de establecer por primera vez una norma para todo el espacio de educación postsecundaria, con tradiciones de gobierno y de coordinación altamente heterogéneas, la LES instituyó una estructura de coordinación basada en la superposición de organismos colegiados sin poder suficiente para definir por sí mismos las líneas de política, y sin recursos económicos ni infraestructura para desarrollar actividades de largo plazo o de gran complejidad técnica. En ese proyecto sectorial, que formaba parte de una política más amplia cuyo núcleo era el ajuste estructural, una parte del problema de la coordinación quedó ligado a los criterios cuasi-mercantiles de competitividad, de gerencialismo y de disminución del financiamiento público.
El proceso fue acompañado por una importante producción de investigaciones sobre el gobierno y la coordinación universitaria. En una primera fase, las investigaciones nacionales intentaron generar conocimiento para comprender -apoyando o combatiendo- el proceso de implantación de una reforma sectorial de corte neoliberal y neoconservador. Ya sobre el siglo XXI, los estudios se concentraron en el análisis de los efectos y abordaron en qué medida las “nuevas” políticas, aplicadas a partir de 2003 bajo las presidencias de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, en tanto que habían mantenido la legislación de la década de 1990, continuaban o modificaban el rumbo establecido.
En términos generales, el tratamiento de los antecedentes de gobierno y de coordinación anteriores al régimen establecido por la LES parte de un supuesto que es, a la vez, una hipótesis interpretativa: las políticas universitarias de los gobiernos nacionales a lo largo del siglo XX podrían entenderse como oscilando entre dos polos, por un lado, la coordinación política concentrada en manos del Poder Ejecutivo Nacional (PEN)/Ministerio de Educación (MEd) y, por otro, la delegación de importantes aspectos de la coordinación en órganos académicos colegiados representativos de las universidades. Incluso en la actualidad es usual que estos “modelos” contrastantes sean asociados con concepciones sobre lo que se define como “el problema de la relación entre Estado y Universidad”,1 concepciones que habrían caracterizado, respectivamente, a los gobiernos peronistas y radicales. La aparición de un organismo específico en la primera ley universitaria del peronismo (Ley 13.031 de 1947), denominado Consejo Universitario Nacional (CUN), suele ser presentada como el hito fundacional de esa alternancia entre los dos polos (por ejemplo: Cantini, 1997; Sánchez Martínez, 2003; Nosiglia y Mulle, 2012).2
En realidad, en tanto no se han investigado aún en forma suficiente las experiencias concretas de coordinación en distintos periodos, los análisis permiten realizar sólo algunas inferencias sobre el enfoque predominante con el que cada gobierno intentó resolverla. Por otra parte, el tratamiento de proyectos alternativos coexistentes suele tener un lugar marginal y es poco frecuente que se integren a la discusión los modos de articulación entre la política universitaria con el resto de las políticas sectoriales y sociales, las transformaciones del Estado y su aparato, o la formación social en que se integra y en la que “actúa”. Dentro de esta perspectiva, el interés por la coordinación es consustancial al de comprender cómo las transformaciones en las relaciones entre Universidad y gobiernos se articulan con los cambios en la forma y las funciones del Estado, en cada coyuntura de la sociedad capitalista. Desde mi punto de vista, la tarea debe comenzar por ubicar las concepciones y experiencias de coordinación en un plano socio-histórico, vinculándolas con los procesos sociales, económicos, políticos y culturales que acompañaron su aparición como cuestión problemática y su desarrollo concreto en cada etapa. Me pregunto, por ejemplo: ¿qué factores activaron las preocupaciones por la coordinación de las actividades universitarias?; ¿qué sectores o grupos la impulsaron?; ¿qué procesos determinaron su institucionalización?; ¿el impulso emerge de los universitarios, de los funcionarios estatales, de los políticos, de todos o sólo de algunos actores?; ¿en el marco de qué condiciones y proyectos sociales, económicos y políticos?
En esa línea, el presente artículo analiza e interpreta la aparición y la instalación de la coordinación interuniversitaria como un problema de política pública entre la sanción de la Ley Avellaneda (1885), la crisis económica internacional de 1929 y el golpe de Estado de 1930 que derrocó al Presidente Hipólito Yrigoyen, etapa caracterizada por una clara hegemonía de la burguesía pampeana.3 A lo largo de más de treinta años es posible observar la aparición de la coordinación como problema y como necesidad, diferenciable de las preocupaciones predominantes por la democratización, la autonomía y el desarrollo de la investigación científica en las instituciones. Durante la década de 1930, esas preocupaciones se transformaron en fundamentos para la institucionalización de espacios de coordinación de las actividades universitarias como parte de una política sectorial, en un nivel en el que se había producido una significativa expansión de la matrícula en términos absolutos, acompañando procesos más generales de redefinición de las funciones del Estado (liberal). Mi hipótesis radica en que ese proceso quizá está vinculado con el desarrollo de concepciones contrastantes sobre las formas de coordinar, portadas por grupos sociales y políticos diversos.
Para abonar dicha hipótesis, y con un enfoque teórico-metodológico provisto por los estudios socio-históricos, a partir de fuentes primarias y secundarias4 reconstruí tres dimensiones del proceso de emergencia de la coordinación interuniversitaria tanto por ser una cuestión socialmente relevante como por tratarse de un problema que debía ser atendido: 1) las propuestas de reforma o derogación de la Ley 1597/885 desde fines del siglo XIX hasta 1930, tanto por iniciativa de legisladores como del Poder Ejecutivo; 2) los ejes del debate en los periódicos, publicaciones académicas, discursos de funcionarios públicos, autoridades y docentes universitarios, y documentos oficiales del periodo; 3) algunas experiencias concretas de generación de espacios institucionalizados de trabajo y de debate interinstitucional en los que se pusieron en juego demandas de coordinación.5
Las prioridades de la “agenda universitaria” en la fase organicista de la hegemonía burguesa (1880-1916)
Durante el periodo 1880-1916 se construyó el Estado argentino moderno y se definió la orientación agroexportadora de la economía; como señala Graciarena (1984), se trató de un Estado oligárquico en sus fundamentos sociales, aunque liberal en su arquitectura institucional; su expresión política fue el Partido Autonomista Nacional (PAN) y el “unicato” -el gobierno de los “notables”-, un formato burgués de representación en el que los dirigentes políticos provenían tanto de la fracción dominante como de fracciones aliadas; fue un periodo dinámico de conformación y de re-configuración de fuerzas. En el plano político se expresó en el enfrentamiento entre grupos ligados al socialismo, al anarquismo, al conservadurismo o al liberalismo social, que cuestionaron el régimen oligárquico liberal fundacional. Como apunta Sartelli (2011), hasta 1930 la renta agraria extraordinaria permitió el desarrollo de un mercado interno abastecido por una industria local dependiente de ella, a través de subsidios directos, desgravaciones impositivas, impuestos a las importaciones, etc., con escasa capacidad competitiva en el mercado mundial. Las tensiones derivadas de la fuerte expansión demográfica, el crecimiento económico bajo el modelo agro-exportador-dependiente y una primera fase de “industrialización sin revolución industrial” (Murmis y Portantiero, 1968), más sus efectos en términos de diversificación de las relaciones sociales por la aparición de fracciones burguesas (agraria, no agraria) con sus divisiones y estratos, determinaron la escisión de la burguesía en un ala liberal (social) reformista y otra conservadora. La aparición de las "clases medias" y obreras urbanas sumadas a la actividad de socialistas y anarquistas acentuó las contradicciones en el plano político, las cuales desembocaron en la Revolución de 1890 y en la conformación de los partidos radical y socialista.
El bloque hegemónico, bajo la dirección de la burguesía bonaerense, articuló a las burguesías provinciales pero no logró subordinar al resto de las fuerzas sociales (verbigracia, fracciones rurales subalternas del interior y la pequeña burguesía urbana). Por esa razón, en esta etapa, la hegemonía burguesa puede ser considerada “dirigente” sólo en lo económico (y en menor medida en lo cultural) y “dominante” en lo político (Ansaldi, 1994b). Esta debilidad estructural llevó a una forma de ejercicio del poder altamente concentrada y excluyente; la hegemonía no se hizo efectiva a través de una regulación de las diferencias, sino “procesándolas mediante la uniformación (siempre que se pu[diera]) o la exclusión (cuando no se p[odía] uniformar)” (Ansaldi, 1994a: 117). A fines del siglo XIX, la burguesía resolvió el problema de su dominio político unificándose en el Estado y en algunas corporaciones de la sociedad civil (la Sociedad Rural, la Unión Industrial y la Bolsa de Comercio, por ejemplo). Por ello, puede calificarse de “organicista”.
Junto con la Ley de Educación Común (1884), la Ley Avellaneda (1885) fue la expresión de esa configuración-reconfiguración de fuerzas en la cúspide de un sistema educativo público en expansión. La educación se convirtió en uno de los ejes elegidos para construir a la nación en el Estado oligárquico, arrebatando espacios ocupados primordialmente por la iglesia católica. Así, entre 1869 y 1914, la tasa de escolarización de la población de 6 a 13 años pasó del 20% al 48% (Fernández et al., 1997). Según las estadísticas del Ministerio de Educación, entre 1910 y 1918, la matrícula de los colegios secundarios (predominantemente colegios nacionales) creció un 160% (alrededor de 46 800 estudiantes). Entre 1883 y 1898, la matrícula universitaria se cuadruplicó, pasando de 762 a 2 928 estudiantes en las dos universidades existentes (Tedesco, 1986 [1970]); entre 1910 y 1918, creció un 82%, llegando a los 8 634 matriculados, cifras que no pueden ser explicadas sin suponer cambios en la composición social del alumnado, integrado en proporciones crecientes por jóvenes provenientes de los estratos medios urbanos y de origen inmigrante. Hacia principios de siglo, las demandas y respuestas con que diversos sectores intentaron resolver la “cuestión social” llevaron hacia una fase “pluralista” (sanción de la Ley Sáenz Peña y ascenso de gobiernos radicales). La activación de los conflictos políticos intra-oligárquicos entre fracciones de la burguesía del interior y de la pampa húmeda contribuyó a la constitución de un nuevo bloque de fuerzas liderado por los liberales reformistas, para quienes la Universidad siguió siendo el semillero de los elencos gobernantes, pero también un espacio donde la actividad científica estaba llamada a contribuir a la mejora social, a la modernización del país y a la reforma política (Portantiero, 1978; Favaro y Morinelli, 1991; Zimmerman, 1992 y 1995; Suasnábar, 2009). Este pasaje no se dio sin la resistencia de los sectores más conservadores; en el plano educativo se manifestaron como debates alrededor de la “crisis” de la educación pública e impulsaron proyectos de reforma; con el argumento de “ajustar” la educación a los objetivos de la modernización y de la industrialización, propusieron modificaciones en la estructura (creación de la escuela intermedia, diversificación de los estudios secundarios, creación de circuitos cerrados de formación profesional), en el curriculum y en el gobierno del sistema, aspectos que pueden ser considerados como intentos de “cierre” a los grupos en ascenso (Cucuzza, 1985; Tedesco, 1986 [1970] ; Puiggrós, 1996).6
El periodo que media entre la sanción de la Ley Avellaneda y el estallido del movimiento reformista en Córdoba (1918) es usualmente caracterizado como el de la “Universidad Liberal-Oligárquica” (Cano, 1986; Fernández Lamarra, 2003; Buchbinder, 2005). Las apreciaciones clásicas postulan el carácter fluido de los vínculos de la Universidad con las fracciones gobernantes, ideas sintetizadas en las frases “de la universidad al poder y del poder a la universidad” (Cano, 1986), o la “homogeneidad política e ideológica entre Estado y Universidad” (Fernández Lamarra, 2003). Es cierto que para esas fracciones, la Universidad -y en particular la Facultad de Derecho- fue el espacio de formación de sus miembros (De Imaz, 1969; Buchbinder, 2012), y también de sus elencos subalternos; del mismo modo fue uno de los espacios de realización de la dominación oligárquica pues, como señala Ansaldi, ella misma requirió la ampliación de los espacios para forjar las “alianzas de notables” hacia “otras instituciones semi-públicas o prolongación pública del espacio privado (clubes de diverso tipo) y/o esencialmente públicas (‘partidos’ y sobre todo el Parlamento)” (Ansaldi, 1991: 3).7 No obstante, creo que la caracterización de "Universidad Liberal-Oligárquica" no debería obturar el análisis de las contradicciones que pronto emergieron y que cuestionaron ese proyecto ideal -de los grupos dominantes y de distintas fracciones- que pugnaba por mantener el control de los recursos económicos, de las fuentes del poder social y del acceso al control del Estado (lo cual implicaba, también, el control de la Universidad) (Graciarena, 1984); por otra parte, tampoco debería ser entendida como una descripción de la condición social, o de clase, de los universitarios, o de la institución, sino como la materialización dentro de las universidades de la forma de dominación política coercitiva y excluyente que se ejercía en un espacio social más amplio.
Así como la hegemonía organicista de la burguesía bonaerense fue puesta en entredicho a partir de 1890, también la hegemonía del proyecto oligárquico de Universidad había comenzado a resquebrajarse (Terán, 2000; Rojkind, 2007). Los conflictos y contradicciones derivados del carácter oligárquico del gobierno universitario se expresaron en variados episodios: enfrentaron a las corporaciones (Academias) con docentes y estudiantes, y a las universidades con varios gobiernos nacionales. A su vez, estos conflictos acompañaron y fueron estimulados por transformaciones que tenían lugar en los niveles no obligatorios del sistema educativo, entre ellos: la sostenida expansión de la enseñanza media, en particular aquella definida como estudios propedéuticos para la Universidad; el desarrollo y la consolidación de la actividad de los médicos, abogados, ingenieros, y otros profesionales con independencia del desempeño de la función pública; la lenta conformación de una “profesión” docente y científica. La temprana aparición de fricciones entre las universidades y los gobiernos por cuestiones presupuestarias se combinó con conflictos derivados de las demandas políticas y sociales de los grupos que se incorporaban a las aulas universitarias. Muestra de ello fueron la creación de universidades provinciales (La Plata, Santa Fe), la diversificación de la composición social del alumnado, el surgimiento y el desarrollo de las federaciones estudiantiles, los conflictos y huelgas en las Facultades de Medicina y Derecho en la Universidad de Buenos Aires en 1903-1906 (que llevaron a la reforma de sus estatutos para aumentar la participación de los docentes), elementos interpretados por todos los autores como el antecedente de la Reforma Universitaria de Córdoba (Halperín Donghi, 1962; Chiroleu, 2000; Biagini, 2000; Buchbinder, 2005; Ortiz y Scotti, 2008; García, 2010). Interpretaciones contrastantes sobre la autonomía universitaria se entretejieron con distintas ideas sobre la organización de las instituciones (por ejemplo, la mayor o menor independencia de las Facultades respecto de los Consejos Superiores) y con los principios y formas que debían asumir las relaciones entre las universidades y "el Estado” (por ejemplo, la conveniencia de mantener y/o reforzar el control estatal, de separar los títulos académicos de los habilitantes, de limitar el número de “doctores” y de instituciones, o de angostar los canales de acceso por medio de la supresión de los colegios nacionales en provincias y su sustitución por modalidades “prácticas”).8
Después de la crisis política y económica de 1890, la fracción más conservadora de la burguesía intentó saldar los conflictos intraoligárquicos, los cuales se expresaban políticamente como discusiones sobre la manera de procesar las reivindicaciones de sectores sociales en ascenso (Zimmermann, 1992 y 1995). En el plano educativo intentó avanzar con propuestas de reforma, como fue el caso de las presentadas por dos de los Ministros de Instrucción Pública durante el segundo gobierno de Julio A. Roca: Osvaldo Magnasco y J. R. Fernández. En lo que respecta a la Universidad, las principales preocupaciones estuvieron relacionadas con la “autonomía externa” (de la institución universitaria respecto del Estado y de las Academias) e “interna” (de las Facultades respecto del Rectorado y el Consejo Superior). En 1899, el ministro Osvaldo Magnasco presentó un proyecto de ley orgánica de educación que contenía un apartado dedicado a las universidades (“Plan de Instrucción General y Universitaria”), el cual por un lado postulaba la total autonomía y la libertad de las mismas en lo que respecta a los estudios científicos, mientras que por otro reivindicaba el papel principal del Estado en el control de la formación y de la habilitación de los profesionales: la Universidad no era un “poder político” sino un “poder científico”; por lo tanto, el Estado era la “representación política de la sociedad”, el encargado de elaborar “los planes universitarios”, así como de “imprimirles carácter, darles tendencia y organizar la enseñanza de esta clase en orden a los fines sociales”, pues “ninguna constitución de la tierra antigua o moderna ha puesto en manos de este género de corporaciones, sino, al menos siempre virtualmente, en manos de la entidad gubernamental” (Congreso Nacional, 1899: 111). El ministro Magnasco afirmaba que la “alta ciencia política” aconsejaba que el Estado asumiera “la erección o la autorización de estas nobles fábricas, el establecimiento del plan de estudios, la distribución general de la enseñanza, la imposición de los requisitos más importantes, y, en su caso, la confirmación del personal docente, y siempre la del título que acredite la presunción legal de competencia” (Congreso Nacional, 1899: 111).9
Sobre el final del gobierno de Julio A. Roca, bajo el marco de los disturbios y huelgas estudiantiles en las Facultades de Derecho y de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, los sectores liberales reformistas presionaron para modificar la Ley de 1885, pero en sentido diferente al pretendido por Magnasco, pues en el proyecto presentado por el ministro J. R. Fernández en 1904 -que recibió el apoyo de varios liberales-reformistas con trayectoria académica y gubernativa- la preocupación principal fue disminuir el poder de las Academias y el control estatal, dando protagonismo a los profesores.10 Por ejemplo, el Dr. Nicolás Matienzo (entonces profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires) calificó la Ley de 1885 como una pieza caduca y comentó positivamente el proyecto, aprobó la separación entre títulos académicos y habilitantes, y defendió la autonomía económica, académica e institucional de la Universidad respecto del Estado.11 Ese año también presentaron proyectos los diputados conservadores Francisco Oliver (abogado, docente de la Facultad de Derecho de la UBA y miembro del Partido Conservador de la Provincia de Buenos Aires) y Eliseo Cantón (Partido Conservador de Tucumán, médico y miembro de la Academia de Medicina en la Universidad de Buenos Aires). En la propuesta de Oliver, las facultades adquirían total independencia.12 El proyecto de Cantón, “sobre la autonomía de las universidades de Buenos Aires y Córdoba”,13 optaba por mantener cierta unidad institucional a la vez que intentaba separar a la “oligarquía” académica de sus lazos con el gobierno, eliminando el carácter vitalicio de los académicos y proponiendo la autonomía “técnica y administrativa” de las universidades, medio ideal para lograr su “libertad absoluta”; proponía además que la Universidad absorbiera la facultad del Poder Ejecutivo de nombrar a los profesores titulares, y la del Poder Legislativo de dictar los planes de estudio.14 La ley no fue reformada pero, en 1906, se aprobaron nuevos estatutos que garantizaron el gobierno de los profesores y permitieron la aparición de Consejos Directivos renovables, dejando en un papel secundario a los académicos vitalicios.
Al analizar estos debates, abstrayendo la cuestión del dominio de las Academias,15 dentro de la fracción liberal-conservadora se distinguen dos grupos: uno de ellos defiende la "libertad absoluta" de las universidades respecto del Estado; en el otro comienzan a tomar cuerpo las concepciones defensoras de su intervención ("coordinación desde arriba"), como la mejor manera de garantizar que cumplieran su función específica en la materialización del proyecto político gubernamental. Estos objetivos quedaron rebasados por las reivindicaciones del movimiento de la Reforma Universitaria, que puso en la lista de prioridades la democratización interna de las instituciones, la incorporación de sectores en ascenso y el compromiso social; fue un momento de apertura pluralista que, simultáneamente, activó cierres conservadores en el terreno educativo en general, y universitario en particular16 (Portantiero, 1978; Vior, Misuraca y Más Rocha, 2001 y 2005).
La introducción de la “coordinación universitaria” como problema de política universitaria en la fase pluralista (1916-1930): Consejos y Congresos
Durante la primera década del siglo XX, además de intentar limitar el número de abogados -y otros profesionales-, los gobiernos nacionales se negaron a otorgar el carácter habilitante a los títulos otorgados por las universidades provinciales de Santa Fe y La Plata, resistiendo a la creación de nuevas casas de estudios y argumentando problemas presupuestarios (García, 2010). En un discurso pronunciado en la Universidad de La Plata, el Ministro de Instrucción Pública bajo el gobierno de Victorino de la Plaza, Carlos Saavedra Lamas, manifestó su preocupación por la inadecuación de la Ley Avellaneda y la falta de regulación de las atribuciones entre nación y provincias en la creación y el sostén de las universidades. La universidad provincial competía “con las nacionales, no sólo en la disputa del subsidio, sino también en el prestigio y en la validez de los títulos que otorga” (Saavedra Lamas, 1916: 13). La cuestión, resuelta alrededor de 1909 otorgando la validez nacional a sus títulos -sujeta a la adopción de los planes de estudios de las nacionales-, era para Saavedra Lamas una “nacionalización incompleta”; el ministro proponía la nacionalización definitiva y la prohibición de la creación de nuevas instituciones universitarias provinciales.17
En un momento en que la situación internacional imponía fuertes restricciones económicas, el peso del presupuesto universitario en el gasto público era esgrimido para limitar la expansión del número de instituciones. En esta coyuntura apareció por primera vez la iniciativa de una instancia de coordinación supra-institucional, un “Consejo superior de orden nacional” con la finalidad de administrar y de aplicar el “subsidio” votado anualmente por el Congreso, considerándolo como fondo común y no como fondos de cada institución. La presencia de una instancia de coordinación se presentaba como garantía de racionalidad, de armonía y de correlación, no sólo de las universidades, sino del sistema educativo como un todo, bajo la tutela de una “elite dirigente” por derecho propio, pues “[l]a instrucción... debe bajar de las universidades y penetrar en todo el tejido social hasta llegar al humus profundo de la masa popular, renovándolo bajo el impulso de las capacidades superiores” (Saavedra Lamas, 1916: 18 y 21). Criticando el carácter corporativo y particularista de la postura “autonómica” calificada como un “mutuo recelo, una especie de feudalismo altivo y hostil, demostrado en nuestros anales universitarios”, señalaba la necesidad de establecer “un espíritu de correlación en su orden interno y de interdependencia en su actividad exterior” (Saavedra Lamas, 1916: 14-15).
Para los sectores reformistas (académicos y/o gobernantes), el acento estaba puesto menos en la coordinación y más en la reforma interna de las instituciones, reflejo del necesario reajuste para incorporar la Universidad al nuevo esquema de poder triunfante en 1912.18 Es entendible, entonces, que en la diversidad de documentos y declaraciones -de referentes y defensores- del movimiento universitario reformista, la coordinación no apareciera como necesidad específica. Recordemos además que durante el desarrollo mismo del conflicto (Córdoba, 1918), el Poder Ejecutivo presentó un proyecto de ley de educación con un apartado correspondiente a las universidades, en el que se introducían modificaciones en el gobierno interno: se incorporaba un graduado en los Consejos Directivos en representación de los estudiantes, y se conformaba el Consejo Superior sólo con profesores de las distintas categorías (ningún miembro de Academias). Pero el proyecto no incluyó instancia alguna de coordinación, de modo que la representación estudiantil y la periodicidad de cátedra fueron introducidas, como en 1906, mediante reformas estatutarias.
Durante el gobierno de Marcelo T. de Alvear (1923-1928), la reconfiguración de los apoyos políticos del radicalismo antipersonalista, por su acercamiento a sectores conservadores de la burguesía, generó retrocesos de esas “conquistas” en casi todas las casas de estudios: durante la década de 1920, varias universidades fueron intervenidas aprovechando los conflictos derivados del co-gobierno, y se apoyaron reformas de los estatutos con la finalidad de limitar la participación estudiantil.19
En 1923 el Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Celestino Marcó,20 elevó al Congreso un proyecto de Ley Orgánica de Enseñanza, señalando “el grave problema educacional argentino que es, sin disputa, el de mayor urgencia y mayor significación”.21 Apelando a la descentralización y a la necesidad de un mejor balance entre “los deberes del Estado y los derechos de la sociedad”, propuso un sistema de subvenciones a escuelas/colegios particulares; autorizaba las universidades libres (privadas) -aunque sin el derecho a otorgar títulos habilitantes- con la posibilidad de asistirlas mediante fondos públicos;22 omitía toda mención al co-gobierno; establecía el carácter contingente del financiamiento público “hasta tanto [las universidades] pu[dieran] cubrir sus presupuestos con recursos propios” (Art. 272); también asimilaba al docente universitario a los otros niveles educativos y, además, proponía una estructura para el gobierno y la coordinación del sistema a partir de cuatro consejos autónomos (de enseñanza primaria, secundaria, profesional y universitaria) con la participación de representantes de la enseñanza particular/libre. Así, se volvió a plantear el tema de la coordinación, esta vez bajo la forma de un Consejo Nacional Universitario, haciéndolo responsable de la “superintendencia sobre todas las universidades de la república” (Art. 16); al igual que el resto de los Consejos, dependía del Ministerio de Instrucción Pública; tenía un presidente nombrado por el PEN con acuerdo del Senado y cuatro vocales -dos por el Ministerio de Instrucción Pública, uno por las instituciones “oficiales” y otro por las instituciones “libres”-, con la misma duración que el cargo de Presidente de la República, renovables previo al fin de cada mandato presidencial -la elección de estos dos últimos delegados se organizaba a través de un sistema electoral basado en Asambleas integradas por un delegado de cada facultad existente-; poseía atribuciones para formular el presupuesto de gastos y de recursos, auditar la administración de los fondos realizada por las universidades, inspeccionar la enseñanza y las actividades universitarias, ratificar la creación de universidades o facultades, administrar el fondo universitario, designar a los docentes y, finalmente, aprobar toda creación, supresión o reforma de los planes de estudios así como de los estatutos (indicando modificaciones o su sanción definitiva).
Los sectores social-liberales también propusieron "consejos" como una instancia de coordinación pero a partir de los principios democráticos de representación, como por ejemplo el “Proyecto de Educación e Instrucción Pública” (1925) de Guillermo Sullivan,23 que organizaba el sistema educativo desde el nivel primario al superior, cuyo gobierno general se encargaba a un Consejo Nacional de Educación e Instrucción Pública, presidido por el Ministro del ramo e integrado por un delegado del Consejo de Enseñanza Primaria, otro por el Consejo de Enseñanza Secundaria y uno más por cada Consejo de Enseñanza Superior -equivalente a los Consejos Superiores de cada Universidad-; para la conformación de estos últimos, diseñaba un sistema electoral de representantes del claustro de docentes titulares, de docentes suplentes y de estudiantes (con representación tripartita igualitaria); cada Facultad constituía una “sección” y cada Universidad un “distrito” electoral. Los delegados al Consejo Nacional por cada universidad eran nombrados por sus respectivos Consejos de Enseñanza Superior.
La aparición de estos proyectos acompañó el desarrollo de nuevas concepciones sobre el papel del Estado, las cuales propiciaban la ampliación de sus responsabilidades para intervenir y regular las actividades sociales y económicas, transformaciones que se consideraban necesarias para enfrentar los efectos de la Primera Guerra Mundial (Persello, 2000, 2001, 2009). Dichas concepciones se fortalecieron al combinarse con críticas al “despilfarro” de los recursos públicos y a las prácticas clientelares y caudillistas de la política que interferían en la cobertura de los cargos públicos, temas que enfrentaban a anti-personalistas, conservadores e yrigoyenistas. Estos debates alcanzaron a las universidades y se reformularon como parte de las fricciones entre “reformistas” y “anti-reformistas”, es decir, una coyuntura de importante efervescencia del estudiantado universitario y de creciente visibilidad política de la actividad de federaciones y congresos nacionales, regionales o internacionales de estudiantes.24
Durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear aparecieron propuestas y experiencias incipientes de coordinación universitaria organizadas bajo la figura de “congresos”. Tal es el caso de la experiencia de los “Congresos Universitarios” implementados en 1923, que fueron una iniciativa de Benito Nazar Anchorena, entonces Presidente de la UNLP, los cuales obtuvieron el apoyo del presidente Alvear y se realizaron bajo los auspicios del PEN, con la asistencia del Ministro de Instrucción Pública (hasta 1928, Antonio Sagarna)25 y la participación de los rectores/presidentes y decanos de las facultades de todas las universidades nacionales, e incluso de delegaciones de profesores y, en menor proporción, de estudiantes, así como de gobernadores y ministros provinciales.26 Esta composición ofrece indicios de la índole de tales encuentros, en los que confluían los sectores dirigentes del gobierno y de la academia, la “aristocracia intelectual -la única legítima- del país […] la flor y nata de los hombres de pensamiento [que] han de dar rumbos definidos y claros a la enseñanza superior”,27 y grupos de filiación liberal social y socialistas ligados al reformismo universitario.28 Afirmaba Nazar Anchorena en 1925, al inaugurar el III Congreso con sede en la UNC, que la iniciativa había concitado el apoyo de los docentes y de las autoridades de todas las universidades (Nazar Anchorena, 1926: 76). En sentido similar se expresaría el Ministro de Justicia e Instrucción Pública, Antonio Sagarna, en el acto de apertura del IV Congreso en la UNL (Sagarna, 1926: 364).
Se realizaron cinco congresos en sedes distintas: en 1923 (UNLP), 1924 (UBA), 1925 (UNC), 1926 (UNL) y 1927 (UNT). Su objetivo declarado fue generar un foro común para el tratamiento de los temas universitarios y de interés nacional; sesionaron organizados en “secciones” temáticas29 más o menos correspondientes a las Facultades/disciplinas profesionales. Explicaba Nazar Anchorena en 1925, al abrir el III Congreso en la ciudad de Córdoba, que era “de urgente necesidad que los universitarios argentinos se conozcan para un más efectivo y provechoso intercambio espiritual”, que también conocieran su país, “para tomar por el conocimiento y el amor una efectiva posesión de la Patria y adquirir la consiguiente capacidad para servirla de la mejor manera posible”; al mismo tiempo, sugería que “las universidades argentinas sean inteligente y lealmente estudiadas in situ y en su funcionamiento real, conforme a sus finalidades y posibilidades” (Nazar Anchorena, 1926: 76).30 De manera similar se expresó el rector Pedro Martínez en su discurso inaugural del IV Congreso en la UNL, caracterizando el encuentro como “un grande cabildo abierto universitario”, espacio de discusión que estimulaba la comprensión y la solidaridad universitarias, cuyos frutos podrían verse con el tiempo, aunque sus resoluciones no revistieran “la obligatoriedad de la ley”. Siendo las universidades “instituciones de orden social”, “[c]oncordarlas es aumentarlas en proporción geométrica, es darles nuevos y mayores valores como el que cobran los materiales aislados hasta que la concepción del arquetipo levanta con ellos la coherente unidad de la fábrica” (Santa Fe, “El IV Congreso...”, 24 de octubre de 1926).
El periódico provincial Santa Fe, del domingo 24 de octubre de 1926,31 enumeró los temas tratados y las conclusiones de la I Sección “Jurídica Económica y Política” del IV Congreso. Se trataron no sólo cuestiones académico-científicas, sino también propuestas (de profesores individuales, de equipos o de cátedras) de política pública en general, mostrando diversas visiones sobre las prioridades de la política sectorial. Se presentaron propuestas de modificación del sistema electoral nacional para introducir la representación proporcional de mayorías/minorías, reforma de las leyes sobre inembargabilidad del bien de familia para proteger los hogares modestos, recomendaciones para prohibir el voto de analfabetos, para dictar un código de Legislación Industrial y Obrera, para reformar el sistema impositivo de acuerdo con los principios de progresividad, minimum de existencia y discriminación, recomendar la formación del personal administrativo del Estado, creando institutos y escuelas de Ciencias Políticas, entre otras. También se hicieron recomendaciones estrictamente académicas, por ejemplo, “intensificar” los estudios de doctorado en las Facultades de Ciencias Jurídicas y Sociales. La Sección II, “Humanidades y Educación”, aprobó por unanimidad una recomendación para “constituir la confederación de las Universidades Nacionales Argentinas (propuesto por el doctor Benito Nazar de Anchorena),32 crear cátedras de Historia Argentina Contemporánea en todas las universidades, promover la formación del profesorado universitario “teniendo en cuenta su consagración exclusiva a la investigación científica y a la cultura superior”, recomendar contenidos para los cursos de Historia de la Civilización en las escuelas secundarias, así como generar un servicio de información universitaria sobre los proyectos de investigación y publicaciones existentes en cada universidad. A instancias de los delegados R. Márquez Miranda, Osvaldo Loudet, León Dujovne y Alberto Palcos (ligados al reformismo), el IV Congreso aprobó una declaración que abogaba por el desarrollo amplio de becas para facilitar los estudios universitarios “a cuantos jóvenes aptos estén en condiciones de cursar sus estudios”.33
El impacto de estas experiencias probablemente resuena en el proyecto de ley sectorial que presentó el diputado Pedro Cossio34 en 1929. Respetando las reivindicaciones reformistas, Cossio incorporó un Congreso Universitario de celebración anual para “tratar temas relacionados con la vida científica de la universidad”, con la idea de “uniformar la educación filosófica común de la enseñanza superior entre las diversas universidades”. A diferencia de las experiencias de los Congresos Anuales que hemos descripto, el diputado restringía la participación a sólo un representante delegado por cada universidad (Art. 46), sin especificar ni su carácter ni su forma de elección. Estimar el grado en que estos Congresos pudieron influir en la política pública del gobierno de Alvear requiere profundizar la investigación.35
El problema y la necesidad de coordinación universitaria: su aparición como parte del desarrollo y la crisis del reformismo liberal en los planos social, político y educativo
Al poner en perspectiva histórico-social la coordinación interuniversitaria, como objeto de debate político y de preocupación social entre 1885 y 1930 en Argentina, se observa que la cuestión se introdujo en la “agenda” universitaria formando parte de las disputas por la apertura o el cierre social de la Universidad y por la interpretación de su papel en el progreso social. El fenómeno aparece como un componente en los intentos de reforma del sistema educativo como un todo, pero también en las demandas de transformación de las formas de actuación y de diseño del aparato estatal. Es un panorama rico y diverso, con aristas que permiten enriquecer las interpretaciones centradas en la dualidad de tipos ideales “coordinación colegiada/coordinación centralizada”. Hacia la década de 1930, con cinco universidades nacionales (Buenos Aires, Córdoba, La Plata, Litoral y Tucumán), se habían desarrollado ya concepciones contrastantes sobre las formas de coordinar, defendidas por grupos y sectores sociales diferenciados. Las propuestas reflejaron la crisis del régimen oligárquico y la formulación, el ascenso y el quiebre de una “solución pluralista”, acompañada en el plano nacional por la disolución y la recomposición del bloque de fuerzas dominantes y, en el plano internacional, por la crisis y el reacomodamiento del capitalismo mundial entre las dos guerras. En trazos gruesos pueden reconocerse dos vertientes, portadas por:
Grupos liberal-reformistas, que pensaron la coordinación entre las universidades a partir de principios políticos democratizadores y pluralistas;
Fracciones asociadas al proceso de “cierre conservador” en un contexto de debilitamiento del paradigma político liberal y de avance de los diversos nacionalismos, más cercanos a formas corporativas de representación funcional.
Sus disputas reflejaron y afectaron el decurso de dos importantes procesos: el incremento de la contestación política de sectores beneficiados por una efectiva movilidad social ascendente, y la división de las clases dominantes en el plano de los intereses políticos (verbigracia, la aparición de una fracción reformista) y materiales (verbigracia, la conformación de una fracción terrateniente con intereses en la industria) (Villanueva, 1972). Se hicieron presentes argumentos sobre la necesidad de garantizar la racionalidad administrativa, de instalar algún tipo de planificación, de controlar las prioridades de asignación del gasto público y, en última instancia, de “ordenar” las actividades universitarias al servicio de un proyecto social que comenzaba a reconocer los límites del modelo agro-exportador. Dentro de ese proyecto, se comenzó a delinear una nueva forma de Estado, llamado a procesar las contradicciones de un bloque de fuerzas sociales inestable y facilitador del pasaje hacia una fase pluralista.
Al no materializarse los intentos de reforma del sistema educativo para el “cierre social” por la vía de la generación de circuitos educativos segmentados, se implementaron políticas restrictivas, con efectos evidentes en la reducción del ritmo de crecimiento de la matrícula de las escuelas medias y de las universidades. Según datos aportados por Cano (1986: 106 y ss.), en la década de 1910 la matrícula del nivel medio crecería a un ritmo promedio anual de alrededor del 10%, mientras que en la década de 1920 lo haría a un 5.9%, absorbiendo en 1930 a 85 732 alumnos. En el nivel universitario, en los tres años que van de 1918 a 1921 -años en los que se introdujeron reformas en los estatutos de las universidades en línea con los postulados reformistas- se incorporaron más de 5 000 estudiantes, pasando de 8 634 a 14 057; harían falta siete años para que se incorporara una cantidad semejante, llevando la matrícula durante 1930 a 20 258 alumnos (19 848 en 1929).
Como hemos señalado, la coordinación universitaria apareció en este periodo como una preocupación dentro de los intentos de reforma del sistema educativo como un todo. Aspectos tales como la necesidad de criterios comunes en los sistemas de ingreso, la equivalencia de títulos, los planes y estatu-tos, la administración del presupuesto sectorial y la designación de docentes, entre otras responsabilidades, se pensaron por primera vez depositadas en un espacio diferenciado del PEN y de las instituciones mismas. Así, en el periodo analizado, las discusiones fundacionales respecto de la demarcación de los límites de la Universidad en o al lado del Estado (ver nota al pie número 1) se enriquecieron con debates sobre nuevas cuestiones como las prioridades de inversión en educación y los proyectos de modernización y de crecimiento universitario y nacional, coincidiendo en las críticas al perfil predominan-temente profesionalista de la formación universitaria (por ejemplo, Sagarna, 1926, 365-366). Las fracciones liberales reformistas que apoyaron la reforma política en la sociedad y en las universidades enfrentadas al régimen oligárquico de dominación también adoptaron la idea de que era necesario dotar de organicidad y de articulación al sistema educativo, incluyendo a las universidades.
No obstante, si bien los proyectos de Saavedra Lamas (1916), Sullivan (1925) y Alvear/Marcó (1926) comparten la relocalización de atribuciones en la cabeza de un Consejo -en todos los casos presidido o bajo la jurisdicción del Ministro de Instrucción Pública-, muestran diferencias en su composición y en su articulación con la estructura del sistema de gobierno de la educación, pues corresponden a distintos proyectos sociales y políticos en el bloque de fuerzas: representación democrática amplia en el caso de Sullivan; representación con criterios político-burocráticos (participación del Senado en el proceso de conformación, equilibrio entre delegados del PEN y de las Universidades) e intentos de privatización (legalización no sólo de universi-dades libres sino incorporación de sus representantes en el aparato del Estado) en el caso de Marcó; o la representación combinando criterios jerárquicos y democráticos en el caso de Saavedra Lamas.
Según Sullivan y Cossio, el interés por “coordinar” se justificaba como una reivindicación democrática que permitiera ampliar las instancias de discusión sobre el papel de la Universidad en la sociedad, mantenerla “abierta” a los sectores sociales en ascenso y crear un espacio universitario común más allá de las fronteras de cada institución, permitiendo a los académicos -que comenzaban a recortarse como capa social particularizada- incidir en la definición de políticas públicas. Para Saavedra Lamas y Marcó, la coordinación parece más ligada al interés por neutralizar conflictos sociales y políticos, integrar la Universidad al aparato del Estado, resolver problemas de asignación de dinero público en momentos de crisis fiscal, así como también, en el caso de Marcó, quebrar el monopolio estatal sobre la educación universitaria, defendiendo a las fracciones conservadoras de la amenaza representada por el Radicalismo. Acompañando esos debates y propuestas, en la década de 1920 registramos las primeras experiencias de organización de espacios de discusión y de coordinación sectorial -los Congresos Universitarios-, en los que confluyeron universitarios, funcionarios y gobernantes de ambos grupos.
Estos ejes serán resignificados en la etapa que se abre con el golpe de Estado de 1930, en la que se hicieron ya evidentes cambios más generales en las concepciones y acciones del estado capitalista occidental en su transición a su forma corporativa e intervencionista. A partir de 1930, la conveniencia de una instancia de coordinación universitaria será reformulada cuando se constituya en el poder un nuevo bloque de fuerzas en el que diversos sectores y fracciones nacionalistas, conservadoras, católicas, y liberal-conservadoras avanzarán en la reestructuración de las funciones y del aparato de Estado con el objetivo de regular las nuevas condiciones económicas y políticas. A estas iniciativas, “desde arriba” (desde la cúspide del Estado), se le sumarán iniciativas defensivas, originadas por algunos colectivos que comienzan a diferenciarse al interior de las universidades: reaccionando a las restricciones presupuestarias y a las intervenciones de los gobiernos de la Década Infame, los rectores se constituirán en actor político colectivo, elaborando estrategias para efectuar demandas a los Gobiernos de manera unificada.