Con el fin de analizar y discutir la producción historiográfica existente sobre la centuria decimonónica, María Luna Argudín y María José Rhi Sausi se dieron a la tarea de convocar a un grupo de nueve historiadores -seis de los cuales, como ellas, egresados de El Colegio de México- a un seminario. El resultado fue Repensar el siglo XIX, un trabajo colectivo que ofrece buena luz sobre los rompimientos y las continuidades en los significados que los historiadores dieron y siguen dando a algunos procesos ocurridos en ese periodo en que, según la historiografía tradicional, México alcanzó un sitio indiscutible en el concierto de las naciones modernas.
Las coordinadoras advierten en su introducción el marco dentro del cual debieron colocarse los colaboradores, en el que destacan la profesionalización e institucionalización del quehacer histórico, el desencanto de mediados del siglo XX acerca del sistema político, el diálogo constante, a veces tirante, con las escuelas historiográficas extranjeras y la irrupción del revisionismo y las ideas marxistas.
El libro comienza con el trabajo de Erika Pani, quien aborda la construcción y reconstrucción historiográfica que se hizo sobre la Reforma. Es claro que los historiadores de principios de siglo XX -Justo Sierra, Ricardo García Granados, Andrés Molina Enríquez, Porfirio Parra- fueron los que dieron forma a la interpretación que dominó buena parte de la centuria: una revolución necesaria en la carrera del progreso que el país había emprendido desde su independencia. Las celebraciones por el centenario del triunfo del republicanismo liberal, en las que sobresale El liberalismo mexicano de Jesús Reyes Heroles y La constitución de 1857 y sus críticos de Daniel Cosío Villegas, coadyuvaron a dotar de mayor prestigio e importancia al proceso, consagrándolo como la gran revolución secularizadora y modernizadora.
Otro tanto hizo la historiografía “conservadora”, término que atinadamente Pani califica de poco útil, desarrollada por miembros de la Academia Mexicana de la Historia. Los jesuitas Mariano Cuevas y José Bravo Ugarte estudiaron a los vencidos con gran pasión -y mucho estómago en ocasiones-, erudición y un manejo notable de fuentes documentales, dando a la religión un papel central. Por su parte, el materialismo histórico también aportó a la solidificación del mito, con trabajos como la Historia económica y social de México de Luis Chávez Orozco, quien concluyó que, gracias al cambio del monopolio de las fuerzas productivas, el triunfo reformista había marcado la entrada de México a la modernidad industrial.
Pani distingue en el llamado ogormaniano a estudiar a los derrotados, contenido en La supervivencia política novohispana, la coyuntura que renovó las aguas historiográficas, aunada a las variadas aportaciones de especialistas extranjeros, que permitió desmontar la interpretación ya enmohecida. Así, desde fines del siglo pasado se ha abierto el abanico de objetos de estudio, prestando atención no sólo a los “malos del cuento”, sino a los procesos de participación, a la Iglesia, los indígenas y los ámbitos regionales. Resulta muy valiosa la última advertencia que Pani manifiesta al respecto: para estas alturas del siglo XXI el panorama historiográfico sobre la Reforma es prometedor, en mucho gracias a la multiplicación de metodologías y sujetos de análisis. Sin embargo, esa misma riqueza ha provocado que el proceso reformista se aleje cada vez más del imaginario histórico popular, en el que solía tener un lugar de importancia.
La historiografía acerca del “conflicto religioso de la Reforma”, es el tema del notable trabajo de Pablo Mijangos y González. Para él, el maniqueísmo que caracterizó a los estudios que lo analizaron, ya liberales, como La Iglesia y el Estado en México de Alfonso Toro, ya conservadores, como la Historia de la Iglesia en México de Mariano Cuevas, heredaron la interpretación de una lucha entre dos fuerzas morales antagónicas, que aconteció dentro de un proceso inexorable de secularización.
La renovación en este caso llegó gracias al revisionismo académico. Desde mediados de la década de 1960, varios historiadores analizaron el papel económico que tradicionalmente se había asignado a la Iglesia y mostraron la importancia que tuvieron sus capitales en diversas actividades productivas, poniendo en crisis la conclusión que señalaba la necesidad de la desamortización y nacionalización para lograr el saneamiento de las finanzas nacionales. Por su parte, Charles Hale, con El liberalismo mexicano en la época de Mora, ayudó a repensar el papel que los políticos liberales decimonónicos pretendían dar a la Iglesia, mostrando su intención de integrarla -por medio de protección y control-, más que separarla del Estado.
Es indudable, como señala Mijangos, que en el siglo XX los análisis más provechosos han tenido como objeto la comprensión del que había sido el gran enemigo de la patria. Ya sea desde la perspectiva de la historia cultural, como Brian Connaughton y su Ideología y sociedad en Guadalajara, o desde el enfoque biográfico de sus grandes personajes, como es el Poder político y religioso. México, siglo XIX de Martha Eugenia García Ugarte, se ha matizado la idea de una institución monolítica e intransigente a rajatabla.
Mijangos apunta al papel de la mujer y la religiosidad popular, las tirantes e infructuosas negociaciones del concordato, los siempre necesarios análisis comparativos con otros puntos de Hispanoamérica y los verdaderos alcances del proceso secularizante de la Reforma como los temas por atender en el futuro.
Daniela Marino revisa la producción histórica referente a otro tema central del proceso reformista, la desamortización comunal. Al igual que Pani, expone en primer lugar las ideas que sustentaron los estudios de buena parte del siglo XX, debidas en este caso a Andrés Molina Enríquez y Wistano Luis Orozco. La visión derivada de ellas de la desamortización como un proceso liberal que fue nocivo para los pueblos indígenas por un lado, y de la propiedad de la nación de las tierras y el agua del territorio como un derecho del Estado, con el que se arrogaba la intervención en la propiedad privada, por el otro, continúo con los trabajos de Moisés González Navarro, Luis González y Reyes Heroles, quienes discutieron con los autores que les precedieron sin realizar análisis sobre las legislaciones o los abundantes litigios derivados del proceso. Este descuido, como bien señala Marino, resulta extraño siendo los tres abogados.
En la década de 1970 dieron inicio estudios de historia social acerca de los campesinos afectados por el proceso desamortizador, con los trabajos de Jean Meyer y T. G. Powell -este último aún poco apreciado, a mi parecer- y posteriormente el impulso se concentró en casos regionales, como hicieron Margarita Menegus y Robert Knowlton. Gracias a ello y a la diversificación de fuentes, la historiografía sobre la desamortización ha superado la “leyenda negra” que la tomaba como un proceso de origen malintencionado para las comunidades indígenas y ha mostrado incluso a algunas localidades que desarrollaron dinámicas para mantener el usufructo de sus tierras.
La colaboración de Israel Arroyo tiene como objetivo la historiografía centrada en los congresos decimonónicos. De entrada, señala que han sido pocos los estudios sobre el poder legislativo desde la perspectiva histórica, omisión responsable en buena medida de la idea clásica que permeó muy buena parte de la centuria pasada -y aún se tiene- de una asamblea omnipresente, cuya fuerza debilitaba al ejecutivo.
La revisión de Arroyo de los historiadores que han abordado los congresos desde la perspectiva de los regímenes políticos es especialmente enriquecedora. Destaca como pionero al trabajo de Frank N. Knapp sobre Sebastián Lerdo de Tejada, que mostró los elementos de parlamentarismo en el sistema mexicano decimonónico. Asimismo, vale mucho la pena la descripción del trabajo de los que llama “vanguardistas”. En particular, la que hace del Juárez y Díaz. Continuidad y ruptura política en la política mexicana de Laurens B. Perry, quien estudió los votos de los diputados emitidos en 18 procesos distintos para mostrar la oposición que existió al gobierno del oaxaqueño, y la del trabajo de Richard N. Sinkin, quien echó mano de la metodología estadística del análisis factorial en su The Mexican Reform, 1856-1876. A Study in Liberal Nation-Building, para identificar las temáticas más conflictivas discutidas en el constituyente de 1856-1857. El repaso incluye a los estudios de David M. Quinlan, Cecilia Noriega, Reynaldo Sordo, María Luna Argudín y por supuesto Marcello Carmagnani, cuyas aportaciones también son referidas con detalle.
Al final, Arroyo señala cuatro líneas de investigación sugerentes: el carácter bicamarista del congreso, el seguimiento de las carreras de los diputados -algo cercano a una prosopografía legislativa-, la rotación de los representantes entre la cámara alta y la baja, y el estudio de los congresos locales y sus formas de elección.
Repensar el siglo XIX incluye tres trabajos sobre temáticas puramente económicas. En el primero de ellos, Antonio Ibarra y Mario Contreras Valdés llaman la atención sobre la escasa producción historiográfica relativa a la economía decimonónica. Tras la publicación del segundo tomo del México, su evolución social y de los volúmenes correspondientes a la vida económica de la República restaurada y del Porfiriato de la Historia moderna de México, fueron algunos acercamientos a actividades e instituciones específicas los que vieron luz en revistas especializadas durante el siglo XX.
Los autores señalan que fue hasta el último tercio del siglo XX, con la aparición de centros de estudio, universidades, colegios e institutos, cuando estudios colectivos derivados de seminarios académicos, como el de Jan Bazant sobre los orígenes de la deuda mexicana, y otros individuales, como la Historia general del comercio exterior mexicano de Guillermo Cardiff, comenzaron a llenar el vacío existente. Con el tiempo, las aportaciones de especialistas extranjeros -Robert. W. Randall y John Coatsworth, en especial-, los proyectos de historiadores nacionales, como Enrique Semo, Enrique Florescano y Carlos Marichal, junto con la apertura de diversos repositorios con nuevos materiales de análisis, nutrieron un campo de estudio histórico que se había mantenido rezagado.
Según Ibarra y Contreras Valdés, el futuro de la historiografía económica apunta hacia las actividades de ciertos actores, como lo hizo Ciro Cardoso en su Formación y desarrollo de la burguesía en México. Siglo XIX, y también debe nutrirse del enfoque regional.
Graciela Márquez colabora con una revisión sobre la historiografía referente al desempeño económico mexicano acontecido entre finales del periodo colonial y la administración porfirista. En la primera parte de su trabajo ofrece una interesante historia de las estimaciones del pib decimonónico, el cual comenzó a calcularse hasta mediados del siglo XX. Señala después las grandes interpretaciones que, basándose en aquellas, se elaboraron sobre la economía de la centuria antepasada: la de John Coatsworth, quien atribuyó el atraso a los ineficientes transportes y organización del periodo colonial tardío, superado con los ferrocarriles y las políticas porfirianas, y la de Enrique Cárdenas, que atribuyó la constante depresión a la salida de metales y la falta de reinversión de las ganancias en el espacio colonial.
A finales del siglo XX y lo que va del XXI, trabajos como los de Linda y Richard Salvucci y los de Ernest Sánchez Santiró han puesto en tela de juicio la idea de una economía deprimida desde la consumación de la independencia y recuperada sólo hasta el último cuarto de siglo XIX, identificando periodos de estancamientos e inclusive de recuperación en ciertos sectores. Para Márquez, el futuro se encuentra en preguntarse por el papel de las instituciones y por el ahorro o la fragmentación económica.
El trabajo de Óscar Sánchez Rangel gira en torno a la inversión extranjera que tuvo lugar durante el Porfiriato, con un enfoque peculiar pues está centrado en la actividad minera de Guanajuato. Logra exponer un panorama interesante de la historiografía relativa al excepcional crecimiento económico del periodo, que se montó en la idea de la llegada masiva de capital extranjero como su principal detonante. En un primer momento, los trabajos desarrollados por viajeros e ingenieros señalaron la reactivación de la minería guanajuatense de manera positiva y fue hasta la década de los sesenta, cuando autores como Guadalupe Nava, Manuel Moreno y Juan Luis Sariego argumentaron en sentido contrario, al calificar de entreguista la política en favor de la inversión foránea, responsable de la desocupación de trabajadores nacionales, del escaso desarrollo tecnológico del país y de la dependencia mexicana de la economía extranjera.
Según Sánchez Rangel, la década de los noventa a llegó cuestionar esa visión gracias a estudios que han dejado ver una relación positiva entre la inversión extranjera y el mercado interno, al analizar con detenimiento la contribución del auge minero en el gasto público, el crecimiento de la agricultura y el establecimiento de la industria eléctrica. El futuro de estos estudios, señala, debe poner atención en la relación entre el gobierno y los empresarios extranjeros, el impacto del crecimiento económico en las finanzas públicas y las condiciones de los trabajadores como agentes del desarrollo económico, mucho de ello a nivel regional.
Diego Pulido Esteva sale un poco de la norma del resto del libro, pues su colaboración repasa la mirada sobre la criminalidad, la policía y las instituciones de control del último tercio del siglo XIX. Los autores de las primeras dos décadas del XX -Rafael de Zayaz Enríquez, Pablo Macedo, Julio Guerrero- desarrollaron una historia triunfalista al tomar el crimen como una consecuencia de la modernidad, que hizo necesario un gobierno fuerte que impusiera el orden. Como bien señala Pulido, estos trabajos resultan útiles en la medida en que muestran cómo se conceptualizó el crimen a principios de siglo.
En la posrevolución, el crimen y el castigo quedaron rezagados como sujetos de análisis y dieron paso al estudio de los bandidos y el bandidaje, que dominaron buena parte del siglo XX. Ya en la década del 2000, fueron trabajos como el de Elisa Speckman y el de Pablo Picatto, con propuestas de la historia cultural y social, los que centraron su atención en la criminalidad urbana y renovaron la historiografía en muchos aspectos, dando paso a temas como el discurso sobre las desviaciones sociales, la arquitectura de las instituciones de aislamiento y las distintas dinámicas sociales detrás de los bandidos decimonónicos.
Queda por atender una descentralización de los análisis que dé lugar a casos regionales y que también equilibre la balanza de la temporalidad con acercamientos fuera del Porfiriato. En particular, según Pulido, sería provechoso estudiar las dinámicas de complicidad entre las autoridades y los transgresores de la ley.
Repensar el siglo XIX cierra con un espléndido texto elaborado por María Luna Argudín, quien repasa la gran interpretación positivista del liberalismo, vigente durante buena parte del siglo pasado. Su recuento historiográfico describe con detalle la visión de Reyes Heroles de un liberalismo implícito en la historia del país; la de O ́Gorman, quien criticó la anterior al apuntar las paradojas del liberalismo decimonónico y las dos posibilidades del ser mexicano -monárquico y republicano-; y la de Cosío Villegas acerca de la institucionalización del liberalismo, iniciada en la República restaurada y consolidada en el Porfiriato. Luna responsabiliza al revisionismo de la década de 1960 de la producción de estudios monográficos sobre las regiones, el ejército y los mandos políticos locales, que comenzaron a desmontar la pintura antedicha, aun cuando la interpretación rabasiana de la constitución de 1857 como un código adelantado a la evolución política de los mexicanos se mantuvo vigente.
Fueron los estudios de la nueva historia institucional, que analizó al republicanismo como forma de gobierno y su peculiar relación con el liberalismo, realizados por Carmagnani, los que mostraron el carácter cambiante del liberalismo mexicano -los liberalismos mexicanos-, capaz de asimilar sus propias experiencias. Luna refiere también los trabajos de Alicia Hernández Chávez y Romana Falcón sobre la ciudadanía y las prácticas políticas de los sectores populares como colaboradores de la renovación historiográfica.
Resulta particularmente interesante el último apartado de este trabajo, donde la autora señala el valor histórico e historiográfico de El liberalismo mexicano de Reyes Heroles y pondera los referentes de la experiencia liberal mexicana decimonónica, ubicándolos en la constitución gaditana y en el bagaje de la poco reconocida cultura política practicada en la colonia.
Ya por su carácter de suma historiográfica, al que pude acercarse el especialista y el interesado común por igual, ya por las descripciones que ofrece de las grandes interpretaciones sobre los temas centrales decimonónicos, o de modo especial por las líneas de investigación que sugieren sus colaboradores para el futuro, Repensar el siglo XIX es un trabajo de valor y utilidad indudables. En un principio, pueden echarse de menos temáticas que no sean fundamentalmente políticas y económicas -el trabajo de Pulido Esteva quizá sea la excepción-, pero es menester comprender que fundamentalmente políticos y económicos fueron los grandes procesos del XIX y, por ende, las inquietudes al respecto de los historiadores del XX fueron en la misma dirección.
Es de llamar la atención, por último, que la mayoría de los colaboradores del libro señalan la diversificación de sujetos históricos, los estudios de caso y los acercamientos regionales como los temas que deberán tratarse para seguir pensando y comprendiendo la centuria antepasada. El llamado es ciertamente atractivo pero, me parece, trae consigo el riesgo de caer en la híper especialización, lo que contribuiría a una producción historiográfica cada vez más alejada del público en general. De por sí, parecen preocupantemente ciertas las palabras de las coordinadoras en su introducción, cuando advierten que hoy en día la tendencia en nuestro país es que la historia se haga sólo entre pares y para pares.
Conviene tener presente lo referido por Pani en su colaboración acerca del trabajo de José Fuentes Mares, quien decidió escribir historias emotivas, dirigidas a un sector más amplio de lectores y no por ello ajenas al ámbito académico.