Desde diciembre del 2019, que inició la pandemia por SARS-CoV-2, la humanidad se ha visto afectada en todos sus aspectos. El primero fue la salud; paulatinamente todos los países se vieron afectados e implementaron políticas globales e individuales para tratar de contener la infección. Unas exitosas, otras no tanto. Unas orientadas a la atención médica, otras hacia la investigación y otras más a contender con las políticas económicas.
Desde el punto de vista científico, se estudiaron factores de contagio, factores asociados a la gravedad (como las comorbilidades), sus posibles efectos en la salud física, en la vida social, económica, además de los efectos del aislamiento, como la soledad, depresión y la salud mental de los individuos, tanto de los trabajadores de la salud como de la población general.
Al pasar las semanas, la crisis de salud era evidente: hospitales tanto públicos como privados manejando al tope sus servicios de atención para los pacientes con SARS-CoV-2. Camas insuficientes para la atención de los enfermos y el personal sanitario rebasado en sus funciones, teniendo que hacer o reinventar formas de protección personal, de atención a los enfermos e implementando tratamientos científicamente no probados. En fin, una serie de acomodos en el sistema de salud para tratar de mitigar la crisis sanitaria. Todo el mundo fue testigo.
Las publicaciones científicas relacionadas a COVID-19 superaron cualquier expectativa, de las cuales, una buena proporción informaba de experiencias informar sobre los síntomas, la epidemiología, los factores de riesgo, así como las medidas preventivas y curativas.
Al pasar el tiempo, la población general no contaba con información apropiada, para limitar la propagación. Unos incrédulos, otros sin asimilar la realidad de la pandemia, por lo que no cumplían las medidas de prevención y protección personal, lo cual impedía mitigar los contagios.
Las estimaciones basadas en modelos del Instituto para la Medición y Evaluación de la Salud (IHME) en los EEUU, sugieren que, para finales de enero del 2022, habrá 130 millones de infecciones por la variante Ómicron, que es más de 10 veces el pico de la variante Delta en abril del 2021. Esta variante está llegando inexorablemente a todos los continentes, inclusive a México, donde nuevamente todas las cifras son estimadas, ya que las pruebas para medir su impacto en la población no son suficientes.
Los casos de hospitalización, como los que requieren ventilación mecánica invasiva, han disminuido en aproximadamente 50% y la mortalidad también ha disminuido hasta en 80%. A pesar de la reducción de la gravedad de la enfermedad por la infección, muchos pacientes se hospitalizan por razones no relacionadas al COVID-19 y a su ingreso su prueba es positiva. Esta gran contagiosidad que se presenta, tanto en personas que ya tuvieron COVID-19 como en las que no tuvieron, incluso en sujetos vacunados, incrementa la posibilidad de ser una persona asintomática y que, en consecuencia el sistema laboral se afecta por la gran cantidad de incapacidades que se presentan, ya que deben guardar aislamiento en sus domicilios.
Revisiones sistemáticas con las variantes anteriores de COVID-19 sugirieron que 40% de las infecciones eran asintomáticas; para Ómicron puede ser de 80 a 90%. La cobertura en personas que no han sido vacunadas, incluso en aquellas que tendrán su tercera dosis, tendrá un impacto limitado en el curso de la infección por Ómicron. Sin embargo, el autocuidado, empleo de mascarilla, distancia física adecuada, empleo de gel hidroalcohólico y sitios ventilados son las medidas con mayor efectividad para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus.
Esta pandemia ha afectado la economía mundial tanto en la producción de múltiples bienes y servicios como en trastornos en la cadena de suministro y en el mercado (desaceleración de la actividad económica y las restricciones de transporte en los países afectados repercuten en la producción y rentabilidad de las empresas), así como el impacto financiero (disminución significativa de los mercados de valores y de bonos corporativos).
Las medidas de mitigación como la propia pandemia han originado una crisis laboral, las cuales se relacionan a la disminución de fuentes de empleo y al ausentismo a los sitios de trabajo. A lo anterior se agrega la carga en la atención a la salud mental para quienes han padecido la enfermedad, sus familiares, los sobrevivientes con secuelas y quienes sufren las consecuencias del aislamiento físico prolongado. El desempleo y la pérdida de ingresos a gran escala a causa del COVID-19 han erosionado la cohesión social, desestabilizando países y regiones. Lo anterior, a pesar de que muchas empresas y trabajadores se han adaptado de manera innovadora a las circunstancias cambiantes, como el trabajo a distancia. Por supuesto, las personas más vulnerables tienen mayor riesgo, lo mismo que los países y comunidades pobres.
Se sugiere actuar en tres frentes. Primero: debemos proteger de inmediato a los trabajadores, las empresas, los empleos y los ingresos en riesgo para evitar cierres, la pérdida de empleos y la reducción de los ingresos. Segundo: debemos prestar más atención tanto a la salud como a la actividad económica una vez que se flexibilice el confinamiento, para que los lugares de trabajo sean seguros y se respeten los derechos de las mujeres y las poblaciones en riesgo. Tercero: debemos poner en marcha una recuperación inclusiva, ecológica, sostenible y centrada en el ser humano, en la que se aproveche, entre otras cosas, el potencial de las nuevas tecnologías para crear empleos.
Como lo dice el Director de la Organización Mundial de la Salud, hay que encontrar un equilibrio entre la protección de la salud, la prevención de los trastornos sociales y económicos y el respeto a los derechos humanos.