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Economía UNAM

versão impressa ISSN 1665-952X

Economía UNAM vol.16 no.48 Ciudad de México Set./Dez. 2019  Epub 09-Dez-2020

 

Reseñas

Reseña de libro de Leonardo Lomelí Vanegas, Liberalismo oligarquico y política económica. Positivismo y economía política de Porfiriato

Federico Novelo Urdanivia* 

*Universidad Autónoma Metropolitana, México. <fjnovelo@correo.xoc.uam.mx>

Reseña de libro de, , Leonardo. Liberalismo oligarquico y política económica., Positivismo y economía política de Porfiriato. México: FCE-UNAM, 2016. 368p.


No existe ninguna verdad,

solo existen interpretaciones.

Federico Nietzsche.

El extraordinario libro de Leonardo Lomelí arroja intensa luz sobre la existencia, pertenencia, contradicciones, negación y singular éxito del grupo de Los Científicos; la innovadora combinación de liberalismo, darwinismo social y positivismo, con dosis de cada componente significativamente diferenciadas, según el consumidor, produjo fricciones y abiertos conflictos, por ejemplo, entre las versiones biográficas sobre el Licenciado Benito Juárez que escribieron Francisco Bulnes y Justo Sierra, a partir de 1904.

En el legado de Juárez, se extrae del texto de Leo, el espacio para interpretaciones diversas y muy polarizadas es vasto; desde el propósito reformador de la Constitución de 1857, tras la Restauración de la República, para proponer el restablecimiento de la Cámara de Senadores (Traicionando al Federalismo, según los liberales puros que por diez años, muchos de ellos con las armas, defendieron la versión original de esa constitución), hasta los problemas heredados con Europa por el fusilamiento de Maximiliano; desde la imagen del primer indígena en alcanzar la presidencia del país, hasta la del terror de los apóstoles de la educación confesional; en fin, desde la designación de Gabino Barreda como responsable de la instrucción pública, hasta la opaca historia del origen, autor y lugar de creación del danzón que evoca a Don Benito y cuyo estribillo, sin duda, habría apoyado como primer abajo firmante (creador cubano o chiapaneco, inicialmente dedicado a Martí, estrenado en 1919 por la Orquesta Columbia). Mientras el Congreso de Colombia lo nombraba Benemérito de las Américas, la prensa que simpatizaba con El Plan de La Noria lo describía como Presidente Garrapata, que no soltaba el poder.

Lomelí nos entrega un interesantísimo estudio de la forma en la que el liberalismo de John Stuart Mill ocupó la mente colectiva de los liberales mexicanos, con Guillermo Prieto a la cabeza, para sembrar la economía política. La sensibilidad del inglés, más o menos invisible entre los actuales autores y practicantes de esa peculiar “ciencia”, le ha permitido ocupar un sitio destacado en la economía:

Una de las principales contribuciones de John Stuart Mill a la historia de la disciplina que cultivó fue la que aportó como autor de lo que podría considerarse razonablemente como el primer libro de texto de economía política, verdadero jalón precursor de lo que se convertiría en una vasta, muy influyente y a veces remuneradora tradición literaria. Su obra <<Principles of Political Economy>> fue efectivamente utilizada con ese fin, y su sobresaliente calidad literaria no ha tenido rival hasta ahora. Mill el joven volvió a formular el sistema clásico en una versión más reflexiva y exacta que la de Smith y Ricardo, y se adhirió a la defensa del utilitarismo que habían asumido su padre y Jeremy Bentham. Pero se trataba de un hombre sensible y abierto a distintas influencias humanitarias, algo no visto con buenos ojos por algunos de sus contemporáneos. Entre ellas, se puede mencionar al pensamiento socialista y a las opiniones de Harriet Taylor, neé Harriet Hardy, quien se casó con él en 1851 y lo convenció, cosa extraordinaria en su época, de que las mujeres debían gozar del derecho de voto (Galbraith, J. K. (1989) Historia de la economía 1989: 133-134).1

La obra estelar de Mill, en su última edición (un año después de la que menciona Galbraith), recoge muy relevantes cambios de opinión sobre tres temas estratégicos: El socialismo, la propiedad y la distribución y el futuro (probable) de las clases trabajadoras; esa metamorfosis resultó de los diálogos con Harriet Hardy Taylor Mill, una mujer autodidacta que escribió tres ensayos con títulos reveladores: La liberación de las mujeres, El matrimonio y el divorcio, y -al lado de Mill- Ensayo sobre la igualdad de los sexos.

Un tema de esos principios, que hoy debiera merecer una atención particular, es el relativo a la Economía Estacionaria, virtuosamente relacionado con la distribución progresiva del ingreso y la empatía con el medio ambiente.

Los Científicos, al lado de esa portentosa influencia, abrieron la puerta a otra -de mucho menor volumen intelectual- que se basaba en las analogías entre la sociedad y los organismos vivos y entre la selección natural (darwiniana y referida a animales y plantas) y la sobrevivencia del más apto: “… traslado simplemente las opiniones de Mr. Darwin a sus aplicaciones a la raza humana… como todos los miembros de la raza están sujetos a <<la creciente dificultad de ganarse la vida>>, hay un avance proporcional bajo la presión, ya que <<sólo aquellos que avanzan bajo ella sobreviven en definitiva>>; y… <<éstos deben ser los seleccionados de su generación>>”. Herbert Spencer no solo intentó ese traslado, lo puso al servicio de la desigualdad, de la condena inevitable de los pobres, de la apología de los mejores sobrevivientes, los ricos, y aceptó -para hacer menos amargo el trago de su peculiar teoría de la evolución en una sociedad puritana- que la evolución era teología y las Sagradas Escrituras, religión, con lo que la singular clasificación quiera decir.

El espacio principal de la atención de los científicos, debía ocuparlo -y lo ocupó-La Filosofía Positiva, obsequiada por Augusto Comte para promover el surgimiento de la Doctrina de la Humanidad, la sociología. Los hechos observados, las leyes que los explican y las consecuencias predecibles son los ingredientes de la ciencia con la que se requerirá de orden para hacer posible el progreso.

Es imposible exagerar el tino con el que Leonardo explica la pertinencia del positivismo, en beneficio de la duradera mano fuerte, ordenadora de la sociedad, en beneficio… de la dictadura porfiriana. La ciencia, la explicación de los hechos naturales y, de otro lado, las sociedades se originaron en una etapa teológica: los acontecimientos observables (la lluvia, la sequía, el sol y el viento) se presentan como resultado de la voluntad de distintas divinidades (politeísmo) que -en el progreso de la misma etapa- se fue convirtiendo en monoteísmo; cuando otro tipo de abstracción permitía explicar los hechos (la noción panteísta de Spinoza, la Naturaleza o el sentimiento religioso del mismísimo A. Einstein), ciencia y sociedad arribaron a otra etapa, la metafísica, que se ajustaba poco y mal a las realidades evidentes. Por último, se alcanza el estado de gracia al disponer de una explicación científica de las cosas, con apoyo en leyes de la naturaleza que no pueden ser, no son, temporales (las de la gravitación universal son el emblema positivista por excelencia), que disponen de una eficacia explicativa que se extiende a la sociedad y a su historia y, así, se arriba a la etapa positiva, el paraíso terrenal en el que todo es explicable y explicado por la ciencia. Y la realidad social, el pasado, el presente y el devenir humanos se convierten en explicables por la vigorosa nueva rama científica, la sociología. El mundo se encamina al progreso; el orden es el vehículo.

Si en la Constitución de 1857 los deseos se habían convertido en normas, con lo que los primeros se volvían utopías y las segundas, prescindibles, era necesario abandonar la abstracción de la libertad y poner en su sitio la urgencia del orden. El gran marco institucional, por cuya aparición y vigencia se experimentó una guerra interna y otra intervención extranjera, ofrecía libertades inalcanzables y situaba al país en nuestra etapa metafísica. Mucho más tarde, Samuel Ramos explicaría que la carencia nacional de cultura originaria y la afición sin fin a la imitación no eran sino el resultado lógico de un siglo XIX sin sosiego ni ecuanimidad, sin capacidad de concentración y de creación (“México transita del despotismo militar a la anarquía y de la anarquía al despotismo militar”, ya había enfatizado Alexis De Tocqueville).

La reelección del presidente no debía estar en la agenda de un país libre y democrático; para México, sin embargo, era un mal necesario que -en su caso-resultaría más exigente para el titular del puesto por la vigilancia redoblada de parte de otra abstracción: un pueblo que no participaba en política (Leonardo cita algunas de las paradojas de Justo Sierra). La histórica alianza de Porfirio Díaz y los científicos, originada por la casualidad que hacía de su suegro, Manuel Romero Rubio, el eficaz promotor de los segundos, resultó de una funcionalidad notable -aunque desigual- para los aliados, con una ventaja indiscutible para el presidente.

Un rasgo sobresaliente en la obra de Leonardo Lomelí, ayer con Pani, hoy con Limantour (en el calendario de la producción de Leo, no en el orden de aparición histórica), es la combinación de hechos y actores, de fechas y políticas, de detalles y contextos, con los avatares de un personaje estelar. Echado a andar, por el propio Díaz, en la esperanza de ser el sucesor en el largo plazo (del que ya nos contó Keynes lo que depara), Limantour se convirtió en el médico de cabecera de la economía mexicana; a veces, como Fausto, defendiendo el bimetalismo y estableciendo el patrón oro; a veces, como Maquiavelo, poniendo gobernadores afines y cambiando la imagen internacional del país y del gobierno; siempre -o casi- como vencedor.

En esa gestión, decidió negar al grupo que lo había encumbrado y repartió beneficios y desgracias entre algunos de los integrantes; se apartó de Pancho Bulnes y premió a muchos, comenzando por Núñez y Sierra; navegó sin tropiezos en los debates sobre dónde ubicar la responsabilidad de, o el derecho a, la emisión de dinero; creó y promovió leyes que ayudaban a los bancos de la capital y castigaban a los de provincia. Recibió, en fin, el reconocimiento de Porfirio Díaz, aunque no en la medida de su gran expectativa; pudo cambiar de opinión cuando las cosas cambiaron y asumir, con mucho más que resignación, la intervención creciente del Estado en el sistema económico, ya para nacionalizar los ferrocarriles, ya para encargar una magna obra, coordinada por Justo Sierra, sobre La evolución social del país. Experimentó la costosa metamorfosis de víctima en victimario, al persuadir al dictador de presentar su renuncia y negociar con los maderistas, por lo que parte significativa de los porfirianos le acusaron de traidor; salió del país para no retornar nunca… Con una redacción envidiable, con una precisión indiscutible y con un mundo de referencias, Leonardo Lomelí nos cuenta esta notable historia y termina diciendo que el intervencionismo no disminuyó en la política económica posrevolucionaria y, como con Pani textual y nuevamente, toma un enorme compromiso: “Pero ésa, es otra historia”. Con este libro, el mismo Leonardo vuelve a poner muy alta la exigencia de su producción futura; seguramente, la va a satisfacer.

Lo que echo en falta, y asumo que es mi problema -y no de Leo-, tiene que ver con un ausente al que me hubiera gustado que el autor convocara y analizara: Federico Gamboa; Mi diario (1899-1939), contiene el testimonio sobre medio siglo de la vida nacional, elaborado por un observador privilegiado que, además, admiraba a José Ives Limantour. Me atrevo a mencionarlo porque, en mi opinión y aunque los dos términos se encuentren en el título, este libro de Leonardo Lomelí es un texto sobre Economía Política (“La combinación de la más adecuada teoría económica, con el arte de gobernar”, Keynes dixit) en una proporción mucho mayor que la ocupada por la política económica.

Si la psique es el alma y, de paso, inmortal; donde quiera que se encuentren Arnaldo Córdova y Álvaro Matute (por puro temperamento, no deben estar en mismo sitio), vuelven a saber que su enorme legado está en las mejores manos.

1La dedicatoria de su ensayo, Sobre la libertad (1859), describe esa fuerza persuasiva: “A la querida y llorada memoria de la que fue inspiradora, y en parte autora, de lo mejor que hay en mis obras: a la memoria de la amiga y de la esposa, cuyo exaltado sentido de lo verdadero y de lo justo fue mi estímulo más vivo, y cuya aprobación fue mi principal recompensa, dedico este volumen. Como todo lo que he escrito desde hace muchos años, es tanto suyo como mío; pero la obra, tal cual está, no tiene, sino en un grado muy insuficiente, la inestimable ventaja de haber sido revisada por ella; algunas de sus partes más importantes se reservaron para un segundo y más cuidadoso examen, que ya nunca han de recibir. Si yo fuera capaz de interpretar para el mundo la mitad de los grandes pensamientos y nobles sentimientos enterrados con ella, le prestaría un beneficio más grande que el que verosímilmente pueda derivarse de todo cuanto yo pueda escribir sin la inspiración y la asistencia de su sin rival discreción” (Mill, 1859: 56).

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